VI

Lunes, aniversario de la muerte de Pierre Olivi

Hoy, después de muchos preparativos, he montado guardia delante de la casa de Vincent Hulart desde el amanecer hasta que ha anochecido.

Le he dicho a Martin que tenía que visitar ciertos claustros fuera de las murallas de la ciudad: los de San Félix, San Esteban, San Martín, San Vicente. Le he advertido de que me llevaba muestras para enseñarlas a los canónigos de las iglesias por si decidían honrar mi taller con sus pedidos. De este modo, me he anticipado a cualquier pregunta sobre el tiempo que puedo estar ausente. Y he podido hacer pasar el fardo de ropa que llevo por un fardo de pergamino.

Finalmente, le he prometido estar de regreso antes de que cierren las puertas de la ciudad.

Hace muchos años que no me había disfrazado. Me preocupaba que mis pomadas, ungüentos, ceras y potingues se hubieran secado en las redomas de vidrio donde los tengo guardados o que mi vestuario alternativo se hubiera pulverizado debajo de la losa de la bodega donde lo tengo escondido. Pero no habría debido preocuparme. Esas prendas no se deterioran. Y aunque hubiera sido así, no habría importado, porque los harapos de los mendigos nunca tienen buen aspecto.

Me he llevado al Bourg mi vieja capa verde con capucha, mi túnica gris corta y mi cinto de cuerda. Todas esas prendas tienen tantas adherencias de restos de comida y corporales, están tan raídas y rotas y son tan apestosas que ofrecen tanta protección como la campana de un leproso; si alguien quiere conservar la buena salud, hará bien manteniéndose lejos. Para potenciar el efecto, he sacado los afeites de colores, algunos harapos sucios y algunos pergaminos partidos. Lo he arrollado todo en un trozo de manta sucia, que he sujetado con un cordón de cuero. También he cogido un odre de vino que he llenado de agua, un espejo de acero y el palo que uso para remover las tinas.

He llegado al puente Viejo cuando ya amanecía, justo en el momento en que abrían las puertas de la ciudad. He cruzado el río para entrar en el Bourg, donde he encontrado las calles casi desiertas. Pese a todo, debía tener mucho cuidado, ya que, en lo tocante a intimidad, hay que ir con pies de plomo en una ciudad como Narbona. Me habría disfrazado en una viña o en una zanja cualquiera fuera de las murallas de la ciudad si hubiera creído que podían dar de nuevo entrada en la misma a un mendigo enfermo. Pero he tenido que probar fortuna en el cementerio de San Pablo.

Por lo general, no es fácil encontrar gente deambulando en un cementerio cuando se levanta el día en una fría mañana de marzo. Perros, ratas y quizá uno o dos borrachines medio turulatos, sí. Pero hasta los mendigos suelen evitar los terrenos destinados a sepultura. Los prejuicios populares los tienen clasificados como lugares de mal augurio.

He confiado, pues, en que dispondría del sitio para mi uso particular. Sabía que los canónigos no me molestarían, había oído las campanas que tocaban a prima cuando he cruzado el puente. Las tapias del cementerio tampoco me detendrían, porque las había estado observando la última vez que había estado en la zona y sabía que estaban cubiertas de agujeros. La única preocupación que me quedaba era la posibilidad de encontrar amantes ilícitos. Como no abunda la intimidad y el apetito carnal constituye una fuerza tan atrofiadora, sabía que los amantes eran la amenaza más probable que se cernía sobre mi tranquilidad.

Pero he tenido suerte. No he sorprendido a parejas desnudas entre las tumbas en mi incursión. Tampoco he encontrado en ningún hoyo abierto a ningún borracho roncador. No me ha costado encontrar un lugar recogido, donde he procedido a cambiarme de ropa. He meado en el polvo y me lo he restregado por la piel y los cabellos. Me he aplicado diferentes ungüentos coloreados, estoy bien provisto de ellos.

El delicado procedimiento me ha llevado a remontarme a mi primera lección sobre el arte de los afeites capaces de conseguir el engaño. Estaba en Aragón, en el camino de Santiago, allí donde conocí a aquel mendigo, Abril, que me confesó que se ganaba el sustento fingiendo graves enfermedades y rompiendo los corazones de los peregrinos crédulos. El hombre había aprendido aquel arte de los moros. Ya me gustaría haber retenido la mitad de lo que me enseñó. Pese a todo, todavía recuerdo la manera de aparentar llagas abiertas llenas de pus que se limpian con agua al cabo del día, o la forma de conseguir que tiras de pergamino parezcan piel humana hecha jirones. También recuerdo cómo una tintura a base de palo brasil aplicada a la lengua y dientes puede dar la impresión de que la boca está inflamada y sangrante.

Como llevaba un espejo, he podido completar mi transformación sin grandes dificultades. He dado prioridad a las cicatrices sobre las úlceras, porque las úlceras a veces son contraproducentes. (Un leproso no sería bien acogido dentro de las murallas de Narbona.) Me he oscurecido las cejas con extracto de agallas y me he calzado los pies con harapos. El toque final ha sido un emplasto de yeso en torno a los ojos. Uno me lo he tapado por entero y he envuelto el otro fingiendo una llamativa erupción. Así me las he ingeniado para que me tomen por ciego.

Después, con mi vestimenta respetable hecha un fardo, he vuelto a echarme a la calle y me he puesto a caminar dando tumbos de vez en cuando para convencer a los pocos viandantes con que me he cruzado de que, en efecto, soy ciego. El mendigo Abril me dijo una vez que para que surta efecto la añagaza de fingirse ciego hay que levantar la barbilla y servirse de un bastón. Si lo hacía oscilar de un lado a otro, no sólo daba la impresión de que me abría camino a través de obstáculos, sino que además impedía que se me acercasen demasiado.

Es cosa sabida que a la mayoría de las personas se las reconoce simplemente por su forma de andar. De aquí que, al asumir otra identidad, tiene gran importancia cambiar la manera de caminar. La mejor forma de conseguirlo es ponerse una piedra en el zapato. Es otra de las cosas que me enseñó Abril.

Cuando he llegado por fin a la Rué de la Parerie Neuve, era más tarde de lo que habría querido. El sol ya estaba alto y en la calle había mucho ruido. Me he plantado frente a la casa de Vincent Hulart, que es estrecha y alta, con dos pisos sobre la tienda de la planta baja, situada algo retirada de la fachada. Dicho sea de paso, parece más un almacén que una tienda, ya que ni una sola vez a lo largo de todo el día se han abierto los grandes postigos que tal vez habrían dejado ver mostradores o estantes. Aunque entraba y salía gente por una puertecilla abierta en la más grande, no lo hacía con la frecuencia que yo habría deseado. Esa gente tampoco correspondía al tipo de las amas de casa y criadas que suelen frecuentar muchas tiendas del vecindario, como la panadería situada en la misma calle. Las personas que he visto entrar en casa de Vincent Hulart eran, por lo general, mozos que llevaban fardos o mercaderes bien vestidos que no llevaban nada.

Voy a describir ahora a todos los que he visto entrar en casa de Vincent Hulart.

Ha entrado un calvo de mediana edad vestido con ropas de tela azul de Champaña, que debe de ser notario. (Lo digo porque tenía las manos manchadas de tinta y era cargado de espaldas, pero no vestía como un escribiente.) Ha entrado con un libro de registro y ha vuelto a salir con él, más manchado de tinta que antes. Que había ido allí por negocios era más que evidente.

Ha entrado un hombre rechoncho, piernas desnudas, estructura musculosa, vestido con una túnica de estambre gris basto, cargado con un barril de madera. Lo acompañaba otro que debía de ser marinero recién desembarcado, a juzgar por su curiosa y tambaleante manera de andar; llevaba los cabellos grises insólitamente largos, pero su rostro estaba relativamente exento de arrugas. Esos dos hombres han venido a entregar un cargamento de no sé qué. Han salido sin el barril.

Ha entrado un hombre grueso acompañado de su criado. Era evidente la riqueza del primero: llevaba botas de cordobán, ropón bordado de seda de Eme y una capa que parecía de pelo de camello fabricado en Chalons, también forrada de seda. Llevaba perlas por botones y tenía el rostro rubicundo a causa de los muchos y buenos ágapes compuestos de ricas viandas y exquisitos vinos que debe de haber ingerido. Su criado, en cambio, estaba pálido y delgado. Ese criado, que se ha quedado en la puerta aguardando a su amo, me ha mirado en un primer momento de forma aviesa antes de dar rienda suelta a su desagrado con una serie de grotescas muecas. Daba por sentado, sin duda, que siendo ciego, no repararía en que él era tuerto y desdentado. Pero como no lo soy, he tenido que porfiar para reprimir mi expresión. (Una sonrisa me habría delatado.)

El hombre rico, al salir, ha sido atendido por Vincent Hulart. Lo sé porque el rico hablaba con voz estentórea y se ha dirigido al especiero por su nombre. Vincent Hulart es un hombre flaco, de tez clara y cabello rizado y tiene una expresión de gravedad que le hace parecer más viejo de lo que probablemente es. Iba vestido con colores solemnes -gris, negro y morado-, pero dudo de que sea un verdadero beguino, porque llevaba una hebilla de plata en el cinto.

Lo he atisbado apenas antes de que volviera a meterse dentro y entregara al rico señor una bolsita de cuero que contenía algo que él ha olfateado con aire entendido camino del mercado de Granos. (Nuez moscada, quizás. O azafrán.)

Otro de los que han visitado la casa ha sido un anciano cuyo rostro me era vagamente familiar. Desde el primer momento, no he parado de rastrillar mis pensamientos, pese a lo cual no consigo situar esas mejillas hundidas y esa mandíbula cuadrada. Tiene cejas grises y pobladas; cojea ligeramente, pero es de constitución fuerte. Pese a que lleva una sortija de oro en el dedo corazón de la mano izquierda, sus ropas son pardas, de ínfima calidad y pésimo corte y lleva una tira de cuero a manera de cinto. Cuando ha llegado a casa de Vincent Hulart, una sirvienta ha respondido a los golpes dados en la puerta.

He oído al hombre preguntar por Berengar Blanchi, a lo que ella ha respondido pidiéndole que le diera su nombre.

– Imbert Rubei -ha respondido él.

Me he quedado igualmente desorientado. (Por desgracia, el nombre de Imbert Rubei no me dice nada.) La muchacha se ha retirado, ha habido una corta espera y del interior de la casa ha salido un hombre que se parece un poco a Vincent Hulart, pero que es más alto y más moreno, el rostro vivaz y móvil, todo nariz y boca, y sus ojos son grandes y oscuros. Ha abierto, amplios, los largos brazos al ver al anciano visitante.

– ¡Loado sea el nombre de Jesucristo! -ha exclamado al tiempo que abrazaba a Imbert Rubei.

Este ha respondido de inmediato con idéntico saludo:

– ¡Loado sea el nombre de Jesucristo!

Creo que aquí conviene hacer una observación: me ha parecido que se trataba de una jaculatoria o de una fórmula.

– ¿Partirás hoy el pan con nosotros? -ha preguntado Imbert a Berengar Blanchi.

– Será un honor -ha respondido.

Después los dos se han ido juntos brazo con brazo. De buena gana los habría seguido, pero no me era posible, en todo caso en mi papel de mendigo ciego. Además, me había asignado una tarea. Estaba decidido a vigilar la casa desde el amanecer hasta la caída del sol con la esperanza de descubrir alguna actividad insólita que pudiera relacionarse con el aniversario de la muerte de Pierre Olivi.

Al final del día, ya había decidido que los pensamientos de Vincent Hulart no se centraban en los franciscanos muertos. Era un hombre muy ocupado: próspero, respetable y entregado a lo suyo. Su esposa estaba embarazada y llevaba una capa rematada de pieles. Ya le había dado tres hijos. El personal de la casa se componía de una nodriza, una sirvienta y un criado con cara de tonto. He visto varias veces cómo la sirvienta se escabullía por la puerta para ir a comprar pan y pescado y para ir a buscar agua. A la mujer no la he visto más que una vez, cuando una de las visitas ha salido. El niño más pequeño se ha asomado a la calle. Se ha escapado de la custodia de su nodriza y hasta le he visto abrir la ventana del primer piso, del que podía haber caído a la calle si alguien no hubiera tirado oportunamente de él hacia dentro. Estoy seguro de que el llanto penetrante que he oído a veces es suyo. No me ha sorprendido que, en una de sus incursiones al amplio mundo, se haya plantado ante mí con el pulgar en la boca y los ojos desencajados por la curiosidad.

Me ha preocupado que se le ocurriera tocarme alguna cicatriz. Afortunadamente, la nodriza se ha dado cuenta y lo ha apartado antes de que cometiera un disparate.

Durante el día se me han acercado personas en tres ocasiones. Incluso en una ciudad de las dimensiones de Narbona no puede pasar inadvertido un recién llegado, y más en un barrio lleno de burgueses respetables y miembros de los gremios. La Rué de la Parerie Neuve no pertenece a ese tipo de callejones donde pueden ignorarse los perros muertos, los montones de excrementos o los mendigos moribundos. Una vez ha sido una matrona enfurecida la que se me ha acercado con una escoba y me ha instado con inequívocas palabras a no estropear el buen aspecto de la calle. Me ha dicho que mi sitio estaba en el hospicio de San Pablo. Me he limitado a farfullar por toda respuesta el padrenuestro en sajón (que me enseñó un guardia mercenario de Tolosa) y la mujer se ha imaginado que yo no había entendido palabra de lo que me había dicho. Pero me ha empujado con la escoba, lo que ha hecho que otra mujer la reprendiera desde el otro lado de la calle.

– ¿Es tuya la calle para decidir quién puede estar en ella? -le ha soltado mi defensora.

En la discusión que se ha desencadenado, he caído en el olvido.

A eso de mediodía, ha pasado un hombre que se ha parado después, se ha vuelto y ha desandado sus pasos. Llevaba las ropas de un canónigo agustino.

– ¿Me oyes, ciego? ¿Necesitas que te guíe? -ha preguntado.

Sabía que en ese caso no me valdría el truco del sajón, porque era muy posible que tuviera algún conocimiento de dicha lengua. Así pues, me he limitado a levantar la mano y he sentido un gran alivio al ver que mi defensora, desde el otro lado de la calle -que estaba cosiendo en la puerta de su casa aprovechando la luz de la calle-, ha dicho:

– No os entiende, padre. Es extranjero.

– ¿Extranjero? -ha preguntado el canónigo.

– Si no fuera extranjero no mendigaría aquí -ha bromeado la mujer-. Sacaría más limosnas cerca de San Sebastián.

– Si sigue aquí cuando caiga la noche, llévalo a San Pablo -le ha aconsejado el canónigo.

– ¿Yo?

– Servirás a Dios si lo haces.

Finalmente, el canónigo ha hecho la señal de la cruz sobre mi cabeza y se ha marchado, presuroso, para ocuparse de sus cosas.

He decidido que desaparecería mucho antes de que nadie intentara socorrerme.

La tercera persona que me ha abordado ha sido Berengar Blanchi. Regresaba a la casa poco después de que yo fuera a dejarla y tenía un aspecto curioso. En sus ojos había un brillo húmedo, tenía las mejillas arreboladas y, a juzgar por su manera de andar en dirección a un montón de excrementos de caballo, parecía que tenía la cabeza en otro sitio. Pero me ha visto. Al llegar a la puerta de la casa de su primo, ha titubeado, ha girado en redondo y se ha dirigido hacia mí hurgando al mismo tiempo en su bolsa. Vista de cerca, su expresión todavía resultaba más curiosa: exultante en parte y profundamente turbada a la vez.

Me ha soltado una livre de plata en la mano y no se ha demorado en escuchar las bendiciones que he farfullado.

Berengar Blanchi me despierta sospechas. Sus ropajes largos y oscuros tienen un aire vagamente clerical. Lleva una barba enmarañada y el cabello muy corto. Tiene una mirada ávida y un descontrol de movimientos que revelan un natural místico que cuadraría mejor dentro de los muros de un monasterio que en la calle, transitando libre y sin trabas. Me gustaría saber adonde ha ido. De todas las personas que he visto entrar y salir de casa de Vincent Hulart, él es quien más se parece al beguino que conocí en la torre Capitolina.

Hasta ahora, en él se centran mis más fundadas sospechas.

El sol todavía no había tocado el horizonte cuando he abandonado por fin la Rué de la Parerie Neuve. No he vuelto al cementerio de San Pablo, sino que me he dirigido a la iglesia de San Nazario, pequeña y muy oscura. Una vez allí, me he introducido en un ángulo disimulado por una columna y me he lavado lo mejor que he podido con el agua del odre. Podría haberlo hecho en una fuente de la ciudad o en la orilla del Aude, pero aún me importa guardar mi intimidad. Además, se trata de una transformación que no puedo hacer en público sin llamar la atención.

También debía cambiarme de ropa, tarea un poco más complicada. Ya metido en la faena, me he visto interrumpido por un cura que, al pasar cerca de mi escondrijo, me ha dejado con un brazo en el aire, a medio camino de la manga colgante en la que quería introducirlo. Por fortuna, el cura era viejo y estaba medio ciego. He oído que tropezaba con un escalón y que murmuraba por lo bajo unas palabras muy poco reverentes.

No habría intentado llevar a cabo tan loca empresa si en aquel momento se hubiese estado celebrando una ceremonia. Pero ya que el coro estaba vacío, he confiado en que no me molestaría nadie.

Era imposible lavarme el pelo, así que he optado por escondérmelo debajo de la capucha y he decidido que me ocuparía de él cuando estuviese en casa. También me he desprendido del palo, ya que es fácil de sustituir. Y antes de salir de la iglesia, he dejado para los pobres las ganancias obtenidas como mendigo.

He sido uno de los últimos en entrar en la Cité antes de que cerraran las puertas de la ciudad.

Martin debe de haber estado esperándome en mi obrador. En cuanto he entrado en el taller, ha bajado la escalera de un salto, pese a que ya estaba anocheciendo y habría debido estar con sus padres. Encontrarme con él me ha contrariado. Temía que pudiera preguntarme por el estado de mis cabellos o extrañarse de que llevase tan pesada carga tras haberle dicho que pensaba dedicar el día a distribuir muestras. Aunque el taller estaba a oscuras, los postigos cerrados y no había ninguna vela encendida, habría preferido que mi llegada pasara inadvertida.

– ¿Qué haces aquí? -le he espetado mientras él daba un traspié.

No distinguía bien los rasgos de su cara debido a la poca luz, pero estoy seguro de que su expresión era de susto.

– Yo…, bueno…

– Hoy no tienes trabajo. Ya te he dicho que no tocases las pieles.

– Maestro, yo no…

– Entonces no tienes nada que hacer aquí. Anda, vete a casa.

Tenía ganas de volver a esconder todas las cosas secretas que llevaba en el hatillo. Estaba deseando acercarme al tonel de la bodega y levantar la losa de debajo. Pero Martin ha murmurado unas disculpas por lo bajo y, por su manera de tantear con las manos la pared como en busca de apoyo mientras iba alejándose de mí, he sentido que se me iba tranquilizando la conciencia.

– Oye, Martin -le he dicho en tono más suave-, esta parte de la casa es sólo mía. No debes moverte por ella como si también fuera tuya.

– No, maestro.

– No pasa nada, por descontado. Antes tú que otro. Pero no debes entrar aquí si yo te digo que te quedes fuera.

– Maestro -ha protestado, aunque en voz muy baja-, vos me habéis dicho que no tocara las pieles, no me habéis dicho que no entrara ahí dentro.

Cogido por sorpresa, he sondeado las sombras que se iban acumulando. ¿Se había vuelto insolente? No habría sabido decirlo. De todos modos, ni en su actitud ni en sus maneras había la más mínima falta de respeto. Sólo un ardiente deseo de evitar una reprimenda.

– Tienes mentalidad de leguleyo, amigo mío -le he dicho con sequedad-. Bueno, bueno, en eso me has cogido. Pero no des por sentada mi buena voluntad.

Me ha asegurado que eso haría. Aun así, tengo mis dudas.

Seguirá contando con mi buena voluntad, de eso estoy seguro; sabe que ésta no le va a fallar.

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