Capítulo 3. ELIZABETH

Probablemente no debería haberlo hecho, pero después de ver a Lauren en la última reunión de las temerarias, y después de leer su hermosa columna sobre el desfile, la llamé y la invité a cenar, las dos solas, con la intención de decirle, por fin, lo que siento por ella.

Fuimos al Elephant Walk, en Brookline, un restaurante de comida camboyana y francesa, y hablamos con el tono civilizado y tranquilo habitual entre nosotras. Llevaba un sombrero de lana azul y vaqueros, y una mochila, como en los tiempos de la universidad. Sus ojos brillaban; sus labios también. Ed, Jovan, problemas, dolor. Habló y habló. Bebió y bebió. Yo la escuchaba y me atragantaba con las palabras que tenía prisioneras en la garganta. Casi se lo digo, casi. Estuve a punto de decirle que yo podía salvarla de todo aquello, amarla eternamente, sin condiciones, abrazarla hasta borrar las dudas de su piel, hasta que todo lo que quedara fuese su enorme e imponente belleza. Pero no lo hice. No pude. El riesgo era demasiado grande, era perderla. Enfrentarme a su educado rechazo. No podría soportarlo. Cobarde hasta la médula.

Selwyn sospecha algo, creo. Cuando menciono a mis amigos, suele mostrar indiferencia. Pero cuando hablo de Lauren, se pone tensa, como una loba con el pelo erizado. Algo pasa, lo presiente, en el bosque, acechando, amenazante. La nariz dilatada. Le he hablado a Selwyn de todos mis amores pasados, pero nunca de éste, el que más me ha atormentado, el que me hace llorar. Lo que la loba que hay en Selwyn percibe es mi amor por Lauren, algo que nunca decrece, que siempre palpita, que, ¿cómo decirlo?, enturbia cada célula, volviendo mi sangre más densa e inútil cada vez que la veo, que me empuja y me hace aullar a la luna.

La llamé más tarde aquella noche para agradecerle tan fantástica cena. Parecía adormilada y sorprendida, y me callé lo que sentía. Me detuve un momento con mi secreto, aún podía oler su fragancia, escuché su respiración y pensé en cómo decírselo, en cómo decirle algo contra lo que he luchado durante una década.

– ¿Hola? ¿Liz, estás ahí? -me preguntó.

– Sí -murmuré, la boca llena de sangre invisible.

– ¿Estás bien? -quiso saber.

– Por supuesto -dije-. Sólo quería decirte que deberíamos repetirlo pronto.

– Claro -dijo arrastrando la palabra más de lo acostumbrado, y con ella, una pregunta, y tal vez también una respuesta.

Había curiosidad en su voz, escuchaba el mensaje en clave de un silencio forzado.-Bueno, adiós entonces -dije, apresurándome a salir corriendo otra vez.

– Buenas noches. Cuídate, Liz -dijo-. Te quiero.

Un millón de palomas revolotean en mi interior. La muerte de toda esperanza. Te quiero. ¿Amor? El amor de la mujer heterosexual, el de caminar cogidas del brazo cuando vas a comprar un vestido, el del beso en la mejilla, incluso el que permite, como hiciste una vez en la universidad, que agarres a la mujer que quieres del brazo y le metas un condón en el sujetador antes de que se vaya a una cita con un hombre con quien ha aceptado quedar por guardar las apariencias, un amor que significa muchos momentos casi sexuales, pero que jamás te dejará abrir la boca contra la suya para recibir su dulce y suave lengua, ni deslizar la rodilla entre sus piernas, lentamente y con los ojos bien abiertos.

De vuelta a la realidad. O casi. De vuelta a Selwyn. Todo el día pensando en Selwyn. Me he sacado a Lauren del corazón. Otra vez. Ella jamás podría entender cómo me angustia, cómo se apodera de mí y me empuja, hasta que tengo que morder mi almohada para acallar lo que pienso, cómo la amo. Las mujeres heterosexuales nunca lo comprenden del todo. Después de que la última «curiosa» me usara como experimento y me dejara sin aire, varada en la costa más solitaria cuando volvió con su hombre con un «gracias, ha sido divertido», he dejado de intentarlo.

Selwyn lee esta noche poemas de amor. Son para mí.

Sin maquillaje y con este pañuelo en la cabeza no creo que nadie pueda reconocerme. Después de que se fuera, esperé unos quince minutos en la camioneta, aparcada en una calle oscura a unas manzanas del bar, me colé cuando ya había empezado a leer, bajé al bar por una escalera oscura y estrecha, y me senté de incógnito al fondo de la sala. Me dejé puestas las gafas de sol, a pesar de que ya era de noche y el bar apenas estaba iluminado. No quiero que me molesten. Aquí no. No mientras Selwyn Womyngold está leyendo. Me arriesgo a que me reconozcan un miércoles por la noche. La noche de Womyn. Sin embargo, no querría estar en ningún otro sitio.

Es la primera semana de un nuevo año. A lo mejor también ha llegado el momento de ser una nueva mujer. No lo sé. No sé si tengo ese tipo de valor.


Nace del mar tu cuerpo, sal, sol y aire / Sirena, piel de concha marina, deslízate por la arena de mi pecho, dejando las huellas de tus manos al marchar…


Sigue leyendo y se me pone la piel de gallina. Esta mujer fuerte y sólida de Oregón es pura poesía. Su alma es tan verde como los pinos que describe. Uno puede ver su alma al descubierto cada vez que hace una pausa al recitar y nos mira, a su público, saboreando cada palabra perfecta y deliciosa. Esta noche, su pelo corto y desordenado es violeta. Cambia con su estado de ánimo. La semana pasada lo llevaba blanco platino, porque nos leyó un poema sobre cómo envejecemos; sólo tiene veinticuatro años, por lo que hizo un gran esfuerzo de identificación. Esta semana es del color del amor, porque lee poemas de amor.

No debería decir lee, sé que no es la palabra adecuada. Vine a este país a los diecisiete años, para ir a la universidad, y aunque estudié inglés en Colombia y lo hablo con fluidez, a veces me es difícil encontrar las palabras adecuadas para expresarme. Quiero decir que me es difícil encontrarlas en inglés y en español. Después de diez años de vida bilingüe, no sé dónde se van las palabras. Intento alcanzarlas, las siento flotando aquí mismo, en la periferia de mi conciencia, pero se escapan y se desvanecen en el éter. Por eso amo la poesía. Si falta la palabra adecuada, puedes dar forma al mismo propósito con otra, seguir el tentáculo que las conecta, de alguna manera; son los agujeros negros de nuestro espíritu.

No le he dicho a ninguna de mis antiguas amigas de universidad que quiero escribir poesía. Que escribo poesía. Amber podría entender la necesidad que el mundo tiene de poesía. Tal vez Lauren también. Las otras valorarían la creatividad, supongo. Lo que no entenderían es lo que me impide hablarle a ninguna de las temerarias de mi poesía. No creo que comprendieran los sentimientos que encierra. Sé que no los entenderían. Cuando nos reunimos, cuando veo a Lauren y la pasión que brilla en sus ojos, quiero decírselo a todas. Quiero abrirme el pecho con un cuchillo, sacarme el corazón y alzarlo frente a ellas sobre la palma de mi mano, para que puedan ver por fin que late de forma diferente. Y extraña. ¿Cómo?, ¿qué dices? Y lésbica, sí. Pero tuve que esperar a tener veinticinco años, hace tan sólo tres, para verlo yo misma, o incluso reconocerlo. Y es mío. No creo que ninguna de las temerarias reparase en su arrítmico latido, su forma peculiar, el extraño dibujo de su superficie. Selwyn entiende esa parte de mí, porque la comparte. Y ahí está, escapa por su boca en forma de palabras que captura del cosmos sólo para mí.


Solía verte, niña de sombra, niña encogida, hablando con tus demonios por las esquinas / Solía cantarte en sueños, respirarte en mi lenta muerte solitaria / y entonces me adentré en tu ola, te sentí bajo el agua, te sentí bajo el agua, te encontré allí, te encontré allí / Niña oscura, niña esbelta, te encontré allí, esperándome, palabras españolas goteando de tu boca como miel, goteando cada vez más abajo, cada vez mejor.


No les causaría buena impresión. Estoy segura. Es corpulenta, lleva camisas de franela a cuadros y pantalones anchotes de hombre. Lleva el pelo corto, eso podría gustarle a Rebecca, pero sólo lleva pendientes en una oreja, cinco aros de plata como mínimo. No les gustaría a ninguna. Buscarían la puerta más próxima para salir corriendo. Son así. No serían capaces de ver más allá de sus prejuicios para apreciar los ojos de Selwyn. Marrones ojos ardientes que se encienden con chispas de humor y vida. No les causaría buena impresión. No a ellas. Pero a mí sí. A mí. Es casi como estar con Lauren.

Empecé a venir aquí con la intención de leer algún día uno de mis poemas. Pero para hacerlo tendría que salir de las sombras, nadar hacia la superficie, mostrarme desnuda ante la ciudad de Boston, exponer mi corazón a la vista y a la mordedura de millones de extraños. No. La gente sabe quién soy. Me conocen. Creen que me conocen. Desayunan huevos y café, miran fijamente el televisor, y ven en él mi cara detrás de una capa de maquillaje. Mandan a sus hijos a la parada del autobús y hacen crujir sus periódicos mientras les leo las noticias del día con mi alegre sonrisa. Me mandan postales de Navidad y miles de cartas con todo tipo de consejos que no he pedido. Me dicen que me deje crecer el pelo, que me lo corte, que engorde, que adelgace, que hable con más claridad, que esté orgullosa de mi acento, que me cambie el nombre, que desvele mi apellido español. Me dicen que vuelva a África. Me insultan de cien maneras. Me piden que me case con ellos y me proponen traer a sus madres al estudio para que me conozcan. Me envían postales con preciosos dibujos de gente colgando de sogas. Me preguntan quién creo que ganará la Superbowl. Me piden que grite a los padres de sus bebés. Todos creen que me conocen.

Ni uno me conoce. Nadie. Ni siquiera Selwyn. Lo intenta. Lee sobre Colombia, estudia la historia de mi país, compra discos compactos de ballenato, e intenta aprender a bailar. Empezó suscribiéndose a revistas como American Journalism Review, para que tuviéramos más cosas de las que hablar los domingos por la tarde. Pero hay algo en mí, el ritmo de mi infancia, el jardín de sabores que me motivan y los colores luminosos y chillones con los que me gustaría que pintaran las casas de esta ciudad, los olores cálidos, florales, que siento que debería despedir la calle de una ciudad en verano, cosas que ella siempre encontraría exóticas e incomprensibles. Vengo de la cálida y húmeda ciudad costera de Barranquilla, y aunque era un lugar cruel para una madre soltera y médico a pesar de su color y su sexo -y para su esbelta y escurridiza hija-, es la imagen de cómo debería ser el mundo. Exuberante. Verde. Lleno de música y sabor. Nunca me siento tan en casa como en Colombia, porque a pesar de su violencia y sus imperfecciones, la amo desesperadamente.

De pequeña Selwyn era bajita, gordita y muy americana; tenía unos padres liberales que la querían a toda costa, y supo desde el jardín de infancia que amaría a las mujeres. Yo era alta y espigada, mi madre jamás hablaba de esas cosas, y aunque sabía que sentía algo especial por las chicas y no por los chicos, no supe que amar a las mujeres fuera una opción hasta que llegué a la universidad y aprendí a ponerle nombre. «Lesbiana.» Una palabra torpe y fea, y que nada tiene que ver con lo que una siente al serlo.

En Colombia no tenemos una palabra para designarlo. Tenemos una palabra para los hombres que aman a otros hombres, y es «mujer». Los hombres no se consideran homosexuales a menos que sean «de abajo», de donde yo vengo, y casi todos los hombres han practicado el sexo con otro hombre al menos una vez. En Colombia no se piensa que las mujeres sean sexuales. Allí las mujeres sexuales son malas. En la sabiduría popular, quiero decir. Incluso cuando las llaman putas, dan por supuesto que las pagan y no lo disfrutan. Las mujeres son madres en Colombia, y cocineras. Son vírgenes o prostitutas, sin término medio, nada. Por eso mi madre nunca quiso que yo volviera. Ella se quedó allí, pero siempre me dijo que quería que yo viviera libre en un país donde mi sexo y el color de mi piel no fueran motivo de odio. En Estados Unidos, me dijo mi madre, las mujeres son cuando menos seres humanos. Y ahora, aquí en Boston, soy mujer y famosa. Mi madre está orgullosa. Me pide que le envíe videos de cada informativo. Hablamos todos los domingos por teléfono y siempre que puedo voy a verla. No sabe lo que siento por las mujeres y prefiero que no se entere. Por eso me escondo en las últimas filas para escuchar a Selwyn. Por eso y porque no sé cómo reaccionarían los productores del informativo nocturno nacional que han estado cortejándome durante meses. Quiero ese trabajo.Con todas mis fuerzas. Presentadora de un informativo nacional. Yo. Por eso no puedo surgir de las sombras, levantarme y gritar lo que soy: ¡lesbiana! Acabaría con mi madre, tal vez también con mi carrera, y podría perder a las temerarias, mis cimientos en esta ciudad durante una década.

En concreto, a mi mejor amiga, Sara, esa mujer singular y bocazas de Miami que me hace reír más que nadie. Sara nunca me ha atraído. Pero no puedo confesarle lo que soy. Parece que no le gustan los gays y nos lo ha dicho a todas alguna vez; recuerdo cientos de veces que ha contado chistes de homosexuales. ¿Cómo, se preguntarán, puedo tener una amiga como Sara, conociendo su aversión a personas como yo? Les contaré algo: Sara y yo tenemos historia, una larga amistad de café, té y sueños compartidos, su sentido del humor es el mío, su familia es como la mía, sus hijos como mis hijos. No creo que sea sabio combatir prejuicios con prejuicios, no puedo odiar a mi mejor amiga por ser ignorante. Prefiero esconderme de su odio y disfrutar de su risa. No puedo salir del armario. Perdería a Sara. Podría hasta perder mi trabajo.

La primera mujer que amé fue Shelly Meyers, en quinto. Vivía para verla andar. Nunca se lo dije. No sabía que pudiera, no sabía cómo. No sabía. Siempre me ha gustado el mismo tipo de mujer. La segunda mujer que amé fue Lauren Fernández. Shelly y Lauren tienen la piel clara, el pelo alborotado y oscuro que les cae por todas partes y los ojos grandes y temperamentales. Ambas tienen caderas y piernas poderosas y caminan con paso firme. Selwyn también es así. A veces imagino que es Lauren. Eso no lo sabe y nunca debe enterarse. Enloquecería. Selwyn es así, frágil. Puede parecer dura, pero no lo es. Es emocionalmente frágil, como los verdaderos artistas. La llamo papel de cristal, lista para romperse al menor soplo de viento. Ella me llama alga marina. Así nos llamamos en la oscura intimidad. Papel de cristal y alga marina.


Un alga marina me pasa por encima, por debajo, por dentro / cuando menos lo espero la lengua me sabe a alga marina, la saboreo en mis momentos más luminosos / luz de papel de cristal en las mil formas del sí.


Continúa y se detiene de repente. El público aplaude y silba, y unas admiradoras se apresuran al escenario e intentan tocar su mano. No estoy celosa. Son sus estudiantes. Conozco a Selwyn y no es de las que te engañan. Fue la primera que me contó ese chiste de: «¿Qué trae una lesbiana a su segunda cita? Un camión de mudanzas U-Haul». Llevamos juntas cerca de un año, escondiéndonos como adolescentes, yo cogiendo caminos inverosímiles para llegar a su casa en Needham, ella esperando pendiente del móvil hasta que le digo que mis vecinos han bajado las persianas y puede doblar la esquina y escurrirse por la puerta de mi blanca casa de Beacon Hill. Selwyn es en quien pensaba cuando compré el edredón con la funda de cuadros escoceses; Selwyn es en quien pienso cuando compro en el supermercado ensalada de patata, algo que yo nunca comía; Selwyn es en quien pienso cuando riego las plantas que insistió en que pusiera por toda la casa para conseguir armonía, serenidad y oxígeno. Es Selwyn, siempre Selwyn, el motor de mis decisiones, la Selwyn de piernas musculosas y manos estrechas.

A estas alturas ya viviríamos juntas, si yo pudiera reconocer lo que soy. Selwyn es paciente. No me presiona. Dice que hay que darle tiempo a un brote para que se convierta en árbol. Es amable y generosa, y no me llama al trabajo a menos que la avise primero. Tiene cuidado y nunca me mira de forma comprometida en público. Así expresa de forma visible e invisible su amor por mí. Éstos son los aros por los que la hago pasar. Así la hiero todos y cada uno de los días, pero ella siempre regresa a por más, siempre pide más. Así son las cosas para Elizabeth Cruz y Selwyn Womyngold. Así es el amor visto desde el filo de la navaja.

El trío de jazz empieza a tocar. Selwyn firma algún autógrafo, sonríe a algún fotógrafo y me busca con la mirada. Me hace la señal -rascarse la ceja izquierda- que significa que nos vemos en la camioneta. La veo salir primero, andando como una pantera, espero un minuto interminable y me deslizo por la parte de atrás hacia la escalera que conduce a la fría noche. Bajo por la avenida Massachusetts, tuerzo en la esquina y siento clavarse en mí la mirada de todo bicho raro que deambula de noche por Central Square. Es sólo una sensación, por supuesto. Con mi bufanda, gafas de sol y abrigo largo soy una excéntrica más en uno de los lugares excéntricos más densamente poblados del mundo. He aparcado a unas manzanas, en una calle pequeña cerca del Centro de la Mujer, el lugar donde escuché leer a Selwyn por primera vez. Camino y soy vagamente consciente del sonido de pasos detrás de mí. Hay mucha gente, no me resulta raro.

Cuando llego a la camioneta, la calle está vacía. Selwyn está apoyada en una farola y me ve llegar. Sonríe, mujer pantera de papel de cristal. Está preciosa. Le devuelvo la sonrisa. Quiero abalanzarme, tomarla entre mis manos, amasarla como pan y devorarla. Quiero besarla. Lo deseo. Miro alrededor y no veo a nadie. Su poesía me ha emocionado, me ha hecho sentir viva. Invencible. Decido dejarme llevar por un instante, saltar desde el precipicio y ver qué pasa. Corro hacia ella, la abrazo y la beso en la boca. Se sorprende. No está incómoda, porque no es ella quien tiene el problema. Si dependiera de ella, iríamos por los centros comerciales cogidas de la mano, ignorando a los escandalizados padres y madres que apartan a sus hijos a nuestro paso. Iríamos al cine como la gente normal.

– ¿Por qué has hecho eso? -pregunta frotándome el hombro.

– Por ser tú. Por ser mía.

Me siento como una jovencita de nuevo, risueña e inconsciente, a punto de bailar en plena calle. Pero hace demasiado frío aquí en Cambridge, en Boston. Frío metido en los huesos. Selwyn me acerca a ella y me besa otra vez, caliente, suave, mía, mujer. Pero antes de terminar, oigo una voz. No la mía. Ni la de Selwyn. Sin embargo, me es familiar.

– ¿Liz Cruz?

Paro, suelto a Selwyn y me vuelvo en dirección a la voz. Es Eileen O'Donnell, columnista de cotilleos del Boston Herald e invitada habitual del programa de televisión matutino que presento.

– Pensé que eras tú -dice, con una sonrisa demasiado grande para su pequeña y puntiaguda cabeza-. Escucha, estaba en el recital, recibí un soplo sobre Selwyn Womyngold… Te llamas así, ¿verdad? ¿«Womyn», con «y»? La lectura ha estado genial, Selwyn. Muy… conmovedora.

Las palabras salen de su boca entre feas bocanadas de vapor blanco; ha corrido y el aire frío le hace toser.

– Eileen -digo-. Te lo ruego -le suplico con la mirada.

– Me alegro de verte, Liz. ¿Cómo estás?

No contesto.

– ¿Dónde podría encontrar uno de tus libros, Selwyn? -pregunta.

La loba que hay en Selwyn la observa con la tensión de una luchadora entrenada.

– Tengo que ser honesta con vosotras, chicas -continúa Eileen-, también estuve aquí la semana pasada. Y os seguí hasta Needham. Tienes una bonita casa por allí, Sel. Vives muy bien para ser poeta. Una poeta de veinticuatro años recién graduada en Wellesley. Vi en internet que enseñas en Simmons College. ¿Es una universidad sólo para chicas o algo así?

– Que te jodan -dice Selwyn furiosa.

– Eso no me suena a poesía. ¿Qué es, un haiku?

Selwyn me quita las llaves de la camioneta y abre la puerta del copiloto. Me empuja dentro:

– Vamonos.

Estoy aturdida, fría, rígida, aterrada ante lo que Eileen va a hacer. Selwyn ocupa el asiento del conductor y acelera. Hacemos casi todo el camino de regreso a su casa en silencio.

– No te preocupes -dice finalmente, en un vano intento por parecer alegre.

La miro y veo lágrimas en sus ojos.

– Por favor, Elizabeth -dice. Veo a la niña que fue-. Tienes que olvidarlo.

Asiento. Me ayuda a entrar en casa, me hace una taza de chocolate, me trae el camisón largo de Snoopy y las zapatillas peludas. Me da un masaje, me canta nanas americanas con letras tan tristes que me cuesta imaginar que se las canten a los niños, y me acaricia el pelo. Entonces me acuesta, me arropa como una madre y me besa suavemente en la frente.

– Duerme un poco, mio amore -me dice en su pobre español-. Todavía tengo que escribir un rato.

Asiento y cierro los ojos. Pero no puedo dormir, porque sé que Selwyn no es la única que tiene algo que escribir esta noche.

En algún lugar de su infernal guarida con olor a cebolla, Eileen O'Donnell también está escribiendo.


…Sólo quedan cuatro días para Navidad, y me complace informaros al fin de que anoche hice la mayoría de mis compras. Pero tengo una amiga a la que no sé qué comprarle. Todos conocemos a alguien así, ¿no? Es casi un cliché: la mujer que lo tiene todo, incluso el hombre perfecto. Pero en el caso de mi colega, Sara, es cien por cien verdad. Estoy pensando en un Chía Pet o en uno de esos enormes aparatos de masaje, pero seguro que ya tiene varios…

De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ

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