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Del London Times:

El célebre Ladrón de Novias ha atacado nuevamente raptando a una joven de la aldea de Tunbridge Wells, en el condado de Kent. Sin embargo, esta vez ha devuelto a la muchacha al comprobar que la había secuestrado por error. La joven, que afortunadamente no sufrió daño alguno durante la peripecia, demostró una gran fortaleza cuando fue interrogada por las autoridades. No pudo proporcionar una descripción del Ladrón, ya que éste llevaba puesta su máscara, que le cubre toda la cabeza, pero reveló que tenía una voz grave y ronca, y que era un jinete espléndido.

En relación con este suceso, un grupo de padres de anteriores víctimas de secuestro se han unido en la llamada Brigada contra el Ladrón de Novias. Han aumentado la cuantía de la recompensa por la captura del bandido a la increíble suma de cinco mil libras. Todos los hombres de Inglaterra saldrán a la caza de semejante fortuna, y no quedará piedra por remover hasta llevar al Ladrón de Novias ante la justicia.


– ¡Está usted ahí, Lord Wesley!

La aguda voz de Lydia Nordfield perforó los tímpanos de Eric, que se obligó a no hacer una mueca de dolor. Maldiciendo las sombras de la noche que obviamente no lo habían ocultado tan bien como él había creído, emergió del rincón a oscuras de la terraza y cruzó el suelo de piedra en dirección a su anfitriona.

No pudo por menos de maravillarse por la extraordinaria vista de la señora Nordfield, aunque sospechaba que ni siquiera las circunstancias más inquietantes, como la total oscuridad, podían impedirle descubrir a un miembro de la nobleza.

Se detuvo frente a ella y realizó una reverencia formal.

– ¿Me buscaba, señora Nordfield?

– Sí, milord. Apenas hemos hablado desde que llegó.

– Ah, no tema que me haya sentido ofendido. Comprendo las obligaciones que conlleva ser la anfitriona de una velada tan elegante como ésta. -Movió la mano describiendo un arco que abarcaba la mansión y los jardines perfectamente cuidados-. Se ha superado a sí misma.

Ella casi se esponjó como un pavo real, parecido que resultó todavía más pronunciado debido a las plumas de colores que salían en forma de abanico de su turbante.

– Después de nuestra conversación de la semana pasada, no tenía más remedio que organizar una velada para la señorita Briggeham. -Se inclinó más hacia él, hasta que sus plumas le rozaron la manga-. Tal como sugirió usted, el secuestro fallido de la señorita Briggeham es el tema de conversación más excitante que hemos tenido en años, sobre todo después del artículo publicado por el Times.

– Ciertamente. Al organizar esta velada en su honor, es usted la persona más celebrada de Tunbridge Wells.

Ni siquiera la penumbra reinante logró disimular la avaricia que relampagueó en los ojos de Lydia.

– Sí, tal como usted predijo. Y aunque se han dado otras fiestas en homenaje a la señorita Briggeham, nadie más ha conseguido atraerlo a usted. Claro que ninguna otra anfitriona tiene una hija tan encantadora como mi Daphne. -Deslizó su mano enguantada por el codo de Eric y sus dedos se cerraron sobre él como garras de acero-. Y, naturalmente, lo menos que puedo hacer por la pobre Samantha es garantizar que su secuestro se vea bajo una luz positiva. Al fin y al cabo, su madre y yo somos amigas íntimas desde hace años. -Lanzó un suspiro melodramático y prosiguió-: Espero que esa muchacha disfrute de su popularidad, ya que, como es natural, será efímera.

Eric enarcó una ceja.

– ¿Efímera? ¿Qué le hace suponer eso?

– Cuando decaiga el súbito interés por la aventura de Samantha, la pobrecilla volverá a ser lo que ha sido siempre.

– ¿Y qué ha sido?

Lydia se acercó aún más y bajó la voz hasta adoptar un tono de conspiración.

– No es ningún secreto, milord, que esa joven es… peculiar. ¡Si hasta recoge sapos e insectos en el bosque! Ya resultaba bastante excéntrica cuando era pequeña, pero esa conducta no es en absoluto decorosa para una mujer de su edad. Y en lugar de intentar aprender a tocar el pianoforte y algún que otro paso de baile, pasa el tiempo con su extraño hermano en ese extraño cobertizo que tiene él, donde se llevan a cabo experimentos científicos que sólo pueden describirse como…

– ¿Extraños? -repitió Eric.

– ¡Exacto! Y aunque yo no soy dada a los chismorreos, ¡recientemente ha llegado a mis oídos que Samantha va a nadar al lago que hay en sus tierras! -Se agitó con un estremecimiento-. Por supuesto que yo jamás diría una sola palabra en contra de ella, pero no consigo imaginar cuánto debe de sufrir la pobre Cordelia a causa de las… predilecciones de su hija.

Eric visualizó súbitamente una imagen de la señorita Briggeham retozando en el lago, con el vestido pegado a sus femeninas curvas. ¿O quizá se lo quitaría y quedaría cubierta sólo por una camisola… o menos? Lo embargó un intenso calor.

– Tal vez a su madre esas… predilecciones de su hija le resulten simpáticas. E interesantes.

– Tonterías, aunque desde luego Cordelia intenta hacer creer a todo el mundo que así es. -Se echó hacia atrás y esbozó una ancha sonrisa de dientes afilados-. Gracias a Dios mi Daphne es una perfecta dama. Una joven encantadora. Se le da maravillosamente bien la música, y canta con una voz capaz de competir con la de los ángeles. Y además es una artista de gran talento; debería usted visitar la galería mientras esté aquí.

– Será un placer

Los dedos de Lydia le apretaron el brazo.

– Y no olvide que ha prometido bailar con Daphne

– Soy un hombre de palabra -repuso Eric, sabiendo muy bien que el objetivo de que él bailara con su hija era en gran parte la razón por la que la señora Nordfield había organizado aquella fiesta.

– Perfecto. -Volvió la vista hacia las ventanas francesas y ladeó la cabeza-. Parece que los músicos van a iniciar un baile por parejas. Lo ayudaré a buscar a Daphne…

– Adelántese usted -replicó Eric con su sonrisa más encantadora-. Quisiera disfrutar de un cigarro antes de regresar a la fiesta. Y no quisiera apartarla ni un minuto más del resto de sus invitados.

Claramente fastidiada por que le recordaran sus obligaciones de anfitriona, Lydia apartó la mano del brazo de Eric a regañadientes.

– Sí, supongo que debo regresar. -Lo miró entornando los ojos-. Le diré a Daphne que espere su invitación a bailar, milord.

– Espero que ella consienta en proporcionarme dicho honor.

Y musitando algo que sonó sospechosamente a “sería capaz de caminar sobre carbones encendidos por tener esa oportunidad”, la señora Nordfield inclinó la cabeza, hizo una breve reverencia y cruzó la terraza de piedra para entrar otra vez en la casa.

En el instante en que desapareció por las ventanas francesas, Eric volvió a internarse en las sombras, alisando las arrugas que los dedos de la anfitriona le habían dejado en la chaqueta. Aunque estaba acostumbrado a tratar con madres casamenteras como Lydia Nordfield, por algún motivo el estilo de ésta le resultaba particularmente irritante. Sus comentarios condescendientes respecto a la señorita Briggeham le habían alterado los nervios.

Pero la irritación bien merecía la pena. Tal como sabía que iba a hacer cuando habló con ella la semana anterior, la señora Nordfield había esparcido la luz que él había arrojado sobre el secuestro de la señorita Briggeham más deprisa que un reguero de pólvora, y su causa se había visto favorecida por el artículo aparecido aquella misma mañana en el Times. Tras deshacerse en elogios acerca de la valentía de la señorita Briggeham, había informado a la señora Nordfield de que, aunque había recibido numerosas invitaciones a fiestas en honor de la señorita Briggeham -invitaciones que tristemente le había sido imposible aceptar debido a compromisos anteriores-, se sentía sorprendido de que todavía ella, la anfitriona más destacada de la zona, no hubiese organizado una fiesta. Desde luego él anularía sus compromisos para asistir a dicha velada, y esperaba se le concediera el honor de bailar con la única hija que a la dama le quedaba por casar.

Dos días más tarde recibió una invitación a la fiesta.

El siempre vigilante Arthur Timstone ya le había comunicado que, en lugar de verse rechazada o sumida en el escándalo tras su secuestro, la señorita Samantha era la persona más celebrada de la aldea. Con todo, Eric sabía que era necesario el sello de aprobación de la señora Nordfield para garantizar que la señorita Briggeham no sufriera socialmente por culpa de su encuentro con el Ladrón de Novias, un encuentro que él no conseguía borrar de su mente.

Una vez comprendió que la señorita Briggeham había proporcionado a las autoridades poca información nueva respecto del Ladrón de Novias, Eric supuso que se olvidaría de ella.

Pero supuso mal.

Las palabras de la joven, pronunciadas en aquel tono soñador, se le habían grabado en la mente: “Ha sido una aventura maravillosa. Siempre había deseado vivir una”. Comprendía que una mujer joven como la señorita Briggeham -una marisabidilla solterona que se había pasado la vida en Tungridge Wells- ansiara vivir aventuras. Pero aquella conmovedora afirmación, “Yo también suelo sentirme sola”, lo había tocado en lo más hondo. Percibió un espíritu afín en ella y Dios sabía que él entendía muy bien la soledad. El aislamiento que acarreaba la vida secreta que llevaba, a vez amenazaba con asfixiarlo. Incluso estando rodeado de gente, se sentía solo.

Fijó la vista en la casa y advirtió que todas las ventanas francesas que daban al atestado salón de baile permanecían abiertas para que corriese la fresca brisa. En el jardín, los grillos formaban un coro nocturno que competía con la música de los violines, el rumor de las conversaciones y el tintineo de las copas de cristal que llegaban flotando desde la casa. Los rosales rezumaban dulces aromas que lo rodeaban de una capa de fragancias florales.

La velada se encontraba en su apogeo. Pero ¿dónde estaba la señorita Briggeham? Sin salir del refugio de las sombras, Eric estiró el cuello para otear el abarrotado salón. Cuando al fin acertó a verla, el corazón le dio un extraño vuelco.

Sí, ciertamente sus maquinaciones habían dado resultado, porque desde luego a la señorita Briggeham parecía irle muy bien, tal como le había comunicado Arthur. Se encontraba de pie rodeada por media docena de damas, que la cercaban de un modo que recordaba a los buitres volando en círculo sobre la carroña. Al grupo se unieron dos caballeros que pugnaban entre sí por entregar a la señorita Briggeham un vaso de ponche.

Eric se situó más cómodamente contra la rugosa fachada de piedra, extrajo su cigarrera de oro del chaleco y sacó un puro. Tras prenderlo, inhaló el fragante humo y observó a la mujer que no había podido apartar de sus pensamientos.

Llevaba el cabello castaño sencillamente recogido en la nuca. Si bien su vestido de muselina de tono claro era modesto, no lograba ocultar del todo sus curvas femeninas. Estaba erguida, con la cabeza bien alta, pero incluso en aquella postura perfecta seguía siendo menuda.

Otro caballero portando ponche se unió al grupo que la rodeaba y Eric se maravilló de que pudiera soportar beber un solo vaso más. Su mirada se clavó en los labios de la joven, que se abrieron en una sonrisa de agradecimiento dirigida al recién llegado. Incluso desde la distancia resultaba inconfundible la seductora plenitud de su boca. El caballero le hizo una reverencia y la observó con innegable interés. Eric juntó las cejas sintiendo fastidio, reacción inexplicable que lo irritó aún más.

La observó durante un cuarto de hora. Damas y caballeros zumbaban a su alrededor igual que abejas en torno a una colmena. Al principio pensó que la joven se estaba divirtiendo, pero tras varios minutos de observarla se dio cuenta de que su sonrisa parecía forzada, y le pareció que apretaba los dientes. Curiosas reacciones, sin duda.

Pero todavía más inusitadas eran las punzadas de tristeza que detectó en sus ojos. Estaba claro que la joven trataba de disimular su infelicidad, y al examinarla atentamente tuvo la seguridad de que no se equivocaba. En un momento en que creyó que su público no la estaba mirando, su sonrisa se desvaneció y se le hundieron los hombros, y su vista se dirigió hacia las ventanas que daban al exterior con un inconfundible anhelo.

Un sentimiento de culpabilidad y también de compasión, le oprimió el pecho. ¿Por qué se sentiría desdichada? ¿Tal vez debido a su encuentro con el Ladrón de Novias?

Entonces, con una breve inclinación de cabeza y una sonrisa tensa, la señorita Briggeham se escabulló del grupo que la rodeaba y se abrió paso siguiendo el perímetro de la sala. Le salió al paso un hombre alto y de pelo rubio que Eric reconoció como el vizconde de Carsdale, bastante cerca de la ventana junto a la cual se encontraba él. Aunque no logró oír su conversación, vio a Carsdale llevándose a los labios la mano enguantada de ella para depositar un beso que duró más de lo debido, mientras el muy canalla se regodeaba en una prolongada panorámica del escote del corpiño de la joven.

Maldita sea. Se sintió hervir de furia. ¿La trataba Carsdale con tan poco respeto debido a su encuentro con el Ladrón de Novias? ¿Era ésa la causa de la infelicidad de la joven? Maldición, tal vez su reputación sí que había resultado perjudicada. Recordó la sensación de sus seductoras curvas apretadas contra él y se le tensó la mandíbula. No permitiría que nadie le faltara al respecto, sobre todo a causa de la situación en que él mismo la había puesto sin darse cuenta.

Tiró al suelo el puro a medio fumar y lo aplastó con el tacón, decidido a rescatar a la señorita Briggeham de aquel descarado de Carsdale. Pero en el mismo instante en que entraba en el salón procedente de la terraza, apareció Lydia Nordfield y se le pegó a un costado.

– Veo que ya ha terminado el cigarro, milord -dijo en tono zalamero al tiempo que aferraba su brazo con su garra de acero.

Él le dirigió una inclinación cortés mientras decidía la mejor manera de quitársela de encima. Sin embargo, la señorita Briggeham se las arregló para escapar por sí sola de Carsdale, de modo que Eric pasó unos momentos más con su anfitriona. Aceptó una copa de champán y respondió a su banal cháchara, sin apartar la vista de la mujer menuda y de cabello castaño que atravesaba el salón. Dos caballeros que reconoció como los señores Babcock y Whitmore, ambos hijos de acaudalados vecinos del lugar, la interceptaron. Eric apretó con fuerza su copa de champán cuando vio que Babcock le besaba la mano.

Estaba a punto de cruzar la estancia a zancadas cuando la señorita Briggeham señaló las ventanas francesas que daban a la terraza y, cuando Babcock y Whitmore se volvieron para mirar, echó a correr y se escondió detrás de un enorme tiesto de palmeras. Eric contuvo una sonrisa y asintió con expresión ausente a lo que le estaba diciendo la señora Nordfield. Hum… Aquellas palmeras se parecían mucho a las que él tenía en su invernadero, una coincidencia que requería ser investigada más a fondo.


Sammie se ajustó las gafas sobre la nariz y espió con cautela entre las tupidas hojas de palmeras y helechos de la señora Nordfield.

Cielo santo, allí estaban Alfred Babcock y Henry Whitmore. Permanecían junto a las ventanas francesas, con la confusión pintada en el rostro, sin duda preguntándose adónde se habría ido ella.

Lanzó un suspiro. Jamás había conocido dos individuos más agotadores. Peor aún, era casi imposible mantener el semblante serio en su compañía, ya que el excesivo y áspero vello facial de Babcock le prestaba un desgraciado parecido con un erizo, y el cabello negro, los ojos demasiado juntos y la nariz puntiaguda de Whitmore evocaban inevitablemente la imagen de un cuervo. Sammie los escuchó mientras se explayaban en ensalzar los métodos para hacer un perfecto nudo de corbata hasta que le entraron ganas de estrangularlos a los dos.

Desesperada, señaló hacia el jardín oscuro y exclamó: “¡Miren! ¡Una manada de ciervos!” Y cuando volvieron la cabeza, se lanzó en busca de un refugio como si la persiguiera una jauría de perros rabiosos. Estaba a salvo por el momento… pero ¿cuánto tiempo podría aguantar sin que la descubrieran?

– Por Dios, Sammie, ¿se puede saber qué estás haciendo escondida entre las plantas de la señora Nordfield? ¿Te encuentras bien?

Sammie contuvo a duras penas un gemido. Al volverse se encontró cara a cara con Hermione, su preciosa hermana, que, con ojos llenos de amable preocupación, abrió su delicado abanico de encaje y se reunió con ella detrás de las frondas de palmera.

– Estoy bien, pero, por favor, baja la voz -imploró Sammie mirando por entre las hojas.

– Perdona -susurró Hermione-. ¿A quién estás evitando? ¿A mamá?

– Ahora mismo no, pero es una sugerencia excelente. Intento escapar de esos petimetres que están junto a las ventanas.

Hermione estiró el cuello

– ¿Los señores Babcock y Whitmore? A mí me parecen unos perfectos caballeros

– Son encantadores, si te gustan los zopencos de cabeza de repollo.

– Oh, cielos. ¿Han sido groseros contigo?

Hermione parecía dispuesta a entrar en batalla por defenderla.

Sammie sintió una oleada de gratitud. Forzando una sonrisa, contestó:

– No. Peor todavía: los dos desean bailar conmigo.

La fiera expresión de Hermione se relajó.

– ¿Y por ese motivo has fijado tu residencia detrás de las palmeras?

– Exacto

– ¿Qué estáis haciendo aquí las dos?

El fuerte susurro junto a su oído le dio un susto de muerte a Sammie. Al volverse, vio que su hermana Emily se apresuraba a colocarse al lado de Hermione.

– Siempre andas metida en las cosas más extrañas, Sammie -dijo Emily al tiempo que se ajustaba el vestido de muselina de color crema, con sus verdes ojos llenos de curiosidad- ¿A quién estamos espiando?

Antes de que Sammie pudiera responder, Hermione le informó en voz baja:

– No está espiando; se está escondiendo de los señores Babcock y Whitmore.

A Emily se le escapó un resoplido nada elegante y en total disonancia con su belleza etérea.

– ¿El erizo y el cuervo de ojos saltones? Sabia decisión, Sammie. Esos dos son capaces de aburrir a las piedras.

– Exacto -confirmó Sammie quedamente- Y por eso vosotras dos debéis regresar a la fiesta. Alguien estará a punto de percatarse de que estamos las tres aquí. De hecho…

– ¿Qué demonios estáis haciendo las tres detrás de estas palmeras?

La aguda voz de Lucille casi hizo eco sobre el empapelado de la pared. Sammie alargó un brazo, asió la mano enguantada de su hermana y la arrastró sin contemplaciones detrás de la planta, cuyas hojas quedaron en movimiento.

– Por favor, no levantes la voz, Lucille -rogó Sammie.

Cielos, su afán de encontrar paz se estaba convirtiendo en un fracaso total. Un fracaso muy concurrido, por cierto. Sabía que sus hermanas tenían buena intención, pero aquellas plantas apenas proporcionaban espacio para esconder a dos personas, de modo que cuatro quedaba completamente descartado.

Se apretó un poco más hacia el rincón y a duras penas reprimió una exclamación ahogada cuando Hermione le pisó el pie con el tacón del zapato.

– Tenéis que iros todas -susurró con desesperación-. ¡Fuera! -Agitó los brazos lo mejor que pudo en aquel reducido espacio.

– Deja de darme con el codo, Lucille -protestó Emily en tono bajo pero vehemente, haciendo caso omiso del ruego de Sammie.

– Entonces, deja tú de empujarme con la cadera -replicó Lucille-. Y guárdate esas plumas de avestruz para ti sola -añadió dando un manotazo a la pluma que adornaba el tocado de Emily.

– ¿Quién me está empujando en la espalda? -quiso saber Hermione, intentando mirar detrás-. Yo estaba aquí primero…

– En realidad estaba yo -murmuró Sammie al tiempo que sacaba el pie dolorido de debajo del tacón de Hermione.

Mientras sus tres hermanas discutían sobre quién daba un codazo a quién, Sammie separó las frondas de la planta y observó la sala rogando para que nadie se hubiera fijado en la actividad que tenía lugar detrás de las palmeras. Pero sus oraciones fueron en vano.

Babcock y Whitmore, entre otros, lanzaban miradas de curiosidad hacia el bosquecillo de plantas. Pero lo peor era que su madre se dirigía hacia ellas con una expresión de clara sospecha.

– Atención, se acerca mamá -dijo Sammie agitando las manos frente a sus tres hermanas-. Si me descubre, volverá a pasearme por todo el salón, y entonces seré una candidata segura al manicomio. ¡Por favor, ayudadme!

La mención de la madre silenció de inmediato a sus hermanas, y al instante las puso en acción. Hermione apoyó una mano consoladora en el hombro de Sammie y susurró con tono terminante:

– Lucille, tú agarra a mamá por la derecha; Emily, tú por la izquierda. Yo me encargaré de la retaguardia.

Empleando la táctica militar de atacar por los flancos de la que se habían servido durante años para distraer la atención de su madre, Hermione, Lucille y Emily emergieron de detrás de las palmeras en un arco iris de muselinas, plumas y cintas. Espiando entre las hojas, Sammie vio cómo interceptaban a su madre y hábilmente la obligaban a girar en redondo. Ésta volvió la vista atrás y frunció el entrecejo.

– ¿Habéis visto a Sammie, niñas? -Pero su pregunta se perdió en medio de la música. Sammie se apretó contra la pared deseando hacerse invisible.

– Me parece que está junto al ponche -dijo Lucille llevándosela de allí. Desaparecieron entre la multitud, y Sammie dejó escapar un largo suspiro.

“No eres más que una cobarde”, la reprendió su conciencia. Se resistió a semejante descripción, pero no pudo negar que era cierta; hacía años que no recurría a esconderse detrás de una planta, pero había sido necesario tomar alguna medida drástica. Y aunque no podía pasar escondida el resto de aquella interminable velada, necesitaba desesperadamente un momento para sí misma antes de unirse de nuevo a la fiesta de la señora Nordfield. Le palpitaban las sienes debido al esfuerzo de mostrarse complaciente mientras todo el mundo la miraba sin pestañear, susurraba acerca de ella y le formulaba una pregunta tras otra. Cielos, jamás había sospechado que el resultado de su fallido secuestro fuera a ser… aquello.

Si bien se sentía agradecida de que su familia no se hubiera visto herida por el escándalo a consecuencia de su encuentro nocturno con el hombre más buscado de Inglaterra, nadie, ni siquiera su madre, hubiera predicho que ella iba a convertirse en la mujer más buscada del pueblo. Ya no era “la pobre Sammie, la rara”; no, ahora se la consideraba “la inteligente y fascinante Sammie, la que había hablado con el Ladrón de Novias”.

Su flamante popularidad debería haberla complacido. A diario le llegaban flores de caballeros que sólo dos semanas antes la evitaban. Todas las tardes recibía visitas femeninas o invitaciones a tomar el té.

Sí, todos los que antes la habían ofendido -ya fuera directamente o a sus espaldas- ahora se proclamaban amigos suyos. Todo el mundo imploraba conocer detalles de su aventura con el Ladrón de Novias. Pese al hecho de que era una pésima bailarina, los caballeros deseaban ser su pareja de baile. Ahora las damas del pueblo buscaban su consejo, aunque sólo para temas banales como moda y joyas. Hasta su propia familia, con excepción de Hubert, se deshacía en elogios de ella, como si fuera una inteligente mascota que hubiera llevado a cabo una cabriola curiosa.

No, no podía disfrutar de aquella ola de popularidad porque en su corazón, en la parte más recóndita de su alma que siempre había anhelado en secreto ser aceptada, sabía que todo aquel interés por ella era superficial. Ninguno de sus nuevos “amigos” se interesaba por ella; tan sólo querían interrogarla acerca del Ladrón de Novias. Sabía muy bien que una vez quedara satisfecha su curiosidad, su interés se desvanecería rápidamente. Y por alguna razón, aunque ella intentaba resistirse, aquello le dolía más que los cuchicheos que había aprendido a ignorar a lo largo de los años.

Con todo, había soportado el flujo constante de visitas, pues no deseaba privar a su madre y sus hermanas de la profunda satisfacción que les proporcionaba su reciente popularidad. Sonrió hasta que le dolió la cara y aguantó incontables horas sentada en la salita, bebiendo suficiente té como para botar una fragata, respondiendo a innumerables preguntas y deseando todo el tiempo estar con Hubert leyendo revistas científicas, ayudándolo en su Cámara de los Experimentos y avanzando ella misma en sus estudios al respecto.

Cuando no estaba atrapada en la salita, pasaba horas interminables delante de la costurera, que le tomaba medidas para unos vestidos de volantes que la hacían sentirse ridícula e incómoda. Sin embargo, había consentido los planes de su madre porque no quería estropear su felicidad por la popularidad de su hija, y tampoco deseaba tentar al destino que milagrosamente había librado a su familia del escándalo.

No obstante, aún más pesada que las incesantes visitas era la larga serie de fiestas, veladas y sesiones musicales. Aunque a ella le encantaba la música, por lo general asistía a muy pocas reuniones de ese tipo. Había terminando cansándose de intentar desempeñar el papel de conversadora elegante e ingeniosa y de soportar expresiones de indiferencia o, peor aún, de lástima que decían inequívocamente: “Oh, es una verdadera pena que la pobre Samantha no se parezca más a sus preciosas hermanas”.

Hacía mucho que había asumido sus carencias físicas y sociales, pues sabía que su familia la amaba a pesar de ellas. Sin embargo, los actos de sociedad le hacían sentirse incómoda e inepta. Con todo, durante la última quincena había asistido a decenas de ellos con la sonrisa permanentemente fija en los labios, por no decepcionar a su madre. Pero su paciencia se había acabado. ¿Cuánto tiempo podría continuar aquella situación insoportable? ¿Cuándo se cansaría de ella toda aquella gente y la dejaría en paz? “Pronto, por Dios bendito, por favor, que sea pronto”. Por suerte, aquella velada era la última programada de momento, al menos que ella supiera. Sólo esperaba que su madre no escondiera otra pila de invitaciones en alguna parte.

Exhaló un suspiro muy sentido. Por más que deseara permanecer oculta, sabía que había llegado el momento de volver a la fiesta. Pero se prometió evitar a Babcock y Whitmore, y marcharse lo antes posible.

De modo que respiró hondo para hacer acopio de fuerzas y se volvió. Entonces se encontró mirando una pajarita blanca como la nieve y perfectamente anudada.

Sobresaltada, dio un paso atrás y tropezó con los enormes tiestos de porcelana que contenían las palmeras y los helechos. Gracias a Dios dichos tiestos era altos, de lo contrario habría caído de espaldas de manera vergonzosa entre las plantas. Echó la cabeza atrás y su mirada se topó con unos ojos castaños oscuro de expresión interrogante.

Respiró hondo y trató de reprimir su impaciencia. Por Dios, era imposible tener un momento de intimidad. ¿No podría aquel condenado hombre buscar otro rincón donde escapar? Recorrió con la mirada a aquel nuevo intruso que invadía su intimidad; su atuendo de noche, negro y formal, acentuado por un chaleco de brocado plateado y una camisa de un blanco cegador, le sentaba de maravilla a su figura alta y de hombros anchos. Su rostro resultaba llamativo más que apuesto, como si un artista hubiera esculpido sus rasgos con trazos amplios y audaces para crear unos pómulos altos, una mandíbula cuadrada, una nariz perfectamente recta y una boca firme pero bien formada. Sus hermanas y su madre sin duda lo encontrarían muy atractivo. Pero ella lo consideraba una condenada molestia y deseó fervientemente que se largara de su refugio.

– Perdóneme por haberla sobresaltado, señorita Briggeham -dijo el hombre con voz profunda-. Al observar el trío de damas que salía de detrás de estas plantas, supuse que el lugar estaba vacío.

Sammie consiguió a duras penas contener un gemido. Aquel sujeto conocía su nombre. Igual que todo el mundo en aquella velada, sin duda desearía información sobre el Ladrón de Novias. Como mínimo, la arrastraría a una conversación estúpida y después de alguna manera llevaría la charla al tema que estaba en boca de todos. Lo peor que podía pasar era que la interrogase y encima la invitase a bailar.

Esforzándose por ser cortés, incluso aunque procuraba apartarse poco a poco de él, le preguntó:

– ¿Nos conocemos, señor?

Él la contempló unos segundos antes de contestar, y Sammie sintió que le ardía la piel bajo aquella intensa mirada.

– Sí, así es, aunque de ello hace varios años. -Hizo una reverencia formal-. Soy el conde de Wesley. A su servicio.

Sammie se ajustó las gafas y lo observó detenidamente antes de fruncir el entrecejo.

– Perdone, milord, que no lo haya reconocido. Creía que usted era más… viejo.

– Seguramente me confunde con mi padre. Falleció hace cinco años.

Un intenso calor anegó las mejillas de Sammie. Menuda metedura de pata. Sin duda todos los presentes sabían que el padre del conde había muerto años atrás, excepto ella. Otra razón por la que aborrecer aquellas reuniones sociales: nunca sabía qué resultaba apropiado decir.

– Lo siento. No era mi intención…

– No hay cuidado -replicó él agitando la mano para restarle importancia al asunto. Alzó una ceja y en sus ojos brilló un destello malicioso-. Dígame, señorita Briggeham, ¿qué la ha traído a buscar cobijo detrás de estas plantas?

“Caballeros fastidiosos como usted”, pensó, y respondió:

– Yo podría preguntarle eso mismo a usted, milord.

Él sonrió mostrando una dentadura blanca y uniforme.

– Se lo diré si me lo dice usted primero.

Notando su diversión, y aliviada de que él hubiera pasado por alto su anterior metedura de pata, Sammie dijo:

– Había dos caballeros que me estaban importunando para que bailara con ellos.

– ¿De veras? ¿Qué caballeros?

– Los señores Babcock y Whitmore. -Miró entre los helechos y los localizó, todavía de pie junto a las ventanas francesas.

El conde se acercó y miró por entre las hojas. Sammie inspiró y la cabeza se le llenó con una mezcla de sándalo. Inspiró otra vez un intrigante aroma que sólo pudo describir como limpio. Señaló a los dos hombres situados junto a las ventanas.

– Ah, sí, son conocidos míos -comentó lord Wesley-, aunque sólo superficialmente. Me temo que no asisto a muchas reuniones sociales.

– Considérese afortunado -musitó Sammie soltando las hojas-. Bien, si me disculpa, lord Wesley…

– Naturalmente, señorita Briggeham. No obstante, tal vez desee permanecer aquí unos instante más.

Separó varias frondas por encima de donde podía alcanzar Sammie y miró por la abertura-. Al parecer los señores Babcock y Whitmore andan buscando a alguien. Si sale ahora…

Sammie contuvo un escalofrío. Si bien no sentía deseos de hablar con lord Wesley, éste parecía, al menos de momento, el menor de dos males.

– Gracias, milord. Dadas las circunstancias, creo que me quedaré aquí unos minutos más.

Se irguió en toda su estatura, pero advirtió que él era bastante alto. Ella apenas le llegaba al hombro. Ojalá tuviera un altura tan útil; qué cómodo sería poder alcanzar los estantes más altos del laboratorio sin ayuda de una escalera.

Como no parecía que el conde fuera a marcharse, le dijo:

– Al final no me ha dicho qué lo ha hecho a usted esconderse aquí, milord.

– La señora Nordfield me estaba persiguiendo con la insistencia de un cazador avezado, y con un brillo en los ojos que sólo puedo describir como “casamentero”. Éste era el lugar más apropiado para perderme de vista un rato.

Sammie asintió, solidaria. Se imaginó perfectamente a Lydia Nordfield acosando al casadero lord Wesley igual que un sabueso tras un zorro. Conocía muy bien aquel brillo de casamentera en los ojos: era la misma expresión que le había mostrado su madre con renovados bríos a lo largo de las dos últimas semanas. El mero hecho de pensar en ello le causó un escalofrío de inquietud.

Recorrió con la mirada la figura alta y musculosa del conde.

– No se preocupe, lord Wesley. No le quepa duda de que podrá correr más que la señora Nordfield. Al parecer, es usted un espécimen bastante sano.

– Eh… gracias.

Mirando una vez más entre los helechos, Sammie observó con horror que su madre estaba conversando con Babcock y Whitmore. En aquel instante el trío se volvió hacia las plantas y los ojos de su madre se entrecerraron. Con una exclamación ahogada, Sammie retrocedió, como si los helechos se hubieran incendiado.

– Me temo que he de irme, lord Wesley -dijo al tiempo que realizaba una torpe reverencia-. Al parecer, mi madre ha detectado mi presencia. Buenas noches.

Él se inclinó.

– Lo mismo le digo, señorita Briggeham.

Salió disparada y, con la cabeza gacha y mirando al suelo, rezó para que nadie se fijara en ella.

Pero antes de que hubiera dado media docena de pasos, su madre saltó frente a ella igual que un gato ante un ovillo.

– ¡Samantha! Estás aquí, querida. Te he buscado por todas partes. ¡Los señores Babcock y Whitmore desean bailar con nosotras! ¿No es maravilloso?

Sammie miró a los dos petimetres que aguardaban y se obligó a sonreír, aunque no hizo otra cosa que enseñar los dientes.

– Esa palabra no basta para describir lo que siento, mamá.

Su madre sonrió de oreja a oreja.

– ¡Magnífico! La orquesta está a punto de iniciar la pieza.

– En realidad -dijo Sammie intentando disimular su impaciencia- no quiero…

– …Perderte una sola nota -la atajó su madre con una sonrisa y una mirada de advertencia-. Vamos. Samantha.

Tras arreglárselas para reprimir un gemido, Sammie lanzó una rápida mirada anhelante hacia el refugio que constituía la maceta de plantas. Reconoció en los ojos de su madre aquella mirada reprobatoria; el único modo en que podría escapar del baile por parejas sería si por misericordia se abriera el suelo y se la tragara. Contempló fijamente el parqué, rezando para que se obrara el milagro y se abriera ante ella, pero sus plegarias no hallaron eco. De modo que irguió la espalda y tomó fuerzas para permitir que Babcock y Whitmore las condujeran a la pista de baile, jurando que aquélla sería la última velada a la que asistiría jamás.

– Me temo que la señorita Briggeham me ha prometido el siguiente baile -oyó la voz profunda de lord Wesley a su espalda.

Sammie, su madre y los dos caballeros se volvieron a un tiempo. Sammie vio cómo su madre abría unos ojos como platos al ver al conde.

– Lord Wesley -dijo Cordelia realizando una pronunciada y elegante reverencia-. Qué sorpresa tan encantadora el verlo aquí. -Acto seguido se incorporó y le dirigió su sonrisa más beatífica, al tiempo que apartaba eficazmente a Babcock y Whitmore de un codazo-. Y qué maravilloso que desee bailar con Samantha.

– Sí, maravilloso -coreó Samantha sin una pizca de entusiasmo.

En los ojos castaños de lord Wesley brilló la diversión.

– Quizás, señorita Briggeham, prefiera dar conmigo un paseo por la galería. Tengo entendido que la señora Nordfield y sus hijas son artistas de gran talento. -Se volvió hacia Cordelia-. Puede acompañarnos, señora Briggeham, si así lo desea.

A la aludida se le iluminó el rostro como una vela.

– Qué amable de su parte, milord. Estaría encantada…

– Permítame -terció Babcock mirando por su monóculo, lo cual le hacía parecer un erizo tuerto-. Si la señorita Briggeham no va a bailar esta pieza con Wesley, creo que entonces debería…

De labios de Cordelia salió una serie de gorjeos.

– Cielos -jadeó, aferrada al brazo de Babcock- Me temo que voy a desmayarme. Señor Babcock ¿usted y el señor Whitmore me harían el favor de llevarme junto a mi esposo?

– ¿Te encuentras bien, mamá? -inquirió Sammie, sabiendo que se esperaba que preguntase aquello. Sin embargo, también sabía que su madre jamás se “desmayaba” sin tener un diván donde caer.

– Estoy bien, querida. Simplemente necesito descansar un momento. Demasiadas emociones, creo.

– Permita que la ayuda, señora Briggeham -dijo lord Wesley ofreciendo su mano.

Pero Cordelia rehusó con un gesto.

– Estaré bien, gracias a la amable ayuda de los señores Babcock y Whitmore. Vayas los dos a la galería. No hay necesidad de que me acompañen; desde aquí veo que hay por lo menos una docena de invitados admirando las pinturas. -Agarró firmemente a Babcock y Whitmore, cada uno por un brazo, y se los llevó de allí.

Sammie observó a lord Wesley con el rabillo del ojo y contuvo una sonrisa ante la expresión medio sorprendida y medio divertida con que contemplaba alejarse a Cordelia.

– Su madre se las arregla socialmente muy bien a la hora de… -Su voz se perdió buscando la palabra adecuada.

– ¿Manipular? -sugirió Sammie.

El conde se volvió hacia ella reprimiendo una sonrisa.

– Iba a decir desplegar estrategias -Extendió el codo y ofreció su brazo a la joven- ¿Damos un paseo por la galería?

Sammie vaciló

– Agradezco que me haya rescatado, milord, pero no es necesario que continúe con este ardid.

– ¿A qué ardid se refiere, señorita Briggeham?

– Al de “yo la acompaño a la galería para que usted no se vea obligada a bailar con esos zopenc… quiero decir caballeros”. Me siento sumamente agradecida, pero…

– No tiene importancia. Sin embargo, no ha sido un ardid. Me agradaría mucho tener el honor de acompañarla.

Sammie lo miró, buscando señales que delataran la actitud calculadora a la que se había acostumbrado en las últimas semanas. Pero, para su sorpresa, no vio más que lo que parecía cálida cortesía. Con todo, seguro que el conde sólo deseaba acompañarla para interrogarla acerca del Ladrón de Novias, perspectiva que la llenó de resignación. Decidida a terminar lo más rápidamente posible con lo inevitable, preguntó:

– ¿Por qué desea usted mi compañía?

Él se inclinó con aire de conspiración. Sammie percibió su aroma a limpio aunque temía su respuesta.

– Le he prometido a la señora Nordfield echar un vistazo a sus pinturas, y creo que desea que haga lo mismo con su hija soltera. Me haría usted un gran servicio al acompañarme. -Se incorporó-. Además, tengo entendido que esas pinturas son… inusuales, y quisiera contar con su opinión.

– Me temo que mis conocimientos de arte son bastante limitados.

– Con el debido respeto a nuestra anfitriona, me parece más que probable que no sea precisamente “arte” lo que veremos, señorita Briggeham.

La risa borboteó en la garganta de Sammie. Por lo menos aquel hombre resultaba divertido. Y después de ver cómo la había rescatado de los horrores del baile por parejas, supuso que le debía una recompensa. De modo que, relajada por primera vez en varias horas, inclinó la cabeza y enlazó mano enguantada en el codo que le tendía el conde.

– Ha despertado mi interés, lord Wesley. Me apetece ver la galería con usted.

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