Capítulo 4

El 11 de mayo, a media mañana, Hester recibió una invitación urgente de Edith para que la visitara en Carlyon House. Estaba manuscrita y se la había entregado un mensajero, un joven de baja estatura con una gorra calada hasta las orejas y un diente roto. En la nota, Edith le pedía que acudiese tan pronto como le fuera posible y añadía que podría quedarse a comer si así lo deseaba.

– Por supuesto -dijo el comandante Tiplady, que cada día se encontraba mejor y se aburría enormemente mientras Hester le leía los periódicos o los libros de su colección y los que solicitaba a sus amigos. Disfrutaba hablando con ella, pero deseaba que algún acontecimiento nuevo rompiera la monotonía-. Visite a los Carlyon. Infórmese de cómo se desarrolla ese terrible suceso. ¡Pobre mujer!, aunque quizá no debería decir esto. -Enarcó las canosas cejas, lo que le otorgó un aspecto beligerante y de perplejidad-. Supongo que una parte de mí se niega a creer que asesinó a su esposo, sobre todo de esa manera. No parece propio de una mente femenina. Las mujeres utilizan métodos más sutiles, como el envenenamiento, ¿no cree? -Observó que Hester lo miraba con expresión sorprendida-. De cualquier manera, ¿qué motivos tendría para matarlo? -Frunció el entrecejo-. ¿Qué pudo hacerle él para que ella recurriera a tan terrible e imperdonable violencia?

– No lo sé -admitió Hester al tiempo que apartaba la prenda que había estado remendando-. Además, ¿por qué se niega a revelar la verdad? ¿Por qué insiste en contar esa mentira sobre los celos? Me temo que intuye que su hija es la culpable y prefiere morir en la horca a ver a su hija muerta.

– Debe hacer algo al respecto, Hester -la animó Tiplady un tanto emocionado-. No puede permitir que se sacrifique. Al menos… -Vaciló. La pena era tan intensa que su rostro reflejaba cada uno de sus pensamientos: la duda, la súbita comprensión y, de nuevo, la confusión-. Oh, mi querida señorita Latterly, ¡qué dilema tan terrible! ¿Tenemos derecho a evitar que la pobre criatura se sacrifique por su hija? Lo último que ella desearía es que demostrásemos su inocencia y la culpabilidad de su hija. ¿No la privaríamos entonces de la única cosa hermosa que le queda?

– No lo sé -respondió Hester en voz baja mientras doblaba la prenda y colocaba la aguja y el dedal en el costurero-. ¿Qué ocurriría si ninguna de las dos fuese culpable? ¿Qué sucedería si se descubriese que confiesa para proteger a Sabella porque teme que sea la asesina cuando, en realidad, no lo es? ¿Qué cruel ironía se cerniría sobre nosotros si averiguáramos, ya demasiado tarde, que cometió el crimen otra persona?

Tiplady cerró los ojos.

– ¡Qué terrible! ¿No podría su amigo, el señor Monk, impedir que tal disparate se produjera? Usted asegura que es muy inteligente, sobre todo en este campo.

La inundó un aluvión de recuerdos tristes.

– La inteligencia no siempre basta…

– Entonces, será mejor que vaya y averigüe qué sucede -dijo Tiplady con firmeza-. Descubra todo cuanto sea posible sobre el general Carlyon. Me temo que alguien lo odiaba profundamente. Coma con la familia. Observe y escuche, pregunte, actúe como un detective. ¡Adelante!

– ¿Sabe algo sobre él? -preguntó Hester sin esperanzas al tiempo que se cercioraba de que Tiplady tuviera a su alcance todo cuanto necesitaba. La criada le serviría la comida y ella debería regresar a media tarde.

– Como le he comentado, lo conozco por su reputación -contestó él con expresión sombría-. Después de haber servido tantos años en el ejército, es lógico que conozca cuando menos la identidad de los generales de renombre, así como la de los que carecen de él. Hester esbozó una sonrisa forzada. -¿A qué grupo pertenecía el general Carlyon? -No tenía buena opinión de los generales.

– Ah… -Tiplady exhaló un suspiro y la miró con expresión ceñuda-. No lo sé, pero tenía reputación de ser un militar ejemplar, un líder valiente y heroico, aunque sin el uniforme carecía de rasgos distintivos y desde el punto de vista táctico no era ni una lumbrera ni una nulidad.

– Entonces ¿no luchó en la guerra de Crimea? -le preguntó Hester demasiado rápido para pensar lo que decía-. Había militares de ambas categorías, pero sobre todo abundaban los segundos.

Tiplady sonrió contra su voluntad. Conocía los defectos del ejército, pero constituían un tema prohibido; al igual que los entresijos familiares, no debían explicarse ni admitirse en presencia de desconocidos, y mucho menos de mujeres.

– No -respondió con cautela-. Según tengo entendido, sirvió la mayor parte de su vida en la India y luego permaneció muchos años en nuestro país, como un alto mando, que preparaba a los oficiales más jóvenes. -¿Qué fama tenía? ¿Qué pensaba la gente de él?

– Hester volvió a extender la manta, más por costumbre que por necesidad.

– No lo sé. -La pregunta le había sorprendido-. Nunca oí nada sobre él. Ya le he comentado que era un hombre muy carismático desde el punto de vista personal. ¡Por Dios, vaya a visitar a la señora Sobell! Tiene que descubrir la verdad y salvar a la pobre señora Carlyon o a su hija.

– Sí, comandante. Ya me voy. -Tras despedirse, Hester lo dejó solo para que cavilase hasta su regreso.

Edith la recibió con un entusiasmo inusitado. Se levantó de la silla en que había estado sentada, de manera incómoda, sobre una pierna doblada. Hester la vio demasiado cansada y pálida con el vestido de luto para dedicarle algún halago. Tenía la larga cabellera rubia despeinada, como si se hubiese dedicado a retorcerse los mechones de manera distraída.

– Ah, Hester. Me alegro tanto de que hayas venido. ¿No le importunó al comandante? Qué detalle por su parte. ¿Has averiguado algo? ¿Qué ha descubierto el señor Rathbone? Oh, por favor, ven y siéntate aquí. -Le indicó un asiento situado delante de donde había estado y regresó a su silla.

Hester se acomodó sin preocuparse de alisarse la falda.

– Me temo que, de momento, muy poco. -Respondió la última pregunta, que era la única que de verdad importaba-. Por supuesto, no tiene por qué contarme todo lo que sabe ya que no estoy directamente implicada en el caso.

Edith quedó perpleja, hasta que comprendió.

– Oh, sí, desde luego. -Se entristeció de repente, como si acabara de recordar la desagradable realidad-. ¿Está trabajando en el caso?

– Claro que sí. El señor Monk ya ha iniciado la investigación. Espero que venga aquí a su debido tiempo.

– No le revelarán nada -observó Edith con las cejas arqueadas.

Hester sonrió.

– No de manera consciente, lo sé. El señor Monk considera la posibilidad de que no fuese Alexandra quien asesinó al general, y mucho menos por los motivos que arguyó. Edith…

Su amiga la miraba con fijeza.

– Edith, es posible que, después de todo, Sabella sea la asesina, pero ¿es ésa la solución que Alexandra desea? ¿La ayudaríamos si lo demostrásemos? Ha decidido sacrificarse para salvar a Sabella, si en verdad es culpable. -Se inclinó-. Sin embargo, ¿y si no fue ninguna de las dos? Si Alexandra cree que fue Sabella y se declara culpable para protegerla…

– Sí-la interrumpió Edith con nerviosismo-. ¡Sería maravilloso! Hester, ¿de verdad crees en esa posibilidad?

– Lo cierto es que existe. Entonces, ¿quién lo hizo? ¿Louisa? ¿Maxim Furnival?

– No lo sé. -El brillo desapareció de los ojos de Edith-. Desearía que hubiese sido Louisa, pero lo dudo. ¿Qué motivos tendría?

– Tal vez mantuvieran un romance y el general la dejó, le dijo que todo había acabado. Según me contaste, no es una mujer que acepte un rechazo.

El rostro de Edith reflejaba una curiosa mezcla de emociones: diversión en los ojos, tristeza en la boca e incluso un atisbo de culpabilidad.

– No conocías a Thaddeus, de lo contrario no pensarías algo así de él. Era… -Edith titubeó mientras buscaba ideas para convertirlas en palabras-. Era… reservado y frío. Guardaba para sí todas las pasiones, nunca las compartía. Jamás le vi emocionarse por nada. -En sus labios se dibujó una sonrisa que denotaba pena y arrepentimiento-. Excepto por las historias de heroísmo, lealtad y sacrificio. Recuerdo haberle visto leer Sohrab y Rustum cuando se publicó por primera vez, hace cuatro años. -Edith se percató de que Hester no entendía a qué se refería-. Es un poema trágico, de Matthew Arnold. -Esbozó de nuevo una sonrisa triste-. La trama es complicada. Lo importante es que Sohrab y Rustum son padre e hijo y grandes héroes militares; se matan el uno al otro sin saber quiénes son porque han acabado en bandos contrarios durante la guerra. Es muy emocionante.

– ¿A Thaddeus le gustó?

– Sí. Le encantaban las historias de los grandes héroes del pasado, el nuestro y el de otras civilizaciones: los espartanos peinándose antes de la batalla de las Termópilas; eran trescientos y murieron todos, pero salvaron Grecia. Y Horacio sobre el puente…

– Lo conozco -se apresuró a decir Hester-. Trovas de la antigua Roma, de Macaulay. Ahora lo entiendo. Son relatos en que aparecen los valores que Thaddeus admiraba: honor, deber, valentía, lealtad. Lo siento…

Edith la miró con afecto. Se trataba de la primera ocasión en que hablaban de Thaddeus como un ser humano, no como la víctima de una tragedia.

– No obstante creo que era un nombre más racional que emocional -explicó-. Por lo general se mostraba muy tranquilo y educado. Supongo que, en cierto modo, no era tan distinto de mamá. Valoraba la justicia por encima de todo, y nunca le vi actuar o decir algo que estuviese al margen de ella. -Edith arrugó el rostro y meneó la cabeza-. Si Louisa le despertaba alguna pasión secreta, supo ocultarla por completo. Sinceramente, me cuesta creer que la tomara tan en serio como para cometer una traición, no tanto hacia Alexandra como hacia sí mismo. Para él, el adulterio constituiría un grave error, ya que atentaría contra la santidad del hogar y los valores por los que él se regía. Ninguno de sus héroes haría algo semejante. Sería inconcebible. -Edith alzó los hombros de manera exagerada.

»Sin embargo, supongamos que lo hubiese hecho y luego se hubiese cansado de ella o le hubiese remordido la conciencia. Creo que Louisa, quien no me inspira mucho afecto, es lo bastante inteligente para haberlo previsto y haber adoptado la decisión de dejarlo antes de que él la abandonara. Louisa habría optado por romper la relación para impedir que Thaddeus tomara la iniciativa.

– ¿Y si ella lo quería? Algunas mujeres aman lo inalcanzable mucho más que aquello que está a su alcance. Tal vez se negaba a creer que él nunca le haría caso y lo quería tanto que prefirió asesinarlo a… Edith se echó a reír.

– Oh, Hester, ¡no seas ridícula! Eres una romántica empedernida. Vives en un mundo de grandes pasiones, amor y devoción imperecederos y celos incontenibles. Ninguno de los dos era así. Thaddeus era valiente, pero también presuntuoso, estirado y muy inflexible y frío. No se puede estar siempre leyendo poesía épica. Thaddeus era muy reservado. Louisa sólo es pasional consigo misma. Le gusta que la amen, admiren y envidien, sobre todo que la envidien; también le encanta sentirse cómoda y ser el centro de atención. Siempre antepone sus necesidades a las de los demás. Por otro lado, viste ropas lujosas, se pavonea y coquetea, pero ya sabes que a Maxim le preocupa la moralidad, y es él quien tiene el dinero. Si Louisa se propasase, él no se lo toleraría. -Edith se mordió el labio inferior-. Maxim amó a Alex en el pasado, pero se negó a tener relaciones con ella, por lo que no permitiría que Louisa se comportase de manera indecorosa.

Hester observó con atención el rostro de su amiga. No pretendía herir sus sentimientos, pero los pensamientos la acosaban de manera incesante.

– Una pregunta: ¿Thaddeus tenía dinero? Si Louisa pensaba casarse con él, no necesitaría el dinero de Maxim…

Edith prorrumpió en carcajadas.

– ¡No digas tonterías! Louisa se arruinaría si Maxim se divorciase de ella, y Thaddeus no habría querido verse comprometido en una situación semejante, ya que el escándalo que se habría producido también le arruinaría.

– Supongo que tienes razón -admitió Hester con sensatez. Permaneció en silencio unos minutos, absorta en sus cavilaciones-. Lamento pensar en todo esto-dijo Hester al cabo-, pero ¿y si fue otra persona, no un invitado, sino un criado? ¿Frecuentaba la casa de los Furnival?

– Sí, eso creo, pero ¿por qué demonios querría asesinarlo un criado? Se me antoja bastante improbable. Sé que deseas encontrar algo, pero…

– No lo sé. ¿Algo del pasado? Era general, por lo que debía de tener tanto amigos como enemigos. Quizás el motivo de su muerte guarde relación con su vida militar, no con la personal.

A Edith se le iluminó el rostro.

– Oh, Hester, ¡qué idea tan brillante! ¿Te refieres a algún incidente que se produjera en el campo de batalla o en el cuartel y del que alguien decidió resarcirse? Hay que investigar a la servidumbre de los Furnival. Tienes que contarle a Monk, ¿se llama así?, sí, tienes que contar al señor Monk nuestras sospechas para que comience a actuar de inmediato.

Hester sonrió al imaginarse dando instrucciones a Monk, pero accedió y, antes de que Edith pudiese continuar, la sirvienta anunció que la comida estaba preparada y que las esperaban a la mesa.

Al parecer, Edith ya había informado al resto de la familia de que Hester se quedaría a comer. La saludaron con frialdad, la invitaron a sentarse en un lugar específico y le desearon con cierta indiferencia que disfrutase del ágape.

Hester dio las gracias a Felicia y tomó asiento.

– Supongo que habéis leído las noticias -dijo Randolf al tiempo que observaba a los comensales. A Hester le pareció más cansado que la última vez que lo había visto, pero si Monk le hubiese preguntado si consideraba que estaba senil, hubiera respondido que no sin dudar. Sus ojos traslucían una inteligencia aguda, y si se quejaba o se mostraba agotado, se debía más bien a una cuestión de carácter que al paso del tiempo.

– He leído los titulares, por supuesto -respondió Felicia con aspereza-. Lo demás no me interesa. No podemos hacer nada al respecto, pero tampoco tenemos por qué hablar del tema. No son más que habladurías y conjeturas de mal gusto; hay que prepararse para lo peor, pues de ese modo evitaremos las preocupaciones. ¿Serías tan amable de pasarme los condimentos, Peverell?

Peverell se los tendió y dedicó una sonrisa a Hester. Tal como ésta había observado en otras ocasiones, sus ojos reflejaban amabilidad y buen humor. Era un hombre corriente y, a la vez, nada corriente. A Hester le costaba creer que Damaris hubiese alimentado ideas románticas sobre Maxim Furnival. No era tan necia como para destruir lo que tenía por un fugaz momento de diversión. A pesar de su excentricidad, no era estúpida ni superficial.

– No he leído las noticias -intervino Edith de repente mientras miraba a su madre.

– Claro que no. -Felicia la observó con los ojos muy abiertos-. Ni lo harás.

– ¿Qué dicen de Alexandra? -inquinó Edith sin hacer caso del tono de advertencia que había en la voz de su madre.

– Lo que cabía prever -respondió Felicia-. Olvídalo.

– Lo dice como si pudiéramos hacerlo -terció Damaris con tono brusco, casi acusador-. No penséis sobre eso, carece de importancia, y asunto concluido.

– Todavía te queda mucho por aprender, querida -observó Felicia con frialdad a la vez que la miraba con exasperación-. ¿Dónde está Cassian? Llega tarde. Se puede permitir cierta libertad, pero perder la disciplina es inadmisible. -Tendió la mano y agitó la campanilla de plata. Acto seguido apareció un lacayo.

– Ve a buscar al señorito Cassian, James. Dile que se le espera a la mesa.

– Sí, señora. -El criado salió de la sala. Randolf gruñó y continuó comiendo. -Supongo que los periódicos elogian al general Carlyon. -Hester escuchó cómo su propia voz rompía el silencio de forma poco delicada y sumamente artificial. No cabía esperar que durante la comida algunos de los presentes dijese o hiciese algo que le aportase información valiosa-. Su trayectoria militar fue más que brillante -añadió-. Tienen la obligación de haber escrito algo al respecto.

Randolf la observó con el entrecejo fruncido.

– Fue un hombre ilustre y sobresaliente -admitió-, un broche de oro para su generación y su familia. Sin embargo, no alcanzo a discernir qué sabe usted sobre su vida. Estoy seguro de que su comentario era bienintencionado y producto de la amabilidad, por lo que le agradezco su cortesía. -Randolf parecía cualquier cosa menos agradecido.

Hester tuvo la sensación de que le molestaba que lo hubiera alabado sin su permiso, como si el general les perteneciera y sólo ellos pudiesen hablar de él.

– He pasado bastante tiempo en el ejército, coronel Carlyon -le recordó Hester.

– ¡En el ejército! -Randolf resopló con evidente desprecio-. ¡Tonterías, jovencita! Usted fue enfermera, una criada que se ocupaba de las tareas más desagradables de los cirujanos. ¡Nada que ver con el ejército!

Hester se sintió tan ofendida que se olvidó de Monk, Rathbone y Alexandra Carlyon.

– No sé cómo puede estar tan seguro -replicó imitando su tono-. Usted no estuvo allí, pues de lo contrario sabría que ser enfermera del ejército es algo muy distinto. He presenciado batallas y luego he caminado por los campos. He ayudado a cirujanos y me atrevería a decir que, en el transcurso de apenas unos años, he conocido a tantos soldados como usted.

Randolf la observaba con el rostro encendido y los ojos muy abiertos.

– Y jamás he oído a nadie mencionar al general Carlyon -añadió con frialdad-, pero ahora trabajo como enfermera para el comandante Tiplady, quien sabe algo de él porque también sirvió en la India y me contó algunos detalles de su vida. Por lo tanto, no hablaba sin conocimiento de causa. ¿Estoy bien informada?

Randolf se debatía entre el deseo de responder de la manera más grosera posible y la necesidad de defender a su hijo y el orgullo familiar, así como de comportarse con cortesía con una invitada, aunque él no la hubiese convidado. El orgullo familiar ganó.

– Sin duda -contestó de mala gana-. Thaddeus era extraordinario, un militar brillante que jamás deshonró su nombre.

Felicia no apartó la mirada de su plato y mantuvo la mandíbula firme. Hester se preguntó qué dolor interior la habría invadido tras el fallecimiento de su único hijo, dolor que mantendría oculto con la misma disciplina con que había regido toda su vida para superar la soledad propia de las separaciones duraderas, quizá para viajar al extranjero y vivir en lugares desconocidos de clima severo y evitar daños y enfermedades, y ahora para sobreponerse al escándalo y a una pérdida irreparable. Los soldados del imperio se habían apoyado en el valor y la disciplina de mujeres como ella.

La puerta se abrió y un niño de pelo rubio y rostro delgado y pálido entró en el comedor. Observó en primer lugar a Randolf, luego a Felicia.

– Lo siento, abuela-susurró.

– Disculpado -replicó Felicia ceremoniosamente-. No te acostumbres, Cassian. Es de mala educación llegar tarde a las comidas. Siéntate, por favor. James te servirá el almuerzo.

– Sí, abuela. -Cassian bordeó la silla de su abuelo, luego la de Peverell y finalmente se sentó en la que se encontraba junto a Damaris.

Mientras comía, Hester observó con disimulo a Cassian, que comenzó a picotear sin placer del segundo plato, ya que como había llegado demasiado tarde para la sopa no se la habían servido para que no se malacostumbrara. Era un niño hermoso, con el pelo del color de la miel y la piel clara llena de pecas, que disimulaban la palidez. Tenía la frente amplia, la nariz corta, que ya comenzaba a mostrar una curva aguileña, y boca grande, marcada por el candor propio de la infancia, aunque se adivinaban ciertos rasgos de mal humor e introversión. Incluso cuando levantaba la vista mientras Edith le hablaba, o al pedir el agua o los condimentos, algo en su aspecto hizo pensar a Hester que era más reservado y prudente de lo que cabía esperar en un chiquillo de su edad.

Entonces recordó los terribles acontecimientos del mes anterior, que debían de haber causado a Cassian un dolor demasiado intenso para que lo asimilara. En una tarde su padre había muerto y su madre se había visto asolada por la angustia, el miedo y la aflicción para, quince días después, ser detenida y separada a la fuerza de Cassian. ¿Conocería el pequeño los motivos de todo lo ocurrido? ¿Le habría contado alguien los pormenores de la tragedia? ¿O acaso creía que se trataba de un accidente fatal y que su madre regresaría?

Observando su rostro circunspecto, resultaba imposible adivinar que pensaba. Sin embargo, no se mostraba abatido y no miraba a nadie pidiendo explicaciones, a pesar de que se encontraba con su familia y, en principio, los conocía a todos.

¿Lo habría abrazado alguien para que llorara sobre su hombro? ¿Le habría explicado alguien lo que sucedía? ¿O acaso se hallaba inmerso en una confusión silenciosa, acosado por las suposiciones y los temores? ¿Esperaban que sobrellevase el dolor como un adulto con estoicismo, y continuase su nueva y completamente cambiada vida como si no necesitase respuestas ni tiempo para las emociones? ¿Era su actitud de adulto un mero intento de comportarse como se esperaba de él? ¿O es que acaso ni tan siquiera se lo habían planteado? ¿Consideraban que la comida, la ropa, el cariño y una habitación propia era todo cuanto una criatura de su edad necesitaba?

Entretanto, el resto de comensales conversaba sobre toda clase de trivialidades, amigos que Hester no conocía, la sociedad en general, gobierno, los acontecimientos actuales y la opinión pública sobre los escándalos y las tragedias del día.

Damaris volvió al tema original.

– Esta mañana he pasado junto a un vendedor de periódicos que vociferaba cosas sobre Alex -explicó con tristeza-. Decía cosas desagradables. ¿Por qué la gente es tan maliciosa? ¡Ni siquiera saben si lo hizo o no! No deberías haberle escuchado. Tu madre ya te lo había advertido

– No sabía que pensabas salir. -Felicia la observó con irritación-. ¿Adonde has ido?

– A la modista-contestó Damaris con cierto fastidio-. Necesito otro traje negro. Estoy segura de que no querrás que durante el luto vista de color púrpura.

– El púrpura puede utilizarse como medio luto. -Los grandes y perspicaces ojos de Felicia observaron a Damaris con desaprobación-. Tu hermano lleva poco tiempo enterrado. Irás de negro tanto tiempo como sea necesario. Sé que el funeral ha terminado, pero si te encuentro fuera de casa con un vestido de color lavanda o púrpura antes de la fiesta de San Miguel, me causarás un gran disgusto.

El rostro de Damaris reflejó el deseo de rebelarse ante la perspectiva de vestir de negro durante todo el verano, pero no dijo nada.

– De todas maneras, no era preciso que salieras -continuó Felicia-. Deberías haber pedido que acudiera la modista. -La cara de Damaris mostraba claramente sus pensamientos, sobre todo la necesidad de alejarse de la casa.

– ¿Qué decían? -preguntó Edith refiriéndose de nuevo a los periódicos.

– Por lo visto han llegado a la conclusión de que Alex es culpable -respondió Damaris-, pero no se trataba de eso, sino de la malicia con que contaban la noticia.

– ¿Qué esperabas? -inquirió Felicia con el entrecejo fruncido-. Alexandra ha confesado que perpetró un acto que escapa a la comprensión y desafía la seguridad de la vida de los demás, como la locura. Es natural que la gente se sienta… enfadada. Creo que «malicia» no es el término más apropiado. Me temo que no comprendes la dimensión de lo ocurrido. -Apartó la mousse de salmón-. Imagina qué sucedería si todas las mujeres asesinaran a sus maridos porque mantienen un romance. De verdad, Damaris, a veces me pregunto dónde tienes la cabeza. La sociedad se desintegraría. No habría ni seguridad ni decencia ni certeza sobre nada. El orden quedaría roto y estaríamos como en la selva. -Indicó al lacayo que retirase el plato antes de proseguir-. Sabe Dios que Alexandra no tenía problemas en su matrimonio, pero si así hubiese sido debería haberse resignado, como han hecho miles de mujeres antes que ella y lo harán otras en el futuro. Todas las relaciones implican problemas y exigen sacrificios.

Era una afirmación exagerada, y Hester observó a los demás a la espera de que alguien la rebatiera. Edith no apartaba la vista de su plato, Randolf asentía como si estuviese completamente de acuerdo y Damaris miró a Hester en silencio. Cassian estaba muy serio, pero a nadie parecía importarle hablar de sus padres en su presencia.

Fue Peverell quien intervino.

– El miedo, querida -dijo mientras dirigía a Edith una sonrisa triste-. Las personas reaccionan de la más desagradable de las maneras cuando están asustadas. Esperamos violencia del garrote, de las clases obreras e incluso, de tanto en tanto, de los caballeros; y todo ocurre por un insulto, por el honor de una mujer o, aunque sea de muy mal gusto, por cuestiones económicas.

El lacayo retiró los platos de pescado y sirvió los de carne.

– Sin embargo, cuando las mujeres comienzan a utilizar la violencia -añadió Peverell- para imponer al hombre la manera en que debe comportarse en lo que se refiere a la moral o sus apetitos, no sólo amenazan su libertad sino también la santidad de sus hogares. Además, propagan el miedo entre las personas, puesto que se trata de la seguridad más esencial, el refugio al que todos nos gusta imaginar que podemos retirarnos para escapar de los posibles conflictos en los que nos vemos inmersos durante el día o la semana.

– No sé por qué empleas la palabra «imaginar». -Felicia lo observó con severidad-. El hogar es el seno de la paz, la moralidad, la lealtad, el refugio y la fuerza para todos aquellos que han de trabajar o luchar en un mundo en transformación. -Apartó el plato de la carne, y el lacayo se retiró para servir a Hester-. Sin el hogar, ¿valdría la pena vivir? Si desaparece, todo lo demás está perdido. ¿Te sorprende que la gente experimente miedo y horror porque una mujer a la que se le había dado todo pierda el juicio y asesine al hombre que la había protegido y cuidado? Es normal que se sientan contrariados. No cabe esperar una reacción distinta. No hay que hacerles caso. Si hubieses pedido a la modista que viniese, como deberías haber hecho, no habrías conocido la reacción popular.

No se habló más del tema, y media hora más tarde, cuando hubieron terminado de comer, Edith y Hester se excusaron y salieron de la sala. Poco después Hester se despidió tras explicar a su amiga todo cuanto había averiguado hasta el momento, prometerle que continuaría adelante y asegurarle que, a pesar de las dudas que albergaba, todavía quedaban esperanzas.

El comandante Tiplady miraba por la ventana cuando Hester regresó y de inmediato le preguntó cómo había ido la visita.

– No sé si he averiguado algo útil -respondió mientras se quitaba la capa y la cofia y las colocaba sobre la silla para que Molly las colgara-. En todo caso sé más cosas sobre el general. No estoy segura de si me hubiera gustado conocerlo, pero me apena que haya muerto.

– Esa información no resulta muy provechosa -le comentó Tiplady con tono crítico mientras la observaba con los ojos entornados y la espalda bien recta-. ¿Cree posible que lo asesinara Louisa?

Hester se sentó a su lado.

– No parece muy probable. El general era un hombre más propenso a la amistad que a los romances, y al parecer Louisa tenía mucho que perder, no sólo su reputación sino también dinero, como para permitirse semejante relación. -De repente se entristeció-. De hecho, todo apunta a que Alexandra es la culpable, o tal vez la pobre Sabella, si en verdad está trastornada.

– Oh, querida. -Tiplady estaba abatido-. Entonces ¿qué podemos hacer ahora?

– Quizá fuera un criado -conjeturó con cierta esperanza.

– ¿Un criado? -preguntó Tiplady con incredulidad-. ¿Por qué motivo?

– No lo sé. Tal vez por algo relacionado con su pasado militar.

Tiplady no quedó convencido.

– ¡Seguiré haciendo averiguaciones! -anunció Hester con firmeza-. ¿Ya ha tomado el té? ¿Qué le apetecería cenar?

Dos días después, ante la insistencia de Tiplady, Hester se tomó una tarde libre y visitó a lady Callandra Daviot para que le facilitase información sobre la carrera militar del general Carlyon. Callandra ya la había ayudado con sus consejos y amistad cuando regresó por primera vez de la guerra de Crimea, y gracias a sus buenos oficios logró su empleo en el hospital. Luego se mostró sumamente educada y evitó toda clase de comentarios desagradables cuando la despidieron por extralimitarse en sus funciones.

Su difunto esposo, el coronel Daviot, había sido un reputado cirujano del ejército; era un hombre de mucho genio, encantador, terco, ocurrente y, hasta cierto punto, voluble. Había conocido a muchas personas y tal vez sabía algo del general Carlyon. Callandra, que todavía tenía contactos en el cuerpo médico del ejército, quizá recordara algo del general o pudiera averiguar con discreción algo relacionado con su trayectoria militar y, más importante aún, su reputación personal. Acaso lograra obtener información sobre los acontecimientos menos oficiales que, de algún modo, servirían para encontrar otro móvil, ya se tratara de alguien que se quisiera vengar por un oprobio, una traición en el campo de batalla, un ascenso injusto o incluso algún escándalo. Las posibilidades eran numerosas.

Estaban sentadas en la habitación de Callandra, que no podía considerarse una sala, puesto que jamás recibía allí a las visitas de cortesía. Era muy luminosa, de decoración anticuada y estaba abarrotada de libros y papeles, con cojines esparcidos aquí y allá para mayor comodidad, dos chales desechados y un gato dormido que habría sido blanco de no ser por el hollín que lo cubría.

Callandra, de mediana edad, cabello grisáceo que ondeaba como si lo agitara un fuerte viento, nariz larga y rostro que denotaba inteligencia, tenía un sentido del humor también anticuado. Estaba sentada bajo la luz del sol, lo que, si era un hábito, explicaría su poco delicada tez. Observaba a Hester con una expresión jovial.

– Mi querida muchacha, Monk me ha informado sobre el caso. Si lo recuerda, ése era nuestro trato. Por supuesto, he hecho averiguaciones sobre el general Carlyon, así como sobre su padre. Se descubren muchas cosas de un hombre o, evidentemente, de una mujer, sí se conoce algo de sus padres. -Frunció el entrecejo-. Este gato es un ser complicado. Dios quiso que fuese blanco, y él se empeña en subir por las chimeneas. Sólo de pensar que, tarde o temprano, se lamerá el pelaje, me produce grima. Me siento como si tuviera la boca llena de hollín. Sin embargo, no puedo lavarlo, aunque lo he pensado en varias ocasiones y se lo he dicho.

– Supongo que gran parte del hollín se quedará en el mobiliario -observó Hester con tranquilidad. Estaba acostumbrada a tratar con Callandra y, después de todo, profesaba cierto cariño al animal.

– Probablemente -admitió Callandra-. De momento no se le permite entrar en la cocina, por lo que debo darle cobijo.

– ¿Por qué? Creía que su trabajo consistía en acabar con los ratones de la cocina.

– Sí, pero los huevos le gustan demasiado.

– ¿Y la cocinera no puede darle uno de tanto en tanto?

– Por supuesto, pero cuando lo olvida, él se las ingenia para cogerlo solo. Esta misma mañana ha tocado media docena con las patas, se han caído todos al suelo y, como es lógico, se han roto, por lo que ha comido tanto como ha querido. Esta noche no podremos cenar soufflé. -Se acomodó; el gato se rebulló, todavía adormilado, y comenzó a ronronear-. Supongo que deseará saber qué he averiguado sobre el general Carlyon.

– Desde luego.

– Pues nada muy interesante. Sin duda era un hombre corriente y, desde mi punto de vista, tan educado que resultaba tremendamente aburrido. Su padre pagó para que le nombraran oficial. Era un hombre muy capacitado y obedecía la ley al pie de la letra, tenía buena reputación entre la mayoría de sus compañeros y, a su debido tiempo, logró un ascenso, con toda probabilidad gracias a la influencia de su familia y a la destreza que tenía con las armas. Sabía cómo lograr que sus subordinados le fueran leales, lo que es muy importante. Era un excelente jinete, lo cual también le ayudó.

– ¿Y desde el punto de vista personal? -inquirió Hester en tono esperanzado.

Callandra adoptó una expresión de disculpa.

– No se sabe nada. Se casó con Alexandra Fitz Wilham tras un breve noviazgo. Era lo más apropiado, y las dos familias se mostraron satisfechas con la decisión, lo que no es de extrañar si se tiene en cuenta que fueron en gran parte las artífices de la unión. Tuvieron dos hijas y, mucho tiempo después, a su único hijo, Cassian. El ejército lo envió a la India, y permaneció en el extranjero varios años, la mayor parte en Bengala. He hablado con un amigo mío que también sirvió allí, pero nunca oyó ningún rumor referente a sus obligaciones militares o su vida personal que desprestigiara la reputación del general. Sus hombres lo respetaban, algunos sobremanera.

»Me han contado una anécdota que, en cierto modo, refleja la personalidad de Carlyon. Un joven teniente que había llegado a la India apenas unos meses atrás realizó una patrulla desastrosa, ya que se perdió y la mitad de sus hombres resultaron heridos. Carlyon, que por entonces era comandante, salió, no sin peligro, en busca de su joven compañero junto con algunos voluntarios; lo encontró, cuidó de los heridos y repelió un ataque. Luego los llevó, sanos y salvos, de vuelta al puesto. Dejó en ridículo al joven teniente, pero mintió como un vulgar soldado para evitar que lo acusaran de incompetencia. Al parecer actuó así desinteresadamente, pero es fácil comprender que de ese modo mejoraba su reputación y aumentaba la admiración que sus subordinados le profesaban. Por lo visto le preocupaba más la imagen que éstos tenían de él que su propio ascenso, aunque al final también lo logró.

– Muy humano -observó Hester con expresión reflexiva-. No del todo encomiable, pero bastante comprensible.

– No es en absoluto encomiable -aseveró Callandra con determinación-, al menos por lo que respecta a un alto mando. Un general debe estar por encima del deber. Es una postura mucho más segura que la de buscar la admiración de los demás, y proporciona confianza cuando las cosas se ponen feas.

– Supongo que sí. -Hester hizo valer de nuevo su sentido común. Ocurría lo mismo con cualquier líder importante. Florence Nightingale no era una mujer precisamente adorable, ya que era demasiado autocrítica, intolerante con las flaquezas, vanidades y manías de los demás, amén de bastante excéntrica. Sin embargo, incluso aquellos que más la detestaban no dudarían en seguirla, y los hombres a quienes había atendido la consideraban una santa, aunque quizá la mayoría de los santos no hayan sido personas agradables.

– Intenté averiguar si jugaba más de lo normal -continuó Callandra-, si aplicaba la disciplina con excesiva rigidez, si había seguido alguna secta o creencia pagana, si se había granjeado enemigos o si había tenido amistades que pudiesen haber puesto en duda su reputación. ¿Sabe a qué me refiero?

– Sí -afirmó Hester con una sonrisa irónica. Era una posibilidad que no se le había ocurrido. ¿Qué hubiera pasado si, en lugar de una mujer, el general hubiese tenido por amante a un hombre? En todo caso no le parecía una conjetura demasiado productiva-. Qué pena, ése sería un motivo más que interesante.

– Sin lugar a dudas. -El rostro de Callandra se endureció-. Sin embargo me fue imposible encontrar alguna prueba al respecto, la persona con la que hablé no es de las que se valen de eufemismos o fingen no saber nada. Me temo, querida mía, que el general Carlyon era un hombre convencional y jamás ofreció motivos para que lo odiasen o temiesen.

Hester suspiró.

– ¿Tampoco su padre?

– Su padre es muy parecido, aunque no gozaba de tan buena reputación. Sirvió en la guerra de la independencia española y participó en la batalla de Waterloo, lo que induce a pensar que se convirtió en un hombre interesante, pero por lo visto no fue así. La única diferencia entre ambos estriba en que el coronel tuvo primero a su hijo y luego a las dos hijas, y en que el general logró un rango más elevado gracias a la influencia de su padre. Lamento que mis pesquisas aporten tan poca información. Resulta decepcionante.

A partir de aquel momento la conversación adquirió un carácter más general; pasaron una agradable tarde juntas hasta que Hester se levantó para despedirse y regresar a la casa del comandante Tiplady.

El mismo día en que Hester comió con los Carlyon, Monk visitó por primera vez al doctor Charles Hargrave, el único de los que habían asistido a la cena que no pertenecía a la familia de los Carlyon, además del primer médico militar que había visto el cuerpo sin vida del general.

Monk había concertado la cita para asegurarse de que el doctor se encontraba en casa, y, por lo tanto, se acercó a su residencia con tranquilidad, a pesar de que eran las ocho y media de la noche, una hora bastante intempestiva. Le abrió la puerta una criada que lo condujo a un estudio agradable y convencional en el que se hallaba Hargrave, un hombre sumamente alto y delgado, de espalda ancha, pese a lo cual no poseía una complexión atlética. Tenía la tez muy pálida, los ojos un tanto entornados y de un azul verdoso, la nariz larga y puntiaguda, no demasiado recta, como si se la hubiese fracturado, la boca pequeña y los dientes bien alineados. Era un rostro muy peculiar y parecía un individuo bastante sereno.

– Buenas noches, señor Monk. Dudo que pueda servirle de ayuda, pero por supuesto haré todo cuanto esté en mi mano. He de informarle, sin embargo, que ya he hablado con la policía.

– Gracias, señor. Muy amable por su parte.

– De nada. Un caso terrible. -Hargrave acercó a la chimenea dos grandes sillas tapizadas en cuero, y ambos tomaron asiento-. ¿Qué puedo decirle? Supongo que ya sabe qué ocurrió aquella noche.

– He oído varias versiones de los hechos, y ninguna difiere en exceso de las demás. No obstante, algunas preguntas aún siguen sin respuesta. Por ejemplo, ¿sabe por qué la señora Erskine estaba tan alterada?

Hargrave sonrió; fue un gesto encantador y franco.

– No lo sé. Supongo que tal vez discutió con Louisa, aunque ignoro por qué. En todo caso tuve la impresión de que trató con inusual rudeza al pobre de Maxim. Lamento no serle de más ayuda y, antes de que lo pregunte, tampoco sé por qué riñeron Thaddeus y Alexandra.

– ¿Podría guardar relación con la señora Furnival? -inquirió Monk.

Hargrave reflexionó al tiempo que juntaba la yema de los dedos para formar una pirámide y observaba al detective.

– En un principio lo consideré improbable, pero he llegado a la conclusión de que tal vez fuera así. La rivalidad es algo muy complejo. Las personas luchan con denuedo por algo, no tanto porque deseen ese algo, sino porque quieren salir victoriosas del enfrentamiento y que los demás se enteren. -Observó a Monk con suma seriedad-. Lo que quiero decir es que, aunque Alexandra no estaba locamente enamorada del general, tal vez valorase en extremo su amor propio y no soportara que sus amigos y su familia supiesen que el general quería a otra mujer. -Percibió la incredulidad en el rostro de Monk, o la imaginó-. Soy consciente de que el asesinato es una reacción demasiado extrema para semejante situación. -Frunció el entrecejo y se mordió el labio inferior-. Además, no resuelve nada. De todos modos, resulta igualmente absurdo pensar que podría solucionar cualquier otro problema. En todo caso, de lo que no hay duda es de que el general fue asesinado.

– ¿De verdad? -Monk no formuló la pregunta con escepticismo, sino con un deseo de clarificación-. Usted examinó el cuerpo, pero en un principio no le pareció un asesinato, ¿no es así?

Hargrave sonrió con sarcasmo.

– Sí. Aquella noche no tendría que haber dicho nada, pensara lo que pensase. He de admitir que me sentí bastante conmocionado cuando Maxim regresó y anunció que Thaddeus había sufrido un accidente; luego, al verlo, supe al instante que estaba muerto. Tenía una herida muy fea. Una vez que me hube asegurado de que no podía hacer nada por él, lo primero en que pensé fue que debía comunicar la defunción a los familiares con el mayor tacto posible, en especial a su esposa. Resulta superfluo añadir que en aquel entonces ignoraba que ella sabía mejor que cualquiera de nosotros lo que había ocurrido.

– ¿Qué había ocurrido, doctor Hargrave?

Hargrave hizo una mueca.

– Exactamente -añadió Monk.

– Quizá convendría que le describiera el escenario del crimen tal como lo encontré. -Hargrave cruzó las piernas y clavó la mirada en el pequeño fuego que había encendido en la chimenea para combatir el frío de la noche-. El general yacía en el suelo debajo del pasamanos de la galería. La armadura se había derrumbado a su lado. Si mal no recuerdo, había quedado desarticulada después de que el cuerpo de Thaddeus cayese sobre ella. Debía de sostenerse por unas correas de cuero bastante desgastadas, cierto equilibrio y el propio peso de las piezas. Un guantelete se encontraba bajo el cadáver, y el otro cerca de la cabeza. El casco había rodado unos cincuenta centímetros.

– ¿El general estaba boca arriba o de bruces? -preguntó Monk.

– Boca arriba -respondió Hargrave de inmediato-. Tenía la alabarda clavada en el pecho. Supongo que cayó de lado y después se giró en el aire para intentar salvarse, de tal modo que el extremo de la alabarda le atravesó el torso. Luego, al golpearse con la armadura, se desvió y se desplomó boca arriba. Ahora me doy cuenta de que parece extraño, pero aquella noche no sospeché que se tratase de un asesinato; sólo pretendía ayudar.

– ¿Y advirtió al instante que estaba muerto?

Una expresión compungida apareció en el rostro de Hargrave.

– Lo primero que hice fue arrodillarme para tomarle el pulso. Supongo que fue una reacción automática, aunque bastante inútil dadas las circunstancias. Cuando me aseguré de que no tenía pulso, examiné la herida. Aún tenía la alabarda clavada. -Hargrave no tembló, pero tensó todos los músculos del cuerpo y pareció encogerse-. Al ver que había penetrado unos veinte centímetros, comprendí que no viviría mucho más. De hecho, cuando trasladamos el cuerpo, reparamos en que la punta de la alabarda había dejado una marca en el suelo. Ella debió de haber… -Se interrumpió y respiró hondo-. Tuvo que morir en el acto. -Tragó saliva y lanzó a Monk una mirada de disculpa-. He visto muchos cadáveres, pero la mayoría de las veces se trataba de muertes naturales o por enfermedad. No estoy acostumbrado a las muertes violentas.

– Claro que no -dijo Monk con delicadeza-. ¿Lo movió?

– No. Era evidente que necesitábamos la ayuda de la policía. Aun cuando se hubiera tratado de un accidente, se habría precisado una investigación.

– ¿Regresó entonces a la sala para informar de que estaba muerto? ¿Podría recordar cómo reaccionaron?

– ¡Sí! -Hargrave abrió los ojos como platos en un gesto de sorpresa-. Quedaron conmocionados, como es de suponer. Si mal no recuerdo, Maxim, Peverell y mi esposa fueron quienes más atónitos se mostraron. Damaris Erskine había estado preocupada toda la noche, y creo que tardó un buen rato en asimilar la noticia. Sabellla no estaba presente. Había subido al piso superior, sospecho que porque no quería estar en la sala con su padre, a quien odiaba…

– ¿Sabe por qué? -interrumpió Monk.

– Oh, sí. -Hargrave sonrió-. Quería ser monja desde los doce o trece años, una de esas ideas románticas que acarician algunas niñas. -Se encogió de hombros mientras su rostro adoptaba una expresión cómica-. Muchas terminan por desecharlas, pero ése no fue su caso. Como es natural, su padre se negó en redondo e insistió en que debía casarse y sentar la cabeza, como la mayoría de las muchachas. Fenton Pole es un buen hombre, de buena familia, bien educado y con medios más que suficientes para sustentarla. -Se inclinó para avivar la lumbre y enderezar un tronco con el atizador-. En un principio parecía que se había hecho a la idea. Luego tuvo un parto muy complicado y no volvió a recuperar el equilibrio mental. Desde un punto de vista físico, se encuentra perfectamente, al igual que el niño. Por desgracia, ocurre en ocasiones. La pobre Alexandra sufrió mucho por su causa, por no mencionar a Fenton.

– ¿Cómo reaccionó al enterarse de la muerte de su padre?

– No lo sé. En aquellos momentos estaba más preocupado por Alexandra y por avisar a la policía. Tendrá que preguntar a Maxim o a Louisa.

– ¿Estaba usted con la señora Carlyon? ¿Cómo encajó las malas nuevas?

Hargrave adoptó una expresión lúgubre.

– ¿Se refiere a si estaba sorprendida? No sabría decirle. Se sentó sin articular palabra, como si no comprendiese lo que estaba ocurriendo. Es posible que ya lo supiese o que estuviera completamente conmocionada. Si ya lo sabía, o sospechaba que se trataba de un asesinato, tal vez temiese que lo hubiera cometido Sabella. He reflexionado mucho sobre esto desde entonces, pero mi opinión no ha variado.

– ¿Y la señora Furnival?

Hargrave se recostó y cruzó las piernas.

– Estoy convencido de que no se lo esperaba. Había reinado una gran tensión durante la cena debido a la riña entre Alexandra y su esposo, así como al evidente enfado de Sabella con su padre, que hacía que todos nos sintiésemos violentos, y la incomprensible e histérica conducta de Damaris, que trató con muy malos modos a Maxim. Estaba absorta en sus pensamientos y apenas se percataba de lo que sucedía alrededor. -Meneó la cabeza-. Peverell estaba preocupado por ella y se sentía avergonzado. Fenton Pote estaba enfadado con Sabella porque últimamente se comportaba de la misma manera. No es de extrañar que el pobre hombre tuviese más de un motivo para pensar que la situación era intolerable.

»He de admitir que Louisa se dirigía al general de una manera que la mayoría de las esposas habría juzgado inadmisible, pero las mujeres tienen sus propios recursos para resolver situaciones como ésa. Además Alexandra es atractiva e inteligente. En el pasado Maxim Furnival se mostró interesado por ella, como el general por Louisa aquella noche, y sospecho que había algo más de lo que a simple vista parecía. En todo caso se trata de una hipótesis, no lo sé con seguridad.

Monk sonrió para agradecerle la confidencia.

– Doctor Hargrave, ¿qué opina del estado mental de Sabella Pole? ¿Cree que pudo matar a su padre y que Alexandra ha confesado para protegerla?

Hargrave se reclinó en el asiento mientras curvaba los labios y observaba a Monk.

– Sí, lo creo posible, pero necesitará algo más que una conjetura para que la policía lo tenga en cuenta. No puedo asegurar que lo hiciese ella o que su comportamiento revele algo más que un desequilibrio emocional, lo que suele sucederles a las mujeres que acaban de dar a luz. A veces esa melancolía se transforma en agresividad, que las madres descargan en los hijos, no en los padres.

– ¿Era usted también el médico de la señora Calyon?

– Sí, aunque creo que en esta ocasión no le servirá de nada saberlo. -Meneó la cabeza-. No estoy en condiciones de ofrecerle pruebas de su cordura ni de la remota posibilidad de que cometiera el asesinato. Lo lamento de veras, señor Monk, pero me temo que lucha por una causa perdida.

– ¿Se le ocurre alguna razón que la impulsara a asesinar a su esposo?

– No. -Hargrave se puso serio-. Y lo he intentado. Por lo que sé, no era violento con ella ni la trataba con crueldad. Aprecio sus esfuerzos por encontrar circunstancias atenuantes y siento no poder brindarle ninguna. El general era un hombre normal, sano y tan cuerdo como cualquier otra persona; tal vez un tanto presuntuoso y mortalmente aburrido cuando no se trataban asuntos militares, pero dudo que eso constituya un pecado capital.

Monk se sentía decepcionado, aunque no sabía qué esperaba averiguar. Las posibilidades se reducían cada vez más, y las oportunidades de descubrir algo importante se desvanecían una tras otra.

– Gracias, doctor Hargrave. -Se puso en pie-. Le agradezco su paciencia.

– De nada. -Hargrave se levantó y le acompañó a la puerta-. Siento no haberle sido útil. ¿Qué hará ahora?

– Volver sobre mis pasos -respondió Monk con voz cansina-. Indagar en los archivos policiales de la investigación y analizar los indicios, horas, lugares y respuestas.

– Me temo que pierde el tiempo -aseveró Hargrave con pesadumbre-. No acierto a imaginar las razones que la llevaron a prescindir del sentido común, pero barrunto que al final descubrirá que Alexandra Carlyon asesinó a su esposo.

– Tal vez -admitió Monk al tiempo que abría la puerta-, pero aún no me he dado por vencido.

Monk, que no hacía mucho había acudido a la policía para obtener datos sobre el caso, no pensaba visitar de nuevo a Runcorn. Sus relaciones nunca habían sido muy buenas, sobre todo por la ambición de Monk, que siempre había pisado los talones a Runcorn, deseoso de tener su mismo rango. Además, jamás había ocultado que creía que podía hacer el trabajo mejor; Runcorn, que no descartaba tal posibilidad, había comenzado a temerlo, y del miedo habían surgido el resentimiento, el rencor y después el odio.

Monk había abandonado el cuerpo al negarse a obedecer una orden que consideraba fruto de la incompetencia y moralmente errónea. A Runcorn le había complacido su decisión, ya que de ese modo se libraba de su subalterno más peligroso. El hecho de que al final se hubiera demostrado que Monk, como en otras muchas ocasiones, tenía razón, le había privado de una victoria, pero no del maravilloso placer que suponía verse libre de un subordinado que siempre cuestionaba sus planes.

John Evan era harina de otro costal. No había conocido a Monk antes del accidente y le habían puesto a las órdenes de éste cuando, una vez terminada su convalecencia, se incorporó para trabajar en el caso Grey. Evan se había topado con un hombre que comenzaba a descubrirse a sí mismo a través de indicios, de las declaraciones y emociones de otras personas, de los archivos de casos pasados y al que no acababa de gustar lo que averiguaba. Evan había advertido su vulnerabilidad y al final había intuido lo muy poco que se conocía; también se había percatado de que Monk no quería perder su empleo porque de ese modo no sólo perdería su medio de sustento, sino sobre todo la única cosa segura que poseía. En los momentos más difíciles, cuando Monk había dudado de sí mismo, no sólo de su competencia sino también de su honor y moralidad, Evan no lo había traicionado jamás ni había revelado la verdad a Runcorn ni a ningún otro. Evan y Hester Latterly lo habían salvado cuando él mismo no veía salvación posible.

John Evan era un policía poco común, hijo de un párroco rural; no era un caballero, pero tampoco un peón o un artesano. Por tanto, tenía buenas maneras, lo que Monk admiraba y Runcorn detestaba, puesto que ambos aspiraban a mejorar su posición social, aunque por métodos diferentes.

Monk no quería regresar a la comisaría para ver a Evan. Le traía demasiados recuerdos de su propia valentía y autoridad, así como del momento en que había presentado su dimisión, cuando todos los subalternos se habían reunido, fascinados y sorprendidos, junto al ojo de la cerradura con el fin de escuchar la última y violenta discusión, para luego dispersarse como conejos al ver que Monk abría la puerta y salía de la comisaría, mientras Runcorn quedaba en su despacho con el rostro encendido pero triunfante.

En lugar de dirigirse hacia allí, decidió ir al pub donde solía almorzar cuando el tiempo se lo permitía. Era un lugar pequeño, animado por las amenas charlas de los buhoneros, los vendedores de periódicos, los oficinistas y los empresarios de poca monta. El aroma de la cerveza y la sidra, el serrín, la comida caliente y los niños que se abrían paso a empujones era penetrante pero no desagradable. Monk se situó en un lugar desde el que veía la puerta y bebió sidra hasta que llegó Evan. Luego se encaminó hacia la barra para reunirse con él.

Evan se volvió y el rostro se le iluminó de alegría. Era delgado, tenía la nariz larga y aguileña, los ojos de un castaño verdoso y una expresión un tanto lúgubre. En ese momento estaba contento.

– ¡Señor Monk! -Aún lo consideraba su superior y se dirigía a él de manera respetuosa-. ¿Cómo se encuentra? ¿Me estaba buscando? -Había una nota de esperanza en su voz.

– Sí-contestó Monk, que se sentía más complacido con el entusiasta saludo de Evan de lo que esperaba.

Evan pidió una pinta de sidra para Monk y otra para él junto con un grueso emparedado de carne con guarnición; luego se dirigieron a una esquina relativamente tranquila.

– ¿Y bien? -dijo tan pronto como se hubieron sentado-. ¿Tiene un caso?

Monk ocultó a medias su sonrisa.

– No estoy seguro, pero usted si lo tiene.

Evan enarcó las cejas.

– ¿Yo?

– Sí, el del general Carlyon.

La decepción de Evan era evidente.

– Oh, me temo que no hay mucho que hacer. La pobre mujer lo mató. La crueldad es algo terrible. Ha terminado con muchas vidas. -Frunció el entrecejo-. ¿Cómo se ha visto usted implicado en el caso? -Dio un buen mordisco al emparedado.

– Rathbone se encarga de su defensa -respondió Monk-. Me contrató para que encontrara circunstancias atenuantes y, si era posible, para que descubriera que ella no es la asesina.

– Se ha declarado culpable -replicó Evan mientras sostenía el emparedado con ambas manos para evitar que el relleno se cayese.

– Tal vez confesara para proteger a su hija -sugirió Monk-. No sería la primera vez que alguien se atribuye un crimen para salvar a una persona a la que ama profundamente.

– No -repuso Evan, con la boca llena. Tragó y bebió un poco de sidra sin apartar la vista de Monk-. No parece probable en este caso. Nadie vio a la hija bajar por las escaleras.

– De todos modos, ¿cree posible que lo matara ella?

– No podemos demostrar que no lo hizo, simplemente no existe ningún motivo para pensar que lo hizo. Por otro lado, ¿por qué querría asesinar a su padre? No le reportaría ningún beneficio; en lo que a ella se refiere, el daño ya estaba hecho. Está casada, tiene un hijo, de manera que por mucho que se empeñara en ingresar en un convento… Si lo hubiese asesinado, entonces…

– Entonces sí tendría pocas oportunidades de convertirse en monja -le interrumpió Monk-. No sería un buen comienzo para una vida dedicada a la contemplación divina.

– Fue idea suya, no mía -se defendió Evan, aunque su mirada traslucía cierta complicidad-. ¿Quién pudo haber sido? Dudo que la señora Carlyon se haya declarado culpable para salvar a Louisa Furnival de la horca.

– No intencionadamente, pero quizá lo haya hecho de manera involuntaria si cree que Sabella lo asesinó. -Monk tomó un largo trago de sidra.

Evan frunció el entrecejo.

– En un principio sospechamos que había sido Sabella -admitió-. La señora Carlyon se declaró culpable al creer que nos disponíamos a detener a su hija.

– Tal vez fue Maxim Furnival -conjeturó Monk-. Quizás estuviese celoso. En cierto modo tenía más motivos de peso. Era Louisa quien coqueteaba y continuaba el juego. El general Carlyon se limitaba a responder a sus insinuaciones.

Evan habló de nuevo con la boca llena.

– A la señora Furnival le encanta flirtear. Se comporta igual con todos los hombres. Ha llegado incluso a coquetear conmigo. -Evan se sonrojó levemente, no tanto por el recuerdo, puesto que era un hombre agradable con el que las mujeres ya habían coqueteado, sino porque consideraba de una inmodestia inapropiada habérselo contado a Monk-. Posiblemente no era la primera ocasión en que realizaba en público una demostración de sus encantos. Si había tolerado su conducta durante años, el niño tiene trece y llevan al menos catorce casados, me pregunto por qué Maxim Furnival perdió de pronto los estribos y asesinó al general. Por lo que sé de éste, no representaba una amenaza para Maxim. Era un militar muy respetado y presuntuoso, que ya no se encontraba en la flor de la vida, no muy dado a la diversión ni especialmente atractivo. Tenía dinero, pero Furnival también.

Monk se arrepintió de no haber pedido un emparedado.

– Lo siento -declaró Evan con sinceridad-. Creo que no puede ayudar a la señora Carlyon. La sociedad no aceptará ninguna excusa que intente justificar que asesinara por celos a su esposo sólo porque coqueteaba con otra mujer. De hecho, si él hubiese mantenido en verdad un romance y lo hubiera exhibido en público, cabía esperar que la señora Carlyon actuase de otra manera, es decir, que fingiera que no pasaba nada anormal y se comportara con dignidad. -La mirada de Evan parecía implorar perdón-. Puesto que carecía de problemas económicos y el apellido de su esposo la protegía, tendría una vida mas que tranquila, por lo que su misión habría consistido en preservar la santidad y la estabilidad del hogar, tanto si él deseaba regresar como si no.

Monk sabía que Evan estaba en lo cierto, y pensara Lo que pensase sobre los aspectos morales del caso así era como la juzgarían… Por supuesto, el jurado se componía de hombres que se identificarían con el general. Al fin y al cabo, ¿qué les ocurriría si dictaminasen que las mujeres podían salirse con la suya y asesinar al marido si descubrían que coqueteaba con otra? El jurado no se compadecería de ella.

– Le hablaré de las pruebas con que contamos si así lo desea, pero no le servirá de ayuda -propuso Evan con pesar-. De hecho, no hemos descubierto nada que usted no pudiera haber deducido.

– Coméntemelas de todos modos-pidió Monk sin esperanza.

Evan lo complació y, tal y como había asegurado, no había nada provechoso, nada que ofreciera la más minima pista.

Monk regresó a la barra y pidió un emparedado y otras dos pintas de sidra. Continuó charlando de otros temas con Evan y al cabo de unos minutos se despidió de él. Salió a la calle atestada con la sensación de que la amistad era un sabor que todavía degustaba con sorpresa, pero con menos esperanzas que nunca de salvar a Alexandra Carlyon.


* * *

Monk no estaba dispuesto a visitar a Rathbone y admitir la derrota, que de hecho aún no se había confirmado. No sabía más de lo que Rathbone le había contado al contratar sus servicios. Un crimen constaba de tres elementos principales, y Monk los recordó mientras caminaba entre buhoneros y niños de apenas siete años que vendían cordones y cerillas; mujeres de rostro triste que sostenían bolsas repletas de ropa usada; indigentes tullidos que ofrecían juguetes, pequeños artículos fabricados a mano con hueso o madera, botellas de toda clase y específicos. Pasó junto a vendedores de periódicos, charlatanes que cantaban y los demás habitantes de las calles de Londres. Sabía que debajo de ellos, en el alcantarillado, habría otros que robaban y buscaban en las basuras su sustento, y a lo largo de la orilla del río otros que recogían las sobras y los tesoros que habían perdido los más ricos de la ciudad.

Monk no había encontrado el móvil. Alexandra tenía un motivo, a pesar de que fuese contraproducente y poco inteligente. No parecía una mujer devorada por los celos, lo que en todo caso podía deberse a que la muerte de su esposo los había disipado, y sólo ahora se percataba de la locura que había cometido y del precio que tendría que pagar.

Sabella también tenía un motivo, pero era igual de contraproducente, y además no se había declarado culpable. De hecho, parecía muy preocupada por su madre. ¿Acaso había cometido el crimen en un acceso de locura y no lo recordaba? De la evidente inquietud de su marido se deducía que era posible.

¿Maxim Furnival? No habría actuado movido por los celos, a menos que la relación entre su esposa y el general hubiese sido más íntima de lo que se había descubierto hasta el momento. ¿O es que Louisa estaba tan enamorada del general que hubiese sido capaz de provocar un escándalo y abandonar a su esposo? Dada la información de que disponía, la hipótesis resultaba de lo más absurdo.

¿Louisa? ¿Tal vez porque el general había coqueteado con ella y después la había rechazado? Sin embargo nada indicaba que el general la hubiese desdeñado. Al contrario todas las pruebas apuntaban a que Thaddeus Carlyon se había mostrado interesado por ella, aunque era imposible determinar hasta qué punto.

Medios. Todos poseían los medios. Lo único que hacía falta era un simple empujón cuando el general estuviese al final de las escaleras, de espaldas al pasamanos, como se encontraría si se detuviese para hablar con alguien. Por supuesto, el general lo haría. La alabarda estaba al alcance de cualquiera, y no se precisaba fuerza o habilidad alguna para utilizarla. Cualquier adulto podía haber aprovechado el peso de su cuerpo para que la hoja penetrase en el pecho de un hombre, aunque habría necesitado un esfuerzo extraordinario para hundirla hasta el suelo.

Una oportunidad. Ésa era la única baza que le quedaba. Si la fiesta se había desarrollado tal y como los testigos habían relatado, y parecía descabellado pensar que hubiesen mentido, sólo eran cuatro las personas que habían tenido ocasión de cometer el asesinato, las cuatro en las que ya había pensado: Alexandra, Sabella, Louisa y Maxim.

¿Quiénes, aparte de los presentes en la cena, se encontraban en la casa? La servidumbre y el joven Valentine Furnival. Éste era apenas un niño y todo indicaba que apreciaba mucho al general. Por lo tanto, sólo quedaban los sirvientes. Monk debía realizar un último esfuerzo y averiguar qué habían hecho aquella noche. Por lo menos podría saber con certeza si Sabella había bajado y asesinado a su padre.

Paró un coche de caballos, pues al fin y al cabo Rathbone le pagaba sus honorarios y podía permitírselo, para dirigirse a la residencia de los Furnival. Aunque deseaba hablar con los criados, debía obtener primero la autorización pertinente.

Maxim, que había llegado temprano a casa, se sorprendió al verlo y más aún al oír su petición. Con una sonrisa que reflejaba asombro y pena a la vez, le permitió hablar con el servicio. Al parecer Louisa había salido para tomar el té con alguien, lo que alegró a Monk, ya que era una mujer muy perspicaz y podía haber entorpecido su labor.

Comenzó con el mayordomo, un hombre de aspecto tranquilo que frisaba en los setenta años. Tenía una gran nariz y un rictus de satisfacción.

– La cena se sirvió a las nueve en punto. -No estaba muy seguro de si debía añadir «señor». ¿Quién era ese individuo que lo interrogaba? El señor de la casa no lo había precisado.

– ¿Quiénes estaban trabajando esa noche? -inquirió Monk.

El mayordomo abrió los ojos con sorpresa ante la ignorancia que revelaba la pregunta.

– El personal de la cocina y el del comedor, señor. -Su tono implicaba un «por supuesto».

– ¿Cuántos eran? -Monk mantuvo la calma no sin dificultad.

– Dos lacayos y yo -contestó el mayordomo con voz monocorde-. La camarera y la criada de la planta baja, que sirve cuando hay visitas. En la cocina se encontraban la cocinera, dos pinches, la fregona y Robert, que se encarga de los recados y ayuda cuando le necesitamos.

– ¿En todas las partes de la casa? -se apresuró a preguntar Monk.

– Normalmente, no-contestó el mayordomo con tono sombrío.

– ¿Y aquella noche?

– Cometió una torpeza y lo enviaron a la trascocina.

– ¿A qué hora?

– Mucho antes de la muerte del general, hacia las nueve, si mal no recuerdo.

– O sea, poco después de que llegasen los invitados -dijo Monk.

– Sí -afirmó el mayordomo con determinación.

Fue la curiosidad la que impulsó a Monk a preguntar:

– ¿Qué ocurrió?

– El muy atontado llevaba una pila de ropa limpia al piso de arriba porque una de las criadas estaba ocupada y se topó con el general, que salía del baño. Como no miraba por dónde iba, supongo que porque estaba absorto en sus pensamientos, dejó caer todas las prendas al suelo. Después, en lugar de disculparse y recogerlas como hubiese hecho cualquier persona sensata, se escabulló. Le aseguro que la lavandera lo reprendió con severidad. Pasó el resto de la noche en la trascocina y no salió para nada.

– Entiendo. ¿Qué hizo el resto del personal?

– El ama de llaves se encontraba en el salón del ala de los criados y las fregonas y las criadas del piso de arriba, en sus dormitorios. La criada de la despensa tenía la tarde libre y visitó a su madre, que estaba enferma. La doncella de la señora Furnival y el ayuda de cámara del señor Furnival se hallaban en la planta superior.

– ¿Y el resto del servicio?

– En el exterior, señor. -El mayordomo lo observó con desprecio.

– ¿No tienen permitido el acceso a la casa?

– No, señor, no tienen por qué.

Monk apretó los dientes.

– ¿Nadie oyó el estrépito que produjo el general al caer sobre la armadura?

El mayordomo palideció pero no desvió la mirada.

– No, señor. Ya se lo he explicado al policía que se encarga de las investigaciones. Nosotros realizábamos nuestras tareas y no nos necesitaban en el salón. Como habrá observado, la sala de estar se encuentra en la parte posterior, y a esa hora la cena ya había acabado. No teníamos razón alguna para dirigirnos hacia allí.

– Después de la cena, ¿todo el servicio estaba en la cocina o la despensa recogiendo y limpiando?

– Sí, señor, por supuesto.

– ¿No se quedó nadie en el salón?

– ¿Para qué? Teníamos trabajo más que suficiente para estar atareados hasta la una.

– ¿Qué tenían que hacer? -A Monk le molestaba insistir ante tan noble y sutilmente fingido desprecio, pero no estaba dispuesto a demostrarlo.

El mayordomo respondía con paciencia a esas preguntas tan tontas y aburridas sólo porque su señor se lo había pedido.

– Me ocupé de la platería y la cristalería con la ayuda del primer lacayo. El segundo lacayo ordenó el comedor, preparó todo lo necesario para el desayuno de la mañana siguiente y fue a buscar más carbón por si hacía falta…

– El comedor -interrumpió Monk-. El segundo lacayo estaba en el comedor. Seguramente oyó el ruido de la armadura al caer.

El mayordomo se mostró irritado. Monk lo había atrapado.

– Sí, señor, supongo que lo oiría -replicó de mala gana-, si estaba en el comedor cuando cayó.

– Ha comentado que fue a buscar carbón. ¿A donde?

– A la carbonera, señor.

– ¿Dónde se encuentra la puerta de acceso?

– En la parte trasera de la trascocina… señor. -Pronunció la última palabra con marcada ironía.

– ¿Qué habitaciones tenía que abastecer?

– Yo… -Se interrumpió-. No lo sé, señor. -Su rostro delataba que se había percatado de las posibilidades. Para llevar carbón al comedor, la salita de la mañana, la biblioteca o la sala de billares, el lacayo tendría que haber pasado por el salón.

– ¿Podría hablar con él? -Monk no añadió «por favor»; la pregunta era una mera formalidad, ya que pensaba interrogarlo como fuese.

El mayordomo no estaba dispuesto a quedar mal de nuevo.

– Le diré que venga. -Antes de que Monk replicara que prefería acompañarlo, lo que le permitiría ver la zona de los criados, el mayordomo había desaparecido.

Pocos minutos más tarde entró un joven de apenas veinte años que vestía pantalones, camisa y chaleco negros, el uniforme de diario. Tenía la tez y el pelo claros y estaba muy nervioso. Monk supuso que el mayordomo habría hecho valer su autoridad y le habría asustado.

No sin cierta maldad, Monk decidió tratarle con suma amabilidad.

– Buenos días -saludó con una amplia sonrisa, o al menos ésa era su intención-. Ruego que acepte mis disculpas por apartarlo de sus obligaciones, pero creo que podría ayudarme.

– ¿Yo, señor? -Su sorpresa era evidente-. ¿Cómo puedo ayudarlo?

– Explicándome con la mayor precisión posible, todo cuanto hizo la noche en la que el general falleció; en primer lugar, cuénteme qué hizo después de la cena, cuando los invitados se dirigieron a la sala de estar.

El lacayo frunció el entrecejo como si se concentrara y relató su rutina habitual.

– ¿Qué ocurrió luego?

– Sonó la campanilla de la sala de estar -respondió el lacayo-. Puesto que estaba ahí, acudí para ver qué deseaban. Querían que avivase el fuego, y así lo hice.

– ¿Quiénes estaban allí en aquel momento?

– El señor no se encontraba en la sala de estar y la señora entró cuando yo salía.

– ¿Y después?

– Después yo…

– ¿Le regañó de nuevo la pinche de cocina? -aventuró Monk a la vez que sonreía.

El lacayo se sonrojó y bajó la vista.

– Sí, señor.

– ¿Fue a buscar carbón para la biblioteca?

– Sí, señor, aunque no recuerdo cuánto tiempo había pasado. -Parecía triste. Monk supuso que había transcurrido bastante tiempo.

– ¿Cruzó el salón para llevar el carbón hasta allí?

– Sí, señor. La armadura todavía estaba en su sitio.

Por tanto, quienquiera que fuese, no había sido Louisa, aunque de hecho Monk jamás había abrigado esa esperanza.

– ¿Llevó carbón a otras habitaciones? ¿A la planta de arriba?

El lacayo se ruborizó de nuevo y bajó la vista.

– ¿Tenía que llevarlo pero no lo hizo? -conjeturó Monk.

El lacayo levantó la mirada.

– Sí lo llevé, señor. A la habitación de la señora Furnival El señor no enciende la chimenea en esta época del año.

– ¿Vio a alguien o algo cuando subió?

– ¡No, señor!

¿Qué ocultaba el joven? Había algo; Monk lo veía en su rostro sonrojado, en la cabeza gacha, en su nerviosismo. Parecía culpable de algo.

– Una vez arriba, ¿adonde fue? ¿Por delante de qué habitaciones pasó? ¿Oyó algo, una pelea?

– No, señor. -El joven se mordió el labio y siguió sin mirar a Monk.

– ¿Y? -preguntó Monk.

– Subí por las escaleras principales, señor…

De repente, Monk comprendió.

– Oh, ya lo entiendo, ¿subió con cubos de carbón?

– Sí, señor. Se lo ruego, señor…

– No se lo diré al mayordomo -prometió Monk.

– ¡Gracias, señor! -Tragó saliva-. La armadura todavía estaba en su sitio, señor. No vi al general ni a nadie más, excepto a la criada de la planta superior.

– Entiendo. Gracias. Me ha sido usted de gran ayuda.

– ¿De veras, señor? -inquirió con incredulidad. Se sentía aliviado de que Monk hubiese terminado.

A continuación el detective se dirigió al primer piso para hablar con las criadas que no estaban de servicio. Su última esperanza era que alguna hubiese visto a Sabella.

La primera criada no aportó ninguna luz. La segunda, una muchacha con el cabello caoba de unos dieciséis años, parecía entender la importancia de las preguntas de Monk y contestaba de buena gana, aunque su mirada traslucía cierta precaución. Monk se percató de que su afán por responder escondía y pretendía revelar algo a la vez. Con toda probabilidad era la criada que el joven lacayo había visto.

– Sí, vi a la señora Pole -afirmó con franqueza-. No se encontraba bien, por lo que se acostó un rato en el tocador.

– ¿Qué hora era?

– No lo sé, señor.

– ¿Fue mucho después de la cena?

– Oh, sí, señor. ¡Nosotros cenamos a las seis en punto!

Monk se percató de su error y trató de arreglarlo.

– ¿Vio a alguien más mientras estaba en el rellano?

La muchacha se ruborizó, y de repente todo pareció aclararse.

– No revelaré lo que me diga, a menos que no tenga otra opción. Si miente, puede ir a la cárcel, ya que una persona inocente podría acabar en la horca. Supongo que no deseará que eso ocurra, ¿verdad?

La criada estaba muy pálida y tan aterrorizada que era incapaz de articular palabra.

– ¿A quién vio?

– A John -susurró.

– ¿El lacayo que llenaba los cubos de carbón?

– Sí, señor, pero no hablé con él, se lo juro. Fui hasta la parte superior de las escaleras. La señora Pole estaba en el tocador; pasé por delante y, como la puerta estaba abierta, la vi tumbada.

– ¿Fue desde su habitación, que está abajo, hasta la parte más alta de la casa?

Ella asintió con la cabeza; se sentía culpable de que el detective concediese más importancia al lacayo que a cualquier otro dato. No era consciente de la trascendencia de sus palabras.

– ¿Y cómo sabía cuándo llegaría John? -insistió Monk.

– Yo… Esperé en el rellano.

– ¿Vio a la señora Carlyon subir por las escaleras y dirigirse a la habitación del señorito Valentine?

– Sí, señor.

– ¿La vio bajar después?

– No, señor, y tampoco al general, ¡se lo juro por Dios!

– ¿Qué hizo luego?

– Fui hasta el final de las escaleras y busqué a John, señor. Sabía que en esos momentos estaría llenando los cubos de carbón.

– ¿Lo vio?

– No. Creo que llegué tarde. Tenía que esperar porque había muchas personas yendo y viniendo. Tenía que esperar a que el señor bajase de nuevo.

– ¿Vio bajar al señor Furnival?

– Sí, señor.

– Cuando estaba en la parte superior de las escaleras, aguardando a John… Quiero que trate de recordar, pues tal vez tenga que declarar ante un juez, de manera que es mejor que me diga la verdad, tal como ocurrió…

La criada tragó saliva.

– ¿Sí?

– ¿Miró hacia abajo, hacia el vestíbulo?

– Sí, señor. Estaba buscando a John.

– ¿Esperando a que regresase de la parte trasera de la casa?

– Sí, señor, con los cubos de carbón.

– ¿Estaba la armadura en su sitio?

– Creo que sí.

– ¿No estaba en el suelo?

– No, claro que no; de lo contrario la habría visto junto al pasillo.

– ¿Adonde fue luego, después de esperar a John y darse cuenta de que había llegado tarde?

– Subí de nuevo.

Monk advirtió que la criada parpadeaba de manera casi imperceptible.

– Dígame la verdad. ¿Se cruzó con alguien?

La muchacha bajó la vista y se sonrojó.

– Oí que venía alguien, no sé quién. Como no quería que me viesen allí, entré en la habitación donde descansaba la señora Pole para ver si necesitaba algo. Si alguien me hubiese preguntado qué hacía allí, habría contestado que creía haberla oído gritar.

– ¿Y quienquiera que se acercara cruzó el pasillo y se dirigió hacia la escalera principal?

– Sí, señor.

– ¿Qué hora era?

– No lo sé, señor. ¡Dios me ayude, no lo sé! ¡Lo juro!

– De acuerdo, la creo. -Eran Alexandra y el general, poco antes de que ella lo asesinase.

– ¿Oyó algo?

– No, señor.

– ¿No oyó voces?

– No, señor.

– ¿Ni e! ruido de la armadura al caer a! suelo?

– No, señor. El tocador está muy alejado de la parte superior de las escaleras, señor. -La criada no se molestó en jurarlo, ya que era algo que podía comprobarse con facilidad.

– Gracias -dijo Monk con sinceridad.

Así pues, Alexandra era la única que había tenido la oportunidad de hacerlo. Había sido un asesinato.

– Me ha sido de gran ayuda -añadió-. De gran ayuda. Esto es todo, puede retirarse. -Alexandra era culpable. Louisa y Maxim habían subido y, cuando bajaron, el general seguía vivo.

– Sí, señor. Gracias, señor. -La criada se volvió y se alejó a toda prisa.

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