EPÍLOGO

– Álvaro de la Marca, conde de Guadalmedina, le ofreció una jarra de vino al capitán Alatriste.

– Debes de tener una sed de mil demonios.

El capitán aceptó la jarra. Estábamos sentados en los escalones del porche de la casa de La Fresneda, rodeados de guardias reales armados hasta los dientes. Afuera, la lluvia repiqueteaba sobre las mantas que cubrían los cuerpos de los cuatro sicarios muertos en el bosque. Al quinto, maltrecho por los golpes de Rafael de Cózar, con una brecha en, la cabeza y un par de puñaladas de barato, se lo habían llevado en unas angarillas, más muerto que vivo. Para Gualterio Malatesta el trato era especial: el capitán y yo lo vimos alejarse caballero en una triste mula, con grilletes en las manos y en los pies, cercado de guardias. Al cruzarnos por última vez, sucio, derrotado, sus ojos inexpresivos se habían posado en nosotros cual si no nos hubiera visto en la vida. Me vinieron a la cabeza sus postreras palabras en el bosque, con el cuchillo del capitán apoyado en la garganta. Y era cierto: más le habría valido morir, pensé imaginando lo que le aguardaba, el interrogatorio y la tortura para que contase cuanto sabía de la conspiración.

– Y creo -añadió Guadalmedina bajando un poco la voz que te debo una disculpa.

Acababa de salir del pabellón tras larga parla con el rey. Mi amo mojó el mostacho en el vino, sin responder. Parecía muy cansado, el pelo revuelto y el rostro con huellas de barro y de fatiga, la ropa húmeda, destrozada por la pelea entre los arbustos. Me miró con sus ojos glaucos, fríos, y luego se volvió a observar a Cózar, que estaba sentado algo más lejos, en un poyete del porche, con una manta sobre los hombros y una sonrisa beatífica en la cara, persignado de arañazos, una brecha en la frente y un ojo a la funerala. También a él le habían dado bebida que despachaba sin ayuda de nadie -en realidad llevaba tres jarras en el coleto-. Se le veía feliz, el orgullo y el vino desbordándole por los rotos del jubón. De vez en cuando hipaba, vitoreaba al rey, rugía como un león o recitaba, trastocados y por lo bajini, fragmentos de Peribáñez y el comendador de Ocaña. Los arqueros de la guardia real lo miraban pasmados, murmurando sobre si estaba borracho o habría perdido la chaveta:

Soy vasallo, es su querida, corro en su amparo y defensa; él quitarme el honor piensa, y yo le salvo la vida.

El capitán me pasó la jarra y bebí un largo trago antes de devolvérsela. El vino me alivió un poco la tiritona. Luego miré a Guadalmedina, seco, elegante, de pie ante nosotros, la mino apoyada con displicencia en la cadera. Había llegado justo para recoger los laureles tras leer mi billete al levantarse de la cama, galopando con veinte arqueros para encontrárselo todo resuelto: el rey ileso, sentado en una piedra bajo la gran encina del claro del bosque, Malatesta boca abajo en el barro con las manos atadas a la espalda y nosotros intentando reanimar a Cózar, que había perdido el conocimiento aferrado a su bravo, yaciente debajo y más maltrecho que él. Aun así, los arqueros nos acariciaron la gorja con sus espadas antes de hacerse idea cabal de lo ocurrido; y sólo cuando estaban a punto de acogotarnos sin que Guadalmedina opusiera una palabra en nuestro favor, el propio Felipe IV situó las cosas en su sitio. Que esos tres hidalgos -con tales palabras -dijo el rey- habían salvado su vida con mucho valor y riesgo. Con tan regia patente, nadie nos molestó; e incluso a Guadalmedina le cambió el humor. De modo que allí estábamos ahora, rodeados de guardias y con una jarra de vino en la mano, mientras Su Católica Majestad era atendido dentro y las cosas volvían a ser -no sé si mejores o peores- lo que siempre fueron.

– Álvaro de la Marca hizo traer otra jarra, chasqueando los dedos. Cuando un sirviente se la puso en la mano, la levantó en obsequio del capitán.

– Por lo de hoy, Alatriste -dijo sonriente, haciendo la razón-. Por el rey, y por ti.

Bebió, y luego alargó desde arriba una mano enguantada para estrechar la de mi amo, o para ayudarlo a ponerse en pie, esperando que éste se sumara al brindis. Pero el capitán permaneció sentado e inmóvil, su jarra en el regazo, ignorando la mano extendida. Miraba caer la lluvia sobre los cadáveres alineados en el barro.

– Quizás… -empezó a decir Guadalmedina.

De pronto calló, y vi desvanecerse la sonrisa en sus labios. Me miró, y desvié la vista. Estuvo así un momento, observándonos. Luego dejó muy despacio la jarra en el suelo y volvió la espalda, alejándose.

Permanecí callado, sentado junto a mi amo, escuchando el rumor del agua sobre el techo de pizarra.

– Capitán -murmuré al fin.

Sólo eso. Sabía que era suficiente. Sentí su mano áspera apoyarse en mi hombro, y luego darme un golpecito suave en el pescuezo.

– Seguimos vivos -dijo al fin.

Me estremecí de frío y de recuerdos. No pensaba sólo en lo ocurrido esa mañana en el bosque.

– ¿Qué será de ella ahora? -pregunté en voz baja.

No me miró.

– ¿De ella?

– De Angélica.

Estuvo un rato sin despegar los labios. Contemplaba pensativo el camino por el que se habían llevado a Gualterio Malatesta, rumbo a su cita con el verdugo. Después movió la cabeza y dijo:

– No se puede ganar siempre.

Sonaron voces alrededor, ruido de armas, pisadas marciales. Los arqueros formaban a caballo, escarchadas de lluvia sus corazas, mientras un coche de cuatro caballos rucios se acercaba a la puerta. Apareció de nuevo Guadalmedina poniéndose un elegante sombrero enjoyado, entre varios gentilhombres de la casa real. Dejó resbalar la vista sobre nosotros y dio un par de órdenes. Sonaron más voces de mando, relinchos de caballos, y los arqueros se alinearon disciplinados, muy gallardos en sus monturas. Entonces el rey salió de la casa con botas, sombrero y espada. Había cambiado el indumento de cazador por un vestido de brocado azul. Cózar, el capitán y yo nos pusimos en pie. Todos se descubrieron menos Guadalmedina, que como grande de España tenía el privilegio de cubrirse ante el monarca. Felipe IV miró hacia lo alto, impasible, con el mismo gesto distante de cuando la escaramuza en el bosque. Anduvo por el porche hacia los carruajes, la cabeza erguida, pasó ante nosotros sin mirarnos y subió al coche que habían acercado a los escalones mismos. Guadalmedina iba a plegar el estribo y cerrar la portezuela, cuando el rey le dirigió unas palabras en voz baja. Vimos cómo Álvaro de la Marca se inclinaba para escuchar muy atento, pese al aguacero que le caía encima. Luego frunció el ceño, moviendo afirmativamente la cabeza.

– Alatriste -llamó.

Me volví hacia el capitán, que miraba confuso a Guadalmedina y al rey. Por fin dio unos pasos hacia ellos, saliendo de la protección del porche. Los ojos azules del Austria se clavaron en él, acuosos y fríos como los de un pez.

– Devolvedle su espada -ordenó Guadalmedina.

Un sargento se acercó con el acero y su arnés. En realidad no era el del capitán, sino el que le había quitado al primer bravo tras degollarlo. Mi amo se quedó con la espada en la mano, más desconcertado que antes. Luego se la ciñó despacio a la cintura. Cuando alzó el rostro, su perfil aquilino sobre el espeso mostacho, por cuyas guías goteaba la lluvia, le daba el aspecto de un halcón desconfiado.

– A mí esa bala -dijo Felipe IV, como si reflexionase en voz alta.

Me quedé asombrado hasta recordar que ésas habían sido las palabras del capitán cuando Malatesta apuntaba al rey con su pistola. Ahora mi amo observó al monarca con flema y curiosidad, como preguntándose en qué iba a parar aquello.

– Vuestro sombrero, Guadalmedina -requirió Su Católica Majestad.

Hubo un silencio lagrimo. Al cabo, Álvaro de la Marca obedeció descubriéndose de no muy buen talante -se estaba mojando igual que una esponja-, y le pasó al capitán su lindo chapeo adornado con pluma de faisán y toquilla ornada de diamantes.

– Cubríos -ordenó el rey-, capitán Alatriste.

Por primera vez desde qué lo conocía vi a mi amo quedarse con la boca abierta. Y aún permaneció así un momento, indeciso, dándole vueltas al fieltro entre las manos.

– Cubríos -repitió el monarca.

El capitán asintió, cual si comprendiera. Miró al rey, a Guadalmedina. Luego contempló el sombrero, pensativo, y se lo puso como dando a todos ocasión de rectificar.

– Nunca podréis alardear en público de ello -advirtió Felipe IV.

– Lo supongo -respondió mi amo.

Durante un largo momento, el oscuro espadachín y el señor de dos mundos se miraron cara a cara. En el rostro impasible del Austria se deslizó, fugaz, una sonrisa.

– Os deseo suerte, capitán… Y si alguna vez os quieren ahorcar o dar garrote, apelad al rey. De ahora en adelante tenéis derecho a que os decapiten como hidalgo y caballero.

Eso dijo el nieto de Felipe II aquella lluviosa mañana en La Fresneda. Después dio una orden, Guadalmedina subió al coche, levantó el estribo y cerró la portezuela, el cochero hizo restallar el látigo desde el pescante, y el carruaje se puso en movimiento abriendo surcos en el barro, seguido por los arqueros a caballo y los vítores de Cózar. Larga vida al rey católico, vociferaba el representante, alumbrado de nuevo. O haciéndoselo. Larga vida al Austria, etcétera. Que Dios bendiga a España, custodia de la verdadera fe. A España y a la madre que la parió.

Me acerqué al capitán, impresionado. Mi amo miraba alejarse el carruaje real. El elegante sombrero de Guadalmedina contrastaba con el resto de su apariencia: manchado de barro, rasguñado, maltrecho, roto. Tanto como yo. Cuando llegué a su lado comprobé que reía contenido, casi para sus adentros. Al sentirme, volvió el rostro y guiñó un ojo, quitándose el sombrero para mostrármelo.

– Con suerte -suspiré- algo nos darán por los diamantes de la toquilla.

El capitán estudiaba los adornos del chapeo. Al cabo movió la cabeza y se lo puso de nuevo.

– Son falsos -dijo.

La Navata, agosto de 2003

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