V

El último día de la primera semana de Cuaresma

Esta mañana, Hugues Moresi, mi inquilino, ha ido a buscar un cura para que atienda a su madre. Pero su madre no ha muerto. Tampoco Hugues ha creído ni por un momento que estuviese en peligro de muerte. Simplemente le contrariaba que el cura fuera a su casa, pues, según ha dicho, lo único que quieren los curas es «limosna para los pobres». Me ha sorprendido la manera que ha tenido Hugues de expresarse sobre el tema.

– Dinero, dinero, dinero -ha refunfuñado-. No quieren otra cosa que dinero, esos curas. ¡Y después se extrañan de que tanta gente respete a los beguinos!

– Pero el dinero es para los pobres -ha protestado su mujer, quizá con una vehemencia excesiva forzada por mi presencia.

A lo que Hugues ha respondido con una risotada.

– El dinero va a parar a la panza de los curas, y que los pobres se coman lo que cagan -ha proseguido.

Hay que ver la de cosas que a veces dice la gente delante de desconocidos. Porque, al fin y al cabo, ¿qué sabe él de mí? Que hago pergaminos. Que esa casa es de mi propiedad. Y que no tengo mujer ni hijos.

Su esposa y sus hijos se habían congregado junto a la cama de su madre cuando he llegado. Yo he ido a buscar a mi aprendiz y me he encontrado ante el lecho de una moribunda… o eso he creído en un primer momento. La anciana parecía muy enferma. Su nuera lloraba. Todos los hijos se habían reunido a su alrededor para rezar. Y Hugues Moresi seguía negándose a ir a buscar a un cura.

– No se va a morir -ha insistido-. Tres veces cada invierno se cree que va a morir, pero no se muere nunca.

Sin embargo, cuando ha visto que la respiración se ha convertido en estertor, se ha avenido, de buen grado o por la fuerza, a llamar al cura. Ha dicho a Martin que fuera corriendo a San Sebastián a buscar a un sacerdote. Pero yo me he mostrado irreductible. Le he dicho que mi aprendiz cobraba por su trabajo y que yo lo necesitaba en mi obrador.

Al final, Hugues ha enviado a su hijo mayor a por el cura. Martin, por su parte, no mostraba una inclinación especial a seguir en la cabecera de la cama de su abuela. De haber visto en él esa inclinación, seguramente le habría dado permiso, pero creo que los jóvenes, en realidad, no lo pasan nada bien junto al lecho de un moribundo ni sacan provecho alguno de esa experiencia. Uno de los recuerdos más dolorosos que conservo es el del lecho de muerte de mi madre, bendecida por un «hombre bueno» cátaro y privada posteriormente de alimento y agua hasta que expiró. Los cataros consideraban que ésa era una buena muerte. Según ellos, las bendiciones y el ayuno aseguraban a mi madre la entrada directa al Cielo. Debo reconocer de todos modos que lo más probable es que no hubiera podido comer ni beber en aquellas últimas horas de su vida, puesto que se encontraba inconsciente y apenas podía respirar, ya no digamos tragar. Aun así, fue una inmensa pena. Y como yo sólo tenía siete años, lo que vi se quedó planeando sobre mí y me dejó muy turbado.

He creído que tenía que evitar que Martin pasara por un trance como aquél. Es un muchacho delicado y es evidente que ha sufrido mucho con las palizas de su padre. Los otros chicos de la familia son más fuertes y se encargan de transmitir a sus hermanas y amigos los golpes que reciben. Así transforman el miedo en violencia. Pero Martin se guarda dentro las palizas que recibe… o así ocurría antes. Antes de que yo interviniera. Ahora habla con más libertad y lo que dice suena a veces muy sensato.

No es un chico al que se le puede dejar como espectador de una muerte lenta y dolorosa sin que pague después las consecuencias.

Así pues, me lo he llevado arriba y le he dicho que restregara con cal el pergamino grasiento mientras yo me encargaba de cortar y marcar. Hacía bastante tiempo que no ponía los pies en mi cocina y me ha sorprendido lo limpia y pulcra que la he encontrado. La esposa de Hugues es una buena mujer, sobre todo teniendo en cuenta el trato que recibe. ¿Será que el maltrato es la razón de su eficiencia? Seguro que eso piensan los hombres como Hugues; es habitual que los cabezas de familia digan que hay que sacudir a conciencia a las mujeres si quieres que trabajen. Por mi parte, como nunca he tenido mujer, no tengo opinión formada sobre el asunto.

En cualquier caso, una cosa es segura: si me hubiera casado con Allemande, no le habría pegado. Bastante le habían pegado ya; además, de poco le había servido.

Pero todo esto no tiene nada que ver. Lo importante ha sido la visita del cura. Después de ponernos a trabajar, mi aprendiz y yo nos hemos quedado mucho rato en silencio. Desde la ventana he visto llegar al cura y lo he reconocido. Era Anselm Guiraud, el canónigo de San Sebastián. Pero como la hija de Hugues lo ha hecho entrar por la puerta delantera, no se lo he dicho a mi aprendiz. No quería distraer a Martin de su trabajo. He pensado que era mejor que se evadiese ocupándose con lo que tenía entre manos, en lugar de descuidar lo que hacía para prestar oído a los sollozos y muestras de dolor que subían de abajo. Aunque trabaja bien

y cabe esperar de él que se concentrará en lo que hace, la muerte puede convertirse en un motivo de gran distracción.

He esperado a que dejase descansar los brazos cansados para abrir la boca y hablar. Y ha sido en respuesta a una pregunta que él me ha hecho. Martin ha visto que nuestro vecino Adhemar volvía a casa. Y se ha preguntado en voz alta adonde podía haber ido.

– ¿A la iglesia, quizás? -ha apuntado Martin-. ¿O a la Rué Aludiere, a comprar cuero?

– No. -También yo había visto salir a Adhemar-. Ha ido al barrio de los cardadores de lana. Se le ha prendido pelusa en los bordes del jubón. -Tras empuñar las tijeras, he cortado un gran folio en dos porciones más pequeñas-. Si tiene que ir a ver a Astruga Ruffi, se pondrá una saya más corta.

– ¿Astruga Ruffi? -Martin me ha mirado, sorprendido-. ¿Por qué ha de ir a verla?

– ¿A ti qué te parece?

– ¡Está casado!

– Y ella también. Con un cardador.

– Pero…

– Hace años que los veo, Martin. A él o a ella entrando y saliendo de casa de ella o de él a todas horas. Pero ahora que ella se ha casado, se les han puesto las cosas más difíciles. Un día verás a Adhemar sin la nariz o sin una oreja. Te lo garantizo.

Martin me ha mirado, asustado.

– Vos lo sabéis todo -ha dicho.

– Te aseguro que no.

– Bueno, todo no -se ha corregido-. No sabéis latín. Pero sabéis qué hace la gente. Y de dónde viene. Y adonde va.

– Porque los vigilo de cerca. El campesino vigila el cielo y los sembrados. Todo se reduce a vigilar y a recordar.

– Yo tengo buena vista. Eso dice mi padre.

– Tienes los ojos de tu madre -le he dicho, porque creo que es verdad; de todos sus hijos, Martin es el que más se parece a su madre. Tiene su tez, sus ojos castaños, sus cabellos negros, su piel olivácea-. Pero la agudeza visual no lo es todo -le he explicado-. Es necesario, además, entender lo que se ve.

En ese momento, he oído pasos que subían por la escalera. Me he levantado para recibir al visitante, que ha resultado ser Anselm Guiraud, el cura. Estaba jadeante por el esfuerzo y me he preguntado por qué no ha enviado a uno de los chicos de abajo a buscarnos.

Como es natural, he pensado que el final de la madre de mi inquilino estaba acercándose.

– No, no -ha dicho, jadeante, al preguntarle si necesitaban a Martin abajo-. No, todavía no le ha llegado su hora. Lo he visto enseguida… Tengo alguna experiencia en ese tipo de cosas, como podéis suponer. -Se ha apoyado en el muro sin dejar de jadear y ha echado una mirada alrededor-. Tenéis una buena casa, maestro Helié. Espaciosa, además. ¿Coméis con vuestros inquilinos?

– Ellos me traen la comida -he replicado y después he esperado tranquilo-. Me pagan alquiler por la cocina.

– Pues es un buen trato, teniendo en cuenta que no tenéis mujer.

– Así es.

Ha asentido con el gesto. Se me ha ocurrido que debía de haber subido para intentar recoger más dinero para limosnas; así pues, me he dispuesto, no sin un suspiro de resignación, a dárselo. Sé que no es prudente contrariar a los.curas. Me he propuesto comprar con dinero la opinión que la mayoría de los sacerdotes del vecindario puedan hacerse de mí. Y también la de muchos monjes. Sólo tengo cerrada la bolsa para los franciscanos, porque últimamente no se han hecho querer por el resto de la Iglesia.

No quiero decir con ello que todos los franciscanos estén abocados al desastre, me refiero solamente a la facción espiritual. Y hay que tener en cuenta que la mayoría de sus miembros abandonaron Narbona hace mucho tiempo. El mismo año que llegué aquí, el Papa convocó en Aviñón a cuarenta y cinco de ellos, a los que dispersó a continuación a lejanas cárceles y abadías. (O a los que optaron por retractarse para no ir a la hoguera.) Pese a todo, en el priorato de Narbona sigue subsistiendo un resabio espiritual y no quiero que me asocien ni de lejos con él.

De todos modos, si los franciscanos están tan imbuidos del concepto de la Santa Pobreza, estoy seguro de que mi dinero no les puede interesar.

– Me alegra volveros a ver en vuestra casa -me ha dicho el sacerdote, dándome tiempo con ello a rectificar mi opinión.

No quería limosnas. Simplemente sentía curiosidad en relación con nuestro último encuentro, cuando fue testigo de mi detención y me puso en manos de Jean de Beaune.

– Me ha dicho Hugues que el inquisidor de Carcasona os confundió con otro -ha observado-. ¿Es verdad?

He asentido con el gesto.

– ¿No era vuestro nombre, pues, el que figuraba en el requerimiento?

– Sí, pero era un error -he replicado-. El escribano escribió «Seguier» en lugar de «Seguet».

– ¿Y quién es Helié Seguet?

– No tengo ni idea, padre.

– Pues será un beguino -ha observado el sacerdote-. Porque no hay nada que el inquisidor de Carcasona persiga con más diligencia que a los beguinos.

– Sí -he respondido.

– He oído decir que tiene intención de quemar pronto a unos cuantos.

Me ha parecido que el cura me observaba con más interés del que quizá merezco, lo cual me ha puesto en guardia.

Seguramente lo único que se preguntaba era si había sobornado a alguien para librarme de la cárcel, pero soy cauto siempre que compruebo que despierto interés.

– Según los rumores, dentro de pocas semanas habrá un sermo generalis. El día de la fiesta de San Benito. Habéis tenido suerte de que el inquisidor se equivocara.

– De medio a medio -he declarado con firmeza-. Yo soy un hijo fiel de la santa Iglesia romana, padre, como bien sabéis vos.

Y para demostrárselo, le he dado una pequeña cantidad de dinero. Simplemente unas monedas de cobre, las suficientes para sacármelo de delante.

En cualquier caso, la noticia valía su precio. Me complacía haberme enterado de que pronto habría un sermo generalis. Si Jean de Baune ha decidido quemar a unos cuantos beguinos, aparecerán otros. Es inevitable. Allí donde se quema un hereje, siempre hay algún amigo suyo entre la multitud. Por eso yo había recomendado más de una vez a mi maestro que cribara con suma cautela los lugares donde se hacían los sermones generales y tomara buena nota de cualquier conducta extraña que observara. No quiero decir con esto que todos los que lloran o rezan en esos espectáculos tengan que ser invariablemente herejes. Hay hombres piadosos que lloran entristecidos al ver que un alma se niega a arrepentirse y emprende el camino del Infierno. Hay buenos católicos que rezan con fervor para que el pecador moribundo acabe viendo la luz de la Verdad. Pese a ello, conviene vigilar siempre a aquellos espectadores que, una vez terminado todo, se quedan remoloneando, injurian a los soldados que recogen los cadáveres socarrados, tratan incluso de recuperar restos de cabellos o de ropa incinerados a medias antes de ser totalmente consumidos. Son conductas muy sospechosas que vale la pena investigar.

Debería confesar que mi consejo en esta materia nunca fue muy atendido. Tal vez el problema estribe en la curiosa costumbre de dejar a los herejes condenados bajo la custodia de las autoridades seculares. No corresponde al inquisidor el papel de matar, como tampoco a la Iglesia. Es una responsabilidad que debe recaer en el señor local o en un rey, cuyo interés en la persecución de los herejes, o incluso en mantener una mirada vigilante sobre el escenario de la ejecución, suele ser tibio. Sabe Dios que sería difícil echar las culpas al brazo secular tildándolo de falta de dedicación. Pocos son los hombres sensatos que se dejarían ver junto a un cadáver quemado más tiempo del necesario y entiendo muy bien que cualquier guarda involucrado en un sermo sienta el deseo de retirarse a un rincón con una jarra de vino en cuanto termina la ceremonia.

A pesar de todo, creo de veras que tengo razón. Y demostraré la sabiduría de mi punto de vista en la fiesta de San Benito, cuando presencie el espectáculo del sermo de Jean de Beaune. Tal vez al observar a la multitud asistente descubra a un posible beguino. Lo espero realmente, pues hasta ahora todos mis esfuerzos han acabado en nada.

Podríais argüir que he mostrado falta de entusiasmo por la tarea encomendada. Es un hecho que me acerco a ella con espíritu turbado. A mí, los beguinos no me han hecho ningún daño. No son enemigos míos; los cataros, en cambio, lo fueron. Al perseguirlos, tampoco ayudo a mi maestro en sus rondas diarias, ya que los beguinos de Narbona constituyen un campo que corresponde a Jean de Beaune y yo a él no le debo nada.

Por otra parte, aún debo menos a los beguinos, que parecen afectados por la misma desbocada arrogancia que caracteriza a todos los demás grupos heréticos. Además, sé cómo protegerme. Sé que mi seguridad no sólo depende de agradar a los inquisidores, sino también de proceder con la máxima cautela. Prefiero ser lento, pero seguro, que rápido y torpe. Si no he avanzado mucho en la última semana, no es porque me sienta reacio a actuar, sino a actuar de una manera descuidada o imprudente.

En principio, habría podido hacer indagaciones con el cura de San Pablo; sin embargo, preferí abstenerme. Ese cura sabe de Jacques. Tiene instrucciones para recibir su informe. Y ahora es Jacques quien ha desaparecido. ¿Acaso este hecho no merece de por sí un enfoque cauteloso? Aun cuando dudo mucho de que el sacerdote tenga que ver con la desaparición de Jacques, nunca se peca de excesiva cautela en asuntos como éste.

A pesar de todo, hace unos días que estuve en el Bourg y me acerqué a la iglesia de San Pablo. Quise ver si algo me llamaba la atención por lo insólito o inesperado. Estuve atento a si oía mencionar los nombres de Hulart o de Bonet mientras transitaba por las calles del sector. A veces uno se tropieza con la información más valiosa prestando oído a las oraciones que se rezan en una iglesia o a unas conversaciones junto a una fuente. Fue casi como si esperase encontrarme con Jacques en persona al salir furtivamente del hospicio de San Pablo o al entrar en la panadería.

Pero no tuve suerte. En esa parte de la ciudad no me enteré de nada: poco tiempo y día desgraciado. Llovía y, cuando llueve, la gente no se para a cotorrear en plena calle. Camina deprisa y con la cabeza gacha; sólo tiene ganas de recogerse en su madriguera.

De regreso a la Cité, pasé por la Casa de Cambios de los Mercaderes. Un sitio para demorarse siempre que uno vaya bien vestido; está atestada de comerciantes, notarios, cambistas y hombres de mar que se pasan horas enteras conversando,, sentados o de pie, en las amplias salas abovedadas. Cierran tratos, conciertan acuerdos, invierten dinero y firman contratos. Los muros de piedra de las espaciosas salas resuenan con las conversaciones, las risas, el tintineo de las monedas. Unos hombres de rostro lívido garrapatean, apresurados, en los gigantescos registros comunales de las transacciones, sujetos a los muros con cadenas como si de prisioneros se tratase. Los cambistas hacen alarde de su riqueza y la exhiben en mesas cubiertas de tela carmesí, mientras muestran sus cartularios de cuero repujado. Son tantas las cosas que atraen la mirada y el oído que uno puede pasar inadvertido entre la ruidosa multitud aunque tenga que formular preguntas.

No es raro buscar un acreedor o un deudor en la Casa de Cambios de los Mercaderes. No tuve más que acercarme a uno de los atareados notarios que allí había.

– Busco a Vincent Hulart. ¿Podéis decirme dónde puedo encontrarlo? -Ésa fue la simple pregunta que hice.

Sin levantar los ojos, los notarios me facilitaron toda suerte de útiles indicaciones: dónde estaba su casa, el nombre de su primo, a qué se dedicaba. Vincent Hulart comercia con especias. Vive en la Rué de la Parerie Neuve. Su primo, Berengar Blanchi, vive con él.

Ninguno de los dos estaba ayer en la Casa de Cambios de los Mercaderes. Y si Vincent Hulart estaba en su casa, yo por lo menos no lo vi. Pasé por delante de su casa antes de volver a la Cité, pero estaba más silenciosa que una tumba. Y lo mismo la calle donde se encuentra. No iba a pararme a observar, puesto que habría levantado sospechas.

Iba a ser realmente difícil hacer averiguaciones en torno a Vincent Hulart. No tengo una razón legítima para abordarlo. ¿Qué intereses pueden tener en común un fabricante de pergaminos y un comerciante de especias? Tampoco tenemos amigos ni parientes comunes. No frecuentamos la misma iglesia. Vivimos en barrios diferentes de la ciudad, separados por un río y una muralla doble.

Mi único camino posible es arriesgado. Faltan dos semanas para que se cumpla el aniversario de la muerte de Pierre Olivi. Creo recordar que, a mediados de marzo, cuando los huesos de Olivi todavía estaban enterrados junto al altar de la iglesia franciscana, aquél era un lugar de reunión de mucha gente. Si Vincent Hulart es beguino -o si conoce algún beguino- seguramente hará algo para conmemorar el fallecimiento de Pierre Olivi. Seguro que ese día se organiza en su casa alguna celebración. La pregunta que me hago es la siguiente: ¿cómo vigilaré la casa sin llamar la atención de nadie?

Tengo que reflexionar sobre la cuestión.

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