IX

El miércoles anterior a Semana Santa

Debo empezar a leer esos libros de los beguinos. Por desgracia, en eso me he mostrado muy remiso. Al posponer esa tarea que tan poco me apetece, me he condenado a noches de insomnio. Porque si mañana no conozco su contenido, voy a encontrarme en el más grave peligro. Habría debido saber que los beguinos no esperarían. Esta mañana se han presentado en mi taller: eran dos, dos mujeres. Yo estaba cosiendo unos pergaminos cuando han entrado; al levantar los ojos, me he encontrado delante de una matrona que estaba de pie ante mí, muy alta y bien vestida. Tenía una nariz larga, pómulos muy pronunciados y una mirada resuelta. Su mandíbula bien recortada enmarcaba una boca de labios llenos y jugosos; tenía los cabellos ocultos debajo de una profusión de sedas bellamente entretejidas y de suave colorido.

La muchacha que la acompañaba no debía de tener más de diecisiete años. Aunque su indumentaria era sencilla -y hasta diría pobre-, me ha desafiado con la mirada, extrañamente orgullosa y atrevida para una muchacha tan pálida y delgada. Tenía un cuello largo que recordaba el de un ganso y esos hombros derrumbados que suelen tener las tejedoras, las costureras y las monjas.

No habría dicho por su aspecto que pudiera ser parienta de la matrona. Pero tampoco la habría juzgado su criada. Se comportaba más bien como alguien que se sitúa entre la posición de una amiga a la que se favorece y la de una subordinada pobre.

– Loado sea el nombre de Jesucristo -ha dicho la matrona escrutándome con mirada viva y expectante.

Por un instante, me he sentido perdido. No obstante, sin casi darme tiempo a tomar aliento, he recordado que Berengar Blanchi había empleado la misma frase al saludar a Imbert Rubei, quien le había respondido con idéntico saludo.

Como el sol que asoma detrás de una nube, he comenzado a ver claro. He comprendido que los beguinos usan ese «Loado sea el nombre de Jesucristo» de la misma manera que los cataros se saludan diciendo: «¿Qué haremos para ser mejores?». Son saludos que, en ambos casos, distinguen a los herejes de aquellos que no lo son, una especie de santo y seña para entrar en una ciudad sitiada.

– Loado sea el nombre de Jesucristo -he respondido; al decirlo me he fijado en que los vestidos de las dos mujeres estaban sembrados de un número insólito de hebras sueltas de una tela diferente.

Eran hilos de seda y oro, gruesas hebras de lana de color oscuro y fibras que igual podían ser de hilo o incluso de algodón, algo que no habría sabido decir al momento. Lo que sí podía asegurar era que aquellas mujeres eran tejedoras, pañeras o esposas de sastre (aunque ellas no fueran sastras a juzgar por sus manos).

Al oírme hablar, la matrona ha asentido con el gesto. Era evidente que mi respuesta la había satisfecho.

– ¿Sois Helié Seguier? -ha preguntado.

– El mismo.

– Entonces quiero compraros pergamino.

– Sí. -Me he puesto de pie, contento de que Martin estuviera trabajando arriba-. ¿Para un libro de cuentas, quizá? ¿Para un registro?

– Para un libro sagrado -ha replicado la matrona sin dejar de mirarme fijamente-. Deseo tener una copia de un libro escrito por Pierre Olivi. Su postilla sobre el Apocalipsis. ¿Habéis leído la obra?

No habría podido darme mayor sorpresa. Su temeridad me ha dejado atónito; esperaba una aproximación mucho más sutil.

En realidad, su osadía ha despertado mi cautela. Ningún beguino de verdad, he pensado, habría contestado francamente a una pregunta tan abierta. Hasta los herejes más imprudentes de Narbona habrían sospechado que se trataba de una trampa.

– Ese libro ha sido condenado -he dicho.

– Pero ¿quizá lo leísteis antes de que lo condenaran? -Me ha presionado-. En cualquier caso, deberíais leerlo ahora. Es una maravilla. Aunque se juntaran todas las cabezas de todos los hombres del mundo, no podrían escribir una obra mejor, a no ser que fuera con la ayuda del Espíritu Santo.

He mirado, estupefacto, a la mujer y después a la joven, y de nuevo a la mujer. La expresión de las dos era de ansiedad, aunque en la de la joven también había impaciencia, mientras que la mujer mayor parecía mucho más serena.

– He leído el libro -he mentido, haciendo votos para que Martin no estuviera escuchando en lo alto de la escalera (lo que hacía a menudo)-. Será un honor para mí suministrar pergamino para una copia de esa obra.

Las dos beguinas se han mirado. La matrona se ha vuelto hacia mí con una sonrisa. Tenía hermosos dientes.

– Si habéis leído el libro, debéis saber el espacio que ocupa -me ha dicho-. Traedme mañana el pergamino necesario inmediatamente después de comer. A mi casa. Vivo en la tienda del pañero que está junto a la hostería de la Estrella. ¿Conocéis la hostería de la Estrella?

– Sí.

– Pues traedme el pergamino a la tienda y os pagaré un buen precio.

– ¿Por quién pregunto en la tienda? -he dicho a continuación hablando atropelladamente antes de que se fueran las dos mujeres-. ¿Pregunto por vos?

– Soy Berengaria, la esposa de Pierre Donas, el pañero -me ha replicado mientras echaba una ojeada general a la tienda y fruncía ligeramente la nariz al notar el olor especial del ambiente-. Procurad que el pergamino sea de buena calidad. No vayamos a profanar la postilla del hermano Pierre Olivi con un mal pergamino.

– Yo no vendo mal pergamino. -Con serenidad, pero con firmeza, he defendido mi fama-. El género que vendo es de buena calidad.

– Al trabajador honrado nunca le faltan clientes. -Ha observado Na Berengaria en tono de aprobación-. Así pues, nos veremos mañana. Vendréis vos mismo en persona, ¿queda entendido?

– Por supuesto.

– Loado sea el nombre de Jesucristo.

Y con un revuelo del recargado vestido, ha salido de mi taller acompañada de la muchacha. He tardado un rato en recuperarme de la sorpresa. No me esperaba tanta brusquedad, era como si acabase de recibir un batacazo en la cabeza.

Por fin ha comenzado a posarse el remolino de mis pensamientos y ha parecido que se establecía cierto orden. He empezado a considerar las inaplicaciones que entrañaba la visita de Berengaria y he ido sopesando las probabilidades que se perfilaban en mi mente.

¿Es una beguina auténtica? Eso parece. ¿Me mira realmente como a otro converso? Quizá. ¿Conoce a Jacques Bonet? ¡Ay de mí, ésa es la pregunta más importante!

Si acaso conoce a Jacques, debe de ser en calidad de fugitivo, no como agente de Jean de Beaune. En tal caso, ¿a qué viene esa forma de comportarse tan abierta e imprudente? No puedo creer que alguien que ha ayudado o matado a un tercero fugitivo vaya preguntando alegremente por ahí a unos totales desconocidos si han leído la postilla de Pierre Olivi. A no ser que tenga un propósito secreto. O que se trate de una loca.

Supongo que es una posibilidad. Por otra parte, podría desconfiar de mis motivaciones. Si conoce a Jacques Bonet como agente de un inquisidor, podría sospechar que yo también lo soy. En ese caso, tal vez intente atraerme a su cubil para matarme igual que mató a Jacques. Debo confesar que me cuesta imaginar a esta mujer matando a nadie. En cuanto a la joven, a ésta sí la veo capaz de matar en un arrebato de pasión; pero a Berengaria no. Jamás he encontrado a un asesino con ese aire de plenitud del que ella parece disfrutar. Y eso que a lo largo de mi vida me he tropezado con algunos asesinos.

Existen cuatro posibilidades. Una es que no sepa quién es Jacques Bonet y que sólo sienta el deseo de difundir las enseñanzas de Pierre Olivi, pese a los peligros que el hecho conlleva. Otra es que sepa que Jacques es un beguino evadido, pero que cometa la ingenuidad de seguir corriendo riesgos. La tercera es que haya matado a Jacques y que ahora quiera matarme a mí. Una cuarta es que Jacques haya revelado su mortal secreto y se ponga a su merced. Tal vez sea una de esas mujeres qué se sentiría más que satisfecha de ayudar a alguien en la situación de Jacques a escapar de las garras de Jean de Beaune.

No consigo decidir cuál de esas alternativas es la más probable. No conozco bastante a esa mujer para optar por una opción lo bastante informada. Con todo, sería una estupidez caer en una trampa por falta de protección. Por consiguiente, cuando vaya mañana a su casa, me llevaré un cuchillo. Lo llevaré escondido en una de las botas. Y evitaré entrar en una habitación oscura, sobre todo si tengo a alguien detrás de mí.

Así pues, mi plan es éste. Esta mañana temprano he llegado a la conclusión de que era bueno. Después, una vez decidido a actuar, he examinado mis estanterías y he reunido unos pergaminos que, una vez envueltos en un paño, he dejado aparte, reservados para Berengaria. Pero mientras lo hacía, se me ha ocurrido algo.

Según ella me ha dicho, compraba el pergamino para hacer una copia de un libro herético. Así pues, me he preguntado si podían haberse hecho otras compras en mi tienda con ese mismo propósito. No por parte de copistas, notarios, sacerdotes o monjes, sino de tejedores, pañeros y otras personas no conocidas por su interés en la palabra escrita. Sin duda, esa clase de personas precisarían de alguna forma de registro o de libro de cuentas para consignar sus actividades. Pero en ese caso los folios suelen ser grandes y su propósito está claramente especificado.

Por otra parte, un códice herético tiene que ser por fuerza pequeño para poder esconderlo fácilmente. Además, si yo fuera un hereje y quisiera comprar pergamino para copiar un texto prohibido, buscaría una tienda en la que no me conociera nadie. Y me aseguraría de no volver a poner nunca más los pies en ella.

Después de todo, ¿quién sabe qué transacciones querrán investigar los inquisidores en su persecución de los libros prohibidos?

Movido por una repentina curiosidad, he subido al piso de arriba para inspeccionar mi propio registro. Lo llevo por la fuerza de la costumbre, aunque tiene escasa utilidad; en él constan todos los pedidos y las compras que se hacen en mi tienda, junto con los detalles referentes a las personas involucradas. A veces me dan un nombre. A veces lo reservan. Pero en la columna de la izquierda hago siempre una señal especial si no conozco al cliente. Y en tales casos procuro describir al desconocido de la. manera más completa posible. Es pura costumbre, supongo, aunque no deja de tener sentido cuando se trata de alguien que se esconde. He llegado a la conclusión de que incluso la buena memoria necesita apoyos.

Arriba, en el taller, Martin estaba ocupado raspando pergamino con el yeso. Parecía feliz sintiéndose dueño del taller por un tiempo; le he dicho que me avisara si venía alguien.

– ¿Quiénes eran esas señoras? -me ha preguntado.

Lo he mirado fijamente.

– ¿Has escuchado? -le he preguntado.

– No, maestro. -ha acompañado las palabras de un movimiento de la cabeza-. Las he visto entrar y, después, salir. Desde la ventana.

– Entonces habrás sacado tus propias conclusiones -he dicho; después lo he enviado abajo.

Le he dicho que barriera la tienda y ordenara los estantes. Y que mientras se ocupaba de esos quehaceres me dejase trabajar.

Tengo el registro en un lugar de fácil acceso, junto a mi cama. No veo la necesidad de guardarlo bajo llave en el baúl de la ropa blanca, como hago con este diario. Así pues, he recuperado enseguida el volumen sin encuadernar que, por tratarse de un conjunto de recortes y de muestras desperdigadas y cosidas, tiene todas las trazas de algo fragmentario.

He ojeado las páginas en busca de aquella señal especial. Y cada vez que la he encontrado, he comprobado el nombre. Después he leído la descripción. (Algunas eran muy detalladas, sobre todo cuando no figuraba el nombre ni la profesión.) Tras descartar a todos los sacerdotes, monjes y notarios, me he quedado con una lista de clientes extremadamente reducida. Todavía la he acortado más después de eliminar a varios comerciantes con los que me he familiarizado a raíz de su primera visita a mi tienda.

De pronto, he tenido la sensación de que me saltaba a la vista un nombre que figuraba en un folio amarillento. Hacía unos tres años que estaba allí escrito junto a la señal especial.

El nombre era Imbert Rubei.

Me parece que se me ha escapado un silbido al verlo. ¡Imbert Rubei! Seguro que se trataba del mismo hombre. La descripción cuadraba. Según mis palabras, era un hombre de edad que cojeaba ligeramente, tenía unas cejas espesas y grises y una mandíbula cuadrada. En mi anotación le adjudicaba la profesión de comerciante de seda. Había hecho un pedido de tres manos de pergamino perforado y me había facilitado una dirección del Bourg así como su nombre.

Debajo de esa entrada yo había garrapateado otra, escrita con tinta diferente, sirviéndome de una pluma ligeramente más fina.

La entrada decía:


Recuerdo este nombre. Constaba en una carta enviada al Papa por los cónsules del Bourg. Protestaban contra la excomunión de unos frailes espirituales de Narbona. Debió de ser justo después de mi llegada a Narbona, cuando yo vivía todavía en el Bourg, ya que la carta fue leída en la iglesia de Notre-Dame Lamourguier. A los cónsules les preocupaba que muchos burgueses que cumplían con sus devociones en el priorato franciscano ya no podrían seguir haciéndolo.

Imbert Rubei debe de haber sido cónsul en otro tiempo.


Estaba atónito y contrariado a la vez. ¿Cómo había podido olvidar un hecho tan importante? De pronto me ha sorprendido el recuerdo como una ráfaga: la alta bóveda de piedra de la iglesia, las palabras del sacerdote pronunciadas en tono monocorde, los nombres de los seis cónsules que, como hubo de parecerme entonces, corrían un gran riesgo. Había tomado nota mentalmente de sus nombres por esa misma razón y me he preguntado si tardaría mucho tiempo en ver a aquellos mismos hombres abjurando de su herejía en un sermo generalis. Ya entonces presentía la tormenta que se avecinaba y que muy pronto había de engullir a muchos espirituales franciscanos.

Y como yo era nuevo en Narbona, no estaba acostumbrado a la desvergonzada confianza de su gente.

De todos modos, el recuerdo de la visita de Imbert Rubei a la tienda no era tan nítido. Me había quedado con su cara, eso sí, por eso lo reconocí al momento cuando lo vi merodeando junto a la casa de Vincent Hulart. Sin embargo, no lo había situado en mi tienda por muchos esfuerzos que hice entonces para recordarlo. No podía recordar cómo iba vestido ni qué había dicho. Eso era algo que me sacaba de quicio.

Si no por otra cosa, esto demuestra por qué mi registro -y también este diario- me es tan necesario. Mi memoria es débil e imperfecta y debe apoyarse en ellos.

El nombre de Imbert Rubei aparece una sola vez en las hojas del registro. Así que hubo adquirido las tres manos de pergamino, se esfumó y ya no volvió a aparecer nunca más en mi tienda. ¿Habría comprado el pergamino para escribir en él un texto herético? Tal vez. Pero de ser así, ¿por qué se identificó? Habría podido hacer la compra de forma anónima o utilizar un nombre supuesto.

A lo mejor, el pergamino estaba destinado a una finalidad legítima. Después de todo, si uno comercia con la seda realiza muchas transacciones financieras y debe registrarlas en algún sitio. No hay forma de saber cuáles eran sus intenciones reales.

La unica cosa que sé ahora es dónde está su casa. Es una suerte, porque debe de ser un beguino. No hay más que considerar los hechos: en primer lugar, empleó la frase «Loado sea el nombre de Jesucristo» a manera de saludo; en segundo lugar, protestó por la excomunión de los espirituales franciscanos; en tercer lugar, comercia con sedas y lleva una basta túnica parda.

Por otra parte, es amigo de Berengar Blanchi. Pasaron juntos mucho tiempo el día del aniversario de la muerte de Pierre Olivi. Y Berengar Blanchi es primo de Vincent Hulart. Y Vincent Hulart era el único nombre que llevó Jacques Bonet antes de esfumarse.

Me parece que tendría que hacer una visita a la casa de Imbert Rubei; sin embargo, antes he de visitar a Berengaria Donas.

De momento, tengo la sensación de estar rodeado de beguinos por todas partes.

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