8

– Es la tercera vez que mira el reloj de la chimenea en los últimos diez minutos, milord -comentó Arthur Timstone con su voz ronca desde el otro extremo de la habitación-. Sus invitados no tardarán en llegar. Mirar tanto la hora hace que el tiempo transcurra más despacio.

Eric, situado junto a la chimenea de su estudio privado, se volvió y miró a su fiel mayordomo por encima de su copa de coñac. Arthur se hallaba cómodamente arrellanado en su sillón favorito junto al escritorio de caoba de Eric, con un vaso de whisky medio lleno entre sus curtidas manos.

Con frecuencia se reunían de aquel modo por la noche, y compartían una copa mientras Arthur le relataba las noticias de las que se había enterado por los rumores de la servidumbre y que podían resultar de interés para Eric y el Ladrón de Novias. Sin embargo, aquella noche el centro de todos los chismorreos era Eric.

– Esta invitación a la señorita Briggeham ha causado un gran revuelo en la casa de los Briggeham -comentó Arthur-. Su madre es un auténtico manojo de nervios; ya ha invitado a la señora Nordfield a tomar el té mañana para hablar de ello.

Eric había temido que ocurriese algo parecido, pero estaba muy versado en el arte de esquivar a madres casamenteras.

– No hay nada de que hablar. Sencillamente he invitado a la señorita Briggeham y a su hermano a que vengan a ver mi telescopio.

– Por supuesto -convino Arthur con un gesto de la cabeza-. Sería una necedad sugerir que está usted interesado en la señorita Sammie.

– Exacto. Y tanto Cordelia Briggeham como Lydia Nordfield, al igual que todo el mundo, saben muy bien la opinión que siempre he tenido acerca del matrimonio. Sería una estupidez por su parte creer que he cambiado de idea.

– Bah, ya podría usted ponerse a gritar desde los tejados que no tiene ninguna gana de casarse. A nadie le importaría. Probablemente pensarían que es usted un miedoso.

– ¿Miedoso? -exclamó-. Después de haber sido testigo de primera mano de la pesadilla que fue el matrimonio de mis padres y de saber cuán infeliz es Margaret en el suyo, no tengo la menor intención de atraer sobre mí semejante desgracia. Y aun cuando estuviera lo bastante loco para casarme, desde luego no podría someter a una esposa y a unos hijos al peligro al que me expongo. Si me apresaran, sus vidas quedarían destrozadas.

– Sabia decisión -convino Arthur-. Claro que esas casamenteras no tienen forma de saber esos motivos. -Paladeó un sorbo de whisky y lanzó un suspiro de placer-. Con todo, es una locura que piensen que milord desea a la señorita Sammie; no es el tipo de mujer que atrae a un hombre como usted.

– En efecto, no lo es -coincidió Eric en un tono más áspero de lo que pretendía. Se terminó el coñac y se sirvió otra copa.

– Aun así, con toda la atención que está suscitando, es posible que algún caballero se fije en ella. Cabe pensar que por lo menos habrá un sujeto lo bastante listo para ver más allá de las gafas de esa mujer. -Arthur meneó la cabeza y emitió un ruidito de disgusto- Pero, bah, esos jóvenes cachorros no quieren otra cosa que caras bonitas, sonrisas tímidas y risitas tontas. No sabrían distinguir a una mujer especial ni aunque se la pusieran delante de las narices. Y desde luego, la señorita Sammie es muy especial. -Señaló a Eric con su grueso dedo índice- Déjeme decirle que si yo fuera unos años más joven y un caballero, tal vez me decidiera a hacerle la corte.

La mano de Eric se detuvo a medio camino de la boca. Bajó la copa muy despacio y replicó:

– ¿Cómo dices?

Arthur agitó la mano para restarle importancia al asunto.

– No se preocupe. Yo estoy loco por mi Sarah. De todas formas, hay que estar ciego para no reparar en la sonrisa de la señorita Briggeham. O en lo bonito que tiene el pelo. O en esos ojos suyos, tan grandes y… brillantes. Y además es más lista que el hambre. Ha tomado al joven Hubert a su cuidado, y gracias a lo que ella le enseña el chico sabe ya más que nadie. Sí, la señorita Sammie vale mucho más de lo que la gente cree.

Eric se apoyó contra la repisa de mármol de la chimenea en una postura relajada, en vivo contraste con el inexplicable desasosiego que lo acuciaba.

– No sabía que estuvieran tan… enterado de los encantos de la señorita Briggeham. -En el instante en que salieron de sus labios aquellas palabras, supo que había cometido un error.

Arthur parpadeó varias veces, se inclinó hacia delante y contempló a Eric. Éste intentó conservar una expresión impasible, pero al parecer no lo logró, porque Arthur le dijo:

– Soy viejo, no ciego. Y no sabía que usted estuviera enterado de que esa joven posee encantos.

Eric levantó las cejas.

– Yo no soy viejo ni ciego.

La confusión de Arthur se demudó en azoramiento.

– ¡Que el diablo me lleve!, no estará usted poniendo el ojo en la señorita Sammie ¿verdad?

Eric abrió la boca para negarlo, pero antes de que pudiera decir nada, Arthur exclamó con ojos como platos:

– Maldita sea, muchacho, ¿acaso ha perdido el juicio? No es la clase de mujer que le gusta a usted.

Aguijoneado por aquella observación, Eric preguntó a su vez en tono glacial:

– ¿La que me gusta a mí? ¿Qué significa eso?

– Oh, vamos, no se haga el duro. Yo lo quiero como a un hijo, es sólo que… -Sus ojos se ensombrecieron y dejó la frase sin terminar.

Eric enarcó una ceja.

– Está claro que quieres decirme algo, Arthur ¿Por qué no lo dices sin más, como has hecho siempre?

Arthur se echó al coleto un buen trago de whisky y a continuación se enfrentó a la mirada de Eric.

– Muy bien, ¿Por qué, exactamente, la ha invitado a venir aquí?

Vaya. ¿Cómo iba a poder explicar algo que él mismo no comprendía? Dejó su copa sobre la repisa y se mesó el pelo.

– Supongo que siento cierta responsabilidad hacia ella, que deseo cerciorarme de que no sufre problemas en sociedad por culpa del secuestro.

– No los ha sufrido. Ya le he dicho que desde entonces todo el mundo la requiere.

– Lo sé, pero…

– Se le ha metido a usted en la piel.

Se miraron a los ojos y entre ambos fluyó una corriente de entendimiento, nacido tras años y años de compartir cosas, primero de niño a criado, luego de joven a mentor, después de hombre a hombre. De amigo a amigo. De confidente a confidente. Lo que Eric había experimentado siempre por Arthur era el sentimiento de un hijo hacia un padre, más incluso de lo que había sentido hacia su verdadero progenitor.

– En la piel -repitió Eric despacho- Sí, me temo que así es.

Arthur soltó un profundo suspiro.

– Ahora sí la hemos hecho buena -Se recostó contra el respaldo y observó a Eric con los ojos entornados-. Sería una lástima que ella sufriera.

Eric se sintió tocado.

– ¿Por qué de pronto tienes esa opinión de mí? No tengo intención de hacerla sufrir.

– Lo tengo en más alta estima que nadie, y usted lo sabe -replicó Arthur con mirada serena y firme-. Usted no desea hacerla sufrir, pero la señorita Sammie no es una mujer corriente. NO es una de sus viudas mundanas ni una de sus actrices con tanta experiencia de la vida.

– ¿Y crees que no lo sé? -Volvió a mesarse el pelo-. Maldita sea, lo dices como si estuviera a punto de seducirla. Resulta insultante y molesto que pienses siquiera algo así. ¿Es que no te fías de mí?

La dura expresión de Arthur se suavizó. Se incorporó sobre sus débiles rodillas y cruzó la estancia para ponerle una mano en el hombro.

– Claro que sí. Con toda mi alma. Es usted el mejor hombre que conozco. Pero hay ocasiones en que el criterio de un hombre puede nublarse. Hasta el del hombre mejor intencionado. Sobre todo si hay una mujer de por medio. -Los ojos de Arthur reflejaban comprensión y preocupación-. La señorita Sammie es… una joven buena. Decente. Incluso con las personas que se ríen de ella a sus espaldas. Y además es inocente. Es justo la clase de mujer que podría ver en sus intenciones más de lo que usted pretende. -Le dirigió a Eric una mirada penetrante-A menos, claro está, que lo pretenda de verdad.

Eric resopló sin pizca de humor.

– Pareces muy interesado en mis intenciones respecto de la señorita Briggeham. ¿Por qué? Nunca habías mostrado tanto interés en mi vida privada.

– Me ha interesado siempre. Sólo que nunca he hecho ningún comentario.

– Pero ahora sí.

– Sí. Porque conozco a la señorita Sammie, y la aprecio.

– ¿Y se te ha ocurrido que a lo mejor también la aprecio yo?

– A decir verdad, sería usted un necio si no la apreciara. La señorita Sammie es la sal de la tierra. Lo único que espero es que sea… cuidadoso con ella. Tiene muy buen corazón, y no me gustaría nada que se lo destrozaran. -Le dio un apretón en el hombro-. Usted también tiene buen corazón y me gustaría mucho que se lo entregase a alguien antes de que me haga demasiado viejo para verlo.

Eric entrecerró los ojos.

– Estás interpretando demasiadas cosas a partir de una simple invitación.

Arthur tardó unos segundos en contestar. Contempló a Eric con la misma mirada penetrante de antes.

– Sí, probablemente tenga razón. -Le apretó una vez más el hombro y luego se dirigió hacia la puerta-. Que disfrute de la velada, milord. Estoy seguro de que a la señorita Sammie y al señorito Hubert les encantará su estupendo telescopio.

En el instante mismo en que Arthur cerró la puerta al salir, Eric apuró su copa de coñac. Sintió cómo le bajaba el calor por el cuerpo y calmaba la inquietante sensación que lo atenazaba.

Una simple invitación, maldita sea. No era más que eso. No tenía la menor intención de enredarse con Samantha Briggeham; tenía sus responsabilidades, su vida secreta. Un precio puesto a su cabeza.

En su vida no había sitio para ella.


De pie en el espacioso nicho acristalado que había en un rincón del amplio invernadero de lord Wesley, Sammie contemplo a Hubert acercarse al Herschel con expresión reverencial. El chico lanzó una exclamación que la hizo sonreír, y se concentró en la emoción y el entusiasmo de su hermano, un sentimiento que ella misma debería experimentar también… si no fuera porque era casi dolorosamente consciente de la presencia de aquel hombre alto y de cabello oscuro que contestaba con suma paciencia la andanada de preguntas que le disparaba Hubert sin cesar.

Cielos, ¿era posible que un hombre pudiera dejarla a una sin respiración? Jamás lo hubiera imaginado. Hasta aquel momento. Hasta que se encontró en su casa, intentando centrar la atención en lo que decía, en su magnífico telescopio, y fracasando estrepitosamente. Hasta que él volvió la vista hacia ella y todo el oxígeno pareció desaparecer del aire.

Vestido totalmente de negro salvo por la camisa y la corbata de lazo, blancas como la nieve, tenía un aire elegante y al mismo tiempo daba la sensación de que por debajo de aquel pulido barniz bullía una energía apenas contenida. Una fuerza reprimida que sugería que aquel hombre era más de lo que indicaba su impecable apariencia.

– Ahí esta Sagitario -dijo Hubert sin aliento debido a la emoción, mirando por el visor-. Y el Águila. ¡Ya las había visto antes, pero no de esta forma! Parecen al alcance de la mano. -Se volvió, agarró a su hermana de la mano y tiró de ella-. Mira, Sammie, nunca has visto nada parecido.

Sammie hizo un esfuerzo para apartar la vista de su inquietante anfitrión y se recordó que estaba deseosa de experimentar el esplendor de un telescopio tan magnífico, de modo que se acercó al instrumento. Tras efectuar ciertos ajustes en el enfoque, lanzó una exclamación de sorpresa.

– Es como si el cielo estuviese a unos metros de mí.

Las estrellas titilaban como diamantes contra terciopelo negro, con un brillo cercano que le hizo desear alargar la mano para cogerlas y jugar con ellas entre los dedos.

– Las estrellas son fabulosas, ciertamente -comentó lord Wesley a su espalda-, pero si mira aquí…

La frase quedó en suspenso cuando él se acercó un poco más y Sammie sintió que la rodeaba el calor de su cuerpo. Eric apoyó una mano en su hombro y extendió la otra por delante para hacer girar lentamente el telescopio.

– Ya está -dijo con voz profunda, junto al oído de Sammie-, ahora debe poder ver Júpiter.

Sammie observó cómo cambiaba el cielo tachonado de diamantes conforme él ajustaba el telescopio, con la respiración atascada en la garganta al sentir el roce de su cuerpo. Su aroma limpio y masculino inundó sus sentidos, y tuvo que luchar por reprimir el impulso de reclinarse contra él, de envolverse en él como en una manta cálida y aterciopelada.

Sintió un leve hormigueo allí donde la mano de él le tocaba el hombro, al tiempo que un estremecimiento de placer le bajaba por la columna vertebral. Entrecerró los ojos al notar las sensaciones que la recorrían de arriba abajo e hizo un esfuerzo por inhalar aire. Pero aquel comportamiento ilógico y nada científico por su parte no podía ser. Abrió los ojos, parpadeó, y entonces lanzó una exclamación ahogada.

– Oh, cielos -jadeó-. Es un milagro ver algo que se encuentra tan lejos.

– Cuénteme qué ve -dijo lord Wesley con suavidad.

– Es… increíble. Rojo. Ardiente. Misterioso. Demasiado distante para imaginar siquiera cómo es.

Con el cuerpo del conde tan cerca de su espalda, observó el lejano planeta y trató, sin éxito, de convencerse de que el rápido latir de su corazón se debía únicamente a la emoción de aquel descubrimiento.

Respiró hondo para recuperarse y se reprendió interiormente. Luego se volvió hacia Hubert, que casi daba saltos de alegría. Se ajustó las gafas y le dirigió una sonrisa claramente temblorosa.

– ¿Es grande, Sammie? -preguntó Hubert.

– Es lo más grande que he sentido… digo, visto nunca.

Se apresuró a apartarse del telescopio para que Hubert aplicase el ojo a la lente. Su exclamación de asombro resonó por toda la habitación, y Sammie se atrevió a espiar a lord Wesley; éste la estaba observando, y cuando sus miradas se encontraron, le sonrió.

– ¿Está emocionada?

– Oh, muy emocionada, milord. -Cielos, ¿aquella voz sin resuello era la suya? Señaló con un gesto a su hermano, completamente absorto-. Y diría que Hubert está a punto de ponerse a dar brincos.

Eric rió quedamente.

– Yo reaccioné del mismo modo la primera vez que miré por el telescopio.

A Sammie le pasó por la mente una imagen de lord Wesley dando brincos con juvenil despreocupación, imagen que le provocó una sonrisa.

– Cielo santo, esto es increíble -exclamó Hubert en tono bajo y reverente. Luego se volvió hacia ellos, hurgó en su chaleco y extrajo una libreta con tapas de cuero-. ¿Le importaría que tomase algunas notas, milord?

No tengas prisa y anota todo lo que quieras muchacho -respondió el aludido con una cálida sonrisa-. Se volvió hacia Sammie-: Quizá, mientras Hubert disfruta del Herschel, a usted le gustaría conocer mi hogar, señorita Briggeham.

Sammie vaciló. Se trataba de una invitación teóricamente inocente, y sin embargo le dio un vuelco el corazón ante la idea de estar a solar con el conde. Entonces estuvo a punto de romper a reír por su estupidez; por supuesto, no iban a estar solos, una casa de aquel tamaño tendría decenas de criados. Además, no se atrevía a quedarse allí para mirar por el telescopio y arriesgarse de nuevo a tenerlo a él tan cerca de su espalda. Y tampoco deseaba apartar a su hermano del Herschel.

– Espero que un paseo por mi casa no sea un asunto de tanta importancia -comentó Wesley en tono jocoso. Le ofreció su brazo y dijo-: Vamos. He pedido que sirvan el té en la salita. De paso, le enseñaré la galería de retratos y la mataré de aburrimiento con tediosas historias sobre mis numerosos antepasados.

Haciendo un esfuerzo para dar a su voz un tono ligero que distaba mucho de sentir, Sammie aceptó su brazo y murmuró:

– ¿Cómo podría resistirme a tan tentadora invitación?

Y mientras salían del invernadero, rogó que, en efecto, el conde la matara de aburrimiento; pero mucho se temía que lord Wesley ya le resultaba demasiado fascinante.


Se detuvieron junto al último grupo de retratos de la galería.

– Supongo que esta dama será su madre -dijo ella.

Eric contempló el bello rostro de su madre, que le devolvía una sonrisa serena y cuyo semblante no reflejaba rastro alguno de la amargura y la infelicidad que había padecido.

– Sí

– Es encantadora

A Eric se le hizo un nudo en la garganta

– Sí lo era. Murió cuando yo tenía quince años.

La pequeña mano que descansaba en su manga le dio un leve apretón de comprensión.

– Lo siento. No hay un buen momento para perder a un progenitor, pero ha de ser especialmente difícil para un chico en el umbral de convertirse en un hombre.

– Sí.

Eric consiguió pronunciar aquel monosílabo con dificultad. Lo asaltaron los recuerdos, como le ocurría cada vez que miraba el retrato de su madre. Voces airadas, su padre lanzando pullas verbales que herían profundamente, y su madre, desesperada en su desgracia, prisionera de la infelicidad de su matrimonio.

– ¿Quién es esta mujer? -preguntó Sammie tirando de él y sacándolo de sus turbadores recuerdos.

Eric miró el siguiente retrato, y experimentó el dolor que siempre lo acompañaba al pensar en Margaret. Aquel retrato había sido pintado para conmemorar su decimosexto cumpleaños.

Parecía joven y tan dulce e inocente con su vestido de muselina color marfil… que Eric se acordó vívidamente de cuando se colaba en la biblioteca durante las larguísimas horas que su hermana pasaba en ella posando, para hacerla sonreír. “¿Qué cara es esa, Margaret? Parece que te has comido un pimiento picante. Sonríe, o cogeré un poco de pintura roja y te dibujaré una gran sonrisa en la cara”. A modo de respuesta, Margaret encogía las mejillas y ponía cara de pez. A pesar de aquellas travesuras, el artista había logrado captar a Margaret con una sonrisa serena y una hispa de malicia en los ojos.

– Ésta es mi hermana Margaret

Ella se sorprendió

– No sabía que tuviera usted una hermana, milord

Eric la miró fijamente. Habría apostado a que casi todas las mujeres del pueblo conocían a los miembros de las familias de la nobleza.

– Margaret es la vizcondesa de Darvin. Vive en Cornualles.

– Yo siempre he deseado ver la costa de Cornualles. ¿Cuánto tiempo lleva viviendo allí?

“Desde que mi padre la vendió como si fuera un saco de harina”

– Cinco años. Desde que se… casó

Ella notó la tirantez de su tono y sus ojos brillaron con un sentimiento de amistad.

– ¿No es feliz en su matrimonio? -preguntó con suavidad

– No

– Cuánto lo siento. Es una lástima que no haya podido salvarla el Ladrón de Novias.

Aquellas palabras lo atravesaron como un relámpago de culpabilidad

– Sí, es una lástima

– ¿La ve con frecuencia?

– No lo bastante, me temo

– Yo echaría mucho de menos a mis hermanas si vivieran tan lejos -comentó Sammie

– Tiene tres hermana ¿me equivoco?

– En efecto. Todas están casadas. Lucille y Hermione viven aquí, en Tunbridge Wells. Emily, que acaba de casarse con el barón Whiteshead, vive a una hora a caballo. Todas nos vemos muy a menudo.

– Recuerdo haber conocido a sus hermanas en una velada musical, hace varios años.

La señorita Briggeham sonrió brevemente.

– Y estoy segura de que no se olvidaría de ellas. Mis hermanas son todas preciosas; pero juntas dejan sin aliento a cualquiera.

Eric no pudo discrepar. Sin embargo, la hermana que a él le resultaba inolvidable era ella.

– Pero lo más asombroso y maravilloso de mis hermanas -continuó Sammie- es que por dentro son tan encantadoras como por fuera.

Eric no detectó envidia en su voz, sólo un profundo orgullo. Estudió su rostro vuelto hacia arriba mientras decidía si debía o no decirle que ella era igual de encantadora. ¿Aceptaría el cumplido como un sentimiento sincero, o creería que no era más que una cortesía superficial?

Incapaz de decidirse, dejó pasar el momento. Entonces dio media vuelta y condujo a la señorita Briggeham a la salita donde se había dispuesto el té. Cerró la puerta tras de sí y observó como ella cruzaba el suelo de parqué y se dirigía al centro de la habitación. Al llegar allí se volvió lentamente, mientras recorría con la mirada las paredes cubiertas de seda color crema, el mullido sofá, el diván y los sillones de orejas, las cortinas de terciopelo azul oscuro, los apliques de bronce que flanqueaban el gran espejo, el fuego acogedor que crepitaba en la chimenea y el conjunto de porcelanas antiguas que amaba su madre y que adornaban las mesitas auxiliares de caoba.

– Una estancia encantadora, milord -dijo completando el círculo para situarse nuevamente frente a él-. Al igual que toda su casa.

– Gracias -Eric señaló el servicio de té-. ¿Le apetece una taza de té? ¿O preferiría algo más fuerte? ¿Un jerez, quizá?

La señorita Briggeham lo sorprendió al aceptar un jerez. Mientras ella tomaba asiento sobre el diván, él sirvió la bebida, se preparó un coñac para sí y acto seguido se sentó en el otro extremo. Sammie bebió un pequeño sorbo de jerez, gesto que atrajo la mirada de Eric hacia sus labios. Al instante se imaginó que se inclinaba y tocaba su labio inferior con la lengua para probar su dulzor. Pero cerró los ojos y apuró su bebida de un trago para borrar aquella sensual imagen.

Cuando volvió a abrir los ojos, depositó la copa vacía sobre la mesilla y tomó una jarra de vidrio que descansaba junto al servicio de té. Se la tendió diciendo:

– Es para usted

– ¿Para mí? -Sammie dejó su copa sobre la mesa y cogió la jarra. La sostuvo en alto para captar la luz del fuego y exclamó-: Pero si parece miel.

– Y lo es. Recuerdo que Hubert mencionó que casi se le habían agotado las existencias, de modo que he…

Su voz se perdió al ver que ella esbozaba una delicada sonrisa, una sonrisa que lo hechizó por completo y le provocó una oleada de calor en todo el cuerpo, una sonrisa que no se debía a que le regalasen flores y que sospechaba que no se podía conseguir con ninguno de los demás presentes por los que suspiraba la mayoría de las mujeres.

– Es usted muy atento -dijo ella-. Gracias.

– De nada. No obstante, debo admitir que mi regalo va acompañado de una petición.

– Con sumo gusto se la concederé, si está en mi mano.

– Usted ha dicho que la crema de miel que fabrica alivia los dolores de su amiga.

– Eso parece, en efecto, incluso sin las propiedades caloríficas que espero incorporarle.

– Un lacayo mío sufre de rigidez en las articulaciones y quizá su crema pudiera ayudarlo. Será un placer suministrarle varias jarras más como ésta si usted consiente en fabricar un poco de crema para él.

La sonrisa se ensanchó.

– Ya le estoy proporcionando mi crema al señor Timstone.

– ¿En serio?

– Pues sí. Llevo varios meses. Si bien no es una cura, le proporciona cierto alivio pasajero. No tendría inconveniente en fabricar un lote de más para él. No es necesario que me dé más de una jarra, milord, una ya es bastante generosidad. Es usted muy… amable.

– Estoy seguro de que no será su intención parecer demasiado sorprendida -sonrió él.

– No estoy sorprendida, milord. -Se apreció un brillo travieso detrás de sus gafas-. Por lo menos, no mucho. -Su diversión disminuyó lentamente-. Agradezco su amabilidad conmigo, pero deseo expresarle mi gratitud por la generosidad que ha demostrado hacia Hubert. -Extendió una mano y lo tocó ligeramente en el brazo-. Gracias.

– No ha supuesto ningún esfuerzo. Hubert es un chico estupendo, y posee una mente aguda e inquisitiva.

– Sí, así es, pero muchas personas simplemente… lo tratan con desdén.

– Hay muchas personas necias.

Una lenta sonrisa, llena de inconfundible admiración, se extendió por el rostro de la señorita Briggeham, y Eric tuvo la sensación de haber sido agraciado con un regalo de valor incalculable. Contempló la pequeña mano de la joven apoyada en su manga y se maravilló de que un contacto tan inocente fuera capaz de prender semejante fuego en él. Alzó la mirada y la clavó en los ojos de Sammie, que lo contemplaban a su vez con un afecto que no hizo sino abrasarle aún más la sangre.

Ella bajó la mirada al lugar donde descansaba su mano, sobre la manga de él. Con una tímida exclamación ahogada, retiró la mano, y él apenas pudo resistir el impulso de aferrarle los dedos y apretarlos contra sí.

De repente pareció hacer demasiado calor en aquella habitación cerrada. Eric necesitaba poner distancia entre ambos, pero antes de que pudiera moverse, ella dejó la jarra sobre la mesa y se incorporó. ¿Habría notado también el calor?

Fue hasta la chimenea y contempló el enorme retrato que colgaba sobre la repisa de mármol.

– ¿Es su padre? -preguntó

– Sí -Eric miró desapasionadamente al hombre que lo había engendrado.

Marcus Landsdowne había proporcionado la semilla para crear a su hijo, y hasta allí llegó su labor de “padre”.

Supuso que muchos hombres habrían retirado el retrato, pero a él nunca se le ocurrió tal cosa; el imperdonable trato que dio su padre a Margaret era la fuerza motriz que alimentaba la misión del Ladrón de Novias, y se aseguraba de mirar todos los días la cara de su padre para no olvidar que… que aquel codicioso bastardo había negociado con una hermosa joven como si ésta fuera un objeto, ni que sus imprudentes infidelidades habían avergonzado a su madre, ni que había tratado a su hijo con una cruel mezcla de indiferencia y desprecio.

No, jamás olvidaría la clase de hombre al que había jurado no parecerse nunca.

Sin embargo, el retrato lo obsesionaba cada vez que lo miraba, porque no se podía negar el parecido físico existente entre su padre y él, un hecho que le dolía. “Puede que me parezca ti, pero no soy en absoluto como tú, cabrón”.

La señorita Briggeham examinaba el retrato con gran interés.

– Me doy cuenta de que ha advertido el parecido -dijo él, haciendo acopio de fuerzas para la inevitable comparación, aunque de nuevo se dijo a sí mismo que no importaba; el parecido era tan sólo físico.

– En realidad -respondió ella al tiempo que se volvía a mirarlo a él- no lo veo.

Eric se quedó perplejo.

– ¿No lo ve? Todo el mundo dice que me parezco a mi padre.

Ella se tocó la barbilla con los dedos y lo estudió con expresión ceñuda.

– Físicamente, supongo

– ¿Y de qué otro modo puede ser?

La joven se ruborizó y desvió la mirada. Eric se levantó y se acercó a ella. El resplandor del fuego la iluminaba desde atrás y dejaba su rostro en sombra. Eric le alzó la barbilla suavemente con un dedo hasta que los ojos de ambos se encontraron.

– Dígamelo -la instó, sorprendido por la extraña necesidad de saber a qué se refería la joven-. Se lo ruego.

– Sólo he querido decir que su padre parece… es decir, por lo visto poseía cierta… aspereza de carácter. Se aprecia ahí, en sus ojos. Alrededor de su boca. En su postura. Usted no tiene un espíritu tan severo.

– ¿Lo cree así? -Eric rehusó preguntarse por qué le latía tan fuerte el corazón, ni por el placer que le produjeron aquellas palabras.

Su sorpresa debió de verse reflejada en su rostro, porque de inmediato la señorita Briggeham compuso una mueca de remordimiento.

– Perdóneme, milord. Me temo que soy demasiado directa al hablar, pero no pretendía ofenderlo. Lo que intentaba decir es que usted es mucho más apuesto.

– Entiendo -La comisura de su boca se curvó hacia arriba y no pudo resistirse a tomarle el pelo- ¿Me considera apuesto, señorita Briggeham?

Ella abrió los ojos con desmesura y se humedeció los labios.

– Bueno… sí. Estoy segura de que la mayoría de la gente estaría de acuerdo en que es usted… agradable a la vista. Desde luego muchas mujeres.

– Ah. Y resulta innegable que usted es una mujer. Pero es bastante corta de vista, ¿no es así?

– Sí, pero…

El conde la interrumpió y cedió al impulso que le perseguía desde la primera vez que la vio: le retiró las gafas de la nariz. Luego retrocedió unos pasos y le preguntó:

– ¿Y ahora qué piensa, señorita Briggeham?

Ella lo miró entornando los ojos y apretó los labios como si reprimiese una sonrisa.

– Estoy segura de que sigue siendo apuesto, aunque no lo vea con nitidez.

– En ese caso, acérquese

Ella dio un vacilante pasito y volvió a entornar los ojos.

– ¿Y bien? -inquirió Eric

– Me temo que sigo viéndolo borroso, milord. Pero la lógica científica indica que su aspecto no ha cambiado.

– Ah, pero en la ciencia siempre hay que poner a prueba las teorías. -Eric dio un paso hacia ella- ¿Me ve ahora?

Sammie se esforzó por no sonreír.

– Continúa siendo un simple borrón, me temo.

Ella dio otro paso más. Ahora ya no los separaba ni un metro. Eric la miró fijamente, preparado para hallar nerviosismo, esperando ver ansiedad, anhelando contemplar el deseo arder en sus ojos; pero, en cambio, ella se limitó a observarlo con mirada firme, con lo que parecía una distante frialdad, con las cejas levemente alzadas, como si él fuera una especie de… espécimen científico. ¡Diablos!

– ¿Sigo siendo un… cómo me ha llamado… ah, sí, un simple borrón?

– Se está volviendo más nítido, pero todavía lo veo borroso en el contorno.

– En ese caso, avíseme cuando consiga enfocarme.

Se inclinó hacia delante, muy despacho, observándole fijamente, deseando que reaccionase al calor que sabía que ardía en su mirada. Supo el instante exacto en que quedó enfocado; las caras de ambos estaban a no más de quince centímetros la una de la otra. Sammie respiró hondo y sus pupilas se dilataron.

– ¿Me ve ahora con nitidez? -preguntó Eric suavemente

Ella tragó y afirmó con la cabeza.

– Eh… sí. Está aquí. Aquí… mismo. Tan… cerca.

Su voz contenía una nota ronca y falta de alimento que Eric sintió como una caricia. Y sus ojos… sí, ahora brillaba en ellos la conciencia de la situación, el nuevo ardor que él buscaba. Alargó una mano para tomarle la muñeca y quedó complacido al comprobar que el pulso de ella latía acelerado.

Posó la mirada en su boca y en ese momento sintió el fuerte zarpazo del deseo. Lo embargó aquel dulce aroma a miel, anegó sus sentidos. Simplemente, tenía que saber si sabía tan dulce como olía. Tenía que comprobarlo. Sólo una vez.

Antes de que pudiera olvidar todas las razones por las que no debía hacerlo, bajó la cabeza y rozó suavemente los labios de la señorita Briggeham con los suyos. Suaves. Melosos. Una pizca de jerez. Con la curiosidad apenas satisfecha, la atrajo a sus brazos y la besó de nuevo, probando sus labios, envolviéndolos, jugando con ellos.

Cálidos. Dulces… Más. Necesitaba más.

Con la punta de la lengua recorrió el contorno del labio inferior para instarlo a abrirse para él. Ella dejó escapar un leve jadeo que llevó hasta él una ráfaga de su respiración tibia y perfumada con jerez. Eric lanzó un gemido y deslizó la lengua al interior del sedoso terciopelo de su boca.

Calor. Miel. El paraíso.

Se llenó de su sabor dulce, y todas las cosas desaparecieron excepto ella. Dios, sabía maravillosamente, hasta el punto de que se sintió abrumado por un fuerte impulso de simplemente devorarla. La estrechó un poco más contra sí, apretándose a sus exuberantes curvas, saboreando su suavidad, enardecido por el modo sobrecogedor en que encajaba entre sus brazos. Así la había sentido el día en que la raptó, sólo que este abrazo era mucho más, porque esta vez ella se lo estaba devolviendo… con una sorpresa titubeante que se convirtió rápidamente en un creciente entusiasmo, el cual disolvió todo vestigio de autodominio que conservase.

Ella imitaba todas sus acciones, al principio tímidamente, como un estudiante al que se le presentara una nueva ecuación, pero aprendía deprisa. Y con resultados devastadores. Mientras él la saboreaba, ella exploraba su boca con gesto igual de concienzudo, deslizando su suave lengua contra la de él. Incluso cuando sus dedos se hundieron en su sedoso cabello esparciendo horquillas, los de ella le acariciaron el pelo de la nunca; cuando sus brazos la estrecharon por la cintura, ella se elevó de puntillas y acercó la boca aún más.

Un grave gemido retumbó entre ambos ¿Procedente de él? ¿De ella? Eric no lo supo. Lo único que supo fue que la sensación de tocarla era increíble, que sabía de manera increíble, y que quería más.

Mientras con una mano le sujetaba la cabeza, con la otra bajó lentamente por su espalda deleitándose en sus curvas suaves y femeninas. Acarició con la palma sus glúteos y después la apretó más contra sí, sabiendo que notaría su erección; pero en vez de retroceder, ella se tensó más contra su cuerpo.

Un remolino de calor recorrió a Eric de arriba abajo, como una llamarada sobre hojarasca seca. Su pulso se disparó y batió en sus oídos, borrándolo todo excepto a ella: la textura de su cabello, la fragancia de su piel, el sabor de su boca.

Más. Tenía que probar más. Le separó los labios y le recorrió el cuello dejando un rastro de besos, saboreando las vibraciones que percibía en la boca cada vez que ella dejaba escapar un ronco gemido.

– Samantha…

El nombre le salió como un susurro entre los labios, incapaz de contenerlo. Acarició con la lengua el frenético latir de su pulso en la base de la garganta. Miel. Dios, ¿todo su cuerpo olería a miel? ¿Tendría en todas partes aquel sabor? Pasó rauda por su mente una imagen de ambos, desnudos en su cama. Ella con los ojos vidriosos a causa del deseo y las piernas extendidas, expectante. Él aferrado a sus caderas, tocando con la lengua su entrepierna humedecida…

La frente se le perló de sudor. Tenía que poner fin a aquella locura. Ahora, mientras todavía pudiera hacerlo. Aspiró aire, tembloroso y se obligó a incorporarse y finalizar el beso.

Al mirarla fijamente contuvo un gemido. Diablos, ella estaba tan excitada como él; sus labios húmedos e inflamados exhalaban breves suspiros y permanecían entreabiertos, como si le rogasen que los besara otra vez. Tenía los ojos cerrados y las mejillas teñidas de carmesí. Eric posó la mirada en el pulso que latía veloz en la base de su cuello y luego en los senos, que aún seguían apretados contra su pecho. Imaginó sus pezones erectos y ansió introducir los dedos por debajo del corpiño para tocarla.

En ese momento se abrieron sus párpados, y todo el control de Eric estuvo a punto de desmoronarse ante aquella expresión turbia y lánguida. Notó que la asaltaba un estremecimiento y se apresuró a envolverla en su abrazo para absorber su temblor y empezar a sentirlo él mismo. Le apartó un mechón castaño de la mejilla arrebolada y esperó a que su mirada borrosa se enfocara en él.

Cuando por fin sucedió, tuvo que apretar los dientes para resistir la expresión de sorpresa y candor que se leía en sus ojos.

– Cielos -dijo ella-. Ha sido…

– Delicioso. Deleitable. Divino -Una sonrisa curvó la comisura de sus labios-. Cuántas letras d para describir a una mujer. O tal vez fuera mejor utilizar palabras con e.

– No puedo negar que me viene a la cabeza la palabra “embriaguez”

Eric sintió pura satisfacción masculina. Tocó con el dedo el seductor lunar que tenía ella junto al labio superior y murmuró:

– Yo estaba pensando en exquisita. Y encantadora.

Sammie se quedó inmóvil. De sus ojos fue desapareciendo lentamente todo vestigio de deseo, hasta que lo miró fijamente con una expresión vacía. No, no estaba vacía del todo; se apreciaban sombras de decepción en sus ojos. Casi le pareció oírla decir: “Yo no soy encantadora. Usted es como todos los demás que han pasado estas últimas semanas soltándome cumplidos hipócritas”.

Su expresión provocó en Eric una sensación de dolor que no supo describir. Antes de que pudiese encontrar una manera de borrar aquella mirada de desilusión, ella apretó los labios y dio un paso atrás para liberarse de sus brazos.

– ¿Puede darme mis gafas, por favor? -dijo en un tono sin inflexiones.

– Por supuesto

Eric tomó las gafas de la repisa de la chimenea y se las entregó. Ella se apresuró a ponérselas y acto seguido se rodeó con los brazos como si quisiera protegerse de un súbito frío. Aspiró hondo varias veces y después levantó la barbilla y se encaró de frente a Eric.

Él se sintió golpeado por un sentimiento de culpa. Maldición, ¿en qué estaba pensando para haberla besado de una manera tan apasionada? ¿Para haberla besado, siquiera? Un caballero jamás haría nada semejante y sabía que debía excusarse con sinceridad. Pro ¿cómo podía pedir disculpas por algo que parecía tan… ineludible? ¿Y cómo hacerle entender que de veras la consideraba encantadora? Y muy a su pesar, además.

Antes de que pudiera decidirse, ella dijo:

– Creo que lo mejor será que vaya a buscar a Hubert y me marche enseguida, lord Wesley.

Tenía razón. Las cosas entre ellos se habían salido de cauce, y él aceptaba toda la responsabilidad de la situación. Pero de todos modos se sintió abrumado por una aguda sensación de pérdida al percibir la frialdad de su tono. Apretó los puños mientras la miraba salir de la habitación; sí, lo mejor sería que se fuera. Pero, diablos, en su interior todo su ser deseaba que se quedase. No podía negarlo.

Mas ¿qué diablos podía hacer al respecto?

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