Capítulo 12. SARA

Oye, chica, ¿qué he hecho? Elizabeth no debería estar aquí. Mira, ya lo sé. Pero parecía desesperada. Y ahora mismo me necesita. Una no le da la espalda a diez años de amistad sólo porque quiera tu marido. Yo no. Pero aun así, necesito tiempo para hablar con Roberto de todo esto, para asegurarme de que no vaya a hacer una estupidez. Con él nunca se sabe. Ahora Liz está aquí y el colegio está a punto de terminar. No quiero que los niños la vean cuando lleguen a casa y se lo digan a su padre. Voy a tener que pensar algo nuevo para que mantengan la boca cerrada. Ya no se conforman con chucherías.

Vilma sigue frotando el mismo sitio en la consola de videojuegos de los niños, escuchando nuestra conversación. Es entrometida, pero no me traicionará. La conozco. Ella me es fiel a mí, no a mi marido.

Elizabeth está sentada en el mullido sillón de nuestro cuarto de estar, bebiendo a sorbos un café que le ha traído Vilma. Cuando acerca la pequeña taza blanca a sus labios, tiembla entre esas elegantes manos de dedos largos y delgados, y cuando la vuelve a poner en el plato repiquetea. Mira absorta la alfombra beige, se aclara la garganta como si fuera a hablar y se queda helada.

– Liz -digo, y me mira con cara inexpresiva-. Fíjate. No me importa con quién te acuestes. De verdad que no.

– ¿De verdad?

– Sí, de verdad. ¿Crees que soy idiota? A mí me da lo mismo. Pero Roberto no quiere que vuelva a verte. Cree… él cree… -No puedo terminar la frase. Miro al suelo y murmullo removiendo una bebida imaginaria en el aire-. Que tú y yo, yo y tú. Ya sabes.

Al otro lado del cuarto, Vilma se tropieza con sus propios pies, resoplando.

– ¿Cree que somos amantes? -pregunta Elizabeth riéndose.

Puedo ver los hombros de Vilma enderezarse y tensarse. Se va a quitar el polvo del archivador de los compactos, dejando escapar un suspiro al andar.

– Sí -digo-. Eso es lo que cree.

Vilma sacude la cabeza. Elizabeth sigue riéndose.

– Eh -digo-. ¿Qué te parece tan divertido? ¿Crees que soy demasiado fea o algo así? Sería buena amante. Sería una gran amante, lo sabes.

– No, no -dice Elizabeth-. No lo dudo. Pero sinceramente nunca te he visto de esa manera. Nunca.

Se corta.

Oigo a Vilma susurrar en español:

– Ay, Dios mío.

Me mira.

– ¿Nunca te he atraído?

Escucho sorprendida mi propia voz. Tengo que admitir que estoy un poco decepcionada por su respuesta. Quiero decir, ¿por qué no habría de verme atractiva? ¿Acaso soy algún tipo de monstruo? Debería decirle a Vilma que se largara, pero me divierte escandalizarla.

– Lo siento, Sarita -me dice Liz afectuosamente-. Pero no eres… mi tipo.

Frunzo el ceño, herida.

– ¿Y quién lo es? -le pregunto, pero no estoy segura de querer saber la respuesta.

Sonríe tímidamente arqueando una ceja.

– ¿Una de las temerarias? -pregunto.

Asiente débilmente.

– ¡No puede ser! -grito-. De acuerdo, de acuerdo, déjame ver, déjame adivinar.

Pienso durante un momento. Rebecca tiene el pelo más corto. A las lesbianas les gustan las mujeres con el pelo corto, ¿no?

– Rebecca -digo.

– Ni en un millón de años -responde Liz.

– Entonces ¿quién?

– Lauren.

Ahora soy yo la que se ríe.

– ¿Lauren? ¿La loca de Lauren? ¿La que escribe que es una semilla en el periódico? Coño, chica, pero 'tas loca. Yo soy mucho más guapa que Lauren. Soy la temeraria más guapa de todas…

Liz se ríe:

– Vale, si tú lo dices.

– Olvídalo, chica. Sabes que bromeo. Lauren es muy guapa. Está loca, pero es bonita. Es lo suficientemente rara para…, oh -enmudezco dándome cuenta de que acabo de insultar a Elizabeth.

– No te preocupes -dice.

– ¿Desde cuándo sientes eso por ella?

Elizabeth se ruboriza, o lo que en ella sería un rubor. Parece una colegiala, las rodillas apretadas juntas, un puchero en la boca.

– Años.

– ¡Ay, Dios mío! -exclama, y nos reímos a carcajadas.

Noto que Vilma me mira con una advertencia en sus ojos y me dirijo a ella en español.

– Sé que dices no entender inglés, pero si todo esto es demasiado para tu delicada educación, estoy segura de que hay otras habitaciones que limpiar.

Vilma frunce el ceño y se marcha sin decir una palabra.

– ¿Se lo has dicho? -le pregunto a Elizabeth sintiéndome como una jovencita chismosa.

– ¿A Vilma? -pregunta Liz, incrédula.

– No, tonta. A Lauren.

– No, no, no, no, no. Nunca.

– ¿Se lo puedo decir?

Dios mío, me encantaría ver la cara de Lauren en ese momento. Esa chica es demasiado sensible, deja que todo la corroa. Esto la va a poner en órbita. Sería divertido.

– Te agradecería que no lo hicieras.

– Por favor. Nunca se sabe. A lo mejor… ya sabes.

– No querrá. No lo hagas. Lo digo en serio.

– Está bien. Aguafiestas.

– Ah, claro. Esto es divertido. No me van a dar el trabajo en la cadena nacional porque Rupert odia a los gays. Tengo que huir para que no acabe conmigo un manojo de periodistas. ¡Qué divertido!

– Bueno -le digo-. Un poco de tu propia medicina. Justicia poética, ¿no te parece? La famosa presentadora y periodista de pronto se vuelve noticia.

– Tienes razón -dice Liz-. No lo había visto así.

El olor del café me da ganas de vomitar. La doctora Fisk dice que las náuseas matinales deberían haber remitido ya, pero ni de casualidad. Tengo hambre a todas horas, pero no me apetece nada, excepto gofres helados y crema de cacahuete. Las náuseas son cada vez peores. Lo bueno de esto es que significa que voy a tener una niña. Se me cierran los ojos. Quisiera enroscarme y dormir cien años. No tengo energía para enfrentarme a esto. O paciencia.

– ¡Coño, mujer!, ¿qué es lo que estás pensando, eh? -le grito a Elizabeth.

Retrocede, se sobresalta y derrama el café encima del tapizado floral de la silla.

– Deberías dejar esa organización cristiana y seguir con tu vida. Deja eso para esas señoras maquilladas con pestañas postizas. No sé por qué no has dimitido ya, sinceramente. Hazte un favor a ti misma, encuentra otra causa caritativa.

– No puedo -contesta secando la mancha a golpecitos con la manga.

– ¿Qué quieres decir con que no puedes? Tienes que hacerlo. Sal del radar de los cristianos enloquecidos. Espera a que toda esta estupidez pase. No hay otra.

– Si dimito, Sara, ellos ganan. ¿No lo entiendes? Si lo dejara sería como admitir que no puedes ser una buena cristiana y ser lesbiana. Y no estoy de acuerdo. No lo creo en absoluto. Creo que Dios no comete errores, y que soy una muestra viviente de Su perfección.

– ¿Has considerado alguna vez volverte judía? -pregunto-. Tenemos rabinas lesbianas.

– Soy cristiana -dice-. Ya lo sabes. No puedo convertirme de repente en judía.

– Jesús era judío.

– No entremos en el tema -dice Liz.

– Puede que no deba.

– No. Puede que no.

– Vilma -la llamo-. Hemos tirado un poco de café, mi amor, ¿puedes echarnos una mano?

Vilma vuelve de su destierro cotilleril con un trapo mojado, un cubo, un producto de limpieza, y los oídos listos para más. Elizabeth se levanta y se sienta en el suelo con las piernas cruzadas, junto a la mesa del centro.

– Vas a acabar con tu salud si sigues obsesionándote con esta estupidez -le digo, cambiando finalmente al español que usamos generalmente entre nosotras.

Tiene la mirada perdida en sus zapatillas de deporte. Vilma finge no oír nada, impasible. Es una cotilla profesional. Y sigo:

– Lo mejor que puedes hacer es distanciarte de la gente que quiere hacerte daño. Recuerda, ellos no te conocen como tus amigas. Escriben basura porque eso es lo único que saben hacer. Seguro que te han envidiado durante años y ahora disfrutan porque es probable que no consigas la gran oportunidad nacional con la que sueñan. Los periodistas son gentecilla odiosa a veces. No dejes que te afecte. Preocúpate por ser feliz.

Liz me mira un instante frunciendo el ceño y dice:

– Mira quién habla.

– Ella tiene razón -dice Vilma, sin dejar de limpiar-. Escúchela, Sarita.

Duele. Tienen razón, claro. Pero se supone que no hablábamos de mí. Hablábamos de Liz.

– Ojalá no te hubiera dicho nada -digo-. No es tan malo como creéis.

Vilma me clava la mirada un instante y sigue frotando.

– Claro. Es que es usted un poco… torpe. ¿Verdad? ¿No es eso lo que le dice a todo el mundo?

Pongo los pies debajo del sofá donde estoy sentada, como si así me protegiese de la verdad que encierran sus palabras. Estiro el largo suéter azul para cubrirme la curva del vientre y cualquier arañazo o cardenal visibles.

– Me has roto el corazón, en dos mitades -digo-. No puedo creer que les dieras a las tías todo este tiempo y que no me lo dijeras.

– Yo no «doy». Eso lo hacen los hombres.

– Lo que sea.

– Sara, yo las quiero. Amo a las mujeres. No lo vulgarices.

– Lo siento -digo-. Pero me siento realmente herida. ¿Por qué no confiaste en mí lo suficiente para contármelo?

– Sara -dice excusándose-. No es que no confiara en ti. Fui yo. Tardé mucho en poder asumirlo, ¿entiendes? Y aún no lo he hecho del todo.

– No puedo creer que sea verdad, que tú lo seas. Quiero decir, siempre pensé que las lesbianas eran feas. Tú eres tan femenina. Tan guapa.

Responde con una sola palabra:

– Mitos.

Mitos. Liz está guapísima, normal, como siempre, pero tiene ojeras de puro agotamiento. Parece tan cansada, tan triste, tan sola. No puedo creer que esté aquí. No puedo creer que ella sea… una de ésas. Intento imaginármela con una mujer, pero no puedo.

– ¿Qué se siente? -pregunto.

– ¿Qué?

– Al estar con una mujer.

– No sé contestar a eso. Cada persona es diferente.

– Siempre me lo he preguntado, ya sabes, simple curiosidad.

– Ahá.

– Me apuesto a que una mujer sabe mejor que un hombre cómo darte placer, ¿ah?

– No lo sé, Sara. En realidad depende más de cada persona.

– Vale. Tiene sentido. Lo siento. Estoy desvariando. No sé qué decir. Ojalá hubieras confiado más en mí. Tendrías que habérmelo dicho.

– No sabía cómo te lo tomarías.

– Me lo habría tomado como me tomo lo demás. No soy ninguna doctora Laura.

– No estoy diciendo que lo seas. Simplemente tenía que tener cuidado, había demasiado enjuego.

– Me habría encantado que me lo contaras. Eso es lo único que ha cambiado entre nosotras, ¿sabes? Ya no confío tanto en ti.

– Sigo siendo yo -dice Elizabeth, golpeándose el pecho con una mano-. Nada ha cambiado.

– No, yo creo que todo ha cambiado. Para ti. Creo que deberías dejar esa organización, y quizá incluso tu trabajo. Liz, la gente está loca. Te lo voy a decir en dos palabras: Matthew Sheppard.

Liz sacude la cabeza.

– No creo que sea para tanto. Vamos. Sé razonable. La mayoría de la gente es más abierta, creo.

Vilma quita el polvo de la mesa de café, y durante un instante cruzamos una mirada cómplice.

– ¿Estás segura de que eres lesbiana?

– Supongo que sí. Sí.

– Entonces vive como tal. -No puedo creer que esté diciendo esto-. Siéntete orgullosa de quién eres, mi vida. Al infierno con los demás. Piensa en todos los gays y lesbianas que te ven y se sienten mejor consigo mismos.

– Hagamos un trato -dice.

– ¿Cuál?

– Lo haré, viviré orgullosa como lesbiana, cuando tú dejes a Roberto. Él no va a cambiar. Lo sabes, ¿verdad?

– No estamos hablando de mí, ¿recuerdas?

– ¿Por qué no? Hablemos de ti.

Vilma trae un plato de queso y galletas, el olor del queso envía señales a mi cerebro. Supongo que a mi hija no le gusta el queso. Me levanto de un salto y salgo corriendo al baño de la cocina. No tengo tiempo ni de cerrar la puerta. No tengo tiempo ni de llegar al retrete. Una bilis amarilla pálida con trocitos de gofre se esparce por el suelo verde de azulejo, por el lavabo blanco, el asiento del inodoro.

Liz me sigue, preocupada, y se apoya en la puerta del cuarto de baño.

– Ay, Dios mío. Sarita. ¿Estás bien? -me pregunta.

Me apoyo en la tapa del retrete y me vuelvo para mirarla. Es guapísima. ¿Cómo es posible? Si yo fuera así de bonita me gustaría que todos los hombres del mundo me desearan. Siento mi abdomen contraerse con una arcada y vuelvo a mirar al agua. Esta vez, el vómito cae dentro. Sigo con arcadas aun sin tener nada que expulsar. Tengo un sabor amargo y crudo en la boca, los dientes viscosos.

– ¿Quieres ir al hospital? -me pregunta.

– Vete -le digo, limpiándome la boca con papel higiénico-. Sal de aquí. No recuerdo haber vomitado delante de Elizabeth desde que estábamos en el primer año de la carrera y bebíamos demasiado como para que no nos importara-. Prefiero vomitar en privado, si no te molesta.

– Estás muy enferma. Lo siento, no tenía ni idea.

– Estoy bien -le digo.

Tiro de la cadena para vaciar el inodoro y me tambaleo hasta el lavabo. Limpio con papel higiénico, me enjuago la boca con agua fría, me lavo la cara y me la seco con una toalla de algodón color crema.

– No -recapacito mirándola en el espejo-. No estoy bien. Todo esto me pone enferma. Estoy muy preocupada por ti.

– ¿Has vomitado por mi culpa? -pregunta.

– Sí.

La empujo y camino hacia el cuarto de la televisión.

Vilma ha estado de pie como un centinela en la puerta del baño, con el cubo y el trapo. No nos mira cuando pasamos junto a ella.

Elizabeth me sigue por el pasillo hasta el cuarto de estar, caminando rápidamente. Oigo que Vilma hace correr el agua en el baño, limpiándolo después de mi visita. Mi vieja y buena Vilma.

– Lo siento, Sara -dice Elizabeth. Se cubre la cara con las manos mientras habla. Eso solía ser lo que consolidaba nuestra amistad, la manera latina de discutir-. Tenía que haber sido sincera contigo desde el principio. -Sigue hablando frotándose una mano con la palma de la otra-. Siento que esto te afecte tanto. No lo permitas. Ya soy mayorcita. Puedo con ello. El hecho de que me aceptes es más importante para mí que lo que pueda pensar la gente.

Miro el reloj digital que brilla en el aparato del televisor por cable. Los niños llegarán del colé en un minuto reclamando la leche de soja y las galletas integrales, listos para enseñarme sus deberes. No quiero que la encuentren aquí.

– Tienes que irte -digo.

– ¿Por qué? -pregunta.

– Roberto -contesto-. Nosotras podemos seguir siendo amigas, pero tienes que darme algún tiempo para convencerle. Está muy enfadado.

– ¿Roberto está enfadado porque soy lesbiana? -pregunta.

– Eso dijo. Te llamó pervertida y otras cosas. Es una tontería. No te preocupes. Pero no puedo permitir que los niños te vean aquí. Piensa que estamos liadas. Tú y yo. Qué locura, ¿verdad? ¿Por qué pensaría una cosa así?

– Sara -me dice, sentándose junto a mí.

Escudriña mis ojos con su mirada.

– ¿Qué? -le pregunto-. ¿Por qué me miras así?

– Hay algo que debería haberte contado hace mucho tiempo.

Siento un vacío, otra ola de náuseas. Presiento lo que me va a decir.

– No -digo-. No creo que quiera oírlo.

– Debes saberlo.

Nos miramos fijamente durante un instante y me dice:

– Debes saberlo porque pienso que podrías correr un serio peligro.

– Adelante -digo, preparándome.

– Cuando estábamos en la universidad… ¿Recuerdas ese viaje que hicimos a Cancún durante unas vacaciones en primavera? Tú, yo, Roberto, aquel tipo, Gerald, con el que estaba saliendo, Lauren y otro ¿cómo se llamaba?

– Alberto. El de los granos.

– Alberto. Granos a granel. Ése.

– Claro. Liz, ¿cómo voy a olvidar un viaje como ése?

– Bien -y respira profundamente-. Hubo un día que fuimos a practicar submarinismo y tú tuviste problemas con el equipo y decidiste esperarnos en el barco. ¿Te acuerdas?

– Sí -dije-. Preferí «bucear» en unas margaritas en la playa.

– Bueno, pues estábamos todos en el arrecife de coral, y Roberto -se detiene y respira profundamente-. Roberto nadó hacia mí y me tocó bajo el agua.

– ¿Qué quieres decir con que «te tocó»? -me pongo furiosa.

– Que me tocó. Bajó la mano por la espalda y me la puso en el culo.

– No, no lo hizo.

– Sí lo hizo.

– Probablemente le empujó la corriente.

– Sara. Por favor.

– ¿Y qué hiciste?

– Estábamos en aguas poco profundas. Le cogí la mano, tiré de él y le pregunté qué estaba haciendo.

– ¿Y?

– Dijo que estaba haciendo lo natural en un hombre.

– Eso es una estupidez. Roberto nunca diría algo tan estúpido.

– Eso es lo que dijo.

– Éramos jóvenes, no significa nada.

No puedo creer lo que estoy diciendo. Parezco una idiota.

– Fue hace mucho tiempo, Sarita. Pero él sigue mirándome. Me ha mirado desde entonces.

– ¿Y? ¿Mirar es ahora un crimen? Todo el mundo te mira.

– Sólo creo que a lo mejor por eso está tan enfadado. Y por lo que me cuentas, las cosas con él se están poniendo cada vez peor. Tengo miedo por ti. No es ningún santo. No lo necesitas.

– A veces le odio.

– Deberías. Pero no por lo que me hizo a mí. Tienes que odiarle por lo que te está haciendo a ti.

Miro el reloj. Puedo oír a la niñera entrar en el garaje con el coche.

– Tienes que irte, Liz. Ya.

– Lo siento mucho, Sara.

Me abraza. La abrazo, la separo, la abrazo de nuevo.

– Vete. Hablaremos después.

– De acuerdo. -Una lágrima resbala por su mejilla-. Estoy asustada.

– Mis hijos vuelven a casa y no quiero que estén contigo.

– Dios mío, Sara, ¿tienes que ser tan explícita? Quiero a esos muchachos, y ellos me quieren.

– No quiero que le digan a su padre que has estado aquí -corrijo-. Me mataría, Liz.

– ¿Crees que iría tan lejos?

– Es sólo una expresión, cariño.

– Es más que eso y lo sabes. Bien podría matarte.

Vilma asoma la cabeza por la puerta y pregunta si necesito algo.

– Unas galletitas saladas -digo-. Por favor. Y un Seven Up.

– Sí, señora.

– ¿Galletitas y Seven Up? -pregunta Liz, con una sonrisa escapándosele entre las lágrimas mientras recoge el bolso y las llaves-. ¿Estás embarazada otra vez, Sara? No me mientas. Siempre sé cuándo lo estás.

– Debes dejar ese trabajo -le digo-. Y esa causa. Hay miles de obras de caridad en el mundo. Puedes conseguir otro trabajo.

– ¡Lo estás! ¡Estás embarazada de nuevo!

Me abraza otra vez. Sonrío.

– No se lo digas a nadie -susurro.

– No te preocupes. Felicidades, mi amor.

– No me llames así -bromeo-, o pensaré que soy tu tipo.

Le lanzo un teatral beso. Se ríe.

– Nos vemos, chica -dice.

– Te llamo pronto -digo-. Ten cuidado ahí fuera.

Echa un rápido vistazo a la entrada, se encoge de hombros y se enfunda en un chaquetón varonil.

– Y tú -me dice-. Ten cuidado ahí dentro.

La acompaño a la puerta principal y la abro. Se para en seco, retrocede e intenta decir algo, pero oigo a los niños que entran en la cocina por la puerta del garaje y le cierro la puerta en las narices.

Me arrastro hasta mi cuarto y me desplomo en la enorme cama tamaño California King. Quizá son las emociones del embarazo, o puede que la impresión de tener que aceptar que mi mejor amiga sea de ésas, o tener que admitir lo que siempre he sabido instintivamente: Roberto está enamorado de Elizabeth.

Vilma aparece a mi lado con una bandeja con galletas y un refresco.

– Déjalo allí mismo -le digo limpiándome las lágrimas con el dorso de la mano.

No se inmuta.

– ¿Qué pasa? -pregunto.

– Debe comer algo. No tiene buen aspecto.

– No puedo comer ahora -sollozo-. Tengo el corazón roto.

Vilma coloca la bandeja en mi mesilla, coge el vaso en sus expertas manos y se sienta a mi lado en la cama.

– Tome -dice dulce y maternalmente-. Sarita, beba. Necesita estar fuerte.

Abro la boca y bebo un poco. Me mareo.

– No, por favor, no puedo -le digo.

Vilma me acerca una galleta a los labios.

– El bebé también necesita su fuerza -dice.

– ¿Lo sabes? -pregunto.

Vilma asiente casi imperceptiblemente.

– Claro, Sarita. Coma.

Mordisqueo la galleta, encantada de que me llame de nuevo Sarita. Cuando termino, Vilma me hace comer dos más. Me obliga a terminar la bebida.

– ¿Cómo lo supiste? -pregunto.

– Yo sé cosas -dice, golpeándose el pecho cerca del corazón-. Ahora descanse un rato. Toda esta tensión es mala para el bebé.

Vilma me besa en la cabeza como hacía cuando yo era niña y se marcha del dormitorio.

Sollozo bajo el edredón de pluma de ganso forrado de franela rosa hasta que Seth y Jonah entran corriendo llenos de juvenil energía. Se suben a mi cama. Jonah me retira cuidadosamente el pelo de los ojos y me pregunta qué me pasa. Sethy se golpea el pecho como Tarzán y da volteretas desde la cama al suelo. Les cuento que mami se ha caído y se ha hecho pupa, pero que pronto se curará.

– ¿Está papá en casa? -pregunta Jonah-. ¿Él te hizo pupa? A veces odio a papá.

– No -digo-. No digas esas cosas.

Les abrazo y les pregunto cómo les ha ido el día.

– ¿Sabías que tía Liz es tespiana? -pregunta Seth, abriendo la boca simulando horror palmoteándose la cara como McCauley Culkin en esa tonta película.

– Shh -le dice Jonah a su hermano-. No lo digas.

– ¿Quién te ha dicho eso? -le pregunto a Seth, asustada por lo oportuno que es.

¿La habrá visto? Dios, espero que no. Espero que no le diga nada a su padre.

– Andrew Lipinski.

– Bien, la mamá de Andrew Lipinski le va a lavar la boca con jabón, porque no es verdad. No hables más de eso en esta casa.

Hablamos del colegio y los mando abajo con Sharon y Vilma para merendar. Normalmente no soy tan fría con mis hijos, pero ahora mismo siento que no puedo con todo. Ya sabes, cualquier cosita puede afectarme mucho ahora. No me gusta llorar delante de los niños.

Roberto llega a casa del trabajo de buen humor. Su voz alegre resuena en el vestíbulo.

– He ganado el caso, amorcito -grita, y luego silba We're in the Money.

– ¡Felicidades! -grito.

Gracias a Dios. Por lo menos hoy hay buenas noticias en esta casa. Me arreglo el pelo, me limpio el rímel corrido de los ojos, y espero en lo alto de las escaleras sonriendo como la esposa perfecta. No quiero que sepa que sé lo de Cancún. Nunca sacaré el tema, que Dios me ayude. Roberto empieza a bailar, me invita con los brazos abiertos y bajo la escalera abalanzándome hacia él con todo el falso entusiasmo que puedo reunir, a lo Ginger Rogers. Me levanta del suelo y me da una vuelta, riéndose. Me lleva a la cocina, me sienta, y me planta un beso en los labios.

– Estás preciosa -me dice-. Siempre me pareces más guapa cuando gano un caso.

Vilma frunce el entrecejo sobre la olla que hay en el fuego, desaprobadora. Roberto no se da cuenta. Bromea con Vilma mientras ella prepara la cena, un bistec cubano kosher con cebolla, arroz, frijoles y plátanos.

– Huele increíble -dice, dándole una palmadita en la espalda a Vilma.

Mete un tenedor en los frijoles y los prueba. Se lleva los dedos a los labios, y tira un beso al aire exclamando:

– ¡Qué ricos!

– Si me permites, cariño, tengo que hacer pipí -le digo sonriendo.

El olor a carne frita me manda de nuevo al baño. Cierro la puerta y dejo correr el agua para encubrir el ruido que hago sobre el retrete.


Cuando me siento mejor, busco a Roberto y a los niños que están en la sala de estar. Roberto se arrastra a gatas por la alfombra con Seth en la espalda. Jonah, sentado a un lado, los mira muy serio.

– ¿Qué hacéis, locos? -pregunto.

– ¿Bromeas? -dice Roberto-. ¡Somos indios y vaqueros! ¡Mis chicos son los mejores!

Me derrumbo sobre el sofá, y Jonah se me sube encima. Se sienta de rodillas, mirándome, y me pone un dedo en los labios, la preocupación arruga su diminuta frente.

– ¿Estás bien, mamá? -susurra.

– Claro -miento, y le beso en la mejilla-. Ve a jugar con tu padre.

– ¿Tengo que hacerlo?

– ¡Jonah! ¡Ve!

Lo levanto y lo empujo hacia Roberto.

Vilma nos sirve la cena en la cocina, en lugar de en el comedor, porque Roberto quiere ver si dicen algo de su gran victoria en las noticias. Trabaja en Fidelity Investments, y el caso lleva meses saliendo en los informativos.

Los chicos cenan y se incordian, y la niñera se retira a su cuarto a leer y a chatear por internet con sus amigos de Suiza. Como unos frijoles y me esfuerzo por retenerlos dentro. Vilma se da cuenta de que no me encuentro bien. Me ofrece más galletas. Roberto no se da cuenta. Mastica con la boca abierta, una mano en la tripa y la otra zapeando con el mando a distancia.

Hay unos cuantos anuncios y enseguida empiezan las noticias locales. Miro la tele, y no doy crédito a lo que veo. Allí, en la pantalla, aparece nuestra casa.

¡Nuestra casa!

La cámara se desplaza y enfoca la camioneta de Elizabeth, aparcada en la entrada. El periodista empieza a decir que la periodista de un canal de la competencia que acaba de «salir del armario», había llegado esta mañana a esta «lujosa mansión en Brookline, cerca de Chestnut Hill Reservoir», después de conducir como una loca eludiendo una manifestación religiosa y a los periodistas que la perseguían. Roberto lanza el mando al suelo. Su puño aterriza en la mesa.

El periodista mira sus notas y dice que según el registro de la propiedad la casa pertenece a Roberto J. Asís, «un destacado abogado local, involucrado en el polémico pleito de Fidelity Investments del que hablan los informativos estos días», y añade que el abogado está casado con Sara Behar, una vieja amiga de Cruz en la universidad.

– Se desconoce el motivo de esta visita -dice maliciosamente-, ya que cuando contactamos a Liz Cruz, no quiso pronunciarse.

– Dejen a la gente en paz -grita Liz a la cámara, cubriéndose el rostro y llorando-. Ocúpense de sus asuntos. Dejen a esta pobre familia tranquila.

No me da tiempo a llegar al baño, así que vomito por el suelo de la cocina mientras corro. Roberto ya se ha levantado, escupiendo trozos de filete mientras me grita todos los insultos que se le pasan por la cabeza. Los niños se abrazan y gritan.

Jonah me sigue, gritando:

– Mami, mami, ¡no!

Pero Seth tira de él y lo arrastra hasta debajo de la mesa.

– ¡Escóndete! -chilla.

Roberto me coge del pelo y me atrae hacia él. Toda la cocina huele a vómito.

– ¡Papá! Quieto -grita uno de los niños.

– ¿Qué te dije? -pregunta clavándome un dedo en la cara-. ¿Qué te dije sobre que esa lesbiana entrara en esta casa?

– Ya lo sé -contesto con miedo-, he intentado disuadirla, pero ha venido igual. Estaba asustada y me dijo que no tenía dónde ir. Lo siento.

– Intentaste disuadirla, ¿eh? ¿Por eso ha venido? ¿Porque la has convencido?

Me empuja contra el mostrador. Me cubro el vientre instintivamente con las manos e intento apartarme.

– Por favor, Roberto, no -le suplico.

Vilma y Sharon no aparecen por ninguna parte. Vilma intentó ayudarme antes, pero le pedí que no se inmiscuyera. Sharon también intentó ayudarme una vez, pero Roberto le dijo que se ocupara de sus asuntos o la enviaría de vuelta a Suiza.

– Nuestra casa -ruge-. Ésa era nuestra casa. No puedo permitir que nuestra casa se asocie con esa mujer. ¿Sabes lo que esto supondría para mi carrera? ¿Estás loca?

Intento correr pero vuelve a atraparme.

– ¿Así que estás enamorada de ella? -me pregunta, su cara a un centímetro de la mía.

Me retuerce el jersey y lo rompe.

– ¿Qué? ¡No!

Lucho por liberarme y corro hacia la puerta de la cocina que da al patio, donde la nieve derretida de la última tormenta de la temporada gotea rítmicamente sobre el porche de madera. Nunca lo había visto tan enfadado.

– Ya me has oído. ¿Tienes un lío con ella?

– ¡Estás loco! -grito.

Me golpea en medio de la espalda y me quedo sin respiración. Caigo al suelo y me arrastro como puedo. Tira al suelo la cafetera, la batidora, un bote de galletas de porcelana en forma de gato que se hace añicos al lado de la mesa donde están escondidos los niños. Es un monstruo.

Oigo a los chicos llorar.

– ¡Seth! ¡Jonah! -grito mientras me coge la cara estrujándomela, y me sacude la cabeza para que me ponga en pie.

El dolor es insoportable. Grito. Los niños. Tengo que proteger a los niños.

– Id al cuarto de Vilma y cerrad la puerta con llave. ¡Ahora mismo!

Me obedecen y se dispersan como pájaros asustados.

– No es lo que piensas -le digo-. Además, yo no fui quien intentó ligarse a Liz en Cancún. Fuiste tú.

– ¿Qué? -me pregunta-. ¿Qué has dicho?

Su cara a pocos centímetros. Puedo oler el filete y la cebolla en su aliento. Me cae una gota de saliva en el ojo cuando habla.

– Me has oído bien. Sé que la quieres.

Me abofetea. Me escapo otra vez, abro la puerta de atrás, y corro hacia el porche, hacia la fría y oscura noche. Mi mundo se derrumba. La temperatura ha bajado tanto que la nieve derretida empieza a helarse de nuevo en finas láminas. Roberto me sigue, con ojos de loco.

– ¿Quién te ha contado eso? -pregunta.

– Liz -digo apoyándome contra la barandilla.

Está sobre mí, sujetándome la cabeza con un brazo, estrangulándome.

– ¿Qué te dijo?

– Nada.

No puedo moverme. Me suelta la cabeza y me estruja en un violento abrazo.

Hay lágrimas en sus ojos.

– ¿Nada? -me pregunta clavándome una mano entre las piernas-. ¿No te dijo nada? ¿Te dijo que me jodio? ¿Eh? ¿Ahí mismo, entre las piernas? ¿Te contó esa parte? ¿Que me lo hizo en el hotel cuando te estaban dando un masaje?

– No -le digo-. No te creo.

– ¿No te contó que lo hicimos de nuevo cuando volvimos? ¿Cuando estabas en casa de tu madre?

– Deja de mentir, sinvergüenza.

– Es verdad. Lo hizo -y sonríe, el hijo de puta-. En nuestra cama, y le gustó.

Mueve las caderas obscenamente encima de mí.

– Le gustaba hacerlo fuerte, porque es una puta como tú. No me extraña que hayáis estado comiéndoselo la una a la otra todo este tiempo.

Esta vez le abofeteo yo.

– ¡Carajo! -grito-. ¡Te odio!

Me agarra las manos y me las retuerce hacia atrás hasta que pienso que va a partirme las muñecas.

– ¡No! -chillo-. No, Roberto.

Está gruñendo, maldiciendo, insultándome de todas las formas que se le ocurren. La madera del porche está resbaladiza, y pongo cuidado para no caerme. Me agarro del pasamanos como si fuera un salvavidas.

– Por favor, Roberto, estoy embarazada -lloro-. No puedo caerme ahora.

Se detiene y me mira fijamente.

– Más te vale no mentirme -me dice.

– Roberto, no, te lo juro, no te estoy mintiendo. ¿Por qué crees que estoy engordando? ¡Casi no como! ¿Por qué crees que corro al baño cada diez segundos? Es para vomitar, Roberto.

– Buen intento -dice-. Eso no te va a ayudar. Conmigo ya no te sirven las mentiras, ¿entiendes lo que te digo?

– No miento. Estoy embarazada. Estaba esperando a nuestro aniversario para decírtelo, para darte una sorpresa. Te lo iba a decir la próxima semana en Argentina. Por favor.

Millones de lágrimas calientes y pesadas resbalan por mi cara. La visión de las lágrimas le excita. Me sacude.

– Dime la verdad, Sara -me exige-. Esto no es un juego.

– Te estoy diciendo la verdad. Vamos a tener una niña.

– ¿Una niña? -continúa, agarrándome muy fuerte, pero sus ojos se ablandan un poco, esperanzados.

– Vamos adentro -digo-. Te enseñaré el test de embarazo. Lo he escondido en el armario.

– Espero que no me estés mintiendo -me repite.

– ¿Y tú qué? -pregunto-. ¿Estás mintiendo? ¿De verdad te acostaste con ella?

– Sí -me dice.

– ¿La quieres?

– La quise -me dice-. Pero ya no. Te quiero, Sarita. No soporto la idea de vosotras juntas. Me enloquece. Es el peor insulto que pueda pensar un hombre.

Está jadeante, la cara roja, furioso.

– No soy lesbiana -le digo-. Soy tu mujer. Te quiero. Eres el único hombre al que he amado. ¿Por qué nos hacemos esto? ¿Y los niños? Ay, Roberto. Por el amor de Dios. Nos hace falta ayuda profesional.

– ¿De verdad estás embarazada? -su voz es suave y tiene esa dulce sonrisa que me derrite el corazón.

Le acaricio la cara y me compadezco de él, como hago siempre que se disculpa después de pegarme.

– Te lo juro.

Tira de mi brazo en lo que interpreto como un intento de atraerme hacia él, pero algo pasa. Me resbalo en el hielo, me suelto de su mano, y entonces el tiempo se detiene y siento cada escalón primero en mi trasero, luego en la espalda, y después justo en el estómago. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho. Me doy contra los ocho escalones y aterrizo en el afilado hielo. ¿Me ha empujado? ¿O me he resbalado? No lo sé.

No puedo moverme. El dolor de espalda es demasiado intenso. Me cae sangre de la cabeza en los ojos, y tengo la boca llena de un líquido caliente y salado. Sangre. Espero que se haya terminado, pero no. Me sigue, chillando histérico. Quiero decirle que tenga cuidado con los escalones, pero no puedo hablar.

– ¿Qué te pasa? -grita-. ¿Qué haces cayéndote por las escaleras en tu estado? Es mejor que no me mientas. ¿Es así como cubres tus mentiras? ¿Cayéndote por las escaleras?

El dolor en mi útero despierta al instante. Siento un estallido, el mismo que cuando se rompe aguas y empiezan las contracciones. Sólo que esta vez llega con seis meses de adelanto, y el dolor se extiende por todo el cuerpo. Estoy paralizada por el miedo, o por las heridas. No lo sé. Se arrodilla a mi lado, y cuando no me muevo o hablo, me pellizca con fuerza las mejillas.

– Levántate -me pincha. Ha perdido la razón. Me abofetea de nuevo-. No es momento de jugar conmigo. Levántate. Si de verdad estás embarazada, levántate.

Y hace algo inconcebible: me patea una y otra vez, en el costado, y siento la sangre manar a borbotones. Mi bebé.

– Por favor, Roberto, por el amor de Dios -lloro por dentro-. Para, por favor.

Me vuelve a patear, en la cabeza. Oigo mi cara crujir. En un estallido de color rojo y estrellas veo a Vilma bajar corriendo los escalones y saltar sobre él por detrás con un reluciente cuchillo de cocina en la mano.

Está gritando:

– ¡La has matado, hijo de puta, esta vez la has matado!

Veo sus hinchadas piernas con medias hasta la rodilla volar por el aire cuando la levanta y oigo el golpe de su cuerpo cayendo junto a mí. Oigo el cuchillo caer sobre el hielo.

Es lo último que recuerdo.


En el número del 24 de marzo del Boston Journal aparece un estudio sobre salud mental que demuestra que las personas con más éxito de nuestra sociedad son las que mejor mienten. Cuanto mejor se miente, según el estudio, más lejos se llega en la vida profesional y en la personal. Tengo que reconocerlo: miento mucho. ¿Tú no? El jefe te pregunta cómo estás y le respondes que bien. Un amigo con un corte de pelo horrible te pregunta qué te parece y le dices que le queda fenomenal. Cuanto más nos importa alguien, parece, más dispuestos estamos a mentirle. ¿Es extraño entonces que la gente siempre se decepcione en cuestiones de amor? Hemos aprendido a confiar en los mentirosos.

De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ

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