IX. LA ESPADA Y LA DAGA

– He de confesar que yo estaba aterrado. Y no era para menos. El conde de Guadalmedina en persona había ido a buscarme, y ahora caminábamos a buen paso bajo los arcos del patio principal de El Escorial. Don Francisco de Quevedo, a quien estaba ayudando a poner en limpio unos versos de su comedia cuando Guadalmedina apareció en la puerta del gabinete, apenas había tenido tiempo de dirigirme una grave ojeada aconsejando prudencia antes de que el otro me ordenara seguirlo. Ahora me precedía muy añusgado, oscilándole el elegante herreruelo sobre el hombro izquierdo, la mano zurda en el pomo de la espada y los pasos impacientes resonando en la galería oriental del patio. Pasamos así por delante del cuerpo de guardia, tomamos la escalera pequeña junto al juego de pelota y salimos al piso superior.

– Espera aquí -dijo.

Obedecí, mientras Álvaro de la Marca desaparecía por una puerta. Estaba en un sombrío vestíbulo de granito gris, sin tapices, cuadros ni adornos, y toda aquella piedra fría al rededor me hizo estremecer. Pero aún me estremecí más cuando el de la Marca asomó de nuevo, dijo secamente que, entrase, y al dar cuatro pasos me vi en una galería larga, el techo pintado y las paredes ornadas con frescos que representaban escenas militares, sin otros muebles que un bufete con aderezo de escribir y una silla. La estancia tenía nueve ventanas a un lado, abiertas a un patio interior cuya luz iluminaba la prolongada pintura principal que decoraba la pop red opuesta, donde antiguos caballeros cristianos reñían con moros, mostrándose hasta en el menor detalle los pormenores del ejército y del combate. Era la primera vez que entraba en la galería de las Batallas, y estaba lejos de suponer hasta qué punto, con el tiempo, aquellas pinturas conmemorando la victoria de la Higueruela, la gesta de San Quintín y la jornada de las Terceras iban a serme tan familiares como el resto del edificio real, cuando años después llegué a ser teniente, y luego capitán, de la guardia vieja de nuestra señor Felipe IV De cualquier modo, en aquel momento, el Iñigo Balboa que caminaba junto al conde de Guadalmedina era sólo un joven asustado, incapaz de apreciar la majestuosidad de las pinturas que decoraban la galería. Mis cinco sentidos estaban puestos en la figura imponente que aguardaba al extremo, junto a la última de las ventanas: un hombre corpulento, de barba espesa recortada en el mentón y terrible mostacho que se espesaba en las guías. Vestía de lama noguerada, con la cruz verde de Alcántara; y su cabeza, grande, poderosa, se asentaba sobre un cuello que a duras penas se veía contenido por la golilla almidonada. Al acercarme clavó en mí unos ojos inteligentes y amenazadores como arcabuces negros. En los días que narro, aquellos ojos daban pavor a toda Europa.

– Éste es el mozo -apuntó Guadalmedina.

El conde-duque de Olivares, valido de Su Católica Majestad, asintió casi imperceptiblemente, sin dejar de observarme. En una mano sostenía un papel escrito y en la otra una taza de chocolate.

– ¿Cuándo llega ese Alatriste? -le preguntó a Guadalmedina.

– A la puesta de sol, supongo. Tiene instrucciones para presentarse en el acto.

Olivares se inclinó un poco hacia mí. Oírlo pronunciar el nombre de mi amo me había dejado estupefacto.

– ¿Tú eres Iñigo Balboa?

Hice un gesto afirmativo, incapaz de articular palabra, mientras intentaba ordenar mi mente confusa. El conde-duque leía el documento entre sorbos al chocolate, murmurando algunos párrafos en voz alta: nacido en Oñate, Guipúzcoa, hijo de un soldado muerto en Flandes, criado de Diego Alatriste y Tenorio, más conocido como el capitán Alatriste, etcétera. Mochilero en el tercio viejo de Cartagena. Toma de Oudkerk, batalla del molino Ruyter, combate de Terheyden, asedio de Breda -entre cada nombre flamenco alzaba los ojos del papel, como para comparar aquello con mi evidente juventud-. Y antes de Flandes, un auto de fe de la plaza Mayor de Madrid, el año mil seiscientos y veintitrés.

– Ya recuerdo -dijo, observándome con más atención mientras dejaba la taza sobre el bufete-… Aquel asunto con el Santo Oficio.

No era tranquilizador conocer que tu biografía andaba en papeles; y el recuerdo de mi aventura con la Inquisición no contribuyó a serenarme el ánimo. Pero la pregunta que vino después me trocó el desconcierto en pánico:

– ¿Qué ocurrió en las Minillas?

Miré a Álvaro de la Marca, que hizo un movimiento tranquilizador con la cabeza.

– Puedes hablar delante de su grandeza -dijo-. Está al corriente de todo.

Seguí mirándolo, receloso. Yo le había referido en el garito de Juan Vicuña los sucesos de la infausta noche, bajo condición de que no hablara con nadie hasta entrevistarse con el capitán Alatriste. Pero el capitán aún no estaba allí. Guadalmedina, cortesano al fin, no había jugado limpio. O se cubría las espaldas.

– No sé nada del capitán -balbucí.

– Déjate de tonterías, pardiez -urgió Guadalmedina-. Estuviste con él y con el hombre que murió. Explícale a su grandeza cómo fue todo.

Me volví hacia el conde-duque. Continuaba estudiándome con una fijeza feroz que daba espanto. Aquel hombre sostenía sobre sus hombros la monarquía más poderosa de la tierra; movía ejércitos a través de los mares y las cordilleras con sólo enarcar una ceja. Allí estaba yo, temblando por dentro como una hoja. Y a punto de decirle no.

– No -dije.

Parpadeó un instante el valido.

– ¿Te has vuelto loco? -exclamó Guadalmedina.

El conde-duque no me quitaba la vista de encima. Sin embargo, sus ojos parecían ahora más curiosos que furibundos.

– Por mi vida, que voy a… -empezó Guadalmedina, amenazador, dando un paso hacia mí.

Olivares lo detuvo con un ademán: un movimiento breve, apenas consumado, de su mano izquierda. Luego le dio otro vistazo al papel y lo dobló en cuatro antes de guardárselo entre la ropa.

– ¿Por qué no? -me preguntó.

Lo hizo casi con suavidad. Miré las ventanas y las chimeneas al otro lado del patio, los tejados de pizarra azul iluminados por el sol que empezaba a declinar en el cielo. Luego encogí los hombros y no dije esta boca es mía.

– Vive Cristo -dijo Guadalmedina- que te haré soltar la lengua.

El conde-duque descartó aquello, alzando un poco la mano otra vez. Parecía escudriñar cada rincón de mi seso.

– Es tu amigo, naturalmente -dijo al fin.

Asentí. Al cabo de un momento el valido asintió también.

– Comprendo -dijo.

Dio unos pasos por la galería, deteniéndose junto a uno de los frescos pintados entre las ventanas: cuadros de infantería española erizados de picas en torno a la cruz de San Andrés, marchando hacia el enemigo. Yo había estado dentro de esos cuadros, pensé con amargura. Acero en mano, tiznado de pólvora, ronco de gritar el nombre de España. El capitán Alatriste, también. Pese a todo, en tales andábamos. Vi que el valido seguía la dirección de mis ojos hasta la pintura, leyendo mis recuerdos. Un apunte de sonrisa le suavizó el gesto.

– Creo que tu amo es inocente -dijo-. Tienes mi palabra.

Consideré muy por lo menudo la figura imponente que tenía ante mí. No me hacía ilusiones. Había vivido algo, y no se me escapaba que la tolerancia que el hombre más poderoso de España -que era decir del mundo- me mostraba en ese momento, no era sino cálculo inteligentísimo, propio de un hombre capaz de aplicar los resortes de su talento a la vasta empresa que lo obsesionaba: hacer a su nación grande, católica y poderosa, sosteniéndola por tierra y mar frente a ingleses, franceses, holandeses, turcos y el mundo en general; pues tan enorme y temido era el imperio español, que nadie lograría sus ambiciones sino a costa de las nuestras. Para el conde-duque, semejante empresa justificaba cualquier medio. Y comprendí que el mismo tono mesurado y paciente con el que me hablaba podría utilizarlo para ordenar que me descuartizaran vivo; y lo haría, llegado el caso, sin que eso lo turbase más que aplastar moscas a papirotazos. Yo sólo era un humildísimo peón en el complejo tablero de ajedrez donde Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares, jugaba la arriesgada partida de su privanza. Y mucho más adelante cuando la vida me llevó a ello, pude confirmar que el valido todopoderoso de nuestro señor don Felipe IV, pese que nunca vaciló en sacrificar cuantos peones hubo menester, nunca se desprendía de una pieza, por modesta que fuera, mientras creyese que podía serle útil.

En cualquier caso, aquella tarde en la galería -de las Batallas me vi tomados los caminos. Así que hice de tripas corazón. A fin de cuentas Guadalmedina habría referido lo que yo le confié a él, y nada más. Ningún mal iba a hacer repitiéndolo. En cuanto al resto, incluido el papel de Angélica de Alquézar en la conspiración, eso era otra cosa. Guadalmedina no podía contar lo que ignoraba; y no iba a ser yo -así de ingenua era, pese a todo, mi hidalga mocedad- quien pronunciara el nombre de mi dama delante del conde-duque.

– Don Álvaro de la Marca -empecé- ha dicho la verdad a vuestra grandeza…

En ese momento caí en algo de las primeras palabras del valido que me desazonó mucho: el viaje del capitán Alatriste a El Escorial no era un secreto. Al menos él y Guadalmedina estaban al corriente. Y me pregunté quiénes más lo sabrían, y si la noticia -lo que sana camina, y lo que mata, vuela- habría llegado también hasta nuestros enemigos.


El caballo empezó a cojear pasado el puerto, cuando las retamas y las peñas cedieron a los encinares y el camino se hizo más llano y recto. Diego Alatriste echó pie a tierra, miró los cascos del animal y comprobó que la herradura de la mano izquierda había perdido dos clavos y estaba suelta Cagafuego no había puesto en la silla bolsa con hechura de respeto, así que tuvo que ajustar el hierro lo mejor qué pudo, remachando los clavos en sus claveras con una piedra gruesa. No sabía cuánto iba a aguantar aquello; pero la siguiente posta estaba a menos de una legua. Montó de nuevo, y al paso, procurando no forzar al caballo, inclinándose de vez en cuando para vigilar el casco mal herrado, siguió cami4 no. Cabalgó despacio casi una hora hasta divisar a lo lejos, a la derecha y con el fondo de las cumbres todavía nevadas del Guadarrama, la torre berroqueña de la iglesia y los tejado de la docena de casas que formaban el pueblecito de Galapagar. El camino no entraba en él, sino que seguía adelante; y al llegar al cruce Alatriste desmontó frente a la casa de postas. Encomendó el caballo al herrador, echó un vistazo a los otros animales que descansaban en el establo -observó que había dos caballos ensillados y atados fuera- y fue a sentarse bajo el porche emparrado del pequeño ventorrillo. Había media docena de arrieros que jugaban a las cartas junto a la tapia, un fulano con ropas de campo y espada al cinto de pie junto a ellos, mirándolos jugar, y un clérigo con criado y dos mulas cargadas con fardos y maletas, que en una mesa comía manos de puerco estofadas, espantando moscas del plato. El capitán saludó a este último, tocándose ligeramente el ala del chapeo.

– A la paz de Dios -dijo el clérigo con la boca llena.

La moza de la posta trajo vino. Alatriste sorbió con sed y estiró las piernas acomodando a un lado la espada, mientras observaba trabajar al herrador. Luego estimó la altura del sol e hizo sus cálculos. Quedaban casi dos leguas hasta El Escorial; lo que suponía, con el caballo recién herrado y forzando el paso, siempre que los arroyos del Charcón y el Ladrón no bajaran con mucha agua y pudiese vadearlos por el camino mismo, que estaría en el real sitio a media tarde. De modo que, satisfecho, apuró el vino, puso una moneda sobre la mesa, requirió la espada y se levantó para acercarse al herrador, que terminaba su faena.

– Disculpe vuestra merced.

No había visto salir al hombre del interior de la casa de postas, y casi llegó a tropezar con él. Era un individuo barbudo, bajo y ancho de espaldas, vestido con ropas de campo, polainas y montera de cazador, como el otro que miraba jugar a los arrieros. Alatriste no lo conocía. Se le antojó un furtivo o un guardabosques: llevaba espada corta en tahalí de cuero y cuchillo de monte al cinto. El desconocido aceptó las excusas con una leve inclinación de cabeza, observándolo con atención; y mientras caminaba hacia el establo, el capitán intuyó que el otro seguía mirándolo. Mala papeleta, pensó. Aquello no daba buena espina. Cuando ajustaba el pago con el herrero entre zumbidos de tábanos se volvió con disimulo para acechar por el rabillo del ojo. El hombre seguía bajo el porche, sin quitarle la vista de encima. Pero lo que más inquietó a Alatriste fue que, mientras él metía pie,: en el estribo y se izaba a lomos del morcillo, el fulano cambió una ojeada con el otro que estaba junto a los arrieros. Aquéllos eran hombres de manos e iban juntos, concluyó. Por alguna razón él atraía su curiosidad; y ninguna de las razones que imaginaba podía ser buena.

Y así, apercibido, mostacho sobre el hombro para ver si lo seguían, picó espuelas y tomó el camino de El Escorial.


– No hay escenario en el mundo -dijo don Francisco de Quevedo- que se compare a éste.

Estábamos bajo los soportales de granito de la casa de la Compaña, sentados en un nicho de la pared, observando los preparativos de La espada y la daga en los jardines de El Escorial, que eran magníficos: anchos de cien pies, con se tos y cuadros de flores recortados a la altura de un hombre en hermosas figuras y laberintos, en torno a una docena de fuentecillas donde cantaba el agua y bebían los pájaros. Protegidos del cierzo por el palacio-monasterio mismo, en cuyos muros había espalderas por las que trepaban jazmines y mosquetas, los jardines se extendían como amena terraza junto al lienzo de mediodía del edificio, orientados al sol en forma de mirador amplísimo que daba sobre un estanque de piedra donde nadaban patos y cisnes. Desde allí podían admirarse, al sur y al oeste, las imponentes montañas cercanas con sus tonos azulados, grises y verdes. Y en la distancia, al oriente, las grandes dehesas y bosques reales que se prolongaban hacia Madrid.

Pues en cuestiones de amor

cuando menos lo sospechas,

del arco vuelan las flechas,

y es blanco tu propio honor.

Hasta nosotros llegaba la voz de María de Castro ensayando los primeros versos del segundo acto. Sin duda era el timbre más dulce de España, cultivado por la destreza del marido, que en ese aspecto -ya que no en otros- nunca la dejaba de su mano. A veces la interrumpían los martillazos de los tramoyistas; y Cózar, que apuntaba con el manuscrito de don Francisco delante, se volvía a reclamar silencio con majestad propia de un arzobispo de Lieja o de un gran duque de Moscovia, personajes con cuyos modales se había familiarizado sobre las tablas. La obra iba a estrenarse allí, al aire libre. Para ello se había dispuesto un tablado y un toldo grande que protegería del sol o la lluvia a las personas reales y a los invitados principales. Se decía que el conde-duque gastaba diez mil escudos en agasajar a los reyes y sus invitados con la comedia y la fiesta.

Y de esa forma advertimos

que enamorados, muriendo vivimos,

y que viviendo, en cierto modo, morimos.

Versos, por cierto, de los que don Francisco no estaba muy orgulloso; pero como él mismo me comentó por lo bajini valían exactamente lo que le pagaban por ellos. Aparte que esa clase de retruécanos, escamoteos y redundancias eran muy del gusto de los espectadores de los corrales de comedias, desde el mismo rey hasta el último villano, incluidos los mosqueteros del zapatero Tabarca. De manera que, en opinión d poeta -que apreciaba mucho a Lope de Vega, pero le gustaba poner a cada uno en su sitio-, si el Fénix de los Ingenio se permitía, a veces, sutiles tomaduras de pelo para redondear un acto o arrancar aplausos en una escena, no veía la razón por la que fuera a negarse él. Lo importante, decía, n era que esa clase de versos pudiera parirlos su talento como moro haciendo buñuelos, sino que fueran del agrado del rey, la reina y sus invitados. Sobre todo del conde-duque, aflojador de la mosca.

– El capitán estará al llegar -dijo de pronto Quevedo.

Me volví a mirarlo, agradeciéndole que siguiera pensando en mi amo. Pero el poeta se mantuvo impasible, observando María de Castro como si nada, y no dijo más. En lo que a mi se refiere, tampoco el capitán Alatriste se me iba de la cabeza y menos tras la entrevista que había mantenido, bien a mi, pesar, con el valido del rey. Yo confiaba en que, a la venida del capitán y después de reunirse con Guadalmedina, todo quedaría arreglado y nuestras vidas volverían a ser como antes Sobre su relación con la Castro -en ese momento la representante pedía agua para refrescarse, y su marido se la hacía llevar, solícito- yo no albergaba dudas de que, tras lo ocurrido, mi amo renunciaría a hacer de galán en tan peligrosas rejas. En otro orden de cosas, y en lo que se refiere a la hermosa representante, me sorprendía la naturalidad con que ésta se comportaba en El Escorial. Hasta ese punto, comprendí, una mujer arrogante y segura de sí, puesta en semejante astillero, puede envanecerse cuando goza del favor de un rey o de un hombre poderoso. Por supuesto que no había la menor vecindad entre la actriz y la reina; los comediantes sólo pisaban el jardín del palacio para los ensayos, y ninguno se alojaba en el recinto. También se comentaba que el cuarto Felipe ya había hecho alguna visita nocturna a la Castro, esta vez sin que nadie lo importunase; y menos el marido, pues era notorio que Cózar tenía el sueño pesado y aun con los ojos abiertos sabía roncar como un bendito. Todo aquello era comidilla diaria y pronto llegaría a oídos de la reina; pero la hija de Enrique IV estaba educada como princesa, y ello incluía tomar tales cosas por gajes del oficio. Isabel de Borbón siempre fue espejo de reinas y damas; por eso el pueblo la amó y respetó hasta su muerte. Aun así, nadie podía imaginar las lágrimas de humillación que nuestra desdichada reina iba a derramar de puertas adentro a causa de la lujuria de su augusto esposo; que con el tiempo, según público rumor, llegaría a engendrar hasta veintitrés bastardos reales. En mi opinión, la invencible repugnancia que toda su vida tuvo la reina a visitar El Escorial -no había de volver sino para ser enterrada allí- se debió, aparte de que a su carácter alegre le pareciera siniestro el edificio, a que éste le trajo siempre, a partir de entonces, el mal recuerdo de la aventura de su marido con la Castro; cuya victoria, por cierto, no fue duradera, pues en el capricho real iba a sustituirla pronto otra actriz de dieciséis años, María Calderón. Y es que al cuarto Felipe siempre le atrajeron más las,; mujeres de baja estofa, representantes, fregatrices, mozas de mesón y cantoneras, que las damas ilustres; aunque es precise, señalar que, a diferencia de Francia, donde algunas favorito; llegaron a mandar más que las reinas, en España se guarda;, ron las apariencias y ni una sola querida del rey tuvo aseen} diente en la Corte. La vieja y mojigata Castilla, aliada con rígida etiqueta borgoñona traída de Gante por el emperador Carlos, no podía tolerar que entre la majestad de sus monarcas y la humanidad vulgar mediase menos que un abismo; Por eso, al término del capricho -nadie podía montar un caballo usado por el rey, ni gozar a una mujer a la que hubiese hecho su amante-, las mancebas de nuestro señor don Felipe solían ser forzadas a entrar en un convento, lo mismo que 4 las hijas habidas de tales amores ilegítimos. Lo que dio lugar a que un ingenio de la Corte escribiese la inevitable décima que empezaba:

Caminante, esta que ves

casa, no es quien ser solía;

hízola el rey mancebía

para convento después.

Esas circunstancias, más los derroches en fiestas, mascaradas y luminarias, la corrupción, las guerras y el mal gobierno, contribuyen a trazar a vuestras mercedes el retrato moral de aquella España, aún temida y poderosa, que se nos iba al diablo sin remedio: un rey poco enérgico, con buenas intenciones pero incapaz de cumplir por sí mismo con su deber, que durante su largo reinado de cuarenta y cuatro años dejó la responsabilidad en manos de otros, pecó, cazó y se divirtió cuanto pudo, agotando las arcas de la nación, mientras perdíamos el Rosellón y Portugal, se levantaban Cataluña, Sicilia y Nápoles, conspiraban los nobles andaluces y aragoneses, y nuestros tercios, obligados por la falta de pagas al hambre y a la indisciplina, no tenían otra que dejarse destrozar impávidos y silenciosos, fieles a su gloriosa leyenda, quedando España convertida en lo que aquel famoso final de soneto de don Luis de Góngora -dicho sea con licencia del señor de Quevedo- tan admirablemente resumía:


En tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.


– Pero, como en cierta ocasión me dijo el capitán Alatriste, durante un motín cerca de Breda -«tu rey es tu rey»-, Felipe IV fue el monarca que el destino me dio, y no tuve otro. Lo que él encarnaba era lo único que conocimos los hombres de mi casta y de mi siglo. Nadie nos permitió escoger. Por eso me seguí batiendo por él y le fui leal hasta su muerte, lo mismo en la inocencia de mi mocedad, en el desprecio de mi posterior lucidez y advertimiento, o en la piedad de mi madurez, mucho después: cuando, jefe de su guardia, lo vi convertido en anciano precoz, doblegado por el peso de la derrota, los desengaños y los remordimientos, quebrantad por la ruina de su nación y los golpes de la vida; y yo mismo solía acompañarlo sin otra escolta a El Escorial, donde pasaba largas horas sin despegar los labios, a solas en el fantasmal panteón que contenía los restos ilustres de sus antepase dos: los reyes cuya magna herencia dilapidó de modo tan miserable. Era mucha España la que, para nuestra desgracia vino a caer sobre sus hombros. Y él nunca fue hombre para semejante peso.


Se había dejado emboscar de la manera más idiota; pero ya no quedaba tiempo para lamentaciones. Resignado a encarar lo inevitable, Diego Alatriste metió espuelas con violencia, obligando al caballo a vadear el arroyo entre una nube de salpicaduras de agua. Los dos jinetes que le venían a la zaga habían acortado distancia; mas quienes de veras lo inquietaban eran otros dos recién salidos de la arboleda que cubría la margen opuesta, cabalgando hacia él con las evidentes intenciones del turco.

Estudió el terreno para ver qué posibilidades ofrecía. Venteaba el peligro desde la posta de Galapagar, cuando, ya bajando la cuesta de los arroyos y con la mole gris de El Escorial distinguiéndose a lo lejos, comprobó que lo seguían dos hombres a caballo. Su instinto profesional estaba alerta, do modo que no necesitó más para comprender que eran los de la venta. Por eso había espoleado el morcillo, llevándolo aprisa por la cuesta con intención de ganar los bosques cercanos y reservarse la ventaja de la sorpresa. Pero la aparición de otros dos jinetes ponía las cosas claras. Se topaba con lo que en milicia habría llamado batidores: una patrulla que exploraba el paraje al acecho de alguien. Y tal como Pintaban los naipes, el capitán albergaba escasas dudas de que ese alguien fuera él.

El caballo estuvo a punto de resbalar sobre las piedras del fondo, pero llegó al otro lado sin caerse, a cosa de veinte pasos de los que se acercaban al trote largo por la orilla del arroyo. Alatriste los midió de una ojeada plática: bigotazos, ropas de cazadores o guardabosques, pistolas, espadas y un arcabuz en la silla. Gente segura, del oficio. Miró atrás y vio bajar por la cuesta de Galapagar a los de la venta, que habían aguijado sus monturas y venían al galope. Todo estaba claro como la luz del día. Contuvo el caballo, sacó sin aspavientos la pistola del cinto, se puso las riendas entre los dientes y amartilló el perrillo. Luego hizo lo mismo con la del arzón. No era experto en combatir así; pero echar pie a tierra frente a cuatro hombres montados habría sido locura. Al menos, pensó con mezquino consuelo, a pie, montado o con música de chacona, se trataba de reñir. De manera que cuando los de la orilla estuvieron a tres varas, se irguió afirmándose en los estribos, alargó el brazo y tuvo tiempo de ver la alarma en el rostro del hombre al que apuntaba cuando apretó el gatillo y le soltó un pistoletazo. Lo habría matado de no desviarle el tiro un bote de la propia cabalgadura. Ante el estampido y el fogonazo, el otro, que era quien llevaba el arcabuz atravesado en la silla, alzó de manos el caballo para hurtarse al disparo. También su compañero encogió el cuerpo tirando de las riendas. Eso le dio tiempo a Alatriste para caracolear su montura, guardar la pistola descargada y sacar la otra. Con ésta en la mano quiso espolear y acercarse más, por no fallar el segundo tiro; pero el morcillo no era bestia de guerra, estaba descompuesto por el estampido del arma y corrió descontrolado entre los guijarros de la orilla. Con una blasfemia en la boca, Alatriste se vio vueltas las espaldas, incapaz de apuntar como era debido. Tiró de las riendas del animal con tanta violencia que éste se encabritó, casi desarzonándolo. Cuando recobró el control tenía un enemigo a cada lado, con sendas pistolas en las manos. También tuvo ocasión de ver que los de la venta cruzaban el arroyo entre rociadas de espuma: traían las espadas desnudas, pero al capitán le preocupaban más las pistolas que amenazaban sus flancos. Así que se encomendó al diablo, alzó la suya y le pegó un tiro a bocajarro al más próximo. Esta vez lo vio caer sobre la grupa, una pierna por alto y otra trabada en el estribo. Después, mientras tiraba el arma descargada y metía mano a la toledana, Alatriste observó la pistola del otro adversario moviéndose hacia él, y tras ella unos ojos desorbitados por la acción, fijos y tan negros como el orificio del cañón que le apuntaba. Ahí terminaba todo, comprendió. Y no había otra. Alzó la espada para intentar al menos, con el último impulso, llevarse por delante al hideputa que lo mataba. Y entonces, para su sorpresa, vio que el agujero negro se desviaba hacia la cabeza de su caballo y que el fogonazo y el tiro le salpicaban la ropa con sangre y sesos del animal. Cayó de bruces sobre la bestia muerta, rodando hasta golpearse en las piedras de la orilla. Aturdido, quiso levantarse; mas le fallaron las fuerzas y se quedó inmóvil, la cara pegada al fango húmedo. Mierda de Dios. La espalda le dolía como si se hubiera partido el espinazo. Buscó su espada con ojos, pero sólo vio unas botas con espuelas que se le paraban delante. Una de esas botas le pegó en la cara, y perdió el sentido.


Empecé a inquietarme a la hora de los avemarías, cuando don Francisco de Quevedo, el aire sombrío, vino a decirme que mi amo no se había presentado al conde de Guadalmedina, y que éste se impacientaba. Salí afuera, presa de oscuros presentimientos, yendo a sentarme en el pretil de la lonja que da a oriente, desde donde podía ver la desembocadura del camino de Madrid. Permanecí allí hasta que el sol, velado 1a última hora por feas nubes grises, acabó de ocultarse tras las montañas. Luego, desazonado, volví en busca del poeta, sin hallarlo. Quise ir más allá, pero los arqueros de guardia no me dejaron pasar al patio principal porque los reyes y sus invitados asistían en el templete a una velada con música. Pedí que avisaran a don Álvaro de la Marca, mas el sargento de facción dijo que no era momento oportuno; que esperase a que el sarao concluyera o me fuera a molestar a otra parte. Al fin un conocido de don Francisco, con quien me topé al pie de la escalera del Bergamasco, me contó que el poeta había ido a cenar a la hostería de la Cañada Real, pasado el arca frente al palacio; allí solía comer y cenar. De modo que salí otra vez, y cruzando de nuevo la lonja remonté la cuestecilla del arco, torcí a la izquierda y me encaminé a la hostería.

El lugar era pequeño, agradable, iluminado por lampiones con hachetas de sebo. Las paredes, construidas con la misma piedra berroqueña que el palacio, estaban adornadas con ristras de ajos, perniles y embutidos. Había un fogón grande atendido por el ama, y el hostelero servía la mesa. A ésta se hallaban sentados don Francisco de Quevedo, María de Castro y el marido de la representante. El poeta me interrogó con la mirada, frunció el ceño ante mi gesto negativo y me invitó a sentarme con ellos.

– Creo -dijo-, que conocen a mi joven amigo.

Me conocían, en efecto. Sobre todo la Castro. La bella representante me acogió con una sonrisa, y el marido con un gesto irónico y exageradamente amable, pues no ignoraba a quién servía yo. Acababan de despachar una cazuela de truchas guisadas, por ser viernes, cuyos restos me ofrecieron; pero mi estómago se encontraba demasiado inquieto, y me conformé con sopar un poco de pan en vino. Negocio ese por cierto, el del vino, al que aquella noche Rafael de Cózar no parecía ajeno, pues tenía los ojos enrojecidos y la lengua se le espesaba como quien ha honrado el jarro hasta cargar delantero. Trajo más vino el dueño, y esta vez fue dulce de Pedro Ximénez. María de Castro, vestida con justillo y basquiña de paño verde, a lo amazona, con al menos cincuenta escudos de puntillas y encaje de Flandes en el escote, puño y ruedo de la falda, bebía con mucha gracia y poquito a poco don Francisco lo hacía con mesura y Cózar con verdadera sed. Así, entre sorbo y sorbo, los tres siguieron hablando sus asuntos, detalles de la representación y la manera de de tal o cual verso, mientras yo aguardaba el momento de hacer un aparte con el poeta. Pese a cuanto me atormentaba, tu ocasión de admirar otra vez la hermosura de la mujer quien mi amo se había enfrentado al capricho de un rey. Y lo que me estremeció fue la sangre fría con que María de Castro echaba atrás la cabeza para reír, mojaba los labios en vino, se ajustaba las calabacillas de coral que colgaban de lindas orejas, o miraba a su marido, a don Francisco y a con aquel modo particular que tenía de mirar a los hombres, haciéndolos sentirse elegidos y únicos en el mundo. No pude evitar que mi pensamiento volase hasta Angélica de Alquézar, y eso hizo que me interrogara sobre si de veras le importaba a la Castro la suerte del capitán Alatriste, e incluso la del rey mismo, o si por el contrario reyes y peones serían en ajedrez de mujeres como ella -tal vez en el de todas las mujeres- piezas coyunturales y prescindibles. Y me encontré meditando sobre si María de Castro, Angélica y las otras podía compararse, al cabo, con soldados en territorio hostil, viéndolas como yo mismo me había visto en Flandes: merodeador forrajeando en un mundo de hombres, usando contra ello como munición, su belleza, y como arma, los vicios y las pasiones del enemigo. Una guerra donde sólo las más valerosas y crueles tenían posibilidades de sobrevivir, y donde casi siempre el paso del tiempo acababa vendiéndolas. Nadie hubiera dicho, viendo a María de Castro en la belleza perfecta de su juventud, que pocos años más tarde, por asuntos ajenos a presente historia, mi amo había de visitarla por última vez e el asilo de mujeres enfermas frente al hospital de Atocha, envejecida y desfigurada por el mal francés, tapándose la cara con el manto por vergüenza de que la contemplaran en ese estado. Y que yo, disimulado junto a la puerta, vería al capitán Alatriste, al despedirse, inclinarse hacia ella pese a su resistencia, alzar el manto y depositar en su boca marchita un último beso.

En ésas estábamos cuando se acercó el hostelero, deslizando unas palabras en voz baja a la actriz. Asintió ella, acarició la mano de su marido y se puso en pie con crujido de faldas.

– Buenas noches -dijo.

– ¿Os acompaño? -preguntó Cózar, distraído.

– No hace falta. Unas amigas me esperan… Damas de la reina.

Se retocaba el color de la cara con un papelillo de arrebol de Granada, mirándose en un espejito. A tales horas, pensé, las únicas damas que no estaban recogidas eran las busconas y las sotas de las barajas. Don Francisco y yo cambiamos una mirada cargada de intención; Cózar la sorprendió. Su rostro era una máscara impasible.

– Haré que os traigan el coche -dijo a su mujer.

– No hace falta -repuso ella muy desenvuelta-. Mis amigas han enviado el suyo.

El marido asintió indiferente, cual si no hubiese trecho de lo uno a lo otro. Se inclinaba sobre el vino, y fuera de él todo parecía dársele un ardite.

– ¿Puedo saber dónde estaréis?

La mujer sonrió, voluble y encantadora, guardando el espejo en un bolsito de malla de plata.

– Oh, por ahí. En La Fresneda, me parece… No vale la pena que me esperéis despierto.

Despidióse con otra sonrisa y mucho desparpajo, acomodó el manto sobre la cabeza y los hombros, recogió el ruedo su falda y salió sola, haciendo un dulce ademán negativo a don, Francisco, que, galante, se había levantado para acompañar) a la puerta. Observé que el marido no se movía de su asiento: desabrochado el jubón y el vaso entre las manos, mirando e vino con expresión absorta y una extraña mueca entoldada; por el mostacho que se le juntaba con las patillas tudescas. Esta bizarra hembra se va sola, pensé, y el tragamallas de su legítimo se queda con don Pedro Ximénez y con esa cara, es que ella no va precisamente a rezar sus devociones antes de dormir. La nueva mirada grave, fugaz, muy enarcadas las cejas, que me dirigió don Francisco no hizo sino confirmar ese extremo. La Fresneda era una granja real con pabellón de caza, a poco más de media legua de El Escorial, al extremo de una larga avenida de álamos. No había noticia de que la reina o sus damas la pisaran nunca.

– Ya es hora de que nos retiremos todos -dijo el poeta.

Cózar siguió sin moverse, estudiando el vaso. La mueca irónica se le acentuaba más, encanallándole el gesto.

– A qué tanta prisa -murmuró.

Parecía hombre distinto al que yo conocía de lejos, como si el vino descubriera ángulos de sombra imposibles de advertir a la luz de las candelas de un corral de comedias.

– Hagamos la razón -dijo de pronto, alzando el vaso- a la salud de Felipillo.

Lo observé, inquieto. Hasta un representante de su fama debía tener cuidado según con qué bromas. Lo cierto es que esa noche Cózar no era el actor chispeante y gracioso que veíamos sobre las tablas, siempre con la réplica ingeniosa en los labios y de permanente buen humor, con aquel aire burlón, tan suyo, de sorba yo y ayunen los gusanos. Don Francisco cambió conmigo otra mirada y luego echó más vino y se lo llevó a los labios. Yo me removía en el asiento, dirigiéndole ojeadas impacientes. Pero encogió los hombros. No hay gran cosa por hacer, decía sin palabras. Tu amo es quien tira los dados, y no aparece. En cuanto a este otro, ya ves. A veces el azumbre mete pies a cosas que la sobriedad mantiene a raya.

– ¿Cómo dice aquel bonísimo soneto vuestro, señor de Quevedo? -Cózar había puesto una mano sobre el brazo del poeta-. Ese del platero bermejazo y la ninfa Dafne… ¿Sabe vuesa merced cuál digo?

Don Francisco lo observó atento, muy fijo, como catándole detrás de los ojos. Sus lentes reflejaban la luz de las velas.

– No lo recuerdo -repuso al fin.

Se retorcía el bigote, molesto. No debía de gustarle, concluí, lo que había visto dentro de Cózar. Yo mismo apreciaba en el tono del comediante algo que nunca imaginé: rencor vago, contenido y oscuro. Algo por completo opuesto al personaje que era, o que aparentaba ser.

– ¿No?… Pues yo sí.-Cózar levantaba un dedo-. Esperad.

Y recitó, la lengua un poco insegura pero con destreza oratoria, pues era magnífico actor y de voz excelente:

Volvióse en bolsa Júpiter severo,

levantóse las faldas la doncella

por recogerle en lluvia de dinero.

No era precisa aguja de navegar cultos para descifrar tal símbolos; así que el poeta y yo nos miramos de nuevo, incómodos. Pero a Cózar no parecía importarle. Se había llevado el vaso a los labios y parecía reír entre dientes.

– ¿Y aquellos otros versos? -añadió, dos tragos más tarde-. ¿Tampoco se acuerda vuesa merced?… Sí, hombre. Los que empiezan: Cornudo eres, Fulano, hasta los codos.

Se agitaba don Francisco, mirando alrededor como quien busca camino para irse.

– No sé de qué estáis hablando, pardiez.

– ¿No?… Pues son vuestros, y famosos. También se dice en los mentideros que algo tengo que ver en ellos.

– Sandeces. Habéis bebido más de la cuenta.

– Claro que he bebido. Pero tengo una memoria estupenda para el verso… Fíjese vuesa merced:

Reina, lo que ordeno es justo,

que de eso sirve ser rey;

para hacer del gusto ley

cuando lo pidiere el gusto.

– … No en vano soy el primer actor de España, pardiez. Y atienda, señor poeta, que ahora me viene a las mientes otro soneto oportunísimo… Me refiero al que empieza: La voz del ojo que llamamos pedo.

– Ese es anónimo, que yo sepa.

– Sí. Pero se atribuye a vuestro ilustre ingenio.

El poeta empezaba a irritarse de veras, sin dejar de dirigir ojeadas a diestro y siniestro. Por suerte, decía el alivio de su cara, estamos solos y el hostelero lejos. Pues ya, sin encomendarse a nadie, Cózar recitaba:

Cágome en el blasón de los monarcas

que se precian, cercados de tudescos,

de dar la vida y dispensar las Parcas.

Versos que, en efecto, eran de don Francisco, aunque éste lo negase como gato panza arriba; escritos en otro tiempo de menos martelo del poeta con la Corte, seguían corriendo en copias manuscritas por media España, aunque él habría dado una oreja por retirarlos, si pudiera. El caso fue que aquello, pues tanto vino había de por medio, colmó el vaso: don Francisco llamó al hostelero, pagó la cena y levantóse muy destemplado, dejando allí a Cózar. Yo fui detrás.

– Dentro de dos días va a representar ante el rey -dije en el zaguán, inquieto-. Y se trata de vuestra comedia.

Todavía añusgado el semblante, el poeta miró atrás. Luego chasqueó la lengua.

– No hay de qué preocuparse -dijo al fin, torcido y burlón-. Sólo es una alferecía pasajera… Mañana por la mañana, dormido el vino, todo será como suele.

Se ató los cordones del herreruelo negro, dejándolo caer sobre los hombros.

– Aunque, por vida de Roque -añadió tras pensarlo un poco-, nunca sospeché que semejante manso tuviera picores de honra.

Dirigí una última mirada de asombro a la menuda figuró` del representante, a quien, como don Francisco, siempre había tenido por hombre risueño, de mucho humor y pareja desvergüenza. Lo que demuestra -y todavía me iba a sorprender más en las próximas horas- que nunca terminas de sondar el corazón de los hombres.

– ¿Habéis pensado que tal vez la ama? -pregunté.

Me ruboricé apenas esas palabras imprevistas escaparon de mi boca. El poeta, que acomodaba la espada en la pretina, detuvo un instante el movimiento para observarme con interés. Después sonrió, terminando de ceñirse despacio, cual si mi comentario lo hiciera meditar, y no dijo nada. Se puso el chapeo y salimos en silencio a la calle. Sólo al cabo de unos pasos lo vi mover la cabeza, asintiendo como al término de una larga reflexión.

– Nunca se sabe, chico -murmuró-… Lo cierto es que nunca se sabe.


Había refrescado un poco y no se veían las estrellas. Cuando cruzamos la lonja, rachas de viento arrastraban hojas arrancadas de las copas de los árboles. Llegados al palacio, donde tuvimos que dar el santo y seña pues eran pasadas las diez, nadie supo darnos cuenta del capitán. Al conde de Guadalmedina se lo llevaban los diablos, según me contó luego don Francisco tras cambiar con él unas palabras. Espero por el bien de Alatriste, había dicho, que no me deje mal con el privado. Como pueden suponer vuestras mercedes, aquello me atormentaba; y no quise dejar la puerta por si llegaba mi amo. Don Francisco procuró tranquilizarme con tiernas razones. Las siete leguas desde Madrid, dijo, eran camino largo. Tal vez al capitán lo retrasaba algún accidente menor, o prefería llegar de noche para más seguridad; en todo caso, sabía cuidarse. Al cabo asentí, más resignado que convencido, apreciando que tampoco mi interlocutor fiaba gran cosa en su propia elocuencia. La verdad es que sólo podíamos esperar, y nada más. Don Francisco se fue a sus asuntos y yo me encaminé otra vez al portal del palacio, donde pensaba quedarme toda la noche en espera de noticias. Pasaba entre las columnas del patio de las cocinas cuando, ante una escalera estrecha, poco alumbrada y medio oculta tras los gruesos muros, advertí el crujido de la seda de un vestido y mi corazón detuvo sus latidos como si hubiera recibido un escopetazo. Antes de oír susurrar mi nombre y volverme hacia la sombra agazapada en la oscuridad, supe que era Angélica de Alquézar, y que me esperaba. Así empezó la noche más dichosa y más terrible de mi vida.

Загрузка...