Capítulo 7. USNAVYS

El año pasado, Juan me llevó a San Diego en San Valentín. Conseguimos visitar a Amber en Los Ángeles y vimos la lúgubre cuevita en la que vive con ese extraño hombre rata mexicano, pero ése fue el mejor momento del viaje. Insinué entonces que esperaba que me llevara a un sitio mejor la próxima vez, así que este año ha montado un viaje por Europa. Me dijo que quería llevarme a Roma, el lugar en el que se inventó el día de San Valentín. Nos vamos hoy. Cuando recojo a Juan en su apartamento, parece impresionado al ver mis maletas. No tiene mucho cerebro. Ay, mi'ja, me vuelve loca. En serio. Sólo llevo dos maletas grandes -Vuitton-, una maleta pequeña con bolsos, guantes, pañuelos y zapatos, una caja con maquillaje, un maletín de mano, mi bolso de viaje y una cesta de paja Kate Spade con espacio suficiente para la botella de agua, revistas, discos compactos y chucherías.

– Sólo es un fin de semana largo -dice-. ¿Tienes que llevar todo eso?

Sí, quise decirle, pero es un fin de semana largo en Roma. Se supone que es el regalo de San Valentín, pero era demasiado caro ir justo el día de San Valentín, según dice. Además, quiere estar por aquí para el baile de San Valentín del centro de rehabilitación. Así que lo estamos celebrando a principios de enero. Vulgar, ¿no? Pero así es siempre todo con Juan. Puse los ojos en blanco detrás de mis gafas de sol de Oliver Peoples y no dije nada, porque me prometí a mí misma (y a Lauren) que esta vez me portaría bien con Juan. Lauren me ha recordado que Juan ha estado ahorrando mucho tiempo para ofrecerme esto y que debería apreciarlo, dijo, en su justa medida. El porcentaje de los ingresos de Juan que hace falta para poder irnos a Roma cuatro días es enorme. Lo entiendo. Lo entiendo. Entiendo que está arruinado. ¡Es broma! Dios, a veces te tomas todo demasiado a pecho, mi'ja. Si de verdad me importara lo que gana Juan, no estaría aquí. Para serte sincera, le quiero. Más de lo que he querido a nadie. Y eso me asusta.

No quiero ni contarles lo que llevaba Juan. Una pequeña Samsonite de plástico verde rajada en un lateral. Estaba horrorizada. Horrorizada. Quería pasar a buscarme en su ruidoso Volkswagen Polo, el que no tiene calefacción, el de los limpiaparabrisas que ensucian, el que tiene el suelo tapizado de vasos de café de papel. Oh, oh, ni hablar. Puedo portarme como una barriobajera, pero a tanto no llego.

Le fui a recoger en mi BMW, aunque no me pareciera lo más apropiado, dadas las circunstancias. Pero estoy portándome bien, ¿se acuerdan? Y allí estaba él, esperando en la calle, con su triste y diminuto equipaje, la raya al medio y esos zapatos de J. C. Penny que está convencido de que «molan». ¡Ay! Dios-mí-o.

Juan tiene buen aspecto hasta que intenta tener buen aspecto, si es que esto tiene sentido. El pelo, cuando lo deja tranquilo, se le riza y eso le da un atractivo aire de científico despistado. La barba le queda bien, si se la deja crecer un par de días. Casi se parece a su héroe, el Che Guevara. Las gafas de cristal ahumado -que escogí yo, muchas gracias- le dan un aire inteligente e interesante. Pero cuando cree que tiene que hacer un esfuerzo por parecer presentable, lo echa todo a perder. Se alisa el pelo como un estudiante de tercero, se afeita dejando al descubierto una raquítica barbilla. ¿Y los cortes de la navaja de afeitar? El nene nunca aprendió a afeitarse. Lleva unas lentillas que le irritan los ojos y al final parece que ha estado llorando o bebiendo todo el día. Se pone pantalones de poliéster convencido de que son mejores, en lugar de cómodos vaqueros y camisetas. No les cuento nada que no le haya dicho a él. Pero ¿me escucha? No. No me malinterpreten. Creo que es increíblemente guapo, mi'ja. Me pone. Sólo querría que tuviera más dinero. ¿Es un crimen?

Cuando me llamó y me dijo que podíamos volar de Boston a Roma pasando por el aeropuerto de Heathrow, en Londres, o por el de Dublín, en Irlanda, escogí Londres, por supuesto. Los irlandeses no son nada sofisticados, mi'ja, ya lo sabes. Ojalá hubiera un vuelo directo de Boston a Roma, pero no hay. Seguramente podríamos haber cogido un vuelo directo desde Nueva York, habría sido lo más fácil, pero no lo planteé. Juan no repara en las cosas prácticas. Vive obsesionado con el trabajo, intentando inventar la manera de mejorar la eficacia de sus programas. A veces tienes que sacudirlo para conseguir que te haga caso.

Así que aquí estamos, en la última etapa del viaje, de Londres a Roma. He estado metida en aviones las últimas doce horas. Doce, mi'ja, un uno y un dos. Doce horas intentando acomodarme en estos asientos diminutos porque Juan no pudo conseguir primera clase. Doce horas con los pies dormidos dentro de estos zapatos rojos de punta de Saint John's; tengo el pie ancho, pero no soporto los zapatos anchos, sobre todo si son rojos. Doce horas sin un verdadero baño o una verdadera comida. Doce horas escuchando historias sobre los hombres a los que Juan ayuda en el centro de rehabilitación. David, que estuvo enganchado durante casi veinte años y que ahora trabaja en Wendy's y lleva limpio un año entero. Luis, que quemó la casa por fumar crack en la cama y casi muere abrasado y que ahora trabaja en el departamento de limpieza y ha encontrado una buena novia. Y más y más. Muchos finales felices. Ésos son los que más le gustan. Pero también los hay tristes. No me importa escucharle. Sé que siempre digo que quise salir del «barrio», y es cierto. No regresaría allí ni por todo el oro del mundo.

Admiro a Juan por lo que hace. Se graduó en ingeniería en Northeastern y podría haber hecho infinidad de cosas para mejorar su posición social, sin embargo tomó la difícil decisión de renunciar a un nivel de vida muy alto para ayudar a nuestra comunidad. Me lo ha explicado, y lo entiendo. A mí me pasa lo mismo. He tenido ofertas de trabajo de empresas privadas que hacen lo mismo que yo en The United Way, créanme. Pagan casi el doble de lo que gano. Pero probablemente me parezco más a Juan de lo que la gente cree; necesito sentir que lo que hago importa. Pero aun así, gano cuatro veces más que él. Qué triste.

Le cuento esa locura que cuentan los medios sobre el lesbianismo de Elizabeth. Está preocupada por el puestazo nacional que tiene entre manos porque Rupert Mandrake, el director de la empresa dueña de la cadena de televisión, encabeza la cruzada de los «valores familiares»: es decir, odia a las lesbianas. La gente es tan tonta. La llamé y le dije que a mí me daba igual. No me importa. No me importa con quién se acuesten mis temerarias, con tal de que las traten bien. Le pregunté si esa los-niños-no-lloran poetisa suya la cuidaba. Me dijo que sí, y le contesté que eso era lo fundamental. Me lo agradeció, se echó a llorar y dijo que Sara no le hablaba.

– Eso es una estupidez -dice Juan-. Sara es una estúpida.

– Eran muy buenas amigas. Qué extraño.

– Le hace a uno preguntarse si alguna vez fueron más que buenas amigas, ¿no? -dice Juan.

No lo había visto así.

– Lo dudo. Sara es súper conservadora.

Elizabeth dijo que Lauren la estaba apoyando, y Amber también. Aún no había hablado con Rebecca, pero estoy segura de que no la censurará; aunque no lo apruebe, no es severa con nadie. Una vez publicó un artículo en Ella sobre latinas lesbianas.

Lauren es la más severa. Hasta yo me pongo enferma cada vez que se pasa bebiendo y nos da lecciones, como si no nos supiéramos nuestra propia película. Es la gringa que hay en ella, creo, lo que la hace ser así, una gran sabelotodo que produce dolor de cabeza en cuanto estás un rato con ella. Juan y yo hablamos sobre la vida, el arte, la política, nuestras familias, sobre cualquier cosa. Es lo mejor, hablamos. Si fuera mujer, sería mi mejor amiga. Hasta lloraría delante de él si fuera chica.

Por fin aterrizamos en Roma. Acaba de amanecer. Estoy tan cansada que lo único que quiero es coger un taxi, ir al lujoso hotel, y dormir. Juan tiene otros planes. Ha decidido alquilar un coche y apañárselas solo por Roma. Nunca ha estado aquí, mi'ja. Joder, los coches aquí son diminutos. Además, lleva un día sin dormir y tiene los ojos tan irritados por las lentillas que parece que le hayan echado ácido de batería. Se ha dejado la solución salina y no quiere quitárselas y ponerse las gafas, porque son las únicas que ha traído. Triste como el infierno.

No hace falta decir que Roma es una de las ciudades más importantes de Europa, y, como pronto descubrimos, no sólo tiene normas de tráfico diferentes a las de Estados Unidos, sino que también está infestada de obras de rehabilitación de muchos de sus lugares históricos. Nos quedamos atrapados en el atasco más agresivo y horrible que he visto en mi vida, con la gente gesticulando e increpando a los demás desde motos y taxis. No paran de gritar y agitar enormes brazos peludos. Hasta las mujeres tienen los brazos peludos. ¿Es que no han oído hablar de la cera? ¿Hola? Me está entrando el peor dolor de cabeza de mi vida; tengo una presión aquí, en la frente. Parece que hasta los dependientes de las tiendas y los obreros disfrutan gritando en su incomprensible idioma sólo para molestarme. Parece como si hablaran español para subnormales. Y yo que creía que Puerto Rico era ruidoso. No es nada comparado con Roma.

Tardamos tres horas en encontrar el barrio en el que se supone que está nuestro hotel, porque Juan se equivoca una y otra vez de camino, convencido de que entiende el suficiente italiano para seguir las indicaciones de gente que no le pilla una sola palabra de lo que dice. Su orgullo le impide admitir que no sabe lo que hace, mi'ja. Aún me porto bien, no le critico. En serio. Por fin encontramos el sitio gracias a unos romanos y su pseudoespañol cantarín, pero una vez allí, empiezo a desear volver al atasco.

Esperaba otra cosa. Sé que no debería quejarme, pero estoy acostumbrada a un cierto nivel de comodidad. Sé que el viaje me ha salido gratis y que Juan está intentando agradarme por San Valentín (con un mes de antelación). Ni siquiera me quejé cuando sugirió que viniéramos a Roma en enero, la época más fría y tristona. He intentado tener paciencia y portarme bien con él.

Pero, mi'ja, no estoy acostumbrada a hoteles como el que ha reservado. Yo viajo constantemente por trabajo, y siempre le pido a Travis que me reserve otro tipo de sitios. Quiero decir que Juan tenía que haber sabido, sólo por el nombre, que no iba a ser un gran sitio. ¿Hotel Aberdeen? ¿Quién va a Roma y se aloja en cualquier cosa Aberdeen? De verdad. Suena a lugar detrás de una fábrica de procesar carne en la América profunda. La fachada parece la del ministerio de defensa italiano. Qué romántico, ¿verdad, mi'ja? Es un hotel pequeño, lúgubre, y huele a antiséptico. Estoy tan cansada que no tengo fuerzas para protestar. Sigo a Juan hasta la desvencijada cama de matrimonio de nuestro cuartucho. Me matan los pies.

– Ni hablar -digo al ver la cama.

– ¿Qué?

– Que no me voy a acostar contigo. Ya lo sabes. Necesitamos una habitación con dos camas. Consigue una habitación con dos camas.

Me siento en una silla medio coja y pongo carita de culpa.

Juan descansa los hombros y se frota los ojos. Una de las lentillas sale disparada y cae al suelo. Se pone a gatas y empieza a dar golpecitos en una moqueta mugrienta con aspecto de Mister Magoo.

– Vas a coger algo si vuelves a ponerte eso en el ojo -digo.

– Vale. Lo que tú digas.

Se quita la otra lentilla y también se le cae al suelo, saca las gafas de la maleta y se las pone. Se las quita y se frota el puente nasal. Suspira. Tiene esa mirada borrosa que se le pone cuando se siente perdido.

– ¿No puedes esperar hasta mañana, Navi? Estamos cansados. No voy a intentar nada, te lo prometo. Vamos a descansar.

– Dos camas.

Y levanto dos dedos.

Me deja en la habitación y regresa a los quince minutos con otra llave. Nos vamos a una habitación con sus dos camas. Individuales. No soy pequeña. Las camas individuales italianas, como todo en Europa, desde la ropa a las raciones en los restaurantes, pasando por la gente, son más pequeñas que el equivalente americano. No sé cómo esperan que duerma ahí; es como una cuerda de equilibrista. No digo nada porque no quiero que Juan se sienta peor. Ni siquiera hay botones, y Juan tiene que volver al coche a por mis maletas. Mientras, inspecciono el baño y el armario. Simple y funcional, ni asomo de lujo. No voy a poder usar el secador o la tenazilla, porque en Roma hay unos enchufes rarísimos, mi'ja. Y por supuesto, en el hotel no hay secador. Ya sabes cómo son estas italianas, prefieren que el pelo gotee hasta secarse, salvaje e indomable. Voy a parecer un caniche electrocutado si Juan no encuentra una solución. Tengo que hablar seriamente con él.

Sin embargo, estoy tan cansada. Espero a que Juan traiga la maleta que tiene la ropa interior, saco los pijamas de seda, el azul claro con bata a juego, y me cambio bajo la espantosa luz azul del baño. Sin decir una palabra, me meto en mi chirriante camita y caigo en brazos de Morfeo. Cuando despierto más tarde me encuentro con que Juan ha estado explorando los alrededores en busca de algo que comer, y ha puesto un pequeño almuerzo sobre la mesa descascarillada. Ha traído pizza italiana, muy distinta de la americana porque es muy fina y apenas lleva queso, pasta fría y ensalada. Ha comprado vino, una botella de agua y unas flores que ha puesto en uno de los pringosos vasos del baño. Hasta ha traído pastas italianas en una caja blanca atada con una cinta como si fuera un regalo.

– ¿Quieres que te sirva? -pregunta.

Me levanto, me siento a su lado y me disculpo por haber sido tan desagradable. Dice que lo entiende porque estábamos muy cansados.

– Pero más te vale encontrar un adaptador para el enchufe del baño -le digo-. No puedo salir sin pasarme la tenacilla de rizar el pelo.

– Vale. Lo que quieras.

La comida está deliciosa y decido no pedirle que busque otro hotel. He vivido en sitios peores -durante gran parte de mi niñez, de hecho- y puedo soportarlo. No estoy encantada, y quiero que lo sepa, pero tampoco voy a cebarme. Le haría mucho daño.

Después de comer, nos duchamos y vestimos por turnos. Escojo un sencillo traje negro y zapatos de tacón, con un chal conjuntado como colofón. Le pido que no vuelva a meter la pata con el pelo y la ropa, y que saque algo decente de la maleta. Ha hecho planes para esta noche, un concierto en un club de jazz en la zona de moda de Roma. Insisto en que cojamos un taxi esta vez, y parece reticente. Probablemente es porque ha calculado hasta la última lira del viaje. Le digo que yo pago el taxi, y accede con desgana. Dice que un amigo le contó que en la parte de arriba del club se puede bailar salsa. Nada más llegar comprobamos que es verdad. Y adivina… ¡Hay montones de puertorriqueños! No doy crédito. Es como si no hubiéramos salido de Boston. Bailamos casi toda la noche y volvemos en taxi al calabozo. Lo he pasado muy bien a pesar de mi predisposición, y hasta he dado carta blanca a Juan, aunque no llegamos hasta el final, y le he hecho darme un masaje en los pies para empezar.

Al día siguiente vuelve a levantarse temprano, rastrea la zona en busca de un adaptador para ese estúpido enchufe y su botín esta vez es fruta, pan, queso y café para servirme el desayuno en la cama. Me ducho y me visto. Escojo un conjunto de Escada blanco y negro con pantalones negros. Remato con zapatos planos de Blahnik blancos y negros, y una lujosa capa de alpaca de Giuliana Teso (italiana, por supuesto) y gafas de sol. Me pongo un par de guantes de cuero negro y paso el monedero y el móvil a un Furia de ante blanco y negro.

Entonces me comenta el itinerario. Vamos a ir al Foro y a ver el Coliseo, el arco de Septimio Severo, la Casa de las Vestales, y todo eso. Andando. Todo andando, chica. Ay, no, mi'ja.

– Espero que hayas traído zapatos cómodos -dice con una sonrisa irónica-. No creo que debas ponerte ésos.

Apunta con un dedo burlón a mis pies.

No traje zapatos «cómodos». Lo siento. No llevo lo que se entiende por zapatos cómodos. Ni tengo vaqueros. De pequeña mi madre me enseñó que las chicas no deben llevar zapatillas de deporte, o simplemente pantalones, y aunque me costó acostumbrarme entonces (tampoco me dejaban montar en bici), ahora prefiero los zapatos femeninos y elegantes.

– ¿Qué les pasa a éstos?

– Vamos a ir andando, Navi -dice-. Parecen herramientas de tortura.

No abro la boca. Fuera empieza a nublarse. A pesar de sus advertencias, no me cambio de zapatos. Se rinde diciendo:

– Como quieras. Son tus pies.

Y por supuesto, quiere llevar el coche porque cree que el Foro está demasiado lejos del hotel como para coger un taxi. No digo nada. Echa un vistazo al pequeño mapa y hace lo que puede, y yo paso todo el camino agarrándome al techo, a la puerta y al salpicadero porque parece que en cualquier momento puede embestirnos un conductor italiano enloquecido. Aparca en un espacio reservado a los turistas y caigo en que el parking cuesta lo que calculé que podría costar el taxi hasta allí. Mantengo la boca cerrada. Cuando salimos del coche empieza a chispear. Menos mal que he traído paraguas porque Dios sabe que el nene no es muy práctico.

Juan coge su camarita de fotos barata y polvorienta y se pone a fotografiarlo todo. Le sigo e intento mantener el ritmo. Me resulta muy duro, pero parece no darse cuenta. Da carreritas hasta donde esté sentada descansando, musitando sobre la historia y el «ambiente». Entonces dice que quiere subir al Palatino, esa enorme colina donde hacían sus casas los ricos. Sube, nena. Apenas puedo caminar y él quiere trepar. Le digo que lo espero abajo, cerca del arco de Tito.

– ¿Segura? -pregunta.

Miro a mi alrededor. Acaba de llegar un autobús lleno de canosos de Nevada.

– Oh, segura -digo.

Llueve cada vez más.

– Lo estoy pasando genial, Juan. No te preocupes por mí. Me encantan los edificios viejos y la gente mayor.

Juan agita su cabeza y suspira:

– Vamos, Navi -dice-. Es un lugar increíble. Subimos y echamos un vistazo. Dicen que la vista desde arriba es fantástica.

– No, gracias.

– No importa -dice-. Me quedo contigo. No quiero dejarte sola. Además, está lloviendo.

– ¿Ah, sí? -pregunto sarcástica.

«Lo siento, Lauren», pienso. No puedo mantener mi promesa, mi'ja. Tengo hambre y estoy empapada y cansada, y mi capa empieza a oler a perro mojado.

– A lo mejor nos da tiempo a ver el Vaticano hoy -sugiere.

Me encojo de hombros. Me tiende la mano para ayudarme e intenta abrazarme y besarme diciendo estupideces como lo romántica que puede ser Italia bajo la lluvia. Tengo frío. Tengo hambre. Me duelen los pies. Le aparto de un empujón.

Volvemos al coche. Juan le pregunta al encargado del aparcamiento cómo llegar al Vaticano con su pobre italiano y el tipo nos indica hablando a una velocidad que aturde. Juan se lo agradece y se lanza al tráfico kamikaze otra vez.

– ¿Sabes adonde vas? -le pregunto.

Estoy segura de que no.

– Claro -dice intentando sonar alegre. Levanta un puño, y como quien dice «Adelante mis muchachos», grita-: ¡Al Vaticano! ¡A ver al Papa!

Mi estómago ruge tan alto que lo oye. Me mira y se golpea la frente con la palma de la mano.

– Oh, Navi, lo siento -dice mirando el reloj-. Se me ha pasado la hora de comer. Estoy despistado con el cambio horario. ¿Tienes hambre?

Casi nunca come, y es flaco. Cómo no iba a olvidar la comida. Quiero decir, estamos en Roma. ¿Quién quiere comer aquí?

No respondo. Le clavo la mirada y espero que se dé cuenta de lo mal que me lo estoy pasando hoy. Traga saliva y vuelve a preguntarme si tengo hambre. Mascullo entre dientes:

– ¿Tú qué crees?

Empieza a deambular de calle en calle, al azar, esquivando niños, y gatos y perros callejeros en busca de un restaurante. Se para en el primero que le parece bien. Es una trattoria con mala pinta a los pies de un edificio sosísimo, dentro hay unos viejos de aspecto lamentable fumando puros y viendo un partido de fútbol en una tele en blanco y negro. Juan se las apaña para aparcar cerca, y cuando entramos nos mira todo el mundo. ¿Qué pasa?, me gustaría decir, ¿acaso nunca han visto una señora con estilo y buen gusto? Dios. Juan parece encantado, como si hubiera encontrado un tesoro escondido.

Me pregunta qué quiero y respondo que no lo sé porque no entiendo el «menú», una pizarra vieja y polvorienta llena de esas estúpidas palabrejas italianas. Una mujer con marcadas ojeras rodeada de una prole de niños con la cara sucia que van tirándole del delantal intenta entender a Juan, y minutos más tarde nos sirve un par de platos con algo que parece carne y pasta. Me lo como. No está mal, de verdad, pero no es precisamente una comida de cinco tenedores. El vaso de agua está grasiento, como el del hotel.

– Espero que tengas pensado llevarme algún día a un buen restaurante -le digo de camino al coche-. Quiero decir que Roma está llena de sitios elegantes. ¿Por qué tienes que llevarme a un antro así?

Juan parece enfadado:

– ¿Alguna vez dejas de quejarte?

Durante el resto del camino al Vaticano no nos dirigimos la palabra. Juan busca algo en la radio, y se decide por esa rara música disco italiana que me devuelve el dolor de cabeza con tanto sonido electrónico. Hace un aire frío y viciado, y está diluviando. Los limpiaparabrisas embadurnan el cristal con ese aceitillo que parece flotar en el aire de Roma. Oscuridad y frío en un coche espantoso. Juan debe de sentirse como en casa.

Hay que hacer cola para todo en el Vaticano. Bien podría ser Disneylandia. Por fin entramos al edificio principal y empezamos a admirar un arte exquisito. Juan tiene que estropear el momento contándome con voz de guía que el Vaticano tenía contactos con los nazis y vínculos con la mafia. A veces me recuerda a Lauren con sus discursos políticos. Escucho lo más educadamente que puedo, pero no creo que sea correcto hablar así en el propio Vaticano. Los dos somos católicos, me sorprende que no tenga la misma veneración y respeto que yo por este sitio. Soy demasiado educada como para pedirle que se calle, pero te aseguro que nunca he pasado tanta vergüenza.

Para cuando volvemos al hotel, he colmado mi límite. Quiero a Juan, de verdad. Creo que es buen tío, un tío inteligente, y un tío atractivo. Pero no piensa en los demás. No me ha preguntado ni una sola vez qué me apetecería hacer. No ha hecho ademán de llevarme de compras o de hacer cosas de las que me gustan. Aunque intenta dar con un buen restaurante para cenar esa noche y se ofrece a comprarme «un calzado mejor» cuando pasemos por una tienda de deportes, el resto del viaje es sólo más de lo mismo. Quiere recorrerlo todo andando. No sabe adonde va la mitad del tiempo. Se quiere «perder» por los barrios romanos y comer en sitios típicos como aquel primer antro en lugar de ir a sitios elegantes. Cuando finalmente devolvemos el coche y embarcamos hacia Heathrow, me siento aliviada. Doce horas en avión parecen música celestial. Me acurruco en el diminuto asiento, me pongo los auriculares e ignoro a Juan cuando intenta hablar conmigo.

Cuando aterrizamos en Boston ha entendido la indirecta. Estoy enfadada con él. Me siento defraudada por cómo me ha tratado durante el viaje. Cuando el avión se detiene, saco el móvil del bolso de Kate Spade y marco el número del doctor Gardel, con Juan sentado a mi lado.

– Hola, doctor -digo-. ¿Cómo estás? Oh, estoy bien. Gracias por preguntar. Eres muy considerado. Ahá, ahá… Bueno. He estado liada con un proyecto, pero ahora tengo tiempo. ¿La sinfónica? Eso sería maravilloso. ¡Tienes tan buen gusto!

A mi lado, Juan entierra su cara entre las manos.


Normalmente no uso esta columna para hablar de arte, pero anoche vi algo que me emocionó y he querido contárselo a los lectores. Fue el primero de los actos de celebración de Semana Santa del festival de música antigua de Boston, en la iglesia Emmanuel. La interpretación, por parte de un coro de dieciséis personas, de piezas antiguas inglesas y españolas de Tomás Luis de Victoria, me ha infundido la esperanza de que llegue el día en que los bostonianos, a pesar de nuestras diferencias, celebremos en paz todo lo que tenemos en común, en lugar de centrarnos en lo que nos separa…

De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ

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