VII

Lunes, fiesta de San Benito

Hoy he ido al sermo generalis de Jean de Beaune.

Estaba presente el inquisidor, como también el arzobispo, el vizconde y muchos sacerdotes y frailes. No he visto a mi maestro, pero sí a Pons, el beguino.

Lo han quemado junto con otros dieciséis más.

Hay que ver el coste que tiene una empresa así. Recuerdo que en Tolosa siempre ha habido muchas habladurías sobre el precio exorbitante de las ejecuciones: las estacas, las cuerdas, la leña, la paja y también los ejecutores (uno para cada hereje, a veinte sois la pieza). Para quemar a un hereje hay que gastar alrededor de tres livres por cabeza. Si se multiplica esta cantidad por diecisiete, uno no puede por menos de maravillarse ante la amenaza proyectada por estos beguinos, cuyos bienes, una vez confiscados, no pueden cubrir ese precio si creen verdaderamente en la Santa Pobreza.

Los preparativos comenzaron ayer en la catedral. Y la ceremonia se hizo en una plataforma elevada debajo de un tejado improvisado. Como la multitud no era excesiva, pude disfrutar de una perfecta visión de los herejes y de Jean de Beaune cuando pronunció el sermón. No fue un buen sermón. El inquisidor escarneció a los que «mueren sin una buena razón».

– ¡Esos hombres quieren que los quemen porque creen en la cebada y en el color pardo! -proclamó, haciendo que todos pensaran: «¿Por qué los matáis, entonces?».

Bernard Gui no habría cometido ese error.

Después del sermón vino el juramento de obediencia y el solemne decreto de excomunión contra todos aquellos que pusieran trabas a la labor del inquisidor. Para mi sorpresa, no se leyeron confesiones en voz alta; no hubo más que acusaciones. Algunas eran de poca monta, en tales casos todos los acusados se avinieron a arrepentirse. Fueron condenados a diversos periodos de cárcel y, en un caso, a una peregrinación con cruces. Pero hubo diecisiete beguinos que se negaron a abjurar de sus herejías. Algunos trataron de explicar por qué, Pons entre ellos. Pero los hicieron callar enseguida mediante el simple procedimiento de sacarlos de la catedral con el uso de la fuerza y con gran premura.

Todos fueron devueltos a la torre Capitolina para que dedicaran una noche más a la reflexión antes de que se hicieran efectivas las sentencias.

Sin embargo, no hubo ninguno que cambiase de opinión. Se han levantado, pues, diecisiete estacas en la plaza de Caularia, cerca de la puerta de la ciudad, y se han utilizado todas. Apenas había espacio en la plaza para tantos haces de leña, ya no digamos para todos aquellos que querían presenciar el final de los beguinos. En el lugar de la ejecución se ha congregado mucha más gente que ayer en la catedral. Era tal el número de los asistentes que he desesperado de localizar a ningún beguino disimulado entre los buenos católicos. Pese a todo, he visto centenares de rostros concentrados y finalmente me he sentido recompensado cuando la mayoría ha abandonado el lugar.

La ejecución ha sido particularmente desagradable. Como siempre, el fallo está en la falta de organización, algo que mi maestro jamás toleraría. Sospecho que la raíz del problema está en el dinero. Como ya he dicho, las cuerdas y la leña son caras. En Tolosa atan a los herejes por los codos, por debajo de las rodillas, por encima de las rodillas, por la ingle, por la cintura y por debajo de los brazos. También les ponen una cadena alrededor del cuello y leña mezclada con paja amontonada hasta casi la barbilla. El procedimiento hace que la hoguera sea intensa y rápida y que la posibilidad de que el reo se libere inesperadamente por haberse quemado una de las ataduras sea absolutamente remota.

Hoy no se han usado cadenas. Sólo han atado a los herejes por dos sitios: alrededor de los tobillos y del pecho. Lo más terrible era que había poco combustible y que parte del mismo estaba húmedo. (Incluso cuando Jean de Beaune ha pedido a los beguinos que se retractasen, yo iba pensando para mis adentros: «¿Están preparadas del todo esas piras?».) Cuando las han encendido, han soltado mucho humo y muy poca llama. Ha habido toses secas y exclamaciones de piedad. Ha sido necesario echar más leña y más paja mientras la gente se apartaba de la nube sofocante que se ha quedado flotando sobre la catedral y el palacio. Algunos clérigos se han retirado, pálidos e indispuestos.

Esto me ha puesto las cosas mucho más fáciles. Sólo las almas más fervientes se han sentido obligadas a permanecer en su sitio, tanto si estaban a favor como en contra de los beguinos. Me he tapado nariz y boca con un paño y he escrutado a través del humo con ojos escudriñadores a los que se han quedado.

Ha sido inútil querer observar si había alguno que lloraba. Debido al humo, lloraban todos. Los que se tapaban la cara no era necesariamente porque no soportasen el horror. De todos modos, hay que confesar que uno de los herejes había caído de la estaca a la que estaba sujeto, y como la pira que le había correspondido tenía una forma irregular, se habían consumido las ataduras antes que su vida (aunque inconsciente). Los guardas, abrumados por el pánico, no hacían más que arrojar sarmientos sobre aquel cuerpo que no paraba de retorcerse. No me parece un espectáculo digno de la Iglesia. Menos mal que el humo oscurecía gran parte de la conflagración inicial; cuando un poco de viento ha recorrido la plaza y las campanas de San Justo han empezado a doblar, se ha dispersado por fin aquella nube malsana.

Por suerte, Martin no ha estado presente. He visto, sin embargo, a su padre y a su hermano mayor. Martin se ha quedado en mi taller con la orden taxativa de acabar un pergamino. Ha sido la primera vez que he puesto enteramente en sus manos el acabado de un pergamino (es decir, el segundo raspado) y me preocupaba que pudiera estropearlo. Pero estoy muy contento, por otra parte, de que no haya sido testigo de lo que ha ocurrido hoy aquí. Ha sido una desgraciada exhibición de avidez e incompetencia. Sin duda que la culpa de todo la tiene el vizconde o quizás el viguier real. Espero que Jean de Beaune le llame la atención al respecto.

Puedo dar testimonio, sin embargo, de que a pesar de la confusión, algunos han afrontado la muerte con gran entereza. Pons entre ellos. Mi mirada errabunda se ha posado repetidas veces en su pira, donde lo he visto orar con voz firme hasta que el humo ha ido aumentando y ha acabado por sofocarlo. No estaba tan cerca de él como para que pudiera oír sus imploraciones finales ni ser testigo de su mortal agonía, lo cual agradezco. El humo ha enmascarado muchas de las cosas que yo prefería no ver. Con todo, he observado que ha tenido una buena muerte.

Y eso ha sido muy evidente, ya que es algo que se observa siempre. Estaba mirando a un grupo de franciscanos que hablaban en una especie de bisbiseo, cuando he oído una voz que murmuraba detrás de mí:

– Ha tenido una buena muerte. Es un santo mártir.

Al mirar a mi alrededor, he visto a un hombre más o menos de mi edad que hablaba con alguien mayor que él. El más joven era alto y tenía el rostro atezado, la mandíbula bien poblada de barba, una cabellera negra, tupida y desgreñada, y unas cejas oscuras y amenazadoras como nubes de tormenta. Sus rasgos más marcados eran la ausencia de dientes y las prominentes durezas del pulgar y del índice de la mano derecha, lo que delataba su oficio de sastre. (Los zapateros tienen durezas parecidas, pero localizadas en lugares distintos de la mano.)

Su compañero era más bajo, más gordo y medio calvo. Sus rasgos eran pequeños y los tenía concentrados en el centro del rostro redondo y de piel enrojecida: una nariz como un botón, una boca arrugada que parecía el culo de un gato y un par de ojos minúsculos y acuosos del color del Aude tras un aguacero. Su oficio me ha planteado dudas hasta que lo he visto girar el hombro derecho de una determinada manera y hacer una mueca mientras se frotaba el codo.

Tejedor, sin duda. De pronto, he notado que todos mis sentidos se ponían alerta. De todos los oficios que pueden hacerse en el mundo, el de tejedor es el más propenso a. errores de fe. No conozco la razón. Tal vez sea porque el tejedor permanece clavado en el sitio día tras día haciendo siempre, una vez tras otra, el mismo movimiento. Son unas circunstancias tal vez capaces de hacer enloquecer a cualquiera o de empujarlo a plantearse preguntas que haría mejor dejando que otros con más conocimientos que él contestaran.

Cualquiera que sea la razón, no hay que perder nunca de vista a un tejedor, si se puede. He puesto, pues, los ojos en él y he tenido la satisfacción de ver que no abandonaba el escenario de la ejecución. Tanto él como el sastre se han quedado en la plaza rezando a ratos, observando solemnemente a otros mientras los herejes morían y las llamas iban extinguiéndose. Debo decir que no he visto en parte alguna a Imbert Rubei. Me ha sorprendido, porque había pensado que un hombre aparentemente tan piadoso como él, vestido con ropa parda tan humilde, habría debido asistir a una ceremonia tan solemne como ésta. He visto en cambio a Berengar Blanchi, el amigo de Imbert y primo de Vincent Hulart. Tenía los ojos enrojecidos, el rostro lívido y se balanceaba hacia delante y hacia atrás sin dejar de rezar un solo momento con gran fervor.

También yo he rezado, por supuesto. He sufrido y he rezado. ¿Por qué no? Si uno asiste a un acto tan solemne y terrible como éste, no puede hacer otra cosa que rezar por las almas de los condenados al Fuego Eterno, aunque deplore su ciega arrogancia. A veces me cuesta entender por qué un hombre como Pons, a quien santo Domingo o san Francisco o incluso Bernard Gui habría podido instilar una mentalidad más sumisa, tenga que sufrir de forma tan espantosa antes y después de la muerte por el simple hecho de que no ha tenido contacto con las enseñanzas preclaras que lo habrían conducido al buen camino. Porque si era orgulloso y testarudo, no era hombre malvado, de eso estoy seguro. Le habría bastado contar con un buen ejemplo. Lo que no entiende esa gente es que no se puede mirar a los curas ni a los frailes cuando se busca la perfección. Aunque muchos sean grandes pecadores, está fuera de razón esperar otra cosa, por lo menos aquí en la Tierra.

He pensado mucho en esas cosas mientras esperaba pacientemente en aquella plaza convertida en tizón. La misericordia de Dios ha permitido que el humo acabase por dispersarse. Pero a medida que avanzaba la tarde, ha ido arreciando el viento y, de forma desconcertante, han comenzado a volar pavesas por los aires. Ha sido entonces cuando Jean de Beaune se ha retirado junto con toda la comitiva. Hacía ya rato que el arzobispo se había recogido en su palacio. El vizconde estaba enzarzado en prolija e intensa discusión con un par de cónsules; por lo que he podido cazar a través de las palabras transportadas por las ráfagas de viento, la conversación estaba centrada en la supervisión de los pesos del grano. La muchedumbre, entre tanto, se ha ido dispersando lentamente. No han permanecido más que los parientes destrozados por el dolor, algunos simpatizantes secretos o unas cuantas viejas que no tienen otra cosa que hacer. Y también esas personas de tan peculiar disposición que disfrutan contemplando el desmembramiento de los cadáveres medio calcinados.

En lo que a mí respecta, no tengo esa disposición. Y son pocos los que la tienen, que yo sepa. Era evidente que ésta es una de las razones que han hecho que se esfumaran muchos de los guardas: no tenían ningún deseo de tomar parte en tan repugnante ritual por muy necesario que fuera. Según me había informado Bernard Gui, el verdadero propósito de fragmentar los restos y de amontonar las partes chamuscadas a una pira de troncos todavía encendidos obedecía a tener que asegurarse de que los cadáveres quedaban reducidos a cenizas y podían arrojarse después a un río a fin de que ningún blasfemo dispusiera nunca de un pedazo de tierra donde reposar (y menos aún en la de otro hereje). Quiera Dios que yo nunca, sea objeto de tan implacable resentimiento por muy razonable o lógico que pueda ser. Casi tan espantoso como éste es el deber que corresponde a los que tienen que arrojar agua en las brasas aún humeantes y pisotearlas después y emprenderla a hachazos contra las articulaciones ennegrecidas, astillar huesos con las palas y cebar las llamas de la última pira con vísceras marchitas.

Los hombres que se encargan de este trabajo deben ser soldados avezados. Tienen que estar acostumbrados a manejar miembros amputados y desparrame de tripas. Pese a todo, los compadezco. Basta con el hedor para revolver el estómago más fuerte, como he comprobado hoy mismo. Pese a ser pocos los valientes capaces de realizar tan espeluznante tarea, ha habido que prescindir de algunos antes de terminarla; he visto cómo se retiraban, tambaleantes, intentando recuperarse.

Por consiguiente, la mayoría de los diecisiete cadáveres se han quedado abandonados mucho rato.

Como ya me esperaba que ocurriera así, estaba preparado. Envuelto en mi capa de color escarlata oscuro, me he acercado a una de las piras extinguidas, convertida ahora en un informe montón de brasas, cenizas y huesos carbonizados. Aunque no estaba seguro, me había, parecido que el beguino de esta pira en particular era mujer; debo admitir que, a causa de una culpable flaqueza de corazón, he tenido mucho cuidado en evitar el sitio donde ha muerto Pons. Aunque daba la impresión de que rezaba, en realidad no apartaba los ojos del tejedor, del sastre y de Berengar Blanchi, a los que observaba por debajo de la capucha. Después, al ver que ellos también me observaban a mí, me he adelantado un paso para recoger un fragmento del dedo quemado de la mujer y, al hacerlo, he retenido el aliento.

Pero ha sido más difícil de lo que suponía. Los tendones no estaban quemados y me he encontrado rompiendo las articulaciones como si quisiera chupar el tuétano de un trozo de cochinillo asado, y que Dios me perdone por la expresión. Ojalá no tenga que intentar una cosa así en lo que me resta de vida, que Dios me ayude. Pero como me acordaba de todo lo que había aprendido, he conservado la calma (aunque muy preocupado porque temía que los guardas pudieran reparar en mí si me entretenía demasiado) hasta que el dedo ha cedido y he podido envolverlo en un trozo de tela. Mientras me lo guardaba en la bolsa, he visto que Berengar se acercaba a otra pira cercana. No he querido, sin embargo, seguirlo.

Y eso ha sido porque he ideado una manera más sutil de acechar a mi presa, que no es otra que dejar que él me aceche a mí.

Como no podía ser de otro modo, ha funcionado. Me encontraba rezando otra oración cuando he notado unos golpecitos en el hombro. Al darme la vuelta, me he visto cara a cara con el sastre de rostro aceitunado, que de buenas a primeras se ha dirigido a mí con un familiar tuteo pese a no habernos visto en la vida,

– ¿Conocías a la mujer? -ha inquirido, mientras indicaba con un ademán el cadáver desmembrado que yo acababa de expoliar.

Le temblaba la voz, parecía muy emocionado.

Ronco y con los ojos enrojecidos por el humo, yo debía de parecer tan desesperado como él.

– No -le he replicado-, ojalá hubiera sido así. Que Dios dé reposo a su alma.

No he dicho más. Como es natural, no he hecho ninguna pregunta. Es la primera norma de un buen disfraz: no hacer preguntas. Y menos, preguntas sugerentes. Porque no hay nada que despierte más sospechas que aquellos que tienen motivos para desconfiar.

El sastre debía de compartir mi opinión porque también él ha guardado silencio. Después ha hecho unos movimientos con la cabeza y se ha alejado. Ha sido entonces cuando, desde la entrada de una tienda, un viejo me ha hecho una seña con la mano. Debe de tener mejor vista que la que yo le presumía.

– Si tienes hambre, el de la espalda roja -me ha ladrado-, piensa que hay carne mejor que la que rebañarás de esos huesos. Porque ésos eran beguinos y se dejaban morir de hambre en nombre de Dios.

Enseguida ha habido quien le ha dicho que mejor que tuviera cerrada la boca. Tengo la satisfacción de decir que todos cuantos lo han oído se lo han dicho. He pensado que ya era hora de retirarse y eso he hecho. Pero he observado que el sastre me miraba con sus ojos oscuros e inquisitivos debajo de sus negras y pobladas cejas.

Ahora poseo nada menos que un trocito de beguina quemada. Está en el sótano. Lo tengo oculto en el escondrijo especial, debajo de la losa de la bodega, junto con mis ropas de mendigo, mi capa especial y los libritos beguinos que me dio mi maestro. Me preocupa, sin embargo, que suelte mal olor, pese a que lo he envuelto en un pedazo de cuero, lo he metido en un tarro y he sellado la tapadera con cera. Como alguien lo huela, que Dios me ayude, ya que entonces encontrarían también los libros, los ungüentos y la carta de Bernard Gui y, en consecuencia, me desenmascararían. Tal vez he cometido un error. Tal vez habría debido vencer mi repulsión, hervir el dedo, limpiarlo bien y convertirlo en un objeto como, por ejemplo, un dije de marfil, o en algo tan inocuo e inofensivo como unos dados de hueso.

Pero seguramente los beguinos no profanan sus reliquias de esa manera. Y debo procurar no ofender a nadie si alguna vez me veo obligado a mostrar el dedo. Aun así, me da que pensar. Y no debería, porque ya tendría que estar acostumbrado a tener restos humanos escondidos en casa. Mi tía solía guardar los cordones umbilicales de sus hijos, ignoro por qué razón. Y muchas veces he encontrado cabellos y uñas de muertos allí donde se considera que guardar esa clase de cosas trae buena suerte.

Pese a todo, sigue planeando en mis pensamientos.

Todavía huelen a humo mis ropas, mi piel, mis cabellos… Huelen hasta, aunque muy levemente, a carne quemada. ¿O es que imagino aquel hedor? Ha pasado a formar parte del recuerdo que debo apartar, aun cuando la imagen continúe tan viva: la imagen de la piel tiznada, salpicada de rojas ampollas, hinchadas, rezumando grasa.

Me ha entrado un horrible dolor de cabeza.

Hoy Martin ha trabajado bien. Su labor con el pergamino ha sido impecable. Así se lo he dicho y se ha puesto muy contento al oírlo. Me ha preguntado sobre la ejecución, pero lo he dejado sin respuesta.

Sin embargo, no sé por qué me preocupo. Su padre no ha hablado de otra cosa, a juzgar por lo que ha llegado a mis oídos. Esta mañana ha salido temprano a la era y ha descrito con todo lujo de detalles la espeluznante escena a su mujer. Según Hugues Moresi, no había en toda la plaza ningún hombre la mitad de imperturbable que él; mientras quién más quién menos vaciaba la panza a derecha e izquierda, él se ha mantenido impávido ante tanto sufrimiento. Las blandenguerías no van con él. Es lo bastante fuerte para ser testigo de la escena y presenciar todo lo que les ha caído encima a esos desgraciados condenados cuyos pecados, ha dicho, no son peores que los de los curas glotones que han acudido a verlos morir.

Pero ya que es tan fuerte, me sorprende que no se haya ofrecido a ayudar a los soldados en la tarea del desmembramiento. De hecho, también me ha sorprendido que haya mostrado simpatía hacia los beguinos muertos. Siempre lo he considerado brutal en sus relaciones con los más jóvenes, más débiles y más desgraciados que él, como hace la mayoría de la gente que presume de fortaleza de carácter.

Dudo, con todo, que sea tan fuerte como dice. De haberse quedado hasta el final, yo lo habría visto. Se había ido tanta gente que no me habría pasado por alto un rostro conocido como el suyo. Apostaría lo que fuese a que se ha refugiado en la primera taberna así que ha visto vaciarse la primera barriga.

Que Dios se apiade de mí. No puedo quedarme aquí por más tiempo.

¡Mi pobre cabeza!

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