«Dad gracias a Yavé, porque es bueno, porque es eterna su misericordia.» Por fin Dios acudió en mi ayuda; retiró la tela de saco que me cubría y me infundió alegría. Pues comprendí que si lográbamos capturar a Jordan resolveríamos el gran misterio. Averiguaríamos la identidad de los asesinos del padre Augustin, los atraparíamos y castigaríamos. Se haría justicia. Y yo ya no temería abandonar la ciudad.
Os aseguro que no dudaba de que Jordan nos facilitaría los nombres de los asesinos. En caso necesario, emplearíamos el potro. De no haber estado prohibido, yo mismo habría girado los tornos. Habría sentido los mismos remordimientos que había demostrado Jordan al participar en el asesinato de un anciano indefenso.
Como podéis imaginar, estaba ansioso por interrogarle personalmente. Pero temía que Pierre-Julien considerara que debía hacerlo él mismo. Lo temía porque había comprobado que sus interrogatorios eran torpes, desorganizados e inadecuados, repletos de extrañas referencias a sangre de gallo, vello de nalgas y calaveras de ladrones. En medio de un interrogatorio de rigor («¿Habéis visto a alguien recibir el consolamentum? ¿Cuándo y dónde? ¿Quién estaba presente? ¿Habéis adorado a herejes? ¿Los habéis conducido u ordenado a otra persona que los escoltara de un lugar a otro?»), Pierre-Julien introducía unas preguntas confusas que no hacían al caso sobre apariciones demoníacas, sacrificios y brujería. Preguntaba al testigo: «¿Habéis desmembrado a un hombre y diseminado sus miembros en una encrucijada? ¿Habéis realizado alguna vez un sacrificio, para invocar a un demonio? ¿Habéis utilizado alguna vez una pócima que contuviera repugnantes ingredientes como uñas de cadáveres o pelos de un gato negro, para hacer encantamientos contra católicos devotos?».
Sé que Pierre-Julien formulaba con frecuencia esas preguntas, porque me exigió que yo también las formulara. Incluso llegó a revisar las transcripciones de Durand Fogasset de mi entrevista con Bruna d'Aguilar, de quien, como recordaréis, sospechábamos que había sobornado al padre Jacques. Y al comprobar que no me había referido en ningún momento a la brujería o a los sortilegios, me reprendió indignado delante de Durand, del hermano Lucius y de Raymond Donatus.
– ¡Debéis interrogarla de nuevo! -me ordenó-. Preguntadle si ha realizado sacrificios a demonios…
– No es necesario preguntárselo. En cuanto aparezca Jordan, sabremos de inmediato quién es el culpable.
– ¿Pretendéis decirme que habéis recibido respuesta de Cataluña?
– Claro que no. No hace ni una semana que escribí.
– Entonces haced el favor de proseguir con la investigación. Si logramos capturar a Jordan, mejor que mejor. En caso contrario, debemos hallar de todos modos a los asesinos. Y sólo lo conseguiremos persiguiendo a los hechiceros y hechiceras que pululan por este lugar.
«Soy el escarnio de los pueblos todos, su cantinela de todo el día.» Al mirar a mi alrededor en el scriptorium, observando el ávido rostro de Raymond, los ojos del hermano Lucius fijos en el suelo, la expresión entre irónica y compasiva de Durand, contuve mi ira y hablé con calma. Serena y educadamente.
– Hermano -dije, dirigiéndome a Pierre-Julien-, ¿puedo hablar con vos abajo, en privado?
– ¿Ahora?
– Os lo ruego.
– Muy bien.
Pierre-Julien y yo descendimos a su habitación, que se había convertido en un receptáculo de numerosos libros, entre ellos seis que versaban sobre la brujería y las invocaciones. Tras cerrar la puerta, me volví hacia él y di gracias a Dios en mi fuero interno por haberme concedido una estatura elevada. Yo era mucho más alto que Pierre-Julien, quien, aunque no puede decirse que fuera un enano, era muy bajo. Por consiguiente, mi porte era tanto más amenazador.
– En primer lugar, hermano -dije-, os agradecería que cuando estiméis oportuno regañarme por alguna falta, no lo hagáis delante de los sirvientes.
– Vos…
– En segundo lugar, Bruna d'Aguilar no es una hechicera. Os explicaré quién es Bruna. Tiene sesenta y tres años cumplidos, cinco hijos vivos y se ha casado en dos ocasiones. Posee una casa y una viña, un burro y unos puercos, asiste de forma periódica a la iglesia, da limosnas a los pobres, es devota de la Virgen Santísima y está algo sorda de un oído. No come nabos, pues asegura que le sientan mal.
– ¿Qué…?
– Asimismo, Bruna es una vieja irascible, irracional y repelente. Hace tiempo que mantiene una disputa con la familia de una de sus nueras, a quien acusa de no haber entregado la dote acordada. Está peleada con todos sus vecinos, su hijo menor, sus dos hermanos y las familias de sus dos ex maridos. Si disponéis de media jornada, os hablaré sobre esas peleas. La han acusado de matar las gallinas de sus vecinos, que desaparecieron de un modo misterioso hace poco, de arrojar excrementos a la puerta de la casa de su hermano, de provocar una hemorragia a su nuera dándole unos higos secos envenenados. Lo que es más grave, la han acusado de haber administrado el santo sacramento a uno de sus puercos, para curarlo de un trastorno digestivo. Bruna está muy encariñada con sus puercos.
– Esto no…
– He hablado con cada miembro de su familia, sus vecinos, sus hijos, sus hermanos y sus escasos amigos. Sé lo que come cada día, la hora en que defeca, cuándo dejó de menstruar, lo que guarda en el arcón de su ajuar, la causa de la muerte de sus maridos… Casi puedo deciros cuándo se rasca la nariz. Por tanto estoy convencido de que si Bruna d'Aguilar se dedicara a asesinar a inquisidores, yo lo sabría. Sus enemigos se habrían apresurado a acusarla de ese crimen.
– No creeréis que lo haría abiertamente. Delante de testigos…
– Permitid que os diga algo, hermano. -Más que atónito me sentía fatigado por la ciega obstinación de Pierre-Julien-.Llevo ocho años trabajando en el Santo Oficio. Ni yo, ni mis antiguos superiores, nos hemos topado jamás con demonios, sortilegios ni hechicería, salvo en el caso de dos mujeres acusadas de poseer el mal de ojo. Pero, como ya os he dicho, estas prácticas perversas no incumben al Santo Oficio. Nosotros nos ocupamos de la herejía.
– ¿No consideráis una herejía tener tratos con el diablo? ¿Emplear el sagrado sacramento en esas circunstancias?
– Bruna será castigada por haber administrado el santo sacramento a su puerco. Ha reconocido haberlo hecho por consejo de una amiga que también será castigada. Pero es un pecado de ignorancia, no un acto de brujería. Bruna es una vieja estúpida.
– Dijisteis que había puesto nombre a todos sus puercos -dijo Pierre-Julien-. ¿Son de color negro? ¿Sabéis si han cambiado de forma?
– ¡Hermano! -Pierre-Julien ni siquiera me escuchaba-. ¡Os aseguro que en Lazet no hay hechiceros ni hechiceras!
– ¿Cómo lo sabéis, puesto que no formuláis las preguntas adecuadas?
– Porque conozco esta ciudad. Porque conozco a la gente. ¡Y porque vos habéis formulado esas preguntas y no habéis descubierto ningún hechicero ni ninguna hechicera!
– Os equivocáis -respondió Pierre-Julien sonriendo con satisfacción.
Lo miré estupefacto.
– Uno de los hombres de Saint-Fiacre confesó haber invocado a un demonio -prosiguió mi superior-. Dijo que trató de poseer a una mujer casada ofreciendo al diablo una muñeca hecha de cera, saliva y la sangre de un sapo. Colocó la muñeca en el umbral de la casa de la mujer, a fin de que si ésta no cedía a sus deseos, fuera atormentada por un demonio. La mujer cedió, y después el individuo sacrificó una mariposa al susodicho demonio, que se manifestó en una ráfaga de aire.
Como podéis imaginar, lo miré estupefacto, aunque no por los motivos que debió de suponer Pierre-Julien.
– ¿El hombre… confesó haber hecho eso? -inquirí.
– En estos momentos están copiando el acta.
– Deduzco que lo trasladasteis al calabozo inferior -dije, comprendiéndolo todo-. Empleasteis el potro.
– No.
– El strappado.
– En absoluto. No fue torturado. -Al ver que me había quedado mudo, Pierre-Julien aprovechó esa momentánea ventaja-. Creo que estaréis de acuerdo conmigo en que, ante una prueba tan incontrovertible, tenemos el deber de perseguir y eliminar la pestífera y herética infección de la nigromancia entre nuestros fieles. «Tan pecado es la rebelión como la superstición, y la resistencia como la idolatría.» Sois testarudo, hijo mío, debéis rendiros ante mi mayor conocimiento de estos temas, y formular las preguntas que os exijo que formuléis.
Tras este insulto, Pierre-Julien me pidió que me retirara, pues tenía que preparar otro interrogatorio. Perplejo, obedecí. No me mostré indignado. Ni siquiera cerré de un portazo, pues estaba demasiado preocupado por el sorprendente hecho que me había revelado. ¿Cómo era posible que hubiera ocurrido?, me pregunté. ¿Qué pudo haber inducido una confesión tan insólita? ¿Era cierto? ¿O mentía Pierre-Julien?
Fui en busca de Raymond Donatus, que seguía trabajando en el scriptorium. Al entrar enseguida deduje, por la turbación de Durand, la postura confidencial de Raymond y la forma como el hermano Lucius se apresuró a tomar su pluma, que habían estado hablando de mí. Pero no perdí la calma. Era previsible.
– Raymond -dije sin más preámbulo-, ¿transcribisteis una confesión sobre muñecas de cera para el padre Pierre-Julien?
– Sí, padre. Esta mañana.
– ¿Se empleó la tortura durante ese interrogatorio?
– No, padre.
– ¿En ningún momento?
– No, padre. Pero el padre Pierre-Julien amenazó con utilizar el potro.
– Ah.
– Explicó su mecanismo, dijo que separaba las articulaciones…
– Entiendo. Gracias, Raymond.
– Incluso bajamos a verlo.
– Ya. Gracias. Comprendo. -Lo comprendía a la perfección. Mientras meditaba, noté que Durand me miraba con curiosidad y percibí el sonido de la pluma del canónigo mientras probablemente copiaba el importante documento. Estaba tan encorvado sobre su mesa que casi la rozaba con la nariz.
– Padre. -Raymond carraspeó para aclararse la garganta al tiempo que sostenía en alto el protocolo de la confesión de Bruna-. Disculpadme, padre, pero ¿queréis que entregue esto al hermano Lucius para que lo copie? ¿O preferís que espere hasta que hayáis interrogado de nuevo a esa mujer?
– No volveré a interrogarla.
Ambos notarios se miraron.
– No hay razón para que vuelva a interrogarla. Tengo mucho que hacer. Raymond, ¿recordáis si cuando el padre Augustin examinó los archivos antiguos comprobó que faltaba alguno?
Raymond se mostró un tanto sorprendido por este cambio en nuestra conversación. Tal como supuse, lo distrajo de la cuestión de si yo debía interrogar de nuevo a Bruna d'Aguilar. Pestañeó, me miró perplejo y emitió unos sonidos ininteligibles.
– ¿Lo recordáis? -reiteré-. Os pidió que comprobarais si las dos copias se hallaban en la biblioteca del obispo. ¿Hicisteis lo que os pidió?
– Sí, padre.
– ¿Y encontrasteis ambas copias allí?
– No, padre.
– ¿Sólo una?
– No, padre.
– ¿No? -Miré a Raymond, el cual se rebulló en su asiento con inquietud-. ¿Cómo que no?
– No encontré ninguna copia allí.
– ¿Ninguna? ¿O sea que faltaban ambas copias?
– Sí, padre.
¿Cómo describiros mi asombro, mi incredulidad? Me sentía como el pueblo de Isaías, que oía pero no alcanzaba a comprender.
– Esto es increíble -protesté-. ¿Estáis seguro? ¿Habéis mirado en la biblioteca del obispo?
– Sí, padre, miré allí y…
– ¿Mirasteis bien? Pues hacedlo de nuevo. Volved a registrar la biblioteca del obispo en busca de esas copias.
– Sí, padre.
– Si no dais con ellas, yo mismo las buscaré. Pediré al obispo una explicación. Esto es muy importante, Raymond, es preciso que hallemos esos archivos.
– Sí, padre.
– ¿Se lo comunicasteis al padre Augustin? ¿No? ¿No le dijisteis nada? Pero ¿por qué?
– ¡Porque murió, padre! -Nervioso, Raymond asumió un tono defensivo-¡Y vos os fuisteis a Casseras! ¡Olvidé decíroslo! ¡No me lo preguntasteis!
– ¿Cómo iba a preguntároslo si…? ¡Da lo mismo! -exclamé moviendo una mano-. Id en busca de esas copias. Ahora mismo. ¡Apresuraos!
– No puedo, padre. Esto… yo…
– El padre Pierre-Julien necesita que esté presente en otro interrogatorio -terció Durand.
– ¿Cuándo?
– Dentro de unos minutos.
– Pues le sustituiréis vos -informé a Durand-. En cuanto a vos, Raymond, id ahora mismo a la biblioteca del obispo. Quiero que examinéis todos los archivos que se encuentran allí. ¿Entendido?
Raymond asintió con la cabeza. Luego se marchó, aún en apariencia aturdido, y me quedé para enfrentarme a las protestas de Durand. No solía manifestarlas a voz en cuello ni con tono lastimero, como habría hecho Raymond en parecidas circunstancias. (Es más, me sorprendió que Raymond obedeciera con tal docilidad una orden que, por su misma naturaleza, sin duda le fastidiaba.) Por lo general, Durand expresaba su enojo a través de sus silencios, que solían ser muy enfáticos.
Pero en esta ocasión expresó su disgusto sin ambages.
– ¿Insinuáis que el padre Pierre-Julien ha amenazado con emplear el potro para obligar a los prisioneros a confesar?
Más que una pregunta, era una protesta. Comprendí a qué se refería Durand.
– Sólo podemos esperar que la amenaza baste -respondí.
– Disculpadme, padre, pero quizá recordéis que cuando accedí a trabajar para el Santo Oficio…
– Expusisteis a las claras lo que pensabais sobre ciertos temas. Sí, Durand, lo recuerdo bien. Y habréis observado que, durante el tiempo que habéis trabajado para mí, jamás he ofendido vuestros sentimientos al respecto. Por desgracia, ahora estáis obligado a trabajar para el padre Pierre-Julien. Y si no estáis de acuerdo con sus métodos, os recomiendo que lo habléis con él… como he hecho yo.
Quizá fui demasiado brusco, demasiado duro. Confieso que lo hice para desahogarme, para aliviar mi acongojado corazón. Acto seguido di media vuelta y bajé para dirigirme a mi mesa, donde empecé a rebuscar entre los papeles del padre Augustin. Pero quizá no comprendáis el motivo de esa actividad. Quizás hayáis olvidado que Bruna d'Aguilar no era el último nombre en la lista de sospechosos de haber sobornado al padre Augustin. ¿Lleváis la cuenta de los sospechosos?
Oldric Capiscol había muerto. Raymond Maury había sido sentenciado. Bernard de Pibraux ayunaba en la prisión. Aimery Ribaudin había conseguido evitar ser juzgado. Bruna d Aguilar había sido investigada a fondo. La única persona sospechosa que quedaba era Petrona Capdenier.
Según la declaración de un perfecto interrogado por el padre Jacques, años atrás Petrona Capdenier había albergado y dado de comer al susodicho perfecto. Al igual que Oldric, ésta había cometido su pecado mucho antes de que el padre Jacques asumiera su cargo en el priorato. No obstante, aunque el archivo que contenía el acta de Oldric (marcada y profusamente glosada) se encontraba entre los papeles del padre Augustin, yo no había hallado ningún archivo en el que constara la declaración ni la sentencia de Petrona. Al parecer no había sido arrestada por el padre Jacques, y si el motivo residía en el hecho de que ya había sido condenada, no parecía existir prueba alguna de esa condena.
Al recordar que el padre Augustin había buscado un archivo que faltaba, me pregunté si dicho archivo contenía el caso de Petrona Capdenier. Esta deducción fue propiciada por una nota marginal, escrita junto a la declaración del perfecto que he citado antes, de puño y letra del padre Augustin, que hacía referencia a una determinada época y a un antiguo inquisidor de Lazet, el cual había muerto hacía muchos años. Era evidente que el padre Augustin había deducido de esa información que debía examinar los archivos referentes a los juicios celebrados en esa época. Era evidente que había buscado los susodichos archivos. Y era evidente que el hecho de que ninguno de ellos se hallara entre sus papeles indicaba que o bien la búsqueda del nombre de Petrona entre esos archivos había sido infructuosa, o que el archivo en el que constaba había desaparecido.
Rebusqué de nuevo entre las notas del padre Augustin, pero no encontré ninguna referencia a los archivos que faltaban. Sabiendo que el padre Augustin habría seguido insistiendo con diligencia en el asunto, llegué a la conclusión de que había muerto antes de poder hacerlo. La cuestión era si el archivo que faltaba y la correspondiente copia se habían extraviado, o si alguien los había robado.
En el supuesto de que se hubiera cometido un robo, podía haber ocurrido en cualquier momento durante los cuarenta últimos años. Pero sólo podía haber sido llevado a cabo por un determinado número de personas, dado que el acceso a los archivos inquisitoriales siempre había estado restringido. Como es natural, todos los inquisidores pueden consultarlos cuando lo deseen. Al igual que varios notarios empleados por el Santo Oficio. Hacía poco se había entregado al obispo unas copias de los archivos y, antes de que se creara la diócesis de Lazet, esas copias se habían guardado en el priorato. Que yo recordara, sólo el prior y el bibliotecario poseían llaves del arcón en el que se guardaban dichos documentos.
Después de identificar a los posibles culpables, reflexioné sobre los posibles motivos de haber robado los archivos. Pudo haberlo hecho el padre Jacques, para ocultar el delito de una mujer que le había pagado por ese servicio. (¿O le habían pagado los descendientes de ésta?) Por otra parte, si el padre Jacques había destruido el archivo, ¿por qué no había tachado también el nombre de Petrona de la confesión del perfecto? Es más, ¿por qué había dejado que el nombre de Raymond Maury apareciera en los archivos?
A mi entender, existían dos motivos más probables para robar un archivo. En primer lugar, si alguien cuya condena constaba en el mismo había reincidido de nuevo en la herejía, años más tarde, ese hereje habría sido ejecutado con toda seguridad a menos que no hubieran hallado el expediente de su anterior delito. Recordé un caso en Toulouse, en que una tal Sibylla Borrell, tras haber confesado y abjurado de la doctrina herética diez años antes, había sido arrestada cinco años más tarde por unas prácticas similares. Sin duda habría sido condenada a la hoguera, de no haberse extraviado su primera abjuración. Pero como había desaparecido, sólo pudieron condenarla por una primera falta y sentenciarla a cadena perpetua.
Asimismo, conviene recordar que los antepasados heréticos constituyen un obstáculo para que uno prospere. Uno no puede ejercer de notario ni funcionario público si posee esa mancha hereditaria. ¿Era posible, me pregunté, que uno de los notarios inquisitoriales hubiera descubierto el nombre de su abuelo en el archivo que faltaba? ¿Era posible que lo hubiera descubierto Raymond? Esa idea me espantó, pues era terrible. ¡Un traidor entre nosotros! ¡Otro traidor! Pensé horrorizado en la posibilidad de que Raymond hubiera ordenado que asesinaran al padre Augustin por el simple hecho de que éste buscaba el archivo que él había robado.
Pero negué con la cabeza enérgicamente. Sabía que esas ideas eran infundadas y extremas, toda vez que las pruebas eran escasas y los posibles culpables muy numerosos. Quizás el archivo, debido a un error, no había sido copiado. Quizá se había perdido al igual que el documento en Toulouse. Existían varias explicaciones razonables.
Con todo, si Raymond Donatus no conseguía hallar el archivo, era preciso interrogarle cuanto antes. Me propuse también buscar el archivo de marras yo mismo. Tan pronto como tomé esa decisión regresé al scriptorium y me puse a rebuscar en los dos grandes arcones que contenían los archivos. Nadie me preguntó qué hacía. Durand había ido a reunirse con mi superior en el calabozo subterráneo, y el hermano Lucius no dijo una palabra. Siguió escribiendo, sorbiéndose de vez en cuando los mocos o restregándose los ojos, mientras yo examinaba casi cien años de depravación.
Fue una tarea laboriosa, pues los archivos no estaban ordenados, aunque buena parte de los superiores correspondían a épocas recientes. Por lo demás, el acta que contenía cada archivo estaba clasificada, como de costumbre, de acuerdo al lugar de residencia del acusado en lugar de las fechas en que habían sido transcritas las deposiciones. Mientras me afanaba en examinar ese desordenado amasijo de declaraciones, mi furia contra Raymond Donatus iba en aumento. Estaba convencido de que no había cumplido con su deber, lo cual me parecía un pecado casi tan grave como asesinar al padre Augustin. Todo indicaba que el archivo que faltaba se había extraviado. Pensé que era un verdadero milagro que no hubieran desaparecido más archivos debido a la incompetencia del notario.
– Lucius -dije, y éste me miró por encima de la punta de su pluma-, ¿sois capaces de examinar estos archivos?
– No, padre, no estoy autorizado a consultarlos.
– Pues para que lo sepáis, son un desastre. ¿Qué hace Raymond durante todo el santo día? Supongo que hablar. Hablar y hablar sin parar.
El escriba no dijo nada.
– Hay multitud de folios sueltos. ¡Y carcoma! ¡Es abominable! ¡Imperdonable! -Decidí ordenar los documentos yo mismo, una tarea en la que seguía ocupado cuando, poco antes de completas, se presentó de pronto Pierre-Julien en el scriptorium. Jadeaba y sudaba copiosamente, como si hubiera subido aprisa por la escalera. Tenía el rostro insólitamente arrebolado.
– ¡Ah, hijo mío! -exclamó jadeando-. Por fin doy con vos.
– Aquí me tenéis.,
– Sí. Bien. Acompañadme, os lo ruego, deseo hablar con vos.
Intrigado, le seguí escaleras abajo. Pierre-Julien estaba muy nervioso. Cuando llegamos a mi mesa, se volvió hacia mí y cruzó los brazos. La voz le temblaba con emoción contenida.
– Me han informado -dijo- de que os negáis a seguir mi consejo en lo referente a interrogar a los prisioneros sobre el tema de la brujería. ¿Es cierto?
Sorprendido, durante unos instantes no supe qué responder. Pero Pierre-Julien no esperó a que le ofreciera una respuesta.
– En vista de las circunstancias -prosiguió-, he decidido asumir el control de la investigación del asesinato del padre Augustin.
– Pero…
– Haced el favor de entregarme todos los documentos relativos al caso.
– Como gustéis -respondí. Antes que emplear su ridículo sistema de interrogación, prefería renunciar a la tarea-. Pero debo informaros de que he descubierto…
– También he considerado vuestro futuro en el Santo Oficio. A mi modo de ver no abordáis esta labor con el debido talante.
– ¿Cómo?
– He decidido hablar del asunto con el obispo y el prior Hugues. Entretanto, podéis encargaros de la correspondencia y otros modestos menesteres…
– Un momento. Aguardad -dije alzando una mano-. ¿Pretendéis destituirme de mi cargo?
– Estoy facultado para hacerlo.
– ¿Acaso creéis que podéis trabajar aquí sin mi ayuda?
– Sois un hombre vanidoso e insolente.
– Y vos un necio. Un pellejo de vino vacío. -De pronto perdí los estribos-. ¿Cómo os atrevéis a suponer que podéis darme órdenes? ¡Vos, que ni siquiera sois capaz de llevar a cabo un sencillo interrogatorio sin recurrir a las torpes armas que exige vuestra absoluta incompetencia!
– «Que callen para siempre los labios mentirosos, que, soberbios y despectivos, lanzan insolencias contra el justo.»
– Yo iba a decir eso mismo.
– Retiraos -dijo Pierre-Julien con labios temblorosos-.No deseo seguir viéndoos aquí.
– Muy bien. Porque veros me produce náuseas.
Acto seguido me fui, para que Pierre-Julien no presenciara la intensidad de mi ira. No quería demostrarle lo amargo que había sido el golpe que me había propinado, lo profundamente que me había herido en mi amor propio. Mientras me encaminaba de nuevo al priorato, le cubrí de maldiciones: «¡Que el polvo de tu tierra se convierta en piojos! ¡Que tú mismo te conviertas en excremento sobre la faz de la tierra! ¡Que tu sangre brote por la fuerza de la espada! ¡Malditos sean tu trigo y tu centeno…!», al tiempo que trataba de convencerme de que por fin me había librado del yugo que me había colocado en torno al cuello, de su tiranía. ¡Era una bendición! ¡Debía darle gracias al Señor! Sin mi ayuda, Pierre-Julien se hundiría en un lodazal de confusión y frustración. Tendría que arrastrarse hasta luí para pedirme que le auxiliara.
Me decía todo esto, pero no logré apaciguar mi turbado espíritu. ¡Ya veis hasta qué punto me había apartado de la humildad perfecta! Deseé que el fuego del infierno cayera sobre él. Deseé que Dios le hiriera con las úlceras de Egipto, con almorranas, con sarna, con tina, de que no se curara. En esa ocasión no me comporté como un siervo de Cristo, ¿pues qué dice el noble y bendito Señor que habita en la eternidad? «Yo habito en la altura y en la santidad, pero también con el contrito y humillado.»
Cuando reflexionéis sobre mi ira, quizás os preguntéis: ¿es este el hombre que afirma haber conocido el amor divino? ¿Es este el hombre que se ha comunicado con el Señor, que ha probado su infinita misericordia? Quizás estas reflexiones os induzcan a cambiar de parecer. Y estaría más que justificado, porque yo también había empezado a dudar. Mi corazón estaba ahora frío como el pedernal; halagaba la vanidad; mis iniquidades se habían multiplicado. Mi alma estaba atribulada por asuntos terrenales, en lugar de buscar la ciudad cuyo río constituye una fuente de alegría, y cuyas puertas el Señor ama más que las doce tiendas de Jacob. Me había alejado del abrazo de Dios, o quizás ese abrazo nunca me había sido ofrecido.
Esa noche mi duro corazón, caldeado por la fiebre de la angustia, en lugar de la llama del amor, se enfrió poco a poco mientras reflexionaba acostado en mi catre. Pensé con desesperación en todos mis pecados, y en los enemigos que me habían tendido una trampa junto al camino. Supliqué en silencio: ¡Líbrame de ese hombre falso e injusto! Luego pensé en Johanna, y hallé un consuelo que la contemplación del Señor no me había proporcionado, pues al contemplar a Johanna no sentí vergüenza de mis defectos y debilidades. (¡Que Dios perdone mis pecados!) Me pregunté qué estaría haciendo Johanna, si ya habría partido hacia su residencia de invierno, y si pensaría en mí acostada en la oscuridad. Probé, a sabiendas, la fruta prohibida, que era dulce e hizo que ansiara comer más. Pensé en la promesa que había hecho a Johanna de que recibiría noticias mías; durante varias semanas me sentí tentado a escribirle una carta confesándole la impura estima que sentía por ella, y declararle mi intención de no volver a vernos. Desde luego, era una carta difícil de escribir y casi imposible de enviar sin suscitar sospechas. A fin de cuentas, ¿qué hacía un monje escribiendo a una mujer? ¿Y cómo podía expresarme con franqueza a una persona que no sabía leer?
De pronto me incorporé en la cama. ¡La carta! Los pensamientos sobre una carta me habían llevado a pensar en otra: la carta del obispo de Pamiers, la carta referente a la posesión diabólica de Babilonia. Seguía entre los papeles del padre Augustin. Si Pierre-Julien la encontraba, los resultados podían ser trágicos. ¿Quién sabe qué absurdas y erróneas conjeturas se fraguarían en aquel tarugo que portaba sobre los hombros?
Comprendí que debía rescatarla y decidí hacerlo. Luego permanecí toda la noche en vela, atormentado por el temor de no alcanzar mi objetivo antes de que lo hiciera Pierre-Julien.
A la mañana siguiente, no asistí a maitines. Me dirigí rápido a la sede del Santo Oficio, tiritando debido a los primeros fríos del invierno. Al llamar a la puerta exterior, me sorprendió no obtener una respuesta inmediata, pues durante la noche solía permanecer un centinela apostado, en el interior, junto a esa puerta. Entonces se me ocurrió que el hermano Lucius, que era muy madrugador, quizá ya había llegado. Así que llamé con más energía, y por fin me respondió la voz del escriba.
– ¿Quién es? -preguntó.
– El padre Bernard. Abrid.
– Ah. -Oí unos pasos y se abrió la puerta. Luego vi el rostro del hermano Lucius-. Pasad, padre.
– A veces me pregunto por qué os molestáis en regresar a Saint Polycarpe por las noches -comenté, pasando junto a él-. Deberíais dormir aquí y ahorraros esos madrugones. -Mientras el hermano Lucius echaba de nuevo el cerrojo a la puerta, me encaminé con celeridad hacia mi mesa, pero los papeles del padre Augustin habían desaparecido de ella. Maldiciendo en silencio, me dirigí a la estancia del inquisidor. Pero no encontré nada.
Por lo visto Pierre-Julien se había llevado los papeles a su celda.
Aturdido por este inesperado golpe, me senté en una silla y medité sobre las alternativas que se me ofrecían. Rescatar la carta de la celda de Pierre-Julien no me resultaría difícil, siempre y cuando éste estuviera ausente. Pero si Pierre-Julien se proponía llevar siempre encima esos papeles, mis posibilidades de rescatar la carta eran remotas. ¿Y en todo caso de qué me serviría, si él ya la había encontrado? Todo indicaba que Pierre-Julien había pasado un buen rato la noche anterior consultando esos documentos, de otro modo no se los habría llevado al priorato.
Decidí que lo mejor que podía hacer, suponiendo que Pierre-Julien se negara a entregarme esos papeles, era acceder a ellos en su presencia y recuperar la carta mientras trataba de distraerle. Por ejemplo, comentándole que faltaba un archivo.
Me levanté y llamé al escriba.
– ¡Lucius!
– ¿Qué deseáis, padre?
Al penetrar en la antesala, vi que Lucius había empezado a subir la escalera.
– ¿Sabéis si Raymond tardará en llegar, hermano? Suele hacerlo antes que yo.
El hermano Lucius reflexionó unos instantes.
– A veces llega temprano y otras se retrasa -respondió con cautela-. Pero no suele llegar tan temprano.
Decidí en el acto visitar la casa del notario y preguntar a Raymond si había hallado el archivo que faltaba en la biblioteca del obispo. Si no había dado con él, expondría de inmediato este inquietante hecho a Pierre-Julien, a quien quizá le parecería tan insólito que soltaría la carta que yo anhelaba recuperar. Para no perder tiempo, pues el tiempo daría a Pierre-Julien la ocasión de leer la susodicha carta, di las gracias al hermano Lucius y me fui a la residencia de Raymond Donatus. Sabía dónde se encontraba, aunque nunca había puesto el pie en ella. La casa, antaño el hospitum de un comerciante de harina, había sido adquirida hacía cinco años por Raymond, quien había transformado el almacén de techo abovedado en unos establos. (Debo señalar que el notario poseía dos caballos, tan preciados para él como sus viñas; hablaba más de sus caballos que de su hijo y su hija.) Era una vivienda muy espaciosa, con dinteles de piedra esculpidos sobre las ventanas. En el interior, las vigas del techo estaban pintadas a rayas rojas y amarillas. Había incluso unas sillas dispuestas en torno a la mesa, y un crucifijo que colgaba sobre la puerta de entrada.
Pero cuando la esposa de Raymond me abrió la puerta, observé que estaba vestida con harapos, como una sirvienta, y que tenía la cara sucia.
– ¡Ah, padre Bernard! -dijo.
– Ricarda.
– Estaba limpiando. Disculpadme, llevo mis ropas viejas. -Tras invitarme a pasar, me ofreció bebida y comida, que yo rechacé dándole las gracias. Mientras echaba una ojeada a la cocina, con su imponente hogar y sus jamones que colgaban del techo, le dije que deseaba hablar con Raymond.
– ¿Con Raymond?
– Vuestro esposo. -Al observar que la mujer me miraba sin comprender, añadí- ¿No está en casa?
– No, padre. ¿No está en el Santo Oficio?
– No que yo sepa.
– Qué raro. Estuvo allí toda la noche.
– ¿Toda la noche? -inquirí, tardando unos instantes en reaccionar. La pobre y atribulada mujer empezó a mostrar signos de agitación.
– Él… a menudo se queda a trabajar allí toda noche -balbució-. Al menos eso me dice.
– Ya. -Entonces comprendí, demasiado tarde, lo que había estado haciendo Raymond. Había pasado unas noches con unas rameras y había mentido a su mujer. Me enfureció pensar que había utilizado el Santo Oficio como excusa.
– Ricarda -dije, negándome a mentir para proteger a Raymond-, vuestro esposo no estaba en el Santo Oficio cuando me marché. La única persona que había allí era el hermano Lucius.
– Pero…
– Si vuestro esposo no regresó a casa anoche, debéis exigirle otra explicación.
– ¡Lo han secuestrado! ¡Algo malo le ha ocurrido!
– Lo dudo.
– ¡Ay, padre! ¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer, María?
María era la nodriza; estaba sentada junto al hogar dando de mamar a una criatura, y presentaba un aspecto tan rollizo como marchito era el de Ricarda.
– Preparaos un poco de ponche caliente, Domina -aconsejó a su patrona-. A vuestro esposo no le ha ocurrido nada malo.
– ¡Pero ha desaparecido!
– Nadie puede desaparecer en esta ciudad -replicó la nodriza. Ambos nos miramos. Aunque hablaba de forma lenta y plácida, era una mujer perspicaz.
– Ayudadme, padre -me rogó la desconsolada esposa-. Debemos dar con él.
– Estoy tratando de dar con él…
– Quizá lo hayan matado los herejes, al igual que mataron al padre Augustin. ¡Ay, padre! ¿Qué puedo hacer?
– Nada -respondí con energía-. Quedaos aquí y esperad. Y cuando vuestro esposo aparezca, quiero que le echéis una buena reprimenda por su infame conducta. Imagino que estará jugando a los dados en algún garito y ya no sabe si es de día o de noche.
– ¡Jamás! ¡Nunca haría semejante cosa!
Al ver que Ricarda rompía a llorar, y sintiéndome incapaz de consolarla, le aseguré que hallaría a su esposo. Me fui lamentando haberle causado tanta pena, pero confiando al mismo tiempo en que Raymond sufriera las consecuencias de su infamia. ¡Afirmar que trabajaba toda la noche! Era increíble.
Decidí regresar al Santo Oficio, denunciar la desaparición del notario y aprovechar la oportunidad para cerciorarme del paradero de los papeles del padre Augustin, pues sabía que Pierre-Julien siempre iniciaba su jornada de trabajo después de maitines. De camino me tropecé con Roger Descalquencs en el mercado, y me detuve para saludarle. Roger estaba enzarzado en una pequeña disputa sobre impuestos (los impuestos sobre las mercaderías son objeto de tantas quejas como los diezmos), pero interrumpió su discusión con un airado vendedor de quesos cuando vio que yo esperaba para hablarle.
– Saludos, padre -dije-. ¿Me andabais buscando?
– No -contesté-. Pero ya que me he topado con vos, deseo comentaros una cosa.
Roger asintió con la cabeza, me llevó aparte y conversamos en voz baja mientras a nuestro alrededor las ovejas balaban, los compradores regateaban y los vendedores ambulantes proclamaban las virtudes de sus productos. Le expliqué que Raymond Donatus se había esfumado de la noche a la mañana, que había desaparecido. Le expuse mis sospechas de que el notario estaba durmiendo en el lecho de una prostituta para reponerse de los efectos de la juerga que se había corrido. Y pedí al senescal que los soldados de su guarnición, conocidos por ser algunos de los elementos más pecadores de Lazet, se mantuvieran alerta por si veían al notario.
– ¿Decís que no ha aparecido en toda la noche? -preguntó Roger con expresión pensativa-. Sí, es muy preocupante.
– No estoy preocupado. Está claro que no es la primera vez que ocurre. Quizá se encuentre en estos momentos en el Santo Oficio.
– O quizás esté tendido sobre un montón de estiércol con el cuello rebanado.
Perplejo, medité sobre esa conjetura. ¿Qué había llevado al senescal a semejante conclusión?
– Tratar con putas equivale a tratar con ladrones -contestó-. Junto al río, entre mendigos y barqueros, hay unos individuos dispuestos a cortaros el cuello por un par de zapatos.
– Pero no me consta que Raymond se solace entre esas gentes. Que yo sepa, le gustan las sirvientas y las viudas.
– Una puta es una puta -declaró el senescal dándome una palmada en la espalda-. Descuidad, padre, daré con Raymond aunque le hayan arrojado al río. En esta ciudad no se me escapa nadie.
Tras comprometerse a hallar a Raymond, Roger reanudó su discusión con el quesero, no sin antes hacer que le prometiera que si encontraba a Raymond en el Santo Oficio, se lo notificaría cuanto antes a uno de los guardias de la guarnición. Aunque Roger estaba de un talante jovial, no debe sorprenderos que sus siniestros pronósticos me turbaran. Cuando regresé a la sede del Santo Oficio me atormentaban unos ingratos pensamientos: pensé en la posibilidad de que hubieran asesinado a Raymond para robarle y que hubieran arrojado su cadáver al río. O que, por ser un empleado del Santo Oficio, hubiera: sufrido una suerte semejante a la del padre Augustin. Claro está que eran unos pensamientos irracionales, pues existía una explicación más probable, la que yo había ofrecido a Roger en primer lugar. Con todo, me sentía muy preocupado.
Cuando llegué al Santo Oficio, me abrió el propio Pierre-Julien. A juzgar por su rostro tumefacto e hinchado, había pasado la noche en vela y se mostró enojado al verme. Pero antes de que pudiera quejarse de mi presencia, le pregunté si Raymond Donatus se hallaba en el edificio.
– No -contestó-, y debo llevar a cabo un interrogatorio. Me disponía a enviar a un familiar a su casa.
– No lo encontraréis allí -le interrumpí- ¡Raymond no ha aparecido por su casa en toda la noche!
– ¿Qué?
– Su esposa no lo ha visto desde ayer por la mañana. Yo no lo he visto desde ayer por la tarde. -Y el hecho de que Raymond tuviera que estar presente para levantar, acta del interrogatorio, me inquietó profundamente. Aunque no era la primera vez que Raymond pasaba la noche fuera de su casa, era la primera vez que no asistía a un interrogatorio previsto-. Sospecho que suele pasar las noches con rameras, y me preocupa que haya caído entre ladrones. Claro que quizá se haya dedicado tan sólo a satisfacer sus apetitos…
– Debo irme -declaró Pierre-Julien. Yo seguía en el umbral, pues éste me había interceptado el paso, y al pasar junto a mí por poco me derriba-. Haced que venga Durand Fogasset -prosiguió, emitiendo su orden sin detenerse-. Decid a Pons que el interrogatorio ha sido suspendido.
– Pero…
– No os mováis de aquí hasta mi regreso.
Asombrado, lo observé mientras se alejaba. Su inesperada partida no admitía explicación alguna. Pero de pronto se me ocurrió que su habitación estaba ahora desierta y fui a registrar su mesa.
Tal como había supuesto, encontré allí los papeles del padre Augustin, y entre ellos la carta del obispo de Pamiers. ¡Alabado sea el Señor! Ésta era la prueba de la misericordia divina.
Oculté el documento entre mi ropa, pensando en destruirlo quizá más tarde. Luego, obedeciendo la orden de Pierre-Julien, me dirigí a la prisión para pedir a Pons que hiciera venir a Durand Fogasset. De paso le comuniqué la ausencia de Raymond. Convinimos que, por culpa de una pelandusca, un hombre puede acabar mal; Raymond, dijo Pons, no debió «introducir su pabilo en vela ajena».
– Yo creo -añadió-, que ese idiota se ha acostado con la esposa de otro hombre y se ha ido de la lengua. Es muy propio de él.
– ¿ Conoces el nombre de su conquista más reciente? -inquirí.
– Si lo supiera, os lo diría. Estoy demasiado atareado para ocuparme de las porquerías de Raymond. Pero quizá lo sepa el escriba, o ese joven, Durand.
Fue un buen consejo. Pero cuando hablé con el hermano Lucius en el scriptorium, respondió con vaguedades que no me sirvieron de ayuda. ¿Mujeres? Había habido muchas mujeres.
– Me refiero a recientemente -insistí-. Durante las últimas semanas.
– Ah… -El pobre canónigo se sonrojó-. Procuro no escuchar, padre… son unas conversaciones pecaminosas.
– Por supuesto. Lo comprendo. E imagino que aburridas. Pero ¿recordáis algunos nombres, hermano? ¿O detalles sobre esas mujeres?
– Todas parecen tener una naturaleza extremadamente lasciva -farfulló todo colorado-. Y los pechos grandes.
– ¿Todas?
– Raymond los llama «ubres». Le gustan mucho las «ubres grandes».
– Ya.
– Una se llamaba Clara -prosiguió el hermano Lucius-. La recuerdo porque me dije: ¿cómo es posible que una mujer que ostenta el nombre de esa bendita santa sea una fuente de iniquidad?
– Sí. Es un pecado grave.
– Pero Raymond no suele revelarme sus nombres -dijo el escriba-. Prefiere identificarlas según su aspecto.
Imaginé lo que debía sentir el escriba. Incluso me identifiqué con él. Es más, sentí una compasión tan profunda por el hermano Lucius, que desistí de seguir interrogándolo. Ya le había mortificado bastante, pensé. Algunos monjes hablan sobre el coito y las mujeres sin pestañear, franca y alegremente, pero Lucius no era así. Era un hombre de gran modestia, criado por una madre viuda, ahora, ciega, y enclaustrado desde los diez años.
– ¿Visteis a Raymond ayer tarde? -pregunté-. Fue a Saint Polycarpe, pero ¿regresó después de que yo me marchara?
– Sí, padre.
– ¿Ah, sí?
– Sí, padre. Cuando me fui para asistir a completas él seguía aquí.
– ¿Os dijo algo? ¿Referente a la biblioteca del obispo? ¿Referente a dónde fue anoche?
– No, padre.
– ¿No os dijo nada?
El hermano Lucius volvió a sonrojarse. Ordenó los objetos sobre su mesa con ademanes nerviosos y se limpió las manos en su hábito.
– El… me habló de vos, padre.
– ¿De veras? -Era lógico-. ¿Y qué dijo?
– Estaba enojado con vos. Dijo que le habíais ofendido y tratado como a un sirviente.
– ¿Y qué más?
– Dijo que la soberbia es heraldo de la ruina.
– Sin duda -respondí, y di las gracias al hermano Lucius por su colaboración. Decidí esperar a Durand, así que regresé a mi mesa, me senté y analicé la información que había recabado. Me pregunté, por primera vez, si había sido Raymond quien había informado a Pierre-Julien de que me negaba a seguir sus consejos en relación con los interrogatorios. Estaba convencido de que Durand no habría repetido mi comentario sobre interrogar a Bruna d'Aguilar. Y Lucius se habría limitado a responder a una pregunta específica; jamás habría planteado él mismo el tema.
No cabía duda de que era obra de Raymond. En el fragor de su ira, de camino al palacio del obispo, seguramente había prevenido a Pierre-Julien contra mi flagrante rebeldía. La soberbia es heraldo de la ruina. El orgullo de Raymond siempre había sido muy delicado.
Seguía absorto en mis reflexiones cuando Durand Fogasset llamó a la puerta exterior. Me levanté y fui a abrirla.
– Raymond Donatus ha desaparecido -le comuniqué cuando entró.
– Eso me han dicho.
– ¿Lo habéis visto desde ayer? Nadie lo ha visto. Ni siquiera su esposa.
El aspecto de Durand indicaba que le habían levantado de la cama, pues tenía los ojos legañosos, la cara un tanto hinchada y las ropas arrugadas. Me miró por debajo de un mechón de pelo negro.
– He dicho al padre Pierre-Julien que lo buscarais en ciertos lechos -respondió- ¿Conocéis a Lothaire Carbonel? ¿El cónsul? Hace unas semanas vi a Raymond con una de sus sirvientas.
– Un momento -dije, sorprendido por esa referencia a mi superior-. ¿Cuándo habéis hablado con el padre Pierre-Julien sobre esto?
– Hace un momento. -Durand se desplomó sobre un banco, estiró sus piernas de saltamontes, se frotó los ojos y bostezó-. Como sabéis, cuando me dirijo aquí paso delante de la casa de Raymond.
– ¿De modo que el padre Pierre-Julien se hallaba en casa de Raymond?
– Todo el mundo estaba en casa de Raymond. El senescal, buena parte de la guarnición…
– ¿El senescal?
– Él y el padre Pierre-Julien estaban discutiendo a la puerta.
Me senté. Las rodillas apenas me sostenían, pues aquel día había recibido demasiados sobresaltos.
– Discutían sobre unos archivos -prosiguió Durand con pereza pero expresión de perplejidad-. El padre Pierre-Julien insistía en que si daban con ellos, debían entregárselos a él sin abrir, puesto que eran propiedad del Santo Oficio. El senescal ha contestado que no habían encontrado ninguno, sólo los archivos personales de Raymond.
– ¿El senescal buscaba unos archivos?
– No, buscaba el cadáver de Raymond.
– ¿Qué?
Durand se echó a reír. Incluso me dio una palmada en una mano.
– Perdonadme -dijo-, ¡pero habéis puesto una cara! Según tengo entendido, padre, cuando asesinan a un hombre o a una mujer, el senescal siempre sospecha ante todo del cónyuge.
– Pero no hay prueba de que…
– … ¿Raymond esté muerto? Cierto. Personalmente, supongo que habrá bebido demasiado vino y está durmiendo la mona en algún sitio. Quizá me equivoque. El senescal tiene más experiencia en estos asuntos.
Negué con la cabeza, sentía que me hundía en un profundo lodazal donde no hacía pie.
– Claro que cabe preguntarse: ¿dónde se acuesta con esas mujeres? -prosiguió el notario-. Raymond posee un par de tiendas, aquí cerca, pero las tiene arrendadas. Puede que uno de sus arrendatarios le permita utilizar el suelo por una módica renta. O quizás utiliza un montón de estiércol, como todo el mundo…
Poco a poco mis pensamientos adquirieron coherencia. Me levanté e informé a Durand de que iba a casa de Raymond. Pero antes de que alcanzara la puerta, Durand me detuvo diciendo:
– Una pregunta, padre.
– ¿Sí? ¿Qué?
– Si Raymond está vivo, y no dudo que lo esté, ¿qué será de mí?
– ¿A qué os referís?
– Si queda sólo un inquisidor, no habrá trabajo suficiente para dos notarios.
Le miré a los ojos y deduzco que Durand vio algo en los míos, o en el rictus de mi boca, que respondió a su pregunta. Sonrió, se encogió de hombros y extendió las manos.
– Me habéis hecho un gran favor, padre -dijo-. Este puesto se había vuelto demasiado sanguinario para mi gusto.
– Quedaos aquí -contesté-, hasta que regrese el padre Pierre-Julien. Me pidió que os hiciera venir.
Luego me marché, distraído por todas las preguntas que deseaba formular. ¿Se había llevado Raymond Donatus a su casa los archivos del Santo Oficio, sabiendo que estaba prohibido a todos salvo a los inquisidores de la depravación herética? ¿Estaba informado Pierre-Julien de esta violación de las reglas? ¿Y qué archivos se había llevado? Tratando de esclarecer mis dudas, me dirigí volando a casa de Raymond, pero a pocos metros del Santo oficio me topé con un atribulado Pierre-Julien.
– ¡Por fin! -exclamó.
– ¡Ah! -dije yo.
Aunque estábamos en la calle, a la vista de numerosos ciudadanos que nos observaban con curiosidad, Pierre-Julien comenzó a reprenderme con un tono tan agudo como el caramillo de un pastor. Estaba más pálido que de costumbre.
– ¿Cómo os atrevéis a hablar con el senescal sin mi permiso? -me espetó-. ¿Cómo os atrevéis a consultar por vuestra cuenta al brazo secular? ¡Sois rebelde y desobediente!
– Ya no tengo que obedeceros, hermano. He abandonado el Santo Oficio.
– ¡Cierto! ¡De modo que os agradeceré que dejéis de inmiscuiros en los asuntos del Santo Oficio!
Pierre-Julien se dispuso a seguir su camino, pero le así de un brazo.
– ¿A qué asuntos os referís? -pregunté-. ¿A los archivos que han desaparecido?
– Soltadme.
– Durand os ha oído decir al senescal que os entregara todos los archivos que hallara entre los efectos de Raymond. Habéis dicho que son propiedad del Santo Oficio.
– No tenéis derecho a interrogarme.
– Por el contrario, tengo todo el derecho. ¿Sabíais que Raymond me ha informado de que faltan dos archivos? ¿Es posible que los tenga él y que vos lo supierais? ¿Es posible que ignoréis la regla impuesta por el primer inquisidor de Lazet, de que los archivos inquisitoriales no deben salir jamás del Santo Oficio a menos que los custodie un inquisidor?
– Di a Raymond permiso para llevarse un archivo a casa -se apresuró a responder Pierre-Julien-. Lo necesitaba para llevar a cabo la tarea que le había encomendado.
– ¿Y dónde está ahora ese archivo? ¿En manos del senescal?
– Quizás esté en la mesa de Raymond. Es posible que no se lo llevara…
– ¿Le confiasteis un archivo inquisitorial y no sabéis dónde está?
– Apartaos.
– Hermano -dije sin tener en cuenta temerariamente a las personas que nos escuchaban-, ¡sois indigno del cargo que ostentáis! Os habéis saltado las reglas, habéis puesto en peligro…
– «El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra» -exclamó Pierre-Julien-. ¡No sois quién para criticarme, hermano, pues vuestra obcecación os impide identificar a los herejes que tenéis ante las narices!
– ¿Ah, sí?
– ¡Sí! ¿Pretendéis decirme que no visteis la carta del obispo de Pamiers, que se hallaba entre los papeles del padre Augustin?
Os juro que creí que se me paraba el corazón. Luego empezó a latir con la contundencia de un herrero en su yunque.
– En esta diócesis hay una joven poseída por un demonio -prosiguió Pierre-Julien muy alterado-, y donde hay demonios, hay nigromantes. ¡Sois como los ciegos que tienen ojos! ¡No sois digno de ser mi vicario!
Y se alejó sin darme tiempo a responder.