Capítulo 5

Lisa estacionó el coche en el camino de entrada y se quedó mirando la vieja monstruosidad victoriana que ahora llamaba hogar. Hogar, dulce hogar. El hogar estaba donde estaba el corazón.

– El hogar está donde… -murmuró Lisa intentando recordar la frase-. Donde te llevan cuando no tienes otro sitio adonde ir.

¿Quién había dicho eso? Alguien horriblemente cínico.

Salió del coche y caminó hasta la entrada de la casa, semicerrando los ojos para contemplar el crepúsculo, que ponía un resplandor rosado en el cielo por encima del mar plateado. Una brisa ligera y salada movía su cabello. El camino de cemento de la entrada estaba salpicado de arena, que crujía bajo sus zapatos.

Muy bien. Ya había mirado las olas. ¿Dónde estaba la revelación?

– Quiero salvar Loring's -externó en dirección al viento-. Quiero salvar Loring's porque es mi manera de servir a mi familia y a aquello por lo que mi familia ha luchado siempre.

Bonitas palabras, pero, ¿qué significaban realmente? Carson se daría cuenta de que eran un fraude al instante. Con un suspiro se volvió hacia la casa y entonces se tropezó con algo que alguien había dejado prácticamente en su puerta.

Era un cochecito de niño. No, más exactamente un cochecito de muñeca, con un diminuto colchón y una almohada rosa. Alguna niña debía de haber estado jugando con él en la playa y lo había dejado allí al volver a casa. Frente a la casa de Lisa siempre aparecían las cosas más extrañas, cubos de playa, toallas, pelotas inflables. Y ahora un cochecito de bebé.

Lo dejó en la acera, para que la niña que lo había perdido lo encontrara con facilidad cuando volviera por él. De una de las asas del cochecito colgaba una placa donde se leía: "bebé a bordo".

Lisa sonrió y fue a recoger el correo del buzón. Felicitaciones de cumpleaños, facturas, publicidad… las arrojó todas en la mesa del comedor y fue a la cocina a prepararse un tentempié. Tenía un montón de trabajo que hacer y no tenía tiempo de ponerse a cocinar.

"Pero espera un momento", dijo una voz dentro de ella. "¡Es tu cumpleaños!"

Se volvió lentamente y miró el reloj en la pared.

– A lo mejor podría tomarme una hora…

Su mirada se deslizó al cajón de su despacho donde se escondía su secreto. Lisa contuvo el aliento. Ella no fumaba. No bebía, con excepción de algún sorbo ocasional para ser sociable. No tenía, por desgracia, ninguna clase de vida amorosa. Ni siquiera se sentía atraída por los bombones. Pero tenía un vicio, una cosa secreta y especial que le encantaba hacer y de la que nadie sabía nada.

Casi nunca se permitía practicar su diversión favorita. Pero aquella noche parecía una ocasión especial.

– Sólo una hora -se prometió cuando abría el cajón y sacaba un montón de revistas-. Incluso pondré el despertador para acordarme.

Llevó las revistas al sofá más cómodo del salón y se dejó caer en él con un suspiro. Luego se puso las gafas y comenzó a hojear las revistas. Eran revistas sobre bebés, la maternidad y el crecimiento del niño. Lisa no podía imaginarse que había tanto que aprender acerca de aquellas pequeñas y gordezuelas criaturas.

Durante las últimas semanas, había comenzado a sentir una enorme ansiedad por saberlo todo sobre el tema. Su mente estaba preocupada por salvar Loring's, pero en su corazón lo único que deseaba era tener un niño.

Matrimonio. Niños. Treinta y cinco.

Esas palabras le daban vueltas a la cabeza. No era justo. Si ella fuera un hombre, tendría mucho tiempo por delante todavía. Pero como era una mujer, se veía enfrentada al hecho de que le quedaba apenas tiempo. Era prácticamente ahora o nunca. Y ¿qué iba a hacer ella por solucionarlo?

Mirar revistas. No era una buena solución, pero de momento era suficiente para consolarse.

El tiempo pasó sin que se diera cuenta. En un momento se recostó más cómodamente en el sofá y metió las piernas por debajo de la falda. Más tarde se quitó las horquillas del pelo casi sin darse cuenta de lo que hacía y lo dejó caer libremente, perdida en el mundo, poco familiar para ella, de los cuidados infantiles.

En ese momento oyó un ruido que le hizo dar un salto y volverse. Carson James estaba en la puerta de la habitación.

– Hola -dijo con naturalidad, como si siempre llegara de esta manera, como si ellos fueran viejos amigos y hubiera total confianza entre ambos-. He llamado a la puerta, pero nadie ha contestado. He dado la vuelta y te he visto aquí leyendo en el sofá, de modo que he entrado por las puertaventanas del patio.

Ella tragó saliva y asintió, amontonando todas las revistas en una pila y buscando con el rabillo del ojo algún lugar donde esconderlas.

– Eh… hola -respondió con voz débil.

El entró en la habitación y se sentó en una butaca frente a ella.

– Este sitio no es muy seguro, ¿sabes? Deberías hacer algo al respecto.

– Es verdad -dijo ella intentando meter las revistas de bebés debajo de un almohadón de sofá. ¿Por qué la avergonzaba que la vieran leyéndolas? No estaba segura de por qué.

– Veo que estás trabajando -dijo Carson-. ¿Qué es eso? ¿Informes financieros?

– No exactamente -dijo ella. Las revistas no cabían debajo del almohadón. Una fotografía de dos piernecitas gordezuelas sobresalía por debajo.

– ¿Qué es eso? -dijo él, extendiendo el brazo y sacando de allí la revista.

– ¿Sabes cuántos años he cumplido hoy? -preguntó Lisa-. Treinta y cinco. Tengo treinta y cinco años.

Lo miró con aire expectante, como si de este modo la situación hubiera quedado perfectamente explicada. ¿Hacía falta que le describiera con detalle lo mucho que deseaba tener un bebé? Esperaba que no. El era una persona brillante. Seguramente le comprendería solo, sin más ayuda por su parte. Pero él seguía mirándola, como esperando a que continuara.

– ¿Y? -dijo él por fin, viendo que ella no continuaba-. Yo ya pasé los treinta y cinco hace unos años. Y ya ves, todo me sigue yendo bien.

– Sí, pero tú eres un hombre.

– Es cierto. Y tú eres una mujer. Ya me había dado cuenta de eso.

– Tenemos distintas funciones biológicas -continuó ella.

– No fastidies -dijo él recostándose en su asiento-. Esto promete ser interesante. ¿Vamos a tener una conversación científica, o qué?

– No si yo puedo evitarlo.

– Eres tú la que ha sacado el tema.

Ella le miró e intentó no soltar la carcajada. No servía de nada. Carson se obstinaba en hacer como si no comprendiera.

– Entonces seré también yo la que lo abandone.

– Si no hay más remedio -dijo él.

– No lo hay -dijo Lisa incorporándose-. Vamos á ponernos a trabajar.

El observó cómo atravesaba la habitación en dirección al escritorio para guardar las revistas. Le gustaba su manera de moverse. Sus movimientos eran rápidos e impacientes, pero tenían una gracia que le hacía sentirse intrigado.

Pero, ¿qué diablos…? A lo mejor le estaba concediendo demasiada importancia a la atracción que sentía por ella. Cualquier día se marcharía de aquella ciudad para no volver. Y una mujer hermosa no sería suficiente para detenerle. Hasta aquel momento, nunca había dejado que lo detuvieran cosas como esa. Se sintió un poco más relajado.

– Espera un minuto -dijo-. Me gustaría que me contaras un poco más de este asunto. ¿Me estás diciendo que estás obsesionada con la idea de tener un hijo cuanto antes?

De modo que lo había comprendido, después de todo. Metió las revistas en el cajón y se volvió a mirarle, sintiéndose por alguna razón a la defensiva.

– ¿Qué sabes tú de eso?

El se encogió de hombros.

– Es algo de lo que se habla mucho en la televisión. Todas esas mujeres que llegan a los treinta y cinco… -dijo, sin saber si continuar o no. Pero siguió-. Llegan a los treinta y cinco y deciden de pronto que quieren tener un bebé, del mismo modo que otra gente… del mismo modo que otra gente se compra un perrito que ve en un escaparate de una tienda de animales… o igual que ciertos hombres se encaprichan de un coche de deportes… Es algo que no he logrado comprender nunca.

La miró, esperando encontrarse con una expresión iracunda en el rostro de Lisa. Pero Lisa estaba muerta de risa.

– No, es evidente que no lo entiendes en absoluto -señaló-. De otro modo, no se te ocurriría hacer esa comparación tan ridícula.

Por ridícula que fuera la comparación, todo aquello le estaba poniendo un poco incómodo. No era posible que ella dijera en serio todo aquello de tener un bebé. ¿O quizá sí? Al parecer, los treinta y cinco eran una barrera difícil de cruzar para una mujer. Era una lástima. Pero aquel día era su cumpleaños. Esa debía de ser la razón. Lo único que le pasaba era que se sentía un poco melancólica. Lo que había que hacer era ayudarla a pasar aquel día. Al siguiente, probablemente ya se habría olvidado de toda aquella aberración.

Ella se apoyó en su escritorio, mirando en dirección a la pared, y sus labios se curvaron en una sonrisa pensativa. Carson no podía imaginarse en qué estaría pensando. Parecía una persona mucho menos formal estando descalza y con el pelo suelto. Su vestido no revelaba mucho de lo que había debajo, y por un momento, Carson se encontró a sí mismo intentando imaginárselo. El atractivo de aquella mujer no le dejaba en absoluto indiferente.

– Mira, vamos a hacer una cosa -dijo entonces poniéndose de pie-. Vamos a salir a cenar algo. ¿De acuerdo?

Ella le miró con gesto de sorpresa.

– Yo… no puedo…

– Claro que puedes -dijo tomándole de la muñeca y sonriéndole-. Vamos mujer que es tu cumpleaños. Ya basta de trabajo por esta noche. Vamos a salir a celebrarlo.

Lisa se arriesgó a mirarlo a los ojos e inmediatamente lo lamentó.

– Tengo trabajo -dijo con voz insegura.

– Loring's no se va a ir a la ruina porque tú dejes de trabajar una noche. Vamos, ponte un vestido de noche. Además, ¿cuántas veces en tu vida vas a cumplir los treinta y cinco? Nunca más vas a tener una oportunidad de celebrar este cumpleaños.

Tenía razón. Se sintió culpable. Se sintió como una niña caprichosa. Y finalmente, se sintió dispuesta a probar cómo sería aquello de abandonar el trabajo e ir a divertirse. Y entonces su corazón se sintió más ligero.

– Muy bien -dijo suavemente, con los ojos muy brillantes-. Espera aquí.

Cuando desapareció, Carson quedó unos segundos inmóvil, todavía bajo la impresión de la mirada que le habían lanzado sus ojos los últimos segundos.

– Un billete de ida para Tahití -se repitió en voz alta, volviéndose para examinar las cosas que había por la habitación-. Eso es lo que me curará.

Y frunció el ceño, como en un intento de recordarse que de ningún modo quería tener una relación sentimental con nadie.

Había caído una hoja de papel de una de las revistas de Lisa. Se inclinó a recogerla y se quedó mirando el rostro de un bebé de nueve meses.

– Crece, pequeño -murmuró.

Parecía que ella quería de verdad tener una de aquellas criaturas ruidosas y llenas de babas. En las fotos siempre salían muy guapos, pensó, pero deja que uno de ellos se te suba a las rodillas.


Lisa se miró en el espejo como si contemplara su pasado a través de una ventana mágica. El armario al que había acudido a buscar un vestido de noche era el de su madre, no el suyo. Ni siquiera se había molestado en mirar en sus cosas. Tenía un par de vestidos de noche que todavía no había sacado de las maletas, pero no necesitaba mirarlos para saber que no serían adecuados. Aquella noche era especial. Había algo en el aire que le hacía desear vestir con elegancia… que le hacía desear ser como su madre.

Esa idea la atravesó como una inspiración súbita. Cuando era más joven, todo su deseo había sido ser tan distinta de su madre como fuera posible. En su casa era un lugar común decir que su madre había sido una vampiresa que sedujo a su padre y que lo apartó de sus responsabilidades, llevándoselo al Caribe, donde los dos habían muerto en un accidente. Su madre había vivido siempre para la diversión y para las fiestas. Pero Lisa no sería igual. Lisa era inteligente y trabajadora e iba a ser orgullo de la familia. Por lo menos, ese había sido el plan de su abuelo. Las cosas no habían ido exactamente según el plan, pero las ideas y valores que su abuelo le había transmitido seguían teniendo mucha fuerza sobre ella.

El armario de su madre estaba lleno de trajes de hacía veinticinco o treinta años. No se imaginaba cuál era la razón de que su abuelo no se hubiera librado de todo aquello tiempo atrás. Y allí estaba ella, enfundada en un diminuto vestido de cocktail , con unos finos tirantes sobre los hombros y una falda tan ceñida como una media de seda.

Rió al verse en el espejo. Ella nunca lograría llenar el vestido igual que su madre. Ella era más esbelta que su madre, no tan exuberante. Pero a pesar de todo, no estaba en absoluto ridícula con aquel vestido. De hecho, le parecía que estaba muy bien.

Luego se recogió el pelo con horquillas. En el joyero de su madre encontró unos pendientes, unos largos y balanceantes cilindros de oro que brillaban cuando les tocaba la luz. Eran perfectos.

Se sentía excitada y nerviosa. Hacía años que no hacía nada parecido. De pronto recordó el beso que Carson había estado a punto de darle en el sótano. Se apretó los dedos sobre los labios y se preguntó si él intentaría volver a besarla.

– Sí -se dijo con suavidad, mirándose a los ojos en el espejo. Y luego se echó a reír. Se sentía muy bien cuando reía. La hacía sentirse más joven.

Cuando bajaba las escaleras, sintió de pronto que se le caía el corazón a los pies. El vestido que tan bonito le había parecido al mirarlo en el espejo, de pronto le pareció absurdo y fuera de lugar.

Carson la esperaba en la parte baja de las escaleras, pero su rostro estaba oculto por las sombras, y Lisa no podía descifrar la expresión de su rostro. Se detuvo en mitad de las escaleras y sonrió sin saber qué hacer.

– ¿Qué piensas? -preguntó, lamentando al instante haberlo hecho. No había nada mejor que pregonar a los cuatro vientos que había perdido toda la confianza en sí misma.

El no contestó. ¿Por qué no decía ni palabra? Se preguntó qué pensaría que intentaba ella al ponerse aquel vestido. ¿Ser una vampiresa, igual que su madre?

Se volvió para subir de nuevo al cuarto de su madre y quitarse aquel horrible vestido de encima, pero antes de que pudiera dar el primer paso, Carson salió de las sombras. Le había costado recuperar el habla.

– Yo creo… -dijo, contemplando sus hombros cremosos y desnudos, la esbelta línea de su cintura, todas y cada una de las provocativas curvas-. Creo que treinta y cinco años es algo que merece de verdad la pena celebrar.

No podía haber dicho algo mejor para que la sonrisa volviera a los labios de Lisa. Sintió que recuperaba la confianza y descendió lentamente por las escaleras, para dirigirse al armario y sacar su abrigo. Luego echó una ojeada a los papeles que se amontonaban en su escritorio y arrojó de sí un último resto de sentimiento de culpa. Iba a salir a pasársela bien, aunque fuera por una noche.

Volviéndose con el abrigo en la mano, miró a Carson con una sonrisa.

– ¿No es algo increíble? Este vestido era de mi madre. Nunca en mi vida me había puesto un atuendo como este.

En los ojos de él ardía una luz que la hizo sentir un escalofrío.

– Lo cierto es que es todo un cambio de imagen -dijo él.

Lisa rió de nuevo.

– Sólo por esta noche. Mañana volveré a mi ropa formal y a mi trabajo.

Cuando Carson la ayudaba a ponerse el abrigo, Lisa vio su propia imagen reflejada en el espejo. El vestido, el peinado, el maquillaje… Por espacio de un instante, se vio invadida de sensaciones que la dejaron sin aliento, el olor espeso de gardenias en el aire y el aroma del maquillaje y del lápiz de labios cuando su madre se inclinaba a besarla antes de salir de casa.

– Voy por el coche -dijo Carson, pero ella apenas le oyó. Estaba todavía contemplándose en el espejo, viviendo en el pasado, viendo a su hermosa y frívola madre, con su risa ronca y la manera seductora en que miraba al criado por encima del hombro. ¿Cómo sería ser una mujer así? La clase de mujer que hace que los hombres se vuelvan a mirarla; la clase de mujer que puede cambiar el curso de la vida de un hombre.

Загрузка...