XIX

Viernes Santo (continuación)

He tenido que parar. Es por pura debilidad. La mano me ha empezado a temblar y me he sentido incapaz de seguir escribiendo. He despuntado la pluma y he hecho un borrón en la página.

Que Dios me conceda fuerzas.

Hoy las he agotado todas, encerrado en aquella desastrada cocina. Es curioso ver cómo trabaja la mente en momentos de gran tensión, cuando todas las facultades de la persona están ya sobrecargadas de por sí y encima deben esforzarse en ofrecer una apariencia de tranquilidad. Jamás había tenido tan despierta la atención, y eso que normalmente se me escapan muy pocas cosas. He observado la mancha de vino en la manga de Guillelma y el lunar en la frente de Perrin. He observado las fibras que Na Berengaria llevaba adheridas al dobladillo del vestido. He confiado a mi memoria cosas tan extrañas como el brillo de sudor en la papada de Guillaume y un haz de venillas rojas en el globo ocular de Blaise. Como si pensase que debía prepararme para una posible amenaza que me llegaría desde la dirección más impensada, pero sin que pareciera al mismo tiempo que estaba en guardia.

No era una decisión consciente. Me guiaba el instinto, como me sucede a menudo. El instinto y la experiencia.

– Así pues, ¿es vuestro aprendiz? -ha preguntado Na Berengaria, en cuanto he silenciado a Martin-. ¿Dice la verdad?

– Sí.

– Me acuerdo de él -ha exclamado de pronto Guillelma-. Nos vigilaba desde la ventana del piso de arriba al salir de vuestra tienda, maestro Helié. Recuerdo que miré para arriba y lo vi.

– No lo dudo.

– Pero ¿por qué espiaba? -ha preguntado Blaise, quien ha proseguido para detallar las circunstancias de la aprehensión de Martin.

Parece que, cuando Blaise ha abierto la puerta principal para dejar entrar a Berengar Blanchi, ha descubierto a mi aprendiz atisbando junto a la casa. Martin, al ver al sastre, se ha escabullido por la callejuela desde la cual estaba espiando, lo que ha inducido a los dos beguinos a perseguir a aquella persona que observaba un comportamiento tan sospechoso. Lo han atrapado junto a la puerta que da entrada al patio de los Donas.

– Si de verdad es seguidor de los Pobres Hermanos, ¿por qué no se limita a juntarse con nosotros? -ha refunfuñado Blaise agarrando a Martin por el cuello de la ropa-. ¿Por qué se dedica a escuchar debajo de las ventanas?

– ¡Oh, maestro Helié! -ha dicho Na Berengaria, en tono preocupado-. A buen seguro que este chico no puede ser la razón que se oculta detrás de la citación que habéis recibido. ¿Creéis que puede ser un agente de Bernard Gui?

– ¡No! -ha sido mi respuesta inmediata, que ha sobresaltado a todos por lo estentórea-. No, no -he proseguido, ya en tono más tranquilo-. Es imposible.

– ¿Por qué? -ha preguntado Blaise, que no estaba dispuesto a echarse atrás-. ¿Qué otra razón puede inducirlo a seguiros en secreto?

Ya me disponía a ilustrarlo un poco sobre los chicos y sus juegos, cuando Martin ha respondido por mí desafiando con ello mi deseo de que mantuviera quieta la lengua.

– El maestro Helié es siempre muy precavido -ha soltado el pequeño imbécil-. Tiene miedo de decir que viene aquí, incluso a mí. He pensado que se enfadaría conmigo si descubría que lo espiaba.

Cuando ha vuelto su rostro hacia mí, he visto que me miraba con tal devoción que por un momento me ha dejado sin habla ni fuerzas para reprenderlo.

– Pero yo creo lo mismo que vos, maestro -ha continuado el chico-. Creo que…, que los pobres franciscanos son los verdaderos apóstoles de Cristo, que los herejes son los curas que los persiguen. Yo creo esto. Y yo no os traicionaré.

Entre tanto, mientras oía a mi aprendiz condenándose con sus propias palabras, he observado algunas características que hasta entonces me habían pasado inadvertidas: el leve polvillo de yeso que cubre sus ropas, ese vello que le está creciendo sobre el labio superior, los cercos oscuros debajo de los ojos. Martin de vez en cuando cecea al articular las letras «ts» y tiene un colmillo torcido. Con el tiempo será alto y fuerte. Lo veo por la notable anchura de sus hombros y el tamaño relativamente grande de sus manos y de sus pies.

Ahora, sin embargo, todavía es pequeño y delgado. Aún es vulnerable. No es más que un niño. ¿Qué voy a hacer?

– Así pues, ¿sabes quién es el bienaventurado Pierre Olivi? -le ha preguntado en tono afable Na Berengaria-. ¿Acaso tu maestro te ha hablado de su doctrina?

– No. Quiero decir sí, pero… -La mirada de Martin ha saltado del rostro de ella al mío y de nuevo al de ella-. Pero he leído sus libros. Perdonadme, maestro, los descubrí. En el escondrijo donde los guardáis. Los encontré y los leí.

– ¿Y por eso eres creyente? -ha dicho la matrona.

– Sí, yo creo, igual que cree mi maestro. -Otra mirada suplicante-. Mi maestro es un hombre bueno, piadoso, inteligente. Él tiene siempre razón. Sabe qué es la verdadera fe.

Me parece que éste ha sido el golpe más contundente. Al escuchar el panegírico de Martin, he comprendido que Hugues no había contaminado a su hijo con opiniones heréticas y que toda la culpa recaía en mí. Era yo quien había conducido a mi aprendiz al error. Primeramente había conseguido su fidelidad. Después le había inculcado el arte de la vigilancia. Finalmente, había despertado en él la curiosidad con mi conducta secreta.

De haber querido corromperlo desde el principio, no habría obrado con más eficiencia.

Casi se me ha escapado un lamento en voz alta ante la horrible ironía de la situación. Reprimir la emoción me ha dejado la garganta seca, incluso ahora me duelen los músculos del cuello. En aquel momento me ha sido imposible hablar, pese a que todos esperaban que dijese algo. Al final, después de una larga pausa, Na Berengaria ha dicho a Blaise:

– Deja que se vaya. ¿Cómo quieres que hable si lo atosigas de esa manera?

El sastre se ha apresurado a soltar a Martin (aunque de mala gana) y nuestra anfitriona ha acompañado al confuso muchacho hasta un banco. Allí ha procedido a interrogarlo de manera amable acerca de sus creencias religiosas.

Me habría apresurado a intervenir si Berengar Blanchi no me hubiera solicitado una explicación. Me ha agarrado por el brazo como si esperase que yo tuviera intención de echar a volar. Al verlo de cerca, me ha extrañado más que de costumbre su curioso comportamiento. Aunque tanto él como Blaise son altos y morenos, existe muy escaso parecido entre los dos. Mientras Blaise es un hombre fuerte y corpulento, Berengar, con sus greñas, sus movimientos nerviosos y desordenados, su mirada ausente, más bien parece un hombre que, en parte, está fuera del mundo. Por eso me ha sorprendido tanto que me dijera bruscamente:

– ¿Vos sois el fabricante de pergaminos?

– Sí -le he replicado, fingiendo que no lo conocía-. Y vos, ¿quién sois?

– Es Berengar Blanchi, un fiel creyente -me ha informado Blaise.

Detrás de él, he tenido un atisbo de mi aprendiz respondiendo, muy serio, al maternal interrogatorio de Na Berengaria. No podía ayudar a Martin.

No podía mientras me retuviera Berengar Blanchi.

– La señora ha hablado de una citación -ha dicho, acercando tanto su cara a la mía que he notado su húmedo aliento-. ¿De qué citación se trata? ¿Por qué ha hablado de Bernard Gui?

– Mostrádsela -ha dicho Blaise.

He sostenido a su altura la carta falsa para que pudiera echar un vistazo y he conseguido desasirme de él cuando ha desplazado la atención al pergamino. Ha cogido la carta y la ha leído.

Martin, entre tanto, había pasado a someterse también a las preguntas de Guillelma.

– El arzobispo es un hereje, igual que el inquisidor de Marsella -decía la chica en aquel momento-. Te das cuenta, ¿verdad?

– Yo…, yo no sé nada de inquisidores…

– Todos los inquisidores son herejes porque persiguen a la Iglesia evangélica.

– ¡Ah!

– Los que niegan la regla de san Francisco están en el error -ha explicado Na Berengaria en un tono mucho más afable, menos intimida torio que el de su joven amiga-. No se puede obligar a un hombre a que rompa el voto de absoluta pobreza que ha hecho. Ni siquiera el Papa puede obligar a ello.

– El Papa es el anticristo espiritual -ha intervenido Guillelma-. No lo olvides.

Al ver a Martin asentir con la cabeza, he considerado que era aconsejable actuar. He aparecido, pues, detrás de él y le he puesto una mano firme en el hombro.

– ¡Ven! -le he dicho-. Ahora tienes que irte. Nadie te ha invitado a esta casa.

Martin ha fijado en mí su mirada y ha abierto la boca dispuesto a replicar. Pero antes de que tuviera tiempo de hacerlo, nuestra anfitriona se le ha adelantado.

– Aunque no lo haya invitado nadie, maestro Helié -ha dicho-, es bien recibido. Todo aquel que da testimonio de la verdad de Dios es bien recibido en esta casa.

– Nadie es tan joven que no pueda salvarse -ha añadido Guillelma, lo que ha contribuido aún más a mi intenso desasosiego.

Entonces Blaise nos ha interrumpido.

– Estábamos hablando de esta carta -ha dicho levantando la voz desde el otro lado de la habitación-. ¿Qué significa? ¿Qué consejo podemos ofrecer? Hay que hacer algo, señora, vos lo sabéis.

Na Berengaria ha admitido que lo sabía, mientras Berengar Blanchi levantaba la vista de la convocatoria.

– ¡Bernard Gui! -ha exclamado golpeando el nombre falsificado con un dedo largo y huesudo-. ¿Por qué querrá Bernard Gui ver a este hombre? ¡Bernard Gui es el inquisidor de Tolosa! Aquí no tiene autoridad ninguna, ¿verdad?

Al parecer, nadie lo sabía. Habría podido decirles que un inquisidor papal tiene una jurisdicción casi ilimitada, pero por supuesto no lo he dicho. Quien ha hablado ha sido Guillelma.

– El maestro Helié viene de Carcasona -ha indicado, tal vez con autoridad excesiva (después de todo, es una muchacha y, encima, de humilde condición)-. Quizá Jean de Beaune ha pedido a Bernard Gui que lo ayude.

Ha habido varias miradas de censura dirigidas hacia ella mientras Martin se retorcía como un cachorrillo. Al mirarlo, he visto miedo en sus ojos. El emparejamiento de mi nombre con el de Bernard Gui lo ha inquietado.

Le he presionado el hombro con fuerza, como infundiéndole tranquilidad.

– Tal vez me haya visto alguien. -He hablado con estudiado apocamiento-. Alguien de Tolosa o de Carcasona que haya pasado por Narbona. En Carcasona sabían que yo era partidario de los franciscanos espirituales. Alguien, bajo coacción, ha podido dar mi nombre a Bernard Gui.

– Entonces tendréis que marcharos. -El tono de Na Berengaria era contundente-. No podéis seguir aquí. Debéis esconderos antes de que os detengan.

Por fin habíamos llegado al meollo de la cuestión. Aunque no era del todo inesperada, la decisión de Berengaria ha provocado una reacción mixta. Martin ha suspirado. Guillaume ha soltado un silbido entre dientes. Guillelma ha asentido con entusiasmo y, en cuanto a Perrin, ha dirigido una mirada a su alrededor con actitud confusa, pero confiada.

– ¿Os referís a que debo irme de Narbona? -he preguntado en tono prudente, consciente de que los músculos de Martin se tensaban bajo mis dedos.

Na Berengaria ha inclinado la cabeza en actitud de asentimiento.

– Pero no a través de las puertas de la ciudad -ha gruñido Blaise.

– No -le ha dado la razón nuestra anfitriona-, no a través de las puertas de la ciudad.

Y ha continuado explicando que era muy posible que las puertas estuvieran vigiladas. Ya había ocurrido en otras ocasiones. Cierta vez se había visto obligada a esconder a unos cuantos «amados hermanos» en su viña, que lindaba con la muralla de la ciudad. Al caer la noche, se habían encaramado a la muralla y, ya al otro lado, habían huido a campo traviesa.

– Pero ¿adonde iré? -Me correspondía reaccionar con desaliento, como habría respondido un ciudadano cualquiera, y he procurado hacerlo de la mejor manera que me han permitido mis habilidades-. ¿Qué será de mi casa, de mi negocio…?

En lugar de responder, nuestra anfitriona ha apelado a Berengar Blanchi.

– Seguro que Imbert os ayudará -ha dicho-. Ya lo ha hecho otras veces, ¿verdad?

Berengar debía de tener la cabeza en otra parte, porque he notado que tenía la mirada perdida en el aire y he oído que musitaba unas palabras por lo bajo. Blaise le ha dado un ligero codazo.

Pese a ello, aquel visionario estaba tan disperso que ha tardado un momento en darse cuenta de dónde estaba.

– ¿Sí? -ha dicho al tiempo que parpadeaba.

– Imbert le ayudará, ¿verdad? -ha reiterado Na Berengaria-. Sé que lo ha hecho otras veces. Consiguió un pasaje en aquella barcaza a La Franqui, ¿no os acordáis?

– ¡Ah, sí! -Esa ha sido su vaga respuesta.

En ese momento, he corrido la clase de riesgo que evito normalmente y he formulado una pregunta muy precisa.

– ¿Ayudasteis a que alguien escapara río abajo? ¿Escondido en una barcaza?

– Fue Imbert Rubei quien lo consiguió -ha dicho Berengaria-. Tiene muchos amigos entre los barqueros y los mercaderes.

– ¿Fue uno de los que treparon por la muralla? -le he preguntado.

Ella ha movido negativamente la cabeza.

– Aquéllos fueron a Béziers -ha dicho con un suspiro-, pero Béziers ha dejado de ser un lugar seguro para los que están bajo sospecha. Como también todo sitio próximo a Carcasona o a Tolosa. Por eso Imbert ayudó a Jacques Bonet a huir en la barcaza.

Me sería difícil describir los sentimientos que he experimentado en aquel momento. ¡Por fin! Seguramente una parte de la tensión que sentía se ha transmitido a Martin a través de mi mano porque ha levantado los ojos hacia mí y me ha mirado sobresaltado.

– ¿Y dónde se encuentra ahora vuestro amigo Jacques? -he preguntado y para explicar mi interés, he añadido-. ¿No podría ir yo al mismo sitio?

Ha parecido que Na Berengaria se veía incapaz de responder. Tras vacilar un momento, ha vuelto a apelar a Berengar Blanchi.

– Jamás me han dicho adonde fue -ha confesado-. Imbert se encargó de todo… Ninguno de los de la Cité participamos en nada. ¿Vos sabéis algo, maestro Berengar?

– No.

Berengar me ha devuelto bruscamente la carta falsa con tan inesperada energía que casi he pegado un salto debido al susto.

La he cogido con la máxima cortesía.

– Imbert prefiere que nosotros no sepamos nada -ha dicho en tono de salmodia, como quien predica un sermón-. Si no sabemos nada, no podemos revelar nada. -Me ha puesto la mano en el hombro y me ha escrutado con aquella mirada suya, brillante y turbadora-. Un amigo que comparte nuestra fe y que trabaja para el arzobispo descubrió que el inquisidor arzobispal iba a detener a Jacques Bonet… y nos avisó a tiempo -ha explicado-. Jacques pudo escapar de tapadillo. Gracias a los esfuerzos de Imbert Rubei, pudo salvarse de las garras de nuestros perseguidores.

Por supuesto, era una mentira. Y pese a encontrarme tan turbado, he pensado para mis adentros: «¿Quién miente aquí? ¿Berengar Blanchi? ¿Imbert Rubei? ¿O el padre Sejan Alegre?». He comprendido al momento que ese amigo que compartía la misma fé de Berengar debía de ser Sejan.

Lástima que no he podido dedicar al asunto toda la atención que merecía. Por lo menos de momento, puesto que tengo otros problemas que me absorben.

– Hablaré con Imbert -ha prometido Na Berengaria antes de que pudiera solicitarle más información-. Hablaré con él en cuanto pueda y os aconsejaré con respecto a lo que podéis hacer, maestro Helié.

– Yo os voy a decir lo que no debe hacer -ha intervenido Blaise, lo que ha provocado que todos se volvieran a mirarlo-: no puede volver aquí nunca más.

Se ha oído un murmullo de aprobación. Guillaume ha mirado, inquieto, hacia la puerta, Y Guillelma ha dicho con voz enérgica.

– Hoy no debería haber venido. ¿Y si lo han seguido?

– Lo han seguido -le ha recordado Blaise fijando una mirada seria en Martin.

Esto ha hecho que mi aprendiz volviera a ser objeto de escrutinio.

He puesto la mano que me quedaba libre en su otro hombro.

– Martin es un fiel amigo nuestro -he insistido.

Seguramente he dejado que asomara a mi expresión un matiz de dureza. Como no podía ser menos, todas las miradas han caído sobre mí. Y hasta Blaise se ha atrevido a desafiarme, ya que por algo soy apenas más alto que Guillelma y peso menos que Perrin.

– En ese caso, deberíamos hacer jurar al niño -ha dicho el sastre-. Con tal de que jure por el cuerpo de nuestro Señor Jesucristo que no nos desea ningún mal, quedaré satisfecho.

Aquella sugerencia me ha complacido. Sabía que Martin estaría encantado de cumplir con el requisito. Y he dado gracias a Dios de no tener que habérmelas con cataros, valdenses o seudoapóstoles, puesto que ninguna de estas herejías tolera los juramentos por desesperadas que sean las circunstancias.

Entre mis compañeros beguinos, en cambio, existía el acuerdo general de que bastaría un juramento como prueba de la buena voluntad de Martin. Así pues, Martin ha jurado con todo fervor, con la mano levantada, mientras yo porfiaba por concebir un nuevo plan.

Sin embargo, me costaba pensar. Tal vez era porque aún me estaba recuperando del susto que me había provocado la aparición de Martin. Bien sabe Dios que me sentía ávido de abandonar aquella casa tan ruidosa y encontrar un lugar tranquilo donde poder reflexionar sobre los últimos acontecimientos. Además, quería apartar a Martin lo más pronto posible de los beguinos. Pero no era tan fácil escapar. Tenía que quedarme para rezar todos juntos, entre otras cosas por el bien del alma de Martin y por mi propia seguridad. Después ha seguido una lectura y a continuación la veneración habitual de aquellas reliquias socarradas que obran en poder de Na Berengaria. La visión de mi aprendiz besando uno de aquellos objetos me ha provocado náuseas.

Por fortuna, no me ha parecido que turbase a nadie mi repentina palidez ni la humedad de mi frente. Tal vez sean síntomas que no sorprenden en un hombre sobre el cual pesa la inminente amenaza de la cárcel.

– No tengáis ningún miedo, maestro Helié -ha observado en tono amable Na Berengaria-. Hablaré con Imbert Rubei y decidiré qué actitud es preciso adoptar. No os detendrán. Ninguno de entre nosotros lo desea.

– Nuestra propia seguridad depende de vuestra libertad -ha observado Blaise.

Es, sin duda alguna, el más pragmático de cuantos forman el círculo de la matrona y lo ha demostrado con el comentario siguiente:

– Será mejor que no volváis por aquí. Es por si tienen vuestra casa bajo vigilancia.

– ¿Cómo vamos a comunicarnos, entonces? -Ha sido una pregunta natural, que ha precedido a un largo silencio durante el cual todos los que estaban a mi alrededor buscaban una respuesta.

Cuando Na Berengaria ha avanzado la posibilidad de que tal vez yo podría buscar refugio en casa de Imbert, donde podríamos conversar fácilmente sin temor a despertar la curiosidad de nadie, Berengar Blanchi se ha alterado de forma inmediata e inesperada.

– ¡No! -ha gritado-. ¡Allí no!

Nos ha dejado boquiabiertos a todos. Hasta Blaise ha parecido sorprendido. Pese a que Berengar es hombre de temperamento excitable, incluso en él la reacción ha parecido exagerada.

Na Berengaria ha sido la única que ha dado muestras de haber comprendido. Tras ruborizarse, se ha apresurado a retirar la proposición.

– No, por supuesto -ha corregido-. Allí no, por supuesto.

– ¿Por qué no? -he preguntado.

Nuestra anfitriona ha fruncido el ceño. Berengar Blanchi la ha mirado con ojos airados como amonestándola. Pero sigo preguntándome con respecto a qué la amonestaba. ¿Qué esconde la casa de Imbert que haya que protegerla frente a toda incursión?

– Si va al Bourg, tiene que cruzar las puertas de la ciudad -ha observado la irrefrenable Guillelma-. Y podrían detenerlo.

– Sí -Na Berengaria ha pescado al vuelo esta oportuna excusa-, el maestro Helié no debe acercarse a las puertas. El Bourg está vedado para él.

– Así pues, ¿cómo nos pondremos en contacto? -ha preguntado Guillaume.

Y a continuación ha seguido una discusión larga y un tanto displicente con respecto al método que me permitiría recibir instrucciones en un futuro. Blaise ha estado a favor de las misivas escritas escondidas en una cesta de fruta y llevadas a la puerta de mi casa por un «niño del vecindario» de impecable reputación. Na Berengaria ha objetado que dicho plan no permitiría el intercambio de noticias. Berengar Blanchi se ha opuesto taxativamente a poner por escrito cualquier detalle por mínimo que sea. (Debo decir que yo comparto su opinión.) Guillaume ha aventurado la idea de que quizá podríamos reunimos en alguna iglesia ajena a la parroquia donde no nos conociera nadie, pero esa posibilidad ha sido descartada al instante. Sus amigos han señalado que todas las iglesias de Narbona están actualmente atestadas de gente debido a las fiestas de Pascua.

– ¿Queréis que un cura lo oiga todo? -ha dicho Guillelma en tono de mofa antes de apuntar como lugar idóneo la viña de los Donas.

Pero Blaise ha rechazado la idea.

– Si Helié tiene que permanecer allí escondido hasta el momento de huir, entonces no hay nada que objetar -ha dicho el sastre-. Pero si hay muchas idas y venidas, alguien podría sospechar algo. No hay que involucrar a Na Berengaria.

La discusión ha continuado. Al principio, yo no he aportado nada. Martin me estaba tirando de la manga con una expresión tan perentoria que era imposible ignorarla. Hasta que lo he silenciado con un gesto, no he podido centrar la atención en el tema del debate.

La cosa estaba calentándose. Tras llegar a la conclusión de que no se conseguiría un acuerdo, he decidido poner fin a la discusión.

– Dejadlo en mis manos -he dicho.

Se ha hecho un gran silencio. Todas las miradas han buscado mi rostro.

– La reunión es un problema que me atañe a mí. La huida, a vosotros -he dicho-. Contentaos con que os busque mañana, de manera subrepticia. No se correrán riesgos con vuestra seguridad ni con la mía.

– Pero…

– Hacedme este favor, Na Berengaria. -De pronto me he sentido terriblemente agotado, exhausto hasta los huesos, incapaz de soportar un momento más la permanencia entre aquellas cuatro paredes-. Confiad en mi discreción. No es la primera vez que huyo de un inquisidor. Tengo alguna idea de lo que supone esa empresa.

No habría sido más persuasivo si en aquel momento hubiera desenvainado una espada. Tal vez el cansancio que dejaba traslucir mi voz haya tenido cierto efecto. Cualquiera que sea la causa, el hecho es que Na Berengaria ha cedido. Han cedido todos. Ni siquiera Blaise ha tenido ya nada que objetar sobre el asunto. He visto que Perrin cerraba los ojos y oraba, que Guillaume asentía lentamente con el gesto.

– ¡Oh, maestro Helié! -ha exclamado Berengaria en tono realmente compasivo-. No dejéis que flaquee vuestro ánimo. Acabaréis por encontrar un sitio donde descansar. Cuando llegue la séptima era de la Iglesia, el Espíritu Santo será derramado en abundancia sobre los verdaderos discípulos de Cristo y Dios protegerá a su elegido de todo mal y después de la muerte del anticristo ya no había maldad ni pecado y todas las cosas serán propiedad de todos y el amor gobernará por espacio de cien años en toda la humanidad. Cuando esto ocurra, vuestros sufrimientos se verán recompensados y vuestro largo exilio tocará a su fin.

– Que Dios nos conceda su socorro -he replicado.

En otras circunstancias, me habría consolado profundamente aquella muestra de compasión, pero como sabía lo que sabía, todavía me ha hecho sentir peor. Y me he preguntado por qué ha sacrificado Dios a esta mujer. ¿Tan expansivo es el orgullo que la embarga que llega a eclipsar la generosidad de su corazón?

Me he despedido con prisas, incapaz de defender más reivindicaciones. De regreso a nuestra casa, Martin se ha abstenido prudentemente de hablar; quizás observaba mi expresión y lo que veía en ella le bastaba para anticiparse a mis deseos. Hasta que hemos llegado a la puerta, no ha dicho nada. Por fin con voz comedida se ha disculpado:

– Lo siento mucho, maestro.

– Entra -le he replicado indicándole el umbral con el gesto.

Una ojeada final a la calle me ha convencido de que no nos habían seguido. Aun así, he tenido buen cuidado de cerrar la puerta antes de pasar a hacer preguntas.

– ¿Cómo me has encontrado? -Es lo primero que quería saber-. No me seguías… Te habría visto.

– Maestro, yo… -ha vacilado.

Con todas las ventanas cerradas, la tienda estaba tan oscura que apenas distinguía los rasgos de la cara de mi aprendiz. Pero me he dado cuenta de que trataba de superar un pánico creciente.

– Maestro, lo he adivinado -me ha revelado.

– ¿Que lo has adivinado?

– Mi padre os vio una vez cuando salíais de aquella tienda. El venía de la taberna. Lo comentó haciendo una broma… a costa de la señora, ya me entendéis… -Martin se ha ruborizado-. Pero yo no lo creí… porque mi padre es muy…

– Te he entendido.

– Es la tienda de un pañero, maestro. Y ayer, cuando parecía que teníais tanto miedo de salir, volvisteis con muchas hebras prendidas a la ropa. Hebras de muchos colores diferentes, de largos y gruesos distintos. Las llevabais por todas partes. -De pronto el tono de Martin me ha parecido investido de inequívoca autoridad-. He pensado que habíais vuelto a la tienda del pañero y que ese sitio debía de ser peligroso. Por eso he ido directamente a esa tienda así que habéis salido. Tenía… -ha titubeado y ha tragado saliva- miedo de que no volvieseis. -Ha terminado casi en un murmullo-: Temía que os detuviesen…

– ¿Eso era porque tú sabías mi secreto?

– Sí, maestro.

– ¿Por qué?

– Por el barril -ha explicado farfullando un poco debido a la confusión-. Una vez, al moverlo, derramasteis un poco de agua. Después descubrí las huellas antes de que se secaran. Entonces lo moví para ver por qué lo habíais movido.

Lo he mirado largo rato sin decir palabra. ¿Qué habría podido decirle? ¿Que el discípulo había aventajado al maestro? Aunque supongo que habría debido sentirme orgulloso, en realidad me he sentido descorazonado. Habría llorado.

Eso es lo que ocurre cuando se ignoran las lecciones del pasado. Eso es lo que ocurre cuando se observa la vida desde demasiado cerca.

No habría debido ponerlo a trabajar conmigo.

– Así pues, ¿revolviste mis libros?

– Sí, maestro. Lo siento. Siento haberos mentido.

– Vete -le he dicho-. Anda, ve con tu familia.

– Pero…

– Después hablaremos. Ahora tengo que pensar.

– ¡Maestro, dejad que os ayude! -Su voz se ha quebrado en un sollozo mientras me agarraba la manga-. ¡Por favor, os lo ruego…, no podéis marcharos! ¡No os vayáis solo! ¡No podéis dejarme!

– Sssss…

– Maestro, yo también estoy en peligro. ¡Soy beguino! ¡Dejadme ir con vos!

– ¿Quieres callarte de una vez? -Le he tapado la boca con la mano y le he hablado con tal dureza que se ha encogido al oírme-. ¿Me crees necio? ¡Válgame Dios, entiendo nuestra situación mucho mejor que tú! ¡Tú no tienes ni idea de lo que está pasando! Y ahora, déjame en paz de una vez. Déjame tiempo.

Tras hacer una pausa para recuperar el aliento, de pronto me he percatado de su angustia. Su postura tensa y su respiración entrecortada me han hecho lamentar mi explosión de genio. Lo he dejado un momento y le he hablado con más serenidad.

– Tengo que pensar, Martin. ¿Me has oído? Debo considerar las posibilidades que tenemos. Como no tome la decisión adecuada, estamos perdidos. ¿Me has entendido?

Ha asentido.

– Vete, pues. Te lo ruego. No me olvidaré de ti. Te lo juro.

Me sorprende que me haya obedecido. Lo único que él sabía era que yo me disponía a huir sin más pérdida de tiempo y que lo dejaría para que capeara el temporal. Pero por alguna razón, me tiene confianza. Pese a que no he hecho más que mentir, fingir y llevarlo por el camino del error, sigue confiando en mí.

¿Será éste el castigo de Dios para mis pecados?

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