Conoceréis la verdad

Al día siguiente no pudimos entretenernos, pues había mucho que hacer. Había que alimentar a los caballos, darles de beber y ponerles los arneses; había que preparar y tomar un ligero refrigerio; había que vestir a Vitalia y transportarla de la casa a la explanada. Luego, después de que las demás mujeres hubieran metido en unas alforjas de cuero y fustán las pertenencias que podían transportar con comodidad, averiguamos que Alcaya no había montado jamás a caballo. En vista de lo accidentado y arriesgado que era el trayecto hasta Casseras, decidimos que acompañara a uno de los sargentos y el caballo reservado para ella lo utilizamos para transportar bultos.

Seguía lloviendo intermitentemente; el sendero de la forcia era un río de barro. Apenas despegamos los labios mientras descendimos por las resbaladizas pendientes, cada paso era tan peligroso como el anterior. Yo avanzaba con dificultad, pues Vitalia iba sentada frente a mí (de haber ido sentada detrás, se habría caído de la grupa del caballo), y me impedía ver con claridad y dominar las riendas. No creo que Estrella sintiera su peso, pues Vitalia era un haz de yesca: el más leve soplo de aire se la habría llevado volando. No obstante, el terreno, el tiempo y el espacio que la anciana ocupaba en mi silla nos obligó a avanzar con lentitud. Cuando llegamos por fin a Casseras era ya de día.

Al llegar nos reunimos con los otros sargentos, que se mostraban tan joviales como hoscos y malhumorados sus camaradas. Los cuatro risueños hombres habían pasado la noche en el granero de Bruno Pelfort; su alegre talante indicaba a las claras que ningún gazmoño dominico se había inmiscuido en sus libidinosas actividades. La aldea los había tratado bien, pero cuando el padre Paul les propuso quedarse unos días, al menos hasta que dejara de llover, se negaron en redondo. Tenían orden de regresar de inmediato. Según dijeron, unas gotas de lluvia nunca habían hecho daño a nadie.

Yo no estaba de acuerdo con esa afirmación, pues era evidente que la lluvia no tenía un efecto precisamente saludable en Vitalia. Respiraba con dificultad; tenía los labios azulados y las manos heladas. Yo había tenido que sostenerla durante buena parte del trayecto, rodeándole la cintura con un brazo para que se mantuviera derecha, mientras con la otra mano conducía mi montura. A medida que avanzábamos, mi temor de que la anciana falleciera durante el viaje había aumentado. Y aunque no había revelado a nadie mi temor (para no alarmar a Babilonia), había expresado mi convencimiento de que debíamos realizar el viaje por etapas, aunque tardáramos varios días en llegar.

Pero mis escoltas rechazaron mi propuesta.

– Cuanto más tardemos en llegar, más peligro corremos -insistieron-. Las mujeres podrían huir. Por otra parte, no estamos avituallados para un viaje largo. Y la lluvia no tardará en remitir. Debemos seguir adelante.

Y así lo hicimos. Yo cabalgaba delante de Johanna, por lo que apenas llegué a verla; aunque me volví en un par de ocasiones, tan sólo vi la parte superior de su cabeza, pues tenía los ojos fijos en el camino para evitar los baches y demás obstáculos. Por fortuna, al llegar a Casseras dejamos atrás la peor parte de nuestro recorrido, y a partir de Rasiers viajamos con relativa comodidad. En cuanto a la lluvia, cesó antes de mediodía. La única que no mejoró fue Vitalia; tenía mal color, respiraba con más dificultad y cuando llegamos a las puertas de Lazet, poco después de vísperas, perdió el conocimiento y se desplomó sobre el cuello de Estrella mientras yo me esforzaba en impedir que cayera al suelo.

No fue una grata bienvenida. Babilonia, convencida de que su amiga había muerto, se puso a berrear y saltó del caballo tan atolondradamente que se lastimó una rodilla. Alcaya también trató de desmontar, pero se lo impidió el sargento que cabalgaba con ella. Otro sargento me ayudó a depositar a Vitalia en el suelo, mientras que un par de franciscanos que pasaban en esos momentos por allí, unos visitantes de Narbona, según nos dijeron, se detuvieron para ayudarnos. Luego, mientras Alcaya no paraba de discutir y Babilonia de sollozar, y los dos frailes me aseguraban que uno de ellos era sacerdote y estaba facultado para administrar la extremaunción en caso necesario, sacamos una manta de una de las bolsas de cuero de Johanna. Sostenida por cuatro sargentos, la utilizamos para transportar a Vitalia durante el último tramo de su viaje a prisión.

Poco a poco, llegamos a las torres de la puerta de Narbona. Poco a poco, pasamos a través de sus cavernosos arcos. Puesto que Babilonia no podía seguir cabalgando sola, fue montada en mi caballo, con la cara sepultada en mi hombro, llorando a lágrima viva hasta el extremo de que mi manto, túnica y escapulario, apenas secos tras el aguacero matutino, volvieron a quedar empapados. Cuando entramos en la ciudad, nuestro cortejo atrajo las miradas de numerosos curiosos, sobre todo de los sargentos de la guarnición y los ciudadanos que montaban guardia a lo largo de las murallas. Algunos preguntaron a mis escoltas cuántos caballos sin jinete iban en nuestra cabalgata, y obtuvieron respuestas escuetas y blasfemas. Algunos se ofrecieron para conducir los caballos, mientras otros hicieron comentarios groseros sobre nuestras prisioneras. Dado que las mujeres ignoraron esos comentarios, contuve mi ira para no alterar a Babilonia. Pero tomé nota de los hombres que habían contaminado el aire con su repugnante lenguaje. Más tarde me ocuparía de que fueran castigados.

Aunque nos tropezamos con muchas personas que conocía de camino al Santo Oficio, mi cara de pocos amigos y manchada les impidió acercarse para hacerme alguna pregunta o comentario. Pese al largo y arduo viaje, Johanna cabalgaba con la cabeza inclinada, majestuosamente erguida en la silla. Al llegar a la fuente situada en el sur, una muchedumbre formada por matronas, mendigos, niños y ancianos interrumpieron su charla para contemplarnos; al identificarme, una de las matronas preguntó a su vecina si la mujer que cabalgaba conmigo era una hereje. Un niño de corta edad escupió a Vitalia. Un carpintero llamado Astro hizo una genuflexión.

Llegamos a nuestro destino en el preciso instante en que se abrieron las cataratas del cielo. Tras desmontar bajo la lluvia, llamé a Pons y le pedí que me ayudara. A continuación entregué a Babilonia al cuidado de su madre, antes de dar órdenes al carcelero, que había estado examinando el cadáver de un prisionero, sobre los pormenores y la calidad del confinamiento de mis prisioneras.

– Deseo que estas mujeres permanezcan juntas -le dije, conduciéndole al interior del edificio-. Instálalas en el cuarto de guardia situado en el piso superior.

– ¿El cuarto de guardia? -protestó Pons-. Pero ¿dónde descansarán los familiares?

– Si los familiares desean comer o dormir, pueden hacerlo contigo. -Subí la escalera hasta alcanzar la vivienda de Pons, que consistía en una amplia cocina y dos alcobas, suntuosamente amuebladas. Al echar un vistazo a mi alrededor, observé que podía albergar a más personas-. Entrega a las mujeres tantas mantas y sábanas como te pidan. Quiero que coman a tu mesa…

– ¿Qué? -exclamó la esposa del carcelero.

– … y, si es posible -continué sin hacerle caso-, mandaré comida del priorato. Esas mujeres no son tus prisioneras, Pons, sino tus huéspedes. Si reciben malos tratos, tú también los recibirás.

– ¿De quién? -inquirió el carcelero con insolencia, enojado por mis exigencias-. He oído decir que ya no estáis en el Santo Oficio.

– ¿Me habría encomendado el Santo Oficio una misión si ya no perteneciera al mismo? Una de las mujeres está muy enferma, de modo que quiero que le des caldos y comida ligera. Y si su estado te hiciera temer lo peor, quiero que me informes de inmediato, ¿entendido? A cualquier hora del día o de la noche. Ah, y si alguna de las mujeres expresa el deseo de hablar conmigo, también debes informarme.

Pons gruñó. Su esposa me miró indignada. Quizá debí mostrarme menos brusco, evitando ofender su dignidad. Quizá debí prever las preguntas que se formularían sobre mi preocupación por el bienestar de Johanna. Pero deseaba que las mujeres volvieran a sentirse cómodas cuanto antes. Estaba decidido a impedir que Vitalia muriera a las puertas de la prisión. Temía que apareciera Pierre-Julien y contradijera mis órdenes.

– En el cuarto de guardia hay unas armas -señaló Pons-. Picas. Combustible. Grilletes.

– Retíralas.

– ¿Y dónde las meto?

– En el calabozo inferior.

– Hay un prisionero en él.

– ¿Un prisionero?

– Un prisionero nuevo. ¡Ya os dije que estábamos llenos a rebosar!

Todo eran obstáculos en mi camino. No obstante, conseguí mi propósito; Pons retiró del cuarto de guardia todos los objetos salvo la mesa, los bancos, las camas y el cubo de desechos. Mandó instalar dos camastros y puso sábanas limpias. Las únicas órdenes que se negó a cumplir se referían al brasero, que habíamos traído desde Casseras y yo deseaba que colocara junto a la cama de Vitalia. Pero Pons me advirtió de que las mujeres lo utilizarían para prender fuego a la prisión.

– Eso no ocurrirá -dije.

– ¡Contraviene las normas de la prisión, padre!

– Es preciso evitar que Vitalia pase frío de noche.

– Sus amigas pueden dormir con ella.

Pons se negó a encender el brasero. Según dijo, el padre Pierre-Julien jamás permitiría que incumpliera esa norma. Y como yo sabía que era cierto, capitulé. Estaba decidido a impedir a toda costa que Pierre-Julien averiguara mis instrucciones con respecto a Johanna de Caussade.

– No podemos encender el brasero -comuniqué a Johanna cuando la condujeron al cuarto de guardia-. Pero si necesitáis más mantas, os las facilitará el carcelero.

– Gracias -murmuró Johanna, contemplando los ganchos en la pared. Abrazaba a Babilonia, que se aferraba a ella como una criatura.

– Las noches no son muy frías -dije, más para tranquilizarme a mí que a ella-. Cuando os hayáis secado, os sentiréis mejor.

– Sí.

En éstas entró Alcaya.

– ¡Pero si esto es un palacio! -exclamó. No había perdido su buen humor en todo el viaje, salvo cuando los guardias hacían algo que le disgustaba-. ¡Es seco y lo suficientemente grande para albergar a diez personas! ¡Seguro que vuestro monasterio no ofrece tantas comodidades!

Babilonia, que se había tranquilizado, alzó la vista. Hasta la expresión de Johanna había cambiado. Sólo Vitalia, que estaba dormida, y los familiares que la transportaban, permanecían inmunes al buen humor de Alcaya. Esa mujer poseía un carácter asombrosamente alegre. Sonriendo de gozo, hizo que reparáramos en el canto de los numerosos pájaros que poblaban las murallas, anidando y comiendo entre sus torres.

– Nuestros pequeños hermanos cantarán para nosotras -dijo alborozada-. ¡Qué agradable es volver a oír el tañido de campanas! Esta habitación tiene una excelente iluminación. Podré leer sentada junto a la ventana.

– Las lámparas están prohibidas aquí -le dije-. Lo lamento. Pero los pasillos siempre están iluminados, de modo que incluso de noche hay luz. ¿Tenéis hambre? ¿Os apetece comer algo?

– Necesitamos agua -respondió Johanna.

– Desde luego.

– Y nuestro equipaje.

– Ordenaré que os lo envíen enseguida.

– ¿Adonde iréis vos? -preguntó Johanna mirándome con una mezcla de pesar y deseo. Yo ardía en deseos de besarla, pero tuve que contentarme con apoyar una mano en su brazo.

– Si me necesitáis, acudiré enseguida. Pons me avisará. Y vendré a veros con frecuencia.

– Quizá podáis prestarme más libros -dijo Alcaya con tono jovial.

Era una petición insolente, pero nos hizo sonreír a todos. Era evidente que la había formulado con ese fin.,

– Es posible -repliqué-. Quizá pida al obispo que os venga a visitar.

– Sí, sí. Eso sería muy agradable. Los obispos siempre son muy amenos.

– El obispo Anselm, no. Pero haré lo que pueda. Y ahora me ocuparé de que os traigan vuestro equipaje y agua. ¿Deseáis algo más? ¿No? Procurad descansar. Volveré a veros antes de completas.

– Padre… -dijo Johanna. Me tocó una mano y dejó que sus dedos reposaran sobre los míos. El contacto de su mano hizo que todo mi cuerpo se estremeciera de placer-. ¿Qué ocurrirá ahora, padre?

– Procurad dormir -dije, sabiendo que lo que pretendía Johanna era detenerme. ¡Ojalá hubiera podido quedarme!-. Comed primero y luego dormid. Mañana volveré.

– ¿Y Vitalia…?

– Si me necesitáis, el carcelero me mandará llamar. Si necesitáis a un sacerdote, os traeré uno.

Después de tranquilizarla asegurándole que todo iría bien, me fui. Hallé las bolsas de las mujeres en la vivienda de Pons y ordené que las enviaran al cuarto de guardia, junto con una jofaina de agua y un cuenco de sopa. Hablé con todos los familiares que estaban de guardia, explicándoles que si las mujeres eran maltratadas, ofendidas o importunadas durante la noche, la ira de Dios caería sobre el culpable de esas vejaciones. Luego me dirigí al Santo Oficio, donde hallé a Durand y al hermano Lucius en el scriptorium.

– ¡Padre! -exclamó Durand al verme. Estaba sentado a la mesa de Raymond, con la cabeza apoyada en una mano mientras volvía lánguidamente las páginas del archivo frente a él.

Lucius estaba afilando una pluma.

– ¿Dónde está el padre Pierre-Julien? -pregunté, pasando por alto sus saludos-.¿Se ha marchado para asistir a completas?

– No lo hemos visto en todo el día, padre -respondió Durand-. Me ordenó que me quedara por si me necesitaba, pero él ha desaparecido.

– ¿Dónde está?

Durand se encogió de hombros.

– ¿Está enfermo? ¿Sabéis algo de él?

– Sí, padre. -El notario parecía observar mi rostro, quizá porque el polvo y la suciedad del viaje le llamaban la atención-. Cuando ha llegado Jordan, he enviado recado al priorato y ha respondido el mismo padre Pierre-Julien. Nos ha dicho que tengamos paciencia.

– ¿Cuando ha llegado Jordan? -repetí sin apenas dar crédito a mis oídos-. ¿Os referís a Jordan Sicre?

– Así es -contestó Durand.

– ¿Está aquí?

– Sí, padre. Ha llegado esta mañana. Pero nadie ha hablado con él.

– En tal caso seré el primero en hacerlo. Hermano, haced el favor de ir en busca de los hermanos Simón y Berengar. Durand, preparad vuestros instrumentos. Necesito que transcribáis el interrogatorio. -Al mirar hacia la ventana comprobé que había oscurecido y me pregunté qué excusa alegaría por no haber asistido a completas-. Interrogaré a Jordan en la habitación del padre Pierre-Julien -proseguí-, ya que en estos momentos no está ocupada. Hablaré con Pons. La llegada de Jordan es más que oportuna.

– Padre…

– ¿Qué?

Durand me miró con el ceño fruncido. Por fin dijo:

– ¿Seguís?…Quiero decir… pensaba que…

– ¿Qué?

– ¿No habéis renunciado a vuestro cargo?

Me apresuré a asegurarle que, en caso de que me destituyeran del Santo Oficio, él sería el primero en saberlo. Y después de tranquilizarlo, fui a preguntar a Pons el paradero de Jordan Sicre.

El carcelero me informó, con tono hosco e irrespetuoso, que el prisionero se hallaba en el calabozo inferior. Había llegado junto con una carta, dirigida a mí. La carta obraba en poder del hermano Lucius. Los escoltas de Jordan, cuatro mercenarios catalanes, ya habían partido de Lazet. Pons no había recibido órdenes del padre Pierre-Julien referentes al nuevo prisionero.

Si yo quería verlo, no había inconveniente. Allí tenía las llaves.

– Necesitaré unos guardias.

– Con Jordan no hace falta. Está encadenado de pies y manos.

– ¿Es necesario?

– Conoce esta prisión, padre. Algunos de los guardias son camaradas suyos. Pero haré lo que me ordenéis, por supuesto.

¡Qué furioso estaba Pons! Su talante me pareció absurdo y me marché sin darle las gracias. Pero al recordar otro detalle importante, retrocedí rápidamente.

– ¿Ha hablado alguien con Jordan? -pregunté.

– Yo le he dicho que era un canalla.

– ¿No ha conversado nadie con él? ¿Nadie le ha contado los últimos chismorreos

– No que yo sepa,

– Bien.

Sabía que mi interrogatorio sería más eficaz si Jordan ignoraba las últimas novedades relativas al Santo Oficio. También sabía que corría menos riesgos si llevaba a cabo el interrogatorio en el calabozo inferior. Así pues, regresé al scriptorium, dije a Durand que había cambiado de opinión y busqué en la mesa del hermano Lucius la carta que me habían enviado de Cataluña.

Estaba redactada por el obispo de Lérida, quien, junto con el alguacil local, había arrestado a Jordan Sicre y confiscado sus bienes. El obispo me informó de que el prisionero había utilizado un nombre falso; de que había acusado a algunos vecinos de ser unos herejes; y de que se había referido a un perfecto, huido de mi prisión, que tiempo atrás había residido en la diócesis leridana pero que ya, por desgracia, había desaparecido.

Me pregunté brevemente dónde se hallaba «S». Estuviera donde estuviera, confiaba en que estuviera bien.

– ¿Padre?

Levanté la vista. Durand seguía sentado a su mesa, con las plumas y el pergamino dispuestos ante él. Se rascó su hirsuta barba mientras yo aguardaba.

– Debo deciros, padre -comentó-, que el trabajo del hermano Lucius deja mucho que desear.

– ¿Su trabajo?

– Mirad -dijo, mostrándome los folios amontonados en el suelo, en espera de ser encuadernados. Durand me indicó el tamaño y la irregularidad del texto, junto con algunos errores que éste contenía-. Fijaos, ha escrito hoc en lugar de haec, como si no supiera distinguir entre las dos palabras.

– Sí, ya veo. -En efecto, lo vi y me quedé asombrado-. ¡Pero si trabajaba con gran esmero!

– Eso era antes.

– Sí, está claro. -Avergonzado, devolví el defectuoso documento a Durand-. Esto es muy humillante, debí percatarme antes.

– Estabais muy ocupado con otros asuntos -respondió Durand (con un tono un tanto condescendiente) -. Sólo al trabajar con él se da uno cuenta de ello.

– No obstante… -Me detuve a reflexionar unos momentos-. ¿Sospecháis a qué puede deberse ese cambio?

– No.

– ¿Acaso su madre… sabéis si su madre ha estado enferma o…?

– Es posible.

– ¿Habéis informado al padre Pierre-Julien de este problema?

Durand dudó unos instantes.

– No, padre -respondió por fin-. El hermano Lucius es un buen chico. Y el padre Pierre-Julien es tan… tan…

– Falto de tacto -dije-, insensible…

– Temía que le dijera que le había delatado yo.

– Comprendo. -Lo comprendía perfectamente-. Descuidad, amigo mío, me ocuparé del asunto evitando que vuestro nombre salga a relucir.

– Gracias, padre -dijo Durand con voz queda.

En éstas apareció el hermano Lucius acompañado por Simón y Berengar, interrumpiendo nuestro diálogo.

Había llegado el momento de interrogar a Jordan Sicre.

Debéis saber que al interrogar a un testigo o a un sospechoso, es preciso seguir unos trámites, tanto si éste ha sido citado como si comparece de forma voluntaria. En primer lugar, después de citarlo de forma discreta, sin ostentación, y de que sea avisado por el inquisidor o el ayudante del inquisidor, se le pide que jure sobre los sagrados Evangelios decir la verdad y toda la verdad en materia de herejía o cualquier otro asunto relacionado con ella o con la labor de la Inquisición. Debe hacerlo en relación con sí mismo como actor principal, y como testigo en el caso de otras personas, vivas o muertas.

Después de que el sujeto preste juramento y éste sea consignado en acta, se le exhorta a que cuente la verdad. En caso de que el sujeto solicite tiempo o la oportunidad de deliberar con el fin de ofrecer una respuesta más ponderada, el inquisidor puede concedérselo si cree que el sujeto obra de buena fe y no trata de engañarle. De otro modo, le exige que testifique de inmediato.

Ahora bien, Jordan Sicre no solicitó tiempo para reflexionar, quizá porque ignoraba que tenía derecho a hacerlo. Tampoco pidió pruebas de su infamia ni de los cargos contra él (como hacen muchos acusados analfabetos, permitiéndome una gran libertad de maniobra en mis procedimientos). No obstante, me pareció un individuo inteligente, pues fue lo bastante astuto para guardar silencio y no decir palabra hasta ser interrogado. Desde el rincón que ocupaba en el calabozo inferior, encadenado a la pared no lejos del instrumento de tormento llamado potro, observó en silencio cuando Durand, Simón y Berengar se sentaron en los lugares reservados para ellos.

Era un hombre bajo, ancho de espaldas, con la piel grisácea, los pómulos marcados y unos ojillos diminutos. En una sien se le veía un enorme moratón. Lo reconocí al instante.

– ¡Ya os recuerdo! -dije-. Vos me salvasteis de Jacob Galaubi.

Jordan no respondió.

– Os estoy muy agradecido por haber defendido mi virtud. Profundamente agradecido. Pero me temo que esto no tiene nada que ver en nuestras presentes circunstancias. Qué lástima que sucumbierais a la tentación. Tengo entendido que la recompensa era cuantiosa. Una espléndida granja, tres docenas de ovejas, una mula. ¿Me equivoco?

– Dos docenas -aclaró Jordan con voz ronca-. Pero…

– Ah. Incluso dos docenas… dan mucho trabajo.

– Contraté a un peón. Y a una sirvienta.

– ¡Una sirvienta! ¡Una verdadera fortuna! ¿Disponéis de dependencias anejas a la casa?

– Sí.

– Describídmelas.

Jordan obedeció. A medida que le interrogué sobre la disposición de las habitaciones en su casa, los instrumentos y los utensilios de cocina que guardaba en ella, los pastos de la finca y el contenido de su huerto, Jordan se volvió más locuaz y su talante envarado y receloso dio paso a un tono más amable al evocar su granja. Era evidente que ésta había constituido la cima de sus ambiciones, sus aspiraciones… su única debilidad. La grieta en su coriáceo caparazón.

Dejé que siguiera hablando hasta que la grieta se ensanchó un poco. Entonces inserté en ella la punta de mi cuchillo.

– De modo que, según tengo entendido, pagasteis unas cincuenta livres tournois para adquirir esta magnífica propiedad -dije.

– Cuarenta y ocho.

– Una suma considerable.

– Heredé el dinero. De un tío.

– ¿De veras? Pero Raymond Donatus sostiene que os lo dio él.

Esta mentira estaba destinada a demoler las defensas de Jordan, y ciertamente le alteró. Pues aunque siguió mostrando una expresión impávida, un movimiento involuntario de sus ojos me indicó que yo había tocado un punto sensible.

– Raymond Donatus jamás me ha dado ningún dinero -replicó. Me alegró observar que utilizaba el pretérito perfecto. Estaba claro que no sabía que Raymond había sido asesinado hacía poco.

– ¿Así que no recibisteis ningún dinero por dejar entrar a sus mujeres en la sede del Santo Oficio? -pregunté.

Jordan movió de nuevo los ojos. Pestañeó varias veces. ¿Debido a la angustia o a la sensación de alivio?

– Es mentira -dijo-. Jamás dejé que entraran mujeres.

– ¿Entonces os han acusado falsamente?

– Sí.

– Uno de vuestros camaradas confirma el testimonio de Raymond. Él mismo recibió dinero por dejar entrar a las mujeres de Raymond, y dice que vos también.

– Mentira.

– ¿Por qué iba a mentir?

– Porque yo no podía defenderme.

– ¿Queréis decir que era fácil acusaros porque estabais ausente?

– Sí.

Seguí interrogándolo sobre el asunto de la entrada prohibida, como si tuviera gran importancia. Abundé en él, toqué otros temas relacionados con él, y me mostré indignado de que hubieran fornicado en las dependencias del Santo Oficio. Me referí a ciertas pruebas: a unas «manchas repugnantes e impuras», a unas prendas íntimas de mujer, a ciertas hierbas que impiden que una mujer se quede preñada. A través de unos comentarios equívocos, llegué incluso a insinuar que el dinero empleado para adquirir la granja de Jordan le fue pagado por ayudar a Raymond a seducir a varias sirvientas.

Gracias a estos ardides, logré sumir a Jordan en un estado de profunda confusión: en primer lugar, porque hablar sobre el coito pone nervioso a cualquier hombre en la plenitud de sus facultades; segundo, porque Jordan había supuesto que yo le acusaría de asesinato y en lugar de ello le pedí que se defendiera de unos cargos menores. Habiendo negado su complicidad desde el principio, tuvo que mantenerse en sus trece, repitiéndose hasta la extenuación en lugar de hacer acopio de sus fuerzas. Tened por seguro que mentir es una tarea fatigosa. Para mentir de forma convincente una y otra vez, es preciso no bajar en ningún momento la guardia y derrochar energía. A medida que el interrogatorio se prolonga, resulta más difícil concentrarse y, por ende, más difícil ofrecer una colección impecable de mentiras.

Jordan cometió su primer error bajo la presión de mis lascivas preguntas. Algunos sacerdotes afirman deplorar las numerosas, diabólicas y degeneradas variedades del coito, pero su evidente deleite al sonsacar descripciones de esos actos, enumerarlos y condenarlos públicamente, demuestra que obtienen un placer pecaminoso en la contemplación de esta lasciva inmoralidad. Imitando a esos sacerdotes, insistí en los favores que Jordan debió de recibir de las mujeres a quienes perseguía Raymond Donatus. Le infligí un interrogatorio obsceno a más no poder, repleto de actos increíblemente degenerados, actos que en cierta ocasión presencié en una penitenciaría irlandesa.

Por ejemplo, pregunté a Jordan si había empleado ciertos objetos al fornicar con las mujeres de Raymond. Le pregunté si había expulsado su semen en otro lugar que no fuera una vagina. Le pregunté si había pedido a las mujeres que le hicieran gozar con caricias perversas, que comieran, chuparan o excretaran alguna cosa, que recitaran unas palabras sagradas o hicieran unas viles alusiones mientras realizaban esos actos depravados…

Pero es mejor que no abunde en ellos. Baste decir que Jordan se defendió con energía y creciente irritación, mientras yo envenenaba el aire con mis obscenos comentarios. (Los pobres Simón y Berengar estaban rojos como el zumo de las uvas, e incluso Durand parecía sentirse incómodo.) Por fin, tras afirmar falsamente que había hablado con una de las susodichas mujeres, quien había acusado a Jordan de sodomía, el sujeto de esta acusación infundada perdió los estribos.

– ¡No es cierto! -gritó-.¡Jamás he hecho tal cosa! ¡Jamás he hecho ninguna de esas cosas!

– ¿Os limitasteis a fornicar según dictan las leyes de la naturaleza?

– ¡Sí!

– ¿Sin mancillar la silla del inquisidor ni utilizar con fines obscenos las plumas o pergaminos del Santo Oficio?

– ¡Sí!

– ¿Simplemente fornicasteis en el suelo de la habitación del padre Augustin?

– Sí -contestó Jordan con brusquedad, tras lo cual se detuvo al percatarse de lo que había dicho-. Quiero decir…

– No tratéis de negar lo que acabáis de afirmar -le interrumpí-. Vuestra turbación es comprensible, pero mentir bajo juramento es un pecado más grave que fornicar. Si estáis sinceramente arrepentido, Dios os perdonará. Y el Santo Oficio también. Veamos, ¿dejasteis o no que entraran unas rameras en el Santo Oficio?

Jordan suspiró. Ya no tenía fuerzas para resistir en un asunto de trivial importancia. Además, yo le había ofrecido un pequeño rayo de esperanza.

– Sí -confesó.

– ¿Y utilizasteis ese dinero para adquirir una granja en Cataluña?

– Sí.

– ¿Eso ocurrió antes o después de que desaparecierais?

Jordan reflexionó unos momentos. Deduje que se le había ocurrido que podíamos comprobar las fechas de su adquisición.

– Después -respondió por fin.

– ¿De modo que portabais cuarenta y ocho livres tournois cuando fuisteis a Casseras con el padre Augustin?

– Sí.

– ¿Por qué?

– Porque las llevaba siempre encima. Para que no me las robaran.

– Ya. -Aunque esa explicación me pareció disparatada, ni mi voz ni mi rostro mostraron el menor indicio de incredulidad-. Contadme lo que ocurrió ese día -proseguí-. El día que fue asesinado el padre Augustin.

¿Cuánto tiempo llevaba esperando Jordan que yo le hiciera esa pregunta? Inició su relato casi con un suspiro de alivio, hablando con rapidez y tono inexpresivo.

– Me sentía indispuesto -dijo-. Debido quizás a algo que había comido en la forcia, tenía ganas de vomitar. De modo que me quedé rezagado y dije a los demás que me esperaran en Casseras…

– ¡Un momento! -dije alzando una mano-. Empezad por el principio. ¿Os ordenaron que formarais parte de la escolta del padre Augustin?

De nuevo, mi propósito era cansarlo y a la vez tranquilizarlo. Escuché con amabilidad su relato, absteniéndome de emitir objeción alguna y dando en cambio frases de aliento.

De vez en cuando le pedía que me diera más detalles, o que se repitiera con respecto a la cronología de los hechos, cosa que Jordan hizo sin mayores problemas, con descuido, hasta que llegamos al momento en que se había «quedado rezagado». A partir de entonces su narración se tornó algo más laboriosa, aunque de una forma que pocas personas habrían advertido. Cuando una historia no es cierta, sino inventada, al narrador le cuesta más aislar espontáneamente un pormenor de la misma. Como no ha experimentado lo que afirma haber experimentado, no puede recurrir a su memoria. Por tanto, si se le interrumpe en su testimonio, lo repite desde el principio, para mantener en orden la secuencia lógica de los hechos. Una persona que dice la verdad no tiene que preocuparse por la coherencia lógica. Simplemente recita lo que recuerda, sin preocuparse por las discrepancias.

Según el prisionero, poco después de abandonar la forcia para emprender el viaje de regreso Casseras se había sentido indispuesto y había tenido que desmontar. Luego, tras descansar un rato, había seguido adelante. (En ese momento pregunté a Jordan dónde había vomitado lo que había comido, y me respondió que lo había hecho debajo de un arbusto, para que nadie lo viera. Este Jordan era un hombre inteligente.)

De improviso había oído un grito sofocado y unos ruidos alarmantes que le indicaron que el padre Augustin y sus acompañantes habían sido víctimas de una emboscada en la carretera, a poca distancia de donde se hallaba él. Pero al avanzar, los sonidos habían disminuido, indicando que la pelea había concluido. Pero ¿quién había ganado? Inquieto, Jordan había ocultado su caballo y él mismo se había escondido detrás de una peña, sin saber qué hacer.

– No queríais caer en la emboscada -dije con tono comprensivo.

– No.

– Sabiendo que, si los otros habían sido asesinados, vos no tendríais probabilidad de escapar con vida.

– Exactamente.

– ¿Qué ocurrió a continuación?

A continuación la yegua del padre Augustin había huido a galope sin su jinete. Un hombre montado en el caballo de Maurand había perseguido a la yegua y la había atrapado, conduciéndola cuesta abajo.

Al presenciar esto, Jordan había comprendido que sus cantaradas habían sido derrotados y probablemente asesinados. De modo que había esperado un rato antes de acercarse a la escena del crimen, a escondidas, a pie. Puesto que había tomado la precaución de avanzar pegado al sendero, había presenciado la fuga de dos hombres que habían subido la pendiente montados en unos caballos robados.

Naturalmente, le pedí que me describiera con detalle a esos hombres. Jordan respondió que uno iba vestido de verde y el otro lucía un gorro rojo, pero que habían pasado junto a él a toda velocidad y no había podido reparar en nada más.

– ¿No observasteis nada extraño en ellos? -pregunté-. ¿Ningún detalle insólito?

– No.

– ¿Nada que os llamara la atención? ¿Incluso en aquel instante fugaz?

– No.

– ¿De modo que ni siquiera os chocó el hecho de que estuvieran cubiertos de sangre?

¡Qué estúpido fue! Al observar que Jordan vacilaba, me dije: «Este hombre está mintiendo». Pues de haber visto a los asesinos, lo primero que le habría llamado la atención habría sido la sangre. ¡Conque uno iba vestido de verde!

No obstante, me abstuve de hacer comentario alguno y conservé mi talante amable.

– Pensaba que os referíais a la estatura de esos hombres o… al color de su pelo -tartamudeó Jordan tras una breve pausa-. Por supuesto, iban cubiertos de sangre.

– Por supuesto. ¿Qué hicisteis luego?

– Continué adelante hasta que llegué al claro. Donde se hallaban los cuerpos. Era un espectáculo atroz. -Pero al describirlo Jordan lo hizo con voz serena-. Todos habían sido asesinados a hachazos. Miré a mi alrededor, pero comprobé que no había quedado nadie vivo, así que me marché.

– ¿Vomitasteis?

– No.

– ¿Así que vuestra tripa se había recuperado? Confieso que un espectáculo de esas características me habría provocado náuseas.

Se produjo un largo silencio. Después de reflexionar, Jordan comentó:

– No sois un soldado. Los soldados debemos ser fuertes.

– Comprendo. Bien, proseguid. ¿Qué ocurrió a continuación?

A continuación Jordan se había detenido unos minutos. Después de meditar, había llegado a la conclusión de que puesto que era el único superviviente, sin duda sospecharían de su complicidad en este siniestro crimen. El Santo Oficio querría culpar a alguien. Por tanto lo mejor que podía hacer era esfumarse, huir a las montañas y comprar una granja. A fin de cuentas, llevaba el dinero encima.

– Y eso fue lo que hice.

– En efecto. Pero fue una imprudencia, amigo mío. Si sois inocente, no debéis temer al Santo Oficio.

Jordan se limitó a responder con un bufido.

– Os doy mi palabra de honor de que no os condenaremos sin motivo -insistí-. Durand, haced el favor de leer la transcripción del testimonio de este hombre. Debemos asegurarnos de que es correcta.

Si mis palabras asombraron a Durand (lo habitual es aguardar un día y leer al prisionero la transcripción definitiva, antes de que la confirme), su semblante no lo dejó entrever. Leyó el acta con voz casi inexpresiva, lo cual resultó muy tedioso. En todo caso se lo pareció a Jordan, que bostezó tres veces y se enjugó su fatigado rostro con una mano. Cuando le pregunté, al término de la lectura, si deseaba hacer alguna rectificación, negó con la cabeza.

– ¿Ninguna?

– No.

– ¿No deseáis añadir nada?

– No, padre.

– ¿Por ejemplo el hecho de que Raymond Donatus os pagó para que asesinarais al padre Augustin y sus escoltas y desmembrarais los cuerpos para que vuestra ausencia pasara inadvertida?

Jordan tragó saliva.

– Yo no hice eso -dijo suspirando.

– Amigo mío, no me parece que lo hicisteis. Sé que lo hicisteis. Tengo la confesión de Raymond aquí mismo. -Yo mentía, por supuesto; el documento que tenía ante mí eran unas notas que había tomado durante mis entrevistas con los habitantes de Casseras. Pero con frecuencia la palabra escrita, a diferencia de la palabra hablada, causa pavor a las personas analfabetas-. ¿Queréis leerla? -añadí, perfectamente consciente de que Jordan no sabía leer. El prisionero miró el documento como si fuera una serpiente que se dispusiera a morderle-. ¿Sabéis que Raymond se proponía hacer que os envenenaran en cuanto regresarais? Fue ese plan lo que me hizo suponer que era culpable. Me sorprende que no os mandara asesinar en Cataluña.

– Raymond está… -Jordan se detuvo y carraspeó para aclararse la garganta. Tenía la frente perlada de sudor-. Raymond está mintiendo -dijo.

– Prestad atención, Jordan -dije con tono persuasivo-. Poseo pruebas suficientes para hacer que os entierren vivo, tanto si confesáis como si no. Os lo aseguro. Si os negáis a confesar, eso es lo mejor que os podría ocurrir. Lo peor sería que cayerais en manos de mi superior, el padre Pierre-Julien. Cuando asesinasteis al padre Augustin, nos causasteis un grave perjuicio, pues fue sustituido por el padre Pierre-Julien. Y el padre Pierre-Julien es un hombre violento. No imagináis lo que le hizo a Jean-Pierre para inducirle a confesar que ocupó vuestro lugar al servicio de Raymond. Si lo deseáis, ordenaré que traigan a Jean-Pierre. Tienen que transportarlo porque no puede caminar. Le han quemado los pies.

Jordan esbozó una mueca.

– Ahora bien, quizá no sepáis -proseguí-, que siempre hay misericordia para quienes se arrepienten sinceramente. ¿Habéis oído hablar de san Pedro Mártir? Era un inquisidor dominico como yo, que fue asesinado por una banda de asesinos, como el padre Augustin. Uno de los asesinos era un tal Pierre Bálsamo, al que atraparon casi con las manos en la masa y luego se fugó de la cárcel. Pero cuando lo capturaron de nuevo, se arrepintió, fue perdonado e ingresó en la orden de los dominicos. ¿No lo sabíais?

Jordan negó con la cabeza, frunciendo el ceño.

– ¿ Es eso cierto? -inquirió.

– ¡Por supuesto! Puedo mostraros numerosos libros que refieren esa historia. Preguntádselo al hermano Simón. Preguntádselo al hermano Berengar. Os dirán lo mismo que yo.

Mis imparciales se apresuraron a indicar que estaban dispuestos a confirmar la veracidad de mis afirmaciones.

– Claro está -continué-, no hay motivo para suponer que os aceptarían en la orden de los dominicos. Pero a menos que confeséis vuestros pecados, y abjuréis de ellos, las consecuencias son inevitables. ¿Lo habéis entendido?

Para mi desilusión, Jordan se abstuvo de responder. Fijó la vista en sus rodillas, como si sólo éstas pudieran procurarle la respuesta a sus problemas.

– Jordan -dije empleando otra táctica-, ¿habéis sido recibido alguna vez en una secta herética?

– ¿Yo? -contestó alzando bruscamente la cabeza-.¡No!

– ¿Nunca habéis aceptado como verdadera otra fe que la de la Iglesia católica?

– ¡No soy un hereje!

– ¿Entonces por qué matasteis al padre Augustin?

– ¡Yo no maté al padre Augustin!

– Es posible -respondí-. Es posible que no lo matarais con vuestras propias manos. Pero en todo caso presenciasteis cómo lo mataban y despedazaban como un puerco. ¿Por qué? ¿Por dinero? ¿O porque sois un creyente y un fautor de la herejía? -Consulté mi transcripción del informe que me había presentado «S» y leí en voz alta la lista de nombres que figuraban en él-. Todas esas personas son herejes que han sido difamadas -dije-. Os vieron frecuentar su compañía en Cataluña. Pero no los denunciasteis al Santo Oficio.

Jordan achicó los ojos y empezó a respirar de forma entrecortada. Es posible que confiara en facilitarnos esos nombres a cambio del perdón y de pronto averiguara que ya poseíamos esos nombres.

– ¡El perfecto! -exclamó de sopetón (refiriéndose evidentemente a «S»)-. ¡Lo habéis capturado!

– ¿Por qué no informasteis al Santo Oficio? -repetí haciendo caso omiso de su exclamación.

– ¡Porque me había ocultado! -rezongó-. ¿Cómo iba a decir una palabra? Si ese perfecto dice que soy un hereje, miente para salvar el pellejo. ¿Os dijo dónde daríais conmigo? Debí haber…

Jordan se calló de repente.

– ¿Qué? -pregunté-. ¿Qué debisteis haber hecho? ¿Asesinarlo a él también?

Jordan me miró sin articular palabra.

– Amigo mío, si fuerais un buen católico, confesaríais vuestros pecados y os arrepentiríais -dije-. Creo que sois impío. Y puesto que sois un asesino impío, padeceréis un castigo infinitamente mayor que cualquier castigo decretado por el Santo Oficio. Si no os arrepentís, seréis arrojado a un lago de fuego, para toda la eternidad. Recapacitad. Es posible que Raymond os dijera una mentira. Es posible que os dijera que el padre Augustin visitaba a unas mujeres herejes con fines heréticos y por tanto merecía perecer. Si Raymond os dijo esas cosas, vuestro crimen es comprensible y perdonable.

Por fin mis palabras tuvieron un efecto apreciable. Intuí que Jordan reflexionaba sobre ellas, analizándolas.

– ¿Os dijo Raymond que el padre Augustin era un enemigo de Dios? -pregunté con suavidad-. ¿Os dijo eso, Jordan?

Jordan alzó la vista, respiró hondo y contestó sin mirarme a los ojos:

– Me dijo que vos deseabais ver muerto al padre Augustin.

– ¿Yo? -Estupefacto, hice lo que ningún inquisidor debe hacer jamás: dejé que el prisionero viera mi consternación.

– Me dijo que odiabais al padre Augustin. Me dijo que lo arreglaríais para que no me culparan. -Luego, volviéndose hacia Durand, el vil carnicero exclamó-: ¡El asesino es el padre Bernard, no yo!

En esos momentos recuperé mi compostura y emití una sonora carcajada.

– ¡Sois un imbécil, Jordan! -dije-. Si yo hubiera tramado este asesinato, ¿creéis que habría dejado que regresarais? ¿Creéis que estaríais sentado aquí ante mí, vivo y coleando, denunciándome ante unos testigos? Vamos, decidme qué ocurrió. Acabáis de confesar vuestra complicidad.

He dicho que Jordan era inteligente. Sólo un hombre con cierto grado de inteligencia habría tratado de atacarme, confiando tal vez en ganar terreno. Pero no había planeado bien su ofensiva y había caído en su propia trampa.

Jordan permaneció callado, preguntándose sin duda cómo había ocurrido eso. Pero yo no estaba dispuesto a darle tiempo para reflexionar.

– No tenéis elección. Disponemos de vuestra confesión. ¿Quién más estaba implicado en el crimen? Decídmelo, arrepentíos y quizá logréis escapar a la muerte. Pero si guardáis silencio, seréis juzgado por vuestro empecinamiento. ¿Qué tenéis que perder, Jordan? Quizás un poco de vino os ayude a hacer memoria.

He comprobado a menudo que el vino, ingerido con el estómago vacío, suelta la lengua. Pero cuando indiqué al hermano Berengar que me trajera el vino escanciado con ese propósito, Jordan empezó a hablar.

Confesó que Raymond Donatus había fornicado en numerosas ocasiones con mujeres en el Santo Oficio, ante sus propios ojos. Me dijo que un día, el notario le hizo una propuesta: le pagaría cincuenta livres tournois si asesinaba al padre Augustin. No debía hacerlo en las dependencias del Santo Oficio, puesto que las autoridades sospecharían de todas las personas que frecuentaban el edificio, sino en las montañas, que todo el mundo sabía que estaban infestadas de herejes. Según Raymond, era importante que culparan a los herejes.

Era un excelente plan, pero requería la participación de otras cuatro personas adiestradas en el combate. Cada una percibiría treinta livres tournois si conseguían asesinar al padre Augustin.

– He trabajado en muchas plazas fuertes -me explicó Jordan-. He conocido a mercenarios que habían asesinado a cambio de dinero. De modo que cuando me enviaron a esas plazas fuertes, portando unos mensajes del Santo Oficio, hablé con cuatro hombres que se mostraron dispuestos a ganarse treinta livres tournois.

– Haced el favor de facilitarme sus nombres -dije. Jordan obedeció. Me relató los movimientos de los cuatro hombres: que habían venido a Lazet, que habían percibido la mitad de la suma acordada además de un dinero para gastos diarios y que habían esperado a que el padre Augustin partiera hacia Casseras.

– A mí me informaron la víspera -dijo Jordan-. De modo que se lo dije a los otros, los cuales partieron antes de que se cerraran las puertas de la ciudad y pasaron esa noche en Crieux.

– ¿No disponían de caballos?

– No. Tuvieron que ir a pie a Casseras. Pero llegaron temprano. Y conocían el camino hacia la forcia. Yo les indiqué el lugar donde debían aguardar.

Cuando Jordan describió, con tono brusco y sin contemplaciones, la estratagema mediante la cual obligó a sus acompañantes a detenerse en el claro previsto, fui presa de la indignación. Dijo que se sentía mareado y tenía ganas de vomitar, fingiendo estar a punto de caerse de su montura. Cuando hubo desmontado, acudió uno de sus camaradas para auxiliarlo. Mientras ese hombre le atendía, fue apuñalado en el vientre, un acto destinado a desencadenar una lluvia de flechas disparadas desde los matorrales.

Era imprescindible que los dos familiares a caballo recibieran el impacto más fuerte del ataque. Cuando el padre Augustin se recuperó del sobresalto, era demasiado tarde para huir; sus guardias habían sido asesinados y se habían apoderado de su caballo.

El padre Augustin había presenciado la muerte de sus acompañantes, antes de que él muriera también asesinado. No pude por menos de desviar la vista cuando Jordan dijo que mi superior había sido asesinado de un golpe certero, como si eso fuera un acto de misericordia. Tuve que hacer acopio de todas mis fuerzas para conservar la calma, por más que deseaba asir una banqueta y partírsela a Jordan en la cabeza. Ese hombre merecía ser desollado vivo. No era siquiera un ser humano, pues su alma había muerto. Y su corazón estaba ennegrecido por el humo del pecado.

– Antes de despedazar los cadáveres los desnudamos -me explicó-. Nos habían ordenado que lo hiciéramos. Y que nos lleváramos las cabezas. Las cabezas y algunos miembros, para ocultar el hecho de que yo faltaba. Luego nos dispersamos. Sólo habíamos cobrado la mitad del dinero. Yo tenía que ir a Berga y esperar a que Raymond recibiera la noticia de que el padre Augustin había muerto. Entonces enviaría el resto de mi dinero a un notario de Berga, que me lo entregaría.

– ¿El nombre del notario? -pregunté.

– Bertrand de Gaillac. Pero él no sabía nada. Era amigo de Raymond.

– ¿Y la sangre? ¿La sangre que cubría vuestras ropas?

– Todos habíamos llevado ropa para cambiarnos. En cuanto dejáramos Casseras atrás, tan pronto como llegáramos a una fuente o a un lugar para ocultarnos, teníamos que lavarnos y cambiarnos. Luego teníamos que desembarazarnos de los caballos. -Después de una breve pausa, el prisionero añadió-: Yo maté a mi caballo. Era lo más prudente. En las montañas, los cuervos y los lobos no tardarían en dar con él.

Ésa fue, en resumidas cuentas, la confesión de Jordan Sicre. Un relato de una atrocidad sin paliativos. Cuando Jordan concluyó, pedí a Durand que leyera de nuevo en voz alta su confesión y mis imparciales dieron fe de que era correcta y completa. También ofrecí a Jordan ese privilegio. Después de haberle sonsacado cuanto necesitaba, no malgasté más frases amables para consolarlo o tranquilizarlo. No lo merecía.

– ¿Qué ocurrirá ahora? -me preguntó Jordan cuando me disponía a irme.

– Aguardaréis a ser sentenciado -respondí-. A menos que tengáis algo que añadir.

– Sólo que lo lamento mucho. -Jordan parecía más angustiado que arrepentido-. ¿Habéis tomado nota de eso?

– Tomo nota de vuestra penitencia -respondí.

Estaba muy cansado. Quizá debí congratularme por haber cumplido magníficamente mi deber (pues aunque lo diga yo, fue una labor espléndida), pero no estaba de humor para celebraciones. Apenas logré subir la escalera hasta alcanzar la trampa; Durand tuvo que ayudarme a trasponerla. La prisión estaba oscura, iluminada por unas lámparas. No tenía ni la más remota idea de qué hora era.

– ¿Deseáis que un familiar os escolte a casa? -pregunté a los imparciales, que me aseguraron que tan sólo necesitaban una lámpara o una antorcha. Tras conseguir una para ellos, me despedí de los imparciales y me volví hacia Durand. En esos momentos nos encontrábamos cerca de mi mesa, compartiendo una lámpara; las sombras que nos rodeaban eran densas, frías y ligeramente amenazadoras. Todo estaba en silencio.

– Deseo que conservéis ese protocolo -le ordené-. No lo perdáis de vista hasta que dispongamos de una copia del mismo.

– ¿Queréis que haga yo una copia?

– Sí, será lo mejor.

– ¿Alguna modificación?

– Podéis saltaros lo de la granja. Y omitir buena parte del viaje a Casseras.

– ¿La apología?

Nos miramos y vi en sus ojos (que tenían un color muy hermoso, dorado y verde, como un prado bañado por el sol) la misma ira feroz que anidaba en mi corazón. Lo cual me produjo una sensación reconfortante, de alivio.

– Lo dejo a vuestro criterio, Durand. Siempre decís que descarto demasiado material exculpatorio.

A continuación ambos nos detuvimos, quizá para meditar sobre los horripilantes actos que nos habían sido relatados. El silencio se prolongó. Rendido de cansancio, no tenía nada más que decir.

– Sois un gran hombre -comentó Durand de improviso. No me miraba, sino que contemplaba el suelo con el ceño fruncido-. Un hombre realmente grande, a vuestra manera. -Luego, tras otro silencio, más breve, agregó-: Pero no diría que es la manera divina.

– No -logré responder con un esfuerzo sobrehumano-. Yo tampoco.

Esto puso fin a nuestro diálogo. Durand abandonó el edificio con la cabeza gacha y estrechando el testimonio de Jordan contra su pecho; yo regresé a la prisión, para dar las buenas noches a Johanna. Aunque era muy tarde, no podía regresar al priorato sin darle las buenas noches, entre otras cosas porque se lo había prometido. Romper esa promesa habría sido impensable, por más que se tratara de un vulgar saludo. Para un enamorado, hasta la infracción más nimia reviste una inmensa y terrible importancia.

Como sabéis, el término amar viene de la palabra que significa gancho, y significa «capturar» o «ser capturado». Yo estaba capturado por las cadenas del deseo y era incapaz de alejarme de mi amada. Durante todo el día, mientras sostenía a Vitalia sobre la silla de mi montura, tranquilizaba a Babilonia y luego interrogaba a Jordan, había permanecido cautivo de los pensamientos sobre mi impureza nocturna. Unas visiones lúbricas penetraban de improviso en mi mente, y provocaban unas intensas oleadas de calor que me recorrían el cuerpo y teñían mis mejillas de rojo. Pero por más que trataba de alejar esos recuerdos, me resultaban irresistibles y regresaba a ellos repetidamente, aunque me avergonzaban, al igual que un perro regresa a sus vómitos. Cuánta verdad encierran las palabras de Ovidio: «¡Aspiramos a lo prohibido y deseamos siempre lo que nos está vedado!».

Yo había roto mi voto de castidad. Al sucumbir a los goces de la carne, en lugar de ser merecedor del patrimonio eterno que el Rey celestial había restituido, por medio de su propia sangre, a todos los hombres, me había entregado a las llamas de Gehena. ¿No dijo el mismo Pierre Lombard que «otros pecados mancillan sólo el alma, pero las manchas de la fornicación mancillan el alma y el cuerpo»? «Mira que en maldad fui formado, y en pecado me concibió mi madre.» Por lo demás, estaba enamorado de una mujer, y es sabido que las mujeres son fuentes de duplicidad, vanagloria, avaricia y lujuria. Sansón fue traicionado por una mujer. Salomón fue incapaz de hallar una sola mujer honesta. Esto lo sabía mi razón, pero mi corazón no estaba convencido.

Así pues, me dirigí al cuarto de guardia, solo y sin que nadie me lo impidiera. Puesto que no era una celda, no se accedía a ella a través de una trampa; por tanto tuve que contentarme con llamar suavemente a la puerta y murmurar unas palabras a modo de saludo, en lugar de contemplar el rostro de mi amada.

Fue ella quien me devolvió el saludo; el sonido de su voz estaba amortiguado por la puerta de madera que nos separaba.

– Las otras duermen -dijo Johanna con suavidad.

– Y tú también deberías estar durmiendo.

– Te estaba esperando.

– Perdóname. Debía venir antes, pero he tenido que atender unos asuntos.

– No me quejo, querido.

Ese cariñoso apelativo hizo que se aceleraran los latidos de mi corazón y apoyé la frente contra la puerta, como si tratara de penetrarla. Al mismo tiempo estaba desesperado, pues la barrera corpórea que se erigía entre nosotros representaba todos los otros impedimentos, menos insuperables, de nuestro amor. Hasta Eloísa y Abelardo habían sido más afortunados en su amor, aunque el Señor les había castigado con severidad. A mi modo de ver, el futuro no ofrecía esperanza. A lo único que podíamos aspirar era a que el tribunal impusiera a Johanna una leve penitencia, la dejara en libertad junto con su hija y huyera de la esfera de influencia de Pierre-Julien. Pero esa huida, lógicamente, requería que me abandonara.

Me dije que era mejor así. El amor era una locura, una enfermedad que pasaría. «Tiempo de amar y tiempo de aborrecer.» ¿Qué sacaría yo renunciando a la labor de toda una vida por una mujer que apenas conocía? ¿Por un amor compuesto a partes iguales de angustia y alegría?

– No podemos volver a caer -murmuré-. No podemos dejar que vuelva a ocurrir, Johanna.

– Querido, no tendremos ocasión de que vuelva a ocurrir -respondió Johanna con tristeza-. No volveré a degustar el amor.

– No. Permanecerás aquí por poco tiempo, te lo prometo.

– No te arriesgues, Bernard.

– ¿Yo? No corro ningún riesgo.

– No es verdad. Lo ha dicho la mujer del carcelero.

– ¿La mujer del carcelero? -repetí casi con una carcajada-. No es precisamente una autoridad respetada por todos.

– Ten cuidado, Bernard -insistió Johanna con tono apremiante-. Nos favoreces demasiado. La gente empezará a sospechar. No lo digo por mí, querido, sino por ti.

Su voz se quebró y yo sentí a un tiempo deseos de romper a llorar y de reír, de emitir unas carcajadas de asombro y perplejidad.

– ¿Cómo es posible que haya ocurrido esto? -exclamé-. ¡No me lo explico! Apenas te conozco. Tú apenas me conoces a mí.

– Te conozco tan bien como a mi alma.

– ¡Dios! -Sentí deseos de traspasar la puerta con la cabeza. Deseaba expirar en los brazos de Johanna. Señor, pensé, mis deseos no se te ocultan, ni mis lamentos. Mi corazón late furioso, me siento desfallecer…

Acude rápido en mi auxilio, Señor, sálvame.

– ¿Bernard? -dijo Johanna-. Escúchame, Bernard. Yo tengo la culpa. Cuando Augustin me habló de ti, de las cosas que decías y de la forma que te reías, me dije: deseo conocer a ese hombre. Luego, cuando apareciste, y me miraste sonriendo, comprobé que eras muy alto y muy hermoso, y que tus ojos parecían dos estrellas. ¿Cómo podía resistirme? Pero debí hacerlo. Debí resistir la tentación, por tu bien. Reconozco que obré mal.

– No.

– ¡Sí! ¡Fue una crueldad! Tú nos habrías ayudado aunque esto no hubiera ocurrido. Habrías seguido siendo un hombre fuerte, espléndido, feliz, pero te he destruido. Lo hice porque deseaba poseerte, antes de que fuera demasiado tarde. Soy una infame. Soy indigna de ti. Te he convertido en un ser desgraciado, impuro.

– Eso es absurdo. No te hagas ilusiones. ¿Crees que no tengo voluntad? ¿Crees de verdad que soy perfecto? -Para tranquilizarla, y a la vez para castigarla (pues Johanna parecía creer que había hecho de mí lo que había querido, como si yo fuera un manso corderito), le revelé mi relación con la otra viuda, durante los años en que fui predicador ordinario-. No es la primera vez que me desvío del buen camino. He cometido pecados de desobediencia y lujuria. Es mi naturaleza. -Luego, en vista de que Johanna callaba, empecé a temer haberla ofendido profundamente-. Pero esa viuda no significó nada para mí -añadí presuroso-. Fue la vanidad y el tedio lo que me condujo a su lecho. Esto es distinto.

– Para mí también.

– En cierto modo -dije desesperado-, estoy convencido de que ha sido Dios quien nos ha unido. Por algún motivo…

– Para que suframos al separarnos -dijo Johanna suspirando-. Debes irte, amor mío, antes de que te vea alguien. No debemos volver a hablar… salvo para despedirnos.

– Dios no lo quiera.

– Vete. Es muy tarde. Hay muchas personas por aquí cerca.

– ¿Crees que me importa?

– Te comportas como un niño. Anda, ve a acostarte. Reza por mí. Estás siempre en mis pensamientos.

¿Era Johanna más fuerte que yo, o su amor más débil? Yo seguiría aún allí de no haberme obligado ella a marcharme. Cuando bajé la escalera con paso torpe y cansino, sintiéndome desfallecer, tuve la sensación de haber dejado una parte de mí junto al cuarto de guardia,

No obstante, tuve la presencia de ánimo de echar una ojeada a mi mesa, confiando en que hubiera llegado una carta de Toulouse o Carcasona, referente a los archivos que faltaban (que ahora ya no faltaban, claro está, sino que eran incompletos). Comprobé apesadumbrado que no había nada interesante; asimismo, la mesa de Pierre-Julien tampoco ofrecía ninguna grata sorpresa. Con todo, en esos momentos Dios me concedió una breve y nítida claridad de visión. De pronto pensé: «¿Por qué esperar una ayuda que quizá no llegue nunca? ¿Por qué no utilizar la que tengo a mano?». Tras lo cual me puse a rebuscar entre los folios de mi correspondencia más reciente.

Al cabo de una rápida búsqueda, hallé lo que buscaba. Era una carta vulgar y corriente de Jean de Beune, en la que el inquisidor se refería, sin excesivos detalles, a mi ruego de que me enviara unas copias de un acta que implicaba a los habitantes de Saint-Fiacre (del testigo de Tarascón, ¿os acordáis?). «En referencia a vuestra petición -había escrito el hermano Jean-, ordenaré que hagan unas copias y os las remitiré a la mayor brevedad posible.»

Era muy sencillo alterar la fecha indicada al pie de la carta; bastaba un pequeño borrón.

«Dad gracias a Yavé, que es bueno y es eterna su misericordia», recé. «Digan así los rescatados de Yavé, los que él redimió de la mano del enemigo.»

Luego guardé la carta en mi cinturón y me dirigí al priorato en un estado de ánimo profundamente optimista.

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