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Star llamó a las seis y media, lo que fue mucho mejor que llamar tarde. La llamada tuvo que haberle costado varias libras porque continuó hablando con una actitud perfectamente despreocupada mientras las señales que marcaban el paso del tiempo seguían aumentando. Janet y Stella lo convirtieron en un juego. Estaban sentadas la una al lado de la otra, en la cama, y jugaron a cogerse el teléfono la una a la otra, de modo que, en un momento, Star se encontraba diciéndole a Stella que era una niña excepcionalmente sensible y no debía estar malhumorada y al momento siguiente estaba enviándole besos a Janet. Como esto tuvo el afortunado resultado de hacer reír a Stella, nada pudo haber sido más tranquilizador para Star. Las despedidas se dijeron en una atmósfera mucho más feliz de lo que cualquiera de ellas pudiera haber pensado y fue sólo al final cuando se produjo un sollozo en la bonita y aguda voz.

– Janet…, ¿estás ahí?

– Sí.

– La cuidarás mucho, ¿verdad? Tengo los más terribles presentimientos.

– Star, ¡te estás portando como una tonta!

Stella se removió alegremente, en la cama, a su lado.

– Yo… yo… ¡es mi turno! -y apartó a Janet con la cabeza-. Star, ¡soy yo! ¡Estás siendo una tonta! Janet lo dice, y yo también.

– Querida, ¿estás bien…? ¿Te sientes feliz?

– ¡Claro! Janet me va a contar de cuando subíais a Darnach Law y os perdisteis en la niebla. Eso no me lo habías contado…

– Janet lo hará -dijo Star.

– Y cuando sea mayor, iré allí ¡y subiré toda la colina! Y me iré contigo en un avión cuando te vayas a Nueva York, y me quedaré sentada toda la noche viéndote actuar.

Diez minutos después seguían hablando cuando Janet tomó el receptor.

– Será mejor que cuelgues ahora. Star. Que lo pases bien, y envía noticias tuyas.

Stella se removió y dijo:

– Envíame todas las fotografías que te hagas… ¡Prométemelo!

En su piso, lleno de maletas y equipaje, Star sintió frío y colgó. Se lo iban a pasar muy bien sin ella. No es que deseara que Stella la echara de menos… no, realmente no lo deseaba. Pero aquella sensación de frío persistió y el Atlántico era terriblemente grande, inmenso.

En la Casa Ford, Stella se marchó a la cama, sintiéndose feliz. Había tantas cosas que hacer al día siguiente, que parecía como si tuviera prisa por hacerlas.

Janet se puso un vestido de tafetán marrón con un pequeño cuello doblado y se lo sujetó con un broche de color intenso que había pertenecido a la abuela de las tierras altas. Cuando bajó la ancha escalera, escuchó unos pasos apresurados tras ella. Una mujer vestida de negro pasó precipitadamente y como si el impulso que la había llevado hasta allí se hubiera agotado, se paró a unos cinco metros del pie de la escalera y se quedó allí, esperando, con las manos entrecruzadas sobre el pecho y dando ligeros golpecitos en el suelo con uno de sus pies.

Janet no se apresuró. Siguió bajando con tranquilidad. Esta, supuso, sería Meriel, y todo lo que ella o cualquier otra persona sabía sobre Meriel era que Adriana Ford la había recogido en alguna parte. La miró y vio a una criatura delgada hasta el punto de parecer liviana, con masas de pelo recogido sobre un rostro artificialmente blanqueado, unos ojos oscuros tras unas pestañas aún más oscuras y unos labios pintados de escarlata. Llevaba puesto un vestido negro con un jersey ancho y mangas muy largas que descendían sobre las manos blancas y alargadas. Un collar de perlas le caía por el pecho. Janet creyó que eran auténticas. Desde luego, era muy difícil asegurarlo, pero, de todos modos, lo pensó. Cuando llegó al fondo de la escalera, los labios escarlata se abrieron para decir:

– Supongo que es usted Janet Johnstone.

Su voz era ronca y el tono agresivo.

Janet sonrió un instante y replicó:

– Y supongo que es usted Meriel Ford.

Los ojos negros relampaguearon.

– ¡Oh! Aquí todos somos Ford, y ninguno de nosotros tiene el menor derecho a llevar ese nombre. En realidad, tendría que ser Rutherford. Adriana sólo pensó que Ford sonaría mejor en el escenario. Adriana Ford, eso suena bastante bien, ¿no cree? Rutherford habría sido demasiado largo. Después, claro, cuando compró este lugar, todo se acopló maravillosamente. ¡Ford de la Casa Ford!-emitió una risa baja-. Y Geoffrey y Edna se adaptaron, así es que ahora todos somos Ford. ¿Ha visto ya a Adriana?

– Todavía no.

Meriel volvió a reír.

– Bueno, si hubiera venido hace un mes podría haberse pasado las dos semanas sin llegar a verla. Se ha portado así desde que tuvo aquel accidente en la primavera…, siempre en su habitación y viendo únicamente a las personas que le gustaban. Pero en los últimos días ha dado un cambio… Fue a la ciudad a ver a un médico y regresó con gran cantidad de ropa nueva y con todo preparado para empezar a recibir de nuevo, en gran escala. Desde entonces, ha estado bajando a comer con los demás, interesándose por todo. Pero creo que esta noche se va a quedar en su habitación… probablemente porque está usted aquí. No siempre le gustan los extraños. ¿Es usted una persona nerviosa?

– Creo que no.

Meriel la inspeccionó.

– No…, no tiene usted temperamento suficiente. De todos modos, Adriana no se preocupará por usted. Entre la gente con temperamento sólo puede haber odio o amor, ya sabe -los delgados hombros se encogieron-, En realidad, no importa que sea una cosa u otra. Es la emoción lo que cuenta. Cuando no se tienen emociones, lo mismo da estar muerta. Pero me temo que todo esto le va a parecer algo sin sentido.

– Sí, bastante -admitió Janet afablemente.

Echó a andar y cruzó el vestíbulo.

La cena estaba bien cocinada y fue bien servida. Simmons había sido un buen mayordomo. Conocía su trabajo y, dentro de los límites de su fortaleza, aún podía servir muy bien, con Joan Cuttle ayudándole, al fondo.

Geoffrey Ford llegó cuando la sopa ya estaba servida. Era un hombre de buen aspecto y pelo rubio, un poco venido a menos. Sus ojos recorrieron la figura de Janet con la actitud de un experto. Hubo un brillo de interés, casi inmediatamente apagado por una definitiva falta de respuesta. Le gustaba la mujer que pudiera devolverle mirada por mirada, pero aquí no había ninguna respuesta, ni señales detrás de aquellos párpados caídos. Cuando se dirigió a ella, tenía una mirada firme y una voz agradable, pero pensó que ni siquiera los celos de Edna podrían encontrar en Miss Janet Johnstone nada con que ser alimentados. Sintió indiferencia al llegar a esta conclusión.

Una vez concluida la cena, desapareció en el salón de fumar. Janet soportó dos horas de conversación con Edna, en un ambiente de música de jazz seleccionada por Meriel. En cuanto terminaba un programa, empezaba a mover los botones de la radio en busca de otra emisora europea con la misma música. A veces, los palpitantes ritmos no eran más que un susurro que surgía tras un estrépito de estaciones intrusas, otras veces resonaban con toda su fuerza y en otras ocasiones era como un desgarramiento heterodino que producía chillidos a través del compás. Pero fuerte o suave, claro o discorde, Edna no dejó descansar la aguja de su bordado y siguió hablando sobre la monotonía de la vida en el campo, la dificultad de conseguir servidumbre y de mantenerla una vez conseguida, y otros temas semejantes. Tenía mucho que decir sobre la educación de Stella.

– Se está haciendo mayor para tener una niñera y Nanny no encaja… en realidad, las niñeras casi nunca encajan. No les gusta a los Simmons, y ellos tampoco a ella. Siempre estoy con el temor de que se produzca un altercado entre ellos. Y no sé qué podría hacer si sucediera. Después está Joan. Una muchacha tan simpática, pero Nanny siempre la está criticando. A veces, siento mucho que haya esta clase de personas. Por Stella, ya sabe. Supongo que Star le habrá dicho que los Lenton tienen dos niñas pequeñas, y a veces también viene Jackie Trent. Su madre le tiene muy descuidado. Ella es viuda y una persona muy caprichosa. Vive en la casa de campo que está al otro lado de la iglesia y da clases hasta las cuatro. Y una prima de Mrs. Lenton ayuda en la casa y les enseña. No es lo bastante fuerte como para aceptar un trabajo, así es que todo resulta muy práctico. Sólo que, a veces, pienso que sería mejor si no lo fuera porque Star se vería obligada entonces a hacer algo con respecto a Stella. Ella estaría muchísimo mejor en la escuela.

Janet se sintió muy contenta cuando dieron las diez y Edna, doblando su trabajo de bordado, señaló que allí se levantaban muy temprano. Se llevó un libro a la cama, leyó durante una hora y durmió hasta las siete de la mañana.

Lo primero que vio cuando abrió los ojos fue a Stella, sentada con las piernas cruzadas en el extremo de la cama. Llevaba puesto un camisón azul, bordado con margaritas. Sus ojos estaban fijos en Janet, con una mirada que no parpadeaba.

– Pensaba que se despertaría. La gente se despierta cuando una la mira fijamente. Nanny no me dejaba despertarla… es muy estricta sobre ese punto. Una vez estuvo con un chico llamado Peter, y él solía subirse a su cama en cuanto amanecía. Ella le dijo una y otra vez que no lo hiciera, pero él siguió haciéndolo, así es que terminó por buscarse otro trabajo.

Estaban a punto de bajar para tomar el desayuno cuando alguien llamó a la puerta.

– ¡Adelante! -dijo Janet.

Entró entonces una mujer pequeña y regordeta, con una espesa mata de pelo gris y un aire activo.

– Buenos días, Miss Johnstone. Meeson es mi nombre, y Mrs. si lo prefiere. No es que alguna vez me haya gustado un hombre lo suficiente como para casarme con él, pero suena mejor, si comprende a lo que me refiero. Cuando una va entrando en años, como se dice… es mucho mejor que el simple Miss. Miss Ford le envía sus saludos y le encantaría que usted la-visitara cuando regrese de llevar a Stella a la vicaría.

Stella frunció el ceño.

– No quiero ir a la vicaría. Quiero quedarme aquí y ver a Adriana y que Janet me cuente cosas de Darnach.

Meeson le dio unos golpecitos en el hombro.

– No puedes hacer novillos. Y nada de esos juegos de gritos, por favor.

Stella dio un golpe en el suelo, con un pie.

– ¡No iba a gritar ahora! ¡Pero lo haré, si quiero!

– Bueno, yo no lo haría si estuviera en tu lugar -dijo Meeson con sencillez y a continuación, volviéndose hacia Janet, añadió-: ¿Le digo entonces a Miss Ford que irá a verla?

– ¡Oh, sí, desde luego!

La vicaría sólo estaba a unos cien metros después del final del camino de entrada a la casa, cómodamente situada al lado de la iglesia. Había una selva de rosales que casi ocultaban las paredes. Dos niñas pequeñas de pelo rubio miraban la puerta, en espera de Stella, y en cuanto Janet se dio media vuelta un niño de rostro pálido echó a correr para unirse a ellas. Pensó que tenía un aspecto algo desaseado. Había manchas en su jersey gris y un agujero donde unos puntos dados a tiempo habrían evitado que se hiciera tan grande.

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