VIII. SOBRE ASESINOS Y LIBROS

– Ella no tiene nada que ver con esto -dijo Malatesta.

Había dejado en el suelo espada y daga, apartándolos con un pie según le indicó Alatriste. Miraba a la mujer amordazada y atada en la silla.

– Me da igual -repuso el capitán, sin dejar de apuntarle a la cabeza-. Es mi baza.

– Bien jugada, por cierto… ¿También matáis mujeres?

– Si se tercia. Lo mismo que vos, supongo.

El italiano movió la cabeza como si afirmase, pensativo. Su rostro picado de viruela, con la cicatriz que le desviaba un poco la mirada del ojo derecho, permanecía impasible. Al cabo se volvió para encararse con el capitán. La luz de la vela puesta sobre la mesa lo iluminaba a medias: negro en sus ropas, el aire siniestro, crueles las pupilas oscuras. Bajo el bigote finamente recortado se insinuaba ahora una sonrisa.

– Es la segunda vez que me visitáis aquí.

– Y la última.

Malatesta guardó un breve silencio.

– También teníais una pistola en la mano -dijo al fin.

Alatriste lo recordaba muy bien: la cama, el mismo cuarto miserable, el hombre herido, la mirada de serpiente peligrosa. Con suerte, había dicho entonces el italiano, llegaré al infierno a la hora de cenar.

– Muchas veces lamenté después no haberla utilizado -apuntó Alatriste.

Se acentuó la sonrisa cruel. En eso, insinuaba el otro, estamos de acuerdo; hay disparos que son puntos finales y dudas que son peligrosos puntos suspensivos. Observó, reconociéndolas, las dos pistolas que el capitán había encontrado en el arcón y que ahora llevaba metidas en el cinto.

– No deberíais pasearos por Madrid -comentó el italiano con lúgubre solicitud-. Dicen que vuestra piel no vale un ceutí.

– ¿Quiénes lo dicen?

– No sé. Por ahí.

– Preocupaos por la vuestra.

Malatesta volvió a asentir pensativo, cual si apreciara el consejo. Luego miró a la mujer, cuyos ojos espantados iban del uno al otro.

– Hay algo en todo esto que me desaira un poco, señor capitán… Si no me habéis despachado por la posta apenas crucé la puerta, es que confiáis en que suelte la lengua.

– Alatriste no respondió. Ciertas cosas iban de oficio.

– Comprendo que tengáis curiosidad -añadió el italiano, tras pensarlo-. Pero tal vez pueda contaros algo, sin menoscabo mío.

– ¿Por qué yo? -quiso saber Alatriste.

Alzó un poco las manos Malatesta, como diciendo por qué no, y luego hizo un gesto hacia la jarra de agua que estaba sobre la mesa, pidiendo licencia para aclararse la garganta; pero el capitán negó con la cabeza.

– Por varias razones -prosiguió el otro, resignado a pasar sed-. Tenéis cuentas pendientes con mucha gente, aparte de mí… Además, lo vuestro con la Castro era una ciruelita genovesa -aquí se alargó la sonrisa maligna-. Imposible desaprovechar la ocasión de atribuirlo todo a achaques de celos, y más en sujeto de acero fácil como vos. Lástima que nos dieran el cambiazo.

– ¿Sabíais quién era el hombre?

Malatesta chasqueó la lengua, desalentado. Un profesional molesto con su propia torpeza.

– Creía saberlo -se lamentó-. Aunque luego resultó que no lo sabía.

– Puestos a acuchillar, es acuchillar muy alto.

El italiano miró a Alatriste casi con sorpresa. Irónico.

– Alto o bajo, corona o alfil, se me dan una higa -dijo-. No aprecio más rey que el de la baraja, ni conozco a otro Dios fuera del que uso para blasfemar. Alivia mucho que la vida y los años te despojen de ciertas cosas… Todo es más simple. Más práctico. ¿No opináis lo mismo?… Ah, claro. Olvidaba que sois soldado. Al menos de boquilla, para ir tirando y creerse digna, la gente como vos necesita palabras como rey, verdadera religión, patria y todo eso. Parece mentira, ¿no?… Con vuestro historial, y a estas alturas.

Dicho aquello se quedó mirando al capitán, cual si aguardase de él una respuesta.

– De cualquier modo -añadió al poco-, vuestra lealtad de súbdito ejemplar no os impidió disputarle hembras a Su Católica Majestad. Y al cabo, más ahorca pelo de alcatara que soga de esparto… ¡Puttana Eva!

Se calló, zumbón, y luego deslizó entre dientes su vieja musiquilla. Haciendo caso omiso de la pistola que seguía apuntándole, paseó la vista por la habitación, el aire distraído. Falsamente distraído, por supuesto; Alatriste comprobó que los ojos avisados del italiano no perdían detalle. Si descuido la guardia un instante, concluyó, el bellaco me salta encima.

– ¿Quién os paga?

La risa chirriante, ronca, llenó la habitación.

– No me toquéis los aparejos, capitán. Esa pregunta es impropia de gente como nosotros.

– ¿Está Luis de Alquézar metido en esto?

Guardó silencio el otro, impasible. Miraba los libros que había estado hojeando Alatriste.

– Veo que os interesan mis lecturas -dijo al fin.

– Me sorprenden -concedió el capitán-. No os sabía hideputa ilustrado.

– Es compatible.

Malatesta observó a la mujer, que seguía inmóvil en la silla. Luego se tocó distraídamente la cicatriz del ojo derecho.

– Los libros ayudan a comprender, ¿verdad?… Hasta puede encontrarse en ellos una justificación cuando mientes, cuando traicionas… Cuando matas.

Había apoyado una mano en la mesa mientras hablaba. Alatriste se apartó, precavido, y con un movimiento de la pistola indicó al italiano que hiciera lo mismo.

– Habláis demasiado. Pero nada de lo que me interesa.

– Qué queréis. Los de Palermo tenemos nuestras reglas.

Se había alejado unas pulgadas de la mesa, obediente, y observaba el cañón del arma, que relucía a la luz de la vela.

– ¿Qué tal el rapaz?

– Bien. Por ahí anda.

La sonrisa del sicario se ensanchó en una mueca cómplice.

– Veo que lograsteis dejarlo fuera… Os felicito. Tiene agallas, ese mozo. Y destreza. Pero temo que lo lleváis por mal camino. Acabará como nosotros dos… Aunque supongo que lo mío se acaba aquí, ahora.

No era un lamento, ni una protesta. Sólo una conclusión lógica. Malatesta le dirigió otro vistazo a la mujer, esta vez más prolongado, antes de volverse de nuevo hacia Alatriste.

– Lástima -dijo, sereno-. Habría preferido tener esta conversación en otro sitio, espada en mano, sin prisas. Pero no creo que me deis esa oportunidad.

Le sostenía la mirada, entre inquisitivo y sarcástico.

– Porque no me la vais a dar… ¿Verdad?

Seguía sonriendo con mucha sangre fría, clavados sus ojos en los del capitán.

– ¿Alguna vez habéis pensado -dijo de pronto- en lo mucho que nos parecemos vos y yo?

A ese supuesto parecido, se dijo Alatriste, le quedan unos instantes. Y al hilo del pensamiento afirmó la mano, orientó bien el cañón de la pistola y se dispuso a apretar el gatillo. Malatesta leyó la sentencia como si le hubieran puesto delante un cartel: su rostro se puso tenso y la sonrisa se heló en su boca.

– Os veré en el infierno -dijo.

En ese momento, la mujer, amarradas las manos a la espalda y los ojos desorbitados, la mordaza ahogándole un grito de feroz desesperación, se incorporó de la silla y se arrojó de cabeza contra Alatriste. Echóse éste a un lado, lo justo para esquivarla, y por un instante dejó de apuntar a su enemigo. Pero con Gualterio Malatesta cada instante equivalía a la delgadísima diferencia entre la vida y la muerte. Mientras Alatriste evitaba la acometida de la mujer, que cayó a sus pies, y procuraba encañonar de nuevo al italiano, éste dio un manotazo a la vela que ardía sobre la mesa, dejando la habitación a oscuras, y se arrojó al suelo en busca de sus armas. El disparo rompió los vidrios de la ventana, sobre su cabeza, y el fogonazo iluminó el reflejo de acero que ya empuñaba. Sangre de Dios, maldijo Alatriste. Se va. O todavía me mata él a mí.

La mujer gruñía en el suelo, revolviéndose como una fiera. Alatriste saltó por encima de ella y dejó caer la pistola descargada, mientras sacaba la espada. Estaba a tiempo de acuchillar a Malatesta antes de que se levantara, si lograba adivinarlo en la oscuridad. Tiró varios golpes de punta, pero dieron todos en vacío. Se reparaba el capitán en semicírculo, cuando una estocada que le vino de atrás, bien firme y recia, le pasó el coleto y casi le alcanza la carne de no hallarse a medio giro. El ruido de una silla al moverse lo orientó mejor; de modo que fue allá con el acero por delante, y su espada chocó al fin con la enemiga. Ahí estás, pensó mientras arrimaba la mano zurda a una de las pistolas. Pero Malatesta había tenido tiempo de fijarse en las pistolas, y no estaba dispuesto a dejarle amartillarla. Le vino encima a bulto, con extrema violencia, dando tajos y golpes con la guarnición, abrazándosele. No hubo palabras, insultos ni bravatas: los dos hombres ahorraban aliento para el forcejeo, y sólo se oían gruñidos y resuellos. Como haya tenido tiempo de coger su daga, se dijo de pronto el capitán, estoy listo. Así que se olvidó de la pistola y tanteó atrás en demanda de su vizcaína. El otro le adivinó el gesto, pues estrechó el abrazo procurando estorbárselo, y rodaron por el suelo con gran estrépito de muebles y loza rota. A esa distancia las espadas no tenían nada que hacer. Al fin Alatriste logró liberar la mano izquierda y empuñó la daga, tomó impulso y arrojó dos cuchilladas salvajes. La primera desgarro la ropa de su adversario y la segunda dio en el aire. No hubo lugar para una tercera. Sonó la puerta al abrirse con violencia, y un rectángulo de claridad enmarcó la silueta del italiano huyendo de la casa.


Me sentía feliz. Había dejado de llover, el día despuntaba radiante, con mucho sol y un cielo purísimo sobre los tejados de la ciudad, y yo franqueaba la puerta de palacio juntó a don Francisco de Quevedo. Habíamos cruzado la plaza abriéndonos camino entre los ociosos congregados desde antes de que rompiera el alba, contenidos por los uniformes y lanzas de la guardia. Curioso, parlanchín, ingenuamente leal a sus monarcas, dispuesto siempre a olvidar sus penurias con el inexplicable deleite de aplaudir el lujo de sus gobernantes, el pueblo de Madrid se daba alegre cita en la explanada para ver salir a los reyes, cuyos coches aguardaban ante la fachada sur del alcázar. Además de la expectación popular, el regio viaje movilizaba a una legión de cortesanos, gentil, hombres de casa y boca, azafatas, servidores y carruajes. Para El Escorial iba a salir también, si no lo había hecho ya, la compañía teatral de Rafael de Cózar, María de Castro incluida; pues La espada y la daga se representaba en los jardines del palacio -monasterio a principios de la siguiente semana. En cuanto a la comitiva real, y como de costumbre, todos rivalizaban en ostentación y lujo, pese a las premáticas vigentes. Las losas del palacio eran un espectáculo abigarrado de coches con escudos en las portezuelas, buenas mulas, mejores caballos, libreas, alcatifes, brocados y adornos; pues tanto quien podía como quien no, gastaban su último maravedí con tal de hacer buena estampa. Que siempre, en este escenario decorado con fingimiento y apariencias, nobles y plebeyos empeñaron hasta el ataúd con tal de hacerse de la sangre de los godos, pareciendo más que su vecino. Pues, como dijo Lope, en España:

Mándame quemar por puto

si no valiese un millón

imponiendo en cada don

una blanca de tributo.

– Todavía me maravilla -dijo don Francisco- que convencieras a Guadalmedina.

– No lo convencí -repuse con sencillez-. Lo hizo él solo. Yo me limité a contarle cómo ocurrieron las cosas. Y me creyó.

– Quizás deseaba creerte. Conoce a Alatriste, y sabe de lo que es capaz y de lo que no. La idea de una conspiración ajena le da más consistencia a todo… Una cosa es una cabezonería por una mujer y otra acuchillar a un rey.

Caminábamos entre las columnas de piedra berroqueña hacia la escalera principal. Sobre nuestras cabezas, el sol levante empezaba a iluminar los capiteles a la antigua y las águilas bicéfalas labradas en las e bocaduras de los arcos, mientras la luz dorada se derramaba por el patio de la Reina, donde un numeroso grupo de cortesanos aguardaba la bajada de los monarcas. Don Francisco saludó a unos conocidos, descubriéndose con mucha política. El poeta vestía de gorguerán negro con toquilla de cintas en el sombrero, cruz al pecho y espada de corte con empuñadura dorada; y tampoco yo le iba a la zaga con mi traje de paño y mi gorra, la daga cruzada atrás, al cinto. Un criado había metido mi bolsón de viaje, con ropa de diario y un par de mudas bancas dobladas por la Lebrijana, en el carruaje de los sirvientes del marqués de Liche, con quienes don Francisco me había acomodado transporte. Él tenía asiento en el coche del marqués; privilegio que justificaba, como siempre, a su manera:

Entre nobles no me encojo;

que, según dice la ley,

si es de buena sangre el rey,

es de tan buena su piojo.

– El conde sabe que el capitán es inocente -dije cuando estuvimos aparte de nuevo.

– Claro que lo sabe -respondió el poeta-. Pero la insolencia del capitán y aquel piquete en el brazo son difíciles de perdonar, y más con el rey de por medio… Ahora tiene ocasión de resolverlo honorablemente.

– Tampoco se compromete demasiado -objeté-. Sólo a arreglar una cita del capitán con el conde-duque.

Don Francisco miró en torno y bajó la voz.

– Pues no es poco -opinó-. Aunque, cortesano a fin de cuentas, pretenderá beneficiarse… El negocio va más allá de un simple asunto de faldas; así que obra con mucho seso al ponerlo en manos del valido. Alatriste es un testigo utilísimo para desvelar la conspiración. Saben que nunca hablaría bajo tortura; o al menos tienen dudas razonables… Por las buenas es distinto.

Sentí volver las punzadas de remordimiento. Yo no les había hablado de Angélica de Alquézar a Guadalmedina ni a don Francisco; sólo al capitán. En cuanto a mi amo, delatar o no a Angélica era cosa suya. Pero no iba a ser yo quien pronunciara ante otros el nombre de la jovencita a la que, pese a todo y para condenación de mi alma, seguía amando hasta las asaduras.

– El problema -prosiguió el poeta- es que después del ruido que ha hecho con su fuga, Alatriste no puede ir por ahí como si tal cosa… Al menos hasta que se entreviste con Olivares y Guadalmedina en El Escorial. Pero son siete leguas.

Asentí inquieto. Yo mismo había alquilado por cuenta de don Francisco un buen caballo para que el capitán saliera a la madrugada siguiente para el real sitio, donde debía presentarse por la noche. El animal, puesto al cuidado de Bartolo Cagafuego, estaría ensillado antes de, romper el alba junto a la ermita del Ángel, al otro lado del puente de la segoviana.

– Tal vez vuestra merced debería hablar con el conde, por si hubiera algún imprevisto.

Don Francisco se puso una mano sobre el lagarto de Santiago que llevaba al pecho.

– ¿Yo?… Ni lo pienses, jovenzuelo. He conseguido mantenerme fuera sin faltar a la amistad con el capitán. ¿Para qué estropearlo a última hora?… Tú lo estás haciendo muy bien.

Saludó con una inclinación de cabeza a más conocidos, se retorció el mostacho y apoyó la palma de la zurda en el pomo de su espada.

– Debo decir que te has portado como un hombre -concluyó con afecto-. Implicarte con Guadalmedina era poner la cabeza en el finibusterre… Le echaste mucho cuajo.

No respondí. Miraba alrededor, pues tenía mi propia cita antes de viajar a El Escorial. Habíamos llegado cerca de la escalera de anchos peldaños que se alzaba entre el patio de la Reina y el del Rey, bajo el gran tapiz alegórico que presidía el rellano principal donde estaban inmóviles, con sus alabardas, cuatro guardias tudescos. Lo más granado de la Corte; con el conde-duque y su esposa a la cabeza, aguardaba allí la bajada de los reyes para cumplimentarlos: un espectáculo de telas finas, joyas, damas perfumadas y caballeros de engomados bigotes y rizadas guedejas. Observándolos, oí murmurar a don Francisco:

Veslos arder en púrpura, y sus manos

en diamantes y piedras diferentes?

Pues asco dentro son, tierra y gusanos.

Me volví hacia él. Yo sabía algo del mundo y de la Corte. También recordaba lo del rey y su piojo.

– Pues bien que viaja vuestra merced, señor poeta -dije sonriendo-, en el coche del marqués de Liche.

Don Francisco me devolvió imperturbable la mirada, ojeó a un lado y a otro, y al fin me dio un pescozón disimulado.

– Chitón, lenguaraz. Cada cosa tiene su momento. Y no hagas verdad ese magnífico verso, mío por cierto, que dice: raer tiernas orejas con verdades no es seguro.

Y en el mismo tono quedo, recitó:

Por esto a la maldad y al malo dejo.

Vivamos, sin ser cómplices, testigos.

Advierta al mundo nuevo el mundo viejo.

Pero el mundo nuevo, o sea, yo, había dejado de prestarle atención al mundo viejo. El bufón Gastoncillo acababa de asomar la cabeza entre la gente, y por señas me indicaba la escalera de atrás, utilizada por la servidumbre de palacio. Y al levantar la vista hacia la galería superior vi, tras la balaustrada de granito labrado, los tirabuzones rubios de Angélica de Alquézar. Una carta escrita por mi la tarde anterior había llegado a su destino.


– Tendréis algo que decirme -apunté-. Supongo.

– En absoluto. Y no dispongo de mucho tiempo, pues la reina mi señora está a punto de bajar.

Estaba de manos en la balaustrada, mirando el trajín del patio. Sus ojos eran esa mañana tan fríos como sus palabras. Nada que ver con la jovencita cálida, vestida de hombre, a la que yo había estrechado en mis brazos.

– Esta vez habéis ido demasiado lejos -dije-. Vos, vuestro tío y quien ande complicado en esto.

Enlazó los dedos, el aire distraído, en las cintas que adornaban el corpiño de su vestido de raso con flores y guardapiés de ormesí.

– No sé de qué me habláis, caballero. Ni qué tiene que ver mi tío con vuestras locuras.

– Hablo de la emboscada en las Minillas -repuse, irritado-. Del hombre del jubón amarillo. Del intento de matar al…

Me puso una mano sobre los labios, exactamente igual que unas noches antes me había puesto un beso. Me estremecí, y se dio cuenta. Sonrió.

– No digáis sandeces.

– Si todo se descubre -dije- corréis peligro.

Me observó, interesada. Casi curiosa por mi inquietud.

– No os imagino pronunciando el nombre de una dama en lugares inconvenientes.

Había intención en sus palabras. Como si adivinara lo que pasaba por mi cabeza. Me erguí, incómodo.

– Yo, tal vez no -dije-. Pero hay más gente implicada.

Parecía no dar crédito a lo que insinuaban mis palabras.

– ¿Le habéis hablado de mí a vuestro amigo Batatriste?

Callé, desviando la vista. Ella leyó la respuesta en mi cara.

– Os creía un hidalgo -dijo con desdén.

– Lo soy -protesté.

– También creía que me amabais.

Me puso una mano sobre los labios…

– Y os amo.

Se mordió el labio inferior, pensativa. Sus ojos eran círculos de piedra azul muy dura y pulida.

– ¿Me habéis delatado ante alguien más? -inquirió al fin, con rudeza.

Había tal desprecio en la palabra delatado que enmudecí de vergüenza. Al cabo pude rehacerme y abrí la boca para protestar de nuevo. No pretenderéis, quise decir, que le oculte todo esto al capitán. Pero unos trompetazos que resonaban en el patio ahogaron mis palabras: sus majestades los reyes habían aparecido al otro lado de la balaustrada, en lo alto de la escalera principal. Angélica miró en torno y se recogió el ruedo del vestido.

– Tengo que irme -parecía reflexionar a toda prisa-. Os veré de nuevo, tal vez.

– ¿Dónde?

Dudó, dirigiéndome una extraña ojeada; tan penetrante que me sentí desnudo ante ella.

– ¿Vais a El Escorial con don Francisco de Quevedo?

– Sí.

– Entonces, allí.

– ¿Cómo os encontraré?

– Sois bobo. Seré yo quien os encuentre.

Aquello sonó menos a promesa que a amenaza. O las dos cosas a un tiempo. Me quedé viéndola irse, y se volvió para dedicarme una sonrisa. Por Dios, pensé una vez más, que era hermosa. Y temible. Luego dobló tras las columnas Y fui abajo en pos de los reyes, que ya estaban al pie de la escalera cumplimentados por el conde-duque de Olivares y los cortesanos. Al fin se pusieron todos en marcha hacia la calle. Anduve detrás, ocupado en negros pensamientos. Recordaba, con desasosiego, otros versos que me había hecho copiar en cierta ocasión el dómine Pérez:

Huir el rostro al claro desengaño,

beber veneno por licor suave,

olvidar el provecho, amar el daño;

creer que un cielo en un infierno cabe,

dar la vida y el alma a un desengaño;

esto es amor, quien lo probó lo sabe.

Afuera brillaba el sol, y por Dios que el espectáculo era espléndido. El rey galanteaba a su esposa, dándole el brazo, y ambos usaban ricas prendas de viaje, vestido nuestro cuarto Felipe con ropa de montar pasada de hilo de plata, faja de tafetán carmesí, espada y espuelas; señal de que, joven y de gallardo jinete como era, haría parte del trayecto a caballo escoltando el carruaje de la reina, que iba tirado por seis magníficos caballos blancos y seguido por otros cuatro coches donde viajaban sus veinticuatro azafatas y meninas. En la plaza, entre los cortesanos y la gente que atestaba el lugar, los monarcas fueron cumplimentados por el cardenal Barberini, legado papal, que viajaría en compañía de los duques de Sessa y de Maqueda; y las salutaciones y parabienes se sucedieron. Con las personas reales estaban la infantita María Eugenia -de pocos meses de edad y en brazos de su aya-, los hermanos del rey, infantes don Carlos y doña María -el amor imposible del príncipe de Gales-, y también el infante cardenal don Fernando, arzobispo de Toledo desde niño, futuro general y gobernador de Flandes, bajo cuyo mando, pocos años más tarde, el capitán Alatriste y yo acuchillaríamos a mansalva suecos y protestantes en Nordlingen. Entre los cortesanos próximos al rey distinguí al conde de Guadalmedina con capote galán, botas y calzón franceses; y algo más lejos a don Francisco de Quevedo junto al yerno del conde-duque, marqués de Liche, que tenía fama de ser el hombre más feo de España y estaba casado con una de las mujeres más hermosas de la Corte. Y así, a medida que los monarcas, el cardenal y los nobles iban ocupando sus respectivos coches, los aurigas hacían chasquear los látigos y la comitiva arrancaba hacia Santa María la Mayor y la puerta de la Vega, el pueblo aplaudía sin cesar, encantado con el espectáculo. Hasta vitorearon el carruaje donde yo me había acomodado con los criados del marqués de Liche. Y es que, en nuestra infeliz España, el pueblo siempre estuvo dispuesto a vitorear cualquier cosa.


La campana del hospital viejo de los Aragoneses tocó a maitines. Diego Alatriste, que estaba despierto y tumbado en su jergón de la osada del Aguilucho, se incorporó, prendió luz a una vela y empezó a ponerse las botas. Tenía tiempo de sobra para estar en la ermita del Ángel antes de que rayara el alba; pero cruzar Madrid y pasar el Manzanares, en su situación, era aventura complicada. Más vale una hora antes, se dijo, que un minuto después. Así que una vez calzado echó agua en una jofaina, se lavó la cara, mordió un mendrugo de pan para asentarse el estómago y acabó de vestirse: coleto de piel de búfalo, la daga de ganchos y la toledana al cinto, envuelta la daga en un lienzo para que no hiciera ruido contra la cazoleta de la espada; y por lo mismo, en vez de ponérselas, guardó en la faltriquera las espuelas de hierro que estaban sobre la mesa. Atrás, ocultas por la capa que se puso, sobre los hombros, se colocó las dos pistolas de Gualterio Malatesta -botín de la accidentada visita a la calle de la Primavera-, que había cargado y cebado la tarde anterior. Luego se caló el sombrero, miró alrededor por si olvidaba algo, mató la luz y salió a la calle.

Hacía frío y se embozó bien en la capa. Orientándose en la oscuridad dejó atrás la calle de la Comadre y llegó a la esquina de la del Mesón de Paredes con la fuente de Cabestreros. Estuvo allí inmóvil un momento, pus había creído oír algo entre las sombras, y luego siguió adelante acortando por Embajadores a San Pedro. Al cabo, entre las curtidurías cerradas a esas horas, salió al cerrillo del Rastro, donde al otro lado de la cruz y la fuente, definida en la claridad de un farol encendido por la parte de la plaza de la Cebada, se alzaba la mole sombría del matadero nuevo: incluso en la más completa tiniebla habría sido fácil reconocerlo por el olor a despojos podridos. Rodeaba el matadero cuando oyó, esta vez sin duda alguna, pasos a su espalda. O alguien coincidía con él en el paraje, decidió, o ese alguien le iba detrás. En previsión de esto último buscó reparo en un recodo de la tapia, echó atrás la capa, se pasó una pistola a la parte anterior del cinto y sacó la espada. Estuvo así un momento, quieto, contenido el aliento para escuchar, hasta confirmar que los pasos venían en su dirección. Se quitó el sombrero para no hacer bulto, asomó con prudencia la cabeza y alcanzó a ver una silueta que se aproximaba despacio. Aún podía tratarse de casualidad, reflexionó; pero no era momento de darle filos al azar Así que volvió a ponerse el chapeo, afirmó la espada en la diestra, y cuando los pasos estuvieron a su altura salió al des; cubierto, centella por delante.

– ¡Maldita sea tu sangre, Diego!

Si a alguien no esperaba Alatriste era a Martín Saldaña, en ese lugar y a tales horas. El teniente de alguaciles -o más bien la recia sombra a la que pertenecía aquella voz- había dado un salto atrás, asustado, metiendo mano a su espada en menos de lo que se tarda en contarlo: siseo metálico y leve destello de acero oscilando a uno y otro lado, cubriéndose con prudencia de veterano. Alatriste comprobó el estado del suelo bajo sus pies, que era llano y sin piedras sueltas que estorbasen. Luego arrimó el hombro izquierdo a la tapia, protegiendo aquel lado del cuerpo. Eso le dejaba libre la diestra para manejar la espada y embarazaba a Saldaña, cuya derecha se vería estorbada por la tapia, si acometía.

– Dime qué cojones -preguntó Alatriste- estás buscando aquí.

El otro no respondió en seguida. Seguía moviendo la toledana. Sin duda prevenía que su antiguo camarada practicase con él un truco que ambos habían empleado a menudo: atacar al adversario cuando hablaba. Eso distraía; y entre hombres como ellos, un instante bastaba para encontrarse con un palmo de acero dentro del pecho.

– No querrás -dijo al fin Saldaña- irte de almíbares y rositas.

– ¿Hace mucho que me vigilas?

– Desde ayer.

Reflexionó Alatriste. Si aquello era cierto, el teniente de alguaciles había tenido tiempo de sobra para rodear la posada y caerle con una docena de corchetes.

– ¿Y cómo vienes solo?

El otro hizo una larga pausa. No era de muchos verbos. Parecía buscarlos.

– No es oficial -dijo al fin-. Lo nuestro es privado.

El capitán estudió con precaución a sólida sombra que tenía enfrente.

– ¿Llevas pistolas?

– Da igual lo que lleve, o lo que lleves tú. Éste es asunto de espada.

Su voz sonaba nasal. Aún debía de tener estropeada la nariz por el cabezazo del coche. Era lógico, concluyó Alatriste, que Saldaña considerase algo personal el incidente de la fuga y los corchetes muertos. Muy propio del compañero de Flandes, zanjarlo de hombre a hombre.

– No es momento -dijo.

La voz del otro sonó pausada. Un tranquilo reproche:

– Me parece, Diego, que olvidas con quién estás hablando.

Seguía el reflejo del acero ante la sombra. El capitán alzó un poco su centella, indeciso, y volvió a bajarla.

– No pienso batirme contigo. Tu vara de alguacil no vale eso.

– Esta noche no la llevo.

Alatriste se mordió los labios, confirmadas sus aprensiones. Saldaña no estaba dispuesto a dejarlo pasar más que por los filos de la espada.

– Escucha -hizo un último esfuerzo-. Todo está a punto de arreglarse. Tengo una cita con alguien…

– Tus citas se me dan una higa. La última conmigo quedó a medias.

– Olvídame sólo por esta noche. Te prometo volver y explicártelo.

– ¿Y quién quiere que expliques nada?

Suspiró Alatriste, pasándose dos dedos por el mostacho. Los dos se conocían demasiado bien. Aquello, concluyó, era cosa hecha. Se puso en guardia y el otro retrocedió un paso, afirmándose. Había muy poca luz, pero bastaba para adivinarse los aceros. Casi tan poca, recordó melancólico el capitán, como la de aquella madrugada, cuando Martín Saldaña, Sebastián Copons, Lope Balboa, él mismo y otros quinientos soldados españoles gritaron España, cierra, cierra, y luego de persignarse dejaron las trincheras para subir terraplén arriba, al asalto del reducto del Caballo, en Ostende, y sólo volvieron la mitad.

– Vamos -dijo.

Sonaron los aceros, tanteándose, y en seguida el teniente de alguaciles se apartó de la pared con un compás curvo para tener más libertad de movimiento. Alatriste sabía a quién tenía delante; habían guerreado juntos y jugado esgrima muchas veces con espadas negras: su adversario era tranquilo y diestro. El capitán le tiró una estocada recia, buscando herir de antuvión sin protocolos; pero el otro sacó pies para ganar espacio, paró y vino luego por la línea recta, simple y derecho. Ahora le tocó a Alatriste salir, aunque esta vez estorbado él por la tapia, y en el movimiento perdió de vista el reflejo de la espada enemiga. Se revolvió, cubriéndose como pudo con un violento latigazo de la hoja, buscando el otro acero para orientarse. De pronto lo vio venir alto, de tajo. Opuso un revés y se fue atrás, maldiciendo en sus adentros. Aunque la oscuridad igualaba destrezas, dejando mucho a la suerte, él era mejor espadachín que Saldaña y sólo tenía que cansarlo un poco. El problema radicaba en cuánto tiempo iba a pasar antes de que, pese ala intenciones solitarias del teniente de alguaciles, una ronda oyese el estrépito de la lucha y la corchetada acudiese en socorro de su mayoral.

– ¿A quién le conseguirá ahora tu vida la vara de alguacil?

Lo preguntó mientras daba dos pasos atrás para recobrar la ventaja y el aliento. Sabía que Saldaña era impasible como un buey, excepto en lo tocante a su mujer. Ahí se ofuscaba. Bromear sobre que ésta podía haberle proporcionado el cargo a cambio de favores a terceros, como afirmaban los maledicentes, sí le alteraba el pulso y la vista. Y espero, pensó Alatriste, que se los altere tanto que yo pueda resolver esto pronto. Afirmó los dedos dentro de la cazoleta, paró una hurgonada, retrocedió un poco para confiar a su adversario, y en el siguiente choque de aceros lo notó mas descompuesto al tacto. Era cosa de insistir.

– La imagino inconsolable -añadió mientras sacaba pies muy atento-. Y de luto.

Saldaña no respondió; pero resollaba entrecortado, muy rápido, y juró entre dientes cuando la estocada furiosa que acababa de largar se perdió en el vacío, deslizándose por la hoja del capitán.

– Cabrón -remató Alatriste con calma, y esperó.

Ahora sí. Lo sintió venir en la oscuridad, o más bien lo adivinó por el reflejo de la espada y el ruido de pasos, perdido todo compás de destreza, y por el rugido de rencor al acometer, ciego. Entonces paró firme, dejó al otro intentó: un furioso revés, y a mitad del movimiento, cuando calculó; que el teniente de alguaciles aún tendría adelantado el pié contrario, giró medio círculo la muñeca, se tiró a fondo puño arriba y le pasó el pecho de una estocada.

Retiró la espada, y mientras la limpiaba en el ruedo de la capa se quedó mirando el bulto de Saldaña tirado en el suelo. Luego la envainó y fue a arrodillarse junto al que había sido su amigo. Por alguna extraña razón no sentía remordimiento, ni dolor. Sólo una honda fatiga y un deseo de blasfemar a gritos. Mierda de Dios. Acercó la oreja. Oía la respiración irregular y débil del otro, y un ruido que no le gustaba, el burbujeo de la sangre y el silbido del aire al entrar y sal de los pulmones por la herida. Estaba grave, aquel estólido, cabezota.

– Maldito seas -dijo.

Sacó un lienzo limpio de la manga del jubón y buscó a tientas la brecha. Le cabían dos dedos en ella, comprobó. Introdujo allí lo que pudo del pañuelo, para frenar la hemorragia. Después empujó a Saldaña, volviéndolo a medias en el suelo, y sin hacer caso de sus gemidos estuvo palpándole la espalda. No encontró agujero de salida, ni otra sangre que la que manaba del pecho.

– ¿Puedes oírme, Martín?

Con un hilo de voz el otro respondió que sí. Que lo oía.

– Procura no toser, ni moverte.

Sostuvo en alto la cabeza del herido y le puso debajo la capa, doblada a manera de almohada par evitar que la sangre subiera de los pulmones a la garganta lo asfixiara.

– Cómo estoy, le oyó preguntar. La última palabra se ahogó en una tos sucia. Líquida.

– Estás aviado. Si toses, te desangras.

Asintió el otro débilmente con la cabeza, y se quedó quieto; el rostro en sombra, haciendo ruido con el pulmón atravesado. Volvió a asentir un momento después, cuando Alatriste escudriñó a un lado y a otro, impaciente, y dijo que tenía que irse.

– Veré de buscarte ayuda -dijo-. ¿Quieres también un cura?

– No digas… sandeces.

Alatriste se puso en pie.

– Igual sales de ésta.

– Igual.

Dio unos pasos el capitán, alejándose; pero lo alcanzó la voz del herido, que lo llamaba. Volvió atrás, arrodillándose de nuevo.

– Dime, Martín.

– No lo pensabas… ¿verdad?… Lo que dijiste.

A Alatriste le costó abrir los labios. Los sentía secos, pegados. Cuando habló, le dolieron como desgarrándose.

– Claro que no lo pensaba.

– Hijo… de puta.

– Ya me conoces. Fui a lo fácil.

Una mano de Saldaña se había aferrado a su brazo. Parecía que todo el vigor de su cuerpo maltrecho se concentraba allí.

– Querías enfurecerme… ¿No es cierto?

– Sí.

– Sólo fue… una treta.

– Por supuesto. Una treta.

– Júralo.

– Voto a Dios.

El pecho traspasado del teniente de alguaciles se agitó dolorosamente en una tos. O en una risa.

– Lo sabía… Hijo de puta… Lo sabía…

Alatriste se incorporó arrebozándose en su capa. Después de la acción, al calmársele la sangre sentía el frío de la noche. O tal vez no fuera la noche.

– Buena suerte, Martín.

– Lo mismo digo… capitán… Alatriste.


Aullaban perros a lo lejos, por el camino de San Isidro. El resto del paisaje nocturno estaba en silencio, y ni siquiera había un soplo de brisa que moviera las hojas de los árboles. Diego Alatriste cruzó el último tramo de la puente segoviana y se detuvo un momento junto a los cobertizos de los lavaderos. El Manzanares resonaba en la orilla, henchido por el agua de las últimas lluvias. Madrid era una mole oscura, atrás, encaramada en las alturas sobre el río, con las sombras aguzadas de los campanarios de sus iglesias y la torre del Alcázar Real perfilándose entre cielo y tierra: negra a tachonada de estrellas arriba y algunas luces mortecinas abajo, tras los muros de la ciudad.

La humedad calaba su capa cuando, tras comprobar que todo estaba en orden, caminó hacia la ermita del Ángel. Había llegado sin más tropiezos después de llamar, embozado el rostro, a la puerta de una casa vecina al Rastro, sacar un doblón de a cuatro y decir que buscaran a un cirujano y se ocuparan de un herido que había junto al matadero. Ahora, ya muy cerca de la ermita y resuelto a no correr más riesgos, el capitán sacó de la pretina una de las pistolas, echó atrás el perrillo y apuntó a la sombra del hombre que aguardaba allí. Al sonar el chasquido del arma, relinchó inquieto un caballo y la voz de Bartolo Cagafuego le preguntó a Alatriste si era él.

– Soy -dijo.

Cagafuego envainó su herreruza con un suspiro de alivio. Estaba contento, dijo, de que todo hubiera salido bien y el señor capitán llegara sano y salvo. Le pasó las riendas del caballo: un morcillo, añadió, dócil y de buena boca, aunque cargaba algo a la derecha. Con todo y con eso, propio de un marqués, o de un emperador de la China, o de cualquier personaje de mucho toldo.

– Es andariego, pues no tiene costras en las ijadas ni llagas de espuela. Le he avispado las herraduras, y a fe que no manca un clavo. También caté la silla y la cincha… Vuacé lo encontrará a su gusto.

Alatriste palmeaba el cuello del caballo: cálido, tenso y fuerte. Lo sintió cabecear al contacto de su mano, complacido. El vaho cálido de los ollares le humedeció la palma.

– El animal -proseguía Cagafuego- puede calcorrear ocho o diez leguas muy gentil, si no se le acogota. Estuve un tiempo con gitanos por Andalucía, y de cuatropeos y almifores entiendo algo. Por los hombres suceden las desgracias, no por las pobres bestias… Pero si al final le entran agonías a vuacé, puede cambiar de montura en la posta de Galapagar y subir fresco la cuesta.

– ¿Habéis puesto alforjas?

– Me he tomado esa libertad: una giba con un chusco de artife, formage, cecina y un pellejo con medio azumbre d alboroque.

– El vino será bueno, supongo -bromeó Alatriste.

– De la taberna de Lepre, y no digo más. Turco como Solimán.

Alatriste comprobó a tientas cabezada, brida, silla, cincha y estribos. La alforja con la comida y el vino colgaba del arzón. Echó mano a la faltriquera y le alargó al otro dos monedas de oro.

– Os habéis portado como quien sois, amigo: la nata de la chanfaina.

Sonó en la oscuridad la risa halagada y feroz del jaque.

– Voto al siglo de mi agüelo que no hice nada, señor capitán. Fue agua y lana. Ni siquiera hubo que meter mano a la fisberta ni desabrigar almas, como en Sanlúcar… Y por vida del rey de matantes que lo siento; a un tigre de mis hígados lo afrenta que se le oxide la gubia. Que no todo va a ser vivir del caire que uno engiba de su marca.

– Saludadla de mi parte. Y que no os pille el mal francés como la otra: aquella pobre Blasa Pizorra, que en paz descanse.

Alatriste entrevió que el rufo se santiguaba en la oscuridad.

– No lo permita el Coime de las Clareas.

– En cuanto a la valerosa gubia de vuestra merced -añadió Alatriste-, ya habrá ocasión. La vida es corta y el arte larga.

– De arte no entiende mucho este bravo, señor capitán; pero de lo otro, vive Roque. Los deudos estamos para las ocasiones, y ahí me tendrá vuacé: cumplidor como un godo y más puntual que cuartana. Y no digo más.

Alatriste se había arrodillado para calzarse las espuelas.

– Huelga decir que ni nos hemos visto, ni nos conocemos -dijo mientras abrochaba las hebillas-… Me pase lo que me pase, podéis estar tranquilo.

Cagafuego soltó otra risotada.

– Eso va de oficio… Es universal que, aunque lo acerre la Durandaina, al hijo del padre de vuacé no le suelta la sin hueso ni el potro que no es de Córdoba.

– Nunca se sabe.

– No se disminuya, señor capitán. Que ya tuviera yo el socorro de mi coima tan seguro como vuestra mojarra… Todo Madrid lo conoce como hidalgo de los que se dejan bochar mudos en el cabo de Palos.

– Permitidme un ay, por lo menos.

– Pase adelante esa dobladilla por tratarse de vuacé. Pera como mucho, ay, nones, y a iglesia me llamo.

Se despidieron dándose la mano. Luego Alatriste se puso los guantes, montó y condujo al caballo río arriba, por el sendero que discurría junto a la tapia de la Casa de Campo, la rienda floja para que el animal se guiara en la oscuridad. Pasado el puentecito del arroyo Meaque, donde los cascos del caballo resonaron demasiado para su gusto, se metió entre la arboleda de la orilla para evitar a los guardias de la puerta real; y tras seguir un rato así, agachándose con una mano en el ala del chapeo mientras esquivaba las ramas bajas de los árboles, salió a la cuesta de Aravaca, bajo las estrellas, dejando el rumor del río a la espalda, tras los bosquecillos sombríos que se espesaban en la ribera. Allí la tierra clara del suelo permitía distinguir mejor el camino; de modo que puso una de las pistolas que llevaba al cinto en la funda del arzón delantero, se abrigó más con la capa, arrimó espuelas y puso el caballo a un trotecillo suelto, para verse lo antes posible lejos de aquellos parajes.


Bartolo Cagafuego tenía razón: el morcillo tiraba un poco más de la brida derecha que de la izquierda y convenía barajarlo un poco, pero era noble y de razonable buena boca. Por fortuna; pues Alatriste no era gallardo jinete. Sabía de animales como todo el mundo, montaba mesurado y derecho sin descomponerse en el galope, se manejaba a lomos de un caballo o una mula, e incluso conocía algunas evoluciones propias del combate y de la guerra. Pero de ahí a la destreza ecuestre mediaba un trecho. Toda su vida había pateado Europa con los tercios de la infantería española y navegado el Mediterráneo en las galeras del rey; y a los caballos los recordaba menos bajo la propia silla que viniéndole encima a la carga entre clarines enemigos, redoble de tambores y picas ensangrentadas, en llanuras flamencas o en playas de Berbería. En realidad sabía más de destapar caballos que de montarlos.

Pasada la venta vieja del Cerero, que estaba cerrada y sin luz, trotó cuesta de Aravaca arriba y luego aflojó talones dejando que el animal anduviera al paso por el camino, llano y con pocos árboles, que discurría entre las manchas oscuras, semejantes a grandes extensiones de agua, de los sembrados de trigo y cebada. El frío arreció antes de que clarease el cielo, como era de esperar, y el capitán agradeció llevar puesto el coleto de piel de búfalo bajo la capa. Las primeras luces empezaban a perfilar el horizonte, agrisando las sombras, cuando caballo y jinete pasaron cerca de Las Rozas, sin entrar. Alatriste había decidido no utilizar el camino de rueda de Ávila, más largo y frecuentado; así que al llegar al cruce tomó a la derecha por el sendero de herradura. A partir de allí había suaves subidas y bajadas, y los sembrados dieron, paso a pinares y matorrales entre los que se detuvo un rato desmontando para meter mano a la alforja de Cagafuego Vio amanecer sentado sobre la capa, abstraído en sus pensamientos, despachando un poco de queso con un trago de vi? no mientras el caballo descansaba. Luego puso el pie en el estribo, se acomodó otra vez en la silla y siguió en pos de su: sombra y la de su montura, que los primeros rayos de luz rojiza alargaban sobre el suelo. Más adelante, a unas tres leguas de Madrid y con el sol calentando la espalda de Alatriste, el camino se hizo más revuelto y cuesta arriba, y los bosquecillos de pinos cambiaron a frondosos encinares donde correteaban conejos y a veces se vislumbraban huidizas cornamentas de ciervos. Aquéllos eran cotos despoblados y sin cultivar, reservados al rey; la caza furtiva se pagaba con pena de azotes y galeras.

A poco empezó a cruzarse con gente: unos arrieros con sus mulas camino de Madrid y otra reata con pellejos de vino que adelantó cerca del río Guadarrama. A mediodía pasó el puente del Retamar, donde el aburrido guarda de la casilla se embolsó el peaje de caballerías sin hacer preguntas ni apenas mirarle la cara. A partir de allí el paisaje se hacía, más quebrado y fragoso, serpenteando el camino entre retamas de flores blancas, barrancos y peñas que multiplicaban el eco de los cascos del caballo, con muchas vueltas y revueltas por un terreno que habría sido, pensó Alatriste mirando en torno con ojo profesional, perfecto para ermitaños de camino, o sea, bandoleros, de no mediar pena de vida para quien salteara en tierras del rey. Éstos preferían hacer de las suyas a pocas leguas de allí, desvalijando en el camino real que por la torre Lodones y el Guadarrama llevaba a Castilla la Vieja. Aun así, habida cuenta de que no eran los bandoleros quienes más lo preocupaban en aquel trance, comprobó que seguía seco el cebo de la pistola que llevaba lista en el arzón, junto a la mano que empuñaba las riendas.

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