Para interceder por ellos

¿Comprendéis mi razonamiento en esto? Quizá vuestra mente no esté habituada a desenredar los hilos de la culpa y la inocencia, puesto que sin duda está acostumbrada a tratar de desentrañar unos misterios más sublimes, como el significado de la encarnación. Quizá preferís no mancillar vuestro intelecto con unos detalles tan viles y atroces, ofensivos para todo hombre virtuoso e inaceptables para el Señor.

En tal caso, permitid que os exponga ciertas tesis. En primer lugar, me parecía más que posible que Raymond Donatus estuviera implicado en el asesinato del padre Augustin, de lo contrario, ¿por qué querría matar a Jordan Sicre? Uno no envenena a un hombre para impedir que revele la perversa afición de uno por las rameras. En cualquier caso, no me parecía una explicación convincente, mientras que la mía era razonable. Por otra parte, no podía responder a la pregunta de por qué Raymond habría querido asesinar al padre Augustin. Fui incapaz de aplicar mis dotes de deducción a este problema cuando se me planteó por primera vez, dado que estaba enzarzado en una disputa con Pierre-Julien sobre mi segunda tesis, esto es, que él era el culpable del asesinato de Raymond Donatus.

Sin duda esta tesis os parecerá absurda. Pero pensad en los archivos mutilados, los cuales habían obrado en poder de Raymond. De haber contenido los archivos unos testimonios perjudiciales para Pierre-Julien (como yo sospechaba), éste habría procurado impedir que alguien los leyera, o informara a otros de lo que había leído. Y el curioso método empleado para desembarazarse de los restos del notario indicaba un acto de hechicería. Dejarlos en una encrucijada, en lugar de arrojarlos al río, era un acto destinado a imitar las fórmulas de las invocaciones demoníacas.

Preguntaos: ¿qué otra persona, en toda la ciudad, estaba instruida en unas prácticas tan oscuras e idólatras? ¿Quién sino él habría tratado de implicar a unas personas, concretamente unos nigromantes, de quienes sospechaba tan sólo un hombre? Deduje que si Pierre-Julien hubiera querido que acusaran a un hereje del asesinato de Raymond, no se habría desembarazado del cadáver de una forma tan complicada y fiel a su concepto del rito satánico.

Ésas fueron mis deducciones, en parte fruto de la razón y en parte de la emoción. No dudéis que deseaba que mi superior fuera culpable. Deseaba quitármelo de encima. Lo cual indica que obré movido por mis prejuicios y medio cegados por ellos. No me paré a pensar si existía alguna relación entre el asesinato del padre Augustin instigado por Raymond y el posterior asesinato de éste. No me detuve a reflexionar sobre la desaparición del primer archivo, ocurrido mucho antes de la llegada de Pierre-Julien a Lazet. Estaba ansioso por demostrar la culpabilidad de mi superior.

Le acusé y fui vilipendiado por ello.

– ¡Estáis endemoniado! -me espetó Pierre-Julien-. ¡Estáis poseído! ¡Estáis loco!

– ¡Y vos descendéis de herejes!

– ¡Esas mujeres os han hechizado! ¡Han contagiado vuestra mente! ¡Me difamáis para protegerlas!

– No, Fauré. Vos las difamáis a ellas para protegeros. ¿Negáis que extrajisteis unos folios de esos archivos?

– ¡Fuera! ¡Fuera de aquí! ¡Retiraos!

– ¡Me voy, sí! ¡Me voy a ver al senescal, que os arrestará!

– ¡Será a vos a quien arrestará! ¡Vuestro desprecio por la sagrada institución que yo represento es pura contumacia!

– No representáis nada -repliqué de un modo despectivo, avanzando hacia la puerta-. Sois un embustero, un asesino y un necio. Sois una masa temblorosa de fétidos excrementos. Seréis arrojado al lago de fuego y yo asistiré a ello cantando, ataviado de blanco. -Me volví hacia Durand (que contemplaba el altercado con una mezcla de asombro y alborozo), le saludé y me retiré. Luego me dirigí al Castillo Condal. Sin duda fui motivo de un profundo estupor entre los ciudadanos de Lazet, pues eché a correr alzando las faldas del hábito hasta las rodillas, de forma que todos los que me vieron pasar me contemplaron como si fuera una visión prodigiosa. Es ciertamente raro ver a un monje andar a la carrera (salvo si se trata de un bribón), y ver a un inquisidor de la depravación herética correr como una liebre perseguida por una jauría constituye un espectáculo que no suele darse ni en mil años.

Sea como fuere, corrí. Podéis imaginar el aspecto que ofrecía cuando llegué a mi destino. Apenas pude balbucir un saludo cuando me detuve, doblando el espinazo, jadeando y con las manos apoyadas en mis pobres rodillas monacales (poco habituadas a un ejercicio agotador tras tantos años de oración y ayuno), con el pecho en llamas y los ensordecedores latidos del corazón retumbándome en los oídos. ¡Tened presente que no soy un jovencito! Al verme en ese estado, el senescal me miró tan preocupado como si contemplara un eclipse solar, o un ternero con tres cabezas, pues sin duda constituía un espectáculo que presagiaba toda suerte de problemas.

– ¡Dios santo! -blasfemó, antes de santiguarse aprisa-. ¿Qué ocurre, padre? ¿Os sentís mal?

Negué con la cabeza, mudo, tratando de recuperar el resuello. El senescal se levantó, al igual que el tesorero real, con quien había estado conversando en privado. Pero un inquisidor de la depravación herética siempre tiene precedencia sobre un funcionario menor, así que cuando le indiqué que se retirara (con un ademán), el tesorero real obedeció, y me dejó a solas con el senescal.

– Sentaos -me ordenó Roger-. Bebed un poco de vino. Habéis estado corriendo.

Asentí con la cabeza.

– ¿De quién huíais?

Negué con la cabeza.

– Respirad hondo. Otra vez. Bebed esto y hablad cuando hayáis recuperado el resuello.

Roger me dio un poco de vino que tenía en la mesilla junto a su lecho, pues nos hallábamos en la célebre alcoba en la que había dormido el mismo rey Felipe. Como de costumbre, no pude por menos de admirar las cortinas de damasco del lecho, adornado como un altar en oro y plata. Roger lo había cubierto con todos los lujosos ornamentos que se negaba a su persona.

– Y bien -dijo cuando me hube recuperado-. ¿Qué ocurre? ¿Ha muerto alguien?

– Visteis el cadáver de Raymond -respondí con brusquedad, pues respiraba entrecortadamente-. Visteis que lo habían salado.

– Sí.

– ¿Recordáis los barriles de salmuera que trajisteis de Casseras? Están en nuestros establos, donde vos los dejasteis, señor.

Roger achicó los ojos.

– ¿Y los han utilizado hace poco?

– No lo sé. Eso parece. Señor, parece lógico. Raymond fue el último de nosotros que abandonó el edificio esa noche. ¿Por qué no pagar al centinela de turno para que lo matara y depositar el cadáver en los establos, donde podía permanecer un tiempo sin que nadie se percatara?

Se produjo un largo silencio. El senescal me miró fijamente, con sus rollizos brazos cruzados. Por fin emitió un gruñido.

Yo lo interpreté como una señal de que podía proseguir.

– Señor, ¿vino ayer Pierre-Julien a pediros los archivos inquisitoriales que os habías llevado de casa de Raymond? -pregunté.

– Sí.

– ¿Unos archivos que aún no habíais consultado?

– He estado muy atareado, padre.

– Por supuesto. Pero cuando yo vine a examinarlos, comprobé que habían sido mutilados. Habían extraído unos folios. Sin embargo, el padre Pierre-Julien no me dijo una palabra de esto cuando me comunicó que habían sido hallados. ¿No indica esto que pudo haberlos manipulado él mismo en lugar de Raymond? Fue Pierre-Julien quien acusó a Raymond, señor. Dijo que Raymond trataba de ocultar unos antecedentes heréticos.

– Disculpadme, padre… -El senescal se pasó las manos por el pelo-. He perdido el hilo. ¿Por qué creéis que Raymond era inocente? ¿Por qué os cuesta creer en su culpabilidad?

– Porque el padre Pierre-Julien ni siquiera mencionó los folios que faltan cuando me dijo que habían hallado los archivos.

– Sí, pero…

– Debió decírmelo de inmediato, señor. Manipular un archivo inquisitorial es muy grave. ¡Es un delito casi tan grave como asesinar al padre Augustin!

– Humm. -El senescal se secó la cara, cambió de postura y se comportó como si se sintiera incómodo al escuchar mi tesis-. Bien… -dijo-, ¿y qué más? ¿Pretendéis decir que el padre Pierre-Julien ha tratado de ocultar a un abuelo hereje?

– O algo parecido. Fue Raymond quien halló el archivo que implicaba al padre Pierre-Julien, de modo que…

– ¿Pierre-Julien lo mató? ¡Vamos, padre! ¿Os parece probable?

– Raymond fue asesinado en los establos del Santo Oficio. ¡Estoy seguro de ello! Si registráis los barriles de salmuera, quizás halléis unas pruebas, unos fragmentos de su ropa… Recordad, señor, que encontraron al padre Augustin y a sus escoltas desnudos.

– Ese centinela que habéis mencionado, padre, ¿ha confesado?

– No, pero…

– ¿De modo que no ha explicado por qué, en lugar de dejar el cadáver en salmuera hasta la noche siguiente, no lo transportó directamente a la gruta después de que Raymond fuera asesinado?

Me detuve. Reconozco que no se me había ocurrido esa pregunta. Cruzando de nuevo los brazos, el senescal me observó… y aguardó.

– Quizá lo hizo para ocultar la sangre -respondí por fin con tono vacilante-. Quizá… quizá no tuvo tiempo de trasladarlo antes de ser relevado por el turno de mañana. Tened presente que tuvo que limpiar toda la sangre.

– Dejad que os haga otra pregunta, padre -dijo el senescal, y se inclinó hacia delante-. ¿Habéis hablado con Pierre-Julien al respecto?

– Sí.

– ¿Y qué ha dicho?

– ¿Qué esperabais que dijera? -repliqué con brusquedad-. ¡Lo niega todo, por supuesto!

– ¿No ha dicho que, suponiendo que vuestro centinela hubiera matado a Raymond Donatus, pudo haber recibido dinero de las mismas personas que mandaron asesinar al padre Augustin?

– ¡Señor, fue Raymond quien mandó que asesinaran al padre Augustin!

Hasta ese momento el senescal había conservado la calma, aunque se mostraba un tanto perplejo y cautelosamente escéptico. Pero de pronto su rostro se contrajo en una expresión de profundo estupor.

– ¿Qué? -exclamó, tras lo cual emitió una sonora carcajada.

– ¡Escuchadme, señor! ¡Tiene lógica! ¡El centinela dice que Raymond le ofreció dinero para que envenenara a Jordan Sicre cuando regresara a Lazet!

– ¿ Y vos le creéis?

– ¿A quién? -pregunté frunciendo el ceño.

– ¡A ese centinela, hombre!

– Sí -respondí, y me esforcé por contener mi irritación-. Sí, le creo.

– ¿Aunque se niega a confesar que mató a Raymond Donatus?

– Sí…

– ¿De modo que le creéis cuando acusa a Raymond, pero no cuando se niega a confesar que él asesinó a Raymond?

Abrí la boca para responder, pero volví a cerrarla. Al observar mi desconcierto, el senescal, que había alzado la voz como para silenciarme, moderó en el acto el tono. Incluso apoyó una mano con afecto en mi muñeca, y la apretó con fuerza.

– Os aconsejo que os retiréis y penséis con calma en este asunto -dijo sonriendo-. Por más que el padre Pierre-Julien sea un tábano, no debéis permitir que sus picaduras os enfurezcan. No dormís lo suficiente. Deberíais abandonar el Santo Oficio.

– El ya me ha echado del Santo Oficio.

– Mejor. Ese lugar es perjudicial para vuestra salud, padre, lo dice mi esposa. Os vio el otro día en la calle y me dijo que estabais muy desmejorado. Demasiado delgado, según dijo. Con el rostro ceniciento y lleno de arrugas.

– Escuchadme -dije, y le agarré del brazo del mismo modo que él había agarrado el mío-. Debemos interrogar al centinela. Debemos ir al Santo Oficio y averiguar la verdad. El padre Pierre-Julien no me permitirá entrar sin vos, y es preciso que averigüemos lo que ocurrió esa noche antes de que el padre Pierre-Julien logre arrancarle una falsa confesión a ese hombre…

– Pero ¿no decíais que deseabais obtener de él una confesión?

– ¡Pero una confesión sincera! -Mi temor por Johanna había aumentado hasta el extremo de que afectaba a mi juicio. Me resultaba difícil reprimir mi vehemencia. Tras soltarle el brazo, me levanté de un salto y empecé a pasearme arriba y abajo como un poseso-. El centinela me habló de una mujer, culpó a una mujer. Pierre-Julien tratará de implicar a las mujeres de Casseras con esta dudosa tesis. Estos disparates…

– Estaos quieto, padre. Calmaos. Os acompañaré.

– ¿Ahora? -Observaréis que ni siquiera le di las gracias. ¡Qué equivocados están quienes afirman que el amor profano ennoblece!-. ¿Me acompañaréis ahora?

– En cuanto haya terminado aquí.

– ¡Debemos apresurarnos!

– No. -El senescal me tomó de nuevo del brazo y me condujo hacia la puerta-. Id a la capilla, rezad y calmaos. Me reuniré con vos cuando haya terminado de despachar con el tesorero.

– Pero…

– Tened paciencia.

– Señor…

– Conviene proceder con calma, padre.

Así fue como el senescal me ordenó que me retirara: con amabilidad pero con firmeza. Una vez que había tomado una decisión, era inamovible. Como yo lo sabía, me dirigí deprimido hacia la capilla, que estaba desierta (gracias a Dios) salvo por la presencia del Espíritu Santo. Es una estancia pequeña pero muy hermosa, que ostenta una vidriera sobre el altar, la cual ha sido siempre uno de mis lugares preferidos, con sus paredes y techos exquisitamente pintados, su seda, su oro y sus relucientes baldosas. En ella me siento a gusto (que Dios me perdone) porque se asemeja al joyero de una dama, o un gigantesco relicario esmaltado, y hace que me sienta precioso. ¡Bonito sentimiento para un monje dominico! Pero nunca he pretendido ser un distinguido ejemplo de virtud monástica.

Hallé escaso consuelo en la contemplación de la agonía de Cristo mientras permanecía sentado mirando el crucifijo alemán que colgaba en la pared. Estaba realizado de forma tan magistral que uno casi apreciaba cada gota de sudor en el cuerpo contraído y el angustiado semblante. «Fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados.» El hecho de contemplar la preciosa sangre, el sagrado dolor, me trastornó mucho, pues vi en ello un presagio del tormento que probablemente sufriría Johanna si caía en manos de Pierre-Julien. Pensé en el murus strictus e imaginé con una mentalidad de nuevo cuño las cadenas, las celdas y la porquería, con una terrible y diáfana claridad que me hirió como una espada. Esas cosas que antes había aceptado, cuando las padecían herejes reincidentes y contumaces, se me antojaban insoportables cuando corría el riesgo de padecerlas Johanna.

En cuanto al calabozo inferior… Pero fui incapaz de pensar en esa posibilidad. Mi mente retrocedió espantada; gemí en voz alta y me golpeé las rodillas con los puños repetidas veces.

– Dios de las venganzas, Yavé -rogué-, Dios de las venganzas, muéstrate. Álzate, juez de la tierra, da a los soberbios su merecido. ¿Hasta cuándo los impíos, oh Yavé, hasta cuándo los impíos triunfarán?

Así, recité varios salmos, hasta que por fin empecé a sentir la paz de aquel apacible y maravilloso lugar. Poco a poco me calmé. Pensé que, aunque Jean-Pierre podía ser interrogado por hereje (habiendo asesinado supuestamente a un empleado del Santo Oficio), la tortura requería el consentimiento y la presencia del obispo del acusado, o el representante del obispo. Requería la asistencia de unos familiares especiales. No podía haber tortura sin muchos preparativos. Y no habría confesión sin tortura.

¡Qué necio fui! Como de costumbre, subestimé a Pierre-Julien. Me consolé engañándome a mí mismo, pues cuando el senescal concluyó por fin sus quehaceres y me acompañó a la sede del Santo Oficio, al llegar vimos a Durand junto a la puerta de la prisión, vomitando en el suelo.

No tuve que preguntarle el motivo.

– ¡No! ¡Dios, no!-blasfemé.

– Padre, no lo soporto -dijo Durand sollozando. Tenía el rostro humedecido por las lágrimas y parecía muy joven-. ¡No lo soporto, no lo soporto!

– ¡Pierre-Julien no puede hacer eso! ¡Está prohibido! -Llevado por mi rabia y mi angustia, agarré con crueldad al pobre muchacho del brazo y le zarandeé (en lugar de tranquilizarlo)-. ¿Dónde está el obispo? ¡Deberíais conocer las reglas! ¡Debisteis avisarme!

– Padre, padre -protestó el senescal, y me obligó a soltar al notario-. ¡Conteneos!

– ¡No es el momento de contenerse! -Estaba dispuesto a abrirme paso a la fuerza entre los guardias de no haber aparecido en aquel momento Pierre-Julien, inopinadamente, sosteniendo unos pergaminos. Era evidente que iba en busca de Durand y su búsqueda le había conducido hasta la calle. El altercado que se produjo a continuación tuvo lugar ante la mirada de los dos guardias de la prisión, además de un herrador que pasaba en esos momentos por allí y de la mujer que vivía en la casa situada frente a la prisión.

– ¡Habéis violado la ley! -grité con tal vehemencia que Pierre-Julien, sorprendido de encontrarme en el umbral de la prisión, dejó caer la mitad del documento que sostenía-. ¡Jean-Pierre no ha sido difamado! ¡No podéis interrogar a un hombre que no ha sido oficialmente difamado como si fuera un acusado!

– Sí puedo si ya ha confesado a un juez delegado -replicó Pierre-Julien, agachándose para recoger los folios diseminados por el suelo-. Si consultáis Postquam, el estatuto del papa Bonifacio, comprobaréis que yo puedo ejercer como tal.

– ¿Y dónde está el obispo? ¿Dónde está su representante? ¡No podéis emplear la fuerza sin la presencia de uno de ellos!

– He recibido un encargo del obispo Anselm, por escrito, en el que me pide que proceda en su nombre dondequiera y en cualquier momento que su presencia sea requerida -respondió Pierre-Julien. Para mi sorpresa, mantenía un talante digno pese a mis violentos ataques-. Todo está en orden, es decir, lo estaría si Durand no se sintiera indispuesto.

– ¿Debo entender que estáis interrogando a ese centinela, a ese Jean-Pierre? -le preguntó el senescal.

– Así es.

– ¿Bajo tortura?

– No.

– Ya no -terció Durand débilmente-. Le han quemado los pies, pero le han arrojado agua cuando ha prometido confesar.

– El prisionero ha confesado sus pecados -le interrumpió Pierre-Julien, silenciando al notario al mirarle con el ceño fruncido-. Su testimonio ha sido consignado en acta y firmada por testigos. Lo único que falta es la confirmación, que obtendremos tan pronto como Durand se recupere lo suficiente para leer el acta.

– ¡Pero debéis aguardar un día! -protesté-. ¡Es lo reglamentario! ¡Un día completo antes de confirmar una confesión!

Mi superior despachó mi protesta con un ademán.

– Un mero formalismo -dijo.

– ¿Un mero formalismo? ¿Un mero formalismo?

– Controlaos, padre -me ordenó el senescal con tono severo y áspero, antes de dirigirse a Pierre-Julien- ¿Qué es lo que ha confesado exactamente ese centinela? -preguntó-. ¿Haber matado a Raymond Donatus?

– Por motivos diabólicos. -Pierre-Julien consultó el documentó que sostenía-. Para invocar a cierto demonio de los estratos inferiores del infierno, sacrificando a un siervo del Santo Oficio.

– ¿Eso dijo?

– Sí, señor, aunque no con esas palabras. Por supuesto, fue asistido e instruido por otros idólatras, más expertos y abominables. Me refiero a las mujeres de Casseras…

– ¡No!

– … una de las cuales condujo a Raymond al sacrificio, esa noche…

– ¡Mentira! -No soy capaz de describiros mis sentimientos de indignación e incredulidad-. ¡Esas mujeres no son unas hechiceras! ¡No son unas brujas! ¡Vos habéis puesto sus nombres en boca de ese desgraciado!

– Esas mujeres son unas hechiceras -replicó Pierre-Julien-, porque tengo aquí un testimonio que lo confirma. Es difícil averiguar si fueron ellas quienes mataron al padre Agustín, pero me consta que mancillaron sus restos.

– ¡Qué disparate! -En aquel momento estuve a punto de revelar la ascendencia de Babilonia, pero había prometido no decírselo a nadie, y no podía romper mi promesa salvo con permiso de Johanna-. ¡Sentían una profunda estima por el padre Augustin!

– Por si fuera poco -prosiguió Pierre-Julien implacable-, una de ellas sedujo a Jean-Pierre y, prometiéndole grandes recompensas, le indujo a. franquearle la entrada al Santo Oficio, con el fin de que éste asesinara a Raymond Donatus mientras la mujer y el notario fornicaban.

– ¡Falso! -protesté, arrebatando el documento de manos de Pierre-Julien. Éste trató de recuperarlo y durante unos instantes forcejeamos, hasta que Roger Descalquencs nos separó. Aunque más bajo que yo, el senescal era de complexión musculosa y utilizaba su fuerza con la economía que sólo se aprende a través de años de experiencia en combate.

– ¡Basta! -exclamó, entre enojado y divertido-. No permito peleas en la calle.

– ¡Esto es falso! ¡Es un testimonio obtenido bajo coacción! -protesté.

– Lo dice porque él mismo está endemoniado, señor, esas mujeres le han infectado con su veneno…

– ¡He dicho que basta! -Tras zarandearnos, el senescal nos soltó, ambos tropezamos y Pierre-Julien cayó al suelo-. No podemos dirimir esta cuestión en la calle. Esperaremos un día para comprobar si Jean-Pierre se retracta de su confesión. Entretanto, debemos ir a arrestar a esas mujeres.

– ¡No, señor!

– Iréis vos, hermano Bernard, junto con unos sargentos de mi guarnición. Las traeréis aquí y ambos las interrogaréis, y si descubrimos alguna prueba de hechicería, asesinato u otro crimen, ambos aceptaréis la conclusión.

– Señor, cuando llegue Jordan Sicre, demostrará la falsedad de este hombre vil y sanguinario.

– Es posible. Pero hasta que llegue Jordan Sicre, padre Bernard, os aconsejo que obréis con prudencia y sentido común y dejéis de perder los estribos. ¿Os parece aceptable?

¿Qué podía yo hacer sino aceptar? No podía esperar otra decisión más favorable para Johanna, quien se hallaba bajo sospecha. Si estaba bajo mi custodia, cuando menos conseguiría que la trataran bien.

De modo que asentí con la cabeza.

– Bien. -El senescal se volvió hacia Pierre-Julien, que se había incorporado y sacudía el polvo de su capa-. ¿Os parece también aceptable, padre?

– Sí.

– Entonces iré a disponer vuestra escolta, padre Bernard. Id a comunicar a vuestro prior que esta noche os ausentaréis. ¿Cuántas mujeres hay en Casseras?

– Cuatro -respondí-. Pero una es muy vieja y está muy enferma.

– En ese caso puede cabalgar con vos. Os prestaré de nuevo a Estrella. O quizá… Bien, ya lo decidiré más tarde. Venid conmigo, padre.

El senescal se había dirigido a mí. Sospechando que no deseaba dejarme con Pierre-Julien (no fuera que acabáramos despedazándonos), asentí de nuevo y avancé un paso hacia él. Pero Durand me detuvo agarrándome de la falda del hábito.

– Padre… -murmuró con tono quedo y desesperado. Al mirarle a los ojos, ojerosos y enrojecidos, observé en ellos un horror tan intenso, que me sorprendió. Durand nunca me había parecido un alma delicada.

– Valor -respondí en voz baja-. No tardaremos en resolver este asunto.

– Padre, no puedo…

La emoción que denotaba su voz me conmovió, aunque en esos momentos estaba obsesionado con Johanna. Tras darle una palmadita en la mejilla con gesto paternal, fingí besarle en la otra mejilla, pero en lugar de ello acerqué los labios a la oreja.

– Continuad vomitando -musité-. No os reprimáis. Si es necesario, vomitad sobre sus zapatos. Al final os ordenará que os retiréis.

Durand sonrió. Más tarde, cuando me preparaba para partir, en un estado de indecible agitación, el recuerdo de esa sonrisa me consoló. Fue una sonrisa de esperanza, complicidad y rebeldía. Me dio fuerzas, pues sabía que en Durand tenía a un amigo. No un amigo influyente, pero que me ayudaría al margen de la decisión que yo tomara.

«Más valen dos que uno solo, porque logran mejor fruto de su trabajo. Si uno cae, el otro le levanta; pero ¡ay del solo, que si cae no tiene quien le levante!»


Yo confiaba en que Johanna y sus amigas hubieran abandonado Casseras. Confiaba en que las brumosas mañanas y los días lluviosos que presagiaban el invierno, les hubieran obligado a partir en busca de un lugar más cálido, seco y seguro. Pero no había tenido en cuenta la quebrantada salud de Vitalia. Al parecer, las mujeres esperaban que ésta mejorara (como uno espera que se dispersen las nubes) para aprovechar dicha circunstancia y trasladarla a otro lugar, sin causarle grandes trastornos.

– ¿Está muy enferma? -pregunté al padre Paul, sin desmontar. El cura había salido de su vivienda para saludarme, al igual que prácticamente todos los habitantes de Casseras; muchos de ellos me habían llamado por mi nombre con tono complacido, y los niños me habían ofrecido unas sonrisas cálidas y afectuosas.

Por desgracia, mi preocupación por Johanna se había intensificado hasta el punto de que los miré con expresión ausente y apenas les devolví el saludo.

– Es muy vieja -dijo el padre Paul-. En mi opinión, padre, ha llegado su hora. Pero puede que me equivoque. -El cura miró indeciso mi caballo, sobre el que yo permanecía montado, y a los diez sargentos que me escoltaban-. ¿Partiréis de inmediato hacia la forcia? ¿O pasaréis la noche aquí y partiréis mañana?

– No pasaremos la noche en la aldea -respondí. Después de darle muchas vueltas al asunto de camino a Casseras, había llegado a la siguiente conclusión: si traía a mis prisioneras de regreso a la aldea para pasar la noche, demostraría de un modo inequívoco que eran unas prisioneras, pues como es natural los centinelas las custodiarían a la vista de todos. Pero si permanecíamos en la forcia ello las protegería de semejante humillación y podrían pasar a caballo por Casseras sin agachar la cabeza, escoltadas como princesas en lugar de vigiladas como criminales.

– ¿Pernoctaréis en la forcia? -exclamó el padre Paul, claramente escandalizado-. ¿Por qué?

– ¡Porque no tenemos tiempo de regresar a Lazet antes de que anochezca! -contesté con brusquedad. Tras lo cual espoleé a mi montura, pues no quería dar más explicaciones y estaba impaciente por fijar mi hambrienta mirada en el rostro de Johanna. ¡Ardía en deseos de verla! Pero al mismo tiempo temía ese encuentro. Me angustiaba el temor que mi llegada engendraría, y la confusión que provocaría. Al evocar nuestro último encuentro, en la colina al amanecer, sentí un intenso deseo de verla. ¡Aquella mañana incomparable, radiante! Había sido un don de Dios. «Cantad a Yavé y alabadle, entonad salmos a nuestro Dios con la cítara. El es el que cubre el cielo de nubes, el que prepara la lluvia para la tierra, el que hace que brote hierba en los montes.»

Las montañas presentaban ahora un color grisáceo y estaban cubiertas de nubes. El cielo no ofrecía un aspecto radiante. Mientras subíamos por el abrupto sendero hacia la forcia, empezó a caer una lluvia tan suave como el plumón de pato. Al llegar al lugar donde había sido asesinado el padre Augustin, vi en el suelo un ramillete de flores de color púrpura empapadas de barro.

De no haber estado acompañado por los soldados, lo habría recogido. Lo habría conservado, como debí conservar aquellas primeras flores doradas. Pero como temía que mis escoltas me tacharan de sentimental y se burlaran de mí, pasé de largo.

Aunque he llevado una vida muy enclaustrada, he asistido a numerosos coloquios sobre la naturaleza del amor profano, debatido a veces con un espíritu correcto (en tanto que relacionado con el amor divino) y otras menos correcto. A partir de esos coloquios, y los libros que he leído, he llegado a la conclusión de que el amor es un sufrimiento innato y que existen unos síntomas que padece de forma inevitable la persona enamorada. Estos síntomas son, en primer lugar, una tendencia a palidecer y adelgazar; segundo, una tendencia a perder el apetito; tercero, una tendencia a suspirar y llorar; cuarto, una tendencia a ser presa de súbitos temblores en presencia de la persona amada. Ya en tiempos remotos Ovidio enumeró algunos de esos síntomas; desde entonces, han sido analizados y descritos reiteradamente, hasta el extremo de que yo había llegado a considerarlos tan irrefutables como inevitables.

Así pues, había permanecido atento para observar cualquier cambio que se operara en mis hábitos de sueño y mi apetito, considerándolos, cuando se producían, como otra prueba de que estaba esclavizado por las cadenas del amor. (Al echar la vista atrás, me pregunto si esos síntomas habrían sido tan severos de no haber corrido peligro mi amada.) En esos momentos, al aproximarme a la forcia, temí ser presa de las lágrimas y los temblores, que deseaba ocultar a la mirada de mis escoltas.

Pero en cuanto vi a Johanna experimenté tan sólo una inmensa alegría, la cual inundó mi corazón como una fuente, e inmediatamente después de ese sentimiento, una intensa preocupación. Los soldados se habían negado a permanecer rezagados, a permitirme entrar solo en la forcia, a que los precediera, temerosos de que me capturaran, mataran o utilizaran para huir. Aunque yo había protestado con vehemencia que me ofendían al suponer que me dejaría avasallar por dos ancianas, una joven y una matrona de reflejos lentos, mis escoltas, que formaban un nutrido grupo, habían conseguido salirse con la suya. Por consiguiente, entramos en la forcia como un ejército conquistador, haciendo que Babilonia se pusiera a gritar y corriera a esconderse detrás de una tapia.

– Disculpadme -dije, apresurándome a desmontar mientras Johanna nos observaba consternada-. Esto no es cosa mía. Me han ordenado que venga. Ha ocurrido… ¡Una locura! -Me dirigía hacia ella y tomé sus manos en las mías; tenía los dedos largos, tibios y ásperos. Su rostro me embelesó. Al principio de conocerla no me había parecido hermosa. ¿Cómo era posible que estuviera tan ciego? Tenía la piel pálida y lustrosa, como una perla. Sus ojos eran profundos y límpidos. Su cuello asemejaba una torre de marfil-. No temáis, Johanna, yo os protegeré. Pero debo explicaros…

– ¡Padre Bernard! -exclamó Alcaya saliendo de la casa y sosteniendo en una mano la Leyenda de san Francisco. Me sonrió como si no imaginara mayor alegría que contemplar mi rostro. Luego hizo una reverencia y me besó la mano en un gesto de profunda obediencia. Ni siquiera reparó en mis escoltas-. ¡Me alegro de volver a veros, padre!-afirmó con fervor-. Aguardábamos vuestro regreso con impaciencia.

– Por desgracia, Alcaya, mi visita no es motivo de alegría.

– ¡Desde luego que sí! -insistió Alcaya, sosteniendo mi mano en la suya y el libro con la otra-. ¡Por fin puedo daros las gracias! ¡Por fin puedo deciros que habéis transformado nuestras vidas con este maravilloso regalo! ¡El Espíritu Santo nos ha bendecido, padre! -Mientras hablaba, sus ojos se llenaron de lágrimas y de una luz que brillaba a través de sus lágrimas como un torrente de lluvia-. Ciertamente, san Francisco estaba unido a Dios. Debemos afanarnos en seguir su ejemplo, para que el fuego celestial nos envuelva y comamos el alimento espiritual.

– Sí. Indiscutiblemente. -Que Dios me perdone, pero en esos momentos no podía entretenerme con san Francisco-. Alcaya, los soldados han asustado a Babilonia. Id a hablar con ella y tranquilizadla. Decidle que no os haré ningún daño. Decidle que soy vuestro escudo y vuestra fortaleza. Id a decírselo, os lo ruego.

– Lo haré encantada -respondió Alcaya sonriendo con gran felicidad-.Y luego hablaremos, padre. Hablaremos sobre la sublime penitencia, el Espíritu Santo y la contemplación de la sabiduría divina.

– Sí, por supuesto. -Me volví hacía Johanna, que observaba a los soldados de la guarnición mientras desmontaban. Algunos comenzaron a descargar sus alforjas-. Esta noche dormiremos aquí -me apresuré a explicarle-, y mañana os escoltaremos hasta Lazet. Ha llegado el nuevo inquisidor, Johanna, es un necio, un hombre peligroso. Está convencido de que vos y vuestras amigas sois unas herejes y unas brujas…

– ¿Unas brujas?

– …y de que matasteis al padre Augustin. No atiende a razones. Pero trataré de que le destituyan de su cargo. Creo que está implicado en otro asesinato. Si consigo demostrarlo, si logro hablar con el testigo que participó en el asesinato del padre Augustin, y que aún vive… -Al ver que Johanna palidecía, vacilé. Intuí que era incapaz de asimilar de golpe aquellas novedades tan abrumadoras. Le estrujé las manos tan apasionadamente que esbozó una mueca de dolor-. No temáis, Johanna. Estaréis a salvo -dije-. Os doy mi palabra. Os lo prometo.

– ¿Quiénes… quiénes debemos partir mañana? -preguntó Johanna con un hilo de voz-. Supongo que no es necesario que vaya Vitalia.

– Debéis ir todas.

– ¡Pero Vitalia está enferma!

– Perdonadme.

– ¡No puede cabalgar!

– Sola, no. Pero yo cabalgaré con ella. La sostendré.

– Esto es absurdo -protestó Johanna enojada-. ¡Es una anciana y está enferma! ¿Cómo podría una vieja enferma matar a nadie?

– Como os he dicho, mi superior no atiende a razones.

– ¿Y vos? -me espetó, retirando de un modo brusco sus manos-. ¿Y vos? ¡Afirmáis ser amigo nuestro, pero os presentáis aquí para llevarnos prisioneras!

– Os aseguro que soy amigo vuestro.-¿Amigo? Era su esclavo-.No me censuréis. He venido para protegeros. Para tranquilizaros.

Johanna me miró con aquellos ojos límpidos, francos e implacables, que me traspasaron como una lanza; estaban casi a la misma altura que los míos. Había olvidado lo alta que era.

– Calmaos -dije con suavidad-. Ánimo. Si seguís mi consejo y no desfallecéis, venceremos. Dios está de nuestra parte. Lo sé.

Al oír esas palabras Johanna esbozó una sonrisa cansina y escéptica.

– Celebro que estéis tan convencido de lo que decís -dijo desviando la vista.

Luego se acercó a su hija.

Quise seguirla, para persuadirla, para volver a tocarla (que Dios perdone mi pecado), pero no podía. En lugar de ello me acerqué al comandante de mi reducido séquito para hablar con él sobre la disposición de las hogueras, los talegos para dormir y los caballos. En la explanada no había suficiente espacio para diez hombres; los sargentos expresaron su deseo de regresar a pernoctar en Casseras, donde podrían dormir en graneros y gozar de la generosa hospitalidad de las gentes. Les dije que podían regresar a la aldea, pero que yo me quedaría en la forcia. Como mi propuesta era inaceptable, seis guardias se ofrecieron a permanecer conmigo en la forcia, mientras el resto regresaba a Casseras cabalgando bajo la lluvia y las densas sombras crepusculares.

A continuación los seis guardias voluntarios organizaron los turnos de vigilancia, los cuales permitían a tres de ellos dormir mientras dos montaban guardia junto a la puerta de la granja y uno custodiaba a los caballos. Lo que se dispuso para dormir fue lo siguiente: el catre de Vitalia fue colocado en la alcoba, para que durmiera junto a sus amigas. En la cocina (o habitación utilizada ahora como cocina) dispusieron un montón de paja, que constituía mi lecho. Uno de los sargentos dormiría sobre la mesa de la cocina, otro junto al hogar y un tercero a mis pies. Los caballos fueron atados bajo los fragmentos de madera y paja del techado que aún quedaba en pie en la explanada.

Por más que insistí en que los guardias no tocaran las gallinas de las mujeres, no me obedecieron.

– ¿Quién les dará de comer cuando estemos ausentes? -preguntó Johanna.

Así pues, mis famélicos escoltas sacrificaron, desangraron, desplumaron y devoraron tres pollos; yo sólo comí pan y puerros (puesto que era Cuaresma), y Alcaya y Babilonia se negaron a probar los restos chamuscados de los pollos (Babilonia porque le repugnó la forma como habían sido sacrificados, Alcaya porque afirmó que no comía carne excepto en días festivos).

Las mujeres hirvieron unos trozos de pollo para preparar un caldo para Vitalia, que comió con pan remojado para ablandarlo. Observé enseguida que la anciana no estaba en condiciones de viajar. Apenas podía caminar y cuando tomé su mano, comprobé que tenía el tacto de una hoja seca o de un insecto muerto vacío. Pero cuando le hablé sobre el inminente viaje, la anciana sonrió y asintió con la cabeza, lo cual me hizo dudar de que me hubiera comprendido.

– Por supuesto que os ha comprendido -comentó Johanna secamente cuando le expresé mis dudas. Estábamos sentados alrededor del brasero, cohibidos por la presencia de varios guardias, pues yo tenía la sensación de que no podía hablar con franqueza mientras ellos escucharan-. A su mente no le pasa nada.

– Vitalia soportará su cruz con valor -declaró Alcaya-. Cristo la apoya.

– Eso espero -terció uno de los sargentos-. De lo contrario, quizá no resista el viaje.

– Será lo que Dios quiera -dijo Alcaya con gran serenidad. Me apresuré a asegurarle que cabalgaría con lentitud, para no perjudicar a la anciana, y que por ese motivo debíamos partir al amanecer, o lo antes posible a la mañana siguiente. Johanna preguntó si sus acompañantes y ella podían llevarse sus pertenencias. Por ejemplo, la ropa, los libros y los utensilios de cocina.

Su tono seco y formal me disgustó.

– Podéis llevaros vuestras ropas y… las pertenencias que no impidan que avancemos a buen paso -respondí.

– De modo que tendré que dejar el arcón -dijo Johanna.

– Me temo que sí.

– Como podéis suponer, me lo robarán.

– Pediré al padre Paul que os lo guarde.

– ¿Hasta que regresemos? -Aunque era indudable que Johanna había dicho eso para tranquilizar a su hija, su tono era irónico y desesperanzado. Por lo visto no creía en mis promesas ni en las garantías que le había ofrecido.

Confieso que esto me enojó.

– Tened por seguro que regresaréis -dije con aspereza-. De eso no cabe la menor duda. Me he comprometido a obtener vuestra libertad.

– ¿Con oraciones? -preguntó Johanna de un modo despectivo, aunque midiendo bien sus palabras.

– ¡Con oraciones, sí! ¡Y por otros medios!

– Todos debemos rezar -dijo Alcaya-. Recemos ahora. -La anciana, que sostenía la mano de Babilonia, le susurró unas palabras al oído. Su solícita atención había conseguido que la joven se mantuviera relativamente tranquila-. Rece por nosotras, padre.

Hice lo que me pedía y recité unos salmos hasta que los sargentos, levantándose, nos indicaron que debíamos acostarnos si queríamos partir al día siguiente de buena mañana. (Yo confiaba en obligarles, con mis recitaciones, a abandonar la habitación, pero mis esperanzas se vieron frustradas, quizá porque seguía lloviendo.) Las mujeres obedecieron y fueron a acostarse. Después de consultarlo entre ellos, los sargentos se dividieron en dos grupos, uno de los cuales se retiró y el otro se quedó para montar guardia. Cuando los tres que se quedaron se envolvieron en sus capas, musité para mis adentros las oraciones de completas, distraído por las agujetas que sentía en todo el cuerpo y por mis obsesiones terrenales. La conducta de Johanna me había atormentado; al parecer, ya no me consideraba su amigo. ¡Con qué frialdad me había mirado a la cara! ¡Qué herido me había sentido por su falta de confianza en mí y sus sarcásticos comentarios! Con todo, seguía existiendo entre ambos cierta compenetración y yo había intuido sus sentimientos, por más que me hubieran disgustado.

Acostado en mi montón de paja (que era casi tan incómodo como las camas del priorato), no hallé paz alguna en la contemplación de Johanna. Deseaba ir a verla para exigirle una explicación. Me sentí por momentos furioso, temeroso y trastornado. Me dije que ella también estaba asustada, más que yo, pero mi corazón se rebelaba. Aunque agotado por los esfuerzos de la jornada, no conseguí pegar ojo sobre el húmedo suelo. «Ahora mi alma se siente turbada. ¿Y qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora?» A medida que transcurría la larga noche, me resigné a permanecer desvelado, escuchando los ronquidos de los sargentos, los gemidos de Babilonia (sin duda víctima de aterradoras pesadillas) y el batir de la lluvia en el tejado. Recé, maldije y me desesperé. Esa noche caminé sin duda entre tinieblas, privado de luz.

Pero Dios quiso que no conciliara el sueño. Estaba despierto cuando Babilonia salió con sigilo de la alcoba y pasó frente a mí de puntillas, hacia la puerta. Oí a los guardias apostados ahí preguntarle adonde iba y oí a Babilonia explicarles, con voz trémula, que tenía ganas de orinar. Entonces oí a los guardias responder que podía hacerlo detrás de la casa, pero que si no regresaba de inmediato, sufriría un terrible castigo.

Escuché con gran atención, pero no pude oír nada más, y durante unos momentos no volví a pensar en el incidente. Sabía que los guardias no dejarían que Babilonia se alejara. Pero en vista de que su ausencia se prolongaba, empecé a inquietarme. ¿Por qué no la llamaban los guardias? ¿Por qué guardaban silencio? De no ser porque no quería despertar a Vitalia y a sus compañeras, habría ido a pedirles explicaciones. Al cabo de un rato retiré la capa que me cubría, me levanté y me acerqué a la puerta, asombrado al comprobar (cuando la alcancé) que los guardias habían abandonado su puesto. Su lámpara también había desaparecido. Pero como había dejado de llover, percibí un leve sonido, semejante a un gruñido, seguido por un crujido, acompañado por unos ruidos procedentes de la otra punta de la casa.

Ahora comprendo que actué de un modo imprudente. Nada indicaba que los sonidos que había oído no fueran los sonidos de una emboscada y un silencioso asesinato. Incluso las sofocadas risas podía haberlas emitido un criminal. Pero mi intuición demostró ser cierta, pues al doblar la esquina de la casa, con un grito de indignación, me topé con los dos guardias que habían desaparecido arrodillados en el suelo.

Pretendían violar a Babilonia.

Creedme cuando os digo que no soy un hombre violento. Benditos sean los pacíficos, ¿no es cierto? Por más que yo sea un pecador, no soy un hombre sanguinario. Las palabras de san Pablo siempre me han servido de guía y de norma: «Vuestra modestia sea notoria a todos los hombres». Golpear no es síntoma de modestia. La violencia engendra violencia, mientras que la paz es la recompensa de quienes acatan la ley de Dios. Y el que es capaz de controlar su ira es más noble que el poderoso.

Pero el espectáculo que contemplé me nubló la razón. Sólo habría tenido que pedir a los dos hombres que enfundaran sus armas y soltaran a su prisionera, pues mi súbita aparición les sobresaltó y habrían obedecido sin rechistar. Pero en lugar de ello, propiné a uno de ellos una patada en la cabeza (la cual estaba a la altura de mi rodilla) y al otro un puñetazo en la cara. Recogí los cuchillos que habían dejado caer y les amenacé con utilizarlos. Grité, golpeé sin piedad el cuerpo cubierto por una cota de malla que yacía a mis pies y me comporté como un demente.

Es indudable que obré como un estúpido. Reconozco que tuve suerte, porque aunque era más alto, y me aproveché de la ventaja de haberles sorprendido, no era tan diestro en las artes de la guerra como mis adversarios protegidos por sus corazas, que me habrían derrotado con toda facilidad de haber tenido oportunidad de hacerlo. Pero no fue así. Los gritos de Babilonia y mis exclamaciones de indignación despertaron a los de la casa, quienes acudieron rápido, algunos espada en mano, tras lo cual se produjeron unos momentos de gran confusión.

Babilonia chilló y lloró en los brazos de Alcaya. Yo insulté a los presuntos violadores a voz en cuello. El sargento al mando de mis escoltas, que había estado durmiendo, trató en vano de calmar los ánimos. Exigió una explicación. Yo se la di. Los acusados lo negaron todo.

– ¡La chica trató de huir! -insistieron-. ¡Y fuimos tras ella!

– ¿Con vuestras medias alrededor de las rodillas? -inquirí.

– ¡Yo estaba orinando! -replicó el mayor de los dos guardias, avanzando un paso-. De haber estado en mi puesto, ¡la joven habría conseguido zafarse de todos nosotros!

– ¡Embustero! ¡Os vi con mis propios ojos! ¡Le habíais levantado las faldas!

– Eso no es cierto, padre.

– ¡No lo neguéis! ¡Preguntádselo a la joven! ¡Cuéntanos lo que ocurrió, Babilonia!

Pero Babilonia no podía articular palabra; se había recluido en un mundo de demonios. Mientras Alcaya la sujetaba, Babilonia no dejaba de moverse con brusquedad y revolverse, agitando los brazos, golpeándose la cabeza contra el suelo y aullando como una perra. Al presenciar esa escena, algunos de los sargentos se persignaron.

– Mi hija jamás trataría de huir -dijo Johanna con voz ronca. Estaba arrodillada; sus ojos relampagueaban bajo la luz mortecina-. Mi hija ha sido atacada.

Pero los cantaradas de los guardias acusados tenían sus dudas. Al mirar a Babilonia no veían a una mujer hermosa, sino a una criatura loca o poseída. Por otra parte, estaban dispuestos a mostrarse tolerantes con sus compañeros mercenarios. Pensé que, de no haber estado yo presente, habrían dado media vuelta, permitiendo que sus amigotes consumaran su agresión.

¡Infames canallas! Les dije que informaría al senescal. Insistí en que retiraran sus talegos para dormir de la cocina, pues no podían seguir durmiendo cómodamente allí. Debían permanecer fuera de la casa, tanto si montaban guardia como si no. De paso les advertí que yo también permanecería alerta, custodiando la puerta de la alcoba como un perro guardián.

– ¡Guardaos de mis colmillos! -exclamé-. ¡Guardaos de la ira del Santo Oficio! ¡Esas mujeres están a mi cargo! ¡Si les tocáis un pelo, seréis castigados por vuestra contumacia!

Con estas y otras amenazas, conseguí que mis furibundos escoltas se contuvieran. Mi situación no dejaba de ser arriesgada, pues estaba solo, desarmado salvo por mi rango y reputación; si los seis guardias hubieran decidido atacar a las indefensas mujeres, dando rienda suelta a sus libidinosos instintos, yo no habría podido protegerlas. Ni habría podido acusar a los guardias después, si éstos hubieran decidido matarme. Sin duda habrían urdido una historia convincente: habrían culpado de lo ocurrido a una banda de herejes armados que merodeaba por los alrededores de la granja, y habrían atribuido mi muerte a las mismas fuerzas responsables de la muerte del padre Augustin.

Pensé en todo esto mientras permanecía plantado ante los guardias. Pero sabía que mi cargo de inquisidor de la depravación herética me confería una terrible y temible distinción. La ubicuidad del Santo Oficio es tal que sólo los más simples se atreverían a desafiarlo. Todo el mundo sabe que ofender a un inquisidor es invitar a la calamidad.

Así pues, aunque los sargentos me miraron indignados, torciendo el gesto y mascullando entre dientes, no se resistieron. Obedecieron mis órdenes, desalojaron la casa como les había exigido y me dejaron a solas en la cocina, dueño y señor de ésta y de su contenido. Mientras las otras mujeres despojaban a Babilonia de sus ropas mojadas y sucias, la secaban, la calmaban, la vestían, la abrazaban y le daban una infusión de hierbas, yo me quedé en la alcoba con Vitalia, a quien referí una versión suavizada del incidente que había ocurrido fuera de la casa. Pero después de haber acostado a Babilonia, me restituyeron la cocina. Me quité mis prendas exteriores y las puse a secar mientras escuchaba los lamentos y murmullos provinentes de la alcoba, junto con las voces ásperas, aunque también quedas, de los guardias apostados a la puerta, quienes sin duda criticaban mi carácter, mis sentimientos y mi conducta sin paliativos.

Al cabo de unos minutos los guardias enmudecieron. Babilonia siguió gimiendo y gritando de vez en cuando; oí a Johanna cantarle con suavidad, como si arrullara a un bebé. Por lo demás todo estaba en silencio, salvo por el crepitar del fuego, al que eché un puñado de ramas secas. Al cabo de un rato no pude siquiera seguir alimentándolo. Dejé que las llamas se consumieran poco a poco, incapaz de levantarme de la mesa, pues estaba extenuado. Me sentí como un elefante: si me tumbaba no volvería a incorporarme. De modo que permanecí sentado, contemplando la mano, que me dolía debido a su violenta colisión con el pómulo del repugnante libertino. No pensé en nada concreto. Estaba demasiado fatigado para pensar. Seguramente me habría quedado dormido sentado a la mesa, de no haberme despertado la inopinada aparición de Johanna.

Cuando reparé en ella estaba de pie frente mí. Al alzar la cabeza vi que iba vestida con un camisón o una prenda semejante, de un tenido delgado, gris y holgado. Llevaba el pelo suelto. Durante un rato nos miramos en silencio; yo tenía la mente en blanco.

Por fin Johanna dijo casi en un susurro:

– Creía que nos habíais traicionado. Pero estaba equivocada.

– Sí.

– Estaba aterrorizada.

– Lo sé.

– Aún lo estoy. -Aunque la voz de Johanna se quebró al decir esto, hizo acopio de fuerzas para proseguir-. Aún estoy aterrorizada, pero he recapacitado. Perdonadme. Sé que sois un amigo leal.

Nos miramos de nuevo. ¿Cómo puedo justificar mi silencio en esos momentos? Aturdido debido al cansancio, atontado debido a la sorpresa, ofuscado al ver y oír a Johanna, me quedé mudo. No pude articular palabra. No pude siquiera moverme.

– Gracias -dijo Johanna. En vista de que yo no respondía, se cubrió la cara con las manos y rompió a llorar.

Esas lágrimas me despertaron de mi trance como un clarín. Me levanté de un salto. La abracé y Johanna se aferró a mí con fuerza. En éstas oímos a su hija gemir en la habitación contigua.

– No soy valiente -dijo Johanna sollozando con el rostro apoyado en mi hombro-. Los vi morir abrasados… los vi morir, cuando era joven…

– Calmaos.

– Alcaya sí es valiente. Y Vitalia también.

– Vos también sois valiente.

– ¡Tengo miedo! Babilonia lo sabe.

– Tranquilizaos.

– ¡Ella lo sabe! -susurró Johanna-. Soy incapaz de consolarla. Estamos perdidas.

– No.

– ¡Estamos muertas!

– No.

Que Dios me perdone, pues soy un pecador. Me cuento entre los condenados al infierno; soy un hombre débil. Pero tú, Señor, eres un Dios rebosante de compasión, amable, paciente y generoso en tu misericordia y justicia. ¿Acaso no dicen las Sagradas Escrituras que el amor redime todos los pecados? Dios amantísimo, yo la amaba. Cada una de sus lágrimas me conmovió, me hirió gravemente. Sentí como si me arrancaran el hígado. Habría hecho cualquier cosa con tal de consolarla, con tal de eliminar su sufrimiento. Pero ¿qué podía hacer? Por más que me remordía la conciencia, la estreché contra mí, la besé en la coronilla, la oreja, el cuello, el hombro. Johanna alzó el rostro y cubrí de besos sus párpados cerrados, sus sedosas mejillas y sus sienes. Sentí el sabor salado de sus lágrimas. Aspiré el aroma de su pelo. «Son tus ungüentos suaves al sentido. Es tu nombre ungüento derramado.» Cuando perdí el equilibrio, abrumado por la emoción, Johanna tomó mi cabeza entre sus manos y me besó en los labios.

No me censures, Señor, por suscitar tu ira, ni me castigues por causarte un profundo desagrado. El beso de Johanna me supo a miel y a leche… Fue un bombardeo. Una flecha en llamas. No me invitó a permanecer en un huerto de granados, lleno de deliciosa fruta, sino que me apresó, como un guerrero. Su calor me abrasó; las piernas no me sostenían. Apenas podía respirar.

Aparté la cabeza con brusquedad.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Johanna, y miró alrededor. Durante unos instantes pensó que había entrado alguien en la habitación. Pero no había entrado nadie.

Yo retrocedí un paso, y mi gesto se lo explicó todo. Al mirarme a los ojos mudó de expresión y retiró las manos de mi nuca.

– Perdonadme -musitó.

Yo negué con la cabeza, respirando con dificultad.

– Perdonadme. -El pelo le caía sobre el rostro y se lo enjugó; de pronto, al separarme de ella, sentí de nuevo frío-. Perdonadme, padre -repitió Johanna, fatigada y contrita, con tono cansino y expresión triste. Luego volvió a mirarme y observé en sus ojos una expresión levemente risueña-. No pretendía atemorizaros -añadió.

Fue entonces cuando pequé gravemente. Pues me sentí herido en mi amor propio, en mi indestructible orgullo, que era sensible como la carne abrasada y vasto como una montaña. Me pregunté: ¿Soy un hombre? ¿Soy un león entre los animales del bosque, o un desdichado que tiembla de terror? Y con la más profunda vanidad de espíritu,,1a atraje hacia mí con una sacudida cuando hizo ademán de apartarse; la abracé y la besé en la boca para dejar impresa en sus labios la prueba de mi adoración.

Tened en cuenta que yo llevaba poca ropa, al igual que Johanna, una circunstancia que con toda seguridad no nos favoreció. Pero dudo que una barrera menos permeable que una cota de malla nos hubiera impedido consumar nuestros deseos. Permanecimos sordos a los gemidos de Babilonia y a los murmullos de Alcaya (aunque en todo momento conscientes de que debíamos guardar silencio). Hicimos caso omiso de la proximidad de los guardias, como si la delgada cortina de lana que protegía la puerta fuera de piedra sólida. Sin hablar, sin dejar de abrazarnos, nos apartamos de la mesa y caímos sobre mi humilde lecho.

Lo que ocurrió a continuación no merece ser relatado de forma pormenorizada. Como dijo san Pablo, el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor. Pero también dijo: «Siento otra ley en mis miembros que repugna a la ley de mi mente y me encadena a la ley del pecado, que está en mis miembros. ¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?».

Esto escribió san Pablo, y si su cuerpo estaba sometido a la ley del pecado, ¿quién era yo para resistirme a la seducción de la concupiscencia, a las cadenas de la corrupción? Soy un ser carnal, susceptible de pecar. He rendido pleitesía a la ignominia, la indignación, la ira. Convertí el cuerpo de Johanna en mi templo y la adoré. Creedme cuando os digo que era culpable, pues pequé libremente, con todo mi corazón.

Pero pequé por amor, y las Sagradas Escrituras nos dicen que el amor es tan poderoso como la muerte; un torrente no puede sofocarlo, ni ahogarlo un diluvio. ¡Es en sí mismo un diluvio! Me arrastró como si yo fuera una rama y sentí que me ahogaba, por más que trataba de alcanzar la superficie, boqueando, mientras Johanna, abrazándome, me atraía hacia el fondo, sumido en un inefable estado de licuescencia y éxtasis.

Ella me condujo y yo la seguí. Me avergüenza reconocerlo, pero, en última instancia, fue Eva quien condujo a Adán en pos de la iniquidad. ¿O me condujo Johanna como si yo fuera un corderito? Ciertamente, Johanna era tan temible como un ejército con estandartes, su abrazo poderoso y seguro, su pasión feroz.

– Qué hermoso sois -fue cuanto dijo Johanna (o susurró, pues nuestra unión carnal se produjo por fuerza en silencio).

Casi me eché a reír al oírle decir eso, pues Johanna era bella como la luna y espléndida como el sol, mientras que yo… ¿Qué soy sino un viejo, ajado, calvo y disminuido ratón de biblioteca?

Aún me asombra que Johanna se sintiera atraída por el viejo cuerpo de este monje.

Me gustaría decir que me di un festín de lirios, que recogí mirra y especias, que bajé a la nozaleda para contemplar los frutos del valle. Pero no hubo tiempo para un goce lánguido. El acto mediante el cual pecamos fue breve, brusco y torpe, y no mancillaré vuestros ojos con otra palabra al respecto. Baste decir que al cabo de unos minutos nos levantamos y vestimos apresuradamente; de improviso, los sonidos procedentes de la alcoba nos parecieron amenazadores, y muy cercanos.

Apenas hablamos. No fue necesario. Mi alma estaba unida a la suya; nos comunicamos por medio de besos y miradas. Pero le dije en voz baja que durmiera tranquila, que yo vigilaría su sueño.

– No -protestó Johanna-. Vos también debéis dormir. -Y cuando negué con la cabeza, sonriendo con tristeza, Johanna me acarició la mejilla y me miró con sus ojos límpidos e inteligentes.

– Éste no es vuestro pecado -dijo-. En todo caso, es mío. No dejéis que os atormente. No os volváis como Augustin.

– Por desgracia, no hay peligro de eso. No me parezco en absoluto al padre Augustin.

– Es cierto -dijo Johanna, con tono quedo pero categórico-. No os parecéis a él. Estáis aquí en cuerpo y alma. Estáis completo. Os amo.

«Oh Dios, conoces mi estulticia, no se te ocultan mis pecados.» Las palabras de Johanna me produjeron un placer que me hirió. Agaché la cabeza, reprimiendo las lágrimas, y sentí sus labios en una sien.

Luego Johanna se acostó de nuevo. En cuanto a mí, obedecí sus instrucciones; conseguí dormir, aunque mi corazón estaba henchido de emoción. Dormí y soñé con jardines perfumados.

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