XX

Sábado Santo (por la mañana temprano)

Cierta vez conocí a una chica que se llamaba Allemande. Era hija ilegítima de un pobre pastor y trabajaba de sirvienta en casa de un tal Raymond Boret. Se ocupaba de hacer pan y de lavar la ropa. A veces también de acarrear el producto de las cosechas hasta la casa. De no haber sido una muchacha tan simple, tal vez se habría resentido de su situación…, porque el trato que le daban era malo. Raymond Boret le pegaba a menudo y la hacía dormir en el granero. También era violento con su mujer y con su madre. El hombre era insensible, deslenguado y autoritario y se tuvo muy merecido el destino que le cayó en suerte.

Quiso el azar que yo fuera el agente de su caída. Aunque no era un creyente particularmente devoto, su casa era un santuario seguro para los varios cataros que estaban entroncados con él a través de lazos de sangre y matrimonio. Lo sé porque me alojé en ella. Hace seis años, cuando yo aún era zapatero remendón, Raymond Boret me aceptó en su casa y me dio una cama. Le pagaba por ella, naturalmente; no era un hombre generoso. También me ocupaba de partir leña y de hacerle algún servicio ocasional. Pero por encima de todo, me gané el sustento prestando oído a sus historias. Le gustaba tener la casa llena, porque así tenía siempre público a su disposición, pero cuando no tenía a otros huéspedes en casa y las mujeres estaban ocupadas en sus quehaceres, el hombre buscaba mi oído, siempre bien dispuesto. Gracias a esto me entere de todo lo que quería saber sobre los habitantes de su pueblo y de otras muchas cosas sobre familias emparentadas que vivían en lo alto de las montañas.

A los siete meses ya había reunido información suficiente para tener a mi maestro ocupado el doble de tiempo. No sentía remordimiento alguno por facilitar información sobre Raymond, quien estando borracho me confesó que había violado a una sobrina suya y que había estafado a un amigo de quien había vendido la mitad de un rebaño de corderos de su propiedad sin satisfacerle la suma que le habían pagado por ellos.

Estaba convencido de que el mundo habría sido un lugar mejor sin Raymond Boret.

Sin embargo, en esos casos hay siempre más gente involucrada. Debido a la influencia invasora de Raymond, toda su casa estaba contaminada de ideas cataras. Su mujer no estaba en condiciones de decir esta boca es mía cuando se veía obligada a dar alojamiento y comida a los perfecti. Su hija había sido expulsada de casa por su propio marido a causa de sus doctrinas heréticas. Su madre era la catara más devota de la familia.

En cuanto a Allemande, había dejado que la convirtieran. Los perfecti le habían inculcado la doctrina con sus ayunos y sermones. Pero al mismo tiempo, la muchacha no había renunciado totalmente a los santos ni a la santa Virgen. Así pues, en este sentido, tenía más bien una gran confusión mental.

De hecho, era una joven ignorante, dócil y de carácter afable, que me veía como una persona agraciada y en posesión de unos conocimientos ilimitados y una predisposición a la santidad, aunque era tan sólo porque yo sabía leer textos sencillos y, cuando estábamos solos, no puse nunca especial empeño en forzarla. (Me temo que los zapateros remendones tienen fama de rijosos.) Sé que me admiraba profundamente, porque me seguía a todas partes como un perrito y perfumaba siempre mis ropas con hierbas o me obsequiaba con pasteles. Acabé por sucumbir a la tentación, ya que ella se prestó de muy buena gana y, además, era hermosa como una cordera. Pero mi flaqueza me dejó en mal lugar. Como es natural, yo no le deseaba ningún mal porque, si bien era una hereje, sólo pequé por excesiva obediencia y porque su simplicidad era muy grande. Si había caído en el error, no era por orgullo.

Debo confesar que quise avisarla. Pese a correr un gran riesgo al obrar de ese modo, un día me la llevé aparte y le aconsejé que se fuera. Le dije que la casa de Raymond Boret estaba sentenciada y que debía buscarse trabajo en otro sitio lo más pronto posible. Le dije que yo tampoco me quedaría. Y hasta le di dinero y una de mis capas de invierno. Pero todo eso no supuso nada para ella, porque lo que quería era irse conmigo.

Si la abandoné, fue por mi propia seguridad. Que le hubiera hecho una advertencia velada no me habría ganado la condena de mi maestro, pero una ayuda activa era harina de otro costal. Así pues, la abandoné a su suerte, aunque sabiendo en el fondo que mi intención de protegerla no era del todo sincera. De haber querido protegerla realmente, jamás habría pasado información sobre Raymond Boret, puesto que era inevitable que lo detuviesen y que tratase de ganarse el favor dando algunos nombres. A menos, claro, que huyera. Tal vez yo esperase en parte que ella pasara a los demás mi consejo, así el clan Boret podría huir a las montañas antes de que yo tuviera oportunidad de hacer mi informe. Tal vez yo tenía excesiva confianza en el refugio que brindaban los Pirineos en aquel entonces; después de todo, de Tolosa a Cataluña hay un largo trecho y hacía seis años que el obispo de Pamiers no era muy celoso en la persecución de los herejes. No como el obispo actual, que incluso supera a mi maestro en su ferviente labor de arrancar de raíz el error del rebaño.

Hablando con sinceridad, sigo inseguro en cuanto al razonamiento que se esconde detrás de mi decisión. Osaría decir que aquí la razón tiene muy poco que ver con el asunto. Actué sin comprender del todo mis motivos y me vi después afectado por una especie de embotamiento cuando fui al encuentro de Bernard Gui y lo puse al corriente de la mayoría de los hechos (no de todos). El sabía que algo malo había ocurrido. Ningún hombre tan dotado como él en el arte de desvelar secretos podía haber ignorado que yo había sufrido un misterioso golpe cuyos efectos no entendía ni yo mismo, ni siquiera entonces. Le dije que había terminado. Que me había convertido en demasiado sospechoso para poder ser de alguna utilidad. Y ésta era la verdad, aunque no toda.

El hecho es que necesitaba un tiempo para recuperarme.

Tras someter mi decisión a una detenida reflexión, opté por Narbona como refugio. Narbona está lejos de Tolosa, aunque no tanto que requiera el uso de una lengua diferente. Sabía que, en Narbona, habría sido deplorable toparme con alguien con quien yo hubiera podido estar asociado en época pasada. Mi mayor temor (y paradójicamente, mi mayor deseo) era descubrir accidentalmente qué había sido de Allemande. Todas mis esperanzas se centraban en que hubiera encontrado un puerto de acogida en Cataluña. En momentos de debilidad, me la imaginaba allí aposentada. Pero la ansiedad de conocer su paradero no me impedía afrontar la posibilidad mucho más probable de que hubiera sido detenida y sufriera prisión en el mur de Tolosa. Me era insoportable tan perturbadora idea. Por eso procuraba borrarla de mis pensamientos y, así que afloraba, la reprimía con fuerza. Gracias a eso he podido vivir día tras día, en silencio, igual que vive el soldado mientras se va recuperando de sus heridas.

Y de pronto reapareció Bernard Gui. De no haber sido por Bernard Gui, tal vez no me habría vuelto a enfrentar a las opciones que ahora se me abren. Pero su reaparición ha abierto viejas heridas y me ha deslumbrado con su luz cegadora. Es como si en estos seis años no hubiera avanzado un solo paso. Aquí estoy, en el mismo sitio del que partí. Desgarrado entre el corazón y la cabeza.

Hay dos posibilidades, pero ninguna de ellas me atrae. Ayer las estuve sopesando largamente. Sé que la prudencia aconseja al hombre que emprenda el camino que mayor protección le ofrezca. Esto presupondría la presentación inmediata de un informe completo a Germain d'Alanh, Jean de Beaune o Bernard Gui. No al sacerdote de mi parroquia ni al priorato dominico, según me aconsejó Bernard Gui, ya que estoy convencido de que en ese priorato hay algún amigo de los beguinos. Y en cuanto a los sacerdotes de la parroquia, es sabido que tampoco son de fiar.

Aquel que en otro tiempo fue Helié ya se habría marchado. Se habría escabullido esta misma mañana camino del priorato dominico de Carcasona. Pero yo abandoné en las montañas a aquel que en otro tiempo fue Helié, hace de eso muchos años. Lo abandoné cuando abandoné a Allemande.

En otro tiempo sólo habría tenido una forma posible de actuar. No se me habría ocurrido ninguna otra alternativa. Ayer, sin embargo, advertí que tengo una opción. Podría hacer un informe o bien retener la información.

Recuerdo que contemplé los muebles familiares de mi habitación de trabajo y me fui percatando lentamente de que, independientemente de lo que pudiese decidir, no tardaría en perder todos aquellos objetos. Es evidente que iba a perder Narbona. Si presentaba el informe a Jean de Beaune y a consecuencia del mismo detenían a los beguinos, no sería aconsejable que volviese a dejarme ver por la ciudad. Es evidente que podía vivir sin que me molestase nadie, tal vez no aflorase la verdad y, aun así, tal vez no sería accesible a la mayoría de los narboneses; sin embargo, no se puede vivir a gusto si uno es un agente desenmascarado de los inquisidores. Subsiste siempre el temor de que alguien, en alguna parte, busque venganza por todo lo perdido.

Si, por otra parte, no presentaba ningún informe, ¿qué ocurriría? El castigo era inevitable. Los inquisidores me buscarían. No al principio, quizá, no durante un tiempo. Quizás esperarían a Pentecostés o más tarde. Pero al final Bernard Gui comenzaría a inquietarse. Pediría explicaciones. ¿Y qué explicaciones daría a mi maestro para contentarlo?

Supongamos que fuera a verlo ahora. Supongamos que le dijera: «Tenía miedo de venir a veros porque, accidentalmente, he llevado a mi aprendiz por el mal camino. Ha asimilado un grave error y ha dado testimonio del hecho delante de muchos testigos. Pero creo que, con mi ayuda, renunciará a su herejía y abrazará la fe una vez más». ¿Acaso Bernard Gui me concedería la custodia del alma de Martin y me diría: «Te confío la salvación eterna de ese niño»?

Quizá, pero lo dudo mucho. Después de todo, yo también fui hereje. Y cuando me esfumé de la vista de mi maestro, éste se quedó desconcertado. Se disgustó. La fe que tenía puesta en mí -si la tenía- quedó socavada.

Y además, yo no soy sacerdote. ¿Tengo algún derecho a reclamar la autoridad pastoral? No hay monje en la Tierra que considerase justificado abandonar a mi cuidado una oveja extraviada, y menos un monje que hubiera pasado quince años como inquisidor de la depravación herética. Si Bernard Gui puede simpatizar con mi situación, tampoco va a permitir que su simpatía se interfiera con la misión que Dios le ha encomendado. Casi me parece oírlo indicando que, aunque poseo gran discernimiento, no tengo la capacidad necesaria para penetrar en las profundidades de un corazón humano.

Pese a todos mis esfuerzos, yo no podía escudar a Martin. Ésta es la verdad con la que me debatí ayer por la tarde. Como intentara alguna forma de trueque, como ofreciera información a cambio de la libertad del muchacho, no hay duda dé queme vería en la cárcel, ¿Por qué pagar por algo que, después de todo, se puede conseguir a cambio de nada?

Me quedó claro que Martin sería convocado si yo traicionaba a los beguinos y que sólo si desaparecía podía evitar su detención. Sólo si me convertía en fugitivo. Estuve dando vueltas y más vueltas a aquella posibilidad, la estudié desde todos los ángulos. Existían varias consideraciones, ninguna de ellas de peso. Podían venderse mis bienes mucho antes de que nadie pensara en confiscarlos; cuando se ordenara una inspección, el agente a quien se confiara la venta de mis posesiones ya habría entregado la suma que se había obtenido… y no se le podría echar la culpa por haberlo hecho. Dicho en otras palabras, con tal de que lo planease todo con cuidado, no quedaría desamparado.

Aun así, perdería mi negocio. Jamás podría volver a trabajar como fabricante de pergaminos, ni siquiera como zapatero remendón, ya que Bernard Gui me había conocido en las dos modalidades de oficio. Pero poseo habilidades para trabajar de curtidor o de encuadernador. En caso necesario, también podría ganarme el sustento remendando ropa. No temía morir de hambre.

Mis miedos se centran en Martin. Mientras sopesaba la situación difícil en que se encontraba, comprendí que mi desaparición no haría sino posponer su destino inevitable. Si yo me desvanecía siguiendo las huellas de Jacques Bonet, Jean de Beaune haría una de las dos cosas siguientes. O bien delegaría las funciones a otro familiar o perdería la paciencia y detendría a los Hulart y a quienquiera que tuviera alguna relación con ellos, incluido Berengar Blanchi. Y llegado este punto, saltarían nombres. Y entre ellos estaría indudablemente el de Martin.

Se me ha ocurrido que Martin tenía razón. Sólo si me lo llevaba conmigo, lo protegería de los inquisidores.

Me he enfrentado a este hecho desagradable con gran desánimo. Evitar ser descubierto es de por sí difícil cuando uno está solo, pero lo es doblemente si se va acompañado. Y aunque Martin no carece de talento para el disimulo, no tiene ni de lejos la habilidad necesaria para transformarse en una persona distinta. Tardaría en conseguirlo mucho tiempo.

Pero una especie de terrible certidumbre me avisaba de que no podía abandonarlo. En cuanto la posibilidad de llevármelo conmigo se ha abierto camino en mis pensamientos, ya se ha quedado instalada en ellos. Por mucho que me pasease de un lado para otro, por mucho que intentase desviar mis pensamientos hacia otros terrenos (como, por ejemplo, el de la curiosa mentira de Berengar Blanchi sobre la inminente detención de Jacques Bonet), me sentía incapaz de ignorar aquella compulsión que ya estaba germinando dentro de mí. Sí, abandoné a Allemande, pero ya no poseo la fuerza de carácter para abandonar a mi aprendiz.

Como me echara sin él por los caminos, jamás llegaría a recuperarme. Eso me destrozaría. Lo de Allemande me hizo daño, pero abandonar a Martin me destrozaría. Perdería parte de lo que me mantiene alerta, entero, capaz de sobrevivir en el aislamiento. Cuando intentaba imaginarme recorriendo el largo camino que se extendía delante de mí y me veía en él solo, me era imposible vislumbrar como destino del viaje otra cosa que el vacío, la ausencia total de algo más. Quizá me veía a mí mismo.

En cualquier caso, he tomado la decisión. Después de recorrer de un lado para otro la habitación un buen rato, he vuelto a sentarme y he estado mirándome las manos mientras la luz iba palideciendo. Pese a que me son tan familiares, me han parecido extrañas, como si perteneciesen a otra persona. ¿Sería verdad que habían maltratado a un hombre hasta matarlo? Algo inconcebible. Un acto así parecía situarse más allá de las capacidades de alguien que es tan poca cosa, tan débil, alguien que está tan cansado como yo.

Después me he levantado y he ido a ver a Martin. Ha resultado que estaba esperando en el patio, junto a la puerta de mi tienda; seguramente se había quedado allí después de nuestra última conversación. No se lo he preguntado. Me he limitado a invitarlo a que subiera y, una vez arriba, le he dicho que se sentara en mi taburete. Vistos en la penumbra, sus ojos parecían enormes. Me ha observado sin decir nada, con miedo a hablar.

Me he sentado enfrente de él, sobre el baúl donde guardo la ropa. Y esto es lo que le he dicho:

– Yo no soy beguino, Martin. Yo no soy hereje. Y tú tampoco deberías serlo.

La sorpresa lo ha dejado boquiabierto.

– Los beguinos yerran -he proseguido-. Debes entenderlo. Si sigues sus creencias, no puedo ayudarte.

– Pero…

– Oye. -He bajado mucho la voz y me he inclinado hacia él tanto que nuestras frentes casi se tocaban. Aunque no tenía verdaderos motivos para creer que pudieran oírme, me era imposible abandonar esta actitud-. Los libros que encontraste están atiborrados de mentiras. Me apena que los hayas leído. Martin, sólo hay una Iglesia verdadera: la Iglesia de Roma. Yo soy un hijo fiel de esa Iglesia. Y me gustaría que tú también lo fueras.

Movía a lástima ver su expresión. Jamás había visto tanta confusión en un rostro.

– Parece como si hubieras caído en el error por lealtad a mi persona -he añadido-. Pero te has equivocado. Por eso confío en que te apartes del pecado ahora que sabes la verdad. Ojalá la hubieras sabido antes.

Ahora la confusión de Martin había cedido paso a una emoción más compleja. Ha fruncido los párpados y me ha mirado fijamente. Pero yo he continuado insistiendo sin hacerle ningún caso.

– ¿No vas a retractarte de tus heréticas creencias? Hazlo por mí y también por ti. ¿Querrás? -le he preguntado-. Por favor. Me duele haberte hecho tanto daño.

– Pero los libros…

– Se equivocan.

– ¿Por qué los guardáis, entonces?

Me esperaba la pregunta; después de todo, Martin no tiene un pelo de tonto. Y sin embargo, me he sentido casi incapaz de forzar una respuesta. Hacía tanto tiempo que aquel secreto era un secreto que he tenido la impresión de que su revelación debía de acarrearnos por fuerza una espantosa calamidad.

Finalmente, después de un largo titubeo, le he dicho la verdad. Y al hacerlo, he asumido un riesgo que no habría corrido si hubiera abrigado alguna duda con respecto a la hondura de la mirada que me dirigía.

Porque lo que he puesto en sus manos es mi vida. No hay que equivocarse con respecto a esto. De todos modos, yo jamás habría hecho una cosa tan insensata si su alma no hubiera estado en peligro.

– Martin -le he dicho-, esos libros me los dio el inquisidor de Tolosa. Soy agente suyo. Estoy a su servicio desde que tenía más o menos tu edad.

Se ha quedado un momento sin aliento y yo he esperado. No es fácil aceptar que aquel a quien tienes por amigo es en realidad un desconocido. He visto que Martin engullía tan desabrida revelación como quien se traga un hueso; ha hecho una mueca, ha fruncido el ceño y por un instante he pensado que se retiraría de mi presencia. Si lo hubiera hecho, no se lo habría recriminado. Incluso entre los más altos dignatarios de la cristiandad, tiene muy pocos amigos un inquisidor papal. Y entre las órdenes inferiores, ninguno, salvo el puñado de los que son como yo.

Debo confesar que he sometido a Martin a atenta vigilancia, dispuesto a pasar a la acción si acaso salía escapado hacia la puerta. Aunque dudaba de que lo hiciera, siempre hay que estar preparado para lo peor. Y permítaseme añadir que si él hubiera decidido traicionar mi secreto, no habría sufrido ningún daño de mi parte.

Como mucho, lo habría encerrado en algún sitio mientras yo huía.

– Así pues, ¿vos los espiabais? -ha dicho por fin en voz muy baja-. ¿A los beguinos?

– Sí.

– ¿Y eso es porque os lo ha mandado el inquisidor de Tolosa?

– Sí.

– ¿Por qué?

Habría podido decirle lo que me había dicho a mí mi maestro. Le habría podido echar un sermón sobre la fatal arrogancia de los credos heréticos y decirle que, por muy ingratas que sean, hay ciertas tareas -como el exterminio de las sabandijas- que deben emprenderse para, asegurar una sana existencia.

Pero no lo he hecho. Mi respuesta se ha limitado a lo siguiente:

– Porque creí que no tenía otra opción.

Se ha quedado en silencio. De pronto me ha sido imposible soportar por más tiempo su mirada solemne y he vuelto la cara hacia la ventana.

– Los beguinos están en el mal camino, es lo único que debe quedarte claro -he continuado-. De todos modos, no puedo traicionarlos. Ahora no puedo. Si lo hiciera, ellos darían tu nombre a Jean de Beaune y entonces te detendrían a ti.

– A lo mejor… no lo darían… -ha dicho Martin tartamudeando, lo que ha hecho que me percatara de que entendía plenamente las consecuencias de lo que había hecho.

– Lo darán -he declarado de plano-. Créeme.

– Entonces…

– Si yo huyo, estarás a salvo durante un tiempo…, sólo hasta que descubran a los beguinos. Porque los descubrirán. Son demasiado temerarios para que puedan pasar inadvertidos indefinidamente.

He visto que estaba haciéndose rápidamente de noche y he pensado que quizá debía encender una lámpara antes de que la oscuridad impenetrable nos tragase a los dos.

– Si vienes conmigo -he añadido, volviéndome hacia él-, no te descubrirán nunca. Te lo prometo. Poseo una habilidad en la que no me supera nadie: sé desaparecer. Gracias a ella he conservado la vida todos estos años.

Ha habido otra pausa. Cuando Martin se ha inclinado para rascarse la pierna, su cara ha quedado en sombra y ha desaparecido por completo de mi vista.

Pasado un momento, ha dicho con acento ahogado:

– ¿Podré volver?

– No.

– ¿Nunca? ¿Ni siquiera cuando sea viejo?

– Martin, compréndelo. -Le he hablado, quizá, con cierta frialdad, pero había que dejar claro ese punto-. Si te vas de aquí conmigo, será para tu familia como si te hubieras muerto. Tiene que ser así. Porque si regresases alguna vez, procurarían asegurarse su salvación traicionándote a los inquisidores. ¿Quieres obligarlos a que tomen esa decisión?

– Yo…

– Debes hacer lo que te parezca conveniente. Yo no puedo decidir por ti. Lo único que hago es brindarte mi protección porque soy quien ha destruido tu vida.

Ha enderezado de golpe la espalda, que tenía encorvada.

– ¡Oh, no! Eso no, maestro.

– Sí.

– No, no, vos… Yo… jamás había encontrado a nadie tan bueno conmigo como vos.

Me he puesto de pie al momento. No podía soportar que se expresara de aquella manera. Sus palabras eran brasas candentes que se iban amontonando sobre mi cabeza.

– Tu madre te quiere -he insistido-. Tienes que pensarlo muy bien antes de decidirte a abandonarla porque, así que des ese paso, ya no podrás volver atrás.

– Maestro…

– Piensa, piensa mientras enciendo una lámpara.

He cogido una lámpara y he bajado al piso de abajo para encenderla. Mientras me ocupaba en esta labor, me he dado cuenta de que estaba sudando y me he quedado unos breves momentos en la tienda para intentar recuperar la serenidad. No quería que Martin me viera con el aliento entrecortado y los labios temblorosos. Esto lo habría hecho dudar de mi entereza.

Pero es un hecho que yo había corrido un riesgo muy grave. Y no hay nadie que, después de ponerse en peligro de esa manera, no quede afectado. Por muy fuerte y resuelto que sea.

Por mi parte, me atribuyo una muy modesta dosis de valor y, por consiguiente, la reacción era inevitable.

Por fin (gracias a varios procedimientos que he ido perfeccionando con los años), he logrado dominar la agitación. Volvía a estar tranquilo. He cogido, pues, la lámpara y he subido escaleras arriba sin parar un momento de decirme que era una y cien veces estúpido. Nadie en mi lugar asumiría la carga de huir con un muchacho. Aunque estorbado por su conciencia, un familiar sensato -tras haberse ofrecido como protector- habría rezado para sus adentros a fin de que su ofrecimiento no fuese aceptado.

Pero a pesar de mis dudas y temores, alimentaba en lo más profundo de mi ser una especie de renuente esperanza. Había comprendido que, contra las expectativas de toda una vida, tal vez ahora la mía no sería una muerte solitaria.

– Maestro -ha dicho antes de que yo llegara a lo alto de la escalera-. Maestro, ya lo tengo decidido.

– ¿Ya?

– Maestro, quiero ir con vos.

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