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El jueves anterior a Semana Santa

Hoy he ido a la tienda del pañero situada cerca de la hostería de la Estrella y no he parado un momento de cavilar sobre la postilla de Pierre Olivi.

Anoche no la pude terminar porque la obra es larga y complicada. Con todo, leí lo suficiente para comprender por qué mi maestro la encuentra alarmante. Según la interpretación que hace Olivi de las Sagradas Escrituras, en la Iglesia ha habido siete eras, la sexta de ellas fundada por san Francisco. En opinión del autor, después de Cristo y de su Madre, san Francisco fue el más fiel observante de la vida evangélica. Su regla evangélica será crucificada al final de la sexta era igual que un día fuera crucificado Cristo. Entonces empezará la séptima era, con la muerte del anticristo y la resurrección del cuerpo de san Francisco. En ella ocurrirá también la fundación de una nueva Iglesia.

Si yo fuera dominico, la lectura de esas cosas me habría inquietado.

Cierta vez mi maestro me dio un consejo que no he olvidado nunca. Había descubierto un libro cátaro llamado La cena secreta y me pidió que lo leyera, ya que había sido traducido a la lengua vernácula. El libro estaba plagado de mentiras. Alegaba, entre otros errores, que Satanás había creado todas las cosas vivas, que había formado al hombre moldeándolo con barro a su imagen y semejanza y que después había aprisionado los espíritus de los ángeles en el interior de cada cuerpo de barro.

Antes de poner el libro en mis manos, Bernard Gui me dijo una gran verdad. Me dijo que muchas personas creen una mentira por el simple hecho de verla escrita, pues consideran sagrado todo lo que ven escrito. Me advirtió que de ese modo se extravía a menudo a los hombres ignorantes. Y que ellos sólo leen u oyen lo que está traducido a su lengua vernácula, que es muy poca cosa, y que como el latín es la única lengua que se entiende en todo el mundo, gran parte de la sabiduría que nos es accesible está en latín.

– Los herejes sacan sus propias conclusiones aunque su conocimiento sea incompleto y, por tanto, imperfecto -me dijo-. Si hubieran leído todo lo que he leído yo, si estuvieran familiarizados con las palabras de san Agustín, san Jerónimo, san Anselmo y de todos los grandes escritores que han defendido con su pluma tanto a Dios como a la Iglesia, no estarían tan dispuestos a aceptar como verdad todas las mentiras que leen por el simple hecho de que están escritas.

También yo he descubierto ahora que las mentiras parecen adquirir más cuerpo si están escritas. Incluso La cena secreta me impresionó, a pesar de las cosas absurdas que dice. De haber leído el libro sin las orientaciones que me dio un día mi maestro, tal vez me habría inducido a creerlas. Porque yo no soy hombre de cultura y no sé qué dijo san Agustín, san Jerónimo ni san Anselmo.

Con todo, he estado en contacto con algunos textos heréticos. Y cuantas más obras de ese género lees, menos inclinado te sientes a creer lo que dicen. Porque aunque todas tienen algo diferente que decir, ninguna de las cosas que dicen parece demostrada ni confirmada por lo que veo en el mundo que me rodea. Y por eso me pregunto: si esos herejes dicen verdad, ¿por qué no son manifiestas sus diversas verdades? Y si debo escoger entre las herejías, ¿por qué he de inclinarme por una y no por otra?

Mi maestro tiene razón cuando dice que el orgullo está en la raíz de todas las herejías. ¿Cómo un hombre que se sabe pequeño, débil e ignorante como yo va a levantarse contra la Iglesia, con toda su gloria terrenal y su antiquísima sabiduría? Es una pregunta que me hago a menudo. Los herejes no se la hacen, y por eso caen en el error.

En muchos casos, ese orgullo es su único defecto. Si algunos herejes son asesinos, embusteros e hipócritas, hombres sin conciencia, también los hay dignos de admiración en muchos aspectos. Llevan una vida modesta, hacen buenas obras y se niegan a sí mismos. Incluso el mismo Bernard Gui hubo de admitirlo: «La escuela del demonio, con su apariencia de bondad, parece en muchos aspectos una imitación simiesca de la escuela de Cristo», observó en una ocasión.

Ojalá no fuera así. Ojalá los beguinos, por ejemplo, fueran venales y violentos. Porque si fueran de ese modo, sería más fácil traicionarlos. Sería más fácil pensar: «Son una llaga en el corazón de la cristiandad y es preciso cauterizarla cuanto antes para evitar que infecte y corrompa el cuerpo de la Iglesia».

Pero me temo mucho que Berengaria Donas no es violenta ni venal. A mí más bien me llama la atención porque es ferviente, generosa, amable, excesivamente confiada; eso sí, un poco estridente y también un poquito candida. Pero lástima que también es hereje. Y como tal, es un peligro para todos nosotros.

Si hubiera alguna manera de hacerla entrar en razón antes de que conduzca hacia la catástrofe a sus amigos y a su familia…

El problema, tal como yo lo veo, es la excesiva confianza que tiene en sí misma. Cuando vas a su casa, comprendes sus razones. Vive en la Rué Droite, en un edificio de piedra grande y elegante cuya planta baja se abre a la calle. Allí he podido ver rollos y más rollos de los más finos tejidos: biffe de Provins, surge de Beaucaire, lienzos de Reims, brocados, sedas y damascos. El muchacho granujiento que examinaba tan valiosa colección de tejidos no podía tener más de veinte años, aunque iba vestido con la grave dignidad de un cónsul de mediana edad, con prendas largas y holgadas, amén de bien cortadas.

Me he preguntado si sería el hijo de Berengaria. Era lo más probable. Era alto y delgado y tenía un rostro alargado; sin embargo, cuando lo he saludado con las palabras «Loado sea el nombre de Jesucristo», ha hecho un movimiento brusco con la cabeza y la ha vuelto hacia la trastienda.

– Mi madrastra está en la cocina -ha dicho.

Sería imposible reproducir el tono exacto de su voz, que era a un tiempo impaciente, distante, sumiso, hostil, altanero y desilusionado. Debo confesar que me ha sorprendido. Como también la riqueza de su atavío y la decoración espléndida de la tienda. (He contado como mínimo tres pares de tijeras, pero quizás había más.) No se han regateado dispendios para demostrar que Pierre Donas, el pañero, posee una inmensa riqueza, tiene buen gusto y goza de prestigio.

Pero la ilusión termina en la puerta de la cocina. En la cocina de los Donas no se advierte muestra alguna de exceso o complacencia. Todo es simplicidad y ausencia de adornos. Incluso el mobiliario es escaso y tan humilde como el que puede verse en los valles de los Pirineos. Aparte del mobiliario y de una magra cantidad de alimento, en la cocina no había más que un par de pucheros de hierro, un afilado cuchillo, unas cuantas cucharas de madera, un hacha, una hoz y un reducido conjunto de sencillas vasijas de barro desprovistas de toda decoración.

El único adorno de la estancia era la propia Berengaria Donas, que se ha vuelto en redondo, cogida por sorpresa, cuando yo he irrumpido en la cocina. La entrada ha sido deliberadamente brusca porque no quería que me esperasen. Como el joven granujiento no ha anunciado mi llegada, no he visto inconveniente en abrir de golpe la puerta de la cocina (con la suficiente fuerza como para hacer temblar las paredes) y cerrarla y atrancarla después a fin de guardarme las espaldas. Como es natural, en primer término, he vigilado con atención al hijastro de Berengaria, que no ha intentado seguirme.

Había otras dos puertas para salir de la cocina. Una daba a un patio y estaba abierta; la segunda estaba cerrada. No había ningún fuego encendido. He contado a tres personas en la estancia: Berengaria Donas, el sastre de piel oscura y la muchacha de cuello largo. El hombre y la chica comían sentados a una mesa.

– ¿Qué…, qué…? -ha tartamudeado la matrona-. ¿Sois vos, Helié Seguier?

– Sí.

Llevándose una mano al pecho, Na Berengaria se ha dejado caer en un taburete.

– ¿Por qué tanta precipitación? -ha dicho-. Me habéis asustado.

– Os traigo el pergamino. -Tras cruzar la habitación, he abierto de par en par la puerta cerrada sin apartar los ojos del sastre, que era alto y fornido; debido a ello, su aspecto era amenazador-. Me dijisteis que os lo trajera.

– Llegáis con antelación -ha dicho el sastre; llevaba razón, pues yo había adelantado la visita para sorprender a los que me esperaban, no fuera a ser que me preparasen alguna trampa.

El cuarto contiguo era una especie de bodega atiborrada de barriles y sacos. Aparentemente, no había nadie escondido en sus sombríos rincones. He cerrado la puerta y me he dirigido a la siguiente, que también he cerrado y atrancado.

– ¿Tenéis miedo? -ha preguntado el sastre.

– Sí, de muchas cosas -be proseguido-. Este pergamino es valioso.

El sastre me ha mirado con severidad.

– ¿Nos tildáis de ladrones? -ha preguntado.

Berengaria ha reaccionado tocándole el brazo, como si lo refrenara.

– El maestro Helié tiene motivos para estar nervioso -ha contestado ella-. Al igual que todos. Ha presenciado qué les ocurre a los demasiado confiados. -Sus ojos se han llenado de lágrimas-. Ojalá nosotros nos mostrásemos tan firmes como él a la vista de tantos sufrimientos y persecuciones.

La chica pálida se ha persignado. El sastre se ha levantado bruscamente. Debo admitir que he retrocedido alarmado porque, como ya he dicho, el sastre es un hombre corpulento, de largos miembros y poderosa estructura. Pero no lo mueve la violencia. Por el contrario, me ha puesto las manos en los hombros.

– Os vi en el campo del martirio -ha anunciado-. Vimos que recogíais santas reliquias de nuestros hermanos y hermanas en Cristo.

– Os equivocáis -le he dicho al tiempo que me desasía de sus manos.

Pero el sastre no permite que lo desmientan.

– Os vi -ha insistido-. Yo estaba allí como testigo de los hechos.

– También nosotros guardamos reliquias -ha añadido Berengaria, que también se ha puesto de pie y me ha tendido la mano-. Venid. Os las mostraré.

He vacilado.

– No tenéis nada que temer de nosotros. -La mujer todavía tenía los ojos húmedos, pero su sonrisa era suplicante-. Os acogemos como hermano, maestro Helié. ¿Qué teméis?

– Vengo de Carcasona -ha sido mi respuesta cuidadosamente meditada-. Los dominios de Jean de Beaune.

– ¡Ese demonio! -ha escupido la joven pálida-. ¡Debería arder en el Infierno!

– Debemos rezar por el alma de Jean de Beaune a fin de que pueda ver la luz -ha dicho Berengaria-> pero no somos amigos suyos. Somos amigos vuestros, maestro Helié.

Después me ha presentado al sastre, que se llamaba Blaise Bouer, y a la muchacha: Guillelma Roger. Parece que el sastre es cliente de la familia Donas; por otro lado, según la matrona, el padre de Guillelma no se muestra comprensivo con las necesidades espirituales de su hija. Por eso la joven pasa la mayor parte del tiempo en casa de los Donas, donde ayuda en la cocina y en la limpieza y también a partir leña.

– Todos somos buenos cristianos y nos dedicamos a servir a los pobres -me ha informado Na Berengaria-. Los domingos nos reunimos aquí con otras buenas gentes para rezar y leer algunos textos sagrados y para recoger las limosnas que destinamos a aquellos que la Iglesia carnal condenaría, los pobres, débiles y fugitivos que sufren injusta persecución.

Como podéis suponer, me interesaba enterarme de todo aquello. Pese a todo, no he querido hacer preguntas y he permanecido expectante con los pergaminos envueltos y apretados contra el pecho.

– Seríais bienvenido entre nosotros en los tiempos que corren -ha continuado Berengaria-. Nos sentimos más que contentos de haberos conocido, Helié Seguier.

– Encontraréis fortaleza en nuestra fe -ha dicho Guillelma-. En esta casa reina la pobreza y todos creemos en la vida evangélica tal como la predicó el bienaventurado Pierre.

– Debéis traernos vuestras reliquias -me ha pedido Berengaria-, para que podamos venerarlas junto con las nuestras.

He ido mirando aquellos rostros inocentes uno por uno. A pesar de que Blaise tenía un aspecto algo desagradable, su mirada era clara y penetrante. Na Berengaria tenía una sonrisa serena que recordaba a la Virgen María. En cuanto a Guillelma, su actitud era de mal pronóstico para todos; su aspecto era el de una persona movida por una rabia incontenible contra los ricos y los poderosos.

– Os equivocáis -le he dicho tratando de eludir la respuesta.

Después, Berengaria me ha cogido de la mano y me ha llevado a la bodega. Debo confesar que me resistía a seguirla, ya que Blaise nos pisaba prácticamente los talones. Pero no podía alegar justificación alguna para negarme. Como ya me había mostrado muy desconfiado, temía que si persistía en resistirme, se extrañarían de mi reticencia.

He puesto, pues, toda mi confianza en el cuchillo que llevaba escondido en la bota. He bajado a la bodega, donde no me esperaba un mal trato. Por el contrario, el comportamiento de mis acompañantes ha sido respetuoso y reverente. Y he comprendido el motivo cuando he visto que Blaise abría uno de los toneles.

Escondida en él había una caja de madera casi tan grande como un baúl de los utilizados para guardar ropa. Pese a la poca luz, he visto que la madera estaba tallada con esmero. Tras levantar con todo cuidado la tapadera, Blaise ha puesto al descubierto un montoncito de seda blanca que abultaba bastante y olía a diablos. Na Berengaria se ha arrodillado. Con la desenvoltura propia de una mujer acostumbrada a manipular ricas telas, ha deshecho el fardo con movimiento grácil y presto para dejar a la vista una de las cosas más espeluznantes que yo había contemplado en la vida.

– Es la cabeza de Esclaramonde Serrallerii -ha dicho por lo bajo Berengaria-. Y aquí está el hombro y parte del pecho.

– Amén -ha dicho Guillelma.

– Y aquí tenéis el riñón de Jean Egleysa. Y aquí la espinilla del hermano Pierre de Frayssenet, santo mártir de Dios.

Los tres se han persignado solemnemente, imperturbables ante el inmundo hedor. Yo les he seguido la corriente. Se ha producido un devoto silencio y seguidamente Berengaria se ha inclinado y ha besado suavemente los dientes descubiertos y ennegrecidos de Esclaramonde Serrallerii.

Cuando ha levantado los ojos para mirarme, he sabido qué me correspondía hacer.

Sabe Dios que me ha tocado hacer cosas peores en la vida. Una vez me escondí en un montón de mierda. En otra ocasión, encontrándome hambriento en el mur de Tolosa, comí pan en el que antes se había meado el carcelero. Una vez, en la cueva de La Vache, maté a un hombre al que primero abatí de una pedrada y después rematé con su propia hacha.

Una vez abandoné a una muchacha que me amaba.

En la vida siempre hay cosas que es preciso hacer y sufrimientos que hay que arrostrar. Dios lo ha querido así. Por consiguiente, he doblado una rodilla y he dado un largo beso a la espinilla del hermano Pierre de Frayssenet, que parecía un trozo de carbón medio quemado.

Esta simple muestra de veneración ha servido para ganarme las simpatías y la confianza de Na Berengaria. Hasta el propio Blaise ha quedado convencido, o todo lo convencido que puede quedar. Después de superar una prueba tan extrema de devoción, me han abrazado uno tras otro. Después, mientras Blaise devolvía las reliquias a su escondrijo, Berengaria me ha sometido a un hábil interrogatorio. ¿Cuándo había llegado a Narbona y a qué había venido a esa ciudad? ¿Era tal vez para ilustrarme? ¿O quizás huía de una persecución?

He explicado que mi familia había sido activa defensora del franciscano Bernard Delicieux, quien por espacio de tanto tiempo había combatido a los inquisidores dominicos de Carcasona y que había muerto en la prisión a causa de ello hacía tan sólo un año. Como Jean de Beaune desconfiaba de todos aquellos que llevaban mi apellido, según les he dicho, me vi obligado a abandonar Carcasona hacía unos cinco años para buscar la paz en Narbona.

– Pero vivo presa de un miedo constante -he declarado con acento grave y sincero-. Tengo la sensación de que ahora Jean de Beaune está en todas partes. Que puedo levantar la cabeza y a lo mejor me la rebana. Por eso estoy siempre solo, ¿en quién voy a confiar?

– En nosotros -ha insistido Berengaria.

– No tengo más opción -he replicado-. Ahora vosotros me conocéis y yo os conozco a vosotros. Debemos confiar mutuamente.

– No temáis, Helié Seguier -ha dicho la matrona con una confianza que a mí me ha parecido del todo infundada-. Debéis tener presente que a nosotros no nos exigen juramentos delante de prelados e inquisidores en relación con nada, como no sea la fe y los artículos de fe. ¿Os dais cuenta? Si nos preguntan por nuestros hermanos y hermanas, no estamos obligados a hablar, ni siquiera bajo juramento, porque si lo hiciéramos no amaríamos a nuestro prójimo a la manera de Cristo. Además, si nos excomulgan por negarnos a decir la verdad delante de un tribunal, la excomunión es injusta y no nos obliga a nada, ya que los prelados e inquisidores son herejes.

Me ha sonreído como si quisiera tranquilizarme.

– No temáis, pues, ya que nosotros no os traicionaremos. Aunque detuvieran a alguno de nosotros, no hay riesgo alguno. Hemos acordado que no hablaríamos de ninguno de nosotros con nuestros enemigos.

– ¡Antes, morir! -ha gritado Guillelma, secundada por un gesto de asentimiento de Blaise.

Yo no sabía hacia dónde mirar. La ingenuidad de aquellos seres era digna de maravilla.

¿Creen realmente que los inquisidores sacan información simplemente a través de los juramentos solemnes?

– No nos abandonéis por miedo -ha dicho Berengaria, en tono casi de mando-. Vos sois la oveja extraviada en parajes abruptos. Debéis volver con el rebaño y allí encontraréis fuerza en vuestra fe y haréis el bien a los pobres. Venid el domingo. Venid a uniros a nuestras oraciones después de la misa.

– El domingo que viene es Domingo de Ramos -le he señalado.

– Razón de más para que vengáis. Mejor rendir culto a Cristo entre gente humilde y devota en casa de pobres que entre sacerdotes perversos rodeados de oro.

Ha habido un murmullo de aprobación. Me he visto obligado a asentir y, al hacerlo, Na Berengaria me ha recompensado con una sonrisa de aprobación. La sonrisa todavía se ha dilatado cuando he anunciado que cedía el pergamino sin coste alguno a la sagrada causa de difundir la sabiduría de Pierre Olivi.

– Gracias al dinero que me habéis ahorrado -ha dicho Berengaria mientras me acompañaba afuera de la cocina-, podré suministrar alimento a todo un hospital de leprosos un mes entero.

A continuación, me ha dado una palmada en la mejilla con maternal y diligente indulgencia antes de dejarme en la puerta.

Me parece algo dominante. Hace que me pregunte por su marido, a quien no he visto. ¿Es también hereje? ¿O es tan débil de carácter que no puede impedir que su mujer celebre cultos en su casa con sus amigos herejes?

Seguramente tendré la respuesta el domingo, pues he convenido que iría ese día a su casa con el dedo de la beguina y mis libros heréticos. Quizás entonces descubra más cosas sobre los «fugitivos de injusta persecución», a los que ha hecho referencia Berengaria Donas. ¿Podría ser Jacques Bonet uno de ellos? ¿Aparecerá el domingo por su casa?

¿O ha quedado reducido a un conjunto de huesos requemados escondidos en un barril vacío?

Al ver el contenido del barril, lo primero que se me ocurrió pensar fue que podía tratarse de los restos mortales del familiar desaparecido de Jean de Beaune. ¿Puede haber mejor manera de esconder un cadáver que disfrazándolo de otro cadáver? He pensado que también pudieron hacerlo picadillo y echarlo al fuego de la cocina; sin embargo, he descartado la posibilidad casi enseguida. Hay métodos mejores de deshacerse de los huesos que escondiéndolos en la bodega. Puedes dárselos a un perro. Puedes arrojarlos al Aude lastrándolos con un peso. Puedes enterrarlos debajo de un montón de mierda.

No, suponiendo que Jacques Bonet esté muerto realmente, el último sitio donde podría encontrarlo sería en casa de Berengaria. ¿Cómo iba a invitar a un desconocido a su casa si escondiese en ella el cadáver de una persona asesinada? La única esperanza que me queda es que Jacques haya dejado huellas, señales o algún indicio de su presencia; algo que persista, a pesar de que haga ya mucho tiempo que se haya ido.

Quiera Dios que, si está muerto, lo hayan matado aquellas personas en aquella casa. Así me sentiría más cómodo al tener que cumplir con mi tarea.

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