X. EL CEBO Y LA TRAMPA

Diego Alatriste, atadas las manos a la espalda, se incorporó con dificultad hasta quedar sentado contra la pared. Le dolía tanto la cabeza -recordó la caída del caballo, el puntapié en la cara- que al principio creyó que ésa era causa de la oscuridad que lo rodeaba. Lo mismo, se dijo con un escalofrío, me he quedado ciego. Después, volviéndose angustiado a un lado y a otro, descubrió la rendija rojiza que se veía bajo una puerta, y exhaló un suspiro de alivio. Sólo era de noche, tal vez. O lo tenían en un sótano. Movió los dedos entumecidos por la ligadura y tuvo que morderse los labios para no gruñir: dolían como miles de agujas recorriéndole las venas. Más tarde, cuando los pinchazos se calmaron un poco, intentó ordenar los hechos en la confusión de su cabeza. El viaje. La posta. La emboscada. En ésas recordó, desconcertado;; pistoletazo que en vez de matarlo a él había derribado al caballo. Nada de un tiro fallido o un error, concluyó. Aquellos hombres eran gente rigurosa, sin duda. Cumpliendo órdenes. Tan disciplinados que, aunque él les había abrasado bocajarro a un camarada, no se dejaban llevar por el natural impulso de ajustarle las cuentas. Eso podía entenderlo, pues él mismo pertenecía al oficio. La cuestión de peso era otra Quién aflojaba el cigarrón, pagando la fiesta. Quién lo quería vivo y para qué.

Como una respuesta, la puerta se abrió de pronto y u golpe de luz le hirió la vista. Había una figura negra en umbral, con un farol en la mano y un pellejo de vino en otra.

– Buenas noches, capitán -dijo Gualterio Malatesta.

En los últimos tiempos, pensó Alatriste, el italiano entraba y salía de su vida recortándose en las puertas. La diferencia era que esta vez él estaba atado como un morcón y otro parecía no tener prisa. Malatesta se había acercado, agachándose a su lado, y le alumbraba la cara, echándole un vistazo.

– Os he visto más guapo -dijo, objetivo.

Incómodo por la luz, parpadeando dolorido, Alatriste comprobó que tenía el ojo izquierdo inflamado y no lograba abrirlo del todo. Aun así pudo observar el rostro próximo de su enemigo, picado de viruelas, con aquella cicatriz sobre el párpado derecho, recuerdo del combate a bordo del Niklaasbergen.

– Y yo a vos.

El bigote del italiano se torció en una sonrisa casi cómplice.

– Siento la incomodidad -dijo, revisándolo por detrás-… ¿Os aprieta mucho?

– Bastante.

– Eso me pareció. Tenéis las manos como berenjenas.

Volvió la cara hacia la puerta, dio una voz y apareció un hombre: Alatriste reconoció al que había topado con él en la pasta de Galapagar. Malatesta le ordenó que aflojase un poco las ligaduras del preso. Mientras el otro obedecía, el italiano sacó la daga y se la puso a Alatriste en la garganta para asegurarse de que no aprovechaba la coyuntura. Luego el esbirro se fue y ambos quedaron solos.

– ¿Tenéis sed?

– Pardiez.

Malatesta enfundó la daga y acercó el pellejo de vino a los labios del capitán, dejándolo beber cuanto quiso. Lo observaba con atención, muy de cerca. A la luz del farol Alatriste pudo estudiar, a su vez, los ojos negros y duros del italiano.

– Contádmelo de una vez -dijo.

Se acentuó la sonrisa del otro. Aquel gesto, decidió el capitán, invitaba a la, resignación cristiana. Lo que no era alentador, dadas las circunstancias. Malatesta se hurgó dentro de una oreja, pensativo, como si calculara la oportunidad de dos palabras de más o de menos.

– Estáis aviado -respondió al fin.

– ¿Me mataréis vos?

El otro encogió los hombros. Qué más da, decía aquello. Quien os mate.

– Supongo -dijo.

– ¿Por cuenta de quién?

Malatesta negó con la cabeza, despacio, sin quitar los ojos del capitán, y no dijo nada. Luego se puso de pie y cogió farol.

– Tenéis viejos enemigos -resumió, dirigiéndose a la puerta.

– ¿Aparte de vos?

Sonó la risa chirriante del italiano.

– Yo no soy un enemigo, capitán Alatriste. Soy un adversario. ¿Podéis advertir la diferencia?… Un adversario os respeta, aunque os mate por la espalda. Los enemigos son otra cosa… Un enemigo os detesta, aunque os halague y abrace.

– Dejaos de bachillerías. Me vais a degollar como a un perro.

Malatesta, que estaba a punto de cerrar la puerta, se detuvo un instante, inclinada la cabeza. Parecía dudar sobre conveniencia de añadir algo.

– Lo del perro es una forma ruin de expresarlo -dijo fin-. Pero puede valer.

– Hideputa.

– No lo toméis tan a la tremenda. Acordaos del otro di en mi casa… Y añadiré algo a modo de consuelo: os vais en ilustre compañía.

– ¿Cómo de ilustre?

– Adivinadlo.

Alatriste sumó dos y dos. El italiano aguardaba en la puerta, circunspecto y paciente.

– No puede ser -dijo de pronto el capitán.

– Ya lo escribió mi compatriota el Dante -repuso Malatesta: Poca favilla gran fiamma seconda.

– ¿Otra vez el rey?

Esta vez el italiano no respondió. Se limitó a ensanchar la sonrisa, ante la mirada de un Alatriste estupefacto.

– Pues no me consuela un carajo -concluyó éste al recobrarse.

– Podría ser peor. Quiero decir para vos. Estáis a punto de hacer historia.

Alatriste ignoró el comentario. Seguía dándole vueltas a lo principal.

– Decís que a alguien le sigue sobrando un rey en la baraja… Y que otra vez piensan en mí para el descarte.

Chirrió de nuevo la risa de Malatesta, mientras cerraba la puerta.

– Yo no he dicho nada, señor capitán… Pero si algo va a gustarme cuando os mate, es que nadie podrá decir que despacho a un inocente, o a un imbécil.


– Te amo -repitió Angélica.

No podía ver su rostro en la oscuridad. Volví en mí poco a poco, despertando de un sueño delicioso durante el que no había perdido la Timidez. Ella aún me rodeaba con sus brazos, y yo sentía latir mi corazón contra su piel medio desnuda, tersa como el raso. Abrí la boca para pronunciar idénticas palabras, pero sólo brotó un gemido asombrad exhausto. Feliz. Después de esto, pensé aturdido, nadie podrá separarnos nunca.

– Mi niño -dijo.

Hundí más el rostro en su cabello desordenado, y luego tras recorrerle con los dedos el contorno suave de las caras, besé el hueco de su hombro, donde se aflojaban las cintas de la camisa entreabierta. En los tejados y chimeneas del palacio silbaba el viento nocturno. El aposento y el lecho de sábanas arrugadas eran un remanso de calma. Todo quedaba afuera, suspendido, excepto nuestros cuerpos abrazados en la oscuridad y aquellos latidos, ahora por tranquilos, de mi corazón. Y comprendí de pronto, como en una revelación, que había hecho todo aquel largo camino, mi infancia en Oñate, Madrid, las mazmorras de la 1a inquisición, Flandes, Sevilla, Sanlúcar, con tantos azares y peligros, para hacerme hombre y estar allí esa noche, entre 1os brazos de Angélica de Alquézar. De aquella niña que apenas tenía mi edad y que me llamaba su niño. De aquella mujer que parecía poseer, en la misteriosa calidez de su carne tibia los resortes de mi destino.

– Ahora tendrás que casarte conmigo -murmuró-… algún día.

Lo dijo seria e irónica a la vez, con la voz temblándole un modo extraño que me hizo pensar en las hojas de árbol. Asentí, soñoliento, y ella besó mis labios. Eso mantuvo todavía lejos, en mi conciencia, un pensamiento que tentaba abrirse paso a la manera de un rumor distante, parecido al viento que soplaba en la noche. Quise concentrarme en él, pero la boca de Angélica, su abrazo, lo impedían. Me removí, inquieto. Había algo en alguna parte, decidí. Como cuando forrajeaba en territorio enemigo cerca de Breda, y el paisaje verde y apacible de los molinos, los canales, los bosques y las onduladas praderas podían arrojar sobre ti, de improviso, un destacamento de caballería holandesa. El pensamiento regresó de nuevo, más intenso esta vez. Un eco, una imagen. De pronto el viento aulló con más fuerza en el postigo, y recordé. Un relámpago, un estallido de pánico. El rostro del capitán. Aquello era, naturalmente. Por la sangre de Cristo.

Me incorporé de un brinco, desasiéndome del abrazo de Angélica. El capitán no había acudido a su cita, y yo estaba allí, en el lecho, ajeno a su suerte, inmerso en el más absoluto de los olvidos.

– ¿Qué pasa? -preguntó ella.

No respondí. Puse los pies en el suelo frío y empecé a buscar a tientas mis ropas. Estaba completamente desnudo.

– ¿Adónde vas?

Encontré la camisa. Recogí calzones y jubón. Angélica se había levantado y ya no hacía preguntas. Quiso sujetarme por la espalda y la rechacé con violencia. Forcejeamos allí mismo, a oscuras: Sentí cómo al cabo ella caía sobre la cama con un gemido de dolor o de rabia. No me importó. En aquel momento no me importaba otra cosa que la cólera contra mí mismo. La angustia de mi deserción.

– Maldito seas -dijo.

Me agaché de nuevo, tanteando por el suelo. Mis zapatos tenían que estar en alguna parte. Di con el cinturón de cuero y al ir a ponérmelo comprobé que no pesaba lo debido.

La vaina de la daga estaba vacía. Dónde diablos, pensé. Dónde está. Iba a hacer en voz alta una pregunta que ya sonaba estúpida antes de llegar a mis labios, cuando sentí un dolor agudo y muy frío en la espalda, y la oscuridad se inundó de puntitos luminosos, como minúsculas estrellas. Grité una vez, corto y seco. Luego quise volverme y golpear, pero fallaron mis fuerzas y caí de rodillas. Angélica me sujetaba por el pelo, obligándome a echar atrás la cabeza. Sentí correr la sangre por mi espalda, hasta las corvas, y luego el filo de la daga contra mi cuello. Pensé, extrañamente lúcido: me va degollar como a un ternasco. O como a un cerdo. Había leído algo una vez sobre la maga, la mujer, que en la Antigüedad convertía a los hombres en cerdos.

Me llevó de nuevo hasta la cama, a tirones del pelo, sin apartar la daga de mi garganta, haciendo que me tumbase de nuevo en ella, boca abajo. Después se sentó a horcajadas sobre mí, medio desnuda como estaba, sus muslos abiertos en torno a mi cintura, aprisionándola. Seguía asiéndome por el cabello con fuerza. Entonces apartó la daga y sentí sus labios posarse en mi herida sangrante, acariciando sus bordes con la lengua, besándola como antes había besado mi boca.

– Me alegro -susurró- de no haberte matado todavía.


La luz deslumbraba los ojos de Diego Alatriste. O más bien el ojo derecho, porque el izquierdo seguía hinchado y los párpados le pesaban como dados cargados de plomo. Esta vez, comprobó, eran dos las sombras que se movían en la puerta del sótano. Se las quedó mirando, sentado en el suelo como estaba, recostado en la pared, las manos que no había logrado liberar, pese al esfuerzo que le desollaba las muñecas, atadas a la espalda.

– ¿Me reconoces? -lo interrogó una voz agria.

Ahora estaba iluminado por el farol. Alatriste lo reconoció en el acto, y también con un escalofrío y un asombro que, supuso, debía de pintársele en la cara. Nadie hubiera podido olvidar aquella enorme tonsura, el rostro descarnado y ascético, los ojos fanáticos, el hábito negro y blanco de los dominicos. Fray Emilio Bocanegra, presidente del Tribunal de la Inquisición, era el último hombre que habría esperado encontrar allí.

– Ahora -dijo el capitán- sí que estoy bien jodido.

Tras el farol sonó la risa chirriante, apreciativa por el comentario, de Gualterio Malatesta. Pero el inquisidor carecía de sentido del humor. Sus ojos, muy hundidos en las órbitas, asaeteaban al prisionero.

– He venido a confesarte -dijo.

Alatriste dirigió una mirada estupefacta hacia la silueta oscura de Malatesta, pero esta vez el italiano se guardó de reír o hacer comentario alguno. Aquello iba en serio, por lo visto. Demasiado en serio.

– Eres un mercenario y un asesino -prosiguió el fraile-. En tu desgraciada vida has vulnerado todos y cada uno de los mandamientos de la ley de Dios. Y ahora estás a punto de rendir cuentas.

El capitán despegó la lengua, que al oír lo de la confesión se le había pegado al paladar. Sorprendido de sí mismo lograba mantener la sangre fría.

– Mis cuentas -apuntó- son cosa mía.

Fray Emilio Bocanegra lo miraba inexpresivo, cual si no hubiera escuchado el comentario.

– La Divina Providencia -prosiguió- te da ocasión de reconciliarte. De salvar tu alma aunque hayas de pasar cientos de años en el Purgatorio… Dentro de unas horas te habrás convertido en instrumento de Dios, cuando actúen la espada del arcángel y el acero de Josué… De ti depende ir a ello con el corazón cerrado a la gracia del Creador, o aceptarlo con buena voluntad y la conciencia limpia… ¿Me entiendes?

Encogió los hombros el capitán. Una cosa era que lo despacharan y otra que le marearan de aquel modo la cabeza. Seguía sin comprender qué diablos hacía aquel fraile allí.

– Lo que entiendo es que vuestra paternidad debería ahorrarme el púlpito, porque no es domingo. Y ceñirse al asunto.

Fray Emilio Bocanegra guardó silencio un instante, sin dejar de mirar al prisionero. Luego alzó un dedo descarnado, admonitorio.

– El asunto es que dentro de muy poco el mundo sabrá que un espadachín llamado Diego Alatriste, por celos de una pecadora trasunto de Jezabel, liberó a España de un rey indigno de llevar corona… Ya ves. Un vil instrumento en manos de Dios para una justa cruzada.

Ahora relampagueaban los ojos del dominico, encendidos con la ira divina. Y por fin Alatriste confirmó sus barruntos. Él era la espada de Josué. O al menos iba a pasar los libros de historia como tal.

– Los caminos de Dios -apuntó Malatesta a espaldas del fraile, consciente de que el prisionero había comprendido al fin- son inescrutables.

Sonaba casi alentador, persuasivo y respetuoso. Demasiado, conociendo como conocía Alatriste el cinismo del sirio. Que debía de estar para su coleto, decidió, disfrutaba horrores con aquel absurdo entremés. Sombrío, el dominico se volvió a medias, sin llegar a mirar al italiano, y la chanza de éste le murió en la boca. En presencia del inquisidor ni Gualterio Malatesta osaba ir demasiado lejos.

– Lo que me faltaba -suspiró en voz alta el capitán-. Escurrir la bola en manos de un fraile loco.

La bofetada restalló como un latigazo, volviéndole la a un lado.

– Ten la lengua, bellaco -el dominico mostraba la mano alto, amenazando con repetir-. Es tu última oportunidad antes de la condenación eterna.

El capitán miró de nuevo a fray Emilio Bocanegra. Ardía la mejilla donde había recibido el golpe, y él no era los que ponían la otra. La desesperación se le anudó en la boca del estómago. Voto a los mismísimos huevos de Lucifer, dijo conteniéndose. Hasta esa noche nadie le había puesto la mano en la cara, nunca. Por Cristo quien lo engendró, estaba dispuesto a dar su alma de barato, si la tenía, por un instante con las manos libres para estrangular al fraile. Miró hacia la silueta negra de Malatesta, que seguía detrás del farol: ni risa ni comentarios. Al italiano no le había regocijado la bofetada. No entre hombres como ellos. Matar era una cosa, e iba de oficio. Humillar era otra.

– ¿Quién más anda en esto? -preguntó, rehaciéndose-. Además de Luis de Alquézar, por supuesto… No se escabechan reyes así como así; hace falta un sucesor. Y el nuestro no tiene todavía un hijo varón.

– Correrá el orden natural -dijo muy tranquilo el dominico.

Así que era eso, resolvió Alatriste mordiéndose los labios. El orden natural de sucesión recaía en el infante don Carlos, el mayor de los dos hermanos del rey. Se decía que era el menos dotado de la familia, y que su poca inteligencia y blanda voluntad lo hacían influenciable por quien situara cerca de él a un confesor adecuado. Felipe IV era hombre devoto pese a sus libertinajes juveniles, pero -a diferencia de su padre Felipe III, que anduvo toda la vida salteado de frailes- tenía a raya al clero. Aconsejado por el conde-duque de Olivares, el rey español guardaba las distancias con Roma, cuyos pontífices sabían, a su pesar, que los tercios de los Austrias eran el principal baluarte católico frente a la herejía protestante. Lo mismo que Olivares, el joven rey mostraba simpatía por los jesuitas; mas en una tierra donde cien mil sacerdotes y religiosos se enfrentaban entre sí por el control de las almas y los privilegios eclesiásticos, pronunciarse era fácil, ni conveniente. Los ignacianos eran odiados por q dominicos, que manejaban el Santo Oficio mostrándose enemigos implacables de franciscanos y agustinos; y todos, a s vez, formaban liga a la hora de sustraerse a la autoridad y,, justicia reales. En esa lucha por el poder alimentada de fanatismo, orgullo y ambición, no era punto menor que la orden de santo Domingo, y con ella la Inquisición, mantuviese excelentes relaciones con el infante don Carlos. Tampoco e un secreto que éste los favorecía hasta el punto de haber elegido por confesor a un dominico. Tinto y en jarra, decido Alatriste, sólo podía ser vino. O sangre.

– Si el infante moja en esto -dijo- es un mal nacido.

Con el ademán de quien espanta una mosca, fray Emilio Bocanegra apeló a la retórica profesional:

– A veces la mano derecha ignora lo que hace la izquierda Lo esencial es que Dios Todopoderoso quede servido. Y en, eso estamos.

– Os costará la cabeza. A vuestra paternidad, a ese italiano de ahí, al secretario Alquézar y al propio infante.

– Si de cabezas de trata, preocupaos de la vuestra -apuntó, desde atrás Malatesta, flemático.

– O más bien -apostilló el inquisidor- de la salud del alma -sus ojos terribles traspasaron de nuevo a Alatriste-… ¿Os decidís a confesar conmigo?

– El capitán apoyó la cabeza en la pared. Alguna vez tenía que ocurrir; lo grotesco era que fuese de aquella manera Diego Alatriste, regicida. No era así como deseaba que lo recordasen los pocos amigos que lo iban a recordar en una taberna o en una trinchera. Aunque peor, concluyó, era terminar enfermo en un hospital de veteranos, o lisiado pidiendo limosna a la puerta de una iglesia. Al menos en su caso Malatesta oficiaría con limpieza y rapidez. No podían arriesgarse a que se volviera lenguaraz en el potro.

– Antes confesaré con el diablo. Tengo más trato.

Sonó atrás la risa sofocada y espontánea del italiano, interrumpida por una feroz mirada de fray Emilio Bocanegra. Después el inquisidor estudió largamente el rostro de Alatriste. Al rato movió la cabeza a modo de sentencia inapelable y se puso en pie sacudiéndose el hábito.

– Así será, entonces. El diablo y vos, cara a cara.

Salió, seguido por Malatesta con el farol. La puerta se cerró tras ellos cómo la losa de una tumba.


A ensayarnos a morir vamos en el sueño, que nos sirve de descanso y de advertencia. Nunca tuve tan clara conciencia de eso como al salir, con trasudores de muerte, de mi extraña duermevela: un desmayo poblado de imágenes, cual lenta pesadilla. Seguía boca abajo, desnudo en el lecho, y la espalda me dolía de modo atroz. Aún era de noche. En el caso, pensé alarmado, de que se tratara de la misma noche. Al tantearme en busca de la herida encontré mi torso envuelto por un vendaje. Me moví con precaución, en la oscuridad, comprobando que estaba solo. La memoria de lo ocurrido retornó de golpe: lo hermoso y lo terrible. Luego pensé en suerte que habría corrido el capitán Alatriste.

Aquello me decidió del todo. Busqué mis ropas tambaleándome, apretados los dientes para no gemir de dolor. Cada vez que me agachaba a buscar una prenda se me iba la cabeza, y temí desmayarme de nuevo. Estaba casi vestido cuan advertí luz por debajo de la puerta y rumor de voces. Acercándome, hice ruido al pisar la daga. Me detuve, sobrecogido, pero nadie acudió. Introduje con cuidado el acero en vaina. Después acabé de atar los cordones de mis zapatos.

El rumor cesó y oí ruido de pasos alejándose. La rendija de luz en el suelo osciló mientras aumentaba de intensidad Me aparté, reparándome tras la puerta cuando Angélica di Alquézar, con una vela encendida en la mano, entró en aposento. Llevaba un chal de lana sobre la camisa y el cabello recogido con cintas. Se quedó muy quieta mirando la cama vacía, sin exclamaciones de sorpresa ni palabra alguna Luego se volvió con rapidez, adivinándome a su espalda. La luz rojiza de la vela iluminó sus ojos azules, intensos como dos puntas de acero helado. Casi hipnóticos. Al tiempo abrió la boca para decir algo, o para gritar. Yo estaba tenso como un resorte y no podía permitirle semejante lujo; reproches o conversación quedaban fuera de lugar. Mi golpe la alcanzó un lado de la cara, borrando aquella mirada y arrancándola la vela de la mano. Fue hacia atrás en silencio, dando traspiés. Aún rodaba la vela por el suelo, el pabilo sin apagarse del todo, cuando cerré de nuevo el puño juro a vuestras mercedes que sin remordimiento- y le aticé un segundo golpe en la sien que la hizo desplomarse sobre la cama, desvanecida. Esto último lo comprobé a tientas, pues se había extinguido la luz. Puse la mano sobre sus labios -los nudillos me dolían del golpe casi tanto como la herida de la espalda- y comprobé que respiraba. Eso me tranquilizó un poco. Luego fui a lo práctico. Aplazando el estudio de mis sentimientos, busqué la ventana y la abrí. Demasiado alta. Volví a la puerta, la empujé con cuidado y me vi en el rellano de la escalera. Bajé tanteando los muros hasta un corredor estrecho, iluminado por un candil colgado en la pared. Había una alfombra en el último tramo, una puerta y el arranque de otra escalera. Pasé de puntillas junto a la puerta. Tenía un pie en el segundo peldaño cuando oí conversación. Habría seguido adelante de no oír el nombre del capitán Alatriste.

A veces Dios, o el demonio, guían tus pasos en la dirección adecuada. Volví atrás, pegando la oreja a la puerta. Había al menos dos hombres al otro lado, y hablaban de una cacería: ciervos, conejos, monteros. Me pregunté qué tenía que ver el capitán con aquello. Luego pronunciaron otro nombre: Felipe. Estará a tal hora, decían. En tal sitio. El nombre lo mencionaban a secas, pero tuve un presentimiento que me hizo estremecer. La proximidad al aposento de Angélica permitía atar cabos. Estaba ante la puerta de Luis de Alquézar, tío de Angélica, secretario real. Entonces, en la conversación se deslizaron dos nuevas referencias: el alba y La Fresneda. La debilidad por la herida o la certidumbre que se instaló en mi cabeza estuvieron a punto de hacerme doblar las rodillas. El recuerdo del hombre del jubón amarillo acudió hilando aquellos fragmentos dispersos. María de Castro había ido a pasar la noche a La Fresneda. Y aquel c quien se iba a reunir tenía previsto salir de caza al amanecer con sólo dos monteros como escolta. El Felipe de la conversación no era otro que Felipe IV Estaban hablando rey.

Me apoyé en la pared, intentando ordenar mis pensamientos. Después respiré hondo, haciendo acopio de la energía que iba a necesitar. Con tal de que no se me abra la herida la espalda, pensé. El primer socorro que imaginé fue Francisco de Quevedo. De modo que bajé los peldaños mucho tiento. Pero don Francisco no estaba en su cuarto, encendí luz. La mesa se veía llena de libros y papel y la cama sin deshacer. Entonces pensé en el conde de Guadalmedina, y por el patio grande me encaminé a los aposentos del séquito real. Como temía, allí me cortaron el paso. Uno de los guardias, del que yo era conocido, dijo que estaban dispuestos a despertar a su excelencia a tales horas ni hartos de vino. Así baje el turco, suba el galgo o se hunda el mundo, añadió. Callé mi urgencia. Estaba hecho a corchetes, soldados y guardias, y sabía que contárselo a tal pedazos de carne equivalía a contárselo a una pared. Complicarse la vida no era parte de su oficio; e1 suyo era impedir que nadie pasara, y nadie pasaba. Hablar les de conspiraciones y asesinatos de reyes era hablarles de los habitantes de la luna, y podía costarme, de barato, acabar en una mazmorra. Pregunté si tenían recado de escribir y dijeron que no. Volví al aposento de don Francisco, cogí pluma, tintero y salvadera, y compuse lo mejor que pude un billete para él y otro para Álvaro de la Marca. Los cerré con lacre, garabateé sus nombres, dejé el del poeta sobre la cama y volví donde los guardias.

– Para el señor conde, en cuanto se levante. Cosa de vida o muerte.

No parecían convencidos, pero retuvieron el mensaje. El que; me conocía prometió que se lo entregarían a los criados del conde si alguno pasaba por allí; lo más tarde, al salir de facción. Tuve que conformarme con eso.

La hostería de la Cañada Real era mi última y débil esperanza. Tal vez don Francisco había vuelto a por más vino y estaba allí, bebiendo, escribiendo, o tras honrar demasiado el barro se había quedado a dormir en un cuartucho para no regresar dando traspiés al palacio. De manera que anduve hasta una de las puertas de servicio y crucé la lonja bajo un cielo negro y sin estrellas que apenas empezaba a clarear hacia el este. Tiritaba a causa del viento frío que traía de las montañas rachas de gotitas de agua. Aquello ayudó a despejarme la cabeza, aunque no me diera nuevos filos al entendimiento. Caminé deprisa, lleno de inquietud. La imagen de Angélica me vino a la mente; olí la piel de mis manos, que conservaban el aroma de la suya. Luego me estremecí recordando el tacto de su carne deliciosa y maldije en voz alta mi suerte perra. La espalda me dolía lo que no está escrito.


La hostería estaba cerrada, con un farol de luz trémula colgado en el dintel. Golpeé varias veces la puerta y me quedé allí cavilando, indeciso. Tenía las veredas tomadas y el tiempo corría implacable.

– Es demasiado tarde para beber -dijo una voz, cerca- demasiado pronto.

Me volví con un sobresalto. En mi zozobra no había visto al hombre sentado en un banco de piedra, bajo las ramas de un castaño. Estaba envuelto en su capa, sin sombrero, y tenía al lado una espada y una damajuana de vino. Reconocí a Rafael de Cózar.

– Busco al señor de Quevedo.

Encogió los hombros y miró distraído en torno.

– Se fue contigo… No sé dónde está.

La lengua se le enredaba un poco al representante. Si había 1 escurrido el jarro toda la noche, calculé, debía de ir alumbrado hasta las tejas.

– ¿Qué hace aquí vuestra merced? -pregunté.

– Bebo. Pienso.

Fui hasta él y me senté a su lado, apartando la espada. Yo era la viva estampa de la derrota.

– ¿Con este frío?… No está la noche para andar al raso.

– El calor lo llevo dentro -soltó una risa extraña-. Está bien eso, ¿no?… El calor dentro, los cuernos fuera… ¿Cómo era aquello?

Y recitó, socarrón, entre dos nuevos tientos a la damajuana:

Muy bien los negocios van.

Di: ¿de dónde has aprendido

ser de tu amiga marido

y de tu mujer rufián?

Me removí en el banco, incómodo. No sólo por el frío.

– Creo que vuestra merced ha bebido más de la cuenta.

– ¿Y cuál es la cuenta?

No supe qué responder, y nos quedamos un rato sin decir palabra. Cózar tenía el pelo y la cara salpicados de gotitas de agua que el farol de la hostería hacía brillar como escarcha. Me escudriñaba, atento.

– También tú pareces tener problemas -concluyó.

No dije nada. Al cabo me ofreció el vino.

– No es ésa -apunté, abatido- la clase de ayuda que necesito.

Asintió grave, casi filosófico, acariciándose las patillas tudescas. Después alzó la damajuana, y el líquido resonó al trasegarse a su gaznate.

– ¿Hay noticias de vuestra mujer?

Me observó de reojo, hosco y turbio, la damajuana en alto. Después la dejó despacio sobre el banco.

– Mi mujer hace su vida- repuso, secándose el bigotazo con el dorso de una mano-. Eso tiene inconvenientes y ventajas.

Abrió la boca y levantó un dedo, dispuesto a recitar algo otra vez. Pero yo no tenía talante para más versos.

– Van a utilizarla contra el rey -dije.

Me miraba de hito en hito, la boca abierta y el dedo en alto.

– No comprendo.

Sonaba casi a ruego para seguir sin comprender. Pero yo estaba harto. De él, de su garrafa de vino, del frío que hacía y del dolor de mi espalda.

– Hay una conspiración -dije exasperado-. Por eso busco a don Francisco.

Parpadeó. Sus ojos ya no eran turbios: estaban asustados.

– ¿Y qué tiene que ver María con eso? No pude evitar una mueca de desprecio.

– Es el cebo. La trampa la han dispuesto para cuando amanezca. El rey va de caza con poca escolta… Quieren matarlo.

Sonó el cristal roto a nuestros pies. La damajuana acababa de caer, cascándose en su armazón de mimbres.

– Recristo -murmuró-. Creía que quien estaba borracho era yo.

– Digo la verdad.

Cózar miraba el estropicio del suelo, pensativo.

– Y aunque así fuera -arguyó-, ¿qué se me dan a mí rey o sota?

– He dicho que pretenden implicar a vuestra mujer. Y capitán Alatriste.

Al oír el nombre de mi amo se rió bajito. Incrédulo. Le así una mano, obligándolo a acercármela a la espalda.

– Toque vuestra merced.

Noté sus dedos palpar el vendaje y vi que le cambiaba la cara.

– ¡Estás sangrando!

– Claro que estoy sangrando. Me clavaron una daga hace menos de tres horas.

Se levantó del banco cual si lo hubiera rozado una serpiente. Permanecí inmóvil, viéndolo ir de un lado a otro en cortas zancadas.

– Día del juicio vendrá -dijo como para sí- en que todo saldrá en la colada.

Al fin se detuvo. Cada vez más fuertes, las rachas de viento lluvioso le agitaban la capa.

– ¿A Felipillo, dices?

Asentí.

– Matar al rey -prosiguió, haciéndose a la idea-… ¡A fe de quien soy que tiene gracia!… Se diría un lance de comedia.

– De comedia trágica -maticé.

– Eso, chico, es cuestión de puntos de vista.

De pronto se despabiló mi ingenio.

– ¿Todavía tiene vuestra merced el coche?

Pareció desconcertado. Se balanceaba sobre los pies, mirándome.

– Claro que lo tengo -asintió al fin-. En la plaza. Con el cochero durmiendo dentro, que para eso cobra. Y también ha soplado lo suyo… Hice que le llevaran unas botellas.

– Vuestra mujer se fue a La Fresneda.

El desconcierto se le trocó en desconfianza.

– ¿Y qué? -inquirió, receloso.

– Hay casi una legua, y no puedo ir a pie. Con el coche estaría en un momento.

– ¿Para?

– Salvar la vida del rey. Y quizá la de ella.

Empezó a reír, sin ganas; pero no llegó lejos. Luego observé que negaba, reflexivo. Al fin se envolvió en la capa, el aire teatral, y recitó:

Bien, no intervengo, y he sido

dichoso, aunque desdichado,

pues podré quedar vengado

antes de verme ofendido.

– Mi mujer se cuida sola -concluyó, muy serio-. Deberías saberlo.

Y con la misma gravedad hizo una postura de esgrima, sin espada, que seguía apoyada en el banco, a mi lado. En guardia, ataque y parada. Era Cózar un hombre extraño, resolví. Mucho. De pronto sonrió, mirándome. Aquella sonrisa y aquellos ojos no parecían los del manso que andaba en boca de la gente. Pero tampoco era momento para meditar sobre eso.

– Pensad entonces en el rey -insistí.

– ¿En Felipillo? -hizo ademán de envainar con elegancia el acero imaginario-… Por las barbas de mi abuelo, no me disgustaría que alguien le demostrara que la sangre sólo es azul en el teatro.

– Es el rey de España. El nuestro.

El representante no pareció afectado por aquel nuestro. Se arreglaba la capa sobre los hombros, sacudiéndola de salpicaduras de agua.

– Mira, chico… Yo trato reyes cada día, en los corrales de comedias: lo mismo emperadores que el gran Turco, o Tamorlán… Incluso me transformo en uno de ellos, de vez en cuando. Sobre los escenarios he hecho cosas que no están en el mapa.

A mí los reyes me impresionan lo justo, vivos o muertos.

– Pero vuestra mujer…

– Y dale. Olvídate de mi mujer de una vez.

Miró de nuevo la damajuana rota y se quedó un rato inmóvil, fruncido el ceño. Al cabo chasqueó la lengua y me estudió, curioso.

– ¿Piensas ir a La Fresneda tú solo?… ¿Y qué pasa con la guardia real, y los tercios, y los galeones de Indias, y la puta que los parió y nos parió a todos?

– En La Fresneda debe de haber guardias y gente de la casa del rey. Si llego daré la alerta.

– ¿Por qué ir tan lejos?… El palacio está aquí mismo. Avísalos.

– No es tan fácil. A estas horas nadie me hace caso.

– ¿Y si en La Fresneda te reciben a cuchilladas?… Tus conspiradores pueden estar allí.

Reflexioné sobre eso. Cózar se rascaba, pensativo, una patilla tudesca.

– En El tejedor de Segovia hice de Beltrán Ramírez -dijo de pronto-. Salvaba la vida del rey:


Seguidlos; sepa quién son

los que al soberano pecho

atrevieron mano vil y

osaron traidor acero.


Se quedó mirándome. a la espera de mi opinión sobre su arte. Asentí breve con la cabeza. No era cosa de aplaudir.

– ¿Es de Lope? -pregunté, por decir algo y seguirle la corriente.

– No. Del mejicano Alarcón. Comedia famosa, por cierto. Gran suceso. María hizo de doña Ana, y fue aplaudidísima. Yo, para qué contar.

Se quedó un instante callado, pensando en los aplausos, o en su mujer.

– Sí -prosiguió al cabo-. Allí el rey me debió la vida. Primer acto, escena primera. Le quité de encima a dos moros, a estocadas… No soy malo en eso, ¿sabes?… Al menos con espadas negras. De mentira. En la escena hay que saber de todo. Incluso esgrima.

Movió la cabeza, el aire divertido. Soñador. Al fin me guiñó un ojo.

– Tendría gracia, ¿verdad?… Que Felipillo le debiera la vida al primer actor de España. Y que María…

Calló, de pronto. Su mirada se tornó distante, fija en escenas que sólo él podía ver.

– El soberano pecho -murmuró, casi para su coleto.

Seguía moviendo la cabeza, y ahora musitaba palabras que no alcancé a oír. Tal vez eran más versos. De pronto se le ensanchó la cara en una sonrisa espléndida. Heroica. Luego me propinó un golpecito amistoso en el hombro.

– A fin de cuentas -dijo- siempre se trata de interpretar un papel.

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