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Del London Times:

¡El Ladrón de Novias ataca de nuevo! El último secuestro cometido hace dos noches por el infame bandido ha contestado a la pregunta que bullía en la mente de todos: ¿cuándo atacará otra vez? Ha sido raptada la señorita Anne Barrow de Kent, prometida del señor Lucien Fowler. El cochero de la señorita Barrow, Niegel Grenway, informó al magistrado de que justo antes de caer víctima de una inexplicable dolencia, apareció una figura encapuchada que le hizo conjeturar que el Ladrón de Novias tiene un cómplice. La investigación se ha intensificado, y el magistrado ha jurado llevar al secuestrador, así como a los demás implicados, ante la justicia.

En relación con este mismo asunto, la Brigada contra el Ladrón de Novias informa de que, como permite que todo hombre que tenga una hija en edad casadera se una a sus filas, el número de sus integrantes ha aumentado a doscientos y crece día a día. El miembro más reciente es el padre de la última víctima, el señor Walter Barrow. La recompensa asciende actualmente a nueve mil libras.


Eric se quedó mirando fijamente las palabras que le encogían el estómago: “conjeturar que el Ladrón de Novias tiene un cómplice”. Arrojó el periódico sobre la mesa y se pellizcó la nariz. Un cómplice. Maldita sea. ¿Habría llegado a distinguir el cochero, a pesar de la oscuridad reinante, que la figura encapuchada era una mujer? ¿Le habría proporcionado al magistrado una descripción de Samantha?

Se levantó y comenzó a pasearse por el estudio. Maldición, si aquel tan Grenway había identificado a Samantha…

Se le encogió aún más el estómago y apretó los puños. Luego lo embargó un temor más intenso que el que había sentido nunca por sí mismo. Tenía que proteger a Samantha, pero para eso necesitaba saber qué le había dicho Grenway al juez. Al parecer, convenía mantener otra conversación con Adam Straton. Y, en función del resultado, decidiría si necesitaba o no suministrar a Adam alguna otra información adicional “de utilidad”.

Mientras tanto, él -o el Ladrón de Novias- debía advertir a Samantha de que tuviera cuidado con lo que le decía al magistrado si éste la convocaba. Cerró los ojos y recordó su semblante sincero y preocupado cuando lo socorrió en el bosque. Se encontraba a merced de ella, que podía haberlo entregado fácilmente. La recompensa que ofrecían por su cabeza la habría convertido en una mujer rica. Como mínimo, podría haber satisfecho su curiosidad quitándole la máscara. Pero en lugar de eso había arriesgado su reputación, su libertad y su vida para ayudarle a él y a la señorita Barrow. Estaba furioso con ella. Asustado por ella.

Ceñudo, apartó aquel turbador pensamiento; necesitaba centrarse en el hecho de que Samantha había metido las narices en un asunto que no era de su incumbencia. Sin embargo, no cesaba de acudir una idea a su mente: “Qué mujer tan increíble”.

Lanzó un suspiro de cansancio y se mesó el pelo, evitando el punto todavía sensible encima del oído. Sí, Samantha era increíble. Pero si el magistrado descubría que había socorrido al Ladrón de Novias, sería acusada de complicidad. “No permitiré tal cosa mientras me quede un hálito de vida en el cuerpo”.

Fue hasta su escritorio, extrajo un pliego de vitela del cajón superior y se preparó para escribir la carta más importante de su vida.


Sammie se encontraba de pie en la salita, contemplando su nombre pulcramente escrito en el grueso pliego de vitela color marfil. De algún modo adivinaba que la carta provenía del Ladrón de Novias; por la letra desconocida y audaz, por el modo en que había aparecido delante de la puerta de la casa, como si la hubiera depositado allí la mano de un fantasma.

Con el corazón palpitándole, rompió el sello de lacre.


Mi querida señorita Briggeham:

Le escrito para advertirla. El cochero ha informado al magistrado de que el Ladrón de Novias podría tener un cómplice. No sé si ese hombre ha conseguido ofrecer una descripción de usted, pero debe estar preparada para la posibilidad de que la llame el magistrado, ya sea en relación con lo sucedido anoche o para interrogarla nuevamente acerca de nuestro primer encuentro.

Por su seguridad, le recuerdo su promesa de no intentar ayudarme más. Le recuerdo asimismo que destruya todo lo que pueda relacionarla con la noche pasada. Ni que decir tiene que debe quemar esta nota tan pronto termine de leerla. Le alegrará saber que nuestra amiga se encuentra sana y salva de camino a una nueva vida en libertad. Le ruego que tenga mucho cuidado.


La carta no estaba firmada, pero por supuesto no cabía duda sobre su remitente. Sammie cerró los ojos y apretó la carta contra su corazón.

La señorita Barrow estaba a salvo. Libre. Embarcada en una vida nueva y llena de aventuras. Experimentó alegría, teñida con una pizca de envidia, al desear que la joven tuviera una vida larga y feliz.

Era evidente que también estaba libre el Ladrón de Novias, gracias a Dios, pero ¿durante cuánto tiempo? Le recorrió un escalofrío al evocarlo tendido e indefenso en el suelo. Podrían haberlo matado. O capturado. Elevó una silenciosa plegaria de agradecimiento por que el rescate hubiera salid bien, pero ¿qué pasaría si no salía bien el siguiente? Según el Times, la Brigada contra el Ladrón de Novias crecía día a día, lo mismo que el precio que habían puesto a su cabeza. ¿Cuánto más podría durar su suerte? Le dio un vuelvo el estómago al pensar en aquel hombre tan vital colgando de la horca.

Aquel hombre tan vital. Se le escapó un suspiro involuntario al recordar la sensación de sus sólidos hombros y sus brazos musculosos. La inundó una sensación de calor y estrechó la carta con más fuerza contra el corazón. Por segunda vez, él le había proporcionado una gran aventura, un recuerdo que atesoraría siempre. El rubor tiñó sus mejillas al recordar el momento en que él le tocó el rostro con su mano enguantada. Había sido tierno y cortés. Tremendamente heroico. Amable y gentil. Precisamente igual que…

Lanzó un suspiro. Igual que lord Wesley. Pero, al igual que el Ladrón de Novias, lord Wesley no estaba a su alcance, si bien por motivos distintos. El Ladrón de Novias no quería que ella le ayudara en sus misiones y lord Wesley simplemente no la deseaba. Al menos del mismo modo que lo deseaba ella. Acudieron a su memoria los besos apasionados que habían compartido, dejando un rastro ardiente a su paso. La sensación del cuerpo de él pegado al suyo, de sus manos acariciándole los seños. “De acuerdo, está claro que sí me desea, pero a diferencia de mí, él no está dispuesto a asumir el riesgo que ello entraña”. ¡Ojalá lord Wesley fuera tan osado como el Ladrón de Novias!

Naturalmente, lord Wesley le había ofrecido su amistad, lo cual era más de lo que ningún hombre le había ofrecido nunca. Y aunque podía aceptar y valorar su amistad, había una parte de su corazón que continuaba deseando más de él. Sus besos. Su abrazo.

Pero ahora necesita dejar de pensar en lord Wesley y en el Ladrón de Novias y prender fuego a aquella carta incriminatoria. La vitela crujió contra la tela de su vestido y la abrumó un sentimiento de tristeza. Odiaba destruir el único recuerdo material de aquel hombre, pero debía hacerlo por seguridad. Tal como había prometido, jamás volvería a verlo, un voto que le pesaba en el corazón pero que no pensaba romper. Tenía que velar por la seguridad de él, y también por la suya.

Abrió los ojos y se volvió hacia la chimenea. Y entonces se quedó petrificada.

Lord Wesley estaba de pie en el umbral, mirándola con una expresión intensa.

La invadió un calor súbito, como si ella misma se hubiera prendido fuego. Escondió a la espalda la carta del Ladrón de Novias y retrocedió ligeramente hacia el escritorio.

– Lord Wesley ¿qué está haciendo aquí?

Él cerró la puerta y acto seguido se acercó a ella muy despacio, como un gato acechando a su presa, con la mirada clavada en ella.

– Quería hablar con usted. Su mayordomo me ha dicho que se encontraba aquí y me ofrecí a anunciarme yo mismo.

Samantha chocó contra el escritorio, y se apresuró a volverse y guardar la carta en el cajón superior, que luego cerró de un golpe. El ruido reverberó en la quietud de la habitación, y después reinó el silencio.

Eric avanzó hasta que estuvo delante de ella. Cerró los puños para contener el intenso ataque de celos que lo dominaba. Había permanecido al menos dos minutos enteros en el umbral, observándola, antes de que ella se percatase de su presencia. Vio cómo apretaba contra su corazón la carta del Ladrón de Novias, cómo cerraba los ojos y emitía suspiros soñadores, cómo se ruborizaba. Parecía inocente y seductora. Y profundamente excitada… por otro hombre.

Maldición, al diablo con todo. Había venido a verla para cerciorarse de que se encontraba bien después de la aventura vivida, y con la esperanza de averiguar si había recibido la visita del magistrado Straton. Pero su mente quedó vacía de todo pensamiento cuando la vio sostener aquella condenada carta, de todo pensamiento salvo el que no cesaba de decir: “Mía. Mía. Mía”.

Y ya era hora de hacer algo al respecto.

Se inclinó y apoyó las manos sobre el escritorio a ambos lados de Samantha, aprisionándola. Ella abrió los ojos con desmesura y se echó ligeramente atrás, pero no intentó escapar. Bien. Ahora la tenía justo donde quería tenerla: atrapada.

– ¿Qué ha escondido con tanta prisa en el cajón, señorita Briggeham? -le preguntó con voz sedosa.

– Oh, sólo una carta

– Parecía una carta importante.

Ella tragó saliva.

– Era de una… amistad

– ¿De veras? ¿De una amistad… masculina?

Samantha alzó la barbilla y enarcó una ceja.

– ¿Por qué quiere saberlo?

“Porque no quiero que pienses en ningún otro hombre, aunque ese otro hombre sea yo”. Levantó la mano y la pasó con lentitud por sus mejillas teñidas de carmesí.

– Se ha sonrojado. Me preguntaba si sería debido a esa carta.

– Si estoy sonrojada, es simplemente porque aquí hace mucho calor. Y porque usted está… muy cerca.

Eric bajó la vista y calculó los centímetros que los separaban. Luego su mirada fue ascendiendo lentamente, para hacer una pausa en la generosa curva de sus pechos, que ni siquiera el remilgado escote lograba disimular. Exhalo un profundo suspiro y sintió su aroma a miel, que lo abrumó. Volvió a fijar la mirada en los ojos de Samantha y le preguntó:

– ¿Y si me acercara todavía más?

Ella se humedeció los labios y Eric sintió un tirón en la ingle.

– Imagino que tendría aún más calor.

Sin apartar los ojos de ella, avanzó deliberadamente, suprimiendo los pocos centímetros que quedaban. Entonces lo envolvió plenamente su aroma, y tuvo que hacer uso hasta el último gramo de autodominio, cada vez más menguante, para no tomarla entre sus brazos y besarla apasionadamente. Bajó el rostro y le rozó el mentón con los labios.

– ¿Más calor? -le susurró al oído

Le pasó la punta de la lengua por el delicado lóbulo de la oreja y a continuación lo atrapó con suavidad entre los dientes, disfrutando de su exclamación de femenino placer.

– Mucho más calor -dijo Samantha con voz ahogada.

Eric retrocedió lo justo para mirarla, y a duras penas logró reprimir el gruñido que le subió a la garganta. El deseo dilataba los ojos de Samantha y su boca seductora suplicaba ser besada.

La deseó con una intensidad que jamás había experimentado por ninguna mujer. Todo su cuerpo vibraba con una necesidad que exigía ser satisfecha, una necesidad que sólo ella podía satisfacer. Pasaron por su mente todas las razones por las que no debía hacerle el amor, pero las aplastó como si fueran molestos insectos. Él la protegería; se valdría de la discreción que gobernaba todas las facetas de su vida. Y Samantha sería suya.

Le levantó la barbilla con los dedos y clavó su mirada en la suya.

– Quiero que sienta algo más que calor. Quiero que se abrase, que se funda, que se queme por dentro. Por mí. Conmigo -Contempló cómo ella absorbía sus palabras al tiempo que se sonrojaba más y se le aceleraba el puso en la base del cuello-. ¿Todavía está dispuesta?

– Nunca he dejado de estarlo

Aquel la respuesta le produjo un fuego abrasador. Dio un paso atrás, le pasó las manos por los brazos y entrelazó los dedos de ambos.

– Por desgracia, éste no es el momento ni el lugar.

No deseaba interrupciones cuando llevase a Samantha Briggeham a vivir la mayor aventura de su vida y le borrase de la mente todo pensamiento acerca de otro hombre, cuando aplacara la sed que tenía de ella.

Se llevó una mano a los labios y le besó la palma con aroma a miel.

– Reúnase conmigo esta noche. A las doce. Junto al lago.

Ambos intercambiaron una larga mirada, y el corazón de Eric aguardó la respuesta latiendo con fuerza.

– De acuerdo -susurró Samantha.

Ignoró la sensación de alivio que lo inundó al ver que ella consentía. Samanta preguntó:

– ¿Qué propone usted que hagamos para… -bajó todavía más la voz- lo que ya sabe?

– No estoy seguro de saber a qué se refiere con “lo que ya sabe”

Ella exhaló lo que parecía un suspiro para tomar fuerzas y dijo precipitadamente:

– ¿Qué método vamos a emplear para evitar un embarazo?

Eric se la quedó mirando, estupefacto. Jamás una mujer le había preguntado semejante cosa.

– He investigado varios procedimientos…

– ¿Ha investigado? -Gracias a Dios tenía la mandíbula firmemente sujeta, de lo contrario se le habría caído al suelo con un sonoro porrazo-. ¿Y cómo lo ha hecho?

– He hablado del tema con mis hermanas

Eric se sintió recorrido por una sensación que sólo podía calificarse como de horror.

– ¿Sus hermanas? -Dios santo, al diablo con todas sus esperanzas de guardar la discreción. Ella las había estropeado antes de empezar.

Samantha continuó:

– Ellas saben mucho del tema, aunque me temo que no me han dicho dónde puedo conseguir exactamente una esponja marina como la que me describieron -Levantó la vista hacia él con gesto esperanzado-. Supongo que usted no lo sabrá ¿verdad?

Por todos los diablos, aquella conversación no podía empeorar más. Al ver que se limitaba a seguir mirándola fijamente, ella aclaró en tono confidencial:

– Una de esas esponjas que evitan que el “ya sabe qué” llegue a “ya sabe dónde”.

Dios. Por lo visto sí podía empeorar. Eric le soltó las manos y se pasó las suyas por la cara.

– Samantha ¿por qué ha hablado de algo de carácter tan íntimo con sus hermanas?

– Era lo más lógico, milord, dado que no podía preguntárselo a mi madre. Necesitaba información… información que usted no quiso proporcionarme…

– Porque en aquel momento usted no la necesitaba. Seguro que sus hermanas sufrieron una conmoción cuando usted las interrogó.

– Se sorprendieron un poco, pero les aseguré que quería saberlo a efectos puramente científicos.

– ¿Científicos?

– Sí. Cuando les explique que deseaba llevar a cabo un estudio comparativo de los ciclos reproductivos de diversas especies, entre otras las ranas, las serpientes y los ratones, en relación con el ciclo humano, se mostraron bastante dispuestas a hablar del tema. Créame, no hay necesidad de preocuparse de que sospechen la verdadera razón por la que yo quería esa información.

– Pero sin duda considerarían sus preguntas… peculiares.

– No hay muco que yo pueda hacer, sobre todo en lo concerniente a cuestiones científicas, que mis hermanas consideren peculiar. Están acostumbradas a mi carácter inquisitivo. No tenemos nada que temer de ellas. -Sonrió apenas-. De modo que ya puede borrar esa expresión de alarma que tiene en la cara.

Eric reajustó al instante sus músculos faciales, molesto por haber delatado sus sentimientos con tanta claridad. ¿Estaría ella en lo cierto en su evaluación del modo en que habían reaccionado sus hermanas a sus indagaciones? ¿De verdad se habrían tragado que sólo buscaba información por motivos científicos? Si aquella afirmación la hubiera hecho otra mujer cualquiera, se habría reído de ella. Pero Samantha… En fin, tenía que reconocer que una afirmación así parecía razonable, proviniendo de ella. Sus hombros se relajaron. ¿Ranas, serpientes y ratones? Sí, aquello parecía propio de Samantha.

Pero entonces se le ocurrió una idea que le hizo entornar los ojos. Diablos ¿habría pensado en tomar como amante a otro hombre? ¿Por ejemplo, el Ladrón de Novias?

– Si ya habíamos decidido no ser amantes, ¿por qué quería esa información de todos modos?

Las mejillas de Samantha se tiñeron de rubor culpable, y él apretó los puños a los costados. No obstante, en vez de desviar los ojos, ella alzó levemente la barbilla y se enfrentó a su mirada.

– En realidad, milord, fue usted el que decidió que no debíamos ser amantes. Abrigaba la esperanza de que cambiase de opinión, y deseaba estar preparada, por si se daba el caso.

Así pues, había buscado la información por él, no por otro hombre. Esperaba que él cambiase de opinión, y por Dios que había cambiado. Sintió una mezcla de alivio y calor. Alargó la mano y de nuevo enlazó los dedos de ambos.

– En ese caso -dijo con suavidad-, me alegro de que sea qué esperar.

– Bueno, en realidad no lo sé. ¿Qué método sugiere que utilicemos?

Eric se acercó más aún, hasta que los cuerpos se tocaron apenas.

– Yo me retiraré antes de derramar mi simiente.

De pronto visualizó una imagen de los dos, desnudos, unidos en un sensual abrazo, ella envolviéndolo con sus piernas, él con su erección hundida en aquel calor aterciopelado. La sangre se le agolpó en la ingle y a punto estuvo de gemir. Cielos, si no se apartaba de ella inmediatamente, corría el peligro de besarla de nuevo… y ya no podría parar.

– Tiene mi palabra de que la protegeré, Samantha -Y le apretó los dedos, reacio a soltarla-. Hasta la doce, pues.

Ella asintió con ojos como platos, y Eric, tras obligar a sus pies a moverse, se encaminó hacia la puerta.

Sólo tenía que esperar hasta la medianoche. Doce horas más. Y entonces sería suya. La voz de su conciencia intentó hacerse oír, pero él la acalló sin contemplaciones. La deseaba. Ello lo deseaba a él. Se tendrían el uno al otro.

Cerró la puerta suavemente al salir y se dirigió con paso presuroso al vestíbulo, donde se encontró con Hubert.

– Buenas tardes, lord Wesley -lo saludó el muchacho con una amplia sonrisa.

Él le devolvió la sonrisa

– Hola Hubert, ¿Te diriges a tu cámara?

– Sí. Estoy terminando un invento nuevo: una máquina cortadora para el personal de la cocina, para ayudar a preparar la comida. -En sus ojos destelló una chispa de esperanza-. ¿Le gustaría verla?

– Me interesaría mucho, pero me temo que ahora tengo otro compromiso. ¿Te importaría que me pasara por aquí mañana?

El semblante del muchacho se iluminó.

– Por supuesto que no, milord.

– Perfecto. ¿Digamos alrededor de las dos?

– Lo estaré esperando en la cámara -Hubert bajó la cara en un gesto tímido-. A lo mejor le gustaría ver también…

Dejó la frase sin terminar, pues su mirada había quedado atrapada en las botas de montar de Eric. Frunció el entrecejo y se ajustó las gafas. Tras parpadear varias veces, irguió la cabeza de golpe y se quedó mirando a Eric con perplejidad.

– ¿Sucede algo malo, muchacho?

– Eh…, no

Negó con la cabeza tan vigorosamente que las gafas le resbalaron hasta la punta de la nariz. Miró otra vez los pies de Eric como si nunca hubiera visto unas botas de montar.

La mirada de Eric siguió la del chico, pero no vio nada inusual, excepto, quizá, que sus botas estaban cubiertas de polvo. Esbozó una amplia sonrisa y señaló:

– Por lo visto, mi ayuda de cámara ha sacado brillo a mis botas a oscuras.

Acto seguido abrió la puerta y salió a la tibia luz del sol, seguido por Hubert. Emperador estaba atado a un árbol cercano, y Eric lo montó rápidamente. Mientras se enfundaba los guantes de montar, Hubert se acercó muy despacio al caballo, mirando alternativamente la silla, las riendas y los estribos. Su rostro, pálido y contraído, exhibía un marcado ceño.

Preocupado, Eric insistió:

– ¿Seguro que te encuentras bien, Hubert? Pareces haber visto un fantasma.

El chico levantó poco a poco la mirada. Tragó saliva de manera audible y a continuación asintió bruscamente con la cabeza.

– Me encuentro bien, milord. Sólo estoy un poco… desconcertado.

– Oh, ¿puedo ayudarte?

– No lo creo

– ¿Y estas seguro de no sentirte enfermo?

– Totalmente, milord

Eric le sonrió

– Bien. Si cambias de opinión y necesitas mi ayuda, házmelo saber. Por supuesto, eres un chico de una inteligencia extraordinaria; no me cabe duda de que resolverás ese enigma. Hasta mañana. -Hizo girar a Emperador y se alejó al trote.

Hubert se le quedó mirando con la cabeza hecha un torbellino de preguntas turbadoras. Pero había una que se destacaba sobre las demás: ¿por qué las botas, la silla, los estribos y las riendas de lord Wesley conservaban restos inconfundibles del polvo fosforescente fabricado por él mismo y que había esparcido sobre las pertenencias del Ladrón de Novias?

Buscó una explicación razonable, plausible, cualquier explicación; pero su lógica le decía a gritos que sólo cabía sacar una conclusión de aquellas pruebas irrefutables.

Lord Wesley era el Ladrón de Novias.

Pero incluso aunque aquella idea iba penetrando en su cerebro, una parte de él intentaba rechazarla. ¿Cómo podía ser? ¡Lord Wesley era un caballero! No un osado rescatador de damiselas en apuros. Poseía riquezas y un título. ¿Qué motivos podía tener para dedicarse a una empresa tan peligrosa?

Echó a andar hacia la cámara, pero se detuvo en seco cuando le vino a la cabeza una idea que lo sacudió como un puñetazo: ¿lo sabría Sammie? ¿Era consciente de que el hombre del que se había hecho amiga era el secuestrador más famoso de Inglaterra? Se sujetó el estómago revuelto.

No. Imposible. Sammie se lo habría confíado a él. Además, no sabía cómo ponerse en contacto con el Ladrón de Novias cuando recibió la carta de la señorita Barrow. Tenía que hablar con ella; tal vez pudiera ofrecerle una explicación de por qué lord Wesley llevaba encima el polvillo del Ladrón de Novias.

Dio media vuelta y entró en la casa a toda prisa. Halló a Sammie en la salita, contemplando el fuego. Ella le indicó que cerrase la puerta. Una vez que lo hubo hecho, le agarró la mano y tiró de él hacia el diván.

– He recibido una carta del Ladrón de Novias -le confió en un susurro cuando ya los dos estaban sentados-. El rescate de la señorita Barrow ha sido un éxito. -Su mirada vagó hasta la chimenea-. Te la dejaría leer, pero acabo de quemarla.

– Prudente decisión. Me alegro de que todo haya salido bien. -Se secó las palmas húmedas en los pantalones y se aclaró la garganta-. Hum, Sammie ¿alguna vez te has preguntado quién es el Ladrón de Novias?

Sammie apretó los labios.

– Más de una vez he especulado sobre eso, pero en realidad no tiene importancia. Lo que importa es su labor, su misión – Estrechó la mano de Hubert-. Comprendo que tu curiosidad se sienta frustrada por ese misterio, pero debes olvidarlo. Si alguien descubriera la identidad de ese hombre, su vida correría un grave peligro.

Hubert experimentó cierto malestar en el estómago. Carraspeó de nuevo y dijo:

– Hace un momento he visto a lord Wesley saliendo de aquí.

Sammie se ruborizó al instante, y comenzó a juguetear con el encaje de su vestido.

– ¿Ah, sí?

– Sí -la miró con más atención y le preguntó- ¿te gusta?

El rubor se intensificó.

– Naturalmente. Es todo un caballero.

Hubert sacudió la cabeza, frustrado por su incapacidad para formular las preguntas adecuadas.

– No; me refiero a si sientes… algo por él -No habría creído posible que el rostro de su hermana se encendiera aún más, pero así fue-. Lamento preguntarte algo tan personal -se apresuró a decir-. Es sólo que, bueno, yo… yo sólo deseo tu felicidad -terminó como mejor pudo.

Ella lo miró con ternura y le tocó la mejilla.

– Soy muy feliz, Hubert. Mi trabajo en la cámara me llena y supone un reto para mí, y disfruto ayudándote. Tú me haces feliz.

– Y lord Wesley… ¿también te hace feliz él?

Los ojos de Sammie adquirieron una expresión soñadora que él estaba acostumbrado a ver en sus otras hermanas.

– Sí -contestó ella con suavidad-. Mi amistad con lord Wesley me agrada bastante.

Hubert apretó los labios. No hacía falta ser un genio para deducir que la amistad de Sammie con lord Wesley le agradaba muchísimo. Y a juzgar por lo que él había presenciado, al parecer lord Wesley también sentía algo por ella. Maldición, ¿cómo podía arriesgarse a hablar con Sammie de la prueba de los polvos fosforescentes? ¿Y si estuviera equivocado? Peor aún ¿y si estuviera en lo cierto?

Quizás lord Wesley tenía pensado contárselo él mismo, quizá tenía la intención de abandonar sus actividades como Ladrón de Novias o quizá no había nada que contar ni abandonar. Si le hablara a Sammie de sus sospechas, era posible que estropease toda posibilidad de que ella y lord Wesley tuvieran de ser felices, de tener una vida en común.

Pero ¿y si lord Wesley era en efecto el Ladrón de Novias?

– Sammie ¿qué harías si te enteraras de que un pretendiente tuyo no ha sido del todo… sincero contigo? -inquirió en un tono que esperaba sonase natural.

Ella frunció el entrecejo, pero al punto se iluminó su mirada al creer comprender.

– ¿Por qué? ¿Hay alguna joven que te interese?

Hubert estuvo a punto de tragarse la lengua. Sintió un calor que le humedeció la cara y el cuello. Antes de que pudiera recuperar la voz para responder, Sammie tomó las manos de él en las suyas.

– ¿Quieres hablarme de eso?

Él negó con la cabeza sin decir nada.

– Muy bien. Pero recuerda que la sinceridad es crucial, Hubert. Ya sé que tú jamás hablarías a una joven con palabras falsas y rezo para que ella sepa devolverte la cortesía. Las mentiras destruyen la confianza y sin confianza no hay nada. Yo jamás tomaría en cuenta la posibilidad de tener un futuro con alguien que me engañase.

Una sensación de incomodidad recorrió a Hubert de arriba abajo. No, no podía hablarle a Sammie de los polvos fosforescentes, por lo menos sin antes verificar sus sospechas. Y sólo existía un modo de verificarlas.

Tendría que encararse con lord Wesley.

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