Con el permiso del comandante Tiplady, Hester aceptó cenar con Oliver Rathbone. Llamó a un coche de caballos y se dirigió hasta la casa del padre de Rathbone, en Prirnrose Hill, un anciano caballero de gran encanto y distinción.
Hester, que no deseaba llegar tarde, se presentó incluso antes que el propio Rathbone, que se había entretenido más de lo previsto con un jurado. Descendió del vehículo, y un criado la condujo hasta una pequeña sala de estar que daba a un jardín en el que crecían narcisos a la sombra de los árboles; una enorme madreselva cubría la puerta que se abría en el muro, que se extendía hasta un pequeño manzanal de ramas frondosas cuyos frutos Hester apenas acertaba a distinguir.
La habitación estaba repleta de libros de varios tamaños y formas que se ordenaban por temas, no por motivos decorativos. Había varias acuarelas en las paredes, una de las cuales se destacaba entre las demás, puesto que estaba encima de la repisa de la chimenea. En el cuadro aparecía, sentado junto a una columna, un joven que vestía un jubón de cuero y un delantal. Los colores eran suaves, de tonos ocre y sepia, con la excepción del rojo oscuro de la gorra. La pintura estaba inacabada, ya que la parte inferior del cuerpo del muchacho y un pequeño perro al que acariciaba sólo estaban esbozados. -¿Le gusta? -preguntó Henry Rathbone. Era más alto que su hijo, muy delgado, y tenía la espalda encorvada, como si hubiera dedicado muchos años al estudio. Su rostro era de rasgos afilados y exhibía una expresión de serenidad que hizo que Hester se sintiera cómoda nada más verlo. Tenía el cabello ralo y cano, los ojos azules.
– Sí, me gusta mucho -contestó ella con sinceridad-. Cuanto más lo miro, más me gusta.
– Es mi acuarela favorita -admitió Henry-, quizá porque no está acabada. Si estuviese terminada, podría parecer definitiva. Al estar inconclusa, permite que la imaginación cree el resto, como si colaborase con el artista.
Hester sonrió al comprender lo que le explicaba. Comenzaron a hablar de otros temas, y Hester, que se sentía a gusto, le planteó sin reparos toda clase de preguntas. Henry había recorrido muchos países y hablaba alemán con fluidez. Al parecer, los paisajes no le habían cautivado tanto como las conversaciones que había mantenido con las personas más extrañas, que encontraba en establecimientos pequeños y antiguos a los que tanto le gustaba entrar para revolver cosas.
Hester apenas se percató de que Rathbone llegaba una hora tarde. Cuando Oliver entró en la sala de estar y se disculpó por el retraso, a Hester le divirtió contemplar su expresión consternada al ver que no lo habían echado de menos, con la excepción de la cocinera, que había tenido que modificar los preparativos.
– ¡No importa! -dijo Henry Rathbone al tiempo que se levantaba-. No vale la pena preocuparse por eso. No hay nada que hacer al respecto. Señorita Latterly, le ruego que pase al comedor. Nos las arreglaremos con lo que haya.
– Deberíais haber comenzado sin mí -replicó Oliver con cierta irritación-. Habría sido lo mejor.
– No te sientas culpable -replicó su padre mientras indicaba a Hester su sitio y el lacayo le colocaba la silla-. Sabemos que el retraso era inevitable, y creo que lo hemos pasado bien.
– Sin lugar a dudas-afirmó Hester con sinceridad ala vez que se sentaba.
Se sirvió la cena. La sopa era excelente y Rathbone no habló, ya que hubiera sido una muestra de mala educación. A continuación Oliver comenzó a comer el pescado, que estaba un tanto seco debido a la espera, y observó a Hester, pero se abstuvo de hacer comentario alguno.
– Ayer hablé con Monk -dijo por fin-. Me temo que apenas hemos avanzado en las investigaciones.
Hester estaba decepcionada, aunque el mero hecho de que Rathbone hubiese tardado tanto en hablar del asunto le había inducido a suponer que las noticias no serían buenas.
– Eso sólo significa que no hemos descubierto el móvil -repuso Hester-. Tenemos que seguir adelante. -O convencerla de que revele la verdad -añadió Oliver mientras colocaba el tenedor y el cuchillo en el plato e indicaba al criado que ya podía recoger la vajilla. Las verduras estaban demasiado hechas, pero la pierna de cordero estaba en su punto, así como la gran variedad de encurtidos y salsas agridulces.
– ¿Está al corriente de este caso, señor Rathbone? -Hester se volvió hacia Henry, pues no deseaba que se quedase fuera de la conversación.
– Oliver me lo ha comentado -respondió Henry mientras se servía una salsa oscura-. ¿Qué quieres descubrir? -preguntó a su hijo.
– El verdadero motivo por el que la señora Carlyon asesinó a su esposo. Por desgracia, no cabe duda de que lo hizo ella.
– ¿Qué razón te ha dado la señora Carlyon?
– Que sentía celos de la anfitriona de aquella velada, pero sabemos que no es cierto. Aseguró que creía que su esposo mantenía relaciones con Louisa Furnival, pero sabemos que es falso, y que ella lo sabía.
– ¿No quiere contarte la verdad?
– No.
Henry frunció el entrecejo, cortó un trozo de carne y lo acompañó de salsa y puré de patatas.
– Utilicemos la lógica -dijo con expresión reflexiva-. ¿Planeó el asesinato?
– Lo ignoramos. No hay ningún indicio al respecto.
– Por lo que quizá se tratara de un acto impulsivo… Tal vez lo hiciese sin prever las consecuencias.
– No es tonta -intervino Hester-. Tenía que saber que la llevarían a la horca.
– ¡Si la descubrían! -argüyó el anciano-. Es posible que actuase movida por una furia incontenible y no fuera consciente de lo que hacía.
Hester frunció el entrecejo.
– Querida, es un error pensar que siempre actuamos con sensatez -añadió con delicadeza-. Las personas se dejan llevar por los impulsos, por más que en ocasiones resulten perjudicadas. No meditamos nuestros actos sino que obedecemos a nuestras emociones. Si nos asustamos huimos, permanecemos inmóviles o atacamos, según nuestro carácter y nuestras experiencias pasadas. -Henry dejó de comer y la miró de hito en hito-. Creo que la mayoría de las tragedias ocurren cuando las personas no han tenido tiempo suficiente para sopesar las posibilidades o evaluar la situación real. Se precipitan sin ver o comprender lo que sucede, y entonces es demasiado tarde. -Henry empujó con expresión distraída los encurtidos hacia Oliver-. Estamos llenos de ideas preconcebidas, siempre juzgamos desde nuestro punto de vista. Creemos que debemos hacerlo para mantener las cosas tal como están. Una idea nueva es lo más peligroso que existe. Una nueva idea sobre algo que nos atañe de cerca y que llega de manera imprevista, sin avisar, nos puede provocar tal desconcierto y tal temor a que lo que pensamos sobre nosotros mismos y los demás se derrumbe que podemos atacar a quien ha alterado nuestras vidas… para negarlo, incluso de forma violenta.
– Quizá… conocemos bien a Alexandra Carlyon -opinó Hester con expresión meditabunda mientras contemplaba su plato.
– Sabemos mucho más de ella de lo que sabíamos hace una semana -replicó Oliver-. Monk ha interrogado al servicio, pero lo que ha averiguado sobre el general y la señora Carlyon no mejora la situación ni explica por qué lo asesinó. El general era frío y con toda probabilidad aburrido, pero era fiel, generoso, tenía una reputación intachable… amaba a su hijo y no era injusto con sus hijas.
– No permitió que Sabella dedicara su vida a Dios -repuso Hester con vehemencia-, la obligó a casarse con Fenton Pole. Oliver sonrió.
– En realidad no es tan irrazonable. Creo que la mayoría de los padres habría obrado igual. Además, Pole parece un hombre decente.
– La cuestión es que la forzó a que contrajera matrimonio contra su voluntad -protestó Hester.
– Ésa es la prerrogativa de un padre, sobre todo en lo que se refiere a las hijas.
Hester respiró hondo mientras reprimía el deseo de quejarse e incluso de acusarlo de ser injusto, pues no quería parecer brusca ni maleducada ante Henry Rathbone. No era el momento más adecuado para defender sus ideas, por muy razonables que fueran. Le gustaba más de lo que había esperado y le dolería que se formara una mala opinión de ella. Henry era completamente distinto de su padre, un hombre mucho más convencional y poco dado al diálogo, pero en su compañía evocaba, con felicidad y pesar, las comodidades de vivir con la familia. El recuerdo avivó su sensación de soledad. Había olvidado, tal vez a propósito, lo bien que se encontraba cuando sus padres vivían, a pesar de las prohibiciones, la disciplina y las formas tradicionales. Hester había decidido olvidarlo todo y soportar el dolor.
De pronto, de manera inexplicable, Henry Rathbone le había hecho rememorar los mejores momentos.
Henry interrumpió sus pensamientos y la hizo regresar al presente, al caso Carlyon.
– Sin embargo todo eso ocurrió hace ya tiempo. De sus palabras deduzco que Sabella ya se ha casado.
– Sí. Tienen un hijo -explicó Hester.
– Cabe la posibilidad de que todavía se sienta dolida, pero ¿es motivo suficiente para asesinarlo después de tanto tiempo?
– No.
– Plantearé una hipótesis -anunció Henry con expresión reflexiva-. Por lo visto el crimen se cometió sin premeditación. A Alexandra se le presentó la oportunidad y la aprovechó… con gran torpeza, por lo que se ve. Cabe concluir que, si estamos en lo correcto, o bien descubrió algo aquella velada que la afectó hasta el punto de hacerla perder el control, o bien deseaba asesinarlo desde hacía tiempo pero aún no había encontrado la ocasión. -Henry observó a Hester-. Señorita Latterly, ¿qué cree que podría conmocionar tanto a una mujer? En otras palabras ¿qué podría querer tanto una mujer como para llegar a asesinar con tal de protegerlo? Oliver dejó de comer.
– No hemos considerado esa posibilidad -reconoció mientras se volvía hacia ella-. ¿Hester?
Hester reflexionó, ya que deseaba ofrecer una respuesta inteligente.
– Supongo que lo que me impulsaría a actuar de manera irreflexiva, incluso poniendo mi vida en peligro, sería que amenazaran a las personas que más quiero, para Alexandra sus seres más queridos son sus hijos. -Hester esbozó una media sonrisa-. Es evidente que su esposo no se encontraba entre ellos. Por lo que a mí respecta, habrían sido mis padres y hermanos, pero todos ellos, excepto Charles, están muertos. -Hester lo dijo porque lo tenía presente, no para que la compadecieran, y de inmediato se arrepintió. Prosiguió antes de que mostraran su pesar-. También creo que, aparte de defender a la familia, algunas personas lucharían para defender su casa. Hay viviendas que existen desde hace generaciones, incluso siglos. Supongo que uno puede quererlas tanto como para matar con tal de conservarlas o evitar que pasen a manos de otras personas. Con todo, esta explicación no nos sirve.
– No desde el punto de vista de Monk -aceptó Oliver mientras la miraba con fijeza-. De todos modos la casa pertenecía al general, no a ella… y no es demasiado antigua. ¿Qué más?
Hester sonrió con ironía.
– Si yo fuese hermosa, supongo que apreciaría mi belleza. ¿Es Alexandra hermosa?
Oliver meditó por unos instantes con expresión de burla y dolor.
– No puede calificársela de hermosa, pero tiene unas facciones inolvidables, lo que tal vez sea mejor. Su rostro refleja un carácter fuerte.
– Por el momento sólo habéis mencionado una cosa que le importara de veras -señaló Henry Rathbone-. ¿Y su reputación?
– Oh, sí -se apresuró a responder Hester-. Si uno viera su honor amenazado, o se le acusara injustamente de algo, eso justificaría que perdiera los estribos y la razón. Es una de las cosas que más detesto. Ésa es otra posibilidad. O si peligrara el honor de alguien que amara… eso también sería importante.
– ¿Quién amenazaba su reputación? -preguntó Oliver con el entrecejo fruncido-. No tenemos ningún indicio al respecto pero, si así fuera, ¿por qué se negaría a contárnoslo? ¿No podría tratarse de la reputación de otra persona? ¿De quién? ¿Del general?
– Chantaje -sugirió Hester al instante-. Una persona sometida a chantaje jamás diría nada, ya que revelaría el motivo que le impulsó a asesinar para ocultarlo.
– ¿Chantajeada por su marido? -dijo Oliver con escepticismo-. Eso sería como sacar dinero de un bolsillo para guardarlo en el de al lado.
– No lo habría hecho por dinero -conjeturó Hester al tiempo que se inclinaba-. Eso carecía de sentido. Quizá por otro motivo… quizá porque quería dominarla.
– ¿Y a quién se lo contaría, mi querida Hester? Cualquier escándalo relacionado con Alexandra también afectaría a su esposo. Por lo general si una mujer pierde la honra, el chantajeador se lo cuenta al esposo.
– Oh. -Hester comprendió que Oliver tenía razón-. En efecto. Lo observó en busca de una expresión reprobadora, pero su semblante sólo reflejaba amabilidad, lo que la desconcentró por unos instantes. Se sentía muy a gusto en compañía de dos hombres tan agradables. No sería difícil desear quedarse-. Es cierto, no tiene sentido -añadió con la mirada baja-. Usted ha comentado que siempre fue un padre excelente, excepto cuando obligó a Sabella a casarse en lugar de permitir que se dedicara a la Iglesia.
– Si no encontramos una hipótesis que parezca lógica -intervino Henry con tono reflexivo-, cabe concluir que existe un elemento que hemos pasado por alto o interpretado de manera errónea.
Hester contempló su rostro, ascético y bondadoso, y se percató de lo inteligente que era. Nunca había visto unos rasgos que denotasen tal agudeza y careciesen de maldad. Sonrió sin saber por qué.
– Entonces deberíamos continuar investigando… -propuso-. Me inclino por la segunda opción, por lo que me temo que hemos interpretado algo de manera equivocada.
– ¿Cree que vale la pena? -le preguntó Henry-. Si descubre el móvil, ¿cambiará algo? ¿Oliver?
– Lo ignoro. Seguramente no -admitió su hijo-. Sin embargo, no puedo acudir a los tribunales con la escasa información de que dispongo.
– Eso lo dice por orgullo -dijo Hester con sinceridad-. Qué hay de los intereses de la señora Carlyon? Presumo que si quisiera que la defendiese le habría dicho la verdad.
– Supongo que sí, pero soy yo quien debe decidir qué le conviene para su defensa, no ella.
– Creo que te da miedo perder -aventuró su padre mientras comía-, pero me temo que la victoria te sabría a poco si lograras ganar. ¿A quién le sería útil? Sólo serviría para demostrar que Oliver Rathbone es capaz de descubrir la verdad y exponerla a los ojos de todos, incluso si el acusado prefiere morir en la horca a revelarla.
– No lo haré si ella no me autoriza -aseguró Oliver con el rostro encendido y los ojos muy abiertos-. Por el amor de Dios, ¿por quién me has tomado?
– A veces, por un irreflexivo, mi querido muchacho -contestó Henry-, provisto de una curiosidad y una arrogancia de intelectual, que me temo has heredado de mí.
Durante el resto de la velada conversaron de manera distendida sobre varios temas que no guardaban relación con el caso Carlyon. Charlaron sobre música, afición que los tres compartían. Henry Rathbone tenía grandes conocimientos al respecto y apreciaba sobremanera los últimos cuartetos de Beethoven, los que había compuesto cuando ya estaba sordo. Los encontraba tan enigmáticos y complejos que le provocaban un placer indescriptible, y poseían una belleza que nacía del dolor y que avivaba su pena, pero que también alcanzaba un nivel más profundo de su ser y satisfacía un deseo interno.
Luego departieron sobre política, las noticias que llegaban de la India y donde se sucedían los disturbios. Mencionaron la guerra de Crimea en una ocasión, pero Henry Rathbone se mostró tan irritado por la incompetencia demostrada y las muertes innecesarias que Hester y Oliver cambiaron de tema.
Antes de marcharse, Hester y Oliver pasearon por el jardín. El olor de las primeras flores era dulce en la brumosa oscuridad, y Hester sólo vislumbraba el perfil de las ramas más altas del manzano contra el cielo estrellado.
– Las noticias de la India son tan preocupantes -comentó mientras contemplaba el pálido contorno del árbol en flor-. Se respira tanta paz aquí que me resulta doloroso pensar que allí hay guerra. Me siento culpable de que haya tanta belleza a mi alcance…
Oliver estaba tan cerca de ella que percibía su calidez. Era una sensación muy agradable.
– No tiene por qué sentirse culpable -replicó Oliver. Hester adivinó que sonreía aunque estaba de espaldas a él; de todos modos, apenas sonreía visto en la oscuridad-. No logrará ayudarles -continuó- no apreciando lo que lo rodea, lo que además constituye una muestra de ingratitud.
– Tiene razón -admitió Hester-. Soy muy indulgente conmigo misma pero, como usted ha dicho, lo único que se consigue con esa postura es ingratitud. Durante la guerra de Crimea solía pasear cerca de los campos de batalla, consciente de lo que había ocurrido; aun así, necesitaba el silencio y las flores, pues de lo contrario me habría sentido incapaz de seguir adelante. Si no conservas la fortaleza, tanto física como emocional, no puedes ayudar a los que te necesitan. De eso estoy segura.
Oliver la tomó suavemente del brazo y se encaminaron hacia el arriate de plantas, donde los altramuces erguidos y la oscura silueta de una rosa apenas se distinguían contra las pálidas piedras del muro.
– ¿Le molesta que los casos le afecten de esta manera? -preguntó Hester-. ¿O es usted más práctico? No sé… ¿suele perder?
– Le aseguro que no -contestó, y se echó a reír.
– Seguro que a veces pierde.
La risa se desvaneció.
– Sí, desde luego. Y sí, hay ocasiones en que me despierto de pronto en la noche e imagino cómo debe de sentirse el acusado y me atormento si tengo certeza de que no he hecho todo lo que podía, porque estoy en mi cálida cama mientras que a ese pobre diablo que confiaba en mí lo enterrarán dentro de poco.
– ¡Oliver! -Hester lo miró con fijeza y le tomó las manos de forma impulsiva.
Él apretó las suyas.
– ¿No mueren a veces sus pacientes, querida?
– Sí, claro.
– ¿Y no se siente culpable? Aunque no hubiera posibilidad de salvarlos, ¿no cree que podía haberles aliviado el dolor?
– Sí, pero es preciso aceptarlo, pues de lo contrario te torturas y ya no consigues ayudar al siguiente paciente.
– Claro, claro. -Oliver levantó las manos de Hester y las besó-. Hemos de seguir haciendo todo cuanto esté a nuestro alcance. También contemplaremos la luz de la luna sobre los manzanos, y nos alegraremos, sin sentirnos culpables de que otros no puedan disfrutar como nosotros. ¿Me lo promete?
– Se lo prometo. Y las estrellas y la madreselva también.
– Oh, no se preocupe por las estrellas -replicó entre risas-. Son universales. En cambio la madreselva sobre el muro y los altramuces son típicamente ingleses. Son nuestros.
Se reunieron con Henry, que se hallaba junto a las puertaventanas de la sala de estar, en el preciso instante en el que un ruiseñor llenó de trinos la noche; enseguida su canto se desvaneció.
Media hora después Hester se despidió. Era muy tarde. Sin duda alguna había disfrutado de esa velada mucho más que de las otras a las que había asistido últimamente.
Era el 28 de mayo, y ya había transcurrido más de un mes desde el asesinato de Thaddeus Carlyon y desde que Edith pidiera ayuda a Hester para encontrar una ocupación que demostrase su talento y llenase su tiempo de forma más gratificante que la interminable rutina de obligaciones domésticas. De momento Hester no había hallado nada.
Por otro lado, el comandante Tiplady estaba cada vez mejor y pronto podría prescindir de los servicios de Hester, por lo que tendría que buscar otro empleo. Mientras que para Edith era una cuestión de entretener el tiempo, para Hester significaba su subsistencia.
– La noto preocupada, señorita Latterly -observó con inquietud el comandante Tiplady-. ¿Ocurre algo?
– No… oh, no. No ocurre nada -se apresuró a responder Hester-. La herida de su pierna casi ha cicatrizado. La infección ha desaparecido, por lo que presumo que dentro de un par de semanas podrá caminar.
– ¿Cuándo se celebra el juicio de la desafortunada señora Carlyon?
– No lo sé con exactitud. A mediados de junio, creo.
– Entonces dudo de que decida prescindir de usted durante las dos próximas semanas. -Tiplady se sonrojó levemente, pero sus ojos azules no vacilaron.
Hester sonrió.
– No sería honrado por mi parte quedarme aquí una vez que se haya recuperado. Por cierto, en caso de que alguien le pregunte, ¿qué referencias dará de mí?
– Las mejores -prometió-. Lo haré cuando llegue el momento… pero no aún. ¿Qué hay de la amiga suya que deseaba trabajar? ¿Qué le ha encontrado?
– De momento nada. Por eso estaba preocupada. -En parte era cierto, aunque no del todo.
– Tal vez deba buscar con más ahínco -sugirió con seriedad-. ¿Qué clase de persona es?
– Es viuda de un militar, de buena familia, inteligente… -Observó el rostro inocente de Tiplady-. Y dudo que le guste que le den órdenes.
– ¡Vaya! -exclamó con una leve sonrisa-. Su tarea no es fácil.
– Estoy segura de que al final encontrará algo. -Hester guardó los tres libros que Tiplady había estado leyendo sin preguntarle si los había terminado.
– Supongo que tampoco ha averiguado mucho sobre la señora Carlyon -prosiguió Tiplady.
– No… nada. Hemos debido de pasar algo por alto. -Hester le había contado muchas cosas para entretener las largas noches y analizar los datos de que disponía.
– Entonces será mejor que vuelva a hablar con todos -le aconsejó con solemnidad. Se le veía muy pálido con la bata, el rostro bien limpio y el cabello un tanto despeinado-. Librará todas las tardes. Ha dejado usted todo en manos de los hombres. Supongo que tendrá algún comentario que hacer. Observe a la señora Furnival. ¡Debe de ser encantadora!
Las observaciones de Tiplady eran muy atrevidas, y Hester sabía que si Monk y Rathbone estaban en lo cierto, Louisa Furnival era la clase de mujer que dejaría al comandante sin habla. Aun así, tenía razón. La opinión de Hester se basaba en la de los demás. Debería haber visitado a Louisa Furnival.
– ¡Sí. Es una idea magnífica, comandante! -exclamó-. Sin embargo, ¿qué excusa puedo ofrecer para visitar a una mujer que no conozco? Me pedirá que me vaya… y con toda la razón.
El comandante reflexionó durante varios minutos, y Hester aprovechó para buscar a la cocinera y consultarle la hora de la cena. De hecho, no volvieron a hablar del tema hasta que lo ayudó a acostarse.
– ¿Es rica? -preguntó de repente Tiplady:
– ¿Cómo? -Hester no sabía a quién se refería.
– La señora Furnival -aclaró con impaciencia-. ¿Es rica?
– Creo que sí… sí. Al parecer su esposo gana mucho con los contratos militares. ¿Por qué lo pregunta?
– Entonces visítela y pídale dinero -sugirió Tiplady, que se sentó en la cama y no permitió que lo ayudara a meterse bajo las mantas-. Para los heridos de la guerra de Crimea, para un hospital militar o para lo que sea. Si por casualidad le entrega algo, dónelo a la organización más adecuada, aunque dudo que lo haga. O propóngale que acepte el cargo de presidenta honorífica de tal institución.
– Oh, no -respondió Hester instintivamente-. Me tomaría por una pordiosera y me echaría.
Tiplady se negaba a que Hester lo ayudara a acostarse.
– ¡No importa! Antes de expulsarla le hablará. Vaya en nombre de la señorita Nightingale. Nadie con un poco de dignidad la insultaría… la reverencian casi como a la reina. Quiere ver a la señora Furnival, ¿no es así?
– Sí -respondió Hester con prudencia-, pero…
– ¿Es que no tiene valor? Usted ha visto la carga de la Brigada Ligera. -Tiplady pretendía provocarla-. ¡Me lo ha contado! Sobrevivió al sitio de Sebastopol. ¿Acaso teme a una miserable mujer dada al coqueteo?
– Sí, como muchos soldados buenos antes que yo.-Hester sonrió-. ¿Y usted?
Tiplady esbozó una mueca de dolor.
– Eso es un golpe bajo.
– Pero da de lleno en la diana -replicó Hester con expresión triunfal-. Métase en la cama.
– ¡Eso no importa! Yo no puedo ir… de modo que deberá ir usted. -Tiplady permanecía sentado en el borde de la cama-. Debe luchar, sea cual sea la batalla. Esta vez el enemigo ha escogido el terreno, de manera que tiene que prepararse, elegir bien las armas y atacar en el momento más inesperado. -Por fin se tendió y Hester lo arropó con las mantas-. ¡Valor! -exclamó con vehemencia.
Hester hizo una mueca, pero Tiplady no se dio por vencido. Mientras ella remetía las sábanas, esbozó una sonrisa seráfica.
– Vaya mañana por la tarde, cuando su esposo se encuentre en casa-insistió Tiplady con obstinación-. También debe verlo a él.
Hester lo miró con furia.
– Buenas noches.
Sin embargo, poco antes de las cinco de la tarde del día siguiente, Hester se tragó su orgullo, pensó que era una buena causa y, vestida con un sobrio traje gris azulado sin mangas acabadas en punta ni bordados blancos, como si en verdad acabase de regresar de trabajar con la señorita Nightingale, llamó a la puerta principal de la casa de Louisa Furnival. Deseó que la doncella le dijese que la señora se encontraba ausente en ese momento.
No tuvo suerte. La doncella la condujo hasta el vestíbulo y se marchó para anunciar su presencia. Hester apenas tuvo tiempo para examinar las puertas y el hermoso pasamanos que recorría la galería y las escaleras. La armadura ocupaba de nuevo su lugar, aunque sin la alabarda. Alexandra debía de haber estado con el general en la galería, tal vez en silencio o quizá riñendo de manera desagradable; después debió de empujarlo con fuerza y el general cayó con gran estrépito. ¿Cómo no habían oído el ruido?
El suelo estaba cubierto con una gruesa alfombra china. Sin duda ésta habría amortiguado el ruido. Aun así…
Hester interrumpió sus cavilaciones cuando la doncella regresó para comunicarle que la señora Furnival la recibiría encantada. La acompañó por un largo pasillo hasta la sala que daba al jardín, en la parte posterior de la vivienda.
Hester no se molestó en observar el césped soleado ni los florecientes arbustos, sino a la mujer que la esperaba con manifiesta curiosidad. Supuso que había aceptado la visita porque estaba aburrida.
– Buenas tardes, señorita Latterly. ¿Viene del hospital Florence Nightingale? ¡Qué interesante! ¿En qué puedo ayudarla?
Hester la miró con atención, tal vez sólo dispusiera de unos escasos minutos para formarse una opinión de su anfitriona antes de que le pidiese que se marchara. Louisa lucía una falda con crinolina que acentuaba sus formas femeninas y respetaba las pautas de la moda: cintura acabada en punta, corpiño tableado y adornos florales. Parecía voluptuosa y frágil a la vez, con la piel sonrosada y el cabello oscuro, vestida de forma impecable pero mucho más entrada en carnes de lo que dictaba la moda. Louisa era una de esas pocas mujeres que se atrevían a desafiar lo que estaba en boga y lograba que su propio estilo pareciera el más correcto y todos los demás normales y carentes de imaginación. Poseía una gran seguridad en sí misma, y a su lado Hester se sintió poco atractiva, sin rasgos femeninos e idiota. De inmediato comprendió por qué Alexandra Carlyon había esperado que la gente creyese en el móvil de los celos.
Se preparó para decir a Louisa cuál era el motivo de su visita. Se sintió muy incómoda al escuchar su propia voz. Sus palabras sonaban jactanciosas y eran completamente falsas. La insolencia de Louisa Furnival la había provocado.
– Durante la guerra de Crimea nos dimos cuenta de que las enfermeras consiguen salvar la vida de muchos soldados -explicó con energía-. Posiblemente usted ya lo sepa, pero quizá no haya tenido tiempo para reflexionar sobre algunos detalles. La señorita Nightingale, como bien sabrá, es de muy buena familia, su padre es un hombre conocido y respetado, y ha recibido una excelente educación. Decidió ser enfermera porque deseaba poner su vida y su talento al servicio de los demás…
– Todos sabemos que es una mujer maravillosa, señorita Latterly -la interrumpió Louisa-, pero ¿qué tiene que ver con usted o conmigo?
– Se lo diré enseguida. -Hester observó los grandes ojos de Louisa y, al observar su mirada perspicaz, comprendió que era un gran error tomarla por idiota porque le gustara coquetear-. Si las enfermeras contribuyen a salvar tantas vidas, tenemos que lograr atraer a más muchachas de buena familia y educación.
Louisa se echó a reír; era una risa melindrosa y a todas luces practicada durante años para causar el efecto deseado. Si se hubiese encontrado presente algún hombre, Louisa se le habría antojado exótica, fascinante, escurridiza… todo lo que Hester no era. Se preguntó qué pensaría Oliver Rathbone de ella.
– Señorita Latterly, supongo que no creerá que me interesa dedicarme a la enfermería. Sería ridículo. ¡Soy una mujer casada!
Hester se contuvo con dificultad. Louisa le gustaba cada vez menos.
– Por supuesto que no. -Hester deseó añadir un comentario sobre las escasas probabilidades de que Louisa dispusiera del valor, la capacidad, el desinterés y la resistencia necesarios para tal labor, pero no era el momento más adecuado. No podría cumplir su propósito-. Usted es la clase de mujer que otras mujeres desearían ser. -Hester sabía que era un cumplido un tanto exagerado, y sin embargo Louisa lo encontró normal.
– Muy amable -dijo con una sonrisa, sin apartar la vista de Hester.
– Al ser mujer, tan conocida y tan… -Hester vaciló- y tan envidiada, la escucharían con atención y considerarían sus propuestas con más seriedad que si las planteasen otras personas. -Hester no retiró la mirada de los ojos de Louisa. Estaba diciendo la verdad y se sentía capaz de expresarla ante cualquier persona-. Si afirmara que la enfermería es una ocupación buena para una muchacha y no degrada los valores femeninos, creo que muchas mujeres jóvenes que vacilan en elegir esa profesión acabarían por decidirse. Es sólo cuestión de palabras, señora Furnival, pero podrían ser de gran utilidad.
– Realmente es usted muy persuasiva, señorita Latterly… -Louisa se encaminó con movimientos gráciles y arrogantes hacia la ventana a la vez que balanceaba la falda como si caminara por la calle. Podía hacerse la coqueta, pero a Hester no le pareció en absoluto una persona dócil. Si alguna vez había fingido serlo, lo habría hecho de forma ocasional y con algún propósito concreto.
Hester permaneció sentada, observándola.
Louisa contemplaba el césped bañado por los rayos del sol. La luz no revelaba ninguna arruga propia de la vejez aunque sí una expresión de insensibilidad. Además Hester apreció cierta maldad en su rostro.
– ¿Desea usted que comente en los círculos sociales que frecuento que creo que la enfermería es una ocupación noble para las mujeres y que yo misma me dedicaría a ella si no estuviese casada? -preguntó con expresión divertida.
– Sí. Puesto que resulta evidente que no puede ejercerla ahora, nadie le exigirá que lo demuestre ofreciendo sus servicios, sino su apoyo. Louisa se rió de nuevo.
– ¿Y usted opina que me creerían, señorita Latterly? Tengo la impresión de que los considera unos crédulos.
– ¿Suelen desconfiar de usted, señora Furnival? -preguntó Hester con la mayor educación. Louisa sonreía.
– No… no recuerdo que haya sucedido, pero nunca he afirmado que la enfermería sea una ocupación loable. Hester enarcó las cejas.
– ¿Y tampoco nada que… exagerase… la verdad?
Louisa se volvió.
– No emplee eufemismos, señorita Latterly. He mentido en más de una ocasión y todos me han creído, pero las circunstancias eran diferentes.
– Estoy segura.
– Sin embargo, si así lo desea, accederé a su petición. Será divertido… y una experiencia diferente. Sí, cuanto más lo pienso, más me atrae la idea. -Se alejó de la ventana y se encaminó hacia la repisa de la chimenea-. Iniciaré una discreta campaña para que las muchachas de buena familia e inteligentes se dediquen a la enfermería. Imagino cómo se tomarán mis conocidos mi nueva causa. -Se volvió de pronto, se dirigió hacia Hester y se detuvo delante de ella-. Si tengo que alabar esta maravillosa profesión, será mejor que me cuente algo al respecto. No quiero que me tachen de ignorante. ¿Le apetecería tomar algún aperitivo mientras charlamos?
– Sí, gracias.
– Por cierto, ¿a quién más le ha propuesto esta idea?
– De momento, sólo a usted -respondió Hester con franqueza.
– Sí… creo que será muy divertido. -Louisa cogió la campanilla y la agitó con energía.
Hester le contaba todo lo que se le ocurría para lograr que la ocupación de enfermera pareciese necesaria y útil cuando llegó Maxim Furnival. Era un hombre alto y delgado, con la tez oscura y el rostro emotivo, cuyas arrugas podían deberse tanto al mal humor como a la alegría. Sonrió a Hester y le dirigió unas palabras de cortesía. Una vez que Louisa le hubo explicado quién era y cuál era el motivo de su visita, demostró un vivo interés.
Conversaron durante un rato. Maxim se mostró animado y Louisa distante cuando Hester narró sus experiencias en la guerra de Crimea. Mientras hablaba, trató de adivinar cuánto había amado Maxim a Alexandra, o si se había sentido celoso de Louisa o si le habían inquietado su tendencia a coquetear y su confianza en sí misma. Suponía que Louisa era incapaz de demostrar ternura y que sólo buscaba el placer físico. Parecía acostumbrada a contener las emociones. Una vez consumida la pasión inicial, ¿había Maxim descubierto esa frialdad y decidido buscar una mujer más dulce, que supiese dar y recibir? ¿Tal vez Alexandra Carlyon?
Desconocía la respuesta. Recordó una vez más que aún no había visto a Alexandra. La imagen que tenía de ella se basaba en las descripciones de Monk y Rathbone.
Hester comenzaba a perder la concentración y repetía ideas; lo advirtió por la expresión de Louisa. Debía tener cuidado.
De pronto, la puerta se abrió y entró un muchacho de unos trece años, muy alto para su edad. Tenía el pelo negro, los ojos azul claro y la nariz larga. Parecía sumamente inseguro ya que permaneció detrás de su padre y observó a Hester con curiosidad y timidez.
– Ah, Valentine -dijo Maxim en voz alta-. Le presento a mi hijo, Valentine, señorita Latterly. -Se volvió hacia el muchacho-. La señorita Latterly estuvo en la guerra de Crimea con la señorita Nightingale, Val. Ha Venido para convencer a mamá de que persuada a muchachas de buena familia y educación de que las enfermeras son necesarias.
– ¡Qué interesante! Encantado de conocerla, señorita Latterly -saludó Valentine con voz queda.
– Encantada. -Hester lo observó con detenimiento para tratar de averiguar si su seriedad obedecía al miedo o a un carácter reservado. Su rostro no denotaba interés alguno y la miraba con cierta indiferencia. Hester se percató de que carecía de la espontaneidad propia de un chiquillo de su edad. Cabía esperar que el hecho de que le presentaran a una persona que no le interesaba en absoluto despertara en él alguna emoción, ya fuese de aburrimiento o enfado, pero Valentine parecía muy circunspecto.
¿Era su actitud consecuencia directa del asesinato, que se había perpetrado en su casa recientemente, de un hombre al que apreciaba sobremanera? No era una hipótesis absurda. Aún estaba conmocionado. El destino le había golpeado con brutalidad, de manera imprevista y sin explicación alguna. Tal vez creyese que el destino ya no sería bueno.
Hester se sintió abrumada por la pena y deseó, una vez más, descubrir el móvil del crimen, aunque no sirviera como atenuante.
Hablaron poco más. Louisa comenzaba a impacientarse y Hester ya había explicado todo cuanto sabía sobre la enfermería. Tras algunos comentarios de carácter trivial, Hester les agradeció su atención y se despidió.
– ¿Y bien? -preguntó el comandante Tiplady tan pronto como Hester hubo regresado a Great Tichfield Street-. ¿Ha logrado averiguar algo? ¿Cómo es la señora Furnival? ¿Se sentiría celosa de ella?
Hester apenas había cruzado el umbral de la puerta y aún no se había despojado de la capa y el sombrero.
– Estaba usted en lo cierto -admitió mientras colocaba el sombrero sobre la mesilla y se desabotonaba la capa para colgarla del perchero-. Ha sido una buena idea visitarla y lo cierto es que ha ido muy bien. -Sonrió-. De hecho, he sido muy atrevida. Se hubiese sentido orgulloso de mí. He atacado al enemigo de frente y creo que he salido victoriosa.
– No se quede ahí sonriendo, querida. -Tiplady estaba entusiasmado-. ¿Qué le ha contado? ¿Cómo ha reaccionado ella?
– Le he dicho… -Hester se ruborizó al recordar sus palabras- le he dicho que, puesto que todas las mujeres la admiran, podría ejercer su influencia para fomentar la ocupación de enfermera entre las muchachas de buena familia y educación… y luego le pregunté si estaría dispuesta a nacerlo.
– ¡Cielos! ¿Le ha dicho eso? -El comandante cerró los ojos como si intentara asimilar las asombrosas noticias. Enseguida los abrió-. ¿Y le ha creído?
– Sí. -Hester se sentó frente a él-. Es muy coqueta y dominante; está muy segura de sí misma y sabe perfectamente que los hombres la admiran y las mujeres la envidian. La he elogiado de forma exagerada y me ha creído. No me habría tomado en serio si le hubiese dicho que era una dama virtuosa y culta… pero sí lo ha hecho al decirle que era capaz de influir en los demás.
– Oh, querida. -Tiplady suspiró, no de infelicidad sino de desconcierto. No acercaba a comprender a las mujeres. Cuando creía entenderlas, Hester hacía algo que le resultaba incomprensible-. ¿Ha llegado a alguna conclusión sobre la señora Furnival?
– ¿Tiene hambre?
– Sí, pero explíqueme antes su conclusión.
– No estoy segura. Sólo sé que no estaba enamorada del general. Su muerte no cambió sus planes ni pareció afectarla. De hecho, la única persona que estaba conmocionada era su hijo, Valentine. El pobre parecía muy compungido.
Una expresión de pena ensombreció el rostro del comandante Tiplady, como si la mención de Valentine le recordase alguna pérdida, y lo que hasta ese momento constituía un misterio para el intelecto se convirtió de nuevo en una tragedia que provocaba dolor y confusión.
Hester no añadió nada más. Intentaba formarse una opinión más concreta de los Furnival, y esperaba encontrar algo que hubiese pasado por alto con anterioridad, algo en lo que ni Monk ni Rathbone hubiesen reparado.
A las once de la mañana del día siguiente, le sorprendió que la doncella le anunciara que tenía una visita.
– ¿Preguntan por mí? -inquirió con recelo-. ¿No será por el comandante?
– No, señorita Latterly. Ha venido a verla la señora Sobell.
– ¡Oh! Oh, sí. -Hester dirigió una mirada interrogante a Tiplady, que asintió con la cabeza, y se volvió hacia la doncella-. Por favor, hágala pasar.
Segundos después, entró Edith, que estaba muy atractiva con un vestido de seda violeta de falda amplia. Para cumplir con los requisitos del luto, lucía el suficiente negro, que realzaba la palidez de su tez. Por una vez, llevaba el pelo bien arreglado y, al parecer, había venido en un coche de caballos ya que el viento no la había despeinado.
Hester se la presentó al comandante, quien se mostró encantado… e irritado por no poder levantarse del diván para saludarla.
– Encantada de conocerlo, comandante Tiplady -dijo Edith con educación-. Es usted muy amable al recibirme.
– Encantado, señora Sobell. Me alegra que haya venido. La acompaño en el sentimiento por la muerte de su hermano. Lo conocía por su reputación. Un gran hombre.
– Oh, gracias. Sí… ha sido una tragedia terrible.
– Sin duda. Espero que la conclusión sea menos espantosa de lo que nos tememos.
Edith lo observó con expresión inquisitiva, y el comandante se sonrojó.
– Oh, querida -se apresuró a decir Tiplady-, lamento haberla molestado. Lo siento mucho. La señorita Latterly, que se preocupa tanto por usted, me lo ha contado todo. Créame, señora Sobell, no pretendía parecer… -Vaciló, sin saber qué añadir.
Edith sonrió y Tiplady se ruborizó aún más, tartamudeó y, una vez que se hubo calmado, le devolvió la sonrisa.
– Sé que Hester hace todo lo que puede -dijo Edith mientras miraba al comandante y su amiga tendía su sombrero y su chal a la doncella-. Ha buscado el mejor de los abogados, quien a su vez ha contratado a un detective. Sin embargo, me temo que aún no han averiguado nada que evite lo que parece que será una tragedia absoluta.
– No pierda la esperanza, mi querida señora Sobell -repuso el comandante Tiplady-. Nunca se dé por vencida hasta que esté derrotada y no le quede otra alternativa. La señorita Latterly visitó ayer por la tarde a la señora Furnival y llegó a una serie de conclusiones sobre su personalidad.
– ¿Es cierto? -Edith se volvió hacia Hester-. ¿Has averiguado algo sobre ella?
Hester sonrió con expresión triste.
– Me temo que nada que nos ayude. ¿Te apetece tomar un té?
Edith miró al comandante. No era la hora del té, pero quería tener una excusa para quedarse.
– Por supuesto -intervino el comandante-. Si lo desea, puede quedarse a comer. Será un gran placer. -Tiplady se interrumpió al percatarse de que había sido demasiado atrevido-. Aunque supongo que tendrá más cosas que hacer… como visitar a otras personas. No pretendía ser…
– Será un placer, si no causo ninguna molestia. El comandante Tiplady sonrió con alivio. -De ninguna manera… De ninguna manera. Por favor, siéntese, señora Sobell. Esa silla es muy cómoda. Hester, por favor, diga a Molly que seremos tres para comer.
– Gracias. -Edith tomó asiento y permaneció con la espalda recta, las manos entrelazadas.
Hester salió de la sala para avisar a Molly. Edith miró la pierna del comandante.
– ¿Se encuentra mejor?
– Oh, sí, gracias. -Tiplady esbozó una mueca, no tanto por el dolor de la herida como por su incapacidad física y las consecuencias que ello acarreaba-. Estoy harto de permanecer todo el santo día sentado. Me siento tan… -Vaciló, ya que no deseaba aburrirla con sus quejas. Al fin y al cabo, le había hecho la pregunta por cortesía, no le había pedido que le explicase su situación con todo lujo de detalles. Se ruborizó una vez más.
– Por supuesto -Edith sonrió-. Debe de sentirse… enjaulado. Suelo pasar todo el día en casa, y tengo la impresión de estar en una cárcel. Usted, un militar acostumbrado a viajar por todo el mundo y a emplear su tiempo de manera útil, debe de sentirse mucho peor. -Edith se inclinó y adoptó una postura más cómoda-. Debe de haber visitado lugares maravillosos.
– Pues… -Tiplady se sonrojó más aún-. Nunca me lo había planteado de esa manera, pero supongo que sí. He estado en la India. ¿La conoce?
– No, no. Ojalá conociera ese país.
– ¿De veras? -Tiplady quedó sorprendido.
– Por supuesto que sí. -Edith lo miró como si le extrañase la pregunta-. ¿En qué parte de la India ha estado? ¿Cómo es?
– Oh, no hay nada extraordinario -respondió con modestia-. Allí han estado muchas personas… las esposas de los oficiales, por ejemplo, escribían cartas en las que contaban con todo pormenor qué sucedía en la India. Sin embargo me temo que no hay nada que sea digno de mención especial. -Tiplady titubeó y clavó la vista en la manta que le cubría las piernas-. También he estado en África en varias ocasiones.
– ¡África! ¡Qué maravilla! -Edith estaba cada vez más entusiasmada-. ¿En qué parte? ¿En el sur?
Tiplady la observó con atención para asegurarse de que no hablaba más de la cuenta.
– Al principio sí. Luego estuve en el norte, en Matabeleland, Mashonaland…
– ¿De veras? -Edith estaba sorprendida-. ¿Cómo es? ¿Es ése el lugar donde se encuentra el doctor Livingstone?
– No… el misionero que está allí es el doctor Roben Moffatt, una persona de gran valía, junto con su esposa, Mary. -El rostro de Tiplady se iluminó. El recuerdo era tan vivido como si sólo hubiera transcurrido un par de días desde que regresó de allí-. Es una de las mujeres más admirables que he conocido. Ha tenido el valor de viajar para llevar la palabra de Dios a unos salvajes que viven en unos territorios desconocidos.
– ¿Cómo es ese lugar, comandante Tiplady? ¿Hace mucho calor? ¿Es muy diferente de Inglaterra? ¿Cómo son los animales y las plantas?
– Nunca había visto tantas especies de animales diferentes; elefantes, leones, jirafas, rinocerontes, muchas más variedades de antílopes y ciervos de las que pueda imaginar, cebras y búfalos. He visto manadas tan grandes que me impedían vislumbrar el suelo. -Tiplady se inclinó hacia ella de manera inconsciente, y Edith se aproximó un poco.
«Cuando algo les produce miedo -prosiguió-, como un fuego, huyen en estampida y la tierra tiembla bajo el peso de decenas de miles de bestias; las criaturas más pequeñas se escabullen como pueden para evitarlas. El suelo es rojo… es una tierra fértil. Oh, y los árboles. -Se encogió de hombros-. La mayor parte de las praderas son pastizales donde crecen acacias con copas planas… pero también hay árboles floridos que deslumbran por su belleza. Y… -Tiplady se interrumpió cuando Hester regresó a la sala-. Oh, querida. Me temo que no la dejo hablar. Es usted demasiado generosa, señora Sobell.
Hester se detuvo en seco, sonrió y continuó caminando.
– En absoluto -replicó Edith-. Hester, ¿te ha contado el comandante Tiplady sus aventuras en Mashonaland y Matabeleland?
– No -contestó Hester con sorpresa a la vez que observaba al comandante-. Creía que había servido en la India.
– Oh, sí, pero también ha estado en África -explicó Edith-. Comandante, debería escribir todo cuanto recuerde de esos lugares para que todos los podamos conocer. La mayoría de nosotros jamás ha salido de Londres y no ha tenido ocasión de ver lugares salvajes y exóticos como los que usted describe. Cuántas personas podrían pasar una tarde de invierno leyendo sus aventuras.
Tiplady parecía profundamente avergonzado y, sin embargo, no podía ocultar su entusiasmo.
– ¿De veras lo cree?
– Oh, sí. Por supuesto. Lo recuerda todo con claridad y lo cuenta tan bien.
El comandante Tiplady se ruborizó y, por modestia, se dispuso a negarlo, pero no se le ocurrió nada que no pareciese de mala educación y, por lo tanto, permaneció callado.
– Una idea magnífica -admitió Hester-. Se ha publicado tanta porquería que sería maravilloso que se narraran aventuras de verdad. A la gente le encantará conocer las experiencias vividas allí, sean cuales sean.
– Oh… -El comandante Tiplady se mostraba complacido-. Quizá tengan razón. Sin embargo, hay asuntos más apremiantes que tratar, señora Sobell. Por favor, no permita que sus buenos modales se lo impidan y, si desea hacerlo en privado…
– En absoluto -aseguró Edith-. Está usted en lo cierto, debemos analizar el caso. -Se volvió hacia Hester. Su rostro ya no reflejaba entusiasmo, sino dolor-. Hester, el señor Rathbone ha hablado con Peverell sobre el juicio. Se iniciará el lunes 22 de junio, y no tenemos nada que contar aparte de la misma mentira con la que comenzamos la investigación. Alexandra no lo hizo -añadió evitando emplear la palabra «asesinar»- porque estuviese celosa de Louisa Furnival. Thaddeus no la maltrataba ni le negaba los caprichos. No hemos descubierto que Alexandra tuviese otro amante, y dudo de que esté loca… Entonces, ¿qué nos queda? -Edith suspiró con profunda aflicción-. Quizá mamá tenga razón. -Se interrumpió, como si le costase expresar sus pensamientos.
– No debe darse por vencida, querida-aconsejó el comandante Tiplady con dulzura-. Ya pensaremos en algo. -Tiplady hizo una pausa al percatarse de que no era de su incumbencia. Lo sabía todo por Hester-. Lo siento -se disculpó, avergonzado de haberse entremetido de nuevo en la vida de Edith, hecho que, para él, era un pecado capital. Un caballero jamás debía inmiscuirse en la vida privada de otra persona, en especial si se trataba de una mujer.
– No se disculpe -dijo Edith con una sonrisa-. Tiene usted razón. Estoy descorazonada, pero es en estos momentos cuando hay que mostrarse más valiente, ¿no es así? La vida es fácil cuando no hay problemas.
– Tenemos que ser lógicos. -Hester se sentó en la otra silla-. Hemos perdido mucho tiempo intentando extraer conclusiones de hechos e impresiones, pero no hemos reflexionado lo suficiente.
Edith la miró con perplejidad, y el comandante Tiplady se incorporó un poco en el diván mientras escuchaba a Hester con suma atención.
– Supongamos -prosiguió Hester-, que Alexandra no ha perdido la cordura y cometió el crimen por algún motivo poderoso que se niega a compartir, es decir, tiene una razón para no revelar la verdad. Hace unos días alguien sugirió la posibilidad de que protegiera a alguien o algo que valora más que su propia vida.
– Está protegiendo a alguien -repitió Edith-, pero ¿a quién? Ya hemos descartado a Sabella. El señor Monk ha demostrado que no tuvo oportunidad de asesinar a su padre.
– Tal vez no lo asesinó -admitió Hester-, pero aún no hemos considerado que corriera algún peligro y Alexandra matara a Thaddeus para salvarla.
– ¿Por ejemplo?
– No lo sé. Tal vez, tras el parto perdió el juicio e hizo algo realmente abominable, y Thaddeus decidió internarla en un sanatorio.
– No, Thaddeus no haría eso -replicó Edith-. Sabella es la esposa de Fenton… es él quien tendría que hacerlo.
– Quizá lo hubiera hecho… si Thaddeus se lo hubiese pedido. -A Hester no le gustaba la idea, pero era un punto de partida-. O acaso fuese algo completamente diferente pero que también guardara relación con Sabella. Alexandra sería capaz de asesinar con tal de proteger a su hija, ¿no?
– Sí, creo que sí. De acuerdo…, tenemos un motivo. ¿Qué mas?
– Quizás el móvil le avergüence tanto que prefiera no revelarlo -conjeturó Hester-. Lo siento… Sé que es una hipótesis desagradable, pero es preciso analizarla.
Edith asintió con la cabeza.
– O -intervino el comandante Tiplady a tiempo que observaba a Edith y Hester-puede que se trate de un motivo que no mejorará la situación de Alexandra, por lo que, como sospecha que no le salvará la vida, prefiere no desvelarlo.
Las dos lo miraron con interés.
– Tiene razón -reconoció Edith-. Ése podría ser un motivo. -Se volvió hacia Hester-. ¿Nos servirían de algo estas hipótesis?
– No lo sé -admitió Hester-. En todo caso deberíamos utilizar el sentido común. Al menos así lograríamos superar el dolor. -Se encogió de hombros-. No consigo olvidar el rostro del joven Valentine Furnival. Parecía tan conmocionado… Como si el mundo de los adultos le desconcertara sobremanera.
Edith suspiró.
– A Cassian le ocurre lo mismo. El pobre sólo tiene ocho años y ha perdido a sus padres. He intentado consolarlo o, al menos, he evitado decirle cosas que minimizaran la tragedia, pues eso sería absurdo. He estado a su lado y le he hablado para que no se sienta tan solo. -Una expresión de preocupación apareció en su rostro-. Sin embargo, no ha servido de mucho. Creo que no le agrada mi compañía. La única persona que le gusta de verdad es Peverell.
– Supongo que echa de menos a su padre -aventuró Hester con tristeza-. Además sabe, por mucho que tratéis de ocultárselo, que fue su madre quien asesinó al general. Tal vez por eso desconfíe de las mujeres.
Edith suspiró de nuevo, inclinó la cabeza y se cubrió el rostro con las manos como si así pudiese dejar de ver no sólo la luz sino también sus pensamientos.
– Supongo que sí-susurró-. Pobre criatura… Me siento tan impotente. Creo que esto es lo peor de todo… No podemos hacer nada en absoluto.
– Tendremos que mantener viva la esperanza. -El comandante Tiplady tendió la mano de manera inconsciente para acariciar el brazo de Edith, pero al percatarse la retiró-. Hasta que ocurra algo -añadió.
Sin embargo, una semana después, el 4 de junio, no había ocurrido nada. Monk no había dado señales de vida. Oliver Rathbone trabajaba en su despacho, y el comandante Tiplady ya estaba casi recuperado, aunque le costara admitirlo.
Hester recibió un mensaje de Edith, con su típica caligrafía descuidada, en el que le proponía que cenara en su casa al día siguiente en calidad de amiga, no de invitada formal, con la intención de convencer a sus padres de que no era tan indecoroso convertirse en la escribiente de un discreto caballero de reputación impecable, en el caso de que encontrara semejante ocupación.
«No puedo continuar así, sin hacer nada -le había escrito-. Pasar los días sentada, esperando a que se celebre el juicio e incapaz de ayudar, es más terrible de lo que suponía, y me resulta difícil conservar la calma.» A Hester también le preocupaba encontrar un nuevo empleo. Había confiado en que el comandante Tiplady conociese a algún soldado de salud delicada que necesitase sus servicios, pero él había mostrado escaso interés. De hecho lo único que parecía importante era la familia Carlyon y el misterio de la muerte del general. El comandante no puso ningún reparo cuando Hester le pidió permiso para cenar con Edith al día siguiente; incluso se mostró deseoso de que la visitara.
Por consiguiente, la tarde del 5 de junio Hester acudió a la casa de Edith y hablaron largo y tendido sobre las posibilidades de ésta de hallar un empleo, ya fuera como escribiente o como acompañante de una dama agradable de buena posición. Tampoco descartaba enseñar lenguas extranjeras.
Barajaban las distintas posibilidades cuando se les anunció que la cena estaba preparada; bajaron por las escaleras y se encontraron con el doctor Charles Hargrave en la sala de estar. Era delgado, muy alto y más elegante de lo que Hester había deducido de la breve descripción que le había hecho Edith. Felicia los presentó, y poco después Randolf entró con un hermoso chiquillo rubio de cabello rizado, ojos azules y expresión atenta. Lo presentaron a los invitados, aunque Hester ya sabía que era Cassian Carlyon, el hijo de Alexandra.
– Buenas tardes, Cassian -dijo Hargrave con una sonrisa.
El pequeño hizo un saludo militar y sonrió. -Buenas tardes, señor.
Hargrave le habló como si estuviesen solos en la habitación.
– ¿Cómo te encuentras? Me han dicho que tu abuelo te ha regalado un bonito ejército de soldados de plomo.
– Sí, señor, son las tropas de Wellington en la batalla de Waterloo -respondió Cassian con entusiasmo-. El abuelo estuvo en Waterloo, ¿lo sabía? De hecho, lo vio todo, ¿no es increíble?
– Ciertamente-admitió Hargrave-. Supongo que te habrá contado historias fabulosas.
– ¡Oh, sí, señor! Vio al emperador de Francia. Tenía un aspecto muy curioso con el sombrero de tres picos, y se le veía muy bajito cuando no estaba sobre su caballo blanco. El duque de Wellington era magnífico. Me hubiera gustado estar allí. -Se puso firme de nuevo y sonrió sin apartar la vista de Hargrave-. ¿Ya usted?
– Por supuesto que sí. De todos modos, sospecho que habrá más batallas en el futuro en las que podrás participar. Conocerás los grandes acontecimientos que cambian el curso de la historia y a los hombres que ganan o pierden países en un día.
– ¿De veras lo cree, señor? -El entusiasmo iluminó su rostro por unos instantes.
– ¿Por qué no? -le dijo Hargrave-. Tenemos el mundo a nuestros pies, y el imperio crece cada año: Australia, Nueva Zelanda, Canadá, Gambia, Sierra Leona, Costa de Oro, Sudáfrica, la provincia noroeste de la India, Bengala, Oudh, Assam, Arakan, Mysore, Ceilán y muchas islas en todos los océanos.
– Me temo que no sé dónde se encuentran esos lugares, señor -reconoció Cassian con asombro.
– Entonces, será mejor que te los enseñe, ¿no? -El doctor se volvió hacia Felicia-. ¿Aún se conserva la sala de estudio?
– Hace tiempo que está cerrada pero, una vez que hayan pasado estos momentos de inquietud, la abriremos para que la utilice Cassian. Contrataremos a un profesor particular cualificado. ¿No le parece aconsejable un cambio completo?
– Sí, es una buena idea-admitió Hargrave-. Conviene evitar que recuerde las situaciones que más vale olvidar. -Se dirigió a Cassian-. Entonces esta tarde iremos a la sala de estudio, buscaremos un globo terráqueo y me mostrarás todos esos lugares del imperio que conoces y yo te enseñaré los que no conoces. ¿Qué te parece?
– Estupendo, señor… Gracias, señor. -Él se volvió hacia su abuela, que asintió con la cabeza, y se retiró sin dirigir la mirada a su abuelo.
Hester sonrió y experimentó un profundo afecto por Cassian. Al menos tenía un amigo que lo trataría con ternura, le ofrecería la compañía que tanto necesitaba sin pedir nada a cambio. Además, por lo que había dicho, su abuelo le contaba historias que nada tenían que ver con la tragedia de la familia. Era un gesto de generosidad que no esperaba de Randolf, por lo que se sintió obligada a cambiar la opinión negativa que se había formado de él. No le habría extrañado esa actitud en Peverell, que sin embargo estaba ocupado con sus negocios la mayor parte del día, cuando Cassian pasaba largas horas solo.
Se disponían a entrar en el comedor cuando Peverell llegó, se disculpó por el retraso y afirmó que confiaba en no haberles hecho esperar demasiado. Tras saludar a Hester y Hargrave, buscó con la mirada a Damaris.
– Vuelve a llegar tarde -observó Felicia-. Lo cierto es que no podemos esperar por ella. Si se pierde la cena, es su problema. -Dio media vuelta y, sin mirar a los presentes, entró en el comedor.
La doncella servía la sopa cuando Damaris abrió la puerta y se detuvo en el umbral. Lucía un vestido entallado de color negro y gris perla. Presentaba una expresión pensativa y su boca era muy sensual. Por unos instantes todos guardaron silencio, y la doncella interrumpió sus tareas.
– Lamento el retraso -se disculpó con una sonrisa. Miró a Peverell, luego a Edith y a Hester y por último, a su madre. Damaris se había apoyado contra el marco.
– Se te empiezan a agotar las excusas -espetó Felicia-. Ésta es la quinta vez en los últimos quince días que llegas tarde a una comida. Por favor, continúe sir viendo la sopa, Marigold. La doncella reanudó su labor.
Damaris se disponía a sentarse cuando reparó en Charles Hargrave, a quien Randolf, que estaba delante, había ocultado en parte. Quedó paralizada, se tambaleó como si estuviese aturdida y se agarró al marco de la puerta para evitar caerse.
Peverell se puso en pie de inmediato.
– ¿Qué sucede, Ris? ¿Te encuentras bien? Siéntate aquí, querida. -La ayudó a tomar asiento en la silla de la que se había levantado-. ¿Qué ha ocurrido? ¿Estás mareada?
Edith le tendió su vaso de agua, Peverell lo tomó y lo llevó a los labios de Damaris.
Hargrave se levantó, se arrodilló junto a la mujer y la observó con la calma propia de un profesional.
– Oh, eso parece -intervino Randolf con irritación, y empezó a comer la sopa.
– ¿Ha desayunado usted? -preguntó Hargrave a Damaris-. ¿O también llegó demasiado tarde? El ayuno es peligroso, a veces provoca mareos.
Damaris levantó la cabeza y lo miró. Por unos instantes se observaron de manera extraña: Hargrave parecía preocupado, y Damaris, desconcertada, como si no supiese dónde estaba.
– Sí -dijo al fin con voz ronca-. Debe de ser eso. Lamento haber causado tantas molestias. -Tragó saliva-. Gracias por el agua, Pev… Edith. Me encuentro mucho mejor.
– ¡Qué ridículo! -exclamó Felicia con exasperación al tiempo que clavaba la mirada en su hija-. No sólo llegas tarde, sino que entras en el comedor como si fueras una diva y luego te desmayas. Damaris, tu teatralidad es absurda e insultante. Ya es hora de que dejes de llamar la atención de esta manera.
Hester se sentía muy molesta. Era la clase de escena que un desconocido no debería presenciar.
– No es usted justa, suegra -terció Peverell con evidente enojo-. Damaris no se ha mareado a propósito. Además, considero que si tiene algo que criticar, debería hacerlo en privado, en lugar de obligar a la señorita Latterly y el doctor Hargrave a asistir a una disputa familiar.
Peverell había empleado un tono amable, pero sus palabras encerraban una hiriente reprobación. La había acusado de comportarse sin dignidad, sin lealtad hacia el honor de la familia y, peor aún, de crear una situación violenta para los invitados; todas las acusaciones constituían pecados que, moral y socialmente, resultaban imperdonables.
Felicia se sonrojó y luego palideció. Abrió la boca, dispuesta a vengarse con un comentario igualmente mordaz, pero había enmudecido. Peverell se volvió hacia su esposa.
– Creo que te conviene reposar un poco, querida. Pediré a Gertrude que te lleve una bandeja con comida.
– Yo… -Damaris se irguió en la silla-. Yo…
– Te encontrarás mejor si descansas -aseguró Peverell con un tono imperativo que no admitía discusión-. Te acompañaré hasta las escaleras. ¡Vamos!
Damaris se apoyó en el brazo de su marido y salió del comedor tras musitar un «lo siento».
Edith comenzó a comer de nuevo, la tensión desapareció de manera gradual. Poco después Peverell regresó y no dijo nada sobre Damaris, por lo que no se volvió a mencionar el incidente.
Mientras tomaban el postre (manzana al horno con azúcar quemado), Edith comentó algo que provocó la segunda interrupción de carácter violento.
– Quiero buscar una ocupación como escribiente o dama de compañía -anunció con la mirada clavada en el centro de mesa, un elaborado arreglo floral con lirios procedentes del jardín, y una lila blanca.
Felicia se atragantó.
– ¿Cómo? -exclamó Randolf.
Hargrave la observó con el entrecejo fruncido y expresión inquisitiva.
– Quiero trabajar de escribiente -repitió Edith-, de dama de compañía o incluso de profesora de francés.
– Siempre has tenido un sentido del honor poco ortodoxo -dijo Felicia con frialdad-. Después de aguantar las estupideces de Damaris, hemos de soportar tus comentarios idiotas. ¿Qué te ocurre? Por lo visto la muerte de tu hermano te ha privado de la sensatez, por no mencionar el sentido del decoro. Te prohíbo que vuelvas a mencionarlo. Estamos de luto: has de recordarlo y comportarte en consecuencia. -Una expresión de tristeza ensombreció el rostro de Felicia, que pareció más anciana y vulnerable y perdió su aspecto de mujer valiente-. Tu hermano era un gran hombre, que murió en la flor de la vida por culpa de la locura de su esposa. Nuestro país ha sufrido una pérdida irreparable con su desaparición. No debes acentuar nuestro dolor actuando de manera irresponsable ni haciendo comentarios tan desagradables y disparatados. ¿Me he expresado con claridad?
Edith se disponía a replicar, pero se sintió incapaz. Al ver la expresión acongojada de su madre, la pena y la culpabilidad pudieron más que sus deseos.
– Sí, mamá, yo… -Suspiró.
– ¡Muy bien! -Felicia continuó comiendo, a pesar de que le costaba tragar.
– Le pido disculpas, Hargrave -intervino Randolf-. Hemos sufrido mucho. El dolor provoca reacciones imprevistas en las mujeres…, al menos en la mayoría. Felicia es diferente… Tiene mucha fuerza…, es una mujer extraordinaria, si se me permite decirlo.
– Realmente extraordinaria -afirmó Hargrave con una sonrisa-. Goza de mi más profundo respeto, señora, como siempre.
Felicia se sonrojó y aceptó el cumplido con una inclinación de la cabeza.
La cena continuó en silencio y sólo hubo algún que otro comentario de carácter trivial.
Cuando la cena hubo acabado, Hester dio las gracias a Felicia, se despidió de los demás y se dirigió a la sala de estar de la planta superior, con Edith, que se mostraba muy abatida; caminaba encorvada y arrastraba los pies.
Hester la compadecía. Comprendía por qué no había replicado a su madre. Por unos instantes el rostro de Felicia había aparecido despojado de su coraza protectora, y su hija se había sentido incapaz de atacar de nuevo, y mucho menos delante de los que ya habían presenciado todo lo anterior.
Sin embargo, no había forma de consolarla, ya que sabía que la perspectiva que tenía por delante era la de interminables comidas marcadas por el aburrimiento. El mundo de los esfuerzos y las recompensas se hallaba fuera de su alcance, como si se tratara de algo que hubiera divisado por una ventana antes de que alguien se apresurara a correr las cortinas.
En el rellano de la planta se toparon con una anciana muy delgada, con el rostro demacrado y casi tan alta como Hester, que vestía una falda negra. Su cabello, antaño caoba, era cano; sólo la tez conservaba el color. Tenía los ojos grises, las cejas caídas, y las arrugas de su enjuto rostro delataban un carácter temperamental.
– Hola, Buckie -saludó Edith con tono animado-. ¿Adonde va tan deprisa? ¿Ha discutido con la cocinera de nuevo?
– No discuto con la cocinera, señorita Edith -respondió con energía-. Tan sólo le recuerdo lo que ya debería saber. No acepta que yo tenga razón y pierde los estribos. No soporto a una mujer que no sabe controlarse…, sobre todo cuando está de servicio.
Edith reprimió una sonrisa.
– Buckie, creo que no conoce a mi amiga, Hester Latterly. La señorita Latterly estuvo en la guerra de Crimea junto con Florence Nightingale. Hester, ésta es la señorita Buchan, que hace ya tiempo fue mi institutriz.
– Encantada de conocerla, señorita Buchan.
– Encantada, señorita Latterly -dijo la anciana observando a Hester-. En la guerra de Crimea, ¿eh? Vaya, vaya. Tendré que pedir a Edith que me cuente lo que sepa. Ahora, he de ir a la sala de estudio para estar con el señorito Cassian.
– ¿Va a darle clases? -preguntó Edith con sorpresa-. Creía que hacía años que no se dedicaba a la enseñanza.
– En efecto -confirmó la señorita Buchan-. ¿Acaso cree que volvería a enseñar a mi edad? Tengo sesenta y seis años, como bien sabe. Le enseñé a usted a contar, y a sus hermanos antes que a usted.
– ¿No ha subido también el doctor Hargrave para mostrar el globo terráqueo a Cassian?
Una expresión de enfado apareció en el rostro de la señorita Buchan.
– Así es. Subiré para asegurarme de que no se rompa nada. Ahora, si me disculpan, he de ir a la sala de estudio. -Tras estas palabras se encaminó con paso vivo hacia el segundo tramo de las escaleras y las subió muy deprisa, con movimientos poco elegantes.