Como podéis imaginar, aquella noche participé torpe y distraídamente en el oficio de maitines. Habiéndome despertado tras un sueño breve y agitado, estaba demasiado aturdido debido al cansancio para prestar atención. Permanecí de pie cuando debía sentarme, sentado cuando debía levantarme. No reparé en las indicaciones y me quedé dormido mientras recitaba el pater y el credo. No obstante, en circunstancias normales soy tan propenso a fallar en mis deberes como el propio santo Domingo, por lo que me sorprendió la indignación que suscitaron mis torpezas. Incluso en mi estado semidespierto, observé las miradas y muecas de disgusto.
Pero durante laudes manifesté, como de costumbre, una meticulosa atención. Observé muchas miradas indignadas contra mí, y otras que parecían compadecerse aunque irónicas y cargadas de significado. El único hermano que se negó a saludarme fue Pierre-Julien. Aunque estaba sentado casi frente a mí en el coro, se las ingenió para no mirarme.
Pero cuando me acerqué a él después de prima, no tuvo más remedio que reconocer mi presencia. Me saludó con una inclinación de cabeza y yo hice otro tanto. Luego, después de cambiar unas señales con la mano, nos retiramos a su celda, donde podíamos conversar si lo hacíamos discretamente y sin excesivo ruido. Yo empecé a hablar antes de que Pierre-Julien pudiera establecer el tema de nuestro diálogo.
– Ayer llegó Jordan Sicre -comenté con brusquedad.
– Sí, pero…
– Le interrogué, observando todas las formalidades.
– ¿Vos?
– Y me dijo que Raymond Donatus le pagó para que asesinara al padre Augustin. No pudo explicarme el motivo. Lo ignoraba.
– ¡Pero ya no sois un inquisidor de la depravación herética! -exclamó Pierre-Julien, tras lo cual se apresuró a bajar la voz, al recordar dónde se hallaba-. ¡No tenéis ningún derecho a interrogar a sospechosos! -murmuró-. ¡No estáis autorizado a entrar en el Santo Oficio!
– Las mujeres de Casseras, por consiguiente, no están implicadas en el asesinato del padre Augustin.
– ¡Esto es intolerable! Hablaré con el abad…
– Escuchadme, Pierre-Julien. Sé más de lo que suponéis. -Le agarré del brazo y le obligué a sentarse de nuevo en la cama-. Escuchadme antes de cometer un estúpido error. Sé que todo este misterio gira en torno a los archivos inquisitoriales. El padre Augustin pidió a Raymond que buscara un archivo que faltaba, tras lo cual fue asesinado. Cuando asesinaron también a Raymond, os pusisteis a buscar unos archivos que obraban en su poder. Al examinarlos yo, comprobé que estaban mutilados. Faltaban unos folios.
– No alcanzo a comprender…
– Esperad. Prestad atención. Al principio, cuando yo aún no sabía que habían desaparecido unos archivos, antes de que vos los hubierais recuperado, escribí a Carcasona y a Toulouse. Pregunté si habían hecho unas copias de esos archivos para que las utilizaran otros inquisidores fuera de Lazet. Ayer recibí carta del hermano Jean de Beune, en la que me informa de que en efecto habían hecho unas copias. Me prometió ordenar que hicieran copias de las copias que constan en sus archivos y remitírmelas. Tengo aquí la carta. ¿Queréis leerla?
Pierre-Julien no respondió. Se limitó a mirarme sin comprender; tenía el rostro casi tan blanco como las doce puertas de la celestial Jerusalén.
Al observar su desconcierto, aproveché la ventaja que me ofrecía.
– Sé que estáis implicado en esto, Pierre-Julien. Sé que vos sustrajisteis esos folios. Cuando reciba las copias de Carcasona, sabré el motivo. -Luego me incliné hacia él y proseguí en voz queda pero con gran contundencia y claridad-: Quizá penséis: «Escribiré al hermano Jean y le diré que no se moleste en enviarlas». Por desgracia para vos, el hermano Jean y yo somos buenos amigos y en nuestra reciente correspondencia nos hemos referido a menudo a vos. El hermano Jean no os tiene en gran estima. Si revocáis mi petición, se preguntará por vuestros motivos.
Pierre-Julien permaneció en silencio, imagino que debido a la conmoción que le habían causado mis palabras. Así pues, adopté un tono más conciliador, menos agresivo.
– Hermano, no deseo contemplar cómo el Santo Oficio sucumbe al escándalo y a la recriminación -dije-. Aún estamos a tiempo de evitarlo. Si nos movemos con presteza, si escribo al hermano Jean y le digo que no es necesario que me envíe las copias.
– ¡Sí! ¡Escribidle ahora mismo! -exclamó Pierre-Julien con voz aflautada y tono perentorio-. ¡Escribidle de inmediato!
– Hermano…
– ¡No debe leerlas! ¡Nadie debe leerlas!
– ¿Por qué?
Respirando entrecortadamente, mirándome con los ojos desorbitados, Pierre-Julien parecía incapaz de articular una respuesta. Se llevó una mano al corazón, como si temiera que le fallara.
Comprendí que tan sólo necesitaba un último empujón.
– Si me explicáis el motivo, escribiré esa carta -le prometí-. Si ordenáis que dejen en libertad a las mujeres de Casseras, y me aseguráis que no serán culpadas por un crimen que no han cometido, escribiré esa carta. Más aún, desistiré de seguir investigando. Abandonaré mi cargo en el Santo Oficio. Me iré de Lazet. Sólo quiero una confesión, hermano. Una confesión y una promesa. Quiero saber a qué obedece todo esto.
– ¿Dónde está la carta? -inquirió de pronto Pierre-Julien.
Rezando para mis adentros, saqué de mi talego el documento que había manipulado, y por tanto falsificado, la noche anterior. Pierre-Julien lo tomó, sosteniéndolo con manos trémulas, mientras yo le indicaba el párrafo que debía leer. Pero Pierre-Julien lo miró sin mover los ojos. No lo leyó. Al parecer, era incapaz de hacerlo. Su temor y estupor eran tan profundos, que le impedían ejercer todas sus facultades.
– Se trata de un antepasado, ¿no es así? -pregunté, observando las gotas de sudor que se deslizaban por su calva. Hablé con suavidad, sin el menor tono de acusación-. Tenéis unos antepasados herejes. Pero ya sabéis, hermano, que nunca he aprobado la costumbre, tan frecuente en el Santo Oficio, de hacer pagar a un hombre por los pecados de su padre. «Por mi vida, dice Yavé, que nunca más diréis ese refrán en Israel.» Esta feroz e implacable persecución se me antoja excesiva. Equivocada. San Pablo dijo: «Vuestra modestia sea notoria a todos los hombres». No os condeno por estar mancillado por la herejía de vuestro abuelo. Creo que sólo sois responsable de vuestros pecados.
Estaréis de acuerdo en que mis palabras no eran precisamente tranquilizadoras. En realidad, constituían un velado insulto. Pero lograron conmover a Pierre-Julien, pues, para mi eterna sorpresa, rompió a llorar.
– ¡Válgame Dios, hermano, pues he pecado! -sollozó, cubriéndose la cara con las manos-. ¡Válgame Dios, hermano, pues he pecado! Hace una semana que me confesé…
Ahora bien, aunque yo le había exigido una confesión, os aseguro que no me refería a esa clase de confesión. Comportaba unas trabas que entorpecerían mis pesquisas. Pero por más que me resistí, Pierre-Julien insistió y temí que decidiera no relatarme su historia. En cualquier caso, aunque una confesión sea voluntaria, es prácticamente nula si no se realiza en presencia de uno o varios testigos. De modo que accedí a su ruego y esperé su confesión.
Pero ésta no se produjo.
– Dominaos, hermano -dije irritado mientras Pierre-Julien gimoteaba entre los pliegues de su túnica-. Esto no beneficia a nadie.
– ¡Me odiáis! ¡Siempre me habéis odiado!
– Mis sentimientos no hacen al caso.
– ¡Dios me maldijo cuando me envió aquí!
– ¿Por qué? Decídmelo. -En vista de que Pierre-Julien se negaba a responder, le pregunté a bocajarro-: ¿Matasteis vos a Raymond Donatus?
– ¡No! -protestó, alzando la vista y retrocediendo cuando le señalé con un dedo acusador.
– ¡Bajad la voz si no queréis que nos oigan todos! -murmuré.
– ¡Yo no maté a Raymond Donatus! ¡Insistís en acusarme, pero yo no maté a Raymond Donatus!
– Muy bien. Contadme entonces lo que hicisteis.
Pierre-Julien suspiró y volvió a cubrirse el rostro con las manos.
– Sustraje esos folios -confesó con voz sofocada-. Los quemé.
– ¿Por qué?
– Porque mi tío abuelo era un hereje. Murió antes de ser sentenciado. Yo no lo sabía. Las personas de mi familia apenas hablaban de él. «Tu tío Isarn era un mal hombre», decían. «Murió en prisión. Era una deshonra para la familia.» Supuse que había sido un ladrón o un asesino. Mi tío abuelo no había tenido hijos. Había vivido fuera de Lazet. Era difícil rastrear la pista que le relacionaba conmigo.
– Pero al final disteis con ella.
– No fui yo, sino Raymond Donatus.
– ¿Raymond?
– Vino a verme… hace poco. -Mi testigo se enjugó la frente con gesto vacilante-. Era increíble… portaba un archivo. Me mostró un acta que difamaba a mi tío abuelo.
– ¿Cuándo ocurrió? -pregunté-. ¿Cuándo vino a veros exactamente?
– Después de que le pidierais que buscara un archivo que faltaba. -Pierre-Julien volvió la cabeza y me miró con expresión abatida y desesperanzada-. Este archivo. En él constaba el nombre de mi tío abuelo.
– Un momento -dije, alzando una mano-. El archivo que yo buscaba era el mismo que buscaba el padre Augustin. Yo lo buscaba porque lo buscaba él. ¿Por qué lo buscaba Raymond?
– Creo… creo que porque contenía un nombre. No el de mi tío abuelo. Otro nombre. -Antes de que yo pudiera pedirle que se explicara, Pierre-Julien prosiguió-: Raymond me dijo: «El padre Bernard anda buscando este archivo. Si lo encuentra, todo el mundo sabrá que tenéis un antepasado hereje. Seréis vilipendiado. Vuestra familia será denigrada. Vuestro hermano quizá pierda sus propiedades y vos perderéis vuestro cargo». -Pierre-Julien se detuvo, abrumado por la emoción, pero trató valientemente de recobrar la compostura y al fin lo logró-. Raymond me pidió que os apartara de la investigación de la muerte del padre Augustin, y yo obedecí. Es posible que me hubiera venido con más exigencias de no haber sido asesinado. Quizá me habría pedido dinero…
– ¡Y conservaba el archivo en su casa! -exclamé, incapaz de contenerme-.¡El archivo y la copia del obispo! Y cuando averiguasteis que Raymond había desaparecido…
– Fui a su casa en busca del archivo y la copia. Pero ya había llegado el senescal, que también andaba tras esos documentos.
– ¿El senescal?
– No me refiero a los mismos archivos que buscaba yo. El senescal buscaba las actas en las que constaba el nombre de su tía. Su tía había sido condenada a morir en la hoguera por hereje reincidente.
Imaginad mi incredulidad. Imaginad mi asombro. Os juro que no me habría causado un mayor estupor contemplar cómo la gran montaña de fuego caía al mar.
– El senescal halló dos archivos inquisitoriales en casa de Raymond, pero no eran los que buscaba-prosiguió Pierre-Julien al parecer sin percatarse de que yo le miraba boquiabierto y estupefacto-. No contenían el nombre de su tía. Los examinó a fondo, y cuando vio el nombre «Fauré», vino a verme de inmediato. Me dijo que hacía unos años Raymond le había pedido dinero. Entonces ambos hombres se hallaban en casa de Raymond, y el notario había extraído de un escondrijo un archivo que contenía el acta y la sentencia de la tía hereje de Roger. Raymond le había dicho que era un mero mensajero del padre Jacques. Pero cuando el padre Jacques murió, Raymond siguió exigiéndole dinero. El senescal dedujo que yo me encontraba en la misma situación que él.
Según Pierre-Julien, el senescal le había acusado también de matar a Raymond Donatus. Al decirle Pierre-Julien que estaba equivocado, lord Roger se había encogido de hombros y había manifestado la opinión de que Raymond había estado sin duda recibiendo dinero de varias personas que tenían la desgracia de tener unos antepasados condenados por herejes cuyos nombres constaban en diversos archivos inquisitoriales. El senescal estaba convencido de que el notario había presionado excesivamente a una de sus víctimas.
«No me extrañaría que Raymond estuviera muerto -había dicho el senescal-. Es más, me alegraría de que fuera así».
Al no haber encontrado en casa de Raymond los archivos que contenían el nombre de su tía, Roger había ordenado a Pierre-Julien que los buscara en la biblioteca del obispo y el scriptorium del Santo Oficio. Cuando hallara esos códices, debía llevarlos al Castillo Condal. El senescal le mostraría entonces los archivos que había descubierto en casa de Raymond y se produciría un intercambio formal de documentos. A continuación, Pierre-Julien tendría que destruir ciertos folios.
– Tardé mucho tiempo en hallar el nombre de su tía -dijo mi atribulado testigo-. ¿Recordáis la noche que no asistí a completas? Estaba buscando los susodichos archivos en los arcones del scriptorium. Pero al fin di con ellos. Y se los llevé al senescal. E hicimos lo que teníamos que hacer. Cuando averiguaron que Raymond había muerto, supuse que estaba a salvo.
Reflexioné sobre la versión que me había ofrecido mi superior con respecto a sus movimientos. Si lo que decía era verdad (y yo no tenía por qué dudarlo), deduje que yo había registrado la biblioteca del obispo poco después de que Pierre-Julien hubiera sacado de ella, a instancias del senescal, la copia del archivo que contenía el nombre de su tía. Mientras yo examinaba los espacios que habían dejado los dos libros que faltaban, esos volúmenes estaban siendo manipulados en el Castillo Condal. Y cuando me disponía a abandonar el palacio del obispo, Pierre-Julien estaba restituyendo los dos originales a los arcones donde se guardaban los archivos, en el scriptorium.
No dejaba de ser curiosa la forma como yo había seguido sus pasos esa mañana.
– ¿De modo que no matasteis a Raymond? -pregunté.
– No -contestó Pierre-Julien con tono inexpresivo-. No hubiera sido capaz de hacerlo.
– ¿Entonces quién lo hizo?
– Una hechicera. Jean-Pierre confesó…
– ¡Pamplinas! -Me enojó que Pierre-Julien sacara de nuevo a colación esa acusación infundada-, ¡Es absurdo y vos lo sabéis!
– Esas mujeres…
– No me hagáis perder tiempo, hermano. El senescal tenía mayores motivos que ninguna de esas mujeres para matar a Raymond, y más oportunidad de hacerlo. Olvidaos de las mujeres. No tienen nada que ver en esto.
– Según vos -observó Pierre-Julien maliciosamente y con evidente rencor. No le hice caso.
– El misterio está casi resuelto -dije-. Raymond Donatus utilizaba los archivos del Santo Oficio para sonsacar dinero a personas con pasados, o antepasados, heréticos. Cuando el padre Augustin empezó a examinar algunos archivos antiguos, Raymond se puso nervioso. Sabía que el padre Augustin era partidario de perseguir a herejes fallecidos y otros que no habían llegado a cumplir sentencia, precisamente la gente cuyos descendientes, que tampoco habían sido castigados, constituían el blanco de sus chantajes. Raymond temía que si el padre Augustin continuaba con sus indagaciones, citara a declarar a algunas de las personas que le habían pagado. Le preocupaba que le denunciaran ante el Santo Oficio. Por fin, el padre Augustin le pidió un archivo que contenía uno de los nombres que Raymond deseaba ocultar. De modo que mandó que asesinaran al padre Augustin, confiando en que culparan del crimen a los herejes.
»A todo esto, Raymond había ocultado en su casa el archivo que buscaba el padre Augustin. Es posible que, al hojearlo, viera el nombre de «Fauré». De modo que, cuando aparecisteis, disponía de un arma contra vos. Y cuando os pusisteis a buscar ese archivo, Raymond utilizó esa arma. -De pronto se me ocurrió una idea tremebunda. ¿Me habría asesinado Raymond de haber persistido yo en mis pesquisas? Quizá-. Por fortuna para nosotros, una de sus otras víctimas decidió tomar cartas en el asunto -concluí.
– ¿Os parece probable?
– Más que probable. Quizá despedazaron el cuerpo confiando en que culparan del segundo asesinato a la persona responsable de la muerte del padre Augustin. -Me gustaba esa deducción. Era oportuna y elegante. Cumplía la mayoría de mis requisitos-. Tal vez me equivoqué al suponer que Raymond había sido asesinado en las dependencias del Santo Oficio. Quizá Jean-Pierre dijo la verdad y no tuvo nada que ver en el asunto. Claro está, si interrogáramos al resto del personal quizás averiguaríamos más cosas. Pero ¿nos conviene hacerlo? Raymond era un asesino. Tuvo el castigo que merecía. Quizá debamos dejar el castigo de su asesino en manos de Dios.
En aquel momento me acordé de Lothaire de Carbonel, cuyo padre había sido difamado en uno de los archivos mutilados. ¿Era posible que él fuera el asesino? Ciertamente, era uno de los primeros candidatos a padecer la singular iniquidad de Raymond.
Me prometí hablar confidencialmente con Lothaire a la primera oportunidad. Luego absolví a Pierre-Julien y le impuse una onerosa penitencia, que él aceptó sin rechistar. La penitencia, la justicia y la culpabilidad le tenían sin cuidado. Sólo deseaba una cosa, y la deseaba con vehemencia y profunda inquietud.
– ¿Escribiréis ahora la carta? -me preguntó-. Escribidla ahora. Aquí.
– Muy bien. Pero no la enviaré hasta que hayáis puesto a las mujeres en libertad.
– ¡Sí, sí! ¡Pero escribid esa carta!
Que Dios me perdone, pero confieso que gocé con la desesperación de Pierre-Julien. Saboreé sus ruegos como si fueran miel y le atormenté con mi pausado proceder, con la minuciosidad con que afilé mi pluma, con el meticuloso rigor que empleé a la hora de trazar las líneas y formar las letras.
Soy salvaje con el prójimo. Soy un cascarón vacío y un borrón en el libro de los vivos. Debido a la maldad de mi corazón y la pobreza de mi alma, merezco todo cuanto me ocurrió.
«Estad ciertos de que vuestro pecado os alcanzará.»
– ¿Queréis que las deje en libertad? -preguntó Pons incrédulo.
– Deja que se vayan -insistió Pierre-Julien.
– Pero…
– ¡Deja que se vayan! -Desesperado por la preocupación de que yo enviara mi carta, Pierre-Julien no estaba dispuesto a que nadie se opusiera a sus deseos. Habló con aspereza-. ¡Ya me has oído! ¡Obedece en el acto! ¡Entrega las llaves al padre Bernard!
– Necesitarán disponer de unos caballos -comenté mientras Pons, negando con la cabeza en señal de desaprobación, rebuscaba entre las llaves que colgaban de su cinturón-. Cuatro caballos.
– Iré a hablar con el obispo -se apresuró a responder Pierre-Julien-. Iré inmediatamente. Llevadlas al establo del obispo.
– Quizá tardemos un poco.
Pero Pierre-Julien ya se había ido. Oí sus pasos en la escalera. Pons, mirándome con cara de pocos amigos, dijo que abriría él mismo la puerta del cuarto de guardia.
– Jamás entrego mis llaves a nadie -dijo hoscamente.
– Un sabio precepto.
– ¿Cómo se os ha ocurrido hacer esto?
– ¿Qué?
– Habéis ido demasiado lejos. Sufriréis represalias. No sois invencible, padre.
Asombrado, abrí la boca para exigirle una explicación. Pero Pons dio media vuelta y se dirigió hacia el cuarto de guardia, haciendo sonar sus llaves tan estrepitosamente que era inútil confiar en que nadie le oyera.
– Aquí está vuestro amigo -bramó al abrir la puerta del cuarto de guardia-. Aquí está vuestro amigo que ha venido a salvaros. ¡Fuera todo el mundo! ¡No os quiero aquí!
Al intuir la sorpresa que se habían llevado las mujeres en los susurros y murmullos que acogieron esa declaración, me enfurecí y ordené al carcelero que se retirara. Pons obedeció, mascullando que «no quería tener nada que ver con el asunto». Cuando se marchó pensé que necesitaríamos una espalda resistente para portar el equipaje.
Me enojé conmigo mismo por mi falta de previsión.
– Johanna -dije al entrar en el cuarto de guardia-. Alcaya. Sois libres. Podéis marcharos.
– ¿Podemos marcharnos? -preguntó Johanna. Estaba sentada junto a la cama de Vitalia, sosteniendo un cuenco de barro-. ¿De esta habitación?
– De esta prisión. Vamos -dije acercándome a ella con una mano extendida-. Hay unos caballos esperando. Recoged vuestras pertenencias.
– Pero ¿adonde iremos? -preguntó Babilonia. Su rostro, en comparación con las mugrientas paredes de piedra y las polvorientas sombras, parecía relucir como un ascua-. ¿Nos vamos a casa?
– No puedes regresar a la forcia, pequeña -respondí-. Pero puedes ir a cualquier otro lugar. A donde quieras.
– Ahora mismo no, padre -replicó Alcaya, contradiciéndome-.Vitalia está muy enferma.
Al mirar a Vitalia vi a una mujer cuyas fuerzas se habían consumido como una planta y se hallaba en el umbral de la muerte. Marchita y ajada, respirando con dificultad y con la piel cenicienta, parecía frágil como el cristal fino. Comprendí que Alcaya se negara a que la trasladáramos.
– ¿Está muy grave? -murmuré.
– Sí -respondió Johanna.
– No obstante, no puede quedarse aquí. Es demasiado arriesgado.
– Si la movemos quizá muera, padre -señaló Alcaya con suavidad.
– Y si se queda aquí, morirá con toda seguridad -contesté-. Disculpadme, pero no tenemos más remedio. Debemos trasladarla a un hospital. El más cercano es el de Saint-Remezy. Pertenece a los hospitalarios.
– Pero ¿nos aceptarán a todas? -inquirió Johanna.
Yo reprimí un gesto de irritación. Aunque no pretendía atemorizarla a ella ni a su hija, tenía la sensación de que ninguna de esas mujeres se percataba de los peligros a los que se enfrentaban.
– Escuchad -dije, articulando las palabras lenta y pausadamente-. Lo que he conseguido es poco menos que un milagro. No tengo la certeza de que nuestra fortuna no nos abandone. Si no abandonáis Lazet cuanto antes, no puedo garantizaros que conservéis vuestra libertad.
– Pero…
– Comprendo que Vitalia, no está en condiciones de viajar. Sé que está muy enferma. De manera que la trasladaremos al hospital de Saint-Remezy, mientras el resto de vosotras fundaréis otro hogar en que vivir juntas. Quizás un día Vitalia pueda reunirse con vosotras.
– Pero, padre -protestó Alcaya, expresándose como quien desea explicar algo a un niño al que quiere mucho, en lugar de hacerlo con tono vehemente e indignado-. No puedo abandonar a mi amiga. Es mi hermana en Cristo.
– No tenéis más remedio.
– Perdonadme, padre, pero os equivocáis. Puedo decidir exponerme a cualquier riesgo por una hermana.
Rechiné los dientes.
– Algún día, tu hermana quizá no esté en condiciones de apreciar lo que has hecho por ella -respondí midiendo mis palabras, consciente de la mirada perpleja de Babilonia-. La recompensa no merecerá el sacrificio.
– Yo creo que la recompensa será la paz que reine en mi corazón.
– ¡Alcaya! -exclamé sin poder seguir conteniéndome-. ¡Compórtate con sensatez!
– Padre…
– ¡No tienes derecho a poner en peligro a tus otras hermanas!
Mi tono enfurecido asustó a Babilonia, que se volvió hacia su madre gritando.
– ¡Mamá! ¡Mamá!
Johanna acudió presurosa junto a ella y la abrazó.
– Alcaya habla sólo en su nombre. Cada una de nosotras podemos decidir lo que más nos convenga.
– ¡Desde luego! Sólo es preciso que se quede una de nosotras -dijo Alcaya, sonriendo con afecto a Johanna y Babilonia-. Soy vieja; mis hermanas son jóvenes. Tienen fuerzas para fundar otro hogar, en nombre del Señor.
Johanna tenía los ojos anegados en lágrimas.
– Pero sin ti, no, Alcaya -respondió con voz entrecortada.
– Conmigo o sin mí. Querida, has buscado el amor de Dios con gran pureza de corazón. Él no te abandonará. Y yo rezaré siempre por vosotras.
– Babilonia te necesita.
– Vitalia también me necesita; no tiene una madre que cuide de ella. Perdóname, querida hija. Me duele tomar esta decisión, pero no puedo abandonar a nuestra hermana.
De pronto tuve la sensación de que sobraba en aquella habitación. Observaba como una lechuza en el desierto; me sentía como un gorrión en un tejado. Excluido. Ignorado.
– Recoged vuestras cosas -farfullé, a sabiendas de que apenas me prestaban atención-. Estad preparadas para partir cuando regrese. Iré a Saint-Remezy para reservar una cama para Vitalia.
Y eso hice. Después de informar a Pons de mis intenciones, me dirigí (andando con más rapidez que la lanzadera de un tejedor) al hospital de Saint-Remezy, donde hablé con el hermano Michael. Éste, un hombre cansado y taciturno, con el que estaba lejanamente emparentado, suspiró ante la perspectiva de acoger a otra vagabunda vieja e indigente, como si el hospital hubiera sido construido con un propósito más noble y alegre. O quizá se lamentaba de no poder percibir una suculenta dote.
– Pero siempre disponemos de una cama para una moribunda -me dijo, observando un dormitorio lleno de enfermos e inválidos-. A fin de cuentas, no permanecerá aquí mucho tiempo.
– Traerá algunas pertenencias que, como es lógico, pasarán a ser propiedad del hospital cuando ella muera.
– ¿Estáis seguro? Con frecuencia aparecen parientes del difunto en el último momento.
– La anciana no tiene parientes.
Así, después de reservar una cama para Vitalia regresé a la prisión, donde Pons me comunicó furibundo que «esa joven chiflada» había sufrido un ataque, y me pidió que me llevara a las cuatro mujeres de su cuarto de guardia antes de que él mismo las echara a la calle. Tal como yo había temido, el dolor que suponía para ella despedirse de Alcaya había trastornado mucho a Babilonia. La hallé tendida en el suelo con los ojos enrojecidos y la cara ensangrentada; según me contó Johanna, se había golpeado la cabeza contra la pared.
– No quiere separarse de Alcaya -dijo mi amada con voz ronca debido a la emoción, alzándola para hacerse oír entre los gemidos rítmicos de su hija-. ¿Qué podemos hacer? Se niega a separarse de Alcaya y no puedo obligarla.
– En tal caso Alcaya tendrá que abandonar a Vitalia.
– No puedo, padre.
– Escúchame -dije, asiendo por el brazo a la necia y obstinada anciana (que Dios me perdone, pero eso me pareció en aquellos momentos) y obligándola a salir al pasillo. Luego, mirándola con una expresión a la vez autoritaria pero implorante, le expuse mis razones con tono enérgico aunque sólo audible para nosotros.
– ¿Confías en mí, Alcaya? -pregunté.
– Sí, padre, os confiaría mi vida.
– ¿No he cuidado de vosotras? ¿No he demostrado estimaros como si fuerais hermanas mías?
– Desde luego.
– Entonces confía en que cuidaré de Vitalia. Confía en que la atenderé y consolaré. Te lo ruego.
Los ojos azules e inocentes de la anciana parecían asimilar mis palabras, sopesando cada una de ellas según sus méritos. Intuí que aún no estaba convencida. Intuí que buscaba otra forma de describir y explicarme la profundidad de su compromiso para con Vitalia.
De modo que se lo supliqué por última vez.
– Alcaya -dije con suavidad-, debes cuidar de Johanna. Prométeme que lo harás. ¿Cómo puedo dejarla marchar si no estás junto a ella para amarla y protegerla? Te lo ruego. Te lo suplico. No la abandones ahora, cuando yo tengo que separarme de ella. No puedo… no soy… ¡No lo soporto! Concédeme lo que te pido, Alcaya. Te lo imploro.
– ¡Querido hijo! -murmuró la anciana-. Os embarga la emoción. Depositad vuestra carga sobre mis hombros. Yo me llevaré vuestro amor y lo utilizaré con prudencia. Vuestro amor es mi amor, padre. No temáis, Johanna no estará sola.
De pronto experimenté una profunda paz. Una paz como la paz con que el Señor me bendijo, aquella mañana, en la colina junto a Casseras. Esta vez no me llenó como si yo fuera una copa, ni me deslumbró como el sol. Me rozó suavemente, como un céfiro que pasa y se aleja de nuevo. Reconfortó mi maltrecho corazón con un beso ligero como una pluma.
No obstante el alivio que esto me produjo, me sentí aturdido, estupefacto. Pensé: ¿estás aquí, Jesucristo? Incluso hoy, no puedo deciros si el Espíritu Santo descendió en esos momentos sobre mí. Quizás el amor de Dios estaba unido al de Alcaya, pues el amor de la anciana era puro y auténtico, ardiente y generoso, trascendía su sexo, sus pecados y sus opiniones erradas. Yo estaba convencido de que ésta se hallaba, en su amor, muy cerca de Dios. Aunque estaba equivocada en muchos conceptos, su amor era muy grande. Ahora lo sé. Entonces lo presentí. Comprendí por qué Babilonia se sentía consolada y transformada por el amor de Alcaya, pues le permitía saborear ese amor, infinitamente mayor, más profundo y más dulce, que es amor única y exclusivamente de Dios.
Soy un hombre ignorante y pecador. Sólo sé que no sé nada. No existe una persona en el mundo digna del amor de Dios, y si su paz trasciende toda comprensión, ¿cómo podía confiar en reconocerlo con mis indignos sentidos, mi torpe intelecto, mi corazón pecador? Quizá fui honrado más allá de las alabanzas de los hombres y los ángeles. Quizá sucumbí a mi debilidad y mis deseos impuros. Lo ignoro. No puedo decíroslo.
Pero me sentí reconfortado por un dolor exultante, una delicada fuerza (no encuentro palabras para describir mis sensaciones), y hallé consuelo cuando apoyé la frente, brevemente, en el hombro de Alcaya. Tuve que agacharme para hacerlo, y al agacharme la anciana me abrazó. No exhalaba un olor precisamente dulce, pero tampoco hediondo o carnal. Sentí sus huesos menudos y frágiles como los de una gallina.
– Llevaos Las florecillas -dijo-. Leédselo a Vitalia. Me lo sé de memoria. Ella lo necesita más que yo.
Asentí con la cabeza. Acto seguido Alcaya regresó al cuarto de guardia sin decir otra palabra. Y ella fue quien se encargó del desalojo, indicándonos a cada uno los bultos que debíamos acarrear. Tras pedírmelo amablemente, fui en busca de unos hombres para que transportaran a Vitalia.
Me sentía un tanto desorientado y turbado por unas cuestiones más importantes que la disposición del equipaje. Estaba aún ebrio de amor.
Al entrar en la cocina del carcelero, donde los familiares estaban ahora obligados a congregarse fuera de servicio, encontré a dos hombres dispuestos a apremiar a las mujeres en el camino, aunque sólo fuera para poder recuperar el cuarto de guardia. No necesitábamos más que dos hombres, puesto que Vitalia era ligera e insustancial como la hierba seca; la envolvimos en una manta y la depositamos en otra, que empleamos a modo de litera. Los hombres la transportaron escaleras abajo no sin grandes dificultades, mientras yo les precedía acarreando el brasero y sus amigas nos seguían portando sus ropas, cacharros, libros, mantas y demás. El cortejo fue acogido con numerosos comentarios de asombro por parte del personal y los prisioneros. No es frecuente ver a un inquisidor de la depravación herética acarreando el equipaje de otros: os aseguro que constituye un espectáculo digno de comentario.
En primer lugar nos dirigimos a Saint-Remezy. En el hospital habían preparado un camastro para recibir a la enferma, entre unas escenas tan desgarradoras de dolor, sangre, pus y porquería, gemidos y hedores, que todos, hombres y mujeres, palidecimos. Durante mi anterior visita, no había contemplado la parte del hospital reservada a los moribundos. No había caído en la cuenta de que era un lugar que no ofrecía esperanza.
He visto leproserías más alegres; catacumbas menos atestadas. El aire cargado de humo hedía a carne putrefacta.
– No podemos dejarla aquí -murmuró Johanna, demasiado conmocionada para mostrarse discreta-. No podemos abandonarla aquí, Bernard.
– Es preciso -contesté desesperado-. Mira, su cama está en un hueco, aislada de las otras. Y yo vendré a verla a menudo.
– Querida, Vitalia no sufrirá. -Ante mi sorpresa, fue Alcaya quien pronunció esas palabras. Depositó una de las bolsas en el suelo para rodear con un brazo los hombros de Babilonia-. El mundo no significa ya nada para ella. Sus ojos están fijos en la luz eterna. Está sorda a los sonidos de esta torre de Babel. Lo único que necesita es una mano amiga que sostenga la suya y le administre caldos.
Al mirar a Vitalia comprobé que estaba semiinconsciente, que era en efecto incapaz de preocuparse por su suerte. No obstante, me pareció espantoso que se encontrara con su Creador en un lugar que apestaba a enfermedad y muerte. Por otra parte, ¿cómo podía asegurarle que estaría presente para despedirme de ella cuando emprendiera su último viaje?
Atormentado por esas preguntas, estuve a punto de cambiar de parecer, pero en esos momentos se acercó un hermano que dijo llamarse Leo. Risueño y afable, acarició el rostro de Vitalia y la llamó «hija mía». Le habló como si ella pudiera oírle. Le habló como si la anciana fuera más importante que todos nosotros.
– Bienvenida seas, hija mía -dijo el hermano-. El Señor está contigo. Sus ángeles caminan entre nosotros aquí; yo mismo los he visto por las noches. No temas, pobre alma cansada. Rezaré contigo y hallarás la paz.
Entonces comprendí que Vitalia había arribado a puerto seguro.
Permitidme decir que el hospital de Saint-Remezy poseía en el hermano Leo una joya de incalculable valor. Hablé con él mientras las mujeres se despedían de su amiga (omitiré esta despedida, porque fue indeciblemente dolorosa); el hermano Leo me explicó que le encantaba atender a los moribundos, pues estaban muy cerca de Dios.
– Es un honor -insistió-. Un honor. Cada día me siento bendecido.
Sentirse bendecido entre tanto dolor, tanta desesperación, requería una fe capaz de mover montañas; me avergonzó contemplar su satisfacción y serena alegría, aunque a la vez pienso que era un hombre, ¿cómo expresarlo?, de escasas luces. Un hombre simple, pero piadoso. Que tenía asegurada la salvación. De eso no cabe duda. A veces, me confesó, sentía deseos de salir para ponerse a gritar y despotricar, pero hasta Jesucristo había rogado a Dios que apartara de él el cáliz.
Antes de marcharnos, pedí al hermano Leo su bendición (lo cual le sorprendió sensiblemente), y la recibí con gran humildad de espíritu. Incluso ahora lo recuerdo con frecuencia. Confío en que el Señor sea generoso con él, pues es una perla de gran valor.
Pero debo proseguir con mi relato. Las tres mujeres, con los ojos enrojecidos y sollozando, me acompañaron al palacio del obispo, donde supuse que encontraríamos los cuatro caballos ensillados y esperándonos. Pero me había dejado llevar por mi optimismo. En lugar de conducirnos a los establos, nos condujeron a la sala de audiencias del obispo Anselm, donde nos encontramos no sólo al obispo, sino al senescal, al prior Hugues y a Pierre-Julien. Comprendí en el acto que esa reunión no presagiaba nada bueno. Tenía todo el aire de un tribunal. Incluso había unos soldados apostados a la puerta. Y el notario del obispo estaba presente, sentado y pluma en ristre. El hecho de verlo allí fue lo que me infundió mayor temor,
Tratad de imaginar esa asamblea, pues iba a tener unas consecuencias imprevisibles. El obispo, cubierto de resplandecientes joyas, ocupaba la silla más espaciosa y bonita. Parecía preocupado por cuestiones corporales, eructaba de vez en cuando, se acariciaba el vientre o se cogía el caballete de la nariz con el pulgar y el índice mientras hacía una mueca de dolor. Si no estoy equivocado, sufría los efectos de haber ingerido demasiado vino. En cualquier caso, exhibía un insólito malhumor que apoyaba esta conjetura.
El prior Hugues se sentía claramente incómodo. Aunque mostraba una expresión impávida a la vez que un tanto meliflua, no dejaba de mover las manos, desplazándolas de las rodillas al cinturón y de éste a los brazos de la silla. Pierre-Julien estaba sentado con la cabeza inclinada hacia atrás y el mentón alzado, en una actitud sin duda destinada a darme la impresión de indómita. Sólo Roger Descalquencs estaba de pie, y era el único que se mostraba tranquilo, aunque curiosamente atento.
Frente a semejante colección de joyas, armas, ceños fruncidos y miradas severas, las mujeres encararon la situación con extraordinario coraje. Babilonia, aunque sepultó la cara en el pecho de su madre, no gritó ni sufrió un arrebato. Alcaya contempló a los hombres que estaban frente a ella con sus ojos azules e inocentes, los cuales no mostraban un ápice de temor, sino una intensa y respetuosa curiosidad. Johanna estaba asustada. Lo deduje por la palidez de su rostro y el rictus de sus dulces labios. No obstante, su dignidad la mantenía erguida y firme. Su considerable estatura le permitía mirar con aire de superioridad al obispo Anselm y a Pierre-Julien.
Incluso pudo mirar frente a frente al senescal, fijando los ojos en los suyos.
– Ah, hermano Bernard. -El obispo pronunció mi nombre con tono cansino cuando entré en la sala; hablaba como si le costara un gran esfuerzo recordar quién era yo y el motivo de mi presencia allí. A las mujeres las despachó con una breve mirada, como si no fueran lo bastante importantes para saludarlas-. Por fin podemos proceder. ¿Hermano Pierre-Julien?
Pierre-Julien carraspeó para aclararse la garganta.
– Bernard Peyre de Prouille -dijo con voz aflautada-, se os acusa de ser un creyente de la herejía y un encubridor y ocultador de herejes, sobre la base de infamia pública.
– ¿Qué?
– ¿Juráis sobre los Evangelios decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad con respecto al delito de herejía?
Mudo de asombro, miré los Evangelios que me ofreció Roger Descalquencs, dejando que colocara mi mano fláccida sobre el tomo. El estupor había anulado mis facultades (estúpidamente, quizá, no había previsto este acontecimiento) y pronuncié mi juramento sin una colaboración consciente por mi parte, como si estuviera privado de voluntad. Pero cuando miré a mi alrededor y me detuve en el prior, observé en sus ojos una turbación que me hizo reaccionar.
– ¡Padre! -exclamé-. ¿A qué viene este despropósito?
– ¿Os declaráis culpable o inocente? -Esta vez, la voz de Pierre-Julien era más enérgica y áspera. No estaba dispuesto a dejarse intimidar-. ¿Os declaráis culpable o inocente, hermano Bernard?
Estuve a punto de gritar «¡inocente!» tras haber recuperado la compostura, pero de pronto comprendí que habría caído en una trampa. Pues en el ordo juris de una inquisición, el reo sólo puede ser acusado formalmente si ha confesado o ha sido difamado. Si ha sido difamado, y por unos ciudadanos dignos de confianza, el juez debe ofrecer prueba de la infamia antes de pedirle que se declare culpable o inocente. Y si el reo se declara inocente, es preciso presentar pruebas de su culpabilidad.
No obstante, desde el Líber sextus de Bonifacio VIII, los jueces pueden proceder sin establecer la infamia siempre que el reo no se oponga. Un detalle que yo había estado a punto de olvidar.
Pero recordé mis derechos justo antes de pronunciar el fatídico alegato y, volviéndome hacia Pierre-Julien, inquirí:
– ¿Dónde está la infamia pública? ¿Dónde están los cargos?
– ¿Me preguntáis dónde están los cargos? ¿Cuando comparecéis ante nosotros con esas herejes, cuya huida habíais tramado?
– ¿Huida? -exclamé-. ¡Vos me disteis vuestra autorización!
– Que obtuvisteis a través de mentiras y engaños -terció el senescal. Al alzar la vista vi a un viejo amigo que se había convertido en un extraño: un hombre cuyos ojillos negros me observaban fríamente, implacables como piedras-. Os referisteis a una carta de Jean de Beune. Ayer no llegó ninguna carta de Carcasona. Hace una semana que no ha llegado ninguna carta, tal como ha confirmado Pons. Vuestros planes han fracasado.
En aquel momento se me ocurrió que mi verdadero enemigo era el senescal. Si se descubría lo de Pierre-Julien, él también corría peligro. Y era un hombre fuerte, taimado, un luchador acostumbrado a pelear tanto en el campo de batalla como fuera. Sin duda Pierre-Julien había corrido a pedirle ayuda a la primera oportunidad, sin duda había sido Roger Descalquencs el primero en poner en duda la autenticidad de mi carta falsificada. Y mientras yo perdía el tiempo en el hospital, Roger se había apresurado a comprobar que mi carta no era lo que yo había afirmado que era.
Le miré y, por primera vez, sentí cierto temor.
– Señor -dije, volviéndome hacia el obispo-, esos cargos son el resultado de una conspiración entre el inquisidor y el senescal. Son infundados. El hermano Pierre-Julien me ha confesado, esta misma mañana, que él y el senescal habían destruido unos folios de unos archivos inquisitoriales que implicaban a unos parientes suyos herejes…
Pero el obispo alzó la mano.
– El hermano Pierre-Julien afirma todo lo contrario -dijo-. Él afirma que habéis ido a verlo amenazando con revelar que su ascendencia estaba mancillada a menos que accediera a dejar en libertad a las mujeres aquí presentes. Afirma que le habéis mostrado una carta falsa que contenía unas acusaciones no menos falsas con respecto a su familia. En su desesperación inicial, ha accedido a vuestros deseos. Pero enseguida ha comprendido que al hacerlo comprometía su alma.
– Señor, si consultáis los archivos, comprobaréis que están manipulados… -dije, pero Pierre-Julien me interrumpió, balbuciendo que esos registros ya estaban mutilados cuando fueron rescatados de casa de Raymond.
– ¡El hermano Bernard me ataca con el fin de defenderse! -terminó diciendo el infame-. Pero puedo demostrar que es un creyente, un encubridor y un ocultador…
– ¡Demostradlo entonces! -le espeté-. ¿Dónde están vuestras pruebas? ¿Cuáles son los cargos? ¿Y qué hacéis vos aquí -pregunté señalando al senescal-, y vos, padre Hugues, si ésta es un vista formal del tribunal?
– Están aquí en calidad de observadores imparciales -respondió Pierre-Julien-. En cuanto a las pruebas, están aquí ante nosotros, en forma de mujer. ¡Éstas son las herejes a quienes pretendíais encubrir y defender!
Cuando Pierre-Julien señaló a las tres mujeres, Johanna emitió un gemido ronco y me volví para tranquilizarla con una mirada, distrayéndome durante unos instantes. Por lo que no pude detener a Alcaya cuando avanzó y dijo con su característico aire jovial y espontáneo:
– No, padre. No somos herejes.
Todos los presentes la miraron atónitos.
Ninguno se esperaba tal atrevimiento por parte de una mujer. No daban crédito a su osadía. Fue el obispo quien, al recobrar la compostura, le ordenó irritado que guardara silencio, y Alcaya, como una buena hija de la Iglesia, obedeció.
Por consiguiente, yo mismo tuve que defenderla.
– Estas mujeres no son herejes -insistí-. No se les ha imputado cargo alguno ni han sido difamadas. Por tanto no pueden acusarme de encubrirlas.
– Sí han sido difamadas -replicó Pierre-Julien-. Jean-Pierre las ha acusado de hechiceras y de conspirar contra el Santo Oficio.
– Su testimonio no ha sido confirmado.
– Lo confirmó ayer.
– Le arrancasteis ese testimonio bajo tortura,
– No hay nada de malo en eso, hermano Bernard -observó el senescal.
– ¡Los observadores imparciales no tienen ningún derecho a hacer comentarios sobre un interrogatorio! -protesté encarándome con él-. ¡Si volvéis a abrir la boca, seréis expulsado de esta asamblea! ¡Escuchadme, señor! -De nuevo, me dirigí al obispo-. Anoche, Jordan Sicre, uno de los familiares que presuntamente fue asesinado junto con el padre Augustin, confesó que había dispuesto el asesinato a instancias de Raymond Donatus. No dijo una palabra sobre las mujeres aquí presentes. Ellas no tuvieron nada que ver con la muerte del padre Augustin.
– El testimonio de Jean-Pierre se refería a la muerte de Raymond Donatus, no a la del padre Augustin -terció Pierre-Julien.
– ¡Pero ambas están relacionadas! Señor, Raymond hizo que asesinaran al padre Augustin porque éste había empezado a examinar archivos antiguos. Y Raymond utilizaba esos archivos para sacar dinero a personas con antecedentes heréticos. Es posible que la persona que mató a Raymond estuviera cansada de pagar, temiera que se descubriera que…
– ¿Era hereje? -preguntó el obispo.
– O descendiente de herejes.
– En tal caso esas mujeres siguen estando implicadas -dijo el obispo-. Su motivo no importa.
– Señor…
– ¡Como veis, el hermano Bernard persiste en defenderlas! -exclamó de improviso Pierre-Julien-. ¡Aunque él ha sido acusado de hereje, antepone la seguridad de esas mujeres a la suya!
– Mi seguridad está garantizada -repliqué-. Si se demuestra la inocencia de esas mujeres, la mía también quedará demostrada, ¿pues quién puede creer que yo sea un hereje? ¿Quién? ¿Quién puede difamarme? Padre, sabéis que soy un buen católico. -Apelé al prior, que era un viejo amigo y por tanto conocía los entresijos de mi corazón-. Sabéis muy bien que esto es absurdo.
Pero el prior se rebulló turbado en su silla.
– Yo no sé nada. Hay otras pruebas…
– ¿Cómo? ¿Qué otras pruebas?
– ¡El tratado sobre la pobreza de Pierre Olieu! -exclamó Pierre-Julien-. ¿Negáis que ese libro impío se encuentra en vuestra celda?
En aquellos momentos comprendí que me habían investigado. Habían registrado mi celda; quizás habían hecho preguntas. Y comprendí que debieron de indagar en la cuestión de mi ortodoxia mientras me hallaba en Casseras.
Ya no me sorprendió que Pierre-Julien hubiera estado «demasiado ocupado» para entrevistar a Jordan Sicre. Sin duda había estado ocupado con asuntos de mayor envergadura: manchar mi reputación.
– En vuestra celda hay unos libros que versan sobre la invocación de demonios, hermano Pierre-Julien -dije aparentemente sereno, aunque por dentro temblaba-. Sin embargo, nadie supone que os dediquéis a esas prácticas.
– Las obras de Pierre Olieu han sido condenadas por heréticas.
– Han sido condenadas algunas de sus ideas, no toda su obra. En cualquier caso, ese libro podéis encontrarlo en la biblioteca de los franciscanos.
– Y en manos de muchos beguinos.
– Cierto. Por eso me proponía quemarlo. No estoy de acuerdo con sus tesis.
– ¿No? -inquirió Pierre-Julien con aire escéptico-.¿Entonces qué hacía, ese libro en vuestra celda, hermano? ¿Os lo regaló alguien?
– Lo confisqué.
– ¿A quién?
Sabiendo que la verdad condenaría aún más a Alcaya, mentí.
– A un alma extraviada -contesté.
– ¿Un hereje? ¿Un hereje al que dejasteis que se escapara, no hace mucho, cuando permitisteis que abandonara el priorato sin ser acusado?
Intrigado, me volví hacia el prior Hugues, el cual se miraba fijamente las manos.
– ¿Un hereje? -pregunté- ¿A qué hereje os referís?
– El hermano Thomas asegura que os habló sobre un hereje que mendigaba a las puertas del priorato. -Pierre-Julien se inclinó hacia delante-. Pero según Pons, no hicisteis que le arrestaran, acusaran y encarcelaran. Dejasteis que escapara.
– Porque no era un hereje. -Sin duda habréis identificado al «hereje» de esta descripción; yo estaba empeñado en proteger su anonimato al tiempo que trataba de protegerme a mí mismo-. Era un familiar, disfrazado de hereje.
– ¿Un familiar? -preguntó Pierre-Julien despectivamente-. ¿Y quién es ese familiar? ¿Dónde podemos hallarlo?
– No podéis hallarlo. Ni yo mismo puedo hallarlo. Es un espía y su vida correría grave peligro si se supiera que había tenido tratos frecuentes con un inquisidor de la depravación herética. -Consciente de lo endeble que parecía esa explicación, traté de hacerla más convincente-. Él fue quien me informó del paradero de Jordan Sicre. Había estado espiando para mí en Cataluña y conocía a Sicre por haber estado juntos en la cárcel.
Se arriesgó mucho viniendo aquí. Luego se marchó y… sinceramente, sólo sé que dentro de dieciocho meses estará en Alet-les-Bains;
Se produjo un breve silencio mientras los presentes asimilaban esa información. El prior Hugues parecía perplejo; el obispo, confundido; el senescal, manifiestamente indiferente.
– Dieciocho meses -murmuró sin dirigirse a nadie en particular-. Qué oportuno…
– Muy oportuno -convino Pierre-Julien-. ¿Podéis darnos el nombre de ese misterioso cómplice?
– No os servirá de nada. Adopta muchos nombres.
– En ese caso, dádnoslos todos.
Dudé unos instantes. Desde luego, no deseaba implicar a mi valioso familiar. Pero como sabía que si me negaba lo considerarían prueba de mi contumacia, no tuve más remedio que facilitarles los nombres. A fin de cuentas, lo hice para defender a un hombre; era preferible que fuera públicamente identificado como un siervo del Santo Oficio que condenado como hereje.
Asimismo proporcioné a Pierre-Julien una effictio del familiar, pidiéndole que obrara con prudencia si se proponía interrogar al huidizo «S» en calidad de testigo.
– Si os habéis propuesto detener a ese hombre, no reveléis a nadie el motivo -dije-. Arrestadlo por ser un perfecto, no un espía.
– ¿Es un perfecto?
– Finge ser un perfecto.
– ¿Y él os dio el tratado sobre la pobreza?
– Por supuesto que no. ¿Por qué iba un perfecto cátaro a tener en su poder un libro de Pierre Jean Olieu?
– ¡Aja! ¡Así que reconocéis que es un perfecto!
– ¡Uf!-exclamé irritado-. Padre Hugues, este despropósito ha durado demasiado. Sabéis que los cargos son infundados. ¿Aceptáis comparecer como mi compurgador? No seréis el único.
El prior me miró con expresión sombría y guardó silencio durante unos momentos. Luego arrugó el ceño, suspiró y respondió indirectamente:
– Bernard, sé de dónde procede ese tratado. Vos mismo me lo dijisteis, ¿no os acordáis? Y sé adonde os han conducido vuestras pasiones. -Cuando le miré horrorizado, el prior añadió-: Quizás os han llevado más lejos de lo que supuse. Os lo advertí, Bernard. Lo hemos comentado en muchas ocasiones.
– ¿Habéis…?
– No. No he roto el sello de la confesión. Tan sólo he expresado mis dudas.
– ¿Vuestras dudas? -repliqué furioso. No, ese término no describe con acierto mi cólera. Estaba fuera de mí. Indignado. Le habría asesinado con mis propias manos-. ¡Cómo os atrevéis! ¿Cómo os atrevéis a juzgarme vos, un insensato, bulboso y pusilánime analfabeto?
– Hermano…
– ¡Y yo voté a favor de que os aceptaran en el priorato! ¡Para que me traicionarais con esa cabeza de mosquito que tenéis! ¡Responderéis por esto, Hugues, ante Dios y el superior general!
– ¡Siempre habéis sido rebelde! -gritó el prior-. En el asunto de Durand de Saint Pourcain y su obra…
– ¿Estáis loco? ¡Durand de Saint Pourcain! ¡Una discrepancia sobre definiciones!
– ¡Podéis ser heterodoxo! ¡No lo neguéis!
– ¡Lo niego rotundamente!
– ¿Eso es lo que alegáis? -intervino de pronto Pierre-Julien-. ¿Hacemos constar que os declaráis inocente, padre Bernard?
Durante unos momentos le miré confundido. Entonces vi al notario aguardando y espeté:
– ¡Inocente! ¡Sí, soy inocente! ¡Otros comparecerán como mis compurgadores! ¡Inquisidores! ¡Priores! ¡Canónigos! ¡No ando escaso de amigos y en caso necesario apelaré al papa! ¡Todo el mundo se enterará de esta abyecta conjura!
Pero por más que proferí esas amenazas, sabía que eran vanas. Me llevaría tiempo reunir a un nutrido número de personas dispuestas a apoyarme, y apenas disponía de tiempo. Mientras escribía y mandaba las cartas, mi amada correría un grave peligro; Pierre-Julien emplearía el potro sin contemplaciones, de eso estaba seguro. Por tanto, mientras profetizaba la condenación eterna para mis enemigos, simultáneamente apliqué mi facultad de razonar a las posibilidades de huir.
Analicé las armas que me quedaban, y me pregunté cómo podía emplearlas.
– ¿Cómo os llamáis, mujer? -preguntó Pierre-Julien.
Oí a Alcaya responder que se llamaba Alcaya de Rasiers.
– Alcaya de Rasiers, se os acusa del delito de herejía contumaz. ¿Juráis sobre los sagrados Evangelios decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad en relación con el delito de herejía?
– Alcaya -interrumpí-, debes solicitar tiempo para reflexionar. Debes solicitar pruebas de infamia.
– ¡Silencio! -El senescal me propinó un empujón con un movimiento brusco y agresivo-. El padre Pierre-Julien ha terminado con vos.
– ¿Pruebas de infamia? -preguntó Alcaya, claramente perpleja, Pero no pude aclararle ese concepto, porque Pierre-Julien le colocó los Evangelios debajo de las narices y le ordenó que jurara.
– ¡Jurad! -dijo-. ¿O es que sois hereje y teméis jurar?
– No, estoy dispuesta a jurar, aunque jamás mentiría.
– Entonces jurad,
Alcaya obedeció, mirando sonriente el texto sagrado, y tuve miedo. Pues sabía que, de todas las mujeres, Alcaya era la que se había desviado más del camino de la ortodoxia durante su vida, Y sabía que no trataría de ocultar este hecho a sus torturadores.
– Alcaya de Rasiers -prosiguió Pierre-Julien-, ¿habéis oído alguna vez a alguien difundir la creencia y afirmar que Cristo y sus apóstoles no poseían nada, ni personalmente ni en común?
– Alcaya -dije presuroso, antes de que la anciana pudiera responder y se condenara con su propia lengua-, debes pedir tiempo para reflexionar. Debes exigir pruebas de infamia.
– ¡Silencio! -Esta vez el senescal me golpeó en la cabeza con una mano y yo me volví hacia él y le golpeé en el brazo.
– Si volvéis a ponerme una mano encima -le advertí-, pagaréis por ello.
Roger me miró con ojos centelleantes.
– ¿De veras? -preguntó esbozando una sonrisa siniestra.
Pierre-Julien solicitó entonces que me desalojaran de la sala, y Roger se mostró encantado de hacerlo personalmente. Como es natural, quería averiguar mi destino; como es natural, apelé al prior para que me ayudara. Pero el senescal me lo impidió por la fuerza, asiéndome de los brazos con el fin de expulsarme de la estancia.
¿Qué habríais hecho vos? ¿Condenarme por pisar el pie del senescal o, cuando relajó la fuerza con que me asía, asestarle un codazo en las costillas? Tened presente que yo había sido traicionado de un modo cruel por ese hombre, al que durante mucho tiempo había considerado mi amigo. Tened presente que ambos estábamos enzarzados en un combate a muerte, que como es natural se manifestaba en actos de violencia física.
El caso es que le ataqué, y él me atacó a mí. Por supuesto, yo no confiaba en salir vencedor. Aunque era más alto que el senescal, era más débil y no había sido instruido en las artes de la lucha. Por lo demás, no tenía a unos sargentos que me respaldaran. Cuando Roger se alejó trastabillando y acariciándose el pecho, dos soldados apostados en la puerta avanzaron al unísono y me cubrieron de golpes. Protegiéndome la cabeza con los brazos, caí de rodillas, vagamente consciente de las protestas horrorizadas de Johanna, antes de desplomarme de bruces debido a una patada que me asestaron entre los hombros.
Recuerdo que permanecí tendido boca abajo, temiendo el siguiente golpe, pero al cabo de unos instantes comprendí que no iba a producirse. Poco a poco, el zumbido en mis oídos cesó y empecé a oír otros sonidos: gritos, alaridos, súplicas de auxilio. A través de mis lágrimas de dolor presencié un altercado. Vi al senescal tratando de librarse de Babilonia, que le arañaba y mordía como un animal salvaje, mientras los sargentos corrían en su ayuda. Uno de ellos golpeó con el palo de su pica a Babilonia en la espalda y la joven cayó al suelo. Acto seguido Alcaya se interpuso entre la joven y el arma, Johanna se arrojó sobre el soldado y Pierre-Julien se ocultó debajo de una silla.
No recuerdo con claridad lo que ocurrió a continuación, pues creo que el golpe que recibí en esos momentos en la sien me hizo perder la memoria. Lo único que sé es que, aunque me dolía todo el cuerpo, traté de apartar a Johanna de la refriega.
Luego vi las estrellas y durante unos momentos nada más.
Según me dijeron, me derribó el mismo palo empleado contra Babilonia. También me dijeron que Johanna, creyendo durante unos instantes que yo estaba muerto, prorrumpió en unos lamentos tan desgarradores que todos los presentes se detuvieron de golpe, sin saber qué hacer. Los sargentos depusieron sus armas. El senescal me buscó nervioso el pulso, y Alcaya se puso a rezar. Al poco rato recobré el conocimiento, aunque me sentía aturdido, y la asamblea decidió, de mutuo acuerdo y en silencio, dispersarse hasta nueva orden.
Así fue como me encontré en el cuarto de guardia de la prisión, sin tener la más remota idea de lo que había ocurrido.