35

Ninian siguió a Janet a la habitación de la niña y cerró la puerta tras él.

– Janet, quiero que te marches de aquí. -Adriana quiere que me quede hasta que se termine la investigación judicial.

– ¿Por qué?

– No lo sé. Le dije que me quedaría. -No quiero que estés aquí. Tendrías que regresar para ver a la policía cuando te llamaran, pero no hay ninguna necesidad de que te quedes. Te llevaré a Ledbury, y podrás lie gar a la ciudad con la luz del día.

– Dije que me quedaría -afirmó, sacudiendo la cabeza.

– Y yo digo que no quiero que te quedes. Por todo lo que sabemos, parece que tenemos entre nosotros a un maníaco homicida, y quiero que te marches antes de que ocurra otra cosa.

– ¡Eso son tonterías! -exclamó ella.

– ¿De veras? Has estado controlando tus reacciones, pero sabes muy bien que a mí no me puedes engañar. ¿Me vas a decir que no tuviste esa misma impresión cuando el superintendente habló de los palos de golf? Si no fue así, ¿por qué ocultaste tu rostro en mi hombro y temblaste como una hoja?

– ¡No lo hice!

– Pues claro que lo hiciste. Fue la mejor imitación de una hoja sacudida en toda mi larga y variada experiencia. Si no te hubiera rodeado con mi brazo, probablemente te habrías desmayado.

– ¡Yo no me desmayo!

– No sabes lo que eres capaz de hacer hasta que sucede. Querida, por favor, márchate -le dijo, rodeándola con sus brazos y hablando con una voz suave-. Te quiero mucho.

Janet lanzó una risa temblorosa.

– No, en realidad no me quieres.

– ¡De veras…, absolutamente…, definitivamente! ¡Mi jo Janet!

– Ninian, no puedo.

– ¿Por qué no?

– Dije que me quedaría.

En lo hondo de su mente, se dio cuenta de que si ahora le dejaba el camino libre, Ninian empezaría a recorrerlo y antes de que se diera cuenta de lo que estaba sucediendo, estarían casados y ella estaría viviendo en el piso de las cortinas de flores. El simple hecho de que este pensamiento la hiciera sentirse como si se hubiera bebido dos copas de champaña era una prueba positiva de que te nía que resistir sus impulsos. El matrimonio era la clase de cosa a la que había que acudir muy sobria y sabiendo lo que se hacía, con la debida reflexión sobre la posible aparición de otra Anne Forester. No era, en modo alguno, algo en lo que debiera embarcarse con una cabeza atolondrada, con un corazón que latía demasiado de prisa, y con una fuerte predisposición a llorar sobre el hombro de Ninian.

– Ahora crees que me amas -dijo-, porque hemos estado separados el uno del otro y porque todos estamos tensos y agotados.

– No creo que te amo -dijo él, sacudiendo la cabeza-. Lo sé. Siempre lo he sabido, y siempre lo sabré. Y quiero que esta misma tarde te marches a Londres.

Siguieron hablando. Janet no estaba dispuesta a ceder. Adriana le había pedido que se quedara hasta después de la investigación judicial, y ella también creía que era lo más correcto por su parte. Por otro lado, era casi seguro que Star llamaría por teléfono, pidiendo que le trajeran más cosas a la ciudad tanto para ella como para Stella.

Estas consideraciones y los sentimientos que provocaron, sirvió para aislarles un poco de la atmósfera de oscuridad y pesimismo reinante en el círculo familiar. Adriana se había retirado a un silencio casi total. Contemplaba el desmoronamiento del estilo de vida que había llevado basta entonces. Geoffrey Ford hablaba, a intervalos, del tiempo, o sobre la situación política, o sobre cualquier cosa que se le ocurriera, excepto sobre el tema que ocupaba los pensamientos de todos ellos. Nadie mencionaba los palos de golf, ni a la policía, ni el hecho de que todos tendrían que pasar por una nueva investigación judicial al cabo de un día o dos, y que, en esta ocasión, habría un veredicto que no sería de muerte accidental, sino de asesinato premeditado.

Durante la cena, hubo una conversación de carácter general, pero cuando el grupo se dirigió a la sala de estar, Adriana tomó un libro, Geoffrey se retiró detrás de un periódico y con las sillas dispuestas de manera que dejaran un sofá entre las ventanas para Ninian y Janet, la conversación del grupo sentado alrededor del fuego de la chimenea, se redujo a la mantenida entre Miss Silver y Edna Ford.

Las conversaciones en las que Edna participaba eran consideradas como cosa ya sabida. Había en ellas una especie de característica lastimera, puesto que, independientemente de lo que dijera su interlocutor, Edna no respondía a las observaciones, sino que seguía hablando de lo mucho que habían aumentado los precios, de las dificultades de obtener buena servidumbre y del deterioro de su calidad, junto con temas como su propia salud, la falta de consideración que recibía, y el ocaso general de todo y en todas direcciones. En esta ocasión, su tema era la extrema incomodidad de las casas antiguas.

– Desde luego, no se puede esperar ninguna comodidad en una casa que tiene más de cien años de antigüedad. Y esta casa es mucho más antigua… y está decayendo. Claro que en aquellos tiempos tuvieron que construir cerca del río, por lo del suministro de agua. Es muy antihigiénico.

Adriana levantó los ojos de su libro. Se encontraba a la distancia suficiente como para que la crítica no llegara hasta ella, pero, por otra parte, no era imposible que llegara. Sin embargo, en su mirada no había una expresión de ofensa. Pasó su mirada reflexivamente sobre Edna durante un instante y después volvió a la página que no había sido vuelta desde hacía largo rato. Ahora, la volvió.

Edna estaba sentada allí, imperturbable con su viejo vestido negro, que consideraba apropiado por el hecho de que se hubiera producido una muerte en la familia. Como la chaqueta y la falda que había llevado durante el funeral del día anterior, le caían los hombros, poniendo de manifiesto que había perdido peso. Sobre su largo cuello en el que ni siquiera lucía un collar de perlas, la piel aparecía sin vida y de un color cetrino. No había en ella nada de color, en ninguna parte…, ni en los ojos pálidos, ni en las pestañas pajizas, ni en el pelo deslucido. Hasta los colores de su bordado de seda parecían pálidos. Dio una puntada y dijo:

– Todo el sistema de cañerías está terriblemente anticuado. Se necesita demasiado combustible para calentar el agua, y no…, no creo que Mrs. Simmons entienda eso. El calentar el agua exige un enorme consumo de carbón, y ella no tiene la menor idea de economía. Sin embargo, en una de esas bonitas y pequeñas casas modernas, se lograría por lo menos el doble de agua caliente, con la mitad de gasto.

Miss Silver le sonrió animándola. Sostenía puntos de vista bastante decididos sobre los inconvenientes de las casas antiguas, pero no habría considerado cortés expresarlos cuando, posiblemente, podrían ser escuchados por su anfitriona. Sin embargo, no tenía el menor deseo de impedir que Edna Ford dijera todo lo que se le ocurriera. Tras haber sonreído, observó que muchas de las casas que se construían ahora eran de un diseño muy cómodo, aunque, desde luego, no poseían el romántico estilo de los edificios antiguos.



Edna respondió con una voz lastimera.

– Todas estas casas antiguas fueron construidas cuando la gente podía disponer de verdaderos enjambres de servidores. Ahora, una villa moderna y pequeña puede ser dirigida con mucha facilidad, y es muchísimo más cómodo vivir junto a una calle asfaltada y con una iluminación conveniente. En realidad, nunca me he acostumbrado a salir fuera en la oscuridad. Eso siempre me pone nerviosa. El invierno pasado, después de haber estado tomando el té en la vicaría, tuve que subir el camino, de regreso a. casa. Claro que tenía mi linterna, no iría a ninguna parte sin ella, y Geoffrey me dijo que fue eso probablemente lo que la atrajo. Pero fue de lo más desconcertante…, una gran lechuza revoloteó por encima de mi cabeza. Me dio un susto muy grande, bajando de repente, sin ningún ruido toda aquella mole de color blanco.

Miss Silver dio un ligero estirón de su ovillo de lana.

– Una experiencia muy desagradable.

– Desde entonces, no he vuelto a salir sola. Me pone nerviosa. Antes de casarnos, cuando vivíamos en Ledchester, no me importaba salir en absoluto. Éramos cuatro, así es que siempre había alguien con quien salir, y las calles estaban muy bien iluminadas. Y, desde luego, hay muchos más hombres en una ciudad. En el campo, hay tan pocos -se inclinó entonces hacia Miss Silver y bajó el tono de su voz-: Eso es lo peor de todo…, los pocos que hay, siempre son perseguidos. No importa que sean casados o no, ¡son perseguidos! Y las mujeres jóvenes no parecen avergonzarse en absoluto por ello. Esa mujer de la que estaban hablando arriba, Esmé Trent…, siempre estaba llamando por teléfono a Geoffrey y pidiéndole que jugaran al golf juntos.

– ¿De veras?

Edna asintió.

– No resultaba fácil encontrar excusas cuando te hacen preguntas a bocajarro. Desde luego, ella nunca me lo pidió a mí. No es que yo hubiera jugado en el caso de que ella lo hiciera… realmente, no soy lo bastante fuerte como para jugar. Ya hace años que lo he dejado.

– ¿Y a Mrs. Trent le gusta jugar?

– A ella le gusta cualquier cosa que le ayude a entenderse con un hombre. Ha perseguido bastante a Geoffrey. Y ya sabe usted cómo son los hombres… refunfuñan sobre esa clase de cosas, pero les pone como pavos reales.

Miss Silver se preguntó si aquellas palabras habían llegado a oídos de Geoffrey Ford. El y Adriana se encontraban a un lado de la amplia chimenea y ella y Mrs. Geoffrey estaban al otro lado. The Times impedía verle, y él parecía estar leyéndolo página por página. De vez en cuando, pasaba una página haciendo mucho ruido. Podía estar escuchando, o no. Miss Silver pensó que, probablemente, la conversación de su esposa no despertaba ningún interés en él, a menos que el nombre de Mrs. Trent hubiera llamado su atención. En cualquier caso, le sería bastante difícil escuchar lo que se había dicho. Era evidente que Edna Ford deseaba minimizar el efecto que podía haber producido en Miss Silver su explosión sobre Esmé Trent. Geoffrey debía ser presentado, no como cazador, sino como cazado, y Mrs. Trent como la atrevida mujer que perseguía una presa poco dispuesta a dejarse atrapar. Y si tenía que llevarse a cabo algún interrogatorio sobre palos de golf, debía quedar muy claro que Esmé Trent era gran aficionada a este juego.

Mirando momentáneamente en dirección a Adriana, pensó que sus finos ojos mostraban un brillo sardónico. Se encontraron con los suyos por un brevísimo espacio de tiempo, pero ella ya no estuvo tan segura de que la conversación de Mrs. Geoffrey no hubiera sido escuchada.

Cuando se dirigieron a sus habitaciones, esta sospecha quedó confirmada. Adriana la siguió a su habitación, preguntando a la ligera si tenía todo aquello que deseaba, y cerrando la puerta tras ella, se dirigió hacia una cómoda silla situada junto al fuego y se sentó en uno de los brazos. Hizo un gesto de asentimiento en dirección a la calefacción eléctrica de la chimenea.

– Le pedí a Meeson que la encendiera. Esta noche hace fresco, y esta habitación es fría. Como dice Edna, las casas antiguas son frías -sus cejas se alzaron en una expresión interrogante y siguió diciendo-: Bueno, ahora ya sabe prácticamente todo lo que hay que saber de ella, ¿no es cierto? Viven aquí porque no tienen dinero suficiente para vivir en ninguna otra parte, y ella detesta cada uno de los minutos que se ve obligada a pasar en esta casa. Geoffrey, por otra parte, lo encuentra todo extremadamente agradable. Tal y como ella estaba observando, los hombres con personalidad, son una especie de premio en este vecindario. Geoffrey es un hombre con personalidad, y además, le gusta ser un premio. No creo que sus asuntos sean muy serios. Pero, desde luego, hay que tener en cuenta la desventaja del campo, donde todo el mundo termina por enterarse de ellos, y ciertamente no pierden mucho en boca de las chismosas. Meeson me ha dicho que se ha llegado a hablar de la prima del vicario. ¡Qué bonito para una vicaría! -se echó a reír, sin sentirse divertida-. Es la que enseña a las niñas, y es poca cosa para Geoffrey, pero me atrevería a decir que se la encontró a medio camino. Esas pegadizas y delicadas criaturas suelen hacerlo. Quieren a un hombre que las proteja y por aquí no hay hombres suficientes… al menos no en un lugar como Ford.

Miss Silver se había sentado al otro lado de la chimenea.

– Creo que la vi cuando me dirigí al pueblo -dijo-. No parecía ser una persona muy fuerte.

Adriana frunció el ceño.

– No. Claro que no es importante, y Edna tiene unos celos absurdos. Ella misma consiguió a Geoffrey en una competencia no muy seria, y bajo la capaz dirección de su propia madre. Cuando él trató de desembarazarse del asunto, entró en escena el padre. Creo que Geoffrey pensó que le dejaría al margen de mi testamento si se veía envuelto en una ruptura de compromiso, así es que se abandonó en sus manos. La idea que Edna se hace del paraíso consiste en regresar a Ledchester o a uno de los barrios residenciales de

Londres para vivir en una casa de seis habitaciones, con todos los servicios modernos. Uno de esos barrios residenciales sería real mente lo mejor desde su punto de vista, porque allí siempre hay muchos hombres. Trabajan en Londres, pero regresan a casa a jugar, de modo que Geoffrey no sería el único disponible en la zona. De todos modos, ella es bastante tonta, porque vayan adonde vayan siempre habrá otras mujeres, y allí donde haya otras mujeres, Geoffrey echará a correr tras ellas. Edna nunca logrará cambiarle.

– ¿Y por qué no le permite usted marcharse? -preguntó Miss Silver.

– Ella no se marcharía sin Geoffrey y yo no me atrevería a vivir aquí sin tener a un hombre en la casa. Edna puede hacer lo que quiera cuando yo haya muerto. ¿Le he dicho que le he dejado una pensión vitalicia?

– Sí -contestó Miss Silver.

Adriana esbozó una breve sonrisa.

– No quiero que Geoffrey la abandone. Lo haría si el dinero fuera suyo, o aunque sólo se tratara de la mitad. Y ella se desmoronaría si él lo hiciera así. Mientras sea ella quien posea el dinero, él no se atreverá. Además, es un tonto con las mujeres y no me agrada la idea de que, por ejemplo, Esmé Trent se gaste mi dinero.

Miss Silver había dejado su bolsa de hacer labores. Se sentó con las manos plegadas sobre su regazo y miró muy seriamente a Adriana.

– Miss Ford, está cometiendo usted un error.

– ¿De veras? -los ojos oscuros se encontraron con los suyos. Había en ellos una expresión de desdén.

– Creo que sí. Y como ha comprometido usted mis servicios profesionales, creo que debo darle una opinión honrada. Es un error utilizar los argumentos financieros para inducir o estimular las acciones de otras personas. De ello se pueden derivar repercusiones deplorables. Desde que he llegado a esta casa, me he sentido impresionada por la ausencia de amabilidad entre sus miembros. Excluyo de esta opinión a Mr. Rutherford y a Miss Johnstone, que realmente no pertenecen a ella, y que evidentemente están muy enamorados.

Adriana la miró con una expresión que parecía de enojo. Ella sostuvo la mirada, y siguió diciendo, con una tranquila autoridad:

– Usted fue capaz de pensar que alguien de esta casa se había atrevido a atentar contra su vida. Me dio la impresión de que no pudo usted excluir a nadie de sus sospechas.

– A Star… a Ninian -dijo Adriana.

– Pensé que ni siquiera estaba completamente segura de ellos. Eso fue lo primero que me impresionó: que no se produjo ninguna reacción, tal y como se podía producir, allí donde hay verdadera confianza y afecto.

Los labios de Adriana estaban secos. Los movió para decir:

– ¿Hay muchas personas de las que usted pueda sentirse muy segura?

Miss Silver fue consciente de un humilde agradecimiento cuando contestó sencillamente:

– Sí.

Los labios secos volvieron a hablar.

– Entonces, es usted muy afortunada. Continúe.

– Me encontré con una dolorosa sensación de tensión existente entre Mr. y Mrs. Geoffrey, y entre Miss Meriel y todos los demás miembros de la casa. A nadie le gustaban los demás, ni era querido por los demás. Anoche, Meriel se encontró con una muerte trágica y resulta difícil no llegar a la conclusión de que fue asesinada porque sabía demasiadas cosas sobre la muerte de Mabel Preston. Sabemos que hubo por lo menos cuatro personas que escucharon a Meeson decir que aquel trozo de su vestido había sido encontrado junto al estanque. Sabemos que ese trozo indica que ella estuvo en las cercanías del estanque, aproximadamente a la misma hora en que Mabel Preston fue ahogada. Cualquiera de esas cuatro personas podría haber comentado lo que escucharon. Si esa información llegó a oídos del asesino, debió producirse una reacción instantánea y peligrosa. La persona que pudiera haber sido vista en el estanque aquel sábado por la noche, se encontraba en inminente peligro. Sólo una acción inmediata podía impedir su descubrimiento. Y yo creo que se emprendió entonces la acción.

– Sí -dijo Adriana.

Fue simplemente una palabra, surgiendo de las profundidades de su garganta.

Se produjo un silencio en la habitación. Cuando ya duraba algún tiempo, Miss Silver dijo, en tono reflexivo:

– Además de las cuatro personas que escucharon lo que Meeson dijo sobre la presencia de Miss Meriel en el estanque, hay otros tres nombres más que quizá deban ser mencionados.

– ¿Qué nombres?

– El mío para empezar. Me gustaría aprovechar esta oportunidad para asegurarle que no hablé de la cuestión con nadie. ¿Puede decir lo mismo usted?

La mano de Adriana se alzó de su rodilla, y volvió a caer.

– Yo no hablé del asunto -después, tres una breve pausa, añadió-: Dijo usted tres nombres.

Miss Silver la estuvo observando atentamente.

– Estaba pensando en Meeson.

Vio cómo Adriana se removía y enrojecía. Habló con enojo y énfasis.

– ¡Oh, no! ¡Meeson no!

– Ella lo sabía.

– He dicho que Neeson no.

– Ha comentado usted antes que a Mrs. Geoffrey le gustaría abandonar la Casa Ford. ¿Cree que es la única en pensar así? ¿Le gusta a Meeson vivir en el campo?

– ¡En qué está pensando! -y Adriana se echó a reír brevemente-. ¡Lo detesta! Ella es de Londres. No es una zona residencial lo que busca, sino algo mejor. Siempre está encima de mí, diciéndome que abandonemos este lugar y tomemos un piso donde vivíamos antes.

– ¿Sabe ella que le ha dejado algo en su testamento?

– Meeson lo sabe casi todo sobre mí. Y no va usted a hacerme creer que ha sido Ger- tie Meeson la que ha estado representando comedias para conseguir lo que yo le he dejado. ¡Nunca me hará creer nada de eso!

– Así es que, por lo menos, hay una persona de la que usted se siente muy segura.

Adriana se levantó.

– ¡Oh, sí! Estoy segura de Gertie -afirmó.

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