Los que estáis fatigados y cargados

Me quedé con el padre Paul dos días. El primer día, después de abandonar la forcia, fui a Rasiers y hablé con el preboste. Era un hombre arrogante con una forma de comportarse pomposa, pero me ofreció una pormenorizada descripción de su investigación de la muerte del padre Augustin, una investigación que, a fuer de ser sincero, reconozco que había llevado a cabo de forma impecable. Luego regresé a Casseras para entrevistar a los dos muchachos, Guillaume y Guido, sobre el hallazgo de los restos. Aunque intuí que sus padres se alarmaron al verme conversar con los chicos, éstos se mostraron deseosos de complacerme, porque yo había tenido la precaución de armarme de tortas y confites, preparadas a instancias mías en las cocinas del priorato. Al poco rato me abordaron todos los aldeanos más jóvenes, que me aguardaban en sus portales o me observaban a través de las ventanas. Pero yo no me opuse a esta persecución, pues los niños no son unos expertos mentirosos. Si uno es paciente y amable, y está dispuesto a confesar su asombro, consigue averiguar muchas cosas de los niños. A menudo éstos se percatan de detalles que escapan a la atención de los adultos.

Por ejemplo, después de interrogarles sobre los movimientos del padre Augustin y sus escoltas, les pregunté si habían pasado otros extraños por la aldea. ¿Habían visto a unos hombres ataviados con hábitos azules? ¿A unos hombres que quizá vivían en el bosque y habían acudido a la aldea por la noche? ¿No? ¿Ya unos hombres armados montados a caballo?

– Vino el senescal -dijo Guillaume, que resultó ser un chico muy listo-. Vino con sus hombres.

– Ah, sí.

– Nos hizo la misma pregunta. Reunió a toda la aldea y nos preguntó: «¿Habéis visto a unos hombres armados montados a caballo?».

– ¿Y qué respondisteis?

– Que no.

– Nadie los había visto.

– Excepto Lili -observó uno de los niños más jóvenes, y Guillaume frunció el ceño.

– ¿Qué historias son ésas, Lili? -preguntó, dirigiéndose a una niña pequeña con el pelo oscuro y rizado.

Pero Lili se limitó a mirarle sin comprender.

– Vio a un hombre con unas flechas -se apresuró a asegurarnos el amigo de Lili-. Pero no vio ningún caballo.

– ¿Unas flechas? -De nuevo, Guillaume se encargó de interrogar a la testigo-. ¿Dónde ocurrió eso, Lili? ¡Debiste decírselo al senescal!

– Pero ella no vio ningún caballo. El senescal nos preguntó si habíamos visto unos caballos.

– ¡No seas idiota, Prima! ¡Eso no importa! ¿Cuándo viste a ese hombre, Lili? ¿Qué aspecto tenía? ¿Portaba una espada, Lili? -En vista de que la pequeña se negaba a responder, Guillaume se enojó con ella-. ¡Esa estúpida no ha visto nada! Se lo ha inventado.

– Acércate, Lili. -Después de dejar que Guillaume la interrogara, suponiendo que la niña quizá respondiera con más franqueza a un amigo suyo, decidí que no tenía nada que perder interrogándola yo mismo-. Tengo algo para ti, Lili. ¿Ves? Un delicioso pastelito de fruta. Tiene nueces. ¿Te gusta? ¿Sí? Tengo otro… ¿Estará aquí? No, aquí no hay nada. ¿Quizás en mi manga? ¿Quieres que miremos? No. Quizá lo encontremos si vamos al lugar donde viste al hombre con las flechas. Es posible que esté allí. ¿Quieres llevarme allí? ¿Sí? Andando, pues.

Así pues, salí de la aldea llevando de la mano a una niña de tres años, seguido por multitud de niños. Me acompañaron hasta el límite de un trigal, más allá del cual se alzaba una colina pedregosa y cubierta de matojos, buena parte de la cual estaba despojada de árboles. No obstante, había suficientes árboles para permitir a un asesino pasar cerca de Casseras sin que nadie detectara su presencia, salvo una niña demasiado pequeña para que éste la detectara a ella.

Examiné la zona que Lili identificó, fingiendo encontrar ahí una almendra garrapiñada. La niña la aceptó sin darme las gracias, pero se negó a responder cuando le pregunté la fecha y la hora en que había visto al extraño.

– Lili me lo contó hace tiempo -me informó Prima.

– ¿ Cuánto tiempo?

– Mucho… varios días…

– Debió de ser antes de que halláramos al padre Augustin -intervino Guillaume-, porque desde entonces nuestros padres no nos dejan salir de la aldea.

Como he dicho, Guillaume era un chico muy listo.

– ¿Sentiste miedo cuando viste a ese hombre, Lili? -pregunté. La niña negó con la cabeza-. ¿Cómo es que no sentiste miedo? ¿Acaso ese hombre te sonrió? ¿Le conocías? -La niña volvió a negar con la cabeza y yo empecé a perder toda esperanza de sonsacarle una frase coherente-. Creo que a esta niña se le ha comido la lengua el gato. ¿Puedes hablar, Lili, o se te ha comido la lengua el gato?

La niña respondió enseñándome la lengua.

– ¡Ya recuerdo! -exclamó Prima de repente-. ¡Lili me dijo que había visto a uno de los soldados del padre Augustin! ¡Pero yo le dije que mentía, porque ya habían partido para la forcia!

– ¿Te refieres a que eso ocurrió el mismo día?

– Sí.

– Mírame, Lili. ¿Iba ese hombre manchado de sangre? ¿No? ¿No había manchas de sangre? ¿De qué color tenía el pelo, negro? ¿Castaño? ¿Y su túnica? Mírame, Lili.

Pero mi tono era demasiado perentorio; la niña empezó a hacer pucheros y se puso a berrear. Que Dios me perdone, pero sentí deseos de propinarle un bofetón.

– Es una estúpida -dijo Guillaume, compadeciéndose de mí-. Dadle otra almendra garrapiñada.

– ¡Y a mí! ¡Y a mí!

– ¡Y a mí también!

Después de dedicar mucho tiempo y esfuerzos, conseguí averiguar que el hombre armado tenía el pelo negro, lucía una túnica verde y una capa azul. Cuando pregunté si había llegado a Casseras aquel día por la mañana montado a caballo junto con el padre Augustin, Lili no supo responder. Comprendí que la niña no sabía distinguir a un hombre armado de otro.

No obstante, había logrado ampliar en gran medida la suma de datos recabados. Y me sentí satisfecho, profundamente satisfecho, de que ninguno de los guardaespaldas del padre Augustin hubiera sido visto ataviado con una túnica verde o portando un carcaj con flechas. Deduje que el hombre que había sido visto junto al trigal no era un familiar, y por tanto podía haber sido un asesino, aunque no podía estar seguro sobre ese extremo.

Ni siquiera lo estoy ahora, pues después de analizar con detenimiento el asunto, no pude hallar más datos. Aunque pedí a los padres de Lili que interrogaran ellos mismos a la niña, eran gentes sencillas, analfabetas como su hija, y comprendí que no me serían de mucha ayuda. Sus vecinos tampoco me contaron ninguna habladuría o conjetura que pudiera servirme; tal como había comprobado Roger Descalquencs, los habitantes de Casseras no habían visto nada, no habían oído nada ni sospechaban nada. Por lo demás, se consideraban unos buenos católicos, y ensalzaban al padre Augustin por haberse abstenido de meter las narices en sus asuntos. Como es natural, demostré un gran tacto y discreción en mis interrogatorios; hasta me detuve a escuchar junto a algunas contraventanas cerradas. Pero al cabo de dos días de intentar congraciarme con todos los habitantes de Casseras, con amabilidad, golosinas y alguna que otra prudente promesa, mi único triunfo seguía siendo la confusa descripción de Lili, de la que no podía fiarme. No detecté rastro alguno de herejía (si descontamos, como suelo hacer, las interminables quejas sobre los impuestos). Nadie hizo ninguna falsa acusación, lo cual me sorprendió, pues es raro investigar una aldea sin inducir cuando menos a un habitante a difamar a su enemigo o enemiga con una mentira aduciendo que se niega a comer carne o que durante la misa escupe la hostia consagrada.

Así pues, aunque mis esperanzas se vieron frustradas, no dejé que esto me desalentara. Tuve la sensación de que el inmenso resplandor del amor divino que había inflamado mi corazón en aquella ladera cubierta de rocío, había dejado unos cálidos rescoldos que iluminaban los oscuros entresijos de mi alma, impidiendo que mi ánimo se hiciera áspero y frío. Os aseguro que dediqué el doble de tiempo a meditar sobre mi comunión mística con Dios que a mi investigación de Casseras; con todo, esa bendita distracción no nubló mi mente, sino que le procuró mayor claridad, fuerza y perspicacia.

Confieso que también pensé mucho en las mujeres de la forcia, lo cual no fue tan encomiable. Incluso envié a uno de mis guardaespaldas a Lazet a llevar la Leyenda áurea (o cuando menos el códice que versaba sobre san Francisco), que no pude entregar personalmente a Alcaya, pues no quería invadir de nuevo la paz de Babilonia con mis numerosos y torpes escoltas. Así pues, dejé el libro al padre Paul, y le obligué a prometerme que lo llevaría a la forcia tan pronto como pudiera. Dentro del libro escribí: «Confío en que las enseñanzas de san Francisco os guíen como una estrella y os consuelen en los momentos aciagos. Espero veros en Lazet este invierno. Que Dios os bendiga y proteja. Volveréis a tener noticias mías».

Como es lógico, empleé la lengua vulgar al escribir esta nota, confiando en que Alcaya la leyera a sus amigas.

Cuando regresé a Lazet, comprobé que se habían producido numerosas novedades durante mi ausencia. La cabeza cortada había llegado, y pese a su avanzado estado de putrefacción, había sido identificada como perteneciente al padre Augustin. Por consiguiente, el prior Hugues había ordenado que se diera sepultura a los restos a la mayor brevedad, y se celebró un modesto entierro y funeral. El caballo del obispo también había llegado, para satisfacción de su dueño. Roger Descalquencs había recibido un informe, de uno de los castellanos locales, en el que le comunicaba que dos niños de Bricaux habían visto a un extraño bañándose desnudo en el río de la localidad, pero habían huido despavoridos cuando éste los había amenazado esgrimiendo una espada. Según los niños, había un caballo atado a un árbol cercano, pero no habían visto a otros hombres.:

Había sido difícil establecer con certeza la fecha de ese hecho, pero el senescal estaba convencido de que había ocurrido el día de la muerte del padre Augustin. La descripción del hombre que habían visto los niños también era un tanto imprecisa. «Alto y peludo, con unos dientes enormes y los ojos rojos», según dijo Roger. No obstante, la remitió a todos los funcionarios reales de la región, junto con la descripción de Lili del hombre que había visto cerca del trigal. Yo no estaba muy convencido de la utilidad de una effictio tan incompleta, pero Roger se sentía muy complacido.

– Poco a poco -dijo-. Paso a paso. Sabemos que eran al menos tres hombres: uno se dirigió a través de las montañas hacia Cataluña; otro se dirigió hacia el este, hacia la costa; y él otro se dirigió hacia el norte. El que se dirigió al norte era alto y peludo. El que se dirigió al este abandonó su caballo…

– Abandonó el caballo del obispo -le corregí-. ¿Iba montado en su propio caballo? Lili no vio ningún caballo. ¿Se parecía el caballo atado junto al río al del obispo, o llegaron los asesinos a Casseras a pie y partieron montados en unos caballos robados?

Roger frunció el ceño.

– Atacar a cinco hombres montados… -murmuró-. Sería muy peligroso, a menos que el agresor no fuera también montado.

– Llevaban flechas -señalé.

– Aun así…

Entonces expuse al senescal mi teoría sobre un posible traidor entre los escoltas del padre Augustin. Convinimos en que, distraídos por un ataque procedente de fuera de sus filas, los honestos familiares quizá no se percataran de la amenaza existente dentro de las mismas, hasta que fue demasiado tarde. Pudieron haber sido apuñalados por la espalda. Y en esas circunstancias, es posible que los asesinos hubieran conseguido atacarlos sin ayuda de unos caballos.

– Tenéis la mentalidad de un bandido, padre -comentó Roger con tono de admiración-. Eso lo explicaría todo. Dadme una detallada descripción de los dos hombres de quienes sospecháis, Jordan y Maurand, según creo recordar que se llaman. Dadme una descripción pormenorizada y avisaré a todas las personas que pueda.

– Debemos investigar sus últimos movimientos, las personas con quienes hablaron por última vez, las casas que frecuentaron…

– Exactamente. -El senescal me dio unas palmadas en los hombros en un gesto de camaradería-. Interrogad a sus compañeros, y si os facilitan algunos nombres, notificádmelos.

Esto supuso para mí otra onerosa tarea, en unos momentos en que el Santo Oficio de Lazet prácticamente había dejado de funcionar. Por fortuna, recibí recado del obispo Anselm comunicándome que el inquisidor de Francia había sido informado de la muerte del padre Augustin y buscaba con diligencia un sustituto. Yo sabía que sería una labor lenta y ardua, debido a la trágica suerte que había corrido mi difunto superior; es más, tenía escasa esperanza de recibir ayuda antes de fin de año. Pero me tranquilizó saber que alguien se ocupaba del asunto y que mi situación era conocida por personas de alto rango capaces de resolverla.

Supongo que estaréis de acuerdo en que, debido a mis numerosas ocupaciones, hice bien en negar a Grimaud Sobacca la entrevista que me solicitó la mañana siguiente a mi regreso de Casseras. ¿Os acordáis de Grimaud? Era el familiar a quien el padre Jacques confiaba ciertas misiones ingratas, el hombre que había difamado erróneamente a Johanna y a sus amigas tachándolas de «herejes». Por consiguiente, me negué a recibirlo y le impedí la entrada en el Santo Oficio.

Pero Grimaud, con su habitual persistencia, me abordó por la calle cuando yo regresaba al priorato.

– ¡Señor! -dijo-. ¡Debo hablar con vos!

– No me interesan vuestras mentiras, Grimaud. Apartaos de mi camino.

– No se trata de mentiras, señor. Sino de lo que he oído. Os doy mi palabra de que me daréis las gracias por esta información.

Aunque me resisto a dignificar a este repugnante individuo con una effictio, creo que esa descripción puede servir para ilustrar la perversidad de su alma, pues su aspecto era tan repelente como su degradación moral. Su piel grasosa y purulenta, su nariz de color violáceo y su corpulencia indicaban glotonería, intemperancia, exceso. La flaccidez de su cuerpo era fruto de la pereza; la envidia le hacía expresarse con voz plañidera. Era como el ibis, que se limpia los intestinos con el pico.

– Señor -exclamó cuando me disponía a pasar de largo-. ¡Tengo noticias sobre la muerte del padre Augustin! Debo hablar con vos en privado.

Al oír esas palabras, naturalmente tuve que acceder a sus deseos, pues no quería hablar del asunto en un lugar donde alguien pudiera oírnos. De modo que le llevé al Santo Oficio, le senté en la habitación de mi superior y permanecí de pie junto a él, en actitud amenazadora.

– Si no estuviera tan ocupado, Grimaud, os arrestaría por haber levantado falso testimonio -dije-. Esas mujeres de Casseras no son unas herejes, ni lo fueron nunca. De modo que si estuviera en vuestro lugar, me lo pensaría dos veces antes de volver a difamar a alguien, porque la próxima vez no tendré ninguna misericordia con vos. ¿Me habéis entendido?

– Sí, señor -respondió aquel desvergonzado-. Pero sólo pretendo deciros lo que he oído.

– En tal caso tenéis los oídos llenos de estiércol -le espeté. Grimaud se echó a reír a mandíbula batiente, pensando que con esa muestra de aprecio por mi ingenio iba a congraciarse conmigo-. ¡Silencio! Dejad de rebuznar y decidme lo que sabéis.

– Señor, hace dos días un amigo mío estuvo en Crieux, en la hostería de esa población, y vio al padre, al hermano y al sobrino de Bernard de Pibraux sentados a la mesa junto a la suya. Al pasar, los oyó hablar. El padre, Pierre, dijo: «Es inútil. Matas a uno y envían a otro de París». Entonces el sobrino replicó: «Pero al menos hemos vengado a mi primo». Y Pierre dijo: «Calla, imbécil, tienen espías en todas partes». Tras lo cual guardaron silencio.

Después de transmitirme esa información, Grimaud guardó también silencio, y me observó con aire expectante. Parecía un perro sentado debajo de una mesa, esperando que le eches un hueso. Yo crucé los brazos.

– ¿Esperáis que os pague por eso? -pregunté. Grimaud arrugó el ceño.

– ¡Pero, señor, dijeron «París envía a otro»!

– ¿Quién es ese «amigo» al que os habéis referido, Grimaud?

– Un hombre llamado Barthelemy.

– ¿Dónde puedo dar con él?

– En el hospital de Saint Etienne. Trabaja de cocinero allí.

Su respuesta me sorprendió, pues suponía que Grimaud me diría que el susodicho Barthelemy había emprendido una peregrinación o había muerto debido a unas fiebres. Pero entonces pensé que éste quizás había accedido a respaldar el testimonio de Grimaud a cambio de una parte de la recompensa, especialmente si ignoraba el castigo infligido por haber mentido.

Por otra parte, existía la posibilidad, aunque remota, de que la historia fuera cierta. Grimaud, aunque mentía, no era siempre un embustero. De ahí la dificultad de rechazar de plano todas sus afirmaciones (sobre todo dado que Pierre de Pibraux figuraba en mi lista de sospechosos).

– Hablaré con vuestro amigo y con el mesonero de Crieux -dije-. Si compruebo que lo que me habéis dicho es verdad, recibiréis una recompensa

– ¡Gracias, señor!

– Volved dentro de dos semanas.

– ¿Dos semanas? -preguntó Grimaud con expresión horrorizada-. Pero señor… dos semanas…

– Estoy muy ocupado.

– Pero necesito que me ayudéis ahora…

– ¡Estoy ocupado, Grimaud! ¡No puedo perder el tiempo con vos! ¡No dispongo de tiempo! ¡Marchaos y regresad dentro de dos semanas!

Confieso que alcé la voz, y mis amigos os dirán que no suelo perder la ecuanimidad de esa forma. Pero estaba abrumado por el cúmulo de trabajo que me aguardaba. Para empezar, tenía que investigar a Jordan y Maurand, los dos guardaespaldas sospechosos, además de sus hábitos y amistades. Tenía que entrevistar a Bernard de Pibraux, a sus tres jóvenes amigos, a su padre y a su hermano. Raymond Maury, el panadero, había sido citado para que compareciera ante mí al día siguiente, y yo no había preparado esa entrevista, ni mi interrogatorio a su suegro. En cuanto a los otros posibles sospechosos (como Bruna d'Aguilar), no me había ocupado de ellos. Raymond Donatus y Durand Fogasset no cesaban de pedirme que les diera trabajo, mientras que el hermano Lucius permanecía de brazos cruzados. Pons, el carcelero, me había informado de que uno de los aldeanos de Saint-Fiacre había muerto, y que otros estaban enfermos; dijo que era frecuente que se produjeran muertes en una prisión tan abarrotada como la nuestra. ¿Cuándo iba a interrogar a los presos de Saint-Fiacre?

No pude responder. No lo sabía. Supuse que me vería obligado a nombrar a uno de mis hermanos vicario, aunque dado que yo mismo era vicario, no tenía autoridad para hacerlo. Si el obispo Anselm hubiera sido como el obispo Jacques de Pamiers, le habría convencido de que estableciera una inquisición episcopal, pero no tenía ninguna esperanza de obtener una ayuda eficaz del obispo Anselm. Lo cierto era que estaba desesperado, y no sólo debido al trabajo que se extendía ante mí como una selva.

Me sentía profundamente acongojado, pues el prior Hugues me había amonestado con palabras ásperas a propósito de mi estancia en Casseras.


A mi regreso de Casseras, acudí al prior y solicité una entrevista con él. Sobre todo deseaba informarle de la experiencia transformadora y sublime que me había sobrevenido en la colina. Deseaba preguntarle cómo podía purificar más mi alma, y qué pasos debía seguir para alcanzar de nuevo ese exaltado estado. Es posible que no lograra describir esa experiencia con acierto, pues el prior se mostró preocupado por el papel de Johanna en lo que denominó «un episodio lascivo».

– Decís que esa mujer os sonrió y sentisteis que vuestro corazón se llenaba de amor -dijo el prior con tono de censura-. Hijo mío, temo que fuisteis presa de las pasiones carnales.

– Pero era un amor que lo abarcaba todo. Yo amaba todo cuanto veía.

– Amabais la creación.

– Sí. Amaba la creación.

– ¿Y qué dijo san Agustín sobre el amor? «Es cierto que Él lo creó todo sumamente bien, pero mi bien es Él, no la creación.»

Este comentario me hizo reflexionar, y al observar mi consternación, el prior continuó:

– Habláis de las flores que calmaron vuestros temores con su belleza y su perfume. Habláis de la música que os cautivó, y del panorama que os deleitó. Hijo mío, ésos no son sino gozos sensuales.

– ¡Pero me condujeron a Dios!

– Citaré de nuevo a san Agustín: «Amad, pero tened cuidado con lo que amáis. El amor de Dios, el amor de nuestro prójimo, se llama caridad; el amor del mundo, el amor de la vida terrenal, se llama concupiscencia».

Pero yo no estaba dispuesto a aceptarlo.

– Padre -dije-, si vamos a citar a san Agustín, debemos tener en cuenta todo lo que dijo. «Dejad que el amor arraigue en vosotros, pues de esa raíz no puede brotar nada malo»; «Comoquiera que aún no habéis visto a Dios, os ganáis su visión a base de amar al prójimo».

– Hijo mío, hijo mío. -El prior alzó la mano-. Contened vuestra vehemencia.

– Perdonadme, pero…

– Sé qué autoridades apoyarían vuestro argumento. San Pablo dice: «Lo primero no es lo espiritual, sino lo animal, y luego viene lo espiritual». San Bernardo dice: «Puesto que somos carnales y nacemos de la concupiscencia, nuestra concupiscencia o amor comienza por la carne, y una vez satisfecho, nuestro amor avanza por determinadas etapas, impulsado por la gracia, hasta consumarse en el espíritu». Pero ¿qué otra cosa dice san Bernardo? Dice que, cuando buscamos al Señor en la contemplación y la oración/con agotadores esfuerzos, con torrentes de lágrimas, Él se hace finalmente presente al alma. ¿Dónde estaban vuestros esfuerzos, Bernard? ¿Dónde estaban vuestras lágrimas?

– No hubo -reconocí-. Pero creo que Dios me concedió la bendición de su amor divino para propiciar en mí esos esfuerzos. Al permitir que probara su dulzura, hizo que ansiara más. El prior rezongó.

– Padre -proseguí al observar que éste no estaba convencido-. He experimentado esa ansia. Soy mejor gracias a lo que vi y sentí. Soy más humilde. Más caritativo…

– Vamos, Bernard, ambos sabemos que eso no significa nada. Incluso Andreas Capellanus señala que el amor profano puede ennoblecernos. ¿Qué dice exactamente? ¿Que el amor hace que el hombre resplandezca con numerosas virtudes y confiere a todas las personas, por humildes que sean, numerosas cualidades de carácter?

Me divirtió comprobar que mi viejo amigo había leído en un determinado momento de su vida El arte del amor cortesano, y que hasta había aprendido de memoria algunos pasajes. Yo no conocía esa obra, pues no suele encontrarse entre frailes dominicos.

– No he consultado esa autoridad, padre -respondí no sin cierta ironía-. Pero en cierta ocasión oí una canción, que decía así:


Todo cuando me pide Venus

lo hago con una erección,

pues alegra el corazón del hombre

y evita que sea presa de la desazón.


– ¡Qué descaro, padre -me reprendió el prior Hugues-. Sois irreverente, Bernard. Hablamos del amor, no de los excesos carnales.

– Lo sé. Os pido disculpas. Pero padre, hace años amé a mujeres (lo cual lamento) y ninguna bañó mi corazón con el esplendor divino. Eso fue distinto.

– Porque la mujer era distinta.

– ¿Tan poco respeto os merece mi criterio, padre?

– ¿Y a vos el mío? Habéis acudido a mí, Bernard, y os he dado mi opinión: si hay una mujer implicada en este asunto, corréis peligro. Todos los maestros de la Iglesia nos advierten esto. Ahora bien, si pretendéis desobedecer vuestros votos de obediencia y contradecir mi opinión, os recomiendo que acudáis a una autoridad superior. Buscad los síntomas del amor divino y profano, aprended a distinguirlos. Consultad al Doctor Angélico. Consultad las Etimologías. Luego postraos ante Dios, cuyas bendiciones no sois digno de recibir debido a vuestra arrogancia de espíritu.

Después de echarme esa reprimenda, el prior me impuso varios ejercicios penitenciales y me ordenó que me retirara. Confieso que fue un momento amargo. En lugar de comer cenizas y abrazar estiércol, como debí hacer, sentía una obstinada rebeldía; las flechas de la cólera se habían clavado en mí y mi espíritu había bebido su veneno. Durante un tiempo, me sentí furioso. Mis hermanos me evitaban porque mi furia me transformaba en un basilisco; mi voz, aunque no la levantaba nunca, era capaz de abrasar y lastimar. Cumplía mis penitencias con evidente desdén. Estaba convencido de que el prior había convertido el criterio en hiel y la justicia en cicuta.

Como es natural, recé, pero mis oraciones eran senderos resbaladizos en la oscuridad. Consulté las autoridades que me recomendó el bibliotecario, pero con el fin de desacreditar al prior y demostrar la justicia de mi causa. No obstante, cuanto más leía más dudaba del auténtico carácter de aquel momento en la colina. Cuando estudiaba teología, lo hacía… ¿cómo expresarlo?… de forma objetiva y teórica. Aunque había considerado la unión del alma con Dios y otras cuestiones relacionadas con esto, saber intelectualmente que estar presente en Dios es no ser nada en uno mismo, renunciar a todo cuanto nos distingue…, saber esto intelectualmente es distinto a experimentarlo en el corazón. Dicho de otro modo, me pareció leer con otros ojos que, para morar en Dios, es preciso renunciar a uno mismo y a todas las cosas, inclusive los seres que existen en el tiempo o la eternidad; que no debemos amar este u otro bien, sino el bien del que emana todo. Utilizar esos conocimientos para interpretar un incidente que ocurre en nuestra vida constituye una experiencia increíble. (Anteriormente, yo solía utilizar mis conocimientos filosóficos y teológicos con el mero fin de debatir ciertas proposiciones con interlocutores eruditos.) Era como tomar declaración a un testigo, y compararlo con los errores anatemizados en un decreto papal. Tuve que preguntarme: ¿había renunciado verdaderamente a mí mismo y a cuanto me rodeaba? ¿Estaba mi alma disuelta por completo en Dios?

A medida que mi furia se disipó, comprendí lo que debí haber comprendido desde el principio (sé que os disgustará mi fatuidad): que hacer las afirmaciones que yo había hecho era peligroso. Cabe preguntarse cómo habría juzgado yo, en calidad de inquisidor de la depravación herética, semejante historia si me la hubieran presentado como prueba de creencias heréticas. ¿Acaso no me habría preguntado qué infame insolencia se había apoderado de un hombre que afirmaba haber experimentado la comunión con Dios, aunque nada en su vida ni su obra parecía justificar tamaña beatitud?

Sentía una gran desazón. Sumido en la incertidumbre, era como una hoja al viento, arrastrado de acá para allá. Recordaba la infinita alegría que había sentido en la colina, convencido de que mi alma había alcanzado a Dios. Luego seguía leyendo, y empezaba a dudar. Reflexioné sobre el viaje de san Pablo a Damasco: reflexioné sobre la luz que resplandecía a su alrededor, y la voz que le habló, y el hecho de que, cuando se despertó, no vio nada. Muchos maestros aseguran que en esa nada, Pablo vio á Dios, porque Dios es la nada. Dionisio escribió a propósito de Dios: «Él está por encima del ser, por encima de la vida, por encima de la luz». En las Jerarquías celestiales, dice: «Quien habla de Dios a través de una sonrisa habla de él de forma impura, pero quien habla de Dios utilizando el término "nada" habla de él atinadamente». Por tanto, cuando el alma se une con Dios y entra en un rechazo puro de sí misma, halla a Dios en la nada.

De modo que me pregunté: ¿fue eso lo que hallé en la colina? ¿La nada? Tenía la sensación de haber hallado el amor, y todos sabemos que Dios es amor. Pero ¿qué clase de amor? Y si en efecto había experimentado el amor dé Dios, en tal casó, dado que lo había experimentado (pues creo que durante todo ese episodio fui consciente de mi ser), yo no había llegado a ser informe, formado y transformado en la divina uniformidad que nos convierte en parte de Dios. ¡Qué confundido me sentía! Rogué a Dios que me iluminara, pero mi ruego no obtuvo respuesta. Rogué experimentar la gracia de la presencia de Dios, pero no sentí el amor divino, en todo caso no ese amor que me había llenado en la colina. Pasé muchos ratos postrado de rodillas, pero quizá no los suficientes; mis deberes interferían con mi búsqueda espiritual. La paz se había desvanecido de mi alma. Abrumado por el trabajo, censurado por mi superior, espiritualmente desazonado, no conseguía descansar de día ni de noche. Al igual que Job, no cesaba de revolverme en mi cama hasta que despuntaba el día.

En cierta ocasión pasé toda la noche postrado de rodillas ante el altar, ansioso de alcanzar a Dios. No me moví, y al cabo de un rato sentí un gran dolor, que le ofrecí al Señor. Le supliqué que me convirtiera en un instrumento de su paz. ¡Con qué afán, con qué pasión trataba de renunciar a mí mismo! ¡Con qué intensidad anhelaba sentir a Dios en mi corazón! Pero cuanto más desesperadamente lo buscaba, más distante me parecía, hasta que por fin tuve la impresión de estar solo en la creación, alejado del amor que configura todo amor, y lloré desesperado. «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» Me sentía como una oveja descarriada, una oveja indigna, pues incluso en los abismos de mi desesperación puse en tela de juicio la infinita misericordia del Señor. ¿Por qué me había permitido experimentar su amor divino en la colina, cuando yo no había hecho nada para merecerlo, y entonces me lo negaba, cuando se lo suplicaba con fervor?

Creo que estaréis de acuerdo en que esa búsqueda demuestra lo lejos que me hallaba de mi meta. Yo era sin duda indigno, pues estoy muy lejos de ser un místico, y mi discernimiento es limitado. Incluso me atrevería a decir que mi deseo de alcanzar el amor de Dios estaba en cierto modo propiciado por mi deseo de demostrar que antes lo había experimentado. ¡Qué débil e hipócrita era! Sufrí lo indecible, pero merecía sufrir un tormento aún mayor, pues observad dónde busqué consuelo. Observad dónde mi atormentado espíritu halló alivio. ¿En el seno del Señor? ¡No!

En medio de mi desconcierto recurrí, no a la oración, sino a Johanna de Caussade.

La imaginaba sonriendo, y me sentía aliviado. Repasaba mentalmente nuestro diálogo, y me reía. Por las noches, en mi celda, contemplaba en mi mente su imagen, y le hacía el obsequio de relatarle, en silencio, mis tormentos, mis esfuerzos, mi confusión. ¡Una conducta admirable para un fraile dominico! «Pero soy un gusano, no un hombre; el oprobio de los hombres, y el desprecio del pueblo.» Me sentía avergonzado, pero al mismo tiempo persistía en ello. Me decía que quizá fuera Johanna el instrumento de Dios, una lámpara y una estrella. Por supuesto, Johanna no representaba para mí un ejemplo, como Marie d'Oignes, a la que Jacques de Vitry había calificado como su «madre espiritual», o santa Margarita de Escocia, que había influido en el rey Malcolm haciéndole obrar con bondad y misericordia. («Lo que ella rechazaba, él lo rechazaba también… lo que ella amaba, él, por amor a ella, lo amaba también.») Pero quizás el amor tan manifiesto entre Johanna y su hija me había mostrado el camino del amor. O quizá fuera el camino de Alcaya, y Johanna, una pecadora como yo, me había tomado de la mano y me había conducido por él.

¡Qué pensamientos tan vergonzosos! No tenéis más que fijaros en mis alambicadas e ingeniosas explicaciones, mis afanosos intentos por justificar lo que sentía. El prior Hugues me conocía bien. Sabía que Johanna me había afectado, hasta el extremo de que mis votos corrían peligro. (Un hecho frecuente entre los hermanos que abandonan los muros del convento.) Sin duda el papel del padre Augustin en la vida de la viuda me había animado a dar rienda suelta a mis emociones, pues si él, el inquisidor perfecto, había sucumbido a sus encantos, ¿quién era yo para resistirme a ellos? Con todo, mi interés en la viuda no era puro ni mayormente concupiscente. Recordad mi reacción a la seductora mirada que ésta me había dirigido, de turbación y temor; no imaginaba una unión carnal entre ambos. Tan sólo deseaba conversar con ella, reír con ella, compartir con ella mis pensamientos y mis cuitas.

Deseaba que Johanna me amara, y no precisamente como todos amamos a nuestro prójimo, sino con un amor que me distinguiera al tiempo que excluía a otros hombres. «Compadécete mí, Oh Dios, en tu bondad, y borra mi ofensa en la grandeza de tu compasión.» Recordé una tesis que me propusieron en cierta ocasión, derivada de las enseñanzas de un infiel: que el amor profano reúne las partes de las almas que se separaron durante la creación. Un error pestífero, sin duda, pero que me pareció una poética translatio de mi situación. Intuía que Johanna y yo éramos idénticos, como dos caras de un sello roto. En cierto aspecto tenía la sensación de que éramos hermanos.

Pero me temo que no en todos los aspectos. Un día, andando por la calle, vi a una mujer de espaldas a la que confundí con Johanna de Caussade. Me paré en seco, y sentí que el corazón me latía a una velocidad vertiginosa. Entonces vi que me había equivocado y sentí una decepción tan profunda que comprendí la magnitud de mi pecado. Horrorizado, comprendí hasta qué punto había perdido la gracia divina.

Acto seguido di media vuelta y me fui a ver al prior, quien escuchó con paciencia mi confesión.

Le dije que estaba enamorado de Johanna: Le dije que ese amor nublaba mi razón. Le rogué que me perdonara y me censuré por mi vanidad, mi estupidez, mi terquedad. ¡Qué testarudo había sido! ¡Qué arrogante! Mi cuello era un nervio de hierro, mi frente de latón.

– Debéis contener vuestro orgullo -dijo mi superior.

– Debo extirparlo.

– Convertidlo en vuestro propósito del mes. Practicad la obediencia. Mortificad vuestro cuerpo. Guardad silencio durante capítulo (sé que os supondrá un gran esfuerzo) y repetid, una y otra vez: «El hermano Aeldred está en lo cierto; yo estoy equivocado».

Me eché a reír, pues el hermano Aeldred, nuestro maestro de estudiantes, era un hombre por el que yo sentía escasa simpatía. Sosteníamos unas opiniones muy dispares; las suyas se basaban en unos conocimientos insuficientes y una escasa capacidad de razonar.

– Es una cruz muy pesada -observé con tono de chanza.

– Y por tanto eficaz.

– Preferiría lavarle los pies.

– Vuestros deseos, Bernard, son justo lo que tratamos de suprimir.

– Quizá debería comenzar por una meta más fácil de alcanzar. Quizá debería decirme: «El hermano Aeldred tiene derecho a expresar su opinión; hago mal en confiar en que me entienda».

– Hijo mío, hablo en serio -dijo el prior con tono grave-. Sois un hombre inteligente, eso nadie lo duda. Pero os ufanáis de vuestro intelecto. ¿Qué mérito tiene, si está acompañado por la pereza, la vanidad y la desobediencia? Esto no es Roma ni París, no hallaréis en Lazet a los hombres más sabios del mundo. Si lo hicierais, quizá comprobaríais que no os contáis entre ellos.

– Bien… quizá… -respondí con un falso y exagerado aire de desgana.

– ¡Bernard!

– Perdonadme.

– Me pregunto si os pondréis a reír a las puertas del cielo. Si reconocierais con sinceridad el carácter pecaminoso de vuestros actos, os echaríais a llorar en lugar de reír. Habéis desobedecido. Habéis cedido a los deseos de la carne, y habéis hecho vuestra voluntad. Os habéis comportado de forma arrogante, más que arrogante irreverente, incluso obscena, al equiparar la lujuria de la concupiscencia con el éxtasis del amor divino. Que Dios os perdone, hijo mío. ¿Cómo es posible que un hombre inteligente cometa un error tan infame?

Quizá fuera el leve tono de desdén de mi superior lo que me indujo a hablar en aquellos momentos. O quizá fuera el hecho de saber que, al confesarse, uno debe revelar todos sus pensamientos y sentimientos.

– Padre, he pecado en mi amor por Johanna de Caussade -dije-. He pecado en mi ira y mi orgullo. Pero no estoy convencido de que lo que sentí en la colina tuviera un origen terrenal. No estoy convencido de que no fuera el amor de Dios.

– Estáis en un error, Bernard.

– Quizá. Y quizá no.

– ¿Es esto humildad? ¿Es esto arrepentimiento?

– ¿Pretendéis que niegue a Cristo?

– ¿Pretendéis que acepte esa blasfemia?

– Padre, he examinado mi alma…

– … Y habéis sucumbido a la vanidad.

En esos momentos, confieso que me enfurecí, por más que había prometido contener mi ira y renunciar a mi orgullo.

– No es vanidad -protesté.

– Os vanagloriáis de vuestra inteligencia.

– ¿Me consideráis incapaz de razonar? ¿Incapaz de distinguir entre una clase de amor y otra?

– Sí, porque estáis cegado por el orgullo.

– Padre -dije, tratando de conservar la calma-, ¿habéis experimentado alguna vez el amor divino?

– No tenéis derecho a hacerme esa pregunta.

– Me consta que jamás habéis conocido el amor de una mujer.

– ¡Silencio! -exclamó el prior enfurecido. Yo le había visto enfurecerse muy pocas veces, y jamás desde su nombramiento. Había cultivado la serenidad a lo largo de su vida, e incluso de joven había presentado un apacible semblante ante todo el mundo. En aquellos lejanos tiempos yo había tratado a menudo, instigado por un perverso afán, de burlarme de él y atormentarlo, pero con escaso éxito. No existía nadie capaz de alterar su pacífico estado de ánimo.

Y aunque éramos viejos, él seguía siendo el oblato lento, rollizo, sin ninguna experiencia del mundo, mientras que yo seguía siendo el graduado en disipación delgado y de reflejos rápidos.

– ¡Silencio! -repitió el prior-. ¡O haré que os azoten por vuestra insolencia!

– No pretendía ser insolente, padre, sino señalar que conozco el amor, tanto el profano como quizás el divino…

– ¡Callaos!

– Escuchadme, Hugues. No pretendo desafiar vuestra autoridad, os lo juro. Me conocéis bien, soy un hombre de mucho mundo, pero esto es diferente, he peleado con demonios…

– Estáis guiado por demonios. Rebosáis de orgullo y hacéis caso omiso de la voluntad de Dios. -El prior hablaba de forma atropellada, entrecortada, y se puso de pie para emitir su conclusio-. No veo ningún provecho en prolongar esta conversación. Practicaréis un ayuno de pan y agua, permaneceréis en silencio en el priorato y durante un mes os postraréis de rodillas durante capítulo, a menos que queráis ser expulsado. Si acudís de nuevo a mí, lo haréis de rodillas, pues en caso contrario no os recibiré. Que Dios se apiade de vuestra alma.

Así fue como perdí la amistad del prior. Yo no había comprendido, hasta ese momento, lo profundamente que su designación había incrementado su sentido de la dignidad. No había comprendido que al desafiar su autoridad, él había interpretado que yo menospreciaba sus dotes y ponía en tela de juicio su capacidad para desempeñar tan elevado cargo.

Posiblemente de haberlo comprendido no me hallaría en esta situación.


Transcurrió septiembre; comenzó la Cuaresma; el verano llegó a su fin. En el priorato celebramos la fiesta de San Miguel y la festividad de San Francisco. En las montañas, los pastores condujeron sus rebaños hacia el sur. En las viñas, los vendimiadores pisaron las uvas. El mundo continuaba tal como Dios ha previsto («Él hizo la luna para medir los tiempos y que el sol su ocaso conociese») mientras el padre Augustin se pudría poco a poco, sin haber sido vengado. Pues confieso, avergonzado, que yo no había avanzado un solo paso en el esclarecimiento de su asesinato.

Después de esforzarme durante varios días en mis pesquisas, logré recabar numerosos datos sobre Jordan Sicre y Maurand d´Alzen. Ya sabía que Jordan había sido trasladado a Lazet desde la guarnición de Puilarens. Nacido en Limoux, tenía allí una familia de la que apenas hablaba; sus camaradas creían que había roto con todos sus parientes. Estaba mejor adiestrado que muchos de nuestros familiares y tenía una espada corta que empleaba «con gran destreza». Antes de ser designado agente del Santo Oficio, Jordan había servido en la guarnición de la ciudad, y averigüé que su traslado se había llevado a cabo a instancias suyas. (El sueldo de un familiar es superior al de un sargento de la guarnición, y sus deberes son menos onerosos, si bien su posición es inferior.) Jordan vivía con otros cuatro familiares en una habitación situada sobre un comercio, propiedad de Raymond Donatus. No estaba casado. Rara vez asistía a la iglesia.

Éstos eran los datos que yo conocía. Pero después de hablar con los hombres que compartían la habitación con Jordan, y con los sargentos que habían trabajado con él en la guarnición de la ciudad -algunos de los cuales me habían acompañado a Casseras y se mostraron dispuestos a ayudarme-, averigüé más detalles sobre Jordan Sicre. Era un individuo terco y un tanto taciturno que detestaba la incompetencia. Le gustaba jugar a los dados y lo hacía a menudo, pero no contraía deudas. Hablaba como un entendido sobre la esquila y el pastoreo. Frecuentaba a rameras. Era respetado, pero no estimado; me aseguraron que no tenía amigos íntimos. Dedicaba buena parte de su tiempo libre a jugar a los dados con algunos compañeros aficionados al juego como él, todos ellos familiares o sargentos de la guarnición. Sus pertenencias (escasas) las compartía con el resto de ocupantes de su habitación. Tenía treinta años, más o menos, cuando se había ofrecido como voluntario para acompañar al padre Augustin en aquel fatídico viaje.

Maurand d´Alzen también se había ofrecido voluntariamente como escolta del padre Augustin. Era tres o cuatro años menor que Jordan, oriundo de Lazet y su padre trabajaba de herrero en el barrio de Saint Etienne. Había vivido con su familia, pero al parecer ésta no le echaba de menos. Al oír por primera vez su nombre en relación con la matanza, recordé haberle regañado a menudo por blasfemar y comportarse con excesiva violencia; en cierta ocasión, le habían acusado de partirle las costillas a un prisionero, aunque no se habían demostrado los cargos. (Existía una evidente antipatía entre Maurand y su supuesta víctima, pero el prisionero había muerto sin recobrar el conocimiento y nadie había presenciado la agresión.) Por consiguiente, yo tenía a Maurand por un joven agresivo de escasos méritos, una impresión confirmada por mis conversaciones con su familia, sus camaradas y la mujer que él calificaba como su «amante».

Esta desdichada joven, una prima pobre de Maurand, había trabajado para éste y su padre desde muy joven. A los dieciséis años había dado a luz al hijo ilegítimo de Maurand, un niño que ahora tenía tres años. La muchacha mostraba en su rostro y sus brazos las cicatrices de las «caricias» de su amante, que solía golpearla; al parecer, la joven había empezado a mantener relaciones carnales con Maurand poco después de cumplir trece años, cuando éste la había violado y le había arrebatado su virginidad. La chica le detestaba, no tanto por lo que le había hecho a ella sino a su hijito, que también era víctima de sus malos tratos. Había echado en varias ocasiones a su amante de casa, pero la familia de éste siempre la había acogido de nuevo.

Aunque la muchacha no me lo confesó, deduje, por su talante, que la muerte de Maurand no la había entristecido en absoluto.

Por lo visto, los otros parientes de Maurand también se habían vuelto contra él, debido a la frecuencia y violencia de sus arrebatos de cólera. Lo describieron como un joven perezoso, irrespetuoso y agresivo. Siempre andaba mal de dinero. Un tío le había acusado de robarle un cinturón y una capa, pero no había podido demostrarlo; no obstante, el padre de Maurand le había restituido esos objetos. Muchas de las vecinas con las que hablé se quejaron de los comentarios lascivos y ofensivos de Maurand. Curiosamente, éste solía asistir con regularidad a la iglesia, y los canónigos de Saint Etienne le consideraban «un joven simple, tosco pero piadoso». Con todo, me pregunté qué clase de individuos empleábamos en el Santo Oficio. Y decidí revisar, a la primera oportunidad, el sistema de contratación que utilizábamos. Estaba claro que no era una tarea que pudiéramos encomendar sólo a Pons.

Los familiares compañeros de Maurand se mostraron algo más generosos en sus opiniones sobre él. Le describieron como «jovial» y ensalzaron sus divertidas anécdotas. Era un joven corpulento y fuerte, que aunque no poseía la formación de un luchador, era capaz de derribar a otro de un puñetazo (aparte de arrojarle una mesa, un palo o un casco que tuviera a mano). Reconocieron que tenía mal genio y que jamás devolvía el dinero que le prestaban. Por ese motivo, ninguno le había prestado dinero dos veces.

– Como no tenía dinero para frecuentar a prostitutas -me contaron-, siempre andaba metido en problemas con mujeres. Era tan alto y fuerte, que algunas estaban más que dispuestas a irse con él. Pero la mayoría le tenían miedo.

– ¿Dónde pasaba su tiempo libre? -inquirí-. ¿Adonde iba cuando no estaba trabajando, o en casa?

– Al mesón del mercado. La mayoría de nosotros vamos allí.

– Claro. -Yo había visto a grupos de sargentos sentados junto a la puerta de ese establecimiento, escupiendo a los jóvenes y haciendo gestos obscenos a las muchachas-. ¿Tenía amigos allí? Aparte de vosotros.

Me facilitaron una larga lista de nombres, tan larga que tuve que anotarla en un papel. Por lo visto, Maurand era conocido (y sin duda aborrecido) por la mitad de la población de Lazet. Aunque ninguno de los nombres correspondía a parientes o conocidos de Bernard de Pibraux, reconocí el nombre de Matthieu Martin, el yerno de Aimery Ribaudin. Y como recordaréis, Aimery Ribaudin era una de las seis personas sospechosas de haber sobornado al padre Jacques.

– ¿Aimery Ribaudin? -exclamó el senescal cuando le consulté sobre el asunto-. ¡Imposible!

– El padre Augustin había interrogado a sus amigos y parientes -contesté-. Si Aimery estaba enterado de ello, tenía motivos para asesinar al padre Augustin.

– Pero ¿cómo es posible que Aimery fuera un hereje? ¡Con el dineral que dona a la iglesia de Saint Polycarpe!

Ciertamente, la acusación contra Aimery carecía de pruebas. Unos ocho años antes, un tejedor había sido acusado de llevar a un perfecto junto al lecho de muerte de su esposa, para que la convirtiera en hereje con el consolamentum. Un testigo que había sido interrogado sobre ese episodio recordaba haber visto a Aimery hablar con el acusado dos o tres años después de la muerte de la esposa de éste (entretanto, el tejedor había abandonado la aldea de su familia para mudarse a Lazet) y entregar al acusado un dinero.

No obstante, no quería facilitar al senescal esos datos, que no eran del dominio público.

– Estamos investigando a Aimery Ribaudin -dije con firmeza, a lo que Roger negó con la cabeza y masculló que de haber sido él Aimery, se habría visto tentado de asesinar al padre Augustin él mismo. Por fortuna para Roger, decidí pasar por alto su comentario. Le informé sobre la acusación de Grimaud contra Pierre de Pibraux, y la hostería de Crieux-. No he hablado aún con el amigo de Grimaud, Barthelemy, ni con el mesonero -dije para concluir-, pero lo haré antes de que los tres amigos de Bernard de Pibraux lleguen a Lazet. Les mandé una citación hace unos días. Ya entonces tenía mis sospechas.

– ¡A fe que el caso promete!

– Quizá. Como he dicho, Grimaud no es de fiar.

– Pero yo conozco al padre de Bernard de Pibraux -me reveló el senescal, y se levantó y se paseó por la habitación. (Yo había decidido entrevistarme con él en la sede del Santo Oficio, porque dudaba de la privacidad que ofrecía el Castillo Condal)-. Lo conozco bien, y tiene mal genio. Como todos los miembros de esa familia. ¡Por todos los santos, quizá sean ellos los culpables, padre!

– Quizá.

– En tal caso, serán juzgados y condenados. ¡Y el rey dejará de atosigarme con este asunto!

– Quizá. -Deduzco que me expresé con tono apático, pues en aquellos días seguían atormentándome ciertas cuestiones espirituales suscitadas por mi visita a Casseras y apenas dormía por las noches. El senescal me miró extrañado.

– Supuse que mostraríais mayor entusiasmo -observó-. ¿Os sentís indispuesto, padre?

– ¿Yo? No.

– Parecéis… Tenéis mal color.

– Estoy ayunando.

– Ah.

– Y he tenido mucho trabajo.

– Escuchad. -El senescal volvió a sentarse, se inclinó hacia adelante y apoyó ambas manos sobre mis rodillas. Tenía las mejillas arreboladas y deduje que, al tener nuestra presa casi a nuestro alcance (según parecía), se habían despertado sus instintos de cazador-. Dejad que hable con ese tal Barthelemy. Si comprobamos que dice la verdad, iré a Pibraux y averiguaré qué hacían Pierre y su familia el día del asesinato del padre Augustin. De camino podría detenerme en Crieux para hablar con el mesonero. De ese modo os quitaré un peso de encima. ¿Qué os parece?

Yo guardé silencio durante un rato. Analicé su oferta, y la supuesta conversación que había mantenido Pierre en la hostería. Por fin dije:

– No hay ningún indicio de que Pierre y su sobrino mataran al padre Augustin con sus propias manos. Si habían contratado a unos mercenarios, lo más probable es que todos estuvieran seguros en Pibraux el día del crimen.

El senescal me miró desalentado.

– Pero es posible que Barthelemy no se diera cuenta de eso -proseguí pensando con concentración-. Si vais a verle y le explicáis lo que os proponéis hacer en Pibraux, y le advertís de las penalidades en las que incurren quienes levantan falso testimonio, lo asustaréis y obligaréis a confesar que ha mentido, suponiendo que os mienta. Decidle que si Pierre se hallaba en Pibraux el día del asesinato, sabréis que alguien ha estado mintiendo…

– ¡Y si insiste en su historia, lo más seguro es que diga la verdad! -dijo Roger, terminando la frase. Acto seguido me dio una palmada en la rodilla, con tal vehemencia que casi me la partió-. ¡Tenéis una mente brillante, padre! ¡Sois astuto como un zorro!

– Muchas gracias.

– Iré a ver a Barthelemy de inmediato. Y si sus explicaciones me satisfacen, esta tarde partiré a caballo para Pibraux. ¡Os aseguro que si consiguiera quitarme este peso de encima, respiraría aliviado! Y vos también, padre, por supuesto -se apresuró a añadir el senescal-. Una vez que los asesinos hayan recibido su castigo, podréis descansar en paz.

Me avergonzó que todos creyeran que yo sufría a causa de la muerte del padre Augustin, cuando lo cierto era que mis noches en vela se debían a unas cuestiones que no tenían nada que ver en ello. Me avergonzó que pensaran que atesoraba el recuerdo del padre Augustin más de lo que lo atesoraba en realidad. Por tanto, cuando el senescal se marchó, reanudé mis tareas con renovado empeño. Esa tarde tenía prevista una entrevista con el suegro de Raymond Maury (el cual, como sin duda recordaréis, era un próspero peletero); con ayuda de Raymond Donatus, interrogué a ese hombre sobre las opiniones supuestamente heréticas de su yerno, y puesto que sus respuestas no me satisfacieran, volví a interrogarle. Basándome en unas declaraciones obtenidas de varios otros testigos por el padre Augustin, señalé al peletero que en algunos casos contradecían lo que él afirmaba. Los testigos habían asegurado que éste había estado presente durante un episodio del que él negó estar informado. Afirmaron que había dicho: «¡Mi yerno es un maldito hereje!». ¿Cómo podía negar su complicidad, cuando todo estaba más claro que el agua?

Os aseguro que me mostré implacable. Por fin, después de una larga y agotadora entrevista, el peletero capituló. Confesó que había tratado de proteger a Raymond Maury. Me suplicó, sollozando, que le perdonara. Le dije que le perdonaba de corazón, pero que debía ser castigado por sus pecados. La sentencia sería emitida durante el próximo auto de fe, y aunque consultaríamos con diversas autoridades en la materia, el castigo por el delito de ocultar a un hereje consistía en oración, ayuno, flagelación y peregrinación.

El peletero no cesaba de llorar.

– Claro está -le dije-, que si averiguamos, por el testimonio de otros testigos, que compartíais las creencias de Raymond…

– ¡Eso no, padre!

– Un hereje arrepentido es tratado con misericordia. Un hereje impenitente, no.

– No soy un hereje, padre. ¡Os lo juro! Yo jamás, jamás… ¡Soy un buen católico! ¡Amo a la Iglesia!

Al no descubrir nada que indicara lo contrario, le creí; con el tiempo un inquisidor de la depravación herética desarrolla un olfato para detectar mentiras. Aunque la verdad esté oculta, la hueles, como un cerdo huele las trufas que están bajo tierra. Por lo demás, el peletero había jurado decir la verdad pura y simple, y los cataros se niegan a pronunciar un juramento.

No obstante, seguí fingiendo que sospechaba de él, pues tenía la impresión de que el padre Jacques había recibido una suculenta recompensa por no encausar a Raymond Maury, y en tal caso, el pago con toda probabilidad había provenido del suegro de Raymond.

Sea como fuere, decidí continuar basándome en esa suposición.

– ¿Cómo voy a creeros cuando persistís en ocultarme datos? -pregunté.

– ¡No es cierto! ¡Jamás!

– ¿Jamás? ¿Qué me decís del dinero que pagasteis para impedir que vuestro yerno fuera castigado?

El peletero me miró con los ojos nublados de lágrimas. Palideció poco a poco. Observé cómo se movía su nuez al tragar saliva.

– Ah -respondió débilmente-. Lo había olvidado…

– ¿Que lo habíais olvidado?

– ¡De eso hace mucho! ¡Él me pidió el dinero!

– ¿Quién? ¿El padre Jacques?

– ¿El padre Jacques? -repitió el peletero atónito-. No. Mi yerno. Me lo pidió Raymond.

– ¿Cuánto dinero os pidió?

– Cincuenta livres tournois.

– ¿Y se las disteis?

– Quiero mucho a mi hija, es mi única hija, haría cualquiera cosa por…

– ¿Incluso matar por ella? -pregunté. El peletero me miró con una confusión tan patente, tan acongojado y ebrio, pero no de vino, que por poco solté una carcajada-. Algunos afirman -dije falsamente- que cuando el padre Augustin empezó a perseguir a Raymond, vos contratasteis a unos asesinos para que lo mataran.

– ¿Yo? -chilló el hombre, enfurecido-: ¿ Quién dice eso? -preguntó-. ¡Es mentira! ¡Yo no maté al inquisidor!

– Si lo hicisteis, os aconsejo que confeséis ahora. Porque os aseguro que acabaré descubriendo la verdad.

– ¡No! -gritó-. ¡Os he dicho que mentí! ¡Os he dicho que pagué un dinero! ¡Os lo he dicho todo! ¡Pero no maté al inquisidor!

Pese a mis esfuerzos, no conseguí persuadir al peletero de que se retractara de su declaración. Sólo habría conseguido obligarle a cambiar de opinión torturándole, y no deseaba emplear esos métodos. La resistencia de una persona tiene cierto límite, pasado el cual confiesa lo que sea, y yo nunca había creído que el suegro de Raymond Maury fuera el culpable del asesinato del padre Augustin. Como es natural, estaba decidido a comprobar si su declaración era cierta. Estaba decidido a citar a muchos de los testigos que había entrevistado el padre Augustin, e indagar en los hábitos, gastos y amigos recientes del peletero. Pero no esperaba descubrir que hubiera frecuentado el mesón del mercado, ni que hubiera jugado a los dados con Jordan Sicre. No esperaba descubrir que hubiera sobornado a los mozos de cuadra del obispo.

Quería sólo eliminarlo de mi lista de sospechosos.

De modo que le dije que podía retirarse, di las gracias a mis testigos «imparciales» (los susodichos hermanos Simón y Berengar), y concluí el interrogatorio. Luego hablé con Raymond Donatus en un aparte para ordenarle que redactara el protocolo del caso. Raymond se mostró deseoso de expresar sus opiniones sobre el peletero, a quien consideraba «culpable casi con toda certeza del asesinato del padre Augustin». Pero no dijo nada sobre el padre Jacques.

Me sorprendió que fuera capaz de resistir la tentación. Hasta tal punto que yo mismo planteé el tema.

– Supongo que sabéis que el padre Augustin estaba investigando la virtud de su predecesor -comenté.

– Sí, padre.

– ¿Os habéis formado alguna opinión sobre la justicia de esa investigación?

– Yo… no soy quién para opinar al respecto.

Como supondréis, esa respuesta tan impropia de Donatus me divirtió.

– Pero amigo mío -observé-, nunca habéis guardado silencio anteriormente.

– Éste es un asunto muy delicado.

– Cierto.

– Y el padre Augustin me pidió que no dijera nada.

– Comprendo.

– Y si pensáis que yo estoy implicado, ¡os aseguro que no lo estoy! -exclamó el notario, sobresaltándome-. ¡El padre Augustin estaba convencido de ello! Me interrogó en varias ocasiones…

– Hijo mío…

– … Y yo le dije que me fiaba del padre Jacques, que no me correspondía a mí mantener una lista de todas las personas citadas en los centenares de inquisiciones…

– Por favor, Raymond, no os estoy acusando.

– Si hubiera sospechado de mí, padre, me habría despedido… ¡o algo peor!

– Lo sé. Por supuesto. Calmaos.-Habría dicho más, de no haberme interrumpido en aquel momento un familiar que me entregó una carta sellada del obispo Anselm. El funcionario portaba también un mensaje verbal del senescal, que me refirió palabra por palabra. Al parecer, era cierto que Barthelemy se había encontrado con Pierre de Pibraux en Crieux, pero no había oído nada siniestro o sospechoso.

– El obispo Anselm me ha encargado que os diga, padre, que vuestro ardid ha dado resultado -declaró el familiar.

– Gracias, sargento.

– Y también me ha encargado que os diga que ha muerto otro prisionero. Un niño de corta edad. El carcelero desea hablar con vos.

– ¡Que Dios se apiade de nosotros! Muy bien.

– También debo informaros de que los familiares no han cobrado sus estipendios este mes. Ya sabemos que habéis estado muy atareado…

– Bien, sargento, me ocuparé del asunto. Pedid a vuestros camaradas disculpas en mi nombre y decidles que mañana mismo iré a ver al administrador real de confiscaciones. Como decís, he estado muy atareado.

Unas noticias alentadoras, ¿verdad? No es de extrañar que no hallara consuelo alguno en la vida, agobiado como estaba por las dudas y la sensación de fracaso y frustración. Pero aún no había recibido el golpe de gracia. Pues cuando abrí la carta del obispo, hallé adjunta una misiva del inquisidor de Francia.

Ya habían designado a mi nuevo superior, el cual era nada menos que Pierre-Julien Fauré.

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