VIII

El martes anterior a Semana Santa

Por fin he atrapado un pez.

Ha sido difícil, lo confieso, sobre todo debido a la pesada carga que supone mi trabajo, que ha ido en gran aumento debido a la proximidad de la Pascua. No sé por qué. Los notarios parecen los más atareados, quizá porque la perspectiva de la Semana Santa hace que la gente quiera volver a hacer testamento. O quizá los mercaderes tratan de hacer nuevos contratos antes de que el Domingo de Ramos dé el alto a todo tipo de negocios. Cualquiera que sea el motivo, es evidente que me ha complicado la vida. Tengo que cumplimentar muchos pedidos nuevos y al mismo tiempo tejer una red y extenderla a través de la ciudad.

No obstante, no debería quejarme. Al fin y al cabo, no he hecho más que dos visitas al Bourg y una a la Cité. Esperaba localizar a mis beguinos en el Bourg, aunque sólo fuera porque allí es donde vive Berengar Blanchi. Ya podéis imaginar, pues, cuál sería mi sorpresa cuando he encontrado a mi mosca borriquera en la Cité.

El tejedor gordo. Lo he reconocido por la coronilla calva, pese a verlo desde atrás.

A buen seguro ha sido mi capa escarlata lo que le ha llamado la atención. Me la he puesto cada vez que he salido desde el sermo generalis, con la esperanza de que su vivo color -y la llamativa mancha negra de la espalda- refrescara la memoria de quien la viese. La memoria que habría querido refrescar especialmente era la de Berengar Blanchi, porque él era mi principal objetivo. Lo había delatado sobre todo su comportamiento durante la ejecución, al igual que su vestimenta y el fervor que brillaba en sus ojos. De aquí el tiempo que derroché en las inmediaciones de la casa de su primo, pese a haber eliminado ya a Vincent Hulart de mi lista de sospechosos. Vincent Hulart no es beguino, de eso estoy seguro. Ningún beguino habría dedicado su jornada a nada que no tuviera que ver con el aniversario de la muerte de Pierre Olivi.

En cuanto al tejedor gordo, debe de vivir en la Cité, no en el Bourg. Lo he visto meterse en el barrio de los carpinteros; él iba cargado con una lanzadera de madera y discutía un precio con uno de los mercaderes que comercian en madera. Como en el Bourg hay muchos carpinteros capaces de hacer o reparar una lanzadera, he pensado que debe de vivir mucho más cerca.

Esperando llamar su atención, me he parado a admirar un baúl de madera tallada. Así que he vuelto a ponerme en marcha, él me ha imitado y ha echado a andar a pocos pasos detrás de mí. ¡Pero hay que ver lo torpe que es! Cuando, en un punto concreto del camino, he vuelto sobre mis pasos, puesto que quería que supiera dónde vivo, me ha perdido después de doblar dos esquinas a la izquierda. He mirado a mi alrededor y había desaparecido. Así pues, he tenido que permanecer donde estaba, fingiendo que contaba monedas en la palma de la mano, hasta que ha vuelto a localizarme. Después he echado a andar de nuevo, aunque más lentamente. Tan lentamente que casi parecía que caminaba para atrás.

Por fin he llegado a casa.

De haberlo seguido yo a él, no me habría quedado de pie ante su casa después de verlo entrar en ella. Ni tampoco habría saludado a su vecino desde el otro lado de la calle y me habría informado después de cómo se llamaba él y de cuál era su profesión, cosas todas que ha hecho el tejedor gordo deseoso de conocer datos sobre mi identidad. Lo he atisbado desde un postigo entreabierto y he visto que señalaba con el dedo mi casa. Y no sólo esto, además he visto la descripción que hacía de mí a mi vecino. Hacía referencia a mi altura comparándola con la suya, le he visto juntar después las manos («delgado»), recorrer con ellas ambos lados de su cara («cabello largo y lacio») y trazar unos círculos aproximados en torno a sus ojos («¿ojos verdes?», «¿pestañas oscuras?» No sé).

Mi vecino ha asentido con el gesto. Su respuesta debe de haber satisfecho al tejedor: tal vez mi nombre o mi ocupación. Sea lo que fuere, el tejedor le ha dado las gracias y se ha marchado con aire complacido pero inquieto. Ahora no me queda más que esperar. Debo esperar a que el tejedor y sus amigos se me acerquen porque me consideran un hereje como ellos o un simpatizante.

A menos que desconfíen de mis motivaciones.

Pero no. No he dado motivo de alarma. No he hecho preguntas, no he perseguido a nadie. Me he ocupado de lo mío como buen ciudadano, y eso es algo que podría declarar quienquiera que me hubiera seguido.

No quiero decir con esto que me haya seguido nadie. De eso estoy plenamente convencido. Desde la primera vez que vi a Armand Sanche, no he descuidado un solo momento la vigilancia y dudo mucho que exista un solo beguino narbonés que supere en astucia a alguien que, como yo, se ha criado en las montañas entre cataros; entre las fortalezas construidas hace muchísimo tiempo por los señores cataros para defenderse de la Iglesia y de los invasores del norte.

Seguir a una persona por la calle populosa de una ciudad no tiene nada que ver con seguir a alguien a través de una montaña. Es más fácil y a la vez más difícil. Para el perseguidor es más fácil esconderse en medio de una multitud, al igual que es más fácil perder la presa entre la gente. En la montaña solitaria, el ojo entrenado divisa claramente a un hombre. Aunque éste trate de esconderse, deja huellas y rastros reveladores a modo de estela. Dejará volutas de humo y cenizas calientes; escupitajos y basura; huellas de pisadas y ramas rotas. Y lo más importante, dejará su nítido retrato en la memoria de quienes ven pocos desconocidos de un cabo a otro del año.

A veces, al seguir a un hombre a través de una montaña, es fácil olvidar que también dejas tu propio rastro.

Dios sabe que he aprendido bien esta lección. He aprendido a no olvidar el camino que dejo detrás de mí incluso cuando vigilo el camino que tengo delante. Cuando seguí a Guillaume Autier (fue después de que detuvieran a su hermano Pierre en Belpech), hice demasiadas preguntas y dejé demasiadas huellas. Me convertí en objeto de sospecha para los amigos cataros de Guillaume Autier. De no haber estado alerta, me habrían matado, como mataron a tantos en la misma época en Junac, en Montaillou o en Ax-les-Thermes por el simple hecho de que se les consideró informantes potenciales.

Ocurrió hace nueve años. ¡Nueve años! Tenía que dirigirme hacia San Mateo, en Tarragona, donde se habían refugiado muchos de los cataros más fieles. Sí, ahora que lo pienso, allí era adonde me dirigía. La cabaña de pastor donde encontré amparo estaba en el monte Vezian. Y los hombres que allí conocí me recibieron con gran cordialidad, ya que ocuparse de los rebaños debe de ser un trabajo muy solitario. Yo, en aquellos tiempos, además, hacía algo más que reparar zapatos. También vendía agujas e hilo y me informaba en las tierras bajas. La gente me acogía bien. Me lo ganaba a pulso.

Sin embargo, resultó que uno de los cinco pastores era amigo del hereje Raymond Issaura, de Larnat. La población de Larnat contaba con una larga historia de intolerancia en lo tocante a agentes inquisitoriales. He oído decir que, en los barrancos que hay en las inmediaciones del pueblo, permanece el cadáver de un hermano lego franciscano que hace veinte años se propuso detener a Guillaume Autier.

Pese a todo, me comporté como un idiota. Me dejé turbar por el vino, el fuego, la alegre compañía. Mientras comíamos, vi que el amigo de Raymond Issaura bendecía el pan a la manera hereje y le hice demasiadas preguntas. A buen seguro que, mientras yo roncaba (¡qué estúpido fui!), él se quedó en vela la noche entera cavilando y haciéndose preguntas sobre mí. A la mañana siguiente, él y su amigo se ofrecieron a acompañarme hasta Morella donde, dijeron, estaría Guillaume Autier. Creí lo que me dijeron. O lo creí hasta que vi que uno de ellos sacaba un hacha. Dijo que era leñador y que la usaba por su oficio.

Yo podía ser estúpido, pero no tanto. Tenía vistos a muchos leñadores. Y lo que todos tenían en común era unas anchas espaldas. El tipo aquel, en cambio, estaba más delgado que el cayado de un pastor.

Debo decir en mi favor que actué con rapidez. Alegando que necesitaba, vaciar la vejiga, me escabullí entre unos peñascos. No había tiempo que perder. Antes de que nadie se percatara de que yo me había dado cuenta de la situación, huí abandonando todas mis cosas. Además, como había dejado todo lo mío, disponía de más tiempo. No les cabía en la cabeza que hubiera escapado desprendiéndome de todas mis posesiones y esperaron tanto que me dieron la ventaja que me hacía falta.

Y buena falta que me hacía. Como eran buenos rastreadores, creí haberlos burlado al renunciar a mis pesquisas y dirigir mis pasos hacia Lérida. Pero ellos se dividieron, pues temían mi añagaza. Uno de ellos estuvo pisándome los talones hasta el valle de Vicdessos. Como yo no llevaba encima otra cosa que dinero, tuve que comprar o mendigar ayuda durante todo el camino. Esto significa que dejé rastro y que éste condujo a mi perseguidor hasta la cueva de La Vache. Y allí lo esperé.

Es lógico pensar que cuando te sigue un hombre a lo largo de una distancia tan grande, lo hace movido por muy buenas razones. Sabía cuáles podían ser las suyas: sabía su nombre y lo había visto bendecir el pan con una señal herética. Dadas las circunstancias, no me quedaba más opción. Vi que entraba en la cueva blandiendo el hacha. Si él me hubiera encontrado tumbado en la cueva junto al fuego (que todavía humeaba), me habría separado la cabeza del tronco de un hachazo.

Cuando lo vi aparecer, le golpeé con una piedra. Lo hice en defensa propia, como estoy dispuesto a declarar hasta el día de hoy. Mi maestro pensó lo mismo que yo. Dijo que no existían motivos para el remordimiento, que podía estar seguro de que Dios me había perdonado. Dijo que, puesto que soy bajo y débil, no había dejado a mi perseguidor, por ser alto, que se pusiera en paz con Dios, ya que era seguro que, de haber tenido esa oportunidad, no la habría desaprovechado. Y como persistían mis dudas, mi maestro me trajo un cura para que pudiera confesarme. Y el sacerdote me confirmó lo que ya me había dicho mi maestro.

Ahora sé que no fue un error. De no haber actuado como lo hice, habría muerto allá arriba, en las montañas, y los cuervos me habrían devorado. Estaba exhausto. No me quedaba un céntimo. De haber obedecido a mi impulso natural, me habría suicidado. Y el suicidio es un pecado mortal.

Hasta hoy no tengo nada que lamentar, a no ser las habilidades que se han perdido. Porque el hombre que me seguía poseía unos conocimientos y una experiencia sin parangón. Pese a huir de él, me enseñó muchas cosas. Una de ellas fue que cubrir la mierda con una piedra es mejor que enterrarla, porque la tierra removida es muy visible y, por contra, es imposible disimular el hedor a mierda a menos que haya carne podrida en las inmediaciones. Me enseñó a esparcir las cenizas: así se enfrían más rápidamente. Me enseñó a evitar los pastos a toda costa, pues cada vez que los atraviesas los señalas.

Y me enseñó que no había que hacer nunca, pero nunca, pregunta alguna.

Por eso, cuando hoy he visto que el tejedor gordo andaba haciendo preguntas, no he podido evitar unos movimientos con la cabeza. He subido al piso de arriba preguntándome qué sentido podía tener un comportamiento tan torpe como el suyo. O el tejedor gordo es sumamente estúpido o sumamente inteligente. ¿Estará tratando de influir en mí igual que he tratado yo de influir en él? Lo dudo. Un cátaro podría ser así de ingenioso, pero ¿también un beguino?

Cuando he entrado en mi cuarto de trabajo, he encontrado a Martin. Estaba de pie junto a la ventana mirando a la calle. Al oír mis pasos, se ha vuelto en redondo.

– Maestro -me ha dicho con la boca llena de pan y ajo-, os han seguido.

Me ha dejado un momento sin habla. Lo he mirado mientras me quitaba lentamente la capa escarlata e intentaba darle una respuesta.

– Lo he visto -ha dicho Martin, muy nervioso-. Caminaba detrás de vos y, cuando habéis entrado en casa, se ha parado. Después se ha dirigido a Ademar, el vecino de enfrente, y ha estado hablando con él. Y señalaba esta casa.

– ¿Ah, sí? -he dicho-. ¡Qué extraño!

– Quería saber quién erais. Preguntaba por vos. He visto que decía a Ademar cómo erais de alto.

– ¿Y se puede saber qué haces en la ventana? -he preguntado, recuperando la compostura-. ¿No te das cuenta del trabajo que tenemos?

– Maestro, estaba comiendo. Siempre me habéis dicho que no trabaje cuando coma porque podría manchar el pergamino.

– Es verdad. -he dejado la capa cuidadosamente sobre el baúl de la ropa-. ¿Sigue en la calle el hombre ese?

– No, se ha ido calle abajo.

– ¿Qué aspecto tenía?

Me interesaba verdaderamente lo que había llamado la atención de Martin. Quería saber si había sacado alguna conclusión.

– Era gordo -ha declarado el chico en tono taxativo. (Como él está como una caña, considera gordo a todo aquel que no cabe en una media.)-. Gordo, calvo y con la cara roja.

– ¿Algo más?

– Llevaba un jubón azul sobre una túnica parda.

– ¿Larga o corta?

– Hasta la rodilla.

– ¿Algo más?

– Pues… -La frente lisa de Martin se ha fruncido. Hacía esfuerzos para recordar-. Cinto marrón…

– ¿Llevaba capa? ¿Bolsa en el cinto? ¿Cuchillo? ¿Iba cargado con algo?

– Sí, algo de madera, una especie de peine muy grande, pero sin púas.

La descripción no era del todo satisfactoria. He vuelto a probar.

– ¿Qué hacía? -he inquirido.

– ¿A qué os referís?

– Sí, qué estaba haciendo. ¿Cuál era su actitud? ¿Cómo se movía? Hazme una demostración.

La imitación de Martin de un hombre gordo caminando como un pato me ha provocado una sonrisa. Pero cuando me ha correspondido con una mueca, me he negado a halagarlo con unas palabras de aprobación. Seguía sin sentirme satisfecho.

– ¿Y qué más? -lo he apremiado-. ¿Qué hacía con las manos? Muéstrame qué hacía con ellas. Dime qué hacía exactamente.

Martin ha titubeado. Con aire indeciso, ha hecho una indicación con un dedo. He esperado.

Ha indicado una altura haciendo referencia a la suya y rozando con la punta del dedo uno de sus pómulos. Después se ha recorrido con las manos ambos lados de la cara. Se ha trazado dos círculos en torno a los ojos.

Después ha movido el hombro, se ha echado para atrás y se ha frotado el codo derecho con la mano izquierda.

– Hazlo de nuevo -le he dicho.

Ha obedecido mientras me miraba fijamente. He leído la pregunta en su mirada oscura y atenta.

– Si no me equivoco, hijo mío, ese hombre es tejedor -he declarado, al tiempo que liberaba al chico de sus esfuerzos-. Si tienes ocasión de observar un rato a un tejedor, verás que suele hacer el movimiento que acabas de imitar. Es el gesto del que pasa mucho tiempo ante el telar. Cuando vayas a la iglesia, trata de descubrir a los tejedores.

La sorpresa ha dejado boquiabierto a Martin.

– Si vuelves a verlo, me lo dices -le he encomendado mientras me acercaba al bastidor donde Martin tenía sujeto el último pellejo-. Una cosa, ¿qué te tengo dicho sobre que no hay que poner la piel demasiado tirante? Sigue habiendo un exceso de tensión. No debes hacer tanta fuerza.

– Maestro, ¿se puede saber por qué os ha seguido ese tejedor hasta vuestra casa? ¿Y por qué se ha ido después sin hablar con vos?

– Quizá necesitaba a alguien que hiciera pergaminos. Quizá se ha fijado en que llevo las mangas sucias de yeso.

Pero Martin ha movido negativamente la cabeza.

– Maestro, esas cosas no las ve nadie -ha objetado-. Sólo vos.

– Y tú -he dicho.

Él se ha ruborizado con evidente expresión de complacencia. Aun así, ha continuado con lo mismo.

– Maestro, eso no tiene sentido.

– Quizá no lo tenga para ti ni para mí -he replicado-, pero tiene que existir una explicación razonable.

– ¿Cuál?

He decidido que, si bien es admirable en ciertos aspectos tanta persistencia, no debe ser alentada en lo que a mis asuntos particulares se refiere. Y por eso he fijado en mi aprendiz una mirada fría y decidida.

– El tejedor me seguía a mí -le he dicho-; así pues, dejando aparte cuáles sean sus intenciones, es un asunto que no es de tu incumbencia. ¿Está claro?

Martin se ha vuelto a ruborizar. En un primer momento, me ha parecido que se había ofendido, pero, cuando le he oído farfullar una disculpa, he comprendido que sólo estaba abochornado.

Cuesta muy poco abochornar a ese chico. Después de los golpes que ha recibido, debería tener una piel más curtida; sin embargo, la tiene más fina que el mejor de mis pergaminos; en ella aparecen claramente reflejados todos sus cambios de humor como si alguien los fuera escribiendo con la pluma mejor templada y con tinta negra y de la más cara.

Es preciso que aprenda el arte del disimulo. Es forzoso. ¿Qué será de él, si no?

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