Capítulo 18. REBECCA

André me recoge en la casa nueva. Me he pasado el fin de semana de mudanza, y en el último minuto cojo tres días libres en el trabajo para irme de viaje con él. Ha sido algo impulsivo, algo que no habría hecho hace un año. Me habría puesto histérica porque habría pensado que nadie podría dirigir la revista en mi ausencia. Pero André me convenció de que Ella podría sobrevivir unas horas sin mí. Me aseguró que él no.

Lleva un Lexus SUV, blanco y beige esta vez. Lleva vaqueros. Nunca lo había visto en vaqueros. Le quedan muy bien, tan bien que casi se me para el corazón. Lleva mocasines negros elegantes, un ligero suéter beige, y una chaqueta de cuero negra. El atuendo apropiado para un viaje a Maine. Yo llevo pantalones khakis con zapatos planos negros, un suéter rosa pálido y un blazer negro de lana. Como verse reflejada en el espejo. Otra vez. He metido en la maleta varios camisones largos de franela, y algo de lencería sexy que nunca me he puesto; todavía no he decidido qué tipo de viaje va a ser, aunque tengo mis esperanzas.

– Estás impresionante -me dice.

Me abraza, me da un beso amistoso en la mejilla. ¿Chicle de canela? ¡Qué bien huele! ¡Y esa sonrisa! Me encantaría meterlo en casa, cerrar la puerta, y arrancarle la ropa. Pero no lo hago. Le doy un educado estrujón, y le tomo del brazo que me ofrece para ayudarme a bajar los empinados escalones de la entrada. Me lleva la maleta. Abre la puerta del pasajero, me ayuda a entrar, y coloca mi equipaje en el maletero. El interior del coche huele como André, a especias y a limpio. No he sentido esta ilusión desde que era niña y llegaba la Navidad.

Por ser entre semana y temprano por la tarde, no hay mucho tráfico. Al cabo de poco tiempo, estamos en la 95, rumbo al norte en el suave confort del Lexus, escuchando música sensual y rítmica. La letra está en un idioma que no entiendo.

– ¿Qué es esto? -le pregunto.

– Es una cantante nigeriana llamada Onyeka Onwenu -dice.

– Canta muy bien.

– Sí. Y tiene mucho valor. Se puso en huelga de hambre para protestar porque no cobraba derechos.

– Eso es admirable. ¿Entiendes la letra?

– Claro que sí.

– ¿Es yoruba? -pregunto.

– Sí -sonríe, complacido-. Estás llena de preguntas hoy.

He estado investigando sobre Nigeria, avergonzada por lo poco que sabía en nuestra última cita, pero no tiene por qué saberlo.

– ¿Qué otros idiomas se hablan allí? -pregunto-. ¿Ibo y hausa?

Se ríe y corrige mi pronunciación de ambos.

– Has hecho los deberes, ¿no?

– Un poco.

El paisaje pasa rápido, verde y exuberante. Hablamos con fluidez, sobre varias cosas, y pasamos Salem y Topsfield. Hablamos hasta Amesbury, y sólo paramos un momento al cruzar un gran puente, para admirar la belleza del lugar. Parece como si el tiempo no hubiera pasado, y de repente estamos en la carretera 495, a pocos minutos del hotelito Red Maple Inn en Freeport, propiedad de unos ingleses amigos de André.

– Son una gente fantástica -dice mientras conduce el Lexus por un camino de grava hacia un claro del bosque-. Ambos son informáticos, pero se quemaron. Cogieron su dinero y se retiraron. Éste era el sueño de Lynne, tener un lugar así en los bosques de Nueva Inglaterra.

El hotelito está formado por una serie de casas victorianas de color amarillo pálido, con toques rojos y azules, distribuidas alrededor de un jardín central. En los senderos del jardín, hay cómodas sillas de exterior. Algunas personas están sentadas leyendo, otras hablan bajito y toman té.

– Es encantador -digo, dándome cuenta de que la forma de hablar de André se me está contagiando.

Casi nunca uso la palabra «encantador». Es muy británico.

– Ellos mismos se encargan del jardín -dice, mientras aparca el coche al lado de un granero rojo-. Lynne tiene muy buena mano con las plantas.

Un golden retriever de aspecto amigable salta sobre el coche con una gran sonrisa en la cara. André abre la puerta y llama al perro.

– ¡Precious! Aquí, ¡Precious!

Abro la puerta y salgo. El aire es un poco más fresco que en Boston, limpio. Respiro hondo. Sobre nuestras cabezas, el cielo es de un azul brillante. André y Precious se reúnen conmigo. A Brad nunca le gustaron los animales. Los odiaba, de hecho. André pasa su brazo sobre mis hombros, y Precious olfatea mis zapatos. Oigo un chasquido, alzo la vista y veo a una pareja sonriente saliendo por la puerta de tela metálica de lo que parece ser la casa principal.

– ¡André! -llama el hombre.

Es joven para estar retirado. Me imaginaba un hombre de unos sesenta y cinco; Terry y Lynne son de mi edad, con buen físico, y un atractivo ligeramente británico.

– ¿Todo bien, Terry?

– ¿Todo bien? -contesta el otro.

Parece un saludo.

Precious está tan entusiasmado por tanto alboroto que empieza a ladrar.

– Cállate, Precious -dice la mujer, dándole una palmada-. Entra en casa.

El perro la obedece haciéndose el remolón. Ella se limpia las manos en los vaqueros y me ofrece la mano. Me sonríe abiertamente.

– Soy Lynne -dice.

– Rebecca -digo-. Encantada de conocerte.

– Bienvenida al Red Maple -me dice.

– Gracias.

– Soy Terry -dice el hombre-. Me alegra que hayas podido venir. ¿Cómo te fue el viaje?

– Bien -digo.

– ¿Con ese tipo al volante? -bromea-. Entrad.

– ¿Sabes?, es la primera vez que André viene con una chica -bromea Lynne, dando un codazo a André cuando caminamos hacia la casa.

– Sí, suele venir con chicos -dice Terry muy serio.

– No les hagas caso a estos dos -dice André-. Se creen muy graciosos.

Sonrío y entro en el vestíbulo. La casa está decorada con un estilo tan rústico que me alegra el alma nada más verla. Flores frescas en sencillos jarrones sobre diferentes mesas antiguas. Abundan los estampados florales y la luz del sol llena los espacios abiertos. También hay varios gatos decorativos.

– Es encantador -digo una vez más esa palabra que nunca uso.

– Gracias -dice Lynne, apretándome el brazo.

Terry nos retira las chaquetas, las cuelga en el armario del vestíbulo, y nos acompaña a un acogedor estudio al lado de la enorme cocina rústica.

– Sé que os gustaría sentaros y charlar el resto de la tarde -dice con un brillo en los ojos-, pero Lynne y yo tenemos cosas que hacer.

Guiña el ojo a André.

– Os damos las llaves ahora, y nos vemos más tarde, quizá después de la cena. Estáis en la suite Gingham, como solicitaste. -Y luego dice bajito-: Es muy íntima.

– Gracias.

– Nunca he visto a André tan enamorado -me dice Lynne por lo bajo-. Sabemos cuándo tenemos que quitarnos de en medio.

No sé qué decir.

Entonces, tan rápido como aparecieron, Terry y Lynne desaparecen dejándonos un juego de llaves.

– Son especiales -me dice, asintiendo con la cabeza-. Nunca he conocido a dos personas como ellos.

– Son muy agradables -digo-. Y directos.

– Sí -me toma de la mano y pregunta-: ¿Vamos?

– Después de ti -digo.

Salimos por la puerta trasera y cruzamos otro espléndido jardín (otra vez: «espléndido»), seguimos un sendero sinuoso, y cruzamos un bosquecillo hasta una aislada y modesta casita sobre una colina con vistas a un estanque. La casa es perfecta, una casa de muñecas con contraventanas.

– Es tan mona -suspiro-. Es adorable.

– Sabía que te iba a gustar.

La suite Gingham es una casa en sí misma, sin otras habitaciones o gente cerca. Hay un saloncito, una cocina y un gran dormitorio con una cama enorme cubierta con una colcha roja, morada y azul. El dosel es de madera, rústico. Alfombras tejidas de vivos colores cubren el suelo de madera. Cortinas rizadas y tiradores decoran las ventanas salpicadas con motivos frutales. Las paredes están empapeladas con un alegre y vivo papel que parece réplica de un diseño del siglo XVIII. Acogedora y curiosa, una casa de muñecas construida a escala por gente con dinero, visión y sentido del gusto.

– Voy a buscar el equipaje -dice André-. Ponte cómoda.

Me dejo caer en una mecedora y siento desvanecerse el estrés con cada deliciosa respiración. Sigilosamente, aparto las cortinas y observo a André andando por el sendero hacia la casa principal, admirando cómo se le ajustan los pantalones al trasero. Tiene tanta clase. Me lo imagino encima de mí, y casi no puedo respirar.

André vuelve con las maletas, las pone en el dormitorio. Se sienta al borde de la cama y me mira en la mecedora.

– Ya estamos aquí -dice.

Sus ojos hambrientos me incomodan. Ese sentimiento me encanta, pero no sé qué hacer con él. Hace tanto tiempo que no he estado con alguien que no me atrevo a moverme. Creo que voy a caerme, o a tirar algo. Tengo miedo y me siento torpe.

– Ya estamos aquí -repito como un loro-. ¡Qué bien decorada está! Han hecho un gran trabajo.

Me mira sin decir una palabra y sonríe.

– Las paredes, los suelos, ¡es perfecto! -cotorreo-. ¿Lo han hecho ellos mismos, o han contratado a un decorador? Mi amiga Sara es toda una decoradora. Ahora que tiene que buscarse la vida, está pensando abrir una tienda de diseño. Creo que es una gran idea.

Sigue mirándome con esa sonrisa. Silencio. Enlaza los dedos y me observa. Sin saber qué hacer, sigo cotorreando.

– Voy a ayudarla en todo lo que pueda. Ahora mismo necesita todo el apoyo. Todas nosotras, mi grupo de amigas de la universidad, estamos ayudándola a levantar el negocio, hemos elaborado un proyecto mientras está en el hospital, y vamos a sorprenderla, hemos alquilado un local en Newton…

Sigue callado, y sonríe, sólo que ahora apunta una carcajada.

Dejo de hablar.

– Ven aquí -dice, y señala la cama a su lado.

– No sé -digo.

Me encojo de hombros como una tímida niñita y me siento estúpida.

– Sí que sabes. Por eso no puedes dejar de hablar. -Se lleva un dedo a los labios-. Shhh -dice-. Escucha el bosque.

Me callo. Escucho pájaros, el viento entre las hojas. Escucho el agua rozando suavemente la orilla del estanque fuera de la ventana. André me hace un gesto para que me siente a su lado en la cama. Sacudo la cabeza y me cruzo de brazos. Aprieto las rodillas, y me doy impulso en la mecedora nerviosamente. No es así como imaginé que me comportaría el millón de veces que he fantaseado con este momento. Iba a ser sensual, felina. Saltaría sobre él, le lamería. Llevaría ropa interior provocativa, en lugar del sencillo sujetador y las braguitas blancas de algodón que llevo.

André se levanta, todavía sonriendo, y viene hacia mí.

– ¿Lo escuchas? -me pregunta, acercándose por detrás.

– ¿El qué? -pregunto.

– El viento.

Entorna las contraventanas, cierra las cortinas, y echa la llave a la puerta.

– Sí.

– ¡Qué silencio! -dice.

– Sí.

– Demasiado -dice.

Ahora está delante de mí, me extiende las manos.

– Quiero oír el latido de tu corazón.

– ¿El latido de mi corazón?

– Ven aquí.

Me coge de las manos y me levanta.

– ¿No deberíamos ir de compras o algo así? -pregunto.

Le sigo, nerviosa.

– Luego.

Me lleva a la cama, me sienta, se sienta a mi lado. No puedo mirarle. Estoy demasiado asustada. Me toma la muñeca, y pone un dedo sobre ella para tomarme el pulso.

– Rápido -dice-. Rapidísimo.

Estoy sudando. No suelo sudar. André me suelta, y se dirige despacio a la cocina, vuelve con una botella de champán y dos copas altas y finas.

– No -protesto.

Regreso a la silla y me siento, como una chiquilla ofendida.

– Sí -dice-. Lo necesitas.

– ¿Ah, sí?

Se ríe, abre la botella, y sirve.

– Y yo también, sinceramente -dice cuando me acerca la copa-. Esto es por Maine, y por nosotros.

Brindamos y tomo un pequeño sorbo. Pienso en Brad, en mis padres, y en todas las cosas que Lauren dijo de mí. Ya no quiero ser esa persona. No quiero.

Termino la copa entera y pido más.

Empieza a atardecer, el cuarto se llena de una cálida luz anaranjada que se filtra por las contraventanas. El champán me hace sentir que el sonido de las ranas croando al borde del estanque forma parte de mí.

– ¿Te encuentras mejor? -pregunta.

– Sí.

– Bien. ¿Ya puedes sentarte a mi lado?

– Sí.

Vuelvo a la cama.

André se acerca, me besa con dulzura, cuidadosamente, con los labios cerrados. Me besa en la boca, luego en las mejillas, el cuello, la boca otra vez. Tiernamente. Sus labios son suaves y carnosos, la cara impecablemente afeitada. Nada que ver con besar a Brad, cuyo olor me era insoportable y cuya barba pinchaba. Podría respirar André para siempre y nunca me cansaría. Le mordisqueo el labio inferior y siento que me sonríe.

– Eso está mejor -me dice.

Me aparto. Esto es casi perfecto, pero quiero que las cosas sean como me las he imaginado. El alcohol me ha dado calor y la confianza que me faltaba hace unos minutos.

– Un minuto -digo-. Quiero cambiarme de ropa.

– ¿Por qué? Estás muy bien.

– Es que tengo algo que quiero ponerme -digo.

Cuando me aparto, gimotea un poco, me retiene. Cuando me separo de su abrazo, se derrumba en la cama con una risa abierta, da patadas como un bebé con una rabieta.

– ¿Sabes? Eres muy dura -dice-. Tienes la coraza más dura que he visto.

Recojo mi bolso y me lo llevo al baño. Hay un espejo de cuerpo entero detrás de la puerta. Abro la maleta, y saco la lencería. No abulta mucho. Abro la puerta de nuevo, cojo mi copa de champán, y termino lo que queda. Me sirvo más, y también lo termino. André está apoyado en los almohadones de cuadros y me mira divertido.

– ¿Qué estás haciendo? -pregunta.

– Lo que siempre he soñado -digo.

Las palabras suenan raras. Estoy un poco mareada. Me río tontamente y vuelvo al baño, cerrando la puerta detrás de mí.

Me quito la ropa, utilizo una toallita para limpiarme mis partes, entonces recuerdo que limpiar tiene un significado distinto para André. Y sonrío. Cojo el sujetador rojo y me lo coloco en el pecho. No son grandes, pero tampoco pequeñas. Soy una copa B, y el relleno del sostén me convierte en C sin necesidad de cirugía. Después me pongo el tanga rojo de encaje. A mi madre le daría un ataque si viera lo que estoy viendo en el espejo. Me siento en el borde de la bañera con patas de garras, y me subo las medias rojas hasta los muslos, primero la pierna izquierda, luego la derecha. Despliego el liguero, y lo engancho a las medias. Entonces saco los zapatos de tacón rojos del fondo de la maleta y me los pongo. Me pongo de pie y me miro en el espejo. Me veo muy bien. Parezco una modelo de catálogo, con el pecho un poco más pequeño. No tengo nada de grasa, pero no he perdido las curvas. Parezco saludable, sexy, es como si me viera desde fuera, porque no estoy acostumbrada a verme con buenos ojos. Me gusta mi aspecto. Pero no estoy segura de poder enfrentarme a André así, incluso con el champán fluyendo por mis venas. Me lavo los dientes, me pongo desodorante y perfume, pero sigo sintiéndome insegura.

Saco el móvil de mi bolsa y marco el número de Lauren. Contesta.

– ¡Lauren! -susurro-. Soy yo, Rebecca. Necesito hablar contigo.

– ¿Rebecca? -pregunta. Parece sorprendida-. ¿Estás bien?

– Estoy en un baño en Maine con la lencería roja puesta.

– ¿Que estás qué?

– Estoy aquí con André, pero no puedo hacerlo. Me he puesto la ropa interior pero estoy muerta de miedo. ¿Qué hago?

– Por Dios, Rebecca ¿Hablas en serio? -la oigo reírse.

– Sí, hablo en serio.

Riéndose todavía, dice:

– Es genial.

Fuera, en el dormitorio, André me llama y me pregunta si estoy bien.

– Sí, estoy bien -digo.

Entonces le susurro a Lauren:

– Lo deseo tanto…, pero nunca he hecho esto. Necesito tu ayuda.

– Vale, vale. Rebecca, escúchame. Eres sexy, ¿no? Lo eres. Esto es lo que vas a hacer. Vas a salir de ese baño y vas a deslumbrarlo con tu sensualidad. ¿Me oyes?

– Sí. ¿Cómo?

– Sé tú misma, Becca. Es todo lo que tienes que hacer.

– ¿Yo misma?

– Olvídate de tus complejos. Libéralos, como una pesadilla. Vive el momento. ¿De acuerdo?

– ¿Me pinto los labios?

– Sí, de rojo.

– Bien.

Busco en mi bolsa de maquillaje, saco un lápiz de labios rojo, y me los pinto.

– ¿Lauren? -pregunto.

– ¿Sí?

– ¿Soy guapa?

– Ay, Dios mío. ¡Por supuesto que sí! Eres guapísima. Ahora vete. Deja de hablar conmigo. Sal.

– De acuerdo.

– Usa un condón.

– De acuerdo.

– Confía en ti. Eso es lo más sexy. No esperes que él lo haga todo. Atácalo. Ponte encima.

Me escucho reír como si estuviera muy lejos.

– De acuerdo, lo haré.

– Llámame más tarde y me lo cuentas todo -dice Lauren-. Quiero decir todo.

– Sólo si me prometes no escribir sobre esto en el periódico.

– Te lo prometo.

– Está bien. Adiós.

Cuelgo, me miro en el espejo de nuevo. André está tocando a la puerta.

– ¿Estás hablando por teléfono? -pregunta.

– Lauren. Tenía que hablar con Lauren.

– ¿Todo bien?

– Sí, vuelve a la cama.

– Si insistes.

– ¿Estás en la cama?

– Sí.

Respiro hondo, y me digo que soy sexy e irresistible. Me meto la mano entre las piernas y estoy húmeda. Dejo mi mano allí un momento para darme confianza. Estoy mareada por el alcohol y la emoción del momento. Quiero que todo salga perfecto. Me huelo el dedo y mi propio olor me excita.

Abro la puerta. André está sentado al borde de la cama leyendo el menú de un restaurante chino de comida para llevar, con los codos en las rodillas. Me mira, y se le cae la carta de las manos. Tiene la boca abierta. No puede hablar.

No estoy segura de cómo se supone que tengo que andar con estos zapatos. Nunca ves a ninguna mujer andar con ellos, sólo las ves tumbadas. De alguna manera tengo que llegar de la puerta del baño a la cama. Camino y trato de mover las caderas. El champán ha hecho su efecto y ya no tengo miedo. Creo de verdad que soy sexy, porque lo soy. Soy una mujer. Como cualquier otra. Tengo el mismo cuerpo, los mismos deseos y las mismas fantasías.

– ¡Jesús! -dice André-. Estás preciosa.

Esta vez soy yo quien le pone un dedo en los labios.

– Shhh -digo-. No hables. No hemos hecho nada más que hablar desde que nos conocimos. Cállate.

Sonríe con un lado de la boca y se echa hacia atrás sobre los codos. Sus piernas cuelgan fuera de la cama. Todavía tiene los zapatos puestos. Sin apartar la mirada de él, me arrodillo y se los quito. Sus párpados tiemblan, se moja los labios con la lengua. Paso mi mano lentamente por la pernera de sus pantalones, rodillas, muslos, y me detengo al lado de lo-que-ya-sabes. «¿Lo-que-ya-sabes? -Ni siquiera puedo pensar la palabra-. Junto a las pelotas. Y el pene.» Ahí mismo.

– Rebecca -dice-. Ven aquí.

– Shhh -digo.Le recuesto sobre la cama. Todavía está vestido, tumbado boca arriba. Me arrodillo encima de él. Me gusta. En mi fantasía él siempre estaba vestido y yo no. Intenta incorporarse, pero lo empujo hacia atrás.

– Todavía no -digo-. Espera.

Se le ve divertido, y excitado. Noto su excitación debajo de mí.

Utilizo el dedo con el que me he tocado antes para dibujar sus labios, nariz y el contorno de sus bonitos ojos. Le meto el dedo en la boca, siento los dientes y la lengua. Entonces me inclino sobre él y le beso apasionadamente. Me acerca bruscamente hacia él, y me da la vuelta dejándome abajo. La cama cruje con el movimiento.

– Ahora te toca a ti -me dice entre besos.

Recorre mi cuello con sus labios lentamente, una mano en el pelo y la otra en mi pecho.

– He soñado con este momento -dice, mientras me desabrocha el sujetador-. Desde que te conocí llevo soñando con esto. Estoy loco por ti.

Mientras me besa los pechos, lo miro. Su oscura piel contrasta con la mía. Con Brad, era yo la que tenía la piel más oscura. Odiaba que Brad lo comentara y no quiero decirle nada a André. Recuerdo una frase que aprendí en la clase de historia del arte: «claroscuro». Luz contra la oscuridad. ¡Precioso!

Hago ruidos que nunca había oído. André juega con mis pezones como nadie lo ha hecho antes. Muerde, besa, acaricia, y los dibuja. Arqueo la espalda.

– Quítate la camisa -le digo.

Se pone de pie y se la quita. Me levanto también, y lo miro. Quiero sentir su pecho contra el mío. Me alegra ver que tiene poco pelo en el pecho, y ninguno en los brazos o en la espalda. Tiene los músculos bien definidos y fuertes. No tiene nada de grasa.

– Qué guapo eres -digo-. No me puedo creer lo guapo que eres.

– Gracias -dice.

Me encanta su acento, y su apunte de sonrisa. Me vuelve loca.

Estamos de pie abrazándonos, besándonos. Es cálido y fuerte, tal y como imaginaba. Empuja su pelvis contra mí, y para mi sorpresa yo también empujo. Le acaricio a través de los pantalones, y me alegra descubrir que es bastante potente, suficientemente grande para ser agradable pero no para hacer daño.

– Dios mío -digo.

Deja escapar un pequeño gemido. Me acaricia entre las piernas, y aparta el tanga. Sabe lo que está haciendo, no como Brad. Grito de placer. André se arrodilla, y me besa el vientre.

– Tienes un gran cuerpo -dice-. Eres increíble.

Me abre bien las piernas, y me besa. Sus dedos, su boca, concentrados en el mismo sitio. Casi no puedo soportarlo. Lo hace tan bien, que tengo miedo de acabar demasiado pronto. Lo detengo, me arrodillo a su lado, repito el favor mientras se tumba en el suelo. Se deshace de los pantalones sacudiendo una pierna, y allí está, desnudo. Es increíble en todos los aspectos.

– Quédate ahí -le ordeno.

Voy a buscar mi bolso al baño, saco un condón. Cuando vuelvo, se está acariciando, moviendo la mano a lo largo del pene. Se detiene al verme.

– No -digo-. Sigue. Quiero verte hacerlo.

Nunca he visto masturbarse a un hombre, aunque siempre he querido hacerlo. André accede, y me pide que haga lo mismo. Me siento, abro las piernas, cerca de él, y aparto el tanga hacia un lado con una mano, con la otra me acaricio. Me mira. Lo miro. Hasta que no podemos mirarnos más.

Le pongo el condón, le pido que se quede en el suelo. Entonces me subo encima y me monto despacio en él, dejando que me llene. Nos miramos a los ojos, y me siento tan bien que lloro.

– ¿Estás bien? -pregunta.

– Sí -digo.

Empieza a moverme. Sonrío. Nos cogemos de la mano.

– Más que bien. Esto es asombroso.

– Sí. Lo es.

Cambiamos de postura varias veces, por toda la habitación, y finalmente terminamos en la cama, estilo perro. A Brad esa postura no le gustaba, pero yo la encuentro embriagadora. Al final, grito. De mi boca salen años de frustración reprimida, y me corro durante una eternidad.

André me sostiene. Nos besamos dulcemente.

– Increíble -dice.

– ¿Tú crees?

– Sí.

Descansamos, dormimos un rato. Pedimos comida.

Después volvemos a hacerlo.

Pasan dos días hasta que nos las arreglamos para salir de allí y hacer la más mínima compra.


El vestido de dama de honor es una de las mayores conspiraciones contra solteras que se han inventado. El mío acaba de llegar por correo, diez días antes de que mi amiga Usnavys se case, y casi lo confundo con un vestido de baile de 1970. Gracias, Navi. Así seguro que vas a ser la más guapa de la boda.

De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ

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