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Del London Times:

Varios padres agraviados más se han incorporado a la Brigada contra el Ladrón de Novias, contribuyendo con sus aportaciones a la recompensa económica, que ya asciende a siete mil libras. Adam Straton, el magistrado del lugar donde se produjo el último secuestro, afirma que ha redoblado sus esfuerzos para resolver el caso y que está seguro de que pronto apresará al Ladrón de Novias. “No pienso descansar hasta que lo vea ahorcado por sus crímenes”, ha prometido Straton.


Eric tenía la mirada perdida al otro lado de la ventana de su estudio. Normalmente, el cálido brillo del sol que resplandecía entre los árboles y la visión de sus establos a lo lejos le proporcionaba placer y consuelo. Sin embargo, aquel día no lograban serenarlo, pues había intentado por enésima vez olvidar la única cosa que al parecer no podía borrar de la mente.

Samantha Briggeham.

Habían transcurrido tres días desde que fuese a visitarla. Tres días desde que su sinceridad, su inteligencia y su falta de astucia lo habían cautivado, tal como en las dos ocasiones anteriores en que había hablado con ella. Tres días deseando verla otra vez, hasta el punto de tener que obligarse a no partir en su busca.

Diablos, no había necesidad de preocuparse más por el bienestar de aquella joven: no le habían quedado secuelas de su fallido secuestro. Pero lo cierto era que no lograba quitársela de la cabeza.

¿Por qué? ¿Qué tenía que lo atrajera tanto? Por supuesto que podía mentirse afirmando que su interés radicaba sólo en el hecho de que la había secuestrado equivocadamente. Pero mentirse a sí mismo constituía un ejercicio fútil.

No: había algo más en Samantha Briggeham que lo conmovía inexplicablemente. ¿Qué era? Desde luego no era hermosa, aunque la combinación de ojos y labios demasiado grandes lo fascinaba como nunca lo había conseguido una belleza clásica. Había gozado de la compañía de muchas mujeres espléndidas, mujeres cuya belleza podía dejar a un hombre sin aliento, pero todas le habían resultado olvidables. De hecho no se acordaba de la cara de ninguna. El rostro que llenaba su mente de día y de noche no era el de un diamante, sino el de una muchacha rural y sin pretensiones que, de forma incomprensible, lo atraía como ninguna otra mujer antes.

Fue hasta el bar y se sirvió un dedo de coñac. Se quedó contemplando el líquido ambarino como si éste guardara la solución de aquel molesto rompecabezas.

De acuerdo, lo intrigaba el inusual aspecto de la joven. Era agradable. Pero eso no explicaba del todo aquello que no sabía nombrar… aquella preocupación. Se apoyó contra el escritorio de caoba y bebió un sorbo, disfrutando del calor que le bajó hasta el estómago. A su mente acudieron en tropel una serie de imágenes de la señorita Briggeham: escondida detrás de las palmeras de la señora Nordfiel; riendo mientras contemplaban las horrendas pinturas de la señorita Nordfield; su pánico cuando la secuestró; su expresión soñadora cuando reveló sus ansias de aventura; su deseo de nadar en el Adriático…

Diablos, a lo mejor ése era el problema. Sabía cosas de Samantha Briggeham que no debería saber, que no sabría si no la hubiera conocido en su papel de Ladrón de Novias. Y no sólo estaba al tanto de sus deseos de aventura, sino que también sabía lo que era tenerla entre sus brazos, la sensación de su cuerpo suave apretado contra él, la embriagadora sensación de galopar con ella a través de la oscuridad, el aroma a miel de su piel.

Luego estaba su furia… no, su “fastidio”, cuando él se atrevía a criticar al Ladrón de Novias, un hombre al que ella admiraba. Su obvio amor por su hermano y su indulgencia hacia su madre. Su esperanza de inventar una crema medicinal para ayudar a su amiga. Era inteligencia, amable, leal, divertida, tremendamente directa al hablar y…

Le gustaba.

Estaba a punto de beber otro sorbo de coñac cuando lo comprendió de repente y el vaso se detuvo a medio camino de sus labios.

Maldición, aquella joven le gustaba.

Le gustaba su sonrisa, su forma de reír, hasta su indignación. Nunca mostraba la actitud prepotente de tantas mujeres que había conocido; Samantha abrigaba sueños de éxitos científicos y de aventura que iban mucho más allá de qué vestidos ponerse o qué sombrero comprar.

Y sus ojos… aquellos extraordinarios ojos como el agua, llenos de esperanzas y deseos por cumplir, que insinuaban sentimientos y vulnerabilidades que él deseaba descubrir. Sí, en eso consistía su preocupación: en el simple deseo de saber más de una mujer interesante. De conversar con ella, de descubrir todas aquellas ideas fascinantes que él notaba bullir bajo sus gruesas gafas.

Bebió otro sorbo de coñac mientras hacía uso de lo aprendido en el ejército a la hora de tomar decisiones; identificó el problema, con lo cual tenía ganada la mitad de la batalla: no podía olvidarse de la señorita Briggeham porque le gustaba y quería saber más de ella.

Pero ¿cómo solucionar el problema?

Tenía dos opciones: obligarse a sacarla de su mente, pero dado que no había sido capaz de hacerlo desde que la conoció, descartó dicha alternativa. Así pues, sólo le quedaba verla otra vez, hablar con ella y descubrir más cosas acerca de su persona. Una vez que lo hiciera, su curiosidad quedaría satisfecha y por fin podría colocar su preocupación por ella en la perspectiva adecuada. Perfecto.

Levantó la copa para celebrar su brillante lógica y brindó por su infalible plan.


Eric tiró de las riendas de Emperador para detenerlo detrás de unos robles que se alzaban junto a la linde del bosque. Entornó los ojos para protegerse del sol de primeras horas de la tarde y observó cómo se aproximaba la señorita Briggeham, que venía del pueblo. En lugar del paso vivo que le había visto en su anterior encuentro, caminaba despacho entre el verdor, con la cara hacia arriba, saboreando la bonanza del tiempo. El sombrero le colgaba a la espalda, sostenido por las cintas, de modo que el cabello castaño le resplandecía a la luz del sol. Una sonrisa iluminó su semblante y giró sobre sí misma balanceando con alegre abandono el cesto que llevaba, antes de inclinarse a oler un matojo de flores silvestres.

Eric envidió de pronto aquella imagen despreocupada y relajada. ¿Cuándo había sido la última vez que había disfrutado simplemente de la luz del sol, que se había solazado en un día estupendo, que se había inundado de los aromas y sonidos de la naturaleza sin el peso de sus responsabilidades y obligaciones? Nunca desde aquel último verano antes de ingresar en el ejército, concluyó al cabo de un momento. Margaret y él habían disfrutado de largos paseos a caballo por todo el condado, a menudo llevándose la comida consigo. En varias ocasiones no se habían aventurado más allá de los establos y habían pasado la tarde atendiendo a los caballos con Arthur.

Había transcurrido demasiado tiempo desde su última tarde libre y relajada, y sintió el repentino impulso de unirse a la señorita Briggeham, levantarla en vilo y ponerse a girar con ella y compartir su mismo placer.

Desechó ese impulso, totalmente impropio de un conde, y continuó observándola. Sus labios se curvaron en una sonrisa cuando ella salvó de un salto unas rocas con una alegría que le recordó a un cachorro.

Permaneció oculto hasta que ella estuvo a muy corta distancia. Entonces espoleó los flancos de Emperador y salió al camino.

– Vaya, señorita Briggeham, es un placer verla de nuevo.

Ella se detuvo en seco como si se hubiera topado con una pared. El color de sus mejillas ya sonrosadas se intensificó y distintas expresiones cruzaron su rostro. Pero aunque claramente sorprendida de verlo, no pareció disgustada.

– Lord Wesley -dijo sin resuello- ¿Cómo está?

– Muy bien, gracias. ¿Va de regreso a casa desde el pueblo? -inquirió, como si Arthur no lo hubiera informado de que la señorita Briggeham recorría aquel camino casi todas las mañanas.

– Sí. He ido a ver a mi amiga, la señorita Waynesboro-Paxton.

– ¿Y cómo se encuentra hoy de su dolor en las articulaciones?

– Peor, me temo. Le he llevado otra jarra de mi crema de miel y le he dado un masaje en las manos, lo cual la ha aliviado temporalmente. -Se protegió los ojos con una mano a modo de visera y levantó la vista hacia el conde-. ¿Se dirige usted al pueblo?

– No, simplemente he sacado a Emperador a que haga un poco de ejercicio y a disfrutar de este día tan espléndido. -Sonrió a la joven-. Creo que está agotado de tanto correr, así que ¿me permite pasea con usted?

El caballo bajó las orejas, relinchó suavemente y escarbó el suelo con la pata una vez. Sammie rió y dijo:

– Por supuesto. Pero, según parece, a Emperador no le agrada que usted lance calumnias sobre su vitalidad. De hecho, jamás hasta ahora he visto un caballo capaz de mostrar indignación. -Acarició el cuello del animal y dijo-: Si lo desea, podemos dar un rodeo hasta el lago para que Emperador beba un poco de agua.

– Maravillosa sugerencia.

Eric desmontó con la intención de ofrecerse a cargar con el cesto, pero la invitación murió en su garganta al mirar a la joven. El brillo del sol arrancaba de su pelo destellos de rojos vibrantes y dorados ocultos. Llevaba el moño más bien despeinado, seguramente a causa de dar tantas vueltas, pero aun así aquellos mechones parecían haber sido revueltos por las manos de un hombre… un hombre que hubiera cedido al impulso de acariciar aquellos bucles que parecían de seda.

El resplandor se reflejaba también en sus gafas, lo cual atrajo la mirada de Eric hacia sus ojos… unos ojos que lo miraban ligeramente expectantes, como si aguardaran a que él dijera algo, hazaña que al parecer era incapaz de llevar a cabo.

Su piel brillaba bañada por un sol que hacía florecer sus mejillas como si fueran rosas. Eric posó la mirada en aquellos labios carnosos, en los que permanecía una media sonrisa y tuvo que hacer un esfuerzo para desvíar la vista. La joven llevaba un vestido de muselina azul pálido, absolutamente modesto y sin adornos, pero a juzgar por los latidos de su corazón podía haber llevado un camisón de encaje…

Al instante la imaginó así vestida, con sus atractivas curvas apenas cubiertas por la tela transparente. Sintió un súbito calor en la ingle y a duras penas logró contener el gruñido de frustración que le subió a la garganta.

Diablos, ¿qué le estaba pasando? Sacudió la cabeza para disipar aquella imagen tan perturbadora.

– ¿Sucede algo, lord Wesley?

– Eh… no.

Sammie se acercó y le escrutó el rostro. Eric percibió un sutil aroma a miel que le inundó la cabeza; apretó con fuerza los dientes.

– ¿Está seguro? Parece un poco… sonrojado.

¿Sonrojado? Sin duda la joven se equivocaba, aunque sí era cierto que los pantalones le ardían.

– Es que hace calos. Aquí, al sol -Maldición, ¿aquel sonido tan ronco era su voz? Le ofreció su brazo y señaló con la cabeza el sendero que se internaba en el bosque-. ¿Le apetece?

– Naturalmente. A la sombra se estará más fresco.

Sí, más fresco. Aquello era lo único que deseaba. Por alguna razón inexplicable, el sol ejercía un extraño efecto en él. Tirando de las riendas de Emperador con una mano y con la mano de la señorita Briggeham levemente apoyada en su brazo, ambos se dirigieron al bosque.

Dejó escapar un suspiro de alivio cuando la sombra que proporcionaban los altos árboles se tragó el calor y le ofreció el frescor que tanto necesitaba. Comenzaron a pasear rodeados de suaves sonidos: el leve murmullo de las hojas, el trino de un pájaro, el crujido de las ramas rotas bajo sus pies, un suave resoplido de Emperador.

Eric buscó algo que decir, algo inteligente que la hiciera reír o sonreír, pero por alguna razón se sentía como un colegial tímido e inmaduro. Lo único que se le ocurría preguntarle: “¿Sabe usted lo bien que huele?”, pero era evidente que no podía decir semejante cosa. Por primera vez se veía privado de su habitual soltura mundana; si tuviera una mano libre, se la habría pasado por el pelo. Deseaba ver a aquella mujer, hablar con ella, conocerla mejor y allí la tenía. Sin embargo, parecía que se le hubiera comido la lengua el gato.

Se vio salvado de iniciar una conversación cuando llegaron al lago. El agua resplandecía en un tono azul oscuro y reflejaba retazos dorados de sol. Soltó las riendas de Emperador y lo dejó ir tranquilamente hasta la orilla para que bebiera. La señorita Briggeham se soltó de su brazo, y él experimentó el impulso de recuperar su mano a toda prisa. Ella se alejó unos metros y fue a apoyarse contra un grueso sauce.

– Estas últimas tardes ha hecho un tiempo de lo más despejado -comentó la joven, rompiendo el silencio- ¿Ha aprovechado el buen tiempo para observar las estrellas?

Eric se abalanzó sobre aquel tema de conversación igual que un perro sobre un hueso.

– Pues sí, en efecto. Dígame ¿está contento Hubert con su nuevo telescopio?

– Sí. Es un instrumento muy bueno, pero tiene pensado construír él mismo uno, algún día. Está convencido de que es probable que existan más planetas, y quiere construír un telescopio lo bastante potente para descubrirlos.

– Como William Herschel cuando descubrió Urano -apuntó Eric.

Ella lo miró con sorpresa y agrado.

– Exacto. Hubert venera a ese hombre.

– Yo tengo un telescopio Herschel.

– ¿Un Herschel? ¡Oh! -Se ajustó las gafas y miró al conde con expresión de respeto- Debe de ser una maravilla.

– En efecto, lo es -confirmó Eric-. Hace varios años tuve la suerte de conocer a sir William y se lo compré directamente a él.

– Cielos, ¿lo ha conocido en persona?

– Sí. Es un tipo fascinante.

– ¡Oh, tiene que serlo! Su teoría de los sistemas de estrellas binarios es brillante -Su rostro se iluminó como si él le hubiera regalado un puñado de perlas… o estrellas, más bien- Dígame, ¿alcanza a ver Júpiter con su Herschel?

– Sí. -Eric agachó la cabeza para esquivar las ramas bajas y se reunió con ella a la sombra del sauce- Y anoche observé varias estrellas fugaces.

– ¡Yo también! ¿No eran maravillosas?

Él asintió con la cabeza y dijo:

– Cuando surcan los cielos dejando un rastro de pequeñas joyas me recuerdan a los diamantes.

Ella sonrió.

– Una descripción muy poética, milord.

Cautivado por su sonrisa, Eric se acercó un poco más.

– ¿Y cómo las describiría usted, señorita Briggeham?

Ella inclinó la cabeza hacia atrás y miró los retazos de cielo azul que se veían entre el follaje del sauce.

– Como lágrimas de ángeles -dijo por fin con suavidad-. Veo las estrellas fugaces y me pregunto quién estará llorando en el cielo, y por qué. -Bajó la vista hacia el conde, y a él se le cerró la garganta al contemplar su expresión soñadora- ¿Por qué cree usted que puede llorar un ángel?

– No se me ocurre.

Una leve sonrisa de timidez cruzó sus labios

– Lágrimas de ángel. Totalmente ilógico y nada científico, ya lo sé.

– Y sin embargo, una descripción muy clara y atinada. La próxima vez que vea una estrella fugaz, yo también me preguntaré si está llorando un ángel.

Sus miradas se encontraron durante unos segundos, y a Eric le pareció ver casi una chispa saltar en el aire. ¿La habría notado ella también? Antes de que pudiera llegar a ninguna conclusión, Sammie desvió la mirada y dijo:

– Ardo en deseos de contarle a Hubert que usted ha conocido a sir William Herschel, y que posee unos de sus telescopios. -Una sonrisa tocó sus labios-. Claro que quizá sea mejor no decirle nada; si se lo cuento lo asediará a preguntas, y las que no se le ocurran a él se me ocurrirán a mí.

– Tendré mucho gusto en contestarlas -le aseguró Eric, sorprendido de haber dicho aquello en serio-. No conozco a nadie que comparta mi interés por la astronomía. De hecho, a lo mejor a Hubert y a usted les agradaría venir a Wesley Manor a ver mi Herschel.

Sammie abrió unos ojos como platos y Eric apretó los puños para no arrancarle aquellas gafas.

– Hubert se moriría de la emoción, milord -contestó casi sin respiración.

– Y usted, señorita Briggeham… ¿también se moriría de la emoción?

– Por supuesto -respondió ella con un gesto perfectamente serio-. Jamás hubiese imaginado tener tan rara oportunidad.

– Perfecto. -Levantó la vista hacia los fragmentos de cielo azul visibles entre las hojas-. Al parecer, esta noche estará despejado. ¿Tiene compromisos hoy?

– Pues… no, pero ¿está seguro de que…? -Dejó la pregunta sin terminar y le dirigió una mirada ardiente.

– Parece usted bastante atónita por mi invitación, señorita Briggeham. Creía que las palabras que empezaban por a eran para describirme a mí.

Una chispa de humor brilló en los ojos de Sammie, y entonces esbozó una sonrisa tímida y complacida. Sin embargo, por alguna razón ridícula aceleró el corazón de Eric.

– Le aseguro -dijo el conde- que me encantaría que usted y Hubert fueran mis invitados esta noche.

– En tal caso, milord, sólo puedo darle las gracias por su amable invitación. Hubert… y yo… acudiremos encantados.

– Excelente. Enviaré mi carruaje a recogerlos ¿Quedamos, digamos, a las ocho?

– Perfecto. Gracias.

Eric observó cómo formaban las palabras sus labios carnosos, con la atención fija en aquel fascinante lunar que adornaba la comisura de su boca. Los labios se fruncieron al pronunciar la palabra “perfecto” como si estuvieran a punto de ser besados.

Besados. Aquella palabra lo golpeó como un puñetazo en el estómago. Dios, tenía una boca increíble. A medida que iba tomando conciencia de aquel hecho, aquellos labios húmedos lo llamaban como un canto de sirena. El ardoroso impulso de tocar aquella boca seductora con la suya, sólo una vez, un instante, lo abrumó y se superpuso a su agudo sentido común.

Igual que un hombre en trance, se acercó lentamente a ella. Sammie lo miró con ojos cada vez más grandes a cada paso que daba él. Cuando se detuvo casi encima de ella, lo contempló con expresión confusa.

Eric apoyó un brazo en el tronco del sauce, junto al hombro de ella, y con la mirada la recorrió de arriba abajo. Era obvio que su proximidad la ponía nerviosa, hecho que no debería haberlo complacido, pero le complació. Se veía a las claras que no era el único que experimentaba aquella… sensación, fuera lo que fuese.

Los ojos agrandados de Sammie reflejaban desconcierto, y sus mejillas se tiñeron de color. Su pulso latía de forma visible en la base de su delicada garganta y el pecho le subía y bajaba con inspiraciones cada vez más rápidas. Su delicioso aroma embriagó a Eric, que se acercó aún más para captar mejor aquella esquiva fragancia.

– Huele usted a… gachas de avena -dijo en tono suave.

Ella parpadeó dos veces y después sonrió ligeramente.

– Vaya, gracias, milord. Sin embargo, será mejor que le advierta que esos cumplidos tan floridos podrían subírseme a la cabeza.

Eric frunció el entrecejo ¿Acababa de compararla con las gachas de avena? ¿Cómo demonios se las arreglaba aquella mujer para despojarlo de toda su cortesía? Incapaz de contenerse, se acercó todavía más, hasta quedar a escasos centímetros de ella. Respiró hondo y dijo:

– Gachas de avenas rociadas con miel. Mi desayuno favorito. -Sus labios se encontraban a escasa distancia de la fragante curva de su cuello-. Calientes. Dulces. Deliciosas.

Inhaló una vez más y sintió un hormigueo en todo el cuerpo. Dios, olía como para comérsela. El deseo que le vibraba en las venas era tan fuerte, tan ardiente e inesperado, que lo sacó de su estupor. “¿Qué diablos estás haciendo?” Estaba claro que había perdido el juicio.

Reprimió su deseo y retrocedió unos pasos. Maldición, ni siquiera la había tocado y ya estaba jadeando como si hubiera corrido una milla. Y su mirada le confirmó que ella estaba igual de turbada; sus ojos eran fuentes de agua que lo observaban fijamente, con absoluta perplejidad; de sus labios entreabiertos salían respiraciones agitadas y el pecho le subía y bajaba de un modo que le hizo posar los ojos en sus amplias curvas. A duras penas consiguió tragarse el gemido que pugnaba en su garganta.

¿Por qué no la había besado, al menos brevemente, para satisfacer su curiosidad y terminar de una vez? Obviamente, porque su sentido común había vuelto para recordarle que la señorita Briggeham era una joven respetable con la que no se podía jugar. Pero de igual modo que habló su sentido común, también lo hizo su insidiosa vocecilla interior: “No la has besado porque sabes, en lo más hondo de ti, que no te bastaría con saborearla un breve instante”.

Maldición. Lo mejor era marcharse enseguida, antes de que hiciera algo que pudiera lamentar, como aceptar la invitación casi irresistible que llameaba en sus ojos, aunque dudaba de que ella se hubiera percatado siquiera. Se obligó a alejarse unos pasos más e hizo una reverencia formal.

– Debo irme -dijo, arreglándoselas para ignorar el seductor arrebol que coloreaba las sedosas mejillas de la joven-. Pero la veré esta noche.

Frunció el entrecejo de repente. Tal vez no fuera buena idea tenerla en su casa. Pero al instante desechó esa preocupación; iban a estar debidamente acompañados por el hermano, y seguro que no tendría dificultad en resistirse a la leve atracción que pudiera sentir hacia ellas. Las extrañas ideas que le habían acudido a la mente momentos antes habían desaparecido ya, y de nuevo poseía un total dominio de sí mismo. La señorita Briggeham se encontraba perfectamente a salvo con él.

Sammie se colocó las gafas y se aclaró la garganta.

– Hasta esta noche -dijo con una serenidad que por alguna razón lo irritó.

Naturalmente, él sí que había hablado con serenidad… pero no esperaba que lo hiciera ella.

Fue hasta donde estaba Emperador y montó. Tras despedirse de la señorita Briggeham con un gesto de la cabeza, emprendió el regreso a su caso a un vivaz trote.

Qué peligro de mujer. Debía de estar loco para haberla invitado a su casa. Pero no importaba; no sería más que una noche, unas pocas horas en su compañía. Fácil de soportar.

Después de todo ¿acaso no acababa de demostrarse a sí mismo que era plenamente capaz de resistirse a ella?


Sammie se quedó recostada contra el tronco del árbol, con la mirada fija en el camino mucho después de que él hubiera desaparecido de la vista, y con el puso acelerado y errático.

Cielo santo, había estado a punto de besarla. Besarla, con aquellos labios firmes y maravillosos. Exhaló un suspiro femenino, de una clase que nunca había sentido. Cerró los ojos mientras recordaba la manera en que él había apoyado el brazo en el árbol, junto a ella, la manera en que se le acercó y la envolvió en su límpido aroma a bosque. Despedía un intenso calor, y tuvo que apretar las palmas de las manos contra la áspera corteza del sauce para no comprobar si aquel calor era tan fuerte como parecía.

Otro suspiro soñador le subió hasta la garganta, pero esta vez, cuando estaba a punto de soltarlo, recobró la cordura con un sonoro palmetazo.

Por supuesto, tenía que estar equivocada. ¿Por qué demonios iba a desear besarla lord Wesley? Sin duda, simplemente había mostrado curiosidad por su fragancia y se preguntaba por qué olería a gachas de avena.

Pero el modo en que la miró… con aquella expresión tan intensa que casi la dejo sin respiración. Seguro que no había sido su intención acercarse tanto, no cabía duda de que lo único que buscaba era más sombra.

¿Y qué había hecho ella? Comportarse como una perfecta idiota, quedarse sin resuello y con las rodillas flojas por su proximidad, con el corazón desbocado por la emoción y ansiando el contacto de sus labios.

Sintió una oleada de vergüenza. ¿Se habría dado cuenta él? ¿Habría visto el anhelo en sus ojos? Se llevó las manos a las mejillas, que le ardían. El conde no deseaba otra cosa que ponerse a la sombra, y toda su lógica había quedado hecha añicos, igual que un puñado de cenizas en una tormenta. Dios santo, ¿qué le había ocurrido? No lo sabía, pero no podía negar que aquel hombre le afectaba de un modo de lo más perturbador.

Tal vez no debería ir a su casa… pero tenía que ver ese telescopio Herschel. No podía negarse a sí misma ni a Hubert esa oportunidad. Además, Hubert iba a acompañarla a modo de carabina. No habría motivo para que lord Wesley se le acercase demasiado y por tanto tampoco para que se le acelerase el corazón o se quedase sin respiración. Lord Wesley y ella compartían tan sólo su interés por la astronomía. Era natural que sintiera… afinidad con él; al fin y al cabo, no era muy diferente de hablar de las estrellas con su hermano.

Satisfecha con su explicación lógica, se apartó del árbol y echó a andar por el sendero que conducía a su casa. Con un suspiro, cayó en la cuenta de que un posible problema de su visita a la mansión de lord Wesley iba a ser su madre. No quería que malinterpretara la invitación del conde y la tomara por algo más de lo que era: un gesto amable y generoso hacia otros entusiastas como él para ver un telescopio fabricado por el astrónomo vivo más famoso del mundo. Lord Wesley estaba siendo simplemente… amigable. De hecho, tan amigable que resultaba… alarmante. Asombroso.

Sí, iba a tener que cerciorarse de que su madre entendiera que allí no había nada más. De lo contrario, en la mente casamentera de Cordelia se dispararían pensamientos imposibles, sin esperanzas.

“Y tú también harías bien en recordar que son pensamientos imposibles y sin esperanzas”.

Sin embargo, aunque aquella severa advertencia interior le tensó la espalda, no consiguió apagar el imposible anhelo que el conde de Wesley había despertado en su corazón.

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