Viene en las nubes del cielo

Supongo que conocéis a Pierre-Julien Fauré. Supongo que lo conocisteis cuando estuvo en París, pues es un hombre que llama la atención, ¿no es cierto? Mejor dicho, obliga a uno a fijarse en él. Es, y siempre ha sido, un hombre ruidoso. Lo afirmo porque lo conozco desde hace mucho tiempo, ya que es oriundo de esta región.

Nos conocimos cuando yo era aún un predicador ordinario, antes de que mis superiores me animaran a asumir, de nuevo, el papel de estudiante con el fin de convertirme en un lector de gran fama e influencia. (¿No os parece risible?) Durante mis viajes con el padre Dominic, pasé por Toulouse y me detuve para conocer la casa provincial de estudios, donde Pierre-Julien había residido tan sólo por espacio de un año. En aquel entonces él era un joven macilento enamorado de santo Tomás de Aquino, cuya Summa había memorizado en su totalidad. Creo que fue esa hazaña, más que su brillante oratoria o su profunda perspicacia, lo que le recomendó a sus maestros, pues cuando asistí a una de sus disertaciones allí, me impresionó la extraordinaria necedad de sus preguntas.

En aquella época no dediqué mucho tiempo a reflexionar sobre el carácter de Pierre-Julien Fauré, quien me parecía un muchacho de escaso relieve, pálido y enfermizo a causa de su estudiosa vida (al menos eso creía, aunque ahora sé que es pálido por naturaleza), poseído por un entusiasmo que de algún modo me repelía, y una voz que se hacía estridente si no se le prestaba atención. Sólo hablamos en una ocasión: me preguntó si me costaba resistir las tentaciones del mundo, ahora que me movía con libertad entre ellas.

– No -respondí, dado que aún no había conocido a la joven viuda, a la que me he referido antes, cuyos encantos me llevaron a romper mis votos.

– ¿Tenéis trato con muchas mujeres? -preguntó Pierre-Julien.

– Sí.

– Debe de ser muy duro.

– ¿Eso creéis? ¿Por qué?

Claro está que yo sabía a la perfección lo que Pierre-Julien quería insinuar, pero sentí cierta satisfacción al verle sonrojarse, titubear y guardar silencio. Yo era en muchos aspectos un joven malicioso, y a menudo me comportaba de un modo cruel; pero en este caso, fui castigado por mi arrogancia. ¿Qué mayor castigo que ser el vicario de un hombre al que había menospreciado años atrás, un hombre que ha alcanzado unas metas infinitamente más elevadas de las que yo alcanzaré jamás, aunque posee una inteligencia muy inferior a la mía?

El caso es que nos separamos y no volví a verlo hasta que ambos estudiábamos en la Escuela General de Montpellier. Allí nos movíamos en distintos círculos; deduje que Pierre-Julien tenía que esforzarse (mientras que yo me encumbraba), pero que se había hecho con una fuente de chismorreos gracias a la cual era muy popular entre aquellos a quienes interesaban los debates de París o la política de la corte papal. En aquella época engordó unos kilos, aunque empezó a perder el pelo. En cierta ocasión le «destrocé» durante una disputa informal, pues la postura de Pierre-Julien era insostenible y sus dotes retóricas dejaban mucho que desear; no obstante, tuve que lamentar de nuevo la vehemencia con que desmonté sus argumentos. La maldad siempre acaba pasándote factura.

No supe nada sobre su carrera hasta que empecé a encontrarme con él en los capítulos provinciales, a partir de 1310 más o menos. En aquella época era prior; yo, predicador general y maestro de estudiantes (aunque, gracias a Dios, no en su priorato). Era evidente que discrepábamos en numerosas cuestiones, entre ellas las obras de Durand de Saint Pourcain, las cuales, como sin duda recordaréis, no estaban totalmente prohibidas en las escuelas, sino permitidas siempre y cuando contuvieran unas glosas pertinentes. Creo que Pierre-Julien habría preferido que sus estudiantes hubieran leído tan sólo a Pierre Lombard y al Doctor Angélico. Se burlaba de mí, con un tono paternalista ofensivo, por poseer «un intelecto indisciplinado».

Me temo que no sentíamos un mutuo afecto fraternal.

Han transcurrido varios años desde mi última aparición en un capítulo provincial, debido a mi trabajo en el Santo Oficio, y, para decirlo con franqueza, el provincial no siente una gran simpatía por mí. Pero debido a la correspondencia que mantengo con otros hermanos estoy informado sobre los progresos de Pierre-Julien. Averigüé que impartía clases en París, tras lo cual se trasladó a Avignon, donde era muy apreciado en la corte papal. Averigüé que le habían enviado para ayudar a Michael le Moine, el inquisidor de la depravación herética en Marsella, con la misión de persuadir a los contumaces franciscanos de Narbona para que rectificaran. Y ahora, tras haberse distinguido en la sagrada labor de extirpar la herejía, ha sido nombrado inquisidor de Lazet, «en lugar del padre Augustin Duese».

Confieso que me eché a reír cuando reparé en la forma como el obispo lo había expuesto, pues es imposible considerar a Pierre-Julien un «sustituto» del padre Augustin. Son completamente distintos. Y si no alcanzáis a advertir esas diferencias (tal vez por no haber conocido bien a ninguno de los dos hombres), permitidme que os refiera las actividades de mi nuevo superior durante los dos primeros días tras ocupar su cargo.

Llegó más o menos tres semanas después de que me notificaran su nombramiento, pero le precedieron varias misivas que me avisaron de la fecha prevista de su llegada. Tras fijar la fecha, Pierre-Julien la modificó dos veces, tras lo cual volvió a cambiarla por la fecha inicial tres días antes de llegar. (De haber residido en París, en lugar de Avignon, yo habría tenido que aguardar más tiempo.) Como es natural, esperaba ser recibido con la solemnidad acostumbrada (de la que el padre Augustin había prescindido), por lo que estuve muy atareado consultando sobre la organización de los actos al obispo, el senescal, el prior, los canónigos de Saint Polycarpe, los cónsules…

Como sabéis, en estos asuntos es preciso consultar a numerosas personas. El nuevo inquisidor deseaba que le recibiera un grupo de altos funcionarios a las puertas de la ciudad; luego, acompañado por un destacamento de soldados y una banda de músicos, se encaminaría hacia Saint Polycarpe, donde ofrecería a toda la población de Lazet un sermón acerca de «la extensa y fértil viña de Dios, plantada por la mano del Señor, redimida por su sangre, regada con su palabra, propagada por su gracia y fecundada por su espíritu». Después de que buena parte de la multitud se hubiera dispersado, saludaría a los cabecillas de la ciudad uno por uno, a fin de «conocerlos como todo buen pastor conoce las mejores ovejas de su rebaño».

Cabe imaginar, al leer estas instrucciones, que Pierre-Julien consideraba el nombramiento de inquisidor un cargo muy elevado en la jerarquía de los ángeles. Desde luego, cuando llegó esta impresión fue confirmada por el aire paternalista con que bendijo a todo el mundo salvo al obispo, que recibió un cálido y reverente beso. (Me consta que al senescal no le entusiasmó el talante de Pierre-Julien.) Me satisfizo observar que mi viejo amigo ya no necesitaba una navaja para arreglarse la tonsura; estaba casi calvo del todo, salvo unos pocos pelos adheridos al cuero cabelludo alrededor de las orejas. Por lo demás, apenas había cambiado: seguía siendo ruidoso, vehemente, propenso a sudar y pálido como la grasa cuajada. Al verme se limitó a saludarme con una inclinación de cabeza, pero yo no esperaba otra cosa de él. Si me hubiera besado, me habría producido náuseas.

No os aburriré con una descripción exhaustiva de su recepción, pero os diré que, tal como yo había previsto, la translatio de las viñas del Señor se prolongó hasta los límites de lo insoportable, pues se hizo más extensa incluso que las propias viñas. Se refirió a nosotros como «uvas», a nuestras ciudades como «racimos», a nuestras dudas como «gusanos infiltrados en las uvas». Habló de «atrapar a los zorros en la viña». Se refirió al Apocalipsis como el acto de «pisotear las uvas» y al Juicio Final como «la degustación del vino». (Una parte del vino, según dijo, podía ser ingerida por Dios, y la otra expectorada.) Confieso que al término de su sermón apenas pude contener la risa, y tuve que fingir sentirme muy conmovido, simulando que mis bufidos y lágrimas eran prueba de mi emoción en lugar de la reprimida hilaridad. Con todo, creo que no logré convencer a Pierre-Julien. Deduzco que no me consideraba una de las uvas más jugosas del mundo.

No obstante, cuando por fin hablamos (lo cual sucedió el segundo día, después de que Pierre-Julien hubiera conversado en privado con el obispo, el senescal, el prior, el tesorero real y el administrador real de confiscaciones), me saludó con un talante cordial, como uno saludaría a un hermano lego estimado, si bien un tanto rebelde y estúpido.

– Hijo mío -dijo-, ¡cuánto tiempo sin vernos! Tenéis un aspecto excelente. Está claro que la vida aquí os sienta bien.

Aunque se abstuvo de añadir «en los límites de la civilización», su intención era evidente.

– Hasta ahora sí -respondí-, aunque no puedo adivinar qué ocurrirá en el futuro.

– Por más que este lugar parece dejado de la mano de Dios -prosiguió Pierre-Julien, dejando a un lado las frases amables-. ¡Qué infamia! Rompí a llorar cuando me enteré de la horrible suerte del padre Augustin. Pensé: «Satanás también habita entre ellos». Jamás imaginé que me pedirían que me levantara y limpiara yo mismo a los leprosos.

– Aquí no somos todos leprosos -respondí indignado por dentro-. Algunos seguimos observando los estatutos del Señor.

– Por supuesto. Pero es un profundo lodazal, ¿no es cierto? Las aguas se desbordan. Me han dicho que la prisión está atestada, y que aún no habéis capturado a los agresores del padre Augustin.

– Como podéis imaginar, hermano, he tenido un trabajo ingente…

– Sí. Y yo he venido a ayudaros. Habladme de los resultados de la investigación hasta el momento. ¿Habéis hecho progresos?

Le aseguré que sí. Describí la muerte del padre Augustin, evitando extenderme en el tema de Johanna y sus amigas, a quienes me limité a calificar de «piadosas y humildes»; describí la investigación del preboste, la investigación del senescal y mi visita a Casseras (con algunas importantes omisiones); describí mi lista de sospechosos y mis intentos por determinar su grado de culpabilidad. Asimismo, expuse mi teoría sobre un familiar traidor, al que todavía no había logrado identificar.

– Tanto Jordan como Maurand podrían ser culpables -dije-. Jordan, porque era aficionado al juego, un mercenario profesional y un hombre muy eficiente; Maurand, porque era un hombre violento y depravado.

– Pero ¿por qué creéis que alguien traicionó al padre Augustin?

– Porque desmembraron sus cuerpos y diseminaron los pedazos. Todo indica que el propósito de esa extraña acción era ocultar la ausencia de un cadáver.

– Pero habéis dicho que la mayoría de los restos fueron hallados en el camino.

– Y así fue. Pero varias cabezas, que eran los miembros más distintivos, fueron transportadas…

– Describidme ese lugar. Habéis dicho que la matanza tuvo lugar en un claro, ¿no es así?

– Parecido a un claro.

– ¿Y lo atraviesa el camino?

– Creo que es más apropiado utilizar el término «sendero».

– ¿Otros caminos cruzan ese sendero, cuando alcanza el claro?

Extrañado por su pregunta, reflexioné unos momentos antes de responder.

– Según recuerdo, allí convergen varios caminos de cabras.

– ¡Ah! -exclamó Pierre-Julien, alzando las manos-. ¡Está claro! Es una encrucijada.

– ¿Una encrucijada? -repetí, perplejo.

– ¿No comprendéis la importancia de una encrucijada?

– ¿La importancia?

– Acercaos. -Pierre-julien se levantó del lecho. Nos encontrábamos en su celda, que estaba atestada de sus pertenencias, en su mayoría libros. Poseía muchos libros, junto con dos o tres instrumentos astronómicos, una colección de ungüentos en unos frasquitos, un altar portátil, un relicario engastado con gemas y una caja de madera tallada llena de cartas. De entre esos bienes terrenales sacó un pequeño tomo, que sostuvo con delicadeza, como temiendo que estallara en llamas-. Observad -dijo. Supongo que no conocéis esta obra. Se titula El libro de los oficios de los espíritus, y deriva de El testamento de Salomón, ese antiguo y místico texto. Dado que es peligroso en muchos aspectos, sólo circula entre hombres eruditos cuya fe es inalterable.

Estuve a punto de preguntar: «¿Entonces cómo es que llegó a vuestras manos?», pero me abstuve. Confieso que me sentí intrigado por ese pequeño y peligroso tomo.

– Versa sobre las huestes del infierno -prosiguió Pierre-Julien-:. En él hallaréis a todos los ángeles malignos, sus nombres, sus manifestaciones y sus artes. Mirad esta página, por ejemplo: «Berith posee tres nombres. Algunos lo llaman Beal; los judíos, Berith; los nigromantes, Bolfry; aparece cual un soldado rojo, ataviado de rojo y montado en un caballo rojo. Responde a cuestiones del pasado, el presente y el futuro. También es un embustero, que transforma todos los metales en oro».

– Mostrádmelo -dije, alargando la mano. Pero Pierre-Julien no me quiso entregar el libro.

– Claro está, éstos sólo son los demonios principales -dijo-. Demonios como Purson, Leraie, Glasya, Labolas, Malfas, Shax, Focalor, Sitrael y otros. Muchos mandan sobre regimientos de demonios anónimos inferiores a ellos.

– Dejadme ver el libro, hermano, os lo ruego.

Pero Pierre-Julien se negó de nuevo a entregármelo.

– Como podéis imaginar, este tipo de conocimientos son peligrosos -afirmó Pierre-Julien-. Pero el libro contiene también unas fórmulas para conjurar e invocar a los demonios citados en él. Unos ritos para obtener poder.

– ¡No! -Yo había oído hablar de esos textos, pero nunca había contemplado uno. Siempre había sospechado que existían sólo en la febril imaginación de la senilidad-. ¡De modo que es un libro mágico!

– Así es. Si consultáis las fórmulas de invocación, leeréis lo siguiente: para conjurar a los cinco demonios llamados Sitrael, Malantha, Thamaor, Falaur y Sitrami, después de que uno se haya preparado mediante un casto ayuno y oraciones, debe fumigar, asperjar y consagrar los cuchillos con el mango negro y el mango blanco…

– Hermano…

– Un momento, por favor. A continuación, después de que uno se haya preparado de varias formas, debe llevar una gallina negra y virgen a un cruce de caminos a medianoche, despedazarla y diseminar los pedazos, mientras recita: «Yo os conjuro, invoco y ordeno, Sitrael, Malantha, Thamaor, Falaur y Sitrami, demonios infernales, en el nombre del poder y la dignidad del Dios Omnipotente e Inmortal…

– ¿Pretendéis decir…?

– … aunque, por supuesto, en el caso de la muerte del padre Augustin, los conjuradores, dado que herejes, habrían empleado el nombre de una de sus infames deidades…

– ¿Habláis en serio, hermano? -Apenas daba crédito a mis oídos-. ¿Pretendéis decirme que el padre Augustin fue sacrificado para invocar a unos demonios?

– Es muy probable.

– ¡Pero él no era una gallina virgen!

– Cierto. Pero si examináis este tipo de libros, comprobaréis que a menudo sacrifican a seres humanos. Y si habéis oído hablar del proceso contra Guichard, el obispo de Troyes -aunque quizá no sea el caso, pero os aseguro que cuando estuve en París consulté las actas de los testigos citados por el inquisidor de Francia-, pues bien, si habéis oído hablar de ese lamentable asunto, sin duda sabréis que cuando Guichard y el fraile Jean le Fay leyeron un pasaje de su libro de encantamientos, apareció una forma semejante a un monje negro dotado de cuernos, y cuando Guichard le pidió que hiciera las paces con la reina Juana, el demonio le exigió a cambio que le entregara uno de sus miembros.

Os aseguro que lo miré boquiabierto. Por supuesto que recordaba el proceso de Guichard, que tuvo lugar hace diez años. Recordaba las historias de las infamias de Guichard: que era hijo de un íncubo, que guardaba un demonio particular en un frasco, que había envenenado a la reina Juana con una mezcla de víboras, escorpiones, sapos y arañas. Y recuerdo que en aquel entonces pensé que si esas historias no estaban distorsionadas por la distancia, eran demasiado monstruosas para tomarlas a risa. Hace diez años todo el mundo hablaba sobre las iniquidades de los templarios, ¿lo recordáis? Acusaron a los templarios de adorar a Satanás con actos de blasfemia y sodomía, de asesinar a niños de corta edad e invocar a demonios. No puedo confirmar si esas acusaciones eran ciertas. En aquella época yo no era un inquisidor de la depravación herética, de lo que doy gracias al cielo, y ahora sé lo fácil que es arrancar una confesión con carbones encendidos. También sé que muchos templarios se retractaron de sus confesiones, hechas bajo tormento, y murieron en la hoguera afirmando su inocencia. Pero supongo que habréis sacado vuestras propias conclusiones sobre las actividades de la orden de los templarios en Francia, de modo que no abundaré en el tema. Baste decir que cuando oí los cargos contra el obispo Guichard, me pregunté si no habrían utilizado ciertas personas el temor a las fuerzas demoníacas, muy extendido en aquella época, para destruir su reputación. Y creo que yo tenía motivos para pensar así, ¿pues no lo pusieron en libertad hace cuatro años y lo enviaron como obispo sufragáneo a Alemania? Lo cual ocurrió, según creo recordar, a raíz de que unos testigos, antes hostiles a él, declararan en sus lechos de muerte que Guichard era inocente.

No pretendo negar la existencia de demonios, ni de los nigromantes que tratan de invocarlos de los abismos. Santo Tomás de Aquino ha señalado que cuando un mago invoca a un demonio, el demonio no está dominado por éste; aunque parezca someterse a los deseos del conjurador, lo cierto es que hace que se hunda más hondo en el pecado. Pero si Guichard era culpable de ese pecado, ¿por qué lo han nombrado obispo sufragáneo, con la bendición del Santo Padre?

Me costaba creer que Pierre-Julien utilizara el ejemplo del obispo Guichard en serio. Quizá porque yo recordaba el célebre ataque emprendido contra el papa Bonifacio VIII, instigado por las mismas fuerzas que habían perseguido al obispo Guichard y a los templarios: las fuerzas del rey Felipe. Sin duda recordáis lo violentamente enfrentados que estaban el rey y el papa Bonifacio. Quizá no sea de extrañar que después de la muerte del Santo Padre, el rey lo acusara de toda suerte de prácticas heréticas y diabólicas. De hecho recuerdo que también acusaron a Bonifacio de albergar a un demonio particular, que según dicen había conjurado matando un gallo y arrojando su sangre al fuego. Quizás había empleado, al igual que Guichard, un libro semejante al que sostenía Pierre-Julien. Pero si era culpable, ¿por qué se suspendió de improviso el proceso contra él, cuando el papa Clemente (que en paz descanse) accedió por fin a las exigencias del rey en relación con ciertas bulas aprobadas por el susodicho Bonifacio?

Sé que soy suspicaz e irreverente. El provincial solía decírmelo a menudo, cuando discutíamos sobre esta cuestión. Pero creo que otros comparten mis dudas. Sé que otros se cuestionan los motivos del rey para haber perseguido al papa Bonifacio y al obispo Guichard.

Pero estaba claro que Pierre-Julien no se contaba entre ellos.

– Pensaba que nunca se probaron los cargos contra el obispo Guichard -dije.

– ¡Por supuesto que se probaron! ¡Fue encarcelado!

– Pero sus acusadores se retractaron.

Pierre-Julien hizo un gesto de desdén.

– La misericordia concedida a un pecador no lo hace menos pecador, como sabéis. En cuanto al padre Augustin, creo que ciertos brotes de depravación, en su afán de servir al diablo y negar la verdad de Dios, quizás lo han hecho sacrificando a uno de los defensores más celosos del Señor de una forma destinada a conjurar a todas las huestes del infierno.

– Hermano…

– Cuando me informaron del asesinato, pensé que quizá fuera un acto de brujería. Así se lo dije al Santo Padre, el cual se mostró muy preocupado.

– ¿Ah, sí? -Me costaba creerlo. Yo me habría reído a carcajadas-. ¿Por qué?

Pierre-Julien me miró con aire condescendiente, como si se compadeciera de mí. Luego apoyó una mano en mi brazo y me obligó a sentarme en la cama, junto a él.

– Aquí en Lazet estáis muy alejado de Avignon -dijo para consolarme-. Es lógico que no estéis informado del último ataque contra la cristiandad. Me refiero a la mortífera peste de sortilegios, adivinaciones e invocación de demonios. ¿Sabéis que el Santo Padre ha nombrado una comisión para que investigue la brujería que existe en su propia corte?

Yo negué con la cabeza, estupefacto.

– Os aseguro que es cierto. El Santo Padre, temeroso de esta pestífera asociación de hombres y ángeles malignos, se ha visto obligado a emplear una piel de culebra mágica para detectar la presencia de veneno en su comida y bebida.

– Pero sin duda… -Os juro que no sabía qué decir-. Sin duda el Santo Padre no caerá en el mismo pecado…

– Hijo mío, ¿ignoráis las conspiraciones que se tramaron en el pasado contra el papa Juan? ¿No sabéis que el obispo Hugh Geraud de Cahors y sus compinches trataron de asesinar el año pasado al Santo Padre?

– Sí, desde luego, pero…

– Compraron a un judío tres figuritas de cera, a las que agregaron tres tiras de pergamino que ostentaban los nombres del Papa y dos de sus más leales seguidores. Luego ocultaron las figuritas, junto con un veneno que obtuvieron en Toulouse, en una hogaza que enviaron a Avignon.

– ¿De veras? -Aunque había oído hablar del complot, no sabía nada sobre las figuritas de cera-. ¿Las habéis visto?

– ¿Qué?

– Las figuritas.

– No. Pero he hablado con personas que las han visto.

– Ya.

Confundido, guardé silencio. Por lo visto existía una campaña de la que yo no sabía nada. Claro está que la nigromancia no pertenece al ámbito de un inquisidor de la depravación herética, por lo que no tenía por qué estar enterado de ella. No obstante, sentí por primera vez que había perdido contacto con el mundo. Me sentí como un campesino de las montañas que se enfrenta a un ejército invasor para el que no está preparado.

– Creo que deberíais leer esto -me recomendó Pierre-

Julien, entregándome por fin El libro de los oficios de los espíritus-. También poseo otro libro que debéis leer, titulado Lemegeton. Utilizadlos como manuales para detectar a brujos y adivinos. Armado con estos conocimientos, estaréis mejor preparado para derrotar a las fuerzas del mal.

– Pero no me corresponde a mí investigar a magos. No estoy obligado a hacerlo.

– Quizá lo estéis dentro de poco -observó Pierre-Julien-, si el Santo Padre se sale con la suya. Por otra parte, ¿no estáis investigando la muerte del padre Augustin?

– Hermano -dije alzando una mano-, el padre Augustin no murió sacrificado.

– ¿Cómo lo sabéis?

– Porque no era una gallina, porque no lo mataron a medianoche y porque no diseminaron sus restos en un cruce de caminos. Diseminaron sus restos a lo largo y ancho de esta comarca.

– Hijo mío, no sabemos cuántos libros existen semejantes a éste, libros llenos de ritos y sortilegios desconocidos. Libros que jamás hemos visto, que contienen unas blasfemias inconcebibles.

– Es posible. Pero si vos no los habéis visto nunca, hermano, juro sobre las Sagradas Escrituras que aquí tampoco los ha visto nadie. Como decís, estamos lejos de Avignon.

Pierre-Julien negó con la cabeza.

– ¡Ojalá fuera cierto! -suspiró-. «Viniendo, argüirá al mundo de pecado.» No hay ningún rincón de la tierra libre de la pestilencia de Satanás.

De improviso me embargó un profundo cansancio. Tuve la sensación de que, por más que lo intentara, jamás lograría contener a Pierre-Julien. Era infatigable, imbuido de un fervor que ningún hombre de pasiones moderadas puede igualar. Comprendí que esa energía, ese entusiasmo tenaz, constituía el medio a través del cual había progresado de un modo tan constante, venciendo toda oposición. Al cabo de un rato, uno terminaba capitulando.

– Por ejemplo, ¿habéis registrado Casseras en busca de textos mágicos? -inquirió Pierre-Julien con incansable celo.

– Sí. No se halló nada de carácter sospechoso.

– ¿Nada? ¿Ningún cuchillo, garfio, hoz o aguja oculto? ¿Ningún gallo o gato negro?

– No tengo ni las más remota idea. Fue Roger Descalquencs quien dirigió el registro.

– ¿Y los aldeanos? ¿Los interrogasteis acerca de sus conocimientos de brujería?

– ¿Cómo iba a hacerlo? -contesté con renovada indignación-. ¡El Santo Oficio no tiene como misión ocuparse de sortilegios y artes adivinatorias, hermano!

– Pues creo que ha llegado el momento de que lo haga -replicó Pierre-Julien. Después de reflexionar unos momentos, prosiguió-: Cuando volváis a interrogar a unos sospechosos o testigos a propósito de este asunto, preguntadles qué sustancias han comido, o les han dado para que comieran: garras, pelo, sangre o algo por el estilo. Preguntadles qué saben sobre cómo hacer que una mujer estéril se quede preñada, o disputas entre maridos y esposas, o niños que mueren o se curan milagrosamente.

– Hermano…

– Preguntadles si han visto o utilizado imágenes de cera o plomo; interrogadles también sobre diversos métodos de recolectar hierbas, y sobre robos en la aldea, de crisma o aceite consagrado o la eucaristía del cuerpo de Cristo…

– Hermano, creo que deberíais interrogar vos mismo a esas gentes. -No me creía capacitado para llevar a cabo la clase de interrogatorio que deseaba Pierre-Julien-. Es evidente que tenéis más experiencia que yo en estas lides. Es preferible que investiguéis vos la muerte del padre Augustin, mientras yo me dedico a otros menesteres.

Pierre-Julien hizo de nuevo una pausa para reflexionar, mientras yo pronunciaba en silencio un ruego al Señor. Pero el Señor me había abandonado.

– No -respondió por fin mi superior- habéis progresado mucho en vuestras pesquisas. Habéis ido a Casseras y conocéis a esa gente. Es preferible que continuéis con vuestra investigación, mientras yo inicio unas indagaciones en la aldea cuya población habéis arrestado… ¿Cómo se llama?

– Saint-Fiacre.

– Saint-Fiacre. Exacto. Como es natural, examinaré los resultados que obtengáis y os indicaré cómo mejorarlos. Incluso, y creo que esto os será de gran ayuda, transcribiré las preguntas que debéis formular, sobre magia e invocaciones. Puesto que no habéis leído ningún libro al respecto, necesitaréis ayuda para perseguir a los nigromantes.

«¿Por qué, ¡Oh Yavé!, te mantienes tan alejado, y te escondes al tiempo de la calamidad?» Como supondréis, soporté con mansedumbre esa prueba, me sometí con paciente humildad a la voluntad de Dios. Al igual que Job, maldije el día. Pero lo hice en silencio, en mi fuero interno; de forma milagrosa, hallé las fuerzas necesarias para mantener la boca cerrada. De lo contrario me habría puesto a aullar como los dragones y a gemir como los búhos.

Sin duda, el Señor me había castigado por mis pecados. Y al igual que el aumento de su gobierno y su paz, el castigo no tendría fin.


Poco después de la llegada de Pierre-Julien, se celebró un auto de fe. Lo había dispuesto yo, pues muchos prisioneros aguardaban ser sentenciados. Por otra parte, deseaba demostrar a mi nuevo superior que, a pesar de mis múltiples faltas y defectos, había conseguido detener a algunos lobos feroces. Así pues, entre mis otros deberes, había reunido a unos jueces para que dictaran sentencia, y había dispuesto que se anunciara desde todos los pulpitos los días en que tendría lugar la ceremonia pública. Asimismo, había ordenado que el anuncio incluyera el aviso de la única ejecución que estaba prevista, pues he comprobado que, a menos que uno prometa la muerte, no consigue atraer a la multitud que requiere la ocasión.

Los jueces eran el obispo Anselm, el prior Hugues, el senescal, el administrador real de confiscaciones, un representante del obispo de Pamiers (experto en derecho canónico), un notario local de impecable reputación y, por supuesto, Pierre-Julien Fauré. Durante una jornada y media debatieron sobre los diversos casos que les fueron presentados en las lujosas estancias del palacio del obispo; luego, tras acordar los castigos oportunos, ordenaron que se tomara acta de las sentencias. Cuando se separaron lo hicieron con una profunda sensación de alivio, pues no habían congeniado. El notario me informó en privado que el obispo Anselm era «un impedimento» y el canónigo de Pamiers un hombre «de escasas luces». (Lo único que sabe es lo que ha leído en la Summa iuris de Penafort. El derecho canónico no se limita a lo decretado por Penafort, padre.) Roger me explicó malhumorado que el susodicho notario «había empleado unas palabras enrevesadas sin sentido alguno» y que el prior Hugues era «excesivamente tolerante». En cuanto al canónigo, éste se refirió al senescal como «ignorante y tosco».

Nadie dijo nada elogioso sobre Pierre-Julien. Incluso el obispo me preguntó, confidencialmente, si mi superior «se creía el obispo». Y el senescal se vio obligado a observar, durante las conversaciones, que «si ese gusano viscoso vuelve a mencionar su nombramiento papal, ¡haré que se lo trague!».

Este tipo de reuniones suelen revelar antagonismos latentes, según he podido comprobar.

Una vez decididas las sentencias, se erigió una gran plataforma de madera en la nave de Saint Polycarpe. Ahí, en la fecha prevista, se congregaron dieciséis penitentes, junto con los notables cuya presencia era requerida: varios cónsules, el senescal, el obispo, Pierre-Julien Fauré y yo mismo. Pierre-Julien pronunció su sermón, consistente en un lío de translatio casi incomprensible. (Todavía me pregunto a qué se refería con eso de «beber cizaña del cáliz de la sangre de Cristo en la medida que con otros usareis, ésa se usará con vosotros».) A continuación el senescal y otros representantes del brazo secular juraron obediencia; se emitió un decreto solemne de excomunión contra todo aquel que obstaculizara al Santo Oficio y Raymond Donatus leyó en voz alta las confesiones de cada penitente, en lengua vulgar.

Yo solía encomendar esta tarea a Raymond Donatus, debido a la vehemencia y el fervor con que la llevaba a cabo. Incluso resumidas, esas confesiones suelen ser prolijas y enrevesadas, repletas de aburridas e insignificantes ofensas, pero

Raymond Donatus era capaz de conmover al público hasta las lágrimas, o incitarlo a la furia, relatando los más modestos pecados. (Por ejemplo, bendecir el pan de forma herética.) En esta ocasión se superó a sí mismo; hasta los penitentes rompieron a llorar y apenas los oímos cuando reconocieron que sus confesiones eran ciertas. Después de abjurar, fueron absueltos de la excomunión en la que habían incurrido y se les prometió misericordia si se comportaban con obediencia, piedad y humildad bajo las sentencias que les iban a imponer.

En algunos casos las sentencias fueron más severas de lo que yo había previsto. Por lo general, aunque el senescal es implacable, el prior Hugues solicita clemencia para los acusados, y el resultado es moderado y razonable. Pero en esta ocasión Pierre-Julien apoyó el punto de vista del senescal y ninguno de los que se oponían a su severidad tuvo el valor de resistirse a ese insaciable celo que he descrito antes.

Así, por el pecado de levantar falsos testimonios, Grimaud Sobacca fue condenado a cadena perpetua, aunque yo había recomendado que cosieran unas lenguas rojas sobre su ropa, que se le azotara con una vara cada domingo en la iglesia, que ayunara desde el viernes después de la festividad de San Miguel hasta Pascua y que pagara una elevada multa. Asimismo, el suegro de Raymond Maury fue condenado a cinco años de cárcel, aunque yo le habría impuesto tan sólo unas peregrinaciones: por ejemplo a Sainte Marie de Roche-amour, a Saint Rufus de Aliscamp, a Saint Gilíes de Vauverte, a San Guillermo del Desierto y a Santiago de Compostela, obligándole a realizarlas en el espacio de cinco años.

Pierre-Julien se mostró a favor de la pena de cárcel en lugar de las peregrinaciones. (Yo sabía que Pons se opondría a esto, pero supuse que él mismo se lo diría a Pierre-Julien.) Sólo uno de los penitentes, una joven cuya ofensa consistía sólo en que de niña había visto a un perfecto cátaro en la casa de su tío sin saber de quién se trataba, fue sentenciada a realizar unas peregrinaciones. Fue condenada a cumplir diecisiete pequeñas peregrinaciones y a traer de cada lugar santo, como es costumbre, unas cartas que confirmaran su visita. La sentencia especificaba que no era preciso que luciera la cruz,

ni que se sometiera a unos azotes en los lugares santos, pero a mi entender merecía una condena más benévola. Yo le habría impuesto unas observancias: misa diaria, recitar el Padrenuestro diez veces al día, abstenerse de comer carne, huevos y queso y otros sacrificios.

Recordaréis al perfecto Ademar de Roaxio, al que me he referido antes en este relato. Siendo como era un hereje impenitente, sin duda habría sido ejecutado de no haber perecido en prisión; así pues, sus restos fueron condenados a la hoguera, junto con los de otro hombre que había recibido el consolomentum en su lecho de muerte. La esposa de ese hombre, que aunque no era una hereje había permitido la conversión de su marido a la herejía, fue sentenciada a cadena perpetua. El libidinoso Bertrand Gaseo de Seyrac, al que también me he referido antes, fue sentenciado a tres años de cárcel, después de lo cual debía lucir unas cruces de por vida. Una de las mujeres seducidas por él, Raymonda Vitalia, recibió el mismo castigo. En total, sólo tres de los penitentes no fueron sentenciados a una pena de cárcel; de estos tres, una era la joven condenada a realizar diecisiete peregrinaciones, otro estaba ausente y el tercero fue condenado debita animadversione puniendus, esto es, fue entregado a las autoridades seculares para que éstas lo castigaran.

Este tercer penitente era un hereje apóstata, un antiguo pastor y una bestia con forma humana. Condenado hacía unos doce años por adorar a un perfecto, había abjurado y se había reconciliado con la Iglesia, había cumplido una condena de seis años de prisión y había sido puesto en libertad con la condición de que luciera las cruces, lo cual había hecho con orgullo. En varias ocasiones había sido multado y azotado por atacar a buenos católicos que se habían burlado de él por ostentar la infame marca. Incluso se había grabado con un cuchillo una cruz en el pecho y se ufanaba de conocer el infierno, que según él se hallaba en la Tierra, una creencia derivada de la doctrina catara. Cuando le difamaron por ser un hereje reincidente, declaró que sus acusadores habían levantando falsos testimonios contra él, lo cual no impidió que al ser arrestado maldijera al Santo Oficio, a la Iglesia y al senescal; escupiera, contra el padre Jacques y lo calificara de demonio; dijera que Cristo había muerto y que nosotros lo habíamos matado con nuestros pecados. En prisión, mientras aguardaba sentencia, había aullado como un lobo y había mordido a Pons en una pierna, se había comido sus excrementos y había profetizado que toda Lazet sería destruida por Dios el día de su muerte. Pero no creo que estuviera loco. Conversamos en tres ocasiones y se expresó con coherencia, con lógica, aunque su intención fue siempre la de ofender y enfurecer a la gente con insultos, maldiciones y su depravada conducta. Un día que fui a verlo solo (os aseguro que jamás volví a entrar en su celda sin escolta), me derribó al suelo, me sujetó con tal fuerza que me lastimó y me amenazó con conocerme carnalmente. No dudo que habría cumplido su amenaza, aunque estaba esposado, pues poseía una fuerza asombrosa. Por fortuna, mis gritos alertaron a uno de los guardias, que lo azotó con una cadena hasta conseguir que me soltara.

Este pecador impenitente se llamaba Jacob Galaubi. Todos los que lo conocían lo temían, y yo más que nadie. Mientras me sujetaba en el suelo le había mirado a los ojos y había visto en ellos tanto odio que había tenido la impresión de contemplar el mismo insondable infierno. Cuando compareció en Saint Polycarpe durante el auto de fe, parecía haber salido de ese mismo infierno, pues mostraba las heridas que él mismo se había infligido, andaba encorvado debido al peso de sus cadenas, rechinaba los dientes, ponía los ojos en blanco y habría emitido toda suerte de amenazas y blasfemias si no le hubieran quemado la lengua con una brasa. (Este cruel castigo había sido ideado por Pons, quien había afirmado estar «harto de la repugnante boca de ese hijo de perra».) Así pues, en lugar de blasfemar, Jacob babeaba como un lobo hambriento, haciendo que todos los que lo contemplaban se estremecieran.

Dado que no había confesado, no se le pidió que confirmara la veracidad de su confesión; tras recitar sus pecados, lo condujeron de nuevo a la cárcel. Allí se le concedió otro día para arrepentirse, para que su alma no pasara de las llamas temporales a las eternas, pero a nadie sorprendió que Jacob mostrara un desprecio contumaz hacia la Iglesia santa y apostólica. Es más, cuando le interrogué sobre ese tema, se negó a reconocer siquiera mi presencia. Claro es que no podía hablar, pues tenía la lengua demasiado hinchada. Pero cuando le pregunté si estaba dispuesto a confesar y retractarse solemnemente de sus pecados, no hizo ningún gesto de asentimiento. Se limitó a mirarme como si no me viera, bostezó y se volvió, abandonado por el Espíritu Santo.

Al día siguiente lo ataron a un poste en el mercado y apilaron haces de leña, paja y sarmientos hasta su barbilla. A continuación el senescal le preguntó si estaba dispuesto a renunciar a las obras del diablo. Dudo que el reo oyera esta pregunta, pues se había resistido con gran energía a que lo sacaran de la cárcel y sus guardias habían tenido que emplear la fuerza bruta. Lo cierto era que Jacob estaba semiinconsciente y confieso que me sentí aliviado. Ello no significa que hubiera pedido clemencia por él, pues merecía morir. Algunos herejes reincidentes, cuando van a morir lo hacen con la debida humildad, sollozando y dóciles, reconciliados con la Iglesia, y aunque su penitencia pueda ser fingida, soy incapaz de presenciar su última agonía sin remordimientos de conciencia. Pero Jacob era una llaga purulenta en el cuerpo de la Iglesia; su veneno era como el de una serpiente. Apurará el cáliz de la ira del Señor, y morirá atormentado por el fuego y el azufre en presencia de los ángeles benditos.

Con todo, tuve que volverme cuando encendieron la hoguera. Tuve que recitar unas oraciones en voz alta, no, confieso con vergüenza, para honrar a Cristo, sino para impedir que los últimos y atroces gritos de Jacob llegaran a mis oídos. Reconozco mi cobardía. Un hombre convencido de la justicia de una ejecución debería tener el valor de contemplar los resultados de su labor. Sé que el padre Augustin no habría cerrado los ojos ni se habría tapado los oídos.

El padre Augustin habría presenciado incluso la última indignidad, cuando retiran el cuerpo medio abrasado de la hoguera, lo parten y lo colocan sobre otra hoguera de troncos hasta que queda reducido a cenizas. Muchos ciudadanos se quedan para contemplar este trámite, que siempre me produce náuseas. De nuevo, no tengo disculpa. Las manos me tiemblan y las rodillas apenas me sostienen.

Quizás os preguntéis, al leer mi descripción de este auto de fe, por qué he omitido relatar la suerte que corrieron algunas personas como Raymond Maury y Bertrand de Pibraux. Quizás os preguntéis si no estuvieron presentes. En resumidas cuentas, no lo estuvieron, por motivos que paso a explicaros.

Al ser interrogado, Raymond Maury había confesado sin reparo sus pecados. Estaba muy aterrorizado y ansiaba reconciliarse con la Iglesia. Incluso confesó haber ofrecido al padre Jacques lo que él calificó de «dinero misericordioso»: cincuenta livres tournois. Me dijo que, en vista de que tenía una familia numerosa que dependía de él, el padre Jacques había decidido mostrarse benevolente con él.

Ahora bien, esta confesión me había presentado un serio problema. Aunque habría sido relativamente fácil sentenciar a Raymond Maury por sus otros delitos, no me había topado jamás con el pecado de sobornar a un inquisidor de la depravación herética. Por consiguiente, no sabía qué hacer. ¿Debía ser juzgado Raymond por este error? ¿Debía ser también juzgado el padre Jacques? No podía consultar a nadie, pues el padre Augustin había muerto y Pierre-Julien no había llegado aún de Avignon. Por tanto, decidí escribir al inquisidor de Francia pidiéndole consejo, sospechando que no querría que un secreto tan vergonzoso fuera de dominio público, y mantener a Raymond en la cárcel, en espera de sentencia, hasta recibir respuesta a mi carta.

Cuando informé a Pierre-Julien de esta decisión, se mostró de acuerdo en que aguardáramos instrucciones de París antes de proceder contra Raymond Maury.

El caso de Bernard de Pibraux era distinto, pues no había confesado nada. Cuando por fin hallé tiempo para interrogarlo, me impresionó su gran belleza, un tanto ajada después de haber pasado varios meses en prisión, y su carácter afable. El sufrimiento había eliminado sus tendencias alocadas e irresponsables, su lascivia y su genio pendenciero de borracho, hasta dejar visible lo que ocultaba debajo: un temperamento pacífico pero enérgico; un alma joven, pura y confundida. Ese muchacho era un cachorro de león, con una columna vertebral rígida como la de una hiena. Mi corazón se ablandó en cuanto le vi; comprendí de inmediato, completamente y sin desaprobación, por qué el padre Jacques no le había citado nunca para que compareciera ante el Santo Oficio.

Esto no significa que el padre Augustin errara al indagar en el asunto. ¿Acaso los fariseos no habían sido comparados con moscas muertas? Un rostro bello puede ocultar un alma degenerada, pues, como señala san Bernardo, muchos herejes son extraordinariamente astutos, maestros del disimulo. ¿Quién sabe si yo no me equivocaba al juzgar a Bernard de Pibraux? A fin de cuentas, el padre Augustin era más virtuoso que yo.

Pero de nuevo, mi debilidad me traicionó. Miré a Bernard de Pibraux, escuché su declaración sincera, entrecortada y decidida, y confieso que anhelé hallarme en otro lugar, otra época, otra vocación. Me levanté y empecé a pasearme por la habitación mientras Raymond Donatus me contemplaba asombrado y Bernard titubeaba.

– Permitidme que os hable con franqueza, amigo mío -dije al prisionero-. Os han visto inclinaros ante un hereje y ofrecerle comida. Éstas sondas pruebas recabadas hasta la fecha. Ahora bien, entiendo que la sospecha contra vos no es vehemente. Por tanto, he decidido pedir a vuestro padre que reúna a veinte compurgadores en vuestro juramento de refutación de los cargos. Esto no se hace con frecuencia, pero creo que vuestro caso lo merece. Si vuestro padre es capaz de hallar a veinte personas de vuestra condición, personas de una reputación intachable, que conozcáis personalmente y que estén dispuestas a jurar vuestra ortodoxia, podré presentar a mi nuevo superior, cuando llegue, un argumento razonable para dejaros en libertad.

– ¡Padre…!

– Esperad. Prestad atención. No seréis proclamado inocente, Bernard. Los jueces simplemente declararán los cargos «no probados». Deberéis abjurar de la herejía de la que se os acusa. Y si encuentro otras pruebas que os incriminen, no tendré clemencia. ¿Está claro?

– No soy un hereje, padre. Os lo juro. Fue un error.

– Bien, quizá sea cierto. Pero no puedo pronunciarme en nombre de mi superior. Quizá no logremos convencerle.

Y así fue. Pierre-Julien rechazó mi petición de reunir a unos compurgadores, al menos hasta que Bernard hubiera soportado una prolongada dieta de pan y agua. Si el ayuno no le inducía a confesar, existían otros métodos más enérgicos para arrancarle la verdad. Sólo si esos métodos fallaban, podríamos empezar a considerar la posibilidad de su inocencia.

– Hay que emplear el látigo con quien se niega a entrar en razón -observó mi superior.

Me sentí decepcionado, pero no sorprendido. A mi entender, la tortura siempre revela cierta incompetencia. Después de comunicar a Bernard de Pibraux la decisión de mi superior, le dije que si confesaba obtendría una sentencia lenitiva, mientras que su obstinación sólo le conduciría a la ruina, la desgracia y la desesperación. Le supliqué, le dije que era un joven noble y amable, el orgullo de su padre y la alegría de su madre. ¿Acaso no era preferible una peregrinación, o pasar un año cautivo, al potro?

– Sería una mentira, no una confesión -respondió, pálido como la luna.

– No atendéis a lo que os digo, Bernard.

– ¡Soy inocente!

– Escuchad -dije, haciéndole una última propuesta-. Puede que seáis inocente, pero vuestra familia no. Si vuestro padre está implicado en la muerte del padre Augustin, debéis decírnoslo. Porque si lo hacéis, os aseguro que vuestra sentencia será ligera como una pluma.

Pese a impresionarme la dignidad de su talante, casi esperaba que me escupiera en la cara. Pero el joven había aprendido a contenerse en la cárcel: su única reacción fue una expresión de disgusto y unas palabras de reproche.

– Creí que erais un buen hombre -dijo-. Pero sois como los demás.

Tras emitir un suspiro, le pedí que recapacitara. También le dije que podía apelar al Papa, pero que la apelación debía presentarse antes de que los jueces dictaran sentencia. (No le dije que era improbable que el Santo Padre le concediera la libertad.) Luego abandoné su celda, y me consolé pensando que quizás unas semanas a pan y agua le indujeran a cambiar de parecer, pues no quería verlo sobre el potro.


Ése fue el motivo de que Bernard no compareciera con motivo del auto de fe, pues seguía preso, ayunando. Bruna d'Aguilar y Petrona Capdenier no fueron obligadas a abjurar de sus errores en público, pues yo no había tenido tiempo de investigarlas. En cuanto a Aimery Ribaudin, lo había citado para que compareciera ante el tribunal, y apareció llevando consigo, sin que nadie se lo pidiera, unas declaraciones de su ortodoxia de cincuenta compurgadores, inclusive el obispo Anselm, junto con dos notarios y doce testigos dispuestos a respaldar su versión de los hechos. Según Aimery, el dinero que había entregado al tejedor hereje había sido en pago por unas telas, eso era todo. Ignoraba el pasado delictivo del tejedor. El padre Jacques, declaró Aimery con franqueza, había aceptado su palabra al respecto. Y él había donado al priorato dominico, en señal de gratitud, un viñedo, cuatro tiendas y un hermoso relicario que contenía un fragmento del hueso de un dedo de san Sebastián.

En vista de las circunstancias, me apresuré a declarar que los cargos contra él no habían sido probados. No obstante, sabía que la decisión última dependía de Pierre-Julien. De modo que concerté una cita entre ambos hombres, y más tarde no pude por menos que sonreír con ironía cuando mi superior se deshizo en alabanzas al armero. Era un buen católico, dijo, un ciudadano modélico. Modesto, recto y pío. Pero hasta los hombres buenos pueden tener enemigos con una lengua viperina.

– ¿Así que lo consideráis un caso de falso testimonio? -pregunté.

– Sin duda. Quienquiera que haya difamado a un ciudadano tan intachable debería recibir su justo castigo.

– Ya lo ha recibido. Murió hace dos años en prisión.

– Ah.

– Hermano, si creéis que Aimery Ribaudin ha sido acusado falsamente, deberíais analizar de nuevo la acusación contra Bernard de Pibraux, que es idéntica…

– En absoluto.

– Él también asegura que ignoraba la identidad del hereje…

– No tiene un carácter fiable.

Al decir «carácter», Pierre-Julien se refería a riqueza e influencia. Siempre ha sido así en este mundo. Pero no me sentí ofendido, pues es indudable que los ricos y poderosos se forjan enemigos, y Aimery gozaba de una fama intachable. Por lo demás, yo había averiguado ciertos datos que alejaban de Maurand dAjzen, y por tanto del yerno de Aimery, toda sospecha de complicidad en la muerte del padre Augustin. En resumidas cuentas, había averiguado que Jordan Sicre seguía vivo.

Recibí esta información en el priorato menos de una semana antes del auto de fe. Una tarde, después de que se impartiera disciplina, en el breve espacio de tiempo antes de que los hermanos se retiraran, se me acercó un hermano lego que supervisaba al personal de la cocina. Me pidió permiso para hablar, que yo le concedí, aunque estaba recitando en silencio los siete salmos penitenciales. (No olvidemos que yo seguía inmerso en un dilema espiritual, sobre el que volveré a referirme en esta narración.)

El hermano lego, que se llamaba Arnaud, se disculpó por importunarme. Había hablado con el subprior, quien le había aconsejado que hablara conmigo. Aclaró que no hablaba en nombre propio, sino de uno de los pinches de cocina, y que no se habría, atrevido a molestarme de tratarse de un asunto baladí…

– No os andéis con rodeos, hermano -dije.

Pero al observar que Arnaud vacilaba, me arrepentí enseguida de mi impaciencia y le conduje a mi celda, dirigiéndome a él con amabilidad. Me contó una historia curiosa. Todos los días, después de nuestra comida principal, los restos eran distribuidos a los pobres, junto con unas hogazas horneadas específicamente con tal fin. Un pinche de cocina, un tal Thomas, llevaba la comida a la puerta del priorato, asegurándose de que todas las personas hambrientas que aguardaban recibieran cuando menos una pequeña porción de las viandas de la jornada. La mayoría de esos mendigos acudían todos los días, y Thomas los conocía de nombre. Pero unos días antes había aparecido un hombre al que no conocía, el cual había rechazado un pedazo de pan porque estaba «manchado de salsa» y por tanto «de carne, que es pecado».

Suponiendo que se refería al ayuno de Cuaresma, Thomas no había hecho caso. Pero dos días más tarde, ese mendigo había censurado a otro por «tomar unos alimentos obtenidos a través del coito». Como Thomas no conocía el significado de la palabra «coito», había pedido a Arnaud que se lo aclarara.

– Recuerdo que en cierta ocasión nos hablasteis de los pecados de los herejes -dijo Arnaud no sin ciertos titubeos-. Nos explicasteis que no comen carne, porque se niegan a matar un ave o un animal.

– Así es.

– También nos dijisteis que visten ropa de color azul, y ese hombre no llevaba ninguna prenda azul. No obstante, pensé que debía preveniros.

– Hicisteis bien en acudir a mí, hermano -respondí, tomando su mano-. Os habéis comportado como un perro guardián a las puertas de la viña. Gracias.

El hermano se sonrojó y me miró satisfecho. Le pedí que me informara la próxima vez que dieran comida a los pobres, para poder interrogar al mendigo. Por más que me costara creer que un ferviente hereje buscara ayuda a las puertas de un priorato dominico, me sentía obligado a investigar el asunto. Si no lo hacía, me exponía a ser difamado como fautor y ocultador de la herejía.

Al día siguiente, antes de novenas, Arnaud acudió de nuevo a mí y me llevó a ver a los susodichos mendigos. Eran una veintena y estaban arracimados frente a la entrada del priorato; algunos eran meros niños, otros eran viejos y enfermos. Pero uno de ellos estaba en la plenitud de su vida: era un hombre delgado con la tez aceitunada, los ojos de color miel y unas manos delicadas.

Lo reconocí al instante.

Sin duda recordaréis al incomparable familiar que he descrito al principio de este relato, refiriéndome a él como «S». Por aquella época, «S» llevaba unos cinco meses ausente de Lazet, condenado por ser un hereje contumaz. Tras facilitarle una llave, y llamar yo a un centinela en el momento previsto en que «S» utilizara esa llave, conseguí que «se fugara» de la prisión. Habíamos acordado que «S» partiría hacia el sur para infiltrarse en una banda de herejes que vivían en las montañas de Cataluña. Una vez allí, convencería a algunos de ellos para que regresaran a través de las montañas; habíamos fijado una fecha en que éstos serían hallados, y arrestados, en una aldea cercana a Rasiers.

¿Qué diantres hacía «S» en Lazet?, me pregunté.

– Amigo mío -le dije, dirigiéndome a él como si fuera un extraño al tiempo que trataba de poner en orden mis pensamientos-, ¿es cierto que os negáis a comer carne?

– Es cierto -contestó con su melodiosa voz.

– ¿Por qué?

– Porque ayunar es bueno para el alma.

– Pero si acudís aquí deduzco que es porque os sentís demasiado hambriento para ayunar. -Al hablar, me pregunté: ¿adonde podemos ir? No podía llevarlo a la sede del Santo Oficio, donde sin duda lo reconocerían. Por otra parte, su presencia en el priorato suscitaría numerosas preguntas.

– Mi alma está más hambrienta que mi cuerpo -replicó «S», y se dispuso a marcharse.

Me apresuré a llevar a Arnaud aparte y susurrarle al oído que iba a seguir a ese infiel, con el fin de descubrir su guarida. Quizá proviniera de un auténtico nido de herejes, añadí. Y me alejé de inmediato, antes de que Arnaud me hiciera alguna pregunta.

Guardando una distancia prudencial, seguí a mi presa hacia el Castillo Condal y el otro extremo del mercado. «S» caminaba a paso ligero, sin mirar hacia atrás. Con todo, intuí que había detectado mi presencia. Por fin me condujo, no hasta la esquina de un corral o un portal en sombras, sino a un hospitum. Aunque la planta superior estaba habitada, la planta baja, ocupada por un almacén, estaba cerrada a cal y canto como una prisión. Pero al pasar de largo observé que el familiar sacaba una llave de entre sus ropas y penetraba en el edificio por una puerta lateral.

Tras dar una vuelta por el barrio, regresé a la puerta del hospitum, que «S» abrió para franquearme la entrada.

– Bienvenido -dijo el familiar suavemente. Luego cerró la puerta con la misma suavidad, de forma que la única luz que iluminaba el espacio en el que nos hallábamos penetraba a través de dos pequeñas y elevadas ventanas. Al mirar a mi alrededor, vi que el almacén estaba lleno de balas de lana y pilas de leña. Pero al mismo tiempo distinguí un montón de paja no lejos de donde me encontraba, y junto a él unos objetos (un pellejo de vino, un mendrugo de pan, un cuchillo y una manta), por lo que deduje que allí vivía alguien.

– ¿Vivís aquí? -pregunté.

– De momento.

– ¿Lo sabe alguien?

– No lo creo.

– ¿Entonces cómo conseguisteis la llave? -inquirí.

El familiar sonrió.

– Soy el dueño de este edificio, padre -respondió-. Gracias a vuestra generosidad.

– Ah. -Yo sabía que «S» había adquirido una viña, bajo un nombre falso, pero no que poseía un hospitum en el centro de Lazet-. ¿También sois el dueño de lo que contiene?

– No. Los objetos que veis pertenecen a mis inquilinos -dijo «S» señalando el techo. Lo observé con curiosidad, pues parecía sentirse menos cómodo en su propio almacén que en la celda de una prisión. Parecía cansado pero al mismo tiempo alerta. Sus ademanes eran insólitamente bruscos.

– ¿Por qué habéis venido aquí? -inquirí-. ¿Para cobrar el alquiler? Corréis un grave riesgo, hijo mío.

– Ya lo sé -contestó-. He venido aquí para ayudaros.

– ¿Para ayudarme?

– Me contaron que habían asesinado al inquisidor de Lazet. -Tras sentarse sobre una bala de lana, «S» me invitó a hacer lo propio-. Supuse que erais vos, pero me dijeron que se trataba de otra persona. Del sustituto del padre Jacques.

– Augustin Duese.

– Sí. Mis nuevos amigos estaban ansiosos de conocer más detalles. Averiguaron que también habían muerto asesinados cuatro guardias. Cuatro familiares. ¿Es cierto?

– Quizás. -Al mirarle a los ojos, tuve que ofrecerle una explicación más detallada-. Los cadáveres fueron desmembrados y diseminados por el lugar de los hechos. Es difícil asegurar si todos los guardias fueron asesinados o no.

– ¿Tenéis alguna duda?

– Sí, tengo mis dudas.

– ¿Acerca de Jordan Sicre?

Lo miré asombrado.

– ¿Lo habéis visto? -pregunté, pero «S» se llevó un dedo a los labios.

– ¡Chitón! -murmuró-. Mis inquilinos os oirán.

– ¿Lo habéis visto? -insistí, en voz baja-. ¿Dónde? ¿Cuándo?

– No lejos de donde vivo. Ha adquirido una pequeña granja y se ha cambiado el nombre. Pero lo reconocí por haber compartido con él una grata temporada en vuestra prisión, padre. Jordan solía pisotear mi comida. -De nuevo, el familiar sonrió. Era una sonrisa turbadora-. Por supuesto, él también me reconoció a mí. Me advirtió que puesto que soy un perfecto que se ha fugado, sería una imprudencia que informara a la Inquisición, o a cualquiera, sobre su identidad. Y llevaba razón. Siendo como soy un perfecto que se ha fugado, sería una imprudencia.

– ¿Aunque supusiera una sentencia más benévola? -Jordan no estaba seguro de eso.

– Cierto. Pero quizá se pregunte dónde os encontráis en estos momentos.

– A menudo me desplazo a otros lugares para predicar, padre. Suelo ausentarme durante varios días.

– ¿De modo que es posible que Jordan siga allí?

– Sí.

– ¿Y si lo arrestan? ¿Y si os menciona?

– Vamos, padre -respondió «S» suavemente-, si lo arrestan no podré regresar allí. Por supuesto que me mencionará. Por tanto debéis decidir qué es más importante: ¿Jordan Sicre o mis nuevos amigos?

– Jordan -contesté sin titubear-. Debemos dar con Jordan. Pero imagino que al cabo de tanto tiempo podréis facilitarme algunos nombres, algunos datos.

– Sí. Unos cuantos.

– Con eso me basta. Tendré que memorizarlos, porque no disponemos de una pluma…

– Aquí tenéis -dijo el familiar, que se levantó y extrajo de detrás de una bala de lana un tintero, una pluma y un pergamino. Su eficacia me impresionó.

– Anotadlos vos mismo -dije, pero»S» alzó la mano como para rechazar mi propuesta.

– No, padre -replicó-. Si lo hiciera, podrían demostrar que yo era el informador.

¡Qué astucia la de ese hombre! Era realmente inimitable. Incomparable. Cuando se lo dije, «S» respondió que, como la mayoría de la gente, trabajaba por dinero.

Me apresuré a asegurarle que percibiría la suma prometida a cambio de los herejes catalanes, aunque el número de herejes fuera menor del previsto. Pero el dinero sería pagado en la fecha acordada, al destinatario acordado.

– ¿Al margen de lo que yo haga entretanto? -preguntó «S».

– Sí.

– En tal caso venid a reuniros conmigo dentro de dieciocho meses, en Alet-les-Bains. Iré a ver a unos amigos que viven allí.

«S» se negó a darme más detalles del asunto. Por consiguiente, después de anotar la información que éste almacenaba en su cabeza (debo decir que poseía una memoria asombrosa), me despedí de él.

– Si tardo en regresar, me harán preguntas -dije.

– Por supuesto.

– ¿Partiréis de inmediato?

– Sí.

– Andaos con cuidado.

– Siempre lo hago.

– Me reuniré con vos en Alet-les-Bains. -Acto seguido, me dispuse a marcharme. Pero antes de que yo abriera la puerta, el familiar me tiró de la manga de mi hábito. Me volví sorprendido, pues jamás me había tocado.

– Vos también debéis andaros con cuidado, padre -dijo.

– ¿Yo?

– Vigilad a vuestra espalda. Es posible que alguien pagara a Jordan para asesinar a vuestro amigo. Quienquiera que lo hiciera, seguramente aún posee dinero para otro encargo.

– Lo sé. -Por extraño que parezca, casi me sentí honrado de que «S» se preocupara por mi bienestar. Siempre me había parecido un hombre de pasiones mezquinas y amargas, indiferente a los nobles sentimientos del amor, la amistad y la gratitud. Debajo de su plácido exterior, uno intuía que tenía el corazón duro y frío-. Creedme -dije-, he previsto todas las posibilidades.

«S» asintió con la cabeza, como diciendo: es lógico, puesto que sois un inquisidor. Luego abrió la puerta y la cerró a mi espalda.

No he vuelto a verlo.

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