XVIII

Viernes Santo

Que Dios me ayude. ¿Qué haré?

Lo tenía planeado todo muy cuidadosamente. Pero ahora…, ahora estoy completamente desorientado. Las cosas han ocurrido demasiado aprisa. Mi corazón me ha traicionado. ¡Qué loco he sido!

Esta mañana lo veía todo claro. Había tomado algunas decisiones. Se me había ocurrido que la carta falsificada podía ser una prueba… de que Sejan Alegre podía estar conchabado con todos los demás beguinos y quería descubrir el alcance de mi fidelidad. Pero ¿y si está preocupado, pero sigue inseguro? He pensado que si el lunes voy secretamente a la cita, demostraré sin lugar a dudas que soy un agente de Bernard Gui.

He decidido, pues, que desenmascararé al padre Sejan. Por suerte, la carta está redactada de forma ambigua. Aunque podría tratarse de una orden que un amo da a su criado, también podría estar justificado interpretarla como una convocatoria oficial. Y me brinda el medio perfecto de demostrar mi inocencia.

He llegado a la conclusión de que la reacción más natural de un verdadero beguino que hubiera recibido esta carta con esta convocatoria sería miedo, desaliento y un ferviente deseo de escapar. En las actuales circunstancias, lo más probable es que consultase con sus amigos beguinos. ¿Y qué mejor ocasión para hacerlo que en la reunión del Viernes Santo? Mi plan era el siguiente: llevaría la carta a casa de Na Berengaria, se la mostraría -mostrando al mismo tiempo todos los signos de un profundo pánico- y aprovecharía la circunstancia como excusa para comparecer solo. «Mis amigos, los herreros -diría-, no creo que se sintiesen inclinados a reunirse con nosotros al enterarse de esta convocatoria.»

Por supuesto que yo era consciente de los riesgos que comportaba mi plan. Si Germain d'Alanh se encontraba detrás de esta comunicación fraudulenta, se quedaría con la duda de si yo seguía siendo un católico fiel. Si Na Berengaria no lo sabía, tal vez se asustase y huyese de Narbona. En caso de seguir el camino que me había trazado, sería como la suelta proverbial de la fiera en la plaza del mercado: imposible predecir el resultado, pero el desaguisado sería importante.

El hecho es que no me quedaba otra opción. Y me he dicho que, si llegaba un momento en que me sentía amenazado de la forma que fuera, me iría. Haría un hatillo con mis cosas secretas y desaparecería. Bien sabe Dios que no sería la primera vez. Y siempre he encontrado refugio temporal en Tolosa, amparado en la protección de mi maestro.

Me resistía, con todo, a llevarle tan sólo la mitad de la historia. Seguía queriendo averiguar qué había sido de Jacques Bonet. Esta es una de las razones que explican por qué no lo he recogido todo y me he ido esta misma mañana. Tengo la intención de ver si puedo sonsacar alguna información más a Berengaria Donas, ya que es evidente que ella está mejor relacionada con Berengar Blanchi y, por tanto, también, quizá, con Imbert Rubei de lo que yo suponía al principio.

Era una estrategia sensata, creo. Habría funcionado. Pero ahora, ojalá Dios me ayude, me siento totalmente perdido. Se ha ido todo al garete.

Después de la misa he ido a casa de los Donas. Me he llevado la carta falsa. Antes de salir, he visto a Martin que salía de la iglesia con su abuela y me ha complacido que haya escuchado mi consejo. Le he hecho pasar al taller porque espero, como siempre, protegerlo de la dudosa influencia de su padre. Le he dicho que podía quedarse en mis habitaciones mientras yo estaba fuera. Aunque no me parecía bien que en un día santo como hoy se ocupase en lo que son sus labores habituales, le he dejado trabajo. Tenía bajo mi custodia un códice antiguo y muy hermoso, una de cuyas páginas había sufrido un deterioro que no admitía reparación. El cabildo de Notre-Dame La Major me había pedido que buscase un pergamino viejo lo más parecido posible a fin de copiar la página e insertarla en el volumen, para después volver a encuadernarlo.

Así pues, he dado instrucciones a Martin para que rebuscara entre mis existencias por si encuentra algún pergamino adecuado para poderlo intercalar. Esto significaba, naturalmente, que dejaba en manos de mi aprendiz de trece años un objeto que con toda seguridad vale más que la casa y todo su contenido juntos. Pero no he obrado a la ligera. Le he querido dejar muy claro el valor del códice. Y le he recordado que, como lo estropee o lo dañe de la forma que sea, me veo en la calle.

Martin me ha prometido solemnemente que se abstendrá de tocar el libro a menos que sea absolutamente necesario. Me ha jurado que no se acercaría a él con velas, lámparas, bebidas o comidas. Ha dicho que, antes de inclinarse sobre sus páginas, se sonaría y mantendría la boca cerrada.

Y a continuación me ha preguntado adonde iba.

– A ver a unos amigos -he replicado, escrutándolo de cerca.

Ha vuelto la cabeza, pero he tenido tiempo de ver que torcía la boca. Y para sorpresa mía, ha murmurado algo por lo bajo.

– ¿Ocurre algo? -le he preguntado.

– Nada, maestro. -Has dicho algo.

Si hay una cosa que detesto profundamente en un aprendiz es la costumbre de murmurar críticas a media voz y a escondidas. Seguramente el tono de voz me ha descubierto, porque su aspereza lo ha inquietado. Se ha puesto tenso y me ha mirado con el aire de jactancia menos convincente que he presenciado en la vida.

– Si son amigos vuestros, ¿por qué tenéis tanto miedo de ir a verlos? -ha graznado, intentando adoptar sin éxito una actitud de descarada impertinencia.

En aquel momento le habría pegado una bofetada. Era verdad: yo tenía miedo. Aunque me había pasado buena parte de la noche sopesando los riesgos y calculando las posibles salidas, aunque sabía en el fondo que estaría a salvo en casa de Berengaria, mi corazón me traicionaba. Se me había disparado. Era indudable que estaba más pálido de lo habitual, pero, como siempre, escondía mis miedos detrás de un rostro impávido.

De pronto me he dado cuenta de que Martin sabía demasiado. Sí, demasiado para mi tranquilidad. Demasiado para mi protección personal.

¿Por qué no me había dado cuenta hasta entonces?

– Perdonadme, maestro -ha murmurado.

Al fijar la mirada en sus ojos, he descubierto lágrimas y he comprendido que mi silencio, mi mirada pétrea, debe de haberlo asustado.

– Os estoy tan…, tan agradecido… -ha tartamudeado.

– Sí. -Sabía que era verdad, que estaba de veras agradecido conmigo-. La gratitud no es excusa para la insolencia, amigo mío.

– Maestro…

– Ten cuidado con ese códice. Ya me dirás si ha venido alguien. No tardaré en volver.

No es preciso que añada que yo iba armado con navaja y aguja. Llevaba la carta falsa metida entre la ropa y tenía el dedo socarrado en la bolsa. Recuerdo que, mientras iba camino de la Rue Droite, he pensado que me entristecería dejar Narbona. Aunque nací en un pueblo, es más de mi gusto la vida de la ciudad y Narbona es una ciudad que me satisface. La gente de aquí es menos arrebatada que la de Tolosa. Aunque los narboneses saben muy bien qué quieren, también son prácticos; prefieren negociar que pelear y los franceses jamás los han atacado ni sitiado, porque se dieron cuenta enseguida de que la resistencia sólo les traería complicaciones.

También yo acabé aprendiendo la lección con los años y por eso me adhiero a su punto de vista. No es actitud sensata para el hombre de baja estatura el desafío declarado. Tiene que existir siempre cierto margen de cooperación si uno aspira a sobrevivir.

Blaise Bouer me ha abierto la puerta de la casa de los Donas. Al ver que miraba a derecha e izquierda de la puerta, he advertido claramente que esperaba también a los cuatro herreros.

– Loado sea el nombre de Jesucristo -he dicho, a lo que he añadido-: Ha surgido una complicación.

Es indudable que se ha sentido verdaderamente contrariado. Se le han juntado de golpe las cejas negras y espesas, ha levantado los labios y ha avanzado la mandíbula, pero se ha limitado a decir:

– Loado sea el nombre de Jesucristo.

Después me ha precedido a través de la penumbra de la tienda hasta la cocina.

Allí me he encontrado a la dueña de la casa, acompañada de Guillaume Ademar, Perrin y Guillelma. Los ojos de todos también han saltado de mi rostro al espacio vacío que había detrás de mí, espacio que esperaban ver ocupado. En sus actitudes flotaba la misma pregunta.

– Mis amigos no han venido-he explicado a modo de respuesta a la silenciosa interrogación-. He pensado que, después de todo, era mejor no invitarlos.

Na Berengaria ha parpadeado. Estaba sentada en un taburete y tenía la postilla de Olivi sobre el regazo. Me ha impresionado de nuevo su noble porte y su piel luminosa, de poro fino.

– ¿Y eso por qué? -ha preguntado-. ¿Ha ocurrido algo, maestro Helié?

– Sí.

Me he acercado a ella, consciente de la ominosa figura de Blaise Bouer, apostado detrás de mí, y de Guillaume, que remoloneaba a mi lado. Recuerdo que he pensado que, si se abalanzaban sobre mí de pronto, estaba bien situado para refugiarme debajo de la mesa y servirme de ella como escudo mientras sacaba el cuchillo de su escondrijo.

He sacado la misiva de la convocatoria y la he dejado con gesto suave sobre el libro de Berengaria.

– Ayer llegó esto a mi casa durante mi ausencia, -Con el índice de la mano derecha le he hecho notar el sello y, después, el nombre que figuraba al pie-. Aquí veréis quién lo envía.

Ha parecido como si Berengaria se quedase sin aliento. Se ha llevado la mano a la boca antes de hacerse la señal de la cruz sobre el pecho. Me he apartado mientras sus amigos se agolpaban a su alrededor y se hacían un sitio a empujones, deseosos de echar una ojeada a aquel documento que la mayoría ni siquiera sabía leer.

El único capaz de dar sentido al texto era Blaise. Ha soltado un silbido entre dientes y se le ha escapado un juramento que le ha valido muchas miradas de censura. Berengaria se ha limitado a levantar los ojos buscando los míos.

– ¡Bernard Gui! -ha exclamado, palabras a las que ha respondido un jadeo de todos los presentes.

Dondequiera que he vuelto la mirada no he visto otra cosa que muestras elocuentes de sorpresa y horror. Y he pensado que ignoran de qué se trata. Tienen que ignorarlo por fuerza. ¡No hay más que mirarles la cara!

– ¿Os convocan, pues? -ha preguntado Blaise, como quien no sabe de qué va la cosa.

Entre tanto, Guillelma me tiraba de la manga porque quería saber qué decía Bernard Gui en la carta. También Guillaume. El súbito aluvión de preguntas ha cubierto por un momento los golpes que alguien daba a la puerta; sólo cuando Blaise ha reclamado silencio se ha hecho audible un sonoro golpeteo en la puerta de entrada.

Se ha oído un grito de alarma… proferido por Perrin, creo. Tenía los ojos tan abiertos que parecía un pez, su rostro reflejaba confusión y se ha tapado la boca abierta con la mano.

Todas las cabezas se han vuelto.

– ¿Seguro que… -ha murmurado Berengaria, agarrándome el brazo- no os ha seguido nadie? ¿Desde vuestra casa?

– No. -De eso estaba seguro, ya que no de otra cosa-. Lo habría visto.

– Es Berengar Blanchi -ha dicho Blaise con voz segura-. Lo conozco por su forma de llamar.

¿Berengar Blanchi? He acogido en silencio la inesperada noticia, mientras a mi alrededor los beguinos manifestaban sus dudas y su consternación con. voz ahogada. Blaise ha salido de la cocina. Mi anfitriona se ha puesto de pie, presa de una evidente confusión. Tenía el libro en una mano y el documento falso que yo había traído en la otra.

– Tal vez deberíais esconderlos -ha aconsejado Guillelma.

Yo no quería perder de vista mi carta. -No -he dicho, arrancándola de la mano laxa de Berengaria-. Me la han enviado a mí. La puedo necesitar. Pero Guillelma ha movido negativamente la cabeza.

– No, si os vais de la ciudad -ha dicho; después se ha vuelto hacia Berengaria-. Tiene que marcharse. Tiene que dejar Narbona.

– Es Berengar Blanchi -ha anunciado Guillaume, que se había quedado junto a la puerta que daba a la tienda-. Sin embargo, no quiere entrar, ignoro por qué razón.

– Esperad. ¡Silencio! Dejadme pensar.

Na Berengaria ha fruncido el ceño y ha dejado el libro sobre la mesa. Ha permanecido un momento en actitud de profunda concentración, la frente ceñuda y la boca cerrada. Por mi parte, no creía haberme perdido nada importante. Había tomado nota mentalmente de la expresión desconcertada de Perrin y de cómo Guillelma se retorcía las delicadas manos. Y había observado la mirada extraviada de Guillaume mientras tragaba saliva repetidas veces. Ni en los ojos ni en los movimientos de ninguno de los presentes se detectaba rastro alguno de cálculo.

Guillelma me ha dicho:

– ¿Qué dice la carta? Leédmela.

Lo he hecho, aunque habría preferido no hacerlo. Con los ojos clavados en el texto, me sentía vulnerable al ataque, si bien durante la breve lectura no se ha movido nadie de su sitio. Y cuando he terminado, el silencio -la quietud- me ha hecho retener el aliento.

Berengaria ha emergido por fin del ensueño en que estaba perdida.

– ¿No será vuestro amigo, el herrero, el responsable de todo esto? -ha inquirido

Con esto he quedado convencido sin sombra de duda de que era inocente de cualquier duplicidad. Ni siquiera yo habría podido tener una reacción tan convincente ni exponer tan perfecta indecisión.

Ha supuesto para mí un inmenso alivio, naturalmente. Aunque también una gran tristeza.

– ¿Queréis decir que podría ser… un informante? -he preguntado.

Berengaria ha dado un respingo, así como sus tres compañeros. Quizá no estaban acostumbrados a dar nombre a sus temores de forma tan abrupta.

Ya empezaba a preguntarme qué le había ocurrido a Blaise.

– Vos, ¿qué pensáis? -ha dicho Berengaria dirigiéndose a mí-. ¿Lo entendéis?

– No -he dicho ciñéndome a la verdad-. No entiendo la razón de todo esto.

– ¿Os habrán reconocido? ¿Tal vez alguien de Carcasona?

– Tal vez.

– Tendríais que marcharos -ha reiterado Guillelma-. No esperéis a que os detengan. ¡Tiene que irse de Narbona!

– Ssss… -Berengaria se ha dado cuenta de la inquietud de su joven amiga, ha visto cómo se retorcía las manos y ha tratado de tranquilizarla sujetándola suavemente con la mano-. Son decisiones que no se pueden tomar de forma precipitada. Hay que sopesarlas con mucho tiento.

– ¡Ha pasado algo! -ha dicho Guillaume.

También a mí me lo había parecido, hacía demasiado rato que no veíamos a Blaise. Un grito ahogado, truncado bruscamente, ha venido a confirmar mis aprensiones. Inmediatamente se ha producido una gran agitación. Guillaume ha desaparecido en el interior de la tienda. Berengaria ha soltado a Guillelma y se ha ido tras él después de cruzar la puerta. A continuación he oído un fuerte ruido que me ha puesto tenso y me ha preparado para enfrentarme a lo que pudiera sobrevenir. Puedo decir con toda sinceridad que no tenía ni la menor idea de cuál iba a ser mi reacción. ¿Trataría de satisfacer su curiosidad un hombre amenazado de reclusión? ¿Iría detrás de sus amigos o se quedaría escondido dentro?

Mientras veía salir apresuradamente a las dos mujeres, he comprendido una cosa: si alguien hubiera dudado de mis intenciones no me habría dejado solo con aquel ser tan fuera del mundo que era Perrin, quien al parecer había llegado a la conclusión de que allí no todo ocurría como era debido.

– ¿Qué…, qué pasa? -ha dicho en un tartamudeo, mirándome a la espera de una explicación-. ¿Es Bernard Gui? ¿Ha venido?

– Creo que no. -Han sido las palabras tajantes con que le he replicado.

Estaba considerando la posibilidad de sacar el cuchillo que llevaba en la bota para sujetármelo en el cinto cuando he oído algo terrible.

Era la voz de Martin.

Mi cuerpo ha reconocido el estruendoso vocerío antes que mi cerebro. Recuerdo perfectamente que la sangre se me ha subido a la cabeza mientras yo seguía ocupado en analizar e identificar el sonido. He permanecido un momento queriendo convencerme de que seguramente me equivocaba. Un gruñido airado había reemplazado el estridente plañido; desde un lugar cercano se hacían audibles forcejeos y quejas, lo que ha empujado al joven Perrin a atravesar la habitación en dirección a la puerta trasera.

Mientras descorría el cerrojo, se ha oído la voz ahogada de Martin procedente del patio.

– ¡Me conoce! ¡El me conoce! ¡Yo también soy creyente!

En ese punto, las rodillas me han traicionado y me he tambaleado como si acabase de pegarme un batacazo. Por fortuna, nadie se ha dado cuenta. Perrin tenía los ojos clavados en la puerta trasera, que se ha abierto de pronto de par en par para dar paso a una maraña de cuerpos. En el umbral había tres personas: Blaise Bouer, Berengar Blanchi y, entre los dos, mi desgraciado aprendiz.

Blaise lo tenía agarrado por un brazo y se lo retorcía. Y Berengar hundía los dedos en sus alborotados y negros cabellos. Entre empujones y zarandeos, los dos hombres han conducido a Martin a la habitación. Este se dejaba hacer entre muecas de dolor. Tenía los párpados fruncidos, la cabeza vencida para atrás, las rodillas dobladas.

Se ha oído un portazo. No me ha pasado por alto, pese a que me he quedado helado y sin habla.

– ¿Qué haces aquí? -La pregunta perentoria de Na Berengaria precedía sus pasos.

Seguramente acababa de cerrar la puerta principal y venía de la tienda, porque ha aparecido de pronto a mi lado, agitando mucho las manos.

– Y ése, ¿quién es?

– ¡Un espía! -ha espetado Blaise.

O tal vez haya sido Berengar Blanchi quien ha hablado, de eso no estoy seguro. Ha desviado mi atención en aquel momento ver a Martin en el suelo tras haber sido empujado con fuerza. Yo no me he movido del sitio. Me he quedado inmóvil. Mudo.

– ¿Un espía? -Guillelma, situada detrás de mí, ha repetido las palabras como un eco. Y nuestra anfitriona ha dicho: -Pero si es un niño…

– Estaba vigilando la puerta. Vigilaba y se escondía -ha puntualizado Berengar con voz agitada.

Martin, entre tanto, había levantado la cabeza. Y yo me he encontrado mirándolo fijamente a los ojos, grandes y dilatados.

– ¡Maestro! -ha gritado-. No tengo mala intención… Sólo temía por vos…

– ¿Maestro? -ha dicho Guillaume, que acababa de reaparecer.

– ¡Yo no soy ningún espía! -ha continuado Martin-. Creo en lo mismo que creéis vosotros. ¡Lo juro!

– ¡Cállate ya! -le ha soltado Blaise, que ha cogido a

Martin por el cuello del jubón y lo ha puesto de pie de una rápida y potente sacudida.

– ¿Lo conocéis? -ha preguntado Blaise, agitando prácticamente en el aire a su cautivo ante mis narices como si fuera un pollo desplumado-. Decid, ¿sabéis quién es?

Ha sido un momento terrible. Uno de los peores de mi vida. Quería por encima de todo preservar el anonimato de Martin. Era básico que nadie descubriese su nombre porque, una vez identificado, podía ser (y sería) traicionado. Yo lo veía claro. Preveía el desastre que se desplegaba ante mis ojos: las detenciones, los interrogatorios, la denuncia desesperada de los que nos conocían de lejos. «Es un niño… Dice que es creyente…»

Los inquisidores tienen buena memoria.

– ¡Maestro! -Al pobre chico se le ha roto la voz.

Al verme a mí, mudo o paralizado, como se quiera, se ha vuelto a Na Berengaria con las manos unidas en una súplica.

– ¡Soy Martin Moresi! ¡Su aprendiz! Lo creo todo…, lo he leído. ¡A Pierre Jean Olivi! ¡El decía la verdad!

Sería difícil decir qué he sentido al oír esas palabras. Pese a todo, me he limitado a bajar la cabeza y a cerrar los ojos. No he protestado. No me he mesado los cabellos ni me he golpeado las sienes con los puños cerrados. Mi sensatez y mi experiencia no me han abandonado.

Tras una profunda aspiración, he hablado con toda la calma que me ha sido posible.

– Es mi aprendiz -he confirmado-. Seguramente, me ha seguido hasta aquí. -Después he fijado la mirada en Martin, la mirada más coercitiva y disuasoria que nunca he dirigido a nadie en la vida. Le he dicho en tono taxativo-. Y ahora, deja quieta la lengua, si no quieres que te la arranque.

Pero el aviso ha llegado demasiado tarde.

Загрузка...