XI. LA PARTIDA DE CAZA

– Cuando le quitaron la venda mojada que lo cegaba, la luz gris macilenta y las nubes bajas, oscuras, entenebrecían el amanecer. Diego Alatriste alzó las manos atadas para frotarse los ojos; el izquierdo le molestaba, pero comprobó que podía abrir los párpados sin dificultad. Miró alrededor. Lo habían traído sobre una mula, entre el sonido de cascos de caballos; y luego, a pie, un trecho por terreno áspero. Gracias a eso había entrado un poco en calor aunque iba sin capa ni sombrero. Aun así apretó los dientes para que no castañetearan. Se hallaba en un bosque poblado de encinas, robles y olmos. A poniente, en el horizonte entrevisto detrás de la fronda, quedaban sombras de la noche; y la llovizna que mojaba al capitán y a sus acompañantes -un agua menuda de las que terminan perseverando- acentuaba la melancolía de paisaje.

Tirurí-ta-ta. La musiquilla le hizo volver la cara. Gualterio Malatesta, arrebujado en su capa negra y con el chapeo hasta los ojos, dejó de silbar e hizo una mueca que lo mismo podía ser una burla que un saludo.

– ¿Tenéis frío, señor Capitán?

– Algo.

– ¿Y hambre?

– Más.

– Consolaos pensando que lo vuestro acaba cerca. Nosotros todavía tenemos que volver.

Al concluir hizo un gesto con la mano, indicando a los hombres que estaban a su alrededor: los mismos -tres de los cuatro, faltaba el muerto. Seguían vestidos con ropas de campo a modo de monteros; y su aspecto rudo, de gente cruda, bigotazos y barbas, se acentuaba con la abundante panoplia que cargaban encima: cuchillos de caza, dagas, espadas y pistolas:

– Lo mejor de cada casa -resumió el italiano, adivinando el pensamiento de Alatriste.

Sonó a lo lejos un cuerno de caza, y Malatesta y los tres matachines atisbaron en esa dirección, cambiando entre ellos miradas significativas.

– Vais a quedaros un rato aquí -dijo el italiano, vuelto al prisionero.

Uno de los bravos se alejaba entre los arbustos, en la dirección por donde había sonado el cuerno. Los otros se situaron a ambos lados de Alatriste, obligándolo a sentarse en el suelo mojado, y uno empezó a atarle los pies con un cordel.

– Precaución elemental -aclaró él italiano-. Un honor que hago a vuestros redaños.

El ojo de la cicatriz parecía lagrimear un poco cuando miraba fijamente, como en ese momento.

– Siempre creí -dijo el capitán- que lo nuestro sería cara a cara. A solas.

– Pues en mi casa no parecíais dispuesto a darme cuartel.

– Al menos os dejé las manos libres.

– Eso es cierto. Pero hoy no puedo haceros esa gracia. Va demasiado al naipe.

Asintió Alatriste, haciéndose cargo. El que le ataba los pies azocó un par de nudos muy bien hechos.

– ¿Saben estos animales en lo que andan metidos?

Los animales ni parpadearon, estólidos. Uno, acabada la ligadura, se levantaba sacudiéndose el barro. El otro prevenía que la lluvia no le mojase la pólvora de la pistola que cargaba al cinto.

– Claro que lo saben. Son viejos conocidos vuestros: me acompañaban en las Minillas.

– Habrán cobrado lo suyo.

– Imaginaos.

Alatriste intentó mover pies y manos. Nada. Estaba trincado a conciencia; aunque esta vez, al menos, le habían atado las manos delante, para que se sostuviera en la mula.

– ¿Cómo pensáis ejecutar el encargo?

– Malatesta había sacado de la pretina un par de guantes negros y se los calzaba con mucho esmero. Observó Ala, triste que, además de la espada, la daga y la pistola, llevaba un puñal en la caña de la bota derecha.

– Conocéis, supongo, la afición del personaje a cazar temprano, con dos monteros como escolta. Aquí hay venados y conejos, y él es plático en eso: gran tirador, cazador intrépido… Toda España sabe que le gusta internarse en la espesura cuando va caliente tras un rastro. Parece mentira, ¿verdad?… Alguien de humor tan flemático que ni parpadea en público, siempre mirando hacia lo alto, pero que se transforma tras una buena pieza.

Movió los dedos para comprobar el ajuste de los guantes, Después extrajo unas pulgadas la espada de la vaina, dejándola caer de nuevo.

– Caza y mujeres -añadió con un suspiro.

Estuvo así un instante, el aire absorto. Luego pareció volver en sí. Hizo un gesto a los dos bravos, que cogieron al capitán por las piernas y las axilas para arrimarlo a una encina, apoyada en el tronco la espalda. Allí quedaba disimulado entre los arbustos.

– Ha costado un poco, pero se hizo -prosiguió el italiano-. Conocíamos que esta noche iba a estar aquí, solazándose con… Bueno. Ya sabéis… La gente adecuada arregló que lo acompañen hoy dos monteros de confianza. Quiero decir de nuestra confianza. Precisamente acaban de avisar, con ese toque de cuerno, de que todo va según lo previsto y la presa está cerca.

– Encaje de bolillos -observó el capitán.

Malatesta agradeció el cumplido tocándose el ala del chapeo por donde goteaba la lluvia.

– Espero que el ilustre personaje, con la escaramuza galante que tuvo anoche, se haya confesado antes de salir -el rostro picado de viruelas volvió a contraerse en otra mueca-. A mí me da lo mismo, pero dicen que es hombre piadoso… No creo que le agrade morir en pecado mortal.

La idea parecía divertirlo en extremo. Miró a lo lejos, cual si alcanzara a divisar su presa entre los árboles, y se echó a reír, apoyada una mano en la espada.

– Que me place -dijo, festivo y siniestro a la vez-. Hoy vamos a abastecer el infierno.

Mantuvo un poco la sonrisa, regocijándose con la idea. Luego miró al capitán.

– Y por cierto -añadió cortés-, creo que hicisteis bien en no allanaros anoche al sacramento de la penitencia… Si nosotros contáramos nuestra vida a un cura, éste ahorcaría los hábitos, escribiría una novela poco ejemplar y haría más fortuna que Lope de Vega con una comedia nueva.

Pese a la situación, Alatriste no pudo evitar mostrarse de acuerdo.

– Fray Emilio Bocanegra -concedió- no es ayuda para descargar la conciencia.

Sonó otra carcajada seca y chirriante del italiano.

– Estoy con vuestra merced en eso, voto a Dios. Yo también, diablo por diablo, prefiero rabo y cuernos en vez de tonsura y crucifijo.

– No habéis terminado de contarme lo mío.

– ¿Lo vuestro? -Malatesta lo contempló, indeciso, h caer en la cuenta-… Ah, claro. El cazador y la presa… Seguro que imaginabais el resto: un conejo o un venado, el personaje que se adentra por la espesura en su busca, los monteros que se quedan atrás… Y de pronto, zas. Celos que del aire matan, etcétera. Un amante despechado, o sea, vos, que aparece y lo pasa lindamente por los filos de la espada.

– ¿Lo haréis en persona?,

– Claro. Lo suyo y lo vuestro. Doble placer. Luego os desataremos antes de colocar cerca vuestra espada, la daga y, demás… Los fidelísimos monteros, llegados demasiado tarde al lugar de la tragedia, gozarán al menos la honra oficial de vengar al rey.

– Ya veo -Alatriste se miraba las manos y los pies a dos-… En boca cerrada no entran moscas.

– Vuestra merced, señor capitán, tiene fama de hombree de hígados. A nadie sorprenderá que os defendáis como un tigre hasta la muerte… Muchos quedarían desilusionados si creyeran que vuestra piel salió barata.

– ¿Y vos?

– Yo sé que no fue así. Podéis quedaros tranquilo, por Baco. Ayer me matasteis a un hombre. Y en las Minillas, a otro.

– No pregunto eso, sino qué haréis vos después.

Malatesta se acarició el bigote, complacido.

– Ah. Ésa es la parte amable del negocio: desapareceré una temporada. Tengo ganas de volver a Italia con algo de lastre en la bolsa… Salí de allí demasiado ligero de ella.

– Lástima que no os lastren con una onza de plomo en los huevos.

– Paciencia, capitán -el italiano sonrió, alentador-. Todo se andará.

Apoyó Alatriste la cabeza en el tronco de la encina. El agua le corría por la espalda, empapándole la camisa bajo el coleto. Sentía el fondillo de los calzones húmedo de barro.

– Quiero pediros un favor -dijo.

– Pardiez -el italiano lo observaba con genuina sorpresa-. Vos pidiendo, capitán… Espero que la Cierta no os ablande el cuajo. Quisiera recordaros tal cual.

– Iñigo… ¿Hay forma de dejarlo fuera?

El otro seguía mirándolo, impasible. Al cabo, un destello de comprensión pareció cruzar su cara.

– No está dentro, que yo sepa -repuso-. Pero eso no depende de mí, ni puedo prometeros nada.

El hombre que se había internado entre los arbustos estaba de regreso, e hizo un gesto a Malatesta señalando una dirección. El italiano dio órdenes en voz baja a los otros dos. Uno se situó junto al capitán, espada y pistola al cinto, una mano apoyada en el mango del cuchillo. El segundo fue a reunirse con el que aguardaba más lejos.

– Ese rapaz tiene casta, señor capitán. Podéis estar orgulloso. Os doy mi palabra de que me holgaré si escapa bien de ésta.

– Eso espero. Así, puede que un día os mate él.

Malatesta iba en pos de sus hombres, dejando al otro como custodia del prisionero.

– Quizás -dijo.

De pronto se volvió despacio, y sus ojos sombríos se clavaron en los de Alatriste.

– Al cabo -añadió-, como a vos, alguien tendrá que matarme alguna vez.

La llovizna arreciaba, mojándonos la cara. Con las dos mulas casi al galope, el coche traqueteaba hacia La Fresneda bajo el cielo gris y los álamos negros que se prolongaban a ambos lados del camino. Era Rafael de Cózar quien, esta da al cinto, manejaba las riendas y azuzaba el tiro, pues á cochero lo habíamos encontrado completamente ebrio y desollaba la zorra dormido sobre un asiento. A Cózar no se le había ido la suya; pero la acción el agua que nos refresca y una especie de oscura determinación que parecía haberse adueñado de él a última hora, le disipaban un poco los vapores del vino. Conducía el coche como un rayo, animando las mulas con voces y golpes de látigo, hasta el punto de que llegué a preguntarme, inquieto, si era aquello habilidad auriga o inconsciencia de borracho. De cualquier modo, el coche parecía volar. Yo iba en el pescante junto a Cózar, arrebujado en el gabán del cochero, bien agarrado donde podé y dispuesto a tirarme desde lo alto si volcábamos, cerrando los ojos cada vez que el representante acometía una curva del camino, o los cascos de las bestias y los saltos del carruaje arrojaban salpicaduras de barro.

Reflexionaba sobre lo que iba a decir, o hacer, en La Fresneda, cuando dejamos atrás el estanque -una mancha plomiza entrevista tras las ramas de los árboles- y distinguí, todavía lejos, el tejado flamenco en forma de escalones del pabellón real. En ese lugar el camino se bifurcaba a la izquierda, internándose en un frondoso encinar; y al mirar en esa dirección vi una mula y cuatro caballos medio ocultos por una revuelta del sendero. Se los señalé a Cózar, que tiró de las riendas con tanta violencia que una mula se desbocó y a punto estuvo de dar con nosotros en tierra. Salté del pescante el primero, vigilando alrededor con suspicacia. El amanecer estaba avanzado, pese a que el cielo lluvioso seguía enturbiando el paisaje. Quizá todo era inevitable, temí, y llegar hasta el pabellón iba a ser una pérdida de tiempo. Aún dudaba cuando Cózar tomó la decisión por los dos: saltó del pescante, cayendo cuan largo era sobre un charco enorme, y se levantó sacudiéndose la ropa antes decaer otra vez al tropezar con su propia espada. Se incorporó, maldiciendo truculento. Los ojos le relucían en la cara embarrada, con el agua sucia chorreándole por las patillas y el bigote. Por alguna extraña razón, pese a las maldiciones, parecía divertirse horrores.

– Sus y a ellos -dijo-, quienquiera que sean.

Me quité el gabán y cogí la espada del cochero, que se había caído al piso del carruaje con los vaivenes del camino y roncaba allí como un bendito. La espada era en realidad una mala herreruza; pero eso y mi daga eran mejor que nada, y no quedaba tiempo para vacilaciones. La firme confianza, solía decir en Flandes el capitán Bragado, era dañosa en los consejos y dudas previas, pero utilísima en la ejecución. Y en ésas estaba yo: ejecutando. Así que señalé hacia las caballerías atadas a los árboles.

– Voy a echar un vistazo. Vuestra merced podría llegarse a la casa y pedir ayuda.

– Ni lo pienses, chico. Esto no me lo pierdo por nada del mundo. Los dos, a lo que saliere.

Parecía Cózar otro hombre, y sin duda lo era. Hasta tono resultaba distinto. Me pregunté qué papel interpretó en ese momento. De pronto se acercó al cochero y empezó darle unas bofetadas que sobresaltaron a las mulas.

– Despierta, imbécil -lo increpó con la autoridad de un duque-. España te necesita.

Un momento después, el cochero, aún aturdido y sospechando, supongo, que su amo estaba mal de la cabeza, restallaba el látigo y seguía adelante con el carruaje para alertar, La Fresneda. No parecía hombre de muchas luces; de manera que Cózar, para no enredar más las cosas, le había dado instrucciones elementales: llegar al pabellón, gritar mucho y traer a cuanta gente pudiera. Las explicaciones vendrían luego.

– Si vivimos para darlas -apostilló en mi honor, dramático.

Luego se dobló atrás la capa con ademán solemne, acomodó la espada y echó a andar, menudo y decidido, internándose en el bosque. A los cuatro pasos tropezó otra vez con la espada y cayó de bruces al barro.

– Vive Dios -dijo en el suelo- que al próximo que me empuje, lo escabecho.

Lo ayudé a levantarse mientras se sacudía otra vez la ropa. Espero que el cochero sea capaz de convencer a la gente del pabellón, pensé desesperado. O que el capitán, esté donde esté, pueda arreglárselas solo. Porque si todo depende de Cózar, y de mí, España se queda sin rey como yo me quedé sin padre:


Se oyó de nuevo el cuerno de caza. Sentado contra el tronco de la encina, Diego Alatriste observó que su guardián se volvía a mirar en la dirección del sonido. Era el mismo sujeto barbudo, bajo y ancho de espaldas, que se había topado en la posta de Galapagar antes de la emboscada. Y no parecía hombre locuaz. Seguía en el mismo sitio que ocupaba al irse Malatesta, de pie bajo la lluvia que ahora caía más fuerte. Mojándose sin otro resguardo que un capotillo encerado. Se le veía hecho a esa vida, notó Alatriste; él mismo podía apreciarlo mejor que nadie. Gente a la que se decía: aquí te quedas, aquí matas, aquí mueres, y acataba las órdenes sin rechistar. Los mismos hombres podían ser héroes asaltando un baluarte flamenco o una galera turca, o asesinos si se trataba de negocios privados. No era fácil trazar la divisoria. Todo era cosa de cómo rodaran las brechas: los dados de la vida. Que en la tabla salieran, como naipes, el siete de espadas o la puta de oros.

Al cesar el sonido del cuerno, el bravo se frotó el cogote y miró al prisionero. Después vino hasta él, lo contempló un instante con ojos inexpresivos y extrajo el cuchillo de la funda. Con las manos atadas en el regazo, Alatriste apoyó 1a la cabeza en el tronco del árbol sin apartar la vista de la afilada hoja. Sentía un incómodo cosquilleo en las ingles esa vez, se dijo, Malatesta lo había pensado mejor, delegando, la tarea en el subalterno. Una sucia forma de acabar: sentado, en el barro, manos y pies atados, degollado como un cerdo y con un largo futuro en los libros de historia como regicida, ejemplar. Mierda de Cristo.

– Si intentáis escapar -advirtió el bravo, desapasionadamente- os clavo al árbol.

Alatriste parpadeó a causa de la lluvia que le caía en cara. Por lo visto los planes eran otros. En vez de aplicarle el cuchillo a la garganta, el bravo cortaba las ligaduras de sus pies.

– Arriba -dijo animándolo con un empujón.

Se incorporó el capitán sin que el otro lo perdiera de vista un momento, con la hoja de acero a una pulgada de su garganta. El sicario lo empujó de nuevo.

– Vámonos.

Alatriste comprendió. No iban a matarlo allí para luego verse obligados a arrastrar su cuerpo hasta donde estaba el rey, dejando rastros en el barro y la maleza. Acudiría lindamente, por su pie, al lugar de la doble ejecución. Paso a paso se agotaban el tiempo y la vida. Aunque eso, pensó de pronto, ofrecía una oportunidad. La última de todas. A fin de cuentas, morir por morir, podía considerarse muerto y enterrado. Lo demás era ganancia.

– ¡Compasión! -gritó, dejándose caer. Una rodilla en tierra, la otra a medias.

El bravo, que iba detrás, se detuvo cogido de improviso.

– ¡Compasión!

Volviéndose, el capitán tuvo tiempo, fugacísimo, de leer el desprecio en los ojos del otro. Te creía de más cuajo, proclamaba esa mirada.

– Mierda… -empezó a decir el bravo.

En ese instante entendió la treta. Pero el cuchillo se había apartado una cuarta, y ya Alatriste, ballesteando sobre la pierna que tenía flexionada, se arrojaba contra su barriga con el hombro por delante. El golpe casi le dislocó el brazo, pero logró levantar al otro sobre los pies, haciéndole perder el equilibrio. La palabra inacabada se trocó en rugido, y hubo un chapoteo en el barro cuando el capitán, cerrando en un puño doble las manos atadas, reunió toda su fuerza para asestarle al caído un golpe demoledor en la cara, mientras aquél intentaba acuchillarlo. Por suerte para Alatriste, el machete era grande; de haber sido puñal o daga corta, allí mismo se habría visto con las costillas atravesadas. Pero de cerca, cuerpo a cuerpo, el golpe no tenía fuerza para traspasar el coleto mojado, y resbaló de filos. El capitán aprisionó con una rodilla el brazo armado. Pese a la atadura, sus manos tenían holgura suficiente para aferrar las quijadas del enemigo, clavándole un pulgar en cada ojo. La cosa no estaba para compases circunflejos, ángulos obtusos ni protocolos de esgrima, así que apretó con todas sus fuerzas, contando mentalmente cinco, diez, quince; hasta que, llegando a dieciocho, el otra soltó un alarido y aflojó. La lluvia diluía la sangre en la cara del caído y en las manos de Alatriste cuando, ya sin oposición, arrebató el cuchillo de monte, lo apuntó bajo la barba del bravo y empujó de golpe, clavándole el cuello al barro. Lo mantuvo así, firme, apretando con todo el peso del cuerpo y conteniendo el pataleo del otro, hasta que éste, con un suspiro de fatiga que no salió de su boca sino de la hoja de acero clavada en su garganta, dejó de moverse. Entonces Alatriste giró sobre sí mismo, espalda en el barro y cara a la lluvia, y recobró el aliento. Después le arrancó al otro el cuchillo del gaznate, y sosteniendo el mango entre las rodillas y un árbol liberó sus manos procurando no cortarse una vena. Mientras lo hacía observó que un pie del bravo empezaba a temblar. Era curioso, pensó, aunque conocía el efecto. A veces, aunque un hombre estuviera muerto, sus tuétanos se negaban a morir.

Despojó el cadáver de lo necesario. Espada, cuchillo, pistola. La espada era buena, de Sahagún, algo más corta que las que él usaba. Se ciñó el arnés sin perder tiempo. El cuchillo de montero tenía el mango de asta de ciervo y dos cuartas de largo; habría preferido una daga, pero tampoco estaba mal. La pistola no debía de valer gran cosa después de la pelea en el barro, pero se la metió en el cinto, las manos tiritándole a medida que se enfriaba tras la acción. Le dio un último vistazo al cadáver: el pie había dejado de moverse y la sangre se extendía como vino aguado entre el repiqueteo de la lluvia. Las ropas del muerto estaban empapadas y sucias; poco iban a protegerlo del frío, así que cogió sólo el capotillo encerado y se lo puso. Oyó un ruido a un lado, entre los arbustos, y sacó la espada. Su peso en la mano era familiar, tranquilizador. Ahora, dijo en sus adentros, os va a costar haceros con mi pellejo.


Me quedé hecho mármol. El capitán Alatriste estaba ante mí espada en mano, un cadáver a los pies y el barro corriéndole por la cara como una máscara. Parecía salido de un pantano de Flandes, o un fantasma vuelto del más allá. Cortó en seco mis exclamaciones de alegría, mirando a Rafael de Cózar, que acababa de aparecer a mi espalda pisoteando charcos y quebrando ramas que sonaban como pistoletazos.

– Por Cristo -dijo, envainando-… ¿Qué hace ése aquí?

Lo expliqué en pocas palabras; pero antes de que yo hubiese acabado, el capitán dio media vuelta y se puso a caminar, cual si de pronto hubiera dejado de interesarle la presencia del comediante.

– ¿Has dado aviso?

– Creo que sí -respondí, recordando inquieto la cara abotargada del cochero.

– ¿Crees?

Caminaba a grandes zancadas entre los arbustos, y yo le iba detrás. A mi espalda oía a Cózar murmurando cosas ininteligibles, que a veces parecían versos y a veces maldiciones. Sus y a ellos, repetía de vez en cuando, hecho un racimo de uvas. Sus y a ellos, juro a dix y vive Dux. Santiago y cierra España. A veces, cuando nos deteníamos un momento para que el capitán se orientara, mi amo volvía el rostro, echándole al representante un vistazo malhumorado antes de seguir camino.

Sonó cerca un cuerno de caza -me había parecido oí de lejos antes del encuentro- y nos quedamos quietos b la lluvia. El capitán se llevó un dedo al mostacho, miran a Cózar y luego a mí. Después me mostró una mano con la palma vuelta hacia abajo -el gesto silencioso que usábamos en Flandes para esperar mientras alguien hacía la descubierta- y se alejó cauteloso, desapareciendo entre los arbustos Hice que Cózar se arrimara conmigo al tronco de un árbol y nos quedamos allí, esperando. El actor, visiblemente mirado de todos aquellos gestos y del entendimiento militar que se daba entre mi amo y yo, iba a decir algo; p le tapé la boca. Asintió, comprensivo, mirándome con respeto que, antes, y tuve la certeza de que ya nunca me moría chico. Sonreí, y me devolvió la sonrisa. Sus ojos re cían de excitación. Lo contemplé: menudo, sucio, chorro de agua, con sus patillas mostacho tudescas y la mano en espada. Tenía un chocante aire bravo, como el de esos individuos de poca estatura y talante pacífico que, de pronto, pegando un salto y te arrancan a mordiscos una oreja. Desde luego fuese por el vino o por lo que fuera, Cózar no parecía ten ni pizca de miedo. Aquélla, confirmé, era su gran representación. La aventura de su vida.

El capitán apareció al fin, silencioso como se había ido. Me miró y alzó la mano, esta vez con la palma vuelta hacia mí y extendidos los cinco dedos. Cinco hombres, traduje mentalmente. Luego giró el pulgar hacia abajo: enemigos. A continuación movió la mano de un hombro a la cadera opuesta, como indicando una banda, y acto seguido alzó el índice. Oficial, traduje. Uno. Pulgar hacia arriba. Amigo. Entonces comprendí a qué se refería. La banda roja era señal de jerarquía en los tercios. En aquel bosque, el oficial de alta jerarquía sólo podía ser uno.


Diego Alatriste volvió a asomarse a la linde del claro, resguardado tras un árbol. A veinte pasos había una peña entre retamas, al pie de una encina enorme; y junto a ella, un hombre joven con una escopeta en las manos. Era espigado, rubio, vestido con tabardo y calzones de paño verde, y tocado con sombrero de visera. Llevaba polainas altas, manchadas, de barro; y al cinto, desprovisto de espada, unos guantes doblados y un cuchillo de monte. Estaba inmóvil, erguido, de espaldas a la peña; la cabeza alta y un pie ligeramente adelantado. Como si con esa actitud pretendiera tener a raya a los cinco hombres que lo rodeaban en semicírculo.

Las voces del grupo llegaban hasta Alatriste, apagadas por el rumor de la lluvia. Sólo, a veces, una palabra aislada. El hombre vestido de cazador callaba, y era Gualterio Malatesta, cuya capa y sombrero negros relucían de agua, quien llevaba el gasto de la conversación. El italiano era el único que conservaba la espada en su vaina; a uno y otro lado, estrechando el semicírculo en torno al cazador, los otros sicarios, dos de ellos vestidos de monteros reales, tenían las espadas en las manos.

Alatriste se quitó el capotillo. Luego, olvidándose de pistola que llevaba al cinto, en cuyo cebo no podía confiar apoyó las manos en las empuñaduras del cuchillo y de la espada mientras, estudiando el terreno con ojo plático, calculaba distancia y tiempo para recorrerla. El hombre rubio, pensó con amargura, no parecía de mucha ayuda: seguía inmóvil, hierático, la escopeta en las manos, mirando a los asesinos que lo cercaban, el aire tan indiferente como si nada de aquello lo concerniese. Observó que, por hábito de cazada mantenía un faldón del tabardo sobre la llave de la escopeta para protegerla del agua. De no ser por la lluvia, el barro los cinco hombres amenazantes, se habría dicho que posaba para un retrato cortesano de Diego Velázquez. El capitán compuso una mueca a medio camino entre la admiración; el desprecio. Valor tal vez, se dijo. Pero también, y sobre toda estupidez y absurda compostura a la borgoñona. Al menos quedaba un amargo consuelo: ni siquiera sabiéndose en peligro de muerte, el rey por el que arriesgaba la vida perdía las maneras. Y eso estaba bien. Aunque quizá lo que ocurría era que aquel figurín palaciego no terminaba de creerse lo que estaba pasando, ni lo que iba a pasar.

A fin de cuentas, reflexionó Alatriste, qué infiernos le iba a él mismo en ello. Quién lo obligaba a jugársela por un fulano que no era capaz de mover una mano para defenderse; cual si esperase que bajaran los ángeles del cielo o salieran de la maleza sus arqueros de la guardia o sus tercios, apellidando a Dios y a España. Malas costumbres, las palatinas. Peor crianza. Lo pintoresco era que, en efecto, allí en el bosque estaban los tercios: él, Iñigo, Cózar, con la sombra de María de Castro suspendida en las gotas de lluvia. Siempre había algún imbécil a mano, dispuesto a dejarse matar. El r cuerdo lo estremeció de cólera. Voto a Dios y a quien lo engendró, que seria no poca justicia que aquel boquirrubio, aficionado a gozar de lances sin riesgo y mujeres ajenas, le viera los colmillos al jabalí. Allí no había Guadalmedinas para sacarle las castañas del fuego. Pardiez. Que pagara el precio que, tarde o temprano, pagaban todos. Con Gualterio Malatesta enfrente, aquel precio iba a ser al contado.

– Entregue la escopeta vuestra majestad.

Esta vez las palabras del italiano llegaron claras hasta Alatriste, que se mantuvo oculto tras el árbol, contemplando la escena con malsana curiosidad. Las posibilidades del rey eran mínimas: el cuchillo de montero no contaba, carecía de espada, y en el mejor de los casos todo se reduciría a un tiro de escopeta, si estaba cargada y la pólvora seca.

– Entregadla -repitió uno de los sicarios, impaciente, acercándose al rey con la espada dispuesta.

Entonces Felipe IV hizo algo extraño. Impasible, sin mudar la expresión del rostro, inclinó un poco la cabeza para mirar el arma como si hasta ese momento la hubiera olvidado. Lo hizo con la indiferencia de quien observa algo sin la menor importancia. Tras un instante de inmovilidad, echó atrás el percutor de la llave de chispa y se llevó la escopeta a la cara. Luego, tras apuntar al sicario con una pasmosa frialdad lo derribó de un escopetazo en la frente.

Ahora sí, pensó Alatriste sacando la temeraria. Qué más da el trapo del que esté hecha la bandera. Ahora sí merece 1a pena morir por ese rey.


El estampido fue como una señal. Yo estaba con Cózar al otro lado del claro, obedeciendo las últimas indicaciones del capitán para que flanquease a Malatesta y los suyos, y desde allí vi que mi amo abandonaba su resguardo corriendo al descubierto, espada en una mano y cuchillo en la otra. Saqué la mía y fui adelante también, sin comprobar si Cózar llegaba hasta el final y me seguía.

– ¡Favor al rey! -lo oí gritar de pronto, a mi espalda-… ¡Ténganse, que yo lo digo!

Virgen santa, pensé. Lo que faltaba. El italiano y los bravos oyeron los gritos y el chapoteo de nuestros pasos sobre los charcos y el barro, y se volvieron, sorprendidos. Eso fue lo último que pude apreciar con nitidez: la cara de Malatesta vuelta hacia nosotros, su gesto de furia gritando órdenes a los suyos mientras metía mano con la celeridad de un rayo, los aceros de los sicarios alzándose entre la lluvia. Y detrás, inmóvil, con la escopeta humeante en las manos, el rey que nos miraba.

– ¡Favor al rey! -seguía vociferando Cózar, hecho un tigre.

Éramos dos contra cuatro, pues el representante, supuse, no contaba mucho. Había que andar listo y precaverse. Así que me vi frente a uno de los monteros, le tiré al pasar una cuchillada tan recia que le hizo soltar el arma. Luego, escurriéndome por su lado como urda ardilla, me enfrenté al que estaba detrás. Éste acometió, acero por delante. Me afirmé lo mejor que pude mientras sacaba la daga con la zurda, rogando a Dios no resbalar en el barro. Paré fijando de daga con bastante buena fortuna, gané pies cambiando a la guardia contraria, y agachándome hasta sus rodillas le metí la espada de abajo arriba; lo menos tres palmos por lo blando de vientre. Cuando eché atrás el codo para sacar la hoja, el bravo cayó de bruces mirándome asombrado, con cara de que nada de aquello podía haberle pasado al hijo de su madre. Pero quien me preocupaba ya no era él, sino el que había dejado atrás, sin espada mas con una daga en la otra mano; de manera que me revolví, esperando encontrármelo encima. Entonces vi que estaba trabado con Cózar, reparándose como podía, un brazo estropeado y la daga en la zurda, de los terribles mandobles que el representante le asestaba.

No pintaba mal el lance, después de todo. En lo que a mí se refiere, la herida de Angélica me dolía espantosamente, y confié en que no se abriera con el ejercicio, desangrándome como un puerco. Me volví para socorrer al capitán, y en ese instante, mientras mi amo arrancaba su espada del cuerpo de un bravo que había doblado y echaba sangre por la boca como un jarameño, observé que Gualterio Malatesta, negro y firme bajo la lluvia, se pasaba la espada a la otra mano, sacaba del cinto una pistola, y tras una breve vacilación entre mi amo y el rey apuntaba a este último a cuatro pasos. Yo estaba demasiado lejos para intervenir, y hube de ver, impotente, cómo el capitán, recobrado su acero, intentaba interponerse en la trayectoria del disparo. Pero también él estaba lejos. Alargó Malatesta la mano armada, apuntando con sumo cuidado; y vi que el rey, mirando a la cara a su asesino arrojaba la escopeta, erguía el cuerpo y cruzaba los brazos, resuelto a que el pistoletazo lo hallase con la debida compostura.

– ¡A mí esa bala! -gritó el capitán.

El italiano ni se inmutó. Seguía apuntando al rey. Apreté el gatillo y golpeó el pedernal en la cazoleta.

Nada.

La pólvora estaba mojada.


Acero en mano, Diego Alatriste se interpuso entre Malatesta y el rey. Nunca había visto al sicario con aquel semblante. Estaba descompuesto. Movía la cabeza incrédulo, contemplando la inútil pistola que tenía en la mano.

– Tan cerca -le oyó decir.

Luego pareció volver en sí. Miró al capitán como si lo viera por primera vez, o no recordara que estuviese allí, y al cabo sonrió un poco, siniestro, bajo el ala goteante del sombrero.

– Estuve tan cerca -repitió, amargo.

Al fin encogió los hombros y tiró el arma, empuñando la espada con la mano diestra.

– Me habéis arruinado el negocio.

Se soltaba el lazo de la capa, que le estorbaba los movimientos. Señaló con el mentón al rey, pero seguía mirando a Alatriste.

– ¿De veras creéis que tal amo merece la pena?

– Venga -respondió el capitán, seco.

Lo dijo en tono de vamos a lo nuestro. Mostraba su espada, señalando con ella la que Malatesta empuñaba. El italiano estudió los aceros y luego al rey, considerando si quedaba alguna manera de terminar el trabajo. Después encogió, de nuevo los hombros mientras doblaba con parsimonia la capa mojada sobre el brazo izquierdo.

– ¡Ténganse al rey! -seguía gritando Rafael de Cózar, trabado con su enemigo.

Malatesta miró en aquella dirección, el aire entre divertido y fatalista. Entonces vino la sonrisa. El capitán advirtió e peligroso trazo blanco en el rostro picado de viruela, el destello de crueldad en los ojos sombríos. Y se dijo: esta serpiente no está vencida todavía. La certeza vino de golpe, haciéndolo reaccionar y precaverse un momento antes de que, el italiano arrojase la capa sobre su espada, para estorbársela. Aun así, Alatriste perdió un instante desembarazándose del paño mojado; mientras lo hacía, el acero de Malatesta centelleó ante sus ojos cual si buscara dónde clavarse, pasó de largo y se dirigió hacia el rey.

Esta vez el monarca de ambos mundos retrocedió un paso. Alatriste alcanzó a leer la incertidumbre en sus ojos azules mientras, ahora sí, el augusto belfo austríaco se crispaba esperando la estocada. Demasiado cerca para seguir impertérrito, supuso el capitán, con los ojos negros de Malatesta encarnando la mirada misma de la Muerte. Pero el instante que él había ganado adivinando la intención fue suficiente. El acero se interpuso al acero, desviando el antuvión que parecía inevitable. La hoja de Malatesta resbaló a lo largo de su espada, pasando a menos de una cuarta de 1a real gorja.

– Puerca miseria -maldijo el italiano.

Y eso fue todo. Luego volvió la espalda, corriendo como un gamo entre los árboles.


Yo había asistido a la escena de lejos, impotente, pues todo ocurrió en medio avemaría. Al ver huir a Malatesta, mientras el capitán se volvía hacia el rey para comprobar que no estaba herido por la cuchillada del italiano, salí detrás sin pensarlo, pisoteando charcos, espada en mano. Corrí así, agachando el rostro y el brazo alzado para protegerme de las ramas que me arrojaban encima ráfagas de agua. La figura negra de Malatesta llevaba poca ventaja; yo era joven y de buenas piernas, de manera que le fui dando alcance. De pronto miró atrás, me vio solo y se detuvo, recobrando el aliento. Llovía con tanta fuerza que el barro parecía hervir a mis pies.

– Quédate ahí -dijo, apuntándome con su espada.

Me detuve, indeciso. Tal vez el capitán venía a los alcanes pero de momento estábamos solos.

– Ya está bien por hoy -añadió.

Empezó a caminar de nuevo, esta vez de espaldas, s quitarme la vista de encima. Entonces me di cuenta de que cojeaba: al apoyar el pie derecho, el mentón se le descomponía en una mueca de dolor. Sin duda estaba herido de la escaramuza, o se había lastimado al correr. Parecía cansado bajo el aguacero, empapado y sucio. Había perdido el sombrero en la carrera, y el cabello, largo y mojado, se le pega a la cara. Tal vez su rotura y su fatiga, pensé, iguale destreza y me dé una oportunidad.

– No merece la pena -dijo, adivinándome el propósito. Anduve un trecho. La espalda me dolía mucho, pero m vigor estaba entero. Avancé un poco más. Malatesta movió la cabeza cual si aquello fuese una impertinencia. Luego sonrió apenas, retrocedió un paso conteniendo la mueca dolorida que le acudió a la boca, y se puso en guardia. L tanteé con muchísimo cuidado, tocándose los extremos nuestros aceros, mientras buscaba el modo de entrarle p algún sitio. Él, perro viejo, se limitaba a aguardar. Aun impedido, su destreza era superior a la mía, y ambos lo sabíamos. Pero yo me sentía como ebrio, dentro de una esfera gris que me anulaba el juicio. Él estaba allí, y yo tenía espada.

Abrió la guardia un momento, como al descuido; mas entreví la flor y me mantuve sobre mis pies, sin atacar, el codo flexionado y la cazoleta de la espada a la altura de mis ojos buscando un hueco que no fuese una treta. La lluvia seguía cayendo, y yo estaba atento a no resbalar en el barro. Mi vida no habría valido una blanca.

– Te has vuelto prudente, rapaz.

Sonreía, y supe que me estaba incitando para que le fuera encima. Así que guardé la calma. De vez en cuando me quitaba el agua de los ojos con el dorso de la mano de la daga, sin perderlo de vista.

A mi espalda, entre los árboles y la maleza, oí vocear mi nombre. El capitán nos buscaba. Grité para orientarlo. Entre el cabello que la lluvia le adhería a la cara, los ojos del italiano echaron un rápido vistazo a un lado y a otro, buscando una salida. Metí pies y le entré como un rayo.

Era bueno, el hideputa. Era muy diestro y muy buenas: Paró sin el menor esfuerzo una estocada que a otro habría pasado de parte a parte, y en el revés me dio con mucha flema, por la contra, una cuchillada a la altura de los ojos que, de no haberle fallado la pierna lastimada al apoyarse, me habría abierto una zanja de un palmo en la cara. Aun así me desarmó la diestra, enviando mi espada a un par de varas de distancia. Ni siquiera pensé en cubrirme con la daga; permanecí inmóvil como una liebre deslumbrada, esperando el golpe final. Entonces vi a Malatesta contraer el rostro de dolor, ahogando un gemido rabioso, retroceder dos pasos involuntariamente y fallarle de nuevo la pierna.

Cayó hacia atrás, sentado en el barro, la espada en la mano y una blasfemia en la boca. Por un instante nos miramos, aturdido yo, desencajado él. Una situación idiota. Al fin reaccioné, corriendo en busca de mi espada, que estaba., al pie de un árbol. Cuando me alcé con ella, Malatesta, todavía sentado, hizo un movimiento rápido, algo zumbó junto a mí como un relámpago metálico, y un puñal quedó vibrando clavado en el tronco, a un palmo de mi cara.

– Un recuerdo, rapaz.

Fui hacia él, resuelto a atravesarlo sin más, y lo vio en mis ojos. Entonces arrojó su espada entre los arbustos y se echó un poco atrás, apoyándose en los codos.

– Vaya día llevo -dijo.

Me acerqué con precaución, y usando la punta de la herreruza le revisé las ropas, buscando armas ocultas. Después apoyé la punta en su pecho, situándole el corazón. El peló mojado, la lluvia que le corría por la cara y los cercos violáceos bajo los párpados le daban aire de extremo cansancio, envejeciéndolo:

– No hagas eso -murmuró, con suavidad-. Mejor déjaselo a él.

Miraba la maleza, a mi espalda. En ese momento oí un chapoteo y apareció a mi lado el capitán Alatriste, resoplando y sin resuello. Pasó veloz como una bala y se lanzó contra el italiano. No abrió la boca. Agarrándolo por el pelo, dejó a un lado la espada y sacó el enorme cuchillo de montero, poniéndoselo en la garganta.

Reflexioné rápido. No mucho, desde luego. Más bien nos vi al capitán y a mí en aquel bosque, y pensé en el fiero aspecto del conde-duque, en la hostilidad del conde de Guadalmedina y en el augusto personaje que habíamos dejado atrás con Rafael de Cózar como única escolta. Sin Malatesta como testigo habría que dar muchas explicaciones, y tal vez no tuviéramos respuesta para todas las pregunta s. Al comprenderlo sentí un repentino pánico. Entonces sujeté el brazo de mi amo.

– Es mi prisionero, capitán.

No pareció oírme. Su perfil obstinado era de granito, resuelto y mortal. Los ojos, que la lluvia agrisaba, parecían del mismo acero que la hoja que empuñaba. Vi tensarse los músculos, venas y tendones de su mano, dispuesta a clavar.

– ¡Capitán!

Me interpuse, casi encima de Malatesta. Mi amo me apartó con un movimiento brusco, la mano libre alzada para abofetearme. Sus ojos me traspasaron como si el cuchillo me lo fuese a meter a mí.

– ¡Se me rindió!… ¡Es mi prisionero!

Parecía una pesadilla en el centro de aquella esfera húmeda y sucia, la lluvia cayéndonos encima, el barro donde forcejeábamos, la respiración agitada del capitán, el aliento de Malatesta a un palmo de mi cara. El capitán apretó más. Sólo la fuerza que yo hacía sujetándole el brazo impedía al cuchillo seguir su camino.

– Alguien -insistí- tendrá que explicar a la justicia lo que ha pasado.

Mi amo no apartaba los ojos de Malatesta, que echaba atrás la cabeza cuanto podía, aguardando el golpe final con las mandíbulas apretadas.

– No quiero que a vuestra merced y a mí -dije- nos torturen como a cerdos.

Era cierto. La sola idea me aterrorizaba. Al fin noté que el capitán aflojaba, crispada aún su mano en torno al mango del cuchillo, como si la cordura de mis palabras le calara poco a poco en el juicio. A Malatesta le había calado ya.

– Joder, rapaz -exclamó cayendo en la cuenta-. Déjalo que me mate.

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