III. EL ALCAZAR DE LOS AUSTRIAS

– Espego con deleité vuestga comediá, señog de Quevedó.

La reina era bellísima. Y francesa. Hija del gran Enrique IV el Bearnés, tenía veintitrés años, clara la tez y un hoyuelo en la barbilla. Su acento era tan encantador como su aspecto, sobre todo cuando se esforzaba en pronunciar las erres frunciendo un poco el ceño, aplicada, cortés en su majestad llena de finura e inteligencia. Saltaba a la vista que había nacido para el trono; y aunque extranjera de origen, reinaba tan lealmente española como su cuñada Ana de Austria -la hermana de nuestro cuarto Felipe, desposada con Luis XIII, lo hacía en su patria adoptiva de Francia. Cuando el curso de la historia terminó enfrentando al viejo león español con el joven lobo francés, disputándose ambos la hegemonía en Europa, ambas reinas, educadas en el deber riguroso de su honor y su sangre, abrazaron sin reservas las causas nacionales de sus augustos maridos; con lo que en los crudelísimos tiempos que estaban porvenir iba a darse la paradoja de que los españoles, con reina francesa, íbamos a acuchillarnos con franceses que tenían una reina española. Pues tales son, pardiez, los azares de la guerra y la política.

Pero volvamos a doña Isabel de Borbón y al Alcázar Real. Contaba a vuestras mercedes que esa mañana, con la luz entrando a raudales por los tres balcones de la sala de los Espejos, la claridad de la estancia doraba su cabello rizado, arrancando reflejos mate a las dos perlas sencillas que usaba como pendientes. Vestía muy doméstica dentro de las exigencias de su rango, de chamelote de aguas color malva, entero, guarnecido con esterillas de plata, y el verdugado ahuecaba su falda con mucha gracia, chapín de raso y una pulgada de media blanca a la vista, sentada como estaba en un escabel junto a la ventana del balcón central.

– Temo no estar a la altura, mi señora.

– Lo estaguéis. Toda la cogté confía muchó en vuestgo inguenió.

Era simpática como un ángel, pensé, clavado en la puerta sin atreverme a mover una ceja; petrificado por diversos motivos, de los que hallarme en presencia de la reina nuestra señora era sólo uno entre muchos, y no por cierto el más grave. Me había vestido con ropa nueva, jubón de paño negro con golilla almidonada y calzón y gorra de lo mismo, que un sastre de la calle Mayor, amigo del capitán Alatriste, me había confeccionado a crédito en sólo tres días, desde el momento en que supimos que don Francisco de Quevedo iba a permitirme acompañarlo a palacio. Mimado de la Corte, bienquisto entonces de su majestad la reina, don Francisco se había vuelto asiduo de todo acto cortesano. Divertía a nuestros monarcas con su ingenio, adulaba al conde-duque, a quien convenía contar con su inteligente péñola frente al número creciente de adversarios políticos, y era adorado por las damas, que en cualquier sarao o reunión le rogaban las complaciese con versos e improvisaciones. De modo que el poeta, astuto y listísimo como era, se dejaba querer, cojeaba más de la cuenta para hacerse perdonar el talento y la privanza, y se disponía a medrar sin complejos mientras durase la buena racha. Favorable conjunción de los astros, aquélla, que el escepticismo estoico de don Francisco, forjado en la cultura clásica, en el favor y en la desgracia, le pronosticaba no sería eterna. Pues como él mismo apuntaba, somos lo que somos hasta que dejamos de serlo. Sobre todo en España, donde esas cosas ocurren sin más, de la noche a la mañana. De modo que te arrojan a prisión o te llevan en orozado por las calles, camino del cadalso y sin transición alguna, los mismos que ayer te aplaudían y se honraban con tu amistad o con tu trato.

– Permita mi señora que le presente a un joven amigo. Se llama Iñigo Balboa Aguirre, y ya se ha batido en Flandes. Me incliné hasta casi tocar el suelo con la frente, la gorra en la mano, ruborizado hasta las orejas. Y el golpe de calor, como ya apunté, no era sólo por hallarme en presencia de la esposa de Felipe IV Sentía fijos en mí los ojos de cuatro meninas de la reina que estaban sentadas cerca, en almohadones y cojines de raso puestos sobre las baldosas amarillas y rojas, junto a Gastoncillo, el bufón francés que doña Isabel de Borbón había -traído con ella cuando los desposorios con nuestro monarca. Las miradas y sonrisas de esas jóvenes damas bastaban para que a cualquier mozo se le fuera la cabeza.

– Tan joven -dijo la reina.

Luego me dedicó un último gesto amable, se puso a conversar con don Francisco sobre los pormenores de las jacarillas que éste había compuesto, y yo me quedé de pie como estaba, la gorra en las manos y mirando al infinito, sintiendo la necesidad de apoyarme en el zócalo de azulejos portugueses antes de que me flaquearan las piernas. Las meninas cuchicheaban entre ellas, Gastoncillo se les unía en susurros, y yo no sabía dónde poner los ojos. Por cierto que el bufón medía una vara de alto, era feo como la madre que lo parió, y famoso en la Corte por tener maldita la gracia -imaginen vuestras mercedes el salero de un enano gabacho contando chistes -; pero a la reina le complacía y todo el mundo reía sus chacotas, aunque por compromiso y de mala gana. El caso es que seguí como estaba, quieto cual figura representada en los cuadros que ornaban el salón, que era nuevo, inaugurado con las recientísimas reformas de la fachada del alcázar, en cuyo vetusto edificio se avecinaban y superponían oscuras estancias del pasado siglo con modernas habitaciones de nueva fábrica. Miré el Aquiles y el Ulises del Tiziano sobre las puertas, la oportuna alegoría de La religión socorrida por España, el retrato ecuestre del gran emperador Carlos en batalla de Mühlberg y, en la pared opuesta, otro del cuarto Felipe, también a caballo, pintado por Diego Velázquez. Al cabo, cuando me supe de memoria cada uno de aquellos lienzos, reuní el valor suficiente para volverme hacia el verdadero objeto de mi inquietud. No sabría decir si los golpes que retumbaban en mis adentros procedían del martillo de los carpinteros que aparejaban el cercano salón dorado para el sarao de la reina, o si los causaba la sangre bombeando con fuerza en mis venas y en mi corazón. Mas allí estaba yo, de pie como para aguantar una carga de caballería luterana, y frente a mí, sentada en un cojín de terciopelo rojo, se hallaba el ángel-diablo de mirada azul que endulzó y amargó, a un tiempo, mi inocencia y mi juventud. Naturalmente, Angélica de Alquézar me miraba.


Cosa de una hora más tarde, terminada la visita, cuando seguía a don Francisco de Quevedo bajo los pórticos del patio de la Reina, el bufón Gastoncillo me dio alcance, tiró con disimulo de la manga de mi jubón púsose en la mano un billetito plegado. Me quedé estudiando el papel sin osar desdoblar! lo; y antes de que don Francisco reparase en él lo introduje, discreto, en mi faltriquera. Luego miré alrededor sintiéndome osado y galán, con aquel mensaje que me hacía semejante a los personajes de las comedias de capa y espada. Por Cristo que la vida era hermosa -pensé de pronto- y la Corte fascinante. El mismo alcázar, desde donde se regían los destinos de un imperio que abarcaba dos mundos, reflejaba el pulso de aquella España que se me subía a la cabeza: los dos patios, llamados del Rey y de la Reina, estaban llenos de cortesanos, pretendientes y ociosos que iban y venían entre éstos y el mentidero de la explanada de afuera, pasando bajo el arco de la entrada donde, entre las sombras y el contraluz de la puerta, destacaban los ajedrezados uniformes de la guardia vieja. Don Francisco de Quevedo, cuya singular persona ya dije estaba de moda esos días, se veía detenido a cada momento por gente que lo saludaba con deferencia o solicitaba su apoyo en alguna pretensión. Aquél pedía beneficios para un sobrino, el otro para un yerno, éste para un hijo o un cuñado. Nadie ofrecía trabajar a cambio, nadie se comprometía a nada. Se limitaban a andar en corso, reivindicando la merced como un derecho, haciéndose todos de la sangre de los godos en pos del sueño que acarició siempre cada español: vivir sin dar golpe, no pagar impuestos y pavonearse con espada al cinto y una cruz bordada al pecho. Y para que se hagan idea vuestras mercedes de hasta dónde llegábamos en materia de pretensiones y solicitudes, diré que ni los santos de las iglesias quedaban libres de impertinencias; pues hasta en las manos de sus imágenes depositábanse memoriales pidiendo tal o cual gracia terrena, como si de funcionarios de palacio se tratara. De modo que en la iglesia del solicitadísimo San Antonio de Padua llegó a ponerse un cartel bajo el santo, diciendo: «Acudan a San Gaetano, que yo ya no despacho».

Y así, lo mismo que San Antonio de Padua, don Francisco de Quevedo, familiarizado con ese naipe -él mismo solicitó varias veces sin reparo, aunque no siempre lo acompañaran la oportunidad y la suerte-, escuchaba, sonreía, encogía los hombros sin comprometerse más allá de lo justo. Sólo soy un poeta, advertía para escurrir el bulto. Y a veces, harto de la insistencia del impertinente y sin poder zafarse de modo amable, terminaba enviándolo al carajo.

– Por los clavos de Cristo -murmuraba- que nos hemos convertido en un país de pedigüeños.

Lo que no era poca verdad, y aún había de serlo más en lo que estaba por venir. Para el español, la merced no fue nunca privilegio sino derecho inalienable; hasta el punto de que no conseguir lo que su vecino alcanzaba ennegreció siempre su bilis y su alma. Y en cuanto a la proverbial hidalguía tan traída y llevada entre las supuestas virtudes patrias -hasta el francés Corneille con su Cid y algún otro se tragaron ese pastel de a cuatro-, diré que tal vez la hubo en otra época: cuando nuestros compatriotas necesitaban pelear para sobrevivir, y el valor era sólo una entre muchas virtudes imposibles de comprar con dinero. Pero ya no era el caso. Demasiada agua había corrido bajo los puentes desde aquellos tiempos sobre los que el mismo don Francisco de Quevedo escribió, a modo de epitafio:

Yace aquella virtud desaliñada,

que fue, si rica menos, más temida,

en vanidad y en sueño sepultada.

En los días que narro, las virtudes, si alguna vez existieron, habíanse ido casi todas al diablo. Nos quedaban sólo la soberbia ciega y la insolidaridad que terminarían por arrastrarnos al abismo; y la poca dignidad que conservábamos se limitaba a unos cuantos individuos aislados, a los escenarios de los corrales de comedias, a los versos de Lope y de Calderón, y a lejanos campos de batalla donde aún resonaba el hierro de nuestros tercios veteranos. Que mucho me hicieron reír siempre los que se retuercen el mostacho pregonando la nuestra como nación digna y caballeresca. Pues yo fui y soy vascongado y español, viví mi siglo de cabo a rabo, y siempre topé en el camino con más Sanchos que Quijotes, y con más gente ruin, malvada, ambiciosa y vil, que valiente y honrada. Nuestra única virtud, eso sí, fue que algunos, incluso entre los peores, supieron morir como Dios manda cuando hizo falta o no hubo otro remedio, de pie, el acero en la mano. Lo cierto es que mucho mejor habría sido vivir para el trabajo y el progreso que pocas veces tuvimos, pues nos lo negaron, contumaces, reyes, validos y frailes. Pero qué le vamos a hacer. Cada nación es como es, y aquí hubo lo que hubo. De cualquier modo, y puestos a irnos todos al fondo como al cabo nos fuimos, mejor así: unos cuantos desesperados poniendo a salvo, como si fuese la bandera rota del reducto de Terheyden, la dignidad del infame resto. Rezando, blasfemando, matando hasta vender cara la piel. Y algo es algo. Por eso, cuando alguien me pregunta qué respeto de esta infortunada y triste España, siempre repito lo que le dije a aquel oficial francés en Rocroi. Pardiez. Contad los muertos.


Si sois lo bastante hidalgo para escoltar a una dama, aguardad esta noche, a las Ánimas, en la puerta de la Priora.


Venía tal cual, sin firma. Lo leí varias veces, recostado en una columna del patio mientras don Francisco departía en corro con unos conocidos. Y a cada lectura el corazón se me desbocaba en el pecho. Mientras el poeta y yo estuvimos en presencia de la reina, Angélica de Alquézar no había hecho un solo gesto que delatase interés por mi persona. Hasta sus sonrisas, entre los cuchicheos de las otras meninas, fueron más contenidas y sutiles. Sólo sus ojos azules me calaban con una intensidad tal que, como ya dije, en algún momento temí no soportarla a pie firme. Por ese tiempo yo era un mozo de buena traza, alto para mi edad, de ojos vivos, con espeso cabello negro, y la ropa nueva y la gorra con pluma roja que tenía en las manos me procuraban una apariencia decente. Eso me había dado ánimo para soportar el escrutinio de mi joven dama, si es que la palabra mía puede aplicarse a la sobrina del secretario real Luis de Alquézar; que todo el tiempo fue de ella sola, e incluso cuando poseí su boca y su carne -yo estaba lejos de imaginar lo poco que faltaba para esa primera vez- siempre me sentí de pase, como el intruso que se mueve inseguro del terreno que pisa, esperando de un momento a otro que los criados lo echen a la calle. Sin embargo, como ya apunté otra vez, y pese a todo cuanto después ocurrió entre nosotros, incluida la cicatriz de daga que tengo en la espalda, sé -quiero creer que lo sé- que ella me amó siempre. A su manera.


Nos encontramos con el conde de Guadalmedina bajo uno de los arcos de la escalera. Venía de las habitaciones del joven rey, donde entraba y salía con mucha confianza, y a las que el cuarto Felipe acababa de retirarse tras pasar la mañana cazando en los bosques de la Casa de Campo; placer al que era aficionadísimo, contándose que gustaba de ir sin perros tras los jabalíes y que era capaz de correr el monte todo el día tras una presa. Álvaro de la Marca vestía jubón de gamuza y polainas manchadas de lodo, y se tocaba con una graciosa monterilla enjoyada con esmeraldas. Iba refrescándose con un pañizuelo mojado en agua de olor, camino de la explanada frente a palacio donde lo esperaba su coche. La indumentaria de cazador lo hacía aún más apuesto, dándole un falso toque rústico que realzaba su estampa gallarda. No era extraño, decidí, que las damas de la Corte se abanicasen con más pasión y garbo cuando el conde les asestaba sus miradas; y que incluso la reina nuestra señora le hubiese mostrado al principio cierta inclinación, aunque sin faltar nunca, por supuesto, al decoro de su alto rango y su persona. Y digo al principio porque, en el tiempo de esta aventura, Isabel de Borbón ya estaba al corriente de las almogavarías de su augusto esposo y del papel de acompañante, escolta o tercero, que el de Guadalmedina desempeñaba en tales lances. Lo aborrecía por eso, y aunque el protocolo la obligaba a ciertas finezas -además de servidor de su esposo, el de la Marca era grande de España-, procuraba tratarlo con frialdad. Sólo otro personaje de la Corte era más detestado por la reina nuestra señora: el conde-duque de Olivares, cuya privanza nunca fue bien vista por aquella princesa criada en el arrogante señorío de la Corte de María de Médicis y del gran Enrique IV de Francia. Y así, con el tiempo, querida y respetada hasta su muerte, Isabel de Borbón terminaría encabezando la facción palaciega y cortesana que, década y media más tarde, iba a acabar con el poder absoluto del valido, derribándolo del pedestal donde lo habían encumbrado su inteligencia, su ambición y su orgullo. Eso ocurrió cuando al fin el pueblo, que no había hecho sino oír, admirar y temer con el gran Felipe II, y murmurar o lamentarse con prudencia con Felipe III, diezmado al fin, exhausto, harto de bancarrotas y desastres, empezó a mostrar más desesperación que respeto con Felipe IV, y fue oportuno servirle una cabeza política para calmar su cólera:

Quien no tiene por hazaña

caer, quien se aventuró,

acuérdese, pues se engaña,

que cayó Troya, y cayó

la princesa de Bretaña.

El caso es que aquella mañana, en palacio, el conde de Guadalmedina nos vio a don Francisco y a mí, bajó de dos en dos los últimos peldaños de la escalera, esquivó con práctica y donaire a un grupillo de solicitantes -un capitán reformado, un clérigo, un alcalde y tres hidalgos provincianos a la espera de que alguien despabilara sus pretensiones- y tras saludar con mucho afecto al poeta, y a mí con una cordial palmada en el hombro, nos llevó aparte.

– Hay un asunto -dijo grave, sin más preámbulos.

Me miraba de soslayo, dudando de ir más allá en mi presencia. Pero eran muchos lances los que me conocía junto al capitán Alatriste y don Francisco, y mi lealtad y discreción eran cosa probada. Así que, decidiéndose, echó un vistazo en torno para comprobar que no había orejas palaciegas cerca, saludó tocándose la montera a un miembro del Consejo de Hacienda que pasaba bajo los arcos -los del grupillo pretendiente le fueron detrás como cochinos a un maizal-, bajó un poco más la voz y susurró:

– Decidle a Alatriste que cambie de montura.

Tardé en comprender aquellas palabras. Don Francisco, no. Agudo como siempre, se ajustó los lentes para estudiar al de la Marca.

– ¿Habla vuestra excelencia en serio?

– A fe mía si hablo. Miradme la cara y juzgad las ganas de chacota.

Un silencio. Yo empezaba a comprender. El poeta maldijo en voz baja.

– Yo, en asuntos de faldas, me siento un fui, un seré y un soy cansado. Debería decírselo vuestra excelencia misma. Si tiene huevos.

– Y un cuerno -Guadalmedina movió la cabeza, sin afectarse por la familiaridad-. Yo no puedo mezclarme en eso.

– Pues bien que se mezcla vuestra excelencia en otros menesteres.

El aristócrata se acariciaba bigote y perilla, evasivo.

– No me fastidiéis, Quevedo. Cada uno tiene sus obligaciones. En cualquier caso cumplo de sobra con él, avisándolo.

– ¿Qué debo contarle?

– Pues no sé. Que pique menos alto. Que el Austria asedia la plaza.

Se miraron en largo y elocuente silencio. Lealtad y prudencia en uno, debate entre amistad e interés en otro. Bien situados como ambos vivían en ese tiempo, en pleno favor de la Corte, habría sido más sensato para éste callar, y para aquél no escuchar. Más cómodo y seguro. Y sin embargo allí estaban, cuchicheando junto a las escaleras de palacio, inquietos por un amigo. Y yo era ya lo bastante cuerdo para apreciar su actitud. Su dilema.

Al cabo, Guadalmedina se encogió de hombros.

– ¿Y qué queréis? -zanjó-. Cuando el monarca codicia, no hay más que hablar. Se hacen con los ochos quince.

Reflexioné sobre eso. Qué extraña era la vida, concluí. Con aquella reina en palacio, mujer hermosísima que bastaría para llenar de dicha a cualquier hombre, el rey andaba salteando hembras. Y para más escarnio, de baja estofa: sirvientas, comediantas, mozas de taberna. Yo estaba lejos de sospechar entonces que ya despuntaban en el rey nuestro señor, pese a su naturaleza bondadosa y su flema, o tal vez a causa de ellas, los dos grandes vicios que en pocos años darían al traste con el prestigio de la monarquía labrado por su abuelo y su bisabuelo: la afición desmedida a las mujeres y la apatía en asuntos de gobierno. Puestas ambas cosas, siempre, en manos de terceros y de favoritos.

– ¿Luego es cosa hecha? -quiso saber don Francisco.

– Se remata en un par de días, me temo. O antes. Lo de vuestra comedia está ayudando mucho. Filipo ya le tenía echado el ojo a la dama en los corrales. Pero ahora ha presenciado de incógnito el ensayo de la primera jornada, y arrastra la soga por ella.

– ¿Y el marido?

– En el ajo, naturalmente -Guadalmedina hizo gesto de palparse la faltriquera-. Listo como el hambre, y sin complejos. Es el negocio de su vida.

El poeta movía la cabeza con desaliento. De vez en cuando me miraba, inquieto.

– Pardiez -dijo.


El tono era sombrío, cifrado por las circunstancias. También yo pensaba en mi amo. Según en qué cosas, y María de Castro podía ser muy bien una de ellas, a los hombres como el capitán Alatriste les daban igual los reyes que las sotas.

Atardecía templado, con el sol amarillento, horizontal, alargando sombras carrera de San Jerónimo abajo. A esa hora hervía de coches la olla del Prado, con rizos enjoyados y manos blancas con abanicos asomadas a algunas ventanillas, y gallardos jinetes cosidos al estribo. Frente a la huerta de Juan Fernández, en la confluencia de los prados alto y bajo, hormigueaban paseantes gozando de las últimas horas de luz: damas chapineando, tapadas con manto o a medio tapar, aunque algunas no eran damas ni lo serían nunca, pese a dárselas de tales; del mismo modo que buena parte de los supuestos hidalgos que por allí discurrían, pese a la espada al cinto, la capa y los aires, venían directamente del zaguán de zapatero, la tienda o la sastrería donde se ganaban el pan con las manos: honrada actividad de la que, ya dije, renegó siempre todo español. Había también gente de calidad, por supuesto; pero ésta se concentraba más en los bosquecillos de frutales, los macizos de flores, el laberinto de seto, la noria y el cenador campestre de la famosa huerta, donde aquella tarde, inspiradas por el éxito de la comedia de Tirso que seguía representándose en el corral de la Cruz, la condesa de Olivares, la de Lemos, la de Salvatierra y otras señoras de la Corte habían dado una merienda sin protocolo, hojaldres de las descalzas reales y chocolate de los padres recoletos en honor del cardenal Barberini, legado -y sobrino carnal, además- de su santidad Urbano VIII; que visitaba Madrid entre muchas zalemas diplomáticas por ambas partes y sobre todo por la suya. A fin de cuentas, los tercios españoles eran la más poderosa defensa con que contaba, el catolicismo. Y como en los tiempos del gran Carlos V, nuestros monarcas seguían dispuestos a perderlo todo -al cabo lo perdieron, y lo perdimos- antes de verse gobernando a herejes. Aunque no deja de ser paradójico que, mientras España se consumía defendiendo con dinero y sangre la verdadera religión, su santidad procurase, bajo cuerda, minar nuestro poder en Italia y en el resto de Europa, con sus agentes y diplomáticos entendiéndose con nuestros enemigos. Quizá habría sido mano de santo, para encauzar las cosas, otro saco de Roma como el que las tropas del emperador habían consumado noventa y nueve años atrás, en 1527, cuando todavía éramos lo que éramos y el solo nombre de español quitaba el resuello al mundo. Pero lo cierto es que ahora vivíamos otros tiempos, Felipe IV no era ni de lejos su bisabuelo Carlos, las formas se cuidaban con mucha más política, y la temporada no resultaba oportuna para higos, ni para brevas, ni para que pontífices con la sotana arremangada corrieran a refugiarse en Santángelo con las alabardas de nuestros lansquenetes haciéndoles cosquillas en el culo. Y es una lástima. Porque en la revuelta Europa que narro, con naciones jóvenes haciéndose y con la nuestra vieja de siglo y medio, ser amado no tenía ni la décima parte de ventaja que ser temido. Si tal como estaba el panorama los españoles nos hubiéramos propuesto ser amados, quienes nos segaban la hierba bajo los pies, ingleses, franceses, holandeses, venecianos, turcos y demás, nos habrían liquidado mucho antes. Y gratis. Así, al menos, peleando cada palmo de tierra, cada legua de mar y cada onza de oro, se lo hicimos pagar bien caro, a los hideputas.

En fin. Volviendo a Madrid y a su eminencia el legado apostólico Barberini, aquella tarde todas las ilustres personas, sobrino papal incluido, se habían retirado hacía rato de lo de Juan Fernández; mas aún quedaban en la huerta famosa los restos de la celebración, damas y caballeros de la Corte, paseantes disfrutando de los amenos jardincillos y el césped junto a la noria, y refrescos y fuentes con frutas y golosinas bajo el dosel del cenador. También afuera, por las alamedas y entre las fuentes de ambos prados, de San Jerónimo a los agustinos recoletos, la gente iba y venía o descansaba bajo los árboles: más coches, matrimonios respetables, señoras de condición, daifas con perrillos de faldas disimulándose señoras, jóvenes perdularios, mozas de mesón buscando lo que aún no habían perdido, galanes a caballo, lindos, limeras, vendedores de golosinas, corros de criadas y escuderos, pueblo que miraba. Y el ambiente era tal y como lo describió, con su habitual desenfado, nuestro conocido y vecino el poeta Salas Barbadillo:

Este prado es común a los casados,

deleite es de maridos y mujeres.

Igualmente dos sexos se recrean,

porque ellos pacen y ellas se pasean.

El caso es que por allí andábamos, de bureo en la atardecida, el capitán, don Francisco de Quevedo y yo, de la huerta a la torrecilla de la música y Prado arriba de nuevo, bajo los tres órdenes de álamos cuyas ramas frondosas se extendían sobre nuestras cabezas. Mi amo y el poeta parlaban en voz baja de sus asuntos; aunque he de confesar que yo, siempre atentísimo a lo que decían, iba esa vez distraído en mis cosas: con las campanadas de las ánimas tenía cita cerca de palacio. Lo que no me estorbaba, sin embargo, para captar el aire de la conversación. Os la jugáis, decía don Francisco. Y al cabo de unos pasos -el capitán caminaba a su lado, silencioso, la mirada sombría bajo el ala del chapeo -lo repitió:

– Os la jugáis, y estos bueyes vienen marcados.

Se detuvieron un poco y yo con ellos, junto al pretil del puentecillo, para dejar pasar unos coches con damas que iban de retirada, cediendo espacio a las trotonas y campadoras de medio manto que con la noche empezarían a buscar lanzas para sus broqueles, y a las tapadas que, a hurtadillas de padres o hermanos, con pretexto de una última misa o una caridad y acompañadas por una dueña complaciente, iban al encuentro de un galán perdidizo, o lo hallaban allí sin buscarlo. Saludó el poeta quitándose el sombrero al ser reconocido desde uno de los coches, y luego se volvió hacia mi amo.

– Lo vuestro -dijo- es tan absurdo como el médico que se casa con mujer vieja, estando en su mano matarla.

El capitán torció el mostacho, sin poder evitar media sonrisa; pero no dijo nada.

– Si porfiáis -insistió Quevedo- daos por muerto.

Aquellas palabras me hicieron sobresaltar. Presté atención a mi amo, su perfil aquilino recortado en la última luz de la tarde. Impasible.

– Pues no pienso regalarla -dijo al fin.

El otro lo miró, intrigado.

– ¿La hembra?

– La piel.

Hubo un silencio y luego el poeta miró a un lado, luego a otro, y después murmuró entre dientes algo del género estáis loco, capitán, ninguna mujer merece arriesgar así la gorja. Ésa es caza peligrosa. Pero mi amo se limitó a pasarse dos dedos por el mostacho sin abrir más la boca. Al cabo, tras cuatro o cinco maldiciones y pardieces, don Francisco se encogió de hombros.

– Para eso no cuente vuestra merced conmigo -dijo-. Con reyes no me bato.

El capitán lo miró y tampoco dijo nada. Así echamos a andar de nuevo hacia las tapias de la huerta, donde a los pocos pasos, a medio camino entre la torrecilla y una de las fuentes, vimos de lejos un coche descubierto tirado por dos buenas mulas. No presté atención hasta que observé el rostro de mi amo. Entonces seguí su mirada y vi a María de Castro, arreglada para el paseo y bellísima, sentada en el lado derecho del carruaje. Al izquierdo iba su marido, pequeño, patilludo, sonriente, con jubón de trencilla dorada, bastón de puño de marfil y un elegante sombrero de castor a la francesa que se quitaba continuamente para saludar a diestra y siniestra, encantado de la vida y de la expectación que su esposa y él mismo suscitaban.

– Ahí llegan dos pares de manos -ironizó don Francisco-, manos de Sierra Nevada y manos de Sierra Morena. Gentil almadraba para pescar atunes.

El capitán siguió callado. Vanas señoras con escapularios, ropones, amplias basquiñas legras y rosarios de quince dieces, que estaban cerca con sus maridos, hacían corro cuchicheando entre abanicazos mientras disparaban al coche ojeadas como saetas berberiscas, al tiempo que los respectivos, enlutados, graves, procurando no perder el continente, miraban con disimulada avidez, retorciéndose hacia arriba los mostachos. Mientras se acercaban los comediantes, don Francisco contó un episodio que ilustraba el talante festivo y el gracioso ingenio del marido de María de Castro: durante una representación en Ocaña, habiendo olvidado el puñal con el que tenía que degollar a otro actor en escena, Rafael de Cózar se había quitado la barba postiza, haciendo como que lo estrangulaba con ella; tras lo cual la compañía tuvo que huir campo a través, perseguida a pedradas por los lugareños furiosos.

– Así de guasón es el pájaro -remató el poeta.

Al llegar el coche a nuestra altura, Cózar reconoció a don Francisco y a mi amo; y el gran pícaro hizo una cortés reverencia en la que mi ojo, ya advertido en sutilezas cortesanas, entendió no poca zumba. Con estas finezas y mi parienta, decía el gesto, me pago jubón y sombrero; y con vuestra bolsa el desquite. O, dicho en versos de Quevedo:

Más cuerno es el que paga que el que cobra;

ergo, aquel que me paga es el cornudo,

lo que de mi mujer a mí me sobra.

En cuanto a la sonrisa y la mirada de la legítima del representante Cózar, directamente dirigidas al capitán, éstas eran elocuentes en otro orden de cosas: complicidad y promesa.

Hizo ademán de taparse con el manto, sin llegar a ello -lo que fue menos recato que si nada hiciera-, y vi que mi amo, Cózar reconoció a don Francisco y a mi amo discreto, se destocaba despacio y permanecía sombrero en mano hasta que el coche de los comediantes se alejó alameda abajo. Luego caló el fieltro, volvióse más allá y encontró la mirada llena de odio de don Gonzalo Moscatel; quien, con una mano puesta en el pomo de la espada, nos observaba desde el otro lado del paseo, mordiéndose las guías del bigote de pura cólera.

– Atiza -dijo don Francisco-. El que faltaba.

Estaba el carnicero de pie junto al estribo de un coche propio con más guarnición que un castillo de Flandes, dos mulas tordas en los arreos, cochero en el pescante y una joven sentada dentro, junto a la portezuela abierta en la que don Gonzalo Moscatel se apoyaba. La joven era una sobrina doncella y huérfana que con él vivía, y a la que reservaba casamiento con su amigo el procurador de tribunales Saturnino Apolo: hombre mediocre y vil donde los hubiera, que aparte los cohechos propios de su oficio -de ahí venía su amistad con el obligado de abastos- frecuentaba el mundillo literario y se las daba de poeta, sin serlo, pues sólo era diestro en sangrarles dinero a los autores de éxito, adulándolos y llevándoles el orinal, por decirlo de algún modo, a la manera de quienes sacan barato en el garito de las Musas. El tal Saturnino Apolo era uña y carne de Moscatel y se las daba de conocer bien el ambiente teatral, con lo que alentaba las esperanzas del carnicero respecto a María de Castro, sacándole las doblas mientras esperaba sacarle también a la sobrina y la dote correspondiente. Que tal era su pícara especialidad: vivir de la bolsa ajena, hasta el punto de que el mismo don Francisco de Quevedo, que como todo Madrid despreciaba a ese miserable, le había escrito un soneto famoso que terminaba:

Zurrapa de las musas, gran bellaco,

te importa más la bolsa que la lira,

y más que Apolo te emparenta Caco.

El caso es que la joven Moscatel era bonita moza, harto infame su pretendiente el procurador, y don Gonzalo, el tío, celoso en extremo de su honra. De suerte que todo aquello, sobrina, casamiento, los celos respecto al capitán Alatriste por el asunto de la Castro, la figura y talante desaforado del carnicero, habrían parecido elementos más propios de una comedia que de la vida real -Lope o Tirso llenaban los corrales con historias así- de no darse la circunstancia de que el teatro debía su éxito a reflejar lo que acontecía en la calle, y a su vez la gente de la calle imitaba lo que veía en los escenarios. De ese modo, en el pintoresco y apasionante teatro que fue mi siglo, los españoles nos adornábamos unas veces con aires de comedia, y otras con aires de tragedia.

– Seguro que ése -murmuró don Francisco- no pone reparos.

Alatriste, que miraba a Moscatel con los ojos entornados y el aire ausente, se volvió a medias hacia el poeta.

– ¿Reparos a qué?

– Pardiez. A esfumarse cuando sepa que caza en coto real.

El capitán moduló un apunte de sonrisa y no hizo comentarios. Desde el otro lado de la alameda, luciendo capotillo francés, contramangas huecas, ligas del mismo color bermellón que la pluma del sombrero, tizona larguísima de mucha cazoleta y gavilanes, acartonado de gravedad y ridículo continente, el carnicero seguía fulminándonos con la mirada. Observé a la sobrina: recatada, morena de pelo, sentada entre vuelo de falda ahuecada por el guardapiés, mantilla sobre la cabeza y crucifijo de oro en la valona.

– Coincidirán conmigo -dijo una voz a nuestro lado- en que es muy linda.

Nos volvimos, sorprendidos. Lopito de Vega se nos había acercado por detrás y allí estaba, con los pulgares en la pretina donde llevaba la espada, el paño de la capa doblado sobre un brazo, el sombrero a lo soldado un poco inclinado atrás, sobre el vendaje que aún le envolvía la frente. Miraba con ojos lánguidos a la sobrina de Moscatel.

– No me diga vuestra merced -exclamó don Francisco- que ella es ella.

– Lo es.

Nos admiramos todos, y hasta el capitán Alatriste observó al hijo de Lope con atención.

– ¿Y don Gonzalo Moscatel tolera el galanteo? -quiso saber don Francisco.

– Al contrario -el mozo torcía el bigotillo con amargura-. Dice que su honor es sagrado, etcétera. Y eso que medio Madrid sabe que con el abasto de carne robó lo que no está escrito, ¿verdad?

– Pues bueno. Con todo y eso, al señor Moscatel no se le cae el honor de la boca. Ya saben vuestras mercedes: los abuelos, las armas, la prosapia. La vieja copla.

– Pues para ser quien es y con ese apellido, el tal Moscatel se remonta lejos.

– A los godos, naturalmente. Como todo cristo.

– Ay, amigo mío -filosofó el otro-. Por desgracia, la España grotesca nunca muere.

– Pues alguien debería matarla, vive Dios. Oyendo a ese menguado se diría que vivimos en tiempos del Cid. Ha jurado despacharme si rondo la reja de la sobrina.

Don Francisco miró al hijo del Fénix con renovado interés -¿Y vuestra merced ronda, o no ronda?

– ¿Tengo yo, señor de Quevedo, trazas de no rondar?

Y en pocas palabras Lopito nos completó la situación. No era un capricho, aclaró. Amaba sinceramente a Laura Moscatel, que ése era el nombre de la moza, y estaba dispuesto a casarse con ella apenas lograse el despacho de alférez que solicitaba. El problema era que, soldado de profesión e hijo de autor de comedias -aunque ordenado sacerdote, Lope de Vega padre tenía fama de mujeriego y ponía en entredicho la moralidad de la familia-, sus posibilidades de obtener el permiso de don Gonzalo eran remotas.

– ¿Se ha intentado la empresa a fondo?

– De todos los modos posibles. Y nada. Se cierra de campiña.

– ¿Y qué tal -preguntó Quevedo- si le metéis un palmo de acero al cagarruta del pretendiente, ese tal Apolo?

– No cambiaría nada. De no ser con él, Moscatel la comprometería con otro.

Don Francisco se ajustó los anteojos para ver mejor a la joven del carruaje, y luego observó al amartelado galán.

– ¿De veras la pretendéis en serio?

– Por mi vida que sí -repuso el mozo, firme-. Pero cuando fui a pedir al señor Moscatel una conversación honorable, encontré en la calle a un par de bravos que había contratado para disuadirme.

El capitán Alatriste se volvía a escuchar, interesado; le sonaba aquella música. Quevedo enarcó las cejas con curiosidad. De rondas y estocadas él también sabía un rato.

– ¿Y cómo anduvo el lance? -interrogó el poeta.

Lopito encogió los hombros con hidalga modestia.

– Razonable. De algo sirven la esgrima y la milicia. Además, los jaques no eran gran cosa. Metí mano, lo que no esperaban; tuve suerte y se fueron calcorreando. Pero don Gonzalo no quiso recibirme. Y cuando volví de noche a la reja, acompañado de un criado que además de guitarra llevaba rodela y estoque para andar parejos, resultó que ya sumaban cuatro.

– Hombre precavido, el carnicero.

– Vaya si lo es. Y con buena bolsa para pagarse las precauciones. A mi criado le rebanaron media nariz, al pobrete, y tras unas pocas cuchilladas tuvimos que tomar las de Villadiego.

Nos quedamos mirando los cuatro a Moscatel, muy picado de nuestras ojeadas y de ver en buena compaña a quienes desde dos ángulos tan diferentes batían sus murallas. Se retorció un poco más el fiero bigotazo de vencejo y anduvo unos pasos a diestra y siniestra, sobando la guarnición de la espada como si se contuviera de no venir a nosotros y hacernos pedazos. Al fin, iracundo, abrochó la cortinilla del carruaje para ocultarnos la vista de la sobrina, dio órdenes al criado del pescante mientras se acomodaba en el coche, subió el estribo y fue calle arriba haciéndose más lugar que un aceitero.

– Es como el perro del hortelano -apuntó Lopito, dolido-. Ni come, ni deja comer.


Amores difíciles. Meditaba yo sobre eso aquella misma noche, convencido de que todos lo eran, mientras aguardaba recostado en la tapia de la puerta de la Priora, mirando la oscuridad que se extendía más allá del puente del Parque hacia el camino de Aravaca, entre los árboles de las huertas próximas. La cercanía del arroyo de Leganitos y el río Manzanares refrescaban mucho. La capa que me cubría el cuerpo -y de paso mi daga terciada a los riñones y la espada corta de Juanes que llevaba al cinto- no bastaba para tenerme templado; pero tampoco quería moverme por no llamar la atención de alguna ronda, curioso o maleante de los que a tales horas se buscaban la vida en parajes solitarios como aquél. De modo que seguía allí, confundido pon las sombras de la tapia, junto al portillo del pasadizo qué, discurriendo entre el convento de la Encarnación, la plaza de la Priora y el picadero, comunicaba el ala norte el Alcázar Real con las afueras de la ciudad. Esperando.

Meditaba, repito, sobre los amores difíciles; que como dije son todos, o así me lo parecían entonces. Pensaba en el extraño designio de las mujeres, capaces de cautivar a los hombres y llevarlos hasta extremos donde van al parche del tambor, como dados, la hacienda, la honra, la libertad y la vida. Yo mismo, que no era un mozo lerdo, estaba allí en plena noche, cargado de hierro como un matamoros de la Heria, expuesto a un mal lance y sin saber qué diablos pretendía de mí el diablo, sólo porque una moza de ojos claros y cabellos rubios me había enviado dos líneas escuetas y garabateadas a toda prisa: Si sois lo bastante hidalgo para escoltar a una dama, etcétera. Eran buenas para lo suyo, todas ellas. Y hasta las más estúpidas salían capaces de aplicar el arte sin darse cuenta. Ningún astuto hombre de leyes, ningún memorialista, ningún pretendiente en Corte lo habría hecho mejor en materia de apelar a la bolsa, la vanidad, la hidalguía o la estupidez de los hombres. Armas de mujer. Sabio, vivido, lúcido, don Francisco de Quevedo llenaba hojas y hojas de versos sobre eso:

Y eres asía la espada parecida,

que matas más desnuda que vestida.

La campana de la Encarnación dio las ánimas, y al instante se le sumó, como un eco, el mismo toque procedente de San Agustín, cuyo chapitel se adivinaba recortado por la media luna entre las sombras de los tejados cercanos. Me persigné, y todavía sin extinguirse la última campanada oí chirriar el portillo del pasadizo. Contuve el aliento. Luego, con mucha cautela, desembaracé de la capa el puño de la espada, por si acaso, y volviéndome hacia el ruido tuve tiempo de ver la luz de una linterna que, antes de retirarse, iluminó desde dentro una silueta que salía con presteza, cerrando el portillo tras de sí. Aquello me desconcertó, pues la forma entrevista era de hombre, mozo, ágil, sin capa, vestido de negro y con el inconfundible relucir de un puñal en el cinto. No era lo que yo esperaba, ni de lejos. Así que hice lo único sensato que podía hacer a esas horas y en aquel sitio: ligero como una ardilla, metí mano a mi blanca y le apoyé la punta al recién llegado en el pecho -Si dais un paso más -susurré-, os clavo en la puerta.

Entonces oí reír a Angélica de Alquézar.

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