21 A Shadar Logoth

¿Llevarnos allí? —repitió Covril mientras miraba con un extraordinario ceño el mapa que Rand sostenía en las manos—. Nos apartaría mucho de nuestra ruta, si no recuerdo mal la localización de Dos Ríos. No pienso perder un solo día más en encontrar a Loial.

Erith asintió con un categórico cabeceo.

—No puedo permitirlo —dijo Haman, con las mejillas todavía húmedas por las lágrimas—. Aridhol, o Shadar Logoth como la llamáis ahora con toda razón, no es lugar para alguien tan joven como Erith. A decir verdad, no es un lugar adecuado para nadie.

Rand dejó caer el mapa y se puso de pie. Conocía Shadar Logoth mejor de lo que habría sido de su agrado.

—No perderéis tiempo. De hecho, lo ganaréis. Os llevaré allí mediante el Viaje, por un acceso. De ese modo habréis recorrido hoy gran parte del camino a Dos Ríos. No tardaremos mucho. Sé que podéis conducirme directamente a la puerta a los Atajos.

Los Ogier eran capaces de percibir estos accesos si se encontraban cerca de ellos.

Esta propuesta requirió otra conferencia detrás de la fuente y en la que exigió tomar parte Erith. Rand sólo logró captar fragmentos de la conversación, pero era evidente que Haman, sacudiendo obstinadamente su enorme cabeza, se oponía al plan, mientras que Covril, con las orejas tan tiesas que la Ogier parecía querer estirar su altura hasta el último centímetro, insistía en aceptar. Al principio, Covril había mirado a Erith con tanto ceño como a Haman; fuera cual fuese la relación entre suegra y nuera entre los Ogier, resultaba evidente que opinaba que la joven no tenía nada que decir en esto. Empero, no tardó mucho en cambiar de parecer. Las mujeres Ogier flanquearon a Haman y lo acribillaron sin darle cuartel:

—… muy peligroso. Demasiado peligroso —llegó como un trueno distante la voz de Haman.

—… estar casi allí hoy… —Un trueno más ligero, que era Covril.

—… ya ha permanecido en el exterior demasiado tiempo… —Un repique cercano a un trueno, de Erith.

—… quien mucho corre, pronto para…

—… mi Loial…

—… mi Loial…

—… el Mashadar bajo nuestros pies…

—… mi Loial…

—… mi Loial…

—… como uno de los Mayores…

—… mi Loial…

—… mi Loial…

Haman regresó junto a Rand tirándose de la chaqueta como si se la hubiesen arrancado casi, seguido por las dos mujeres. Covril mantenía un gesto más relajado que Erith, quien se esforzaba para reprimir una sonrisa, pero sus orejas copetudas se erguían en un idéntico ángulo airoso que de algún modo transmitía satisfacción.

—Hemos decidido aceptar vuestra oferta —anunció, envarado, Haman—. Acabemos de una vez con este ridículo cazcalear para que pueda volver a mis clases. Y al Tocón. Ummm. Ummm. Hay mucho que hablar sobre vos ante el Tocón.

A Rand le importaba poco si Haman le decía al Tocón que era un déspota. Los Ogier se mantenían apartados del resto del mundo excepto para efectuar reparaciones de sus antiguas construcciones, y no parecía probable que ejercieran influencia en los humanos respecto a él, para bien o para mal.

—Bien —contestó—. Mandaré a alguien a la posada en la que os alojáis para recoger vuestras pertenencias.

—Lo tenemos todo aquí. —Covril fue al otro lado de la fuente, se agachó y al incorporarse levantó dos bultos que habían permanecido ocultos por el pilón. Cualquiera de ellos habría resultado pesado para un hombre, pero ella le tendió uno a Erith y se metió la correa que ataba el otro por la cabeza de manera que le quedó cruzada sobre el pecho, en bandolera, con el fardo a la espalda.

—Veréis, si Loial hubiera estado aquí —explicó Erith mientras se acomodaba su fardo—, habríamos emprendido el regreso al stedding Tsofu de inmediato. Si no, habríamos estado preparados para proseguir camino. Sin demora.

—De hecho, estaba el problema de las camas —le confió Haman mientras indicaba con las manos una medida adecuada para un niño humano—. Antaño todas las posadas en el exterior tenían dos o tres cuartos para Ogier, pero ahora es complicado encontrar alguna. Resulta difícil de entender. —Echó una ojeada a los mapas marcados y suspiró—. Resultaba difícil de entender.

Esperando sólo a que Haman recogiera su propio fardo, Rand asió el saidin y abrió un acceso justo al lado de la fuente; la abertura en el aire dejó a la vista una calle en ruinas y plagada de malas hierbas, así como edificios desmoronados.

—Rand al’Thor. —Sulin entró en el patio casi corriendo, a la cabeza de un puñado de sirvientes y gai’shain cargados de mapas. Liah y Cassin llegaron con ella, fingiendo la misma actitud despreocupada, como si estuviesen allí por casualidad—. Pediste más mapas. —En la mirada que Sulin echó al acceso apenas había un atisbo de acusación.

—Allí puedo protegerme a mí mismo mejor de lo que podéis vosotras —le dijo Rand fríamente. No era su intención hablarle así, pero cuando se encontraba dentro del vacío no estaba en su mano darle otro timbre a su voz que no sonara frío y distante—. En ese lugar no hay nada contra lo que vuestras lanzas puedan luchar, y sí algunas cosas contra las que no pueden.

En la actitud de Sulin seguía quedando gran parte de su anterior envaramiento.

—Razón de más para que vayamos —manifestó.

Eso no tenía el menor sentido para quien no fuera Aiel, pero…

—De acuerdo —accedió Rand. Trataría de seguirlo, si rehusaba; llamaría a las Doncellas, quienes intentarían saltar a través del acceso aun en el caso de que él lo estuviese cerrando—. Supongo que tienes al resto de tu guardia de hoy ahí al lado. Dales un silbido y que entren. Pero todo el mundo tiene que permanecer cerca de mí y no tocar nada. Y date prisa. Quiero acabar de una vez con esto. —Los recuerdos que guardaba de Shadar Logoth no eran agradables.

—Como insististe, les mandé que se marcharan —explicó Sulin con mala cara—. Dame el tiempo que tardes en contar despacio hasta cien.

—Hasta diez.

—Cincuenta.

Rand asintió y los dedos de Sulin se movieron velozmente. Jalani entró corriendo a palacio. Sulin volvió a mover las manos. Tres mujeres gai’shain dejaron caer los montones de mapas que cargaban en los brazos, con gesto estupefacto —los Aiel jamás evidenciaban tal estupor—, se recogieron las largas faldas blancas y desaparecieron hacia el interior de palacio en distintas direcciones; pero, a pesar de la rapidez con que actuaron, Sulin se les adelantó.

Cuando Rand llegaba a veinte en la cuenta, empezaron a entrar Aiel al patio en tropel, a través de las ventanas, saltando desde los balcones. Rand casi perdió la cuenta. Todos iban con el rostro velado y sólo había algunas Doncellas. Miraron de hito en hito en derredor, desconcertados, cuando vieron sólo a Rand y a tres Ogier, que los miraron con curiosidad, parpadeando. Algunos se bajaron el velo. Los sirvientes de palacio se abrazaban, en una temblorosa piña.

El flujo continuó incluso después de que Sulin hubo regresado, sin cubrirse con el velo, justo a la cuenta de cincuenta; el patio estaba lleno de Aiel. Enseguida se hizo evidente que Sulin había hecho correr la voz de que el Car’a’carn estaba en peligro, el único modo que se le ocurrió de reunir suficientes lanzas en el tiempo concedido por Rand. Hubo unos pocos entre los hombres que rezongaron, pero en su mayoría decidieron que era una buena broma, y algunos incluso rieron o hicieron sonar las lanzas contra los escudos. Sin embargo, ninguno se marchó; miraron al acceso y se pusieron en cuclillas para ver qué estaba pasando.

Con el oído aguzado por el Poder, Rand escuchó a una Doncella llamada Nandera, nervuda pero todavía atractiva a pesar de tener más cabellos grises que rubios, susurrarle a Sulin:

—Hablaste a unas gai’shain como a Far Dareis Mai.

—Lo hice, sí. —Los azules ojos de Sulin sostuvieron la mirada de los verdes de Nandera—. Nos ocuparemos de ello cuando Rand al’Thor esté hoy a salvo.

—Bien, cuando esté a salvo —accedió Nandera.

Sulin escogió rápidamente a veinte Doncellas, algunas de las cuales habían sido parte de la guardia de aquella mañana, y otras que no; pero, cuando Urien empezó a elegir Escudos Rojos, hombres de otras sociedades insistieron en que debía incluírselos a ellos. Esa ciudad que se atisbaba a través del acceso parecía un lugar donde podían hallarse enemigos, y había que proteger al Car’a’carn. En honor a la verdad, ningún Aiel le daba la espalda a un posible combate, y cuanto más jóvenes eran más probabilidades había de que trataran de intervenir en uno. Estuvo a punto de organizarse otra discusión cuando Rand dijo que los hombres no podían superar el número de Doncellas —eso habría sido una deshonra para las Far Dareis Mai, puesto que él les había hecho depositarias de su honor— y que no podían ir más Doncellas de las que Sulin ya había escogido. Realmente los iba a conducir a un sitio donde ninguna habilidad combativa podría protegerlos, y cada uno que lo acompañara sería una persona más de la que tendría que cuidar. Eso no lo dijo; a saber el honor de quién ofendería si lo hacía.

—Recordad —advirtió una vez que las cosas quedaron arregladas—: no toquéis nada, no cojáis nada, ni siquiera un sorbo de agua. Y quedaos donde pueda veros en todo momento. No entréis en ningún edificio por ninguna razón.

Haman y Covril asintieron con enérgicos cabeceos, lo que pareció impresionar a los Aiel más que sus palabras. Tanto daba; lo importante es que se sintieran impresionados.

Cruzaron por el acceso a una ciudad muerta desde hacía mucho tiempo; una ciudad más que muerta.

Un sol dorado, que había superado la mitad del arco hacia su cenit, caía a plomo sobre las ruinas de una pasada grandeza. Aquí y allí, una enorme cúpula intacta remataba un palacio de pálido mármol, pero abundaban más las que tenían agujeros que las que no, y en la mayoría de los casos sólo restaba un fragmento curvo y quebrado. Largas columnatas conducían hacia torres más altas que las soñadas jamás por Cairhien, en su mayor parte acabadas en picos irregulares. Había techos desplomados por doquier, ladrillos y piedras aparecían esparcidos sobre el pavimento resquebrajado por el desplome de edificios y paredes. Fuentes y monumentos rotos decoraban cada cruce. Árboles raquíticos, medio muertos por la sequía, salpicaban grandes montículos de cascotes. Hierba muerta perfilaba las grietas de calles y edificios. No se movía nada, ni un pájaro ni una rata ni un soplo de brisa. El silencio envolvía Shadar Logoth. Shadar Logoth: Donde Acecha la Sombra.

Rand dejó que el acceso desapareciera. Ningún Aiel se quitó el velo. Los Ogier miraban en derredor, los rostros tensos y las orejas echadas hacia atrás. Rand mantuvo asido el saidin en esa constante pugna que, según Taim, hacía que un hombre supiera que estaba vivo. Aunque no hubiese sido capaz de encauzar —y quizá más aún en tal caso— le habría gustado tener ese recordatorio allí.

Aridhol había sido una gran capital en los tiempos de la Guerra de los Trollocs, una aliada de Manetheren y del resto de las diez naciones. Cuando aquellos conflictos se prolongaron lo suficiente para empequeñecer la Guerra de los Cien Años, cuando parecía que la Sombra se alzaba vencedora en todas partes y cada victoria de la Luz sólo servía para ganar un poco de tiempo, un hombre llamado Mordeth se convirtió en consejero en Aridhol y recomendó que, para ganar, para sobrevivir, Aridhol debía ser más dura que la Sombra, más cruel que la Sombra, más desconfiada. Así acabaron haciéndolo, poco a poco, hasta que al final Aridhol se volvió, si no más, sí igual de negra que la Sombra. Cuando todavía la encarnizada guerra contra los trollocs se hallaba en pleno apogeo, Aridhol terminó encerrándose en sí misma, replegándose sobre sí misma, consumiéndose a sí misma.

Pero dejó algo atrás, algo que había impedido que nadie volviera a vivir allí. Hasta la más pequeña piedrecilla de ese lugar estaba impregnada del odio y la desconfianza que habían acabado con Aridhol y creado Shadar Logoth. Con el tiempo, hasta el más pequeño guijarro podía contagiar ese mal, como una infección.

Y quedaba algo más que esa infección, aunque tal cosa bastara para que ninguna persona en su sano juicio se acercara a la ciudad.

Rand giró lentamente sobre sí mismo contemplando las ventanas semejantes a cuencas oculares con los ojos arrancados. A pesar de que el sol estaba alto podía percibir observadores ocultos. Cuando había estado allí por primera vez, esa sensación no la había experimentado con tanta fuerza hasta que el sol empezó a meterse. Sí, quedaba mucho más que la contaminación. Un ejército trolloc acampado allí había muerto, desaparecido excepto por los mensajes garabateados en las paredes con sangre, suplicando al Oscuro que los salvara. La noche no era un tiempo para pasarlo en Shadar Logoth.

«Este lugar me asusta —murmuró Lews Therin más allá del vacío—. ¿A ti no?»

Rand contuvo la respiración. ¿Estaba la voz dirigiéndose realmente a él? «Sí, claro que me asusta».

«Hay oscuridad aquí. Una negrura más profunda que el negro. Si el Oscuro decidiese vivir entre los hombres, escogería este lugar».

«Lo haría, sí».

«He de matar a Demandred».

Rand parpadeó desconcertado. «¿Tiene Demandred alguna relación con Shadar Logoth? ¿Con este sitio?»

«Recuerdo haber matado finalmente a Ishamael. —Había un dejo de sorpresa en la voz ante un nuevo descubrimiento—. Merecía morir. También Lanfear lo merecía, pero me alegro de no haber sido yo quien la mató».

¿Sería sólo casualidad que la voz se estuviese dirigiendo a él? ¿Estaba Lews Therin oyéndolo, respondiéndole? «¿Cómo maté…? ¿Cómo mataste a Ishamael? Dime cómo lo hiciste».

«Morir. Anhelo el descanso de la muerte. Pero no aquí. No quiero morir aquí».

Rand suspiró. Sólo coincidencia. Tampoco él querría morir en este lugar. Un palacio que se alzaba a corta distancia, con las columnas del pórtico rotas, estaba claramente inclinado hacia la calle. Se desplomaría en cualquier momento y los enterraría donde estaban parados.

—¡Adelante! —le dijo a Haman, y añadió dirigiéndose a los Aiel—: Recordad lo que os he advertido. No toquéis nada, no cojáis nada, y permaneced donde pueda veros.

—No imaginé que estaría tan mal —murmuró Haman.

—Casi se ha llevado la puerta a los Atajos —gimió Erith.

Covril daba la sensación de que habría salido corriendo de no ser por su dignidad. Los Ogier eran muy perceptivos del ambiente de un lugar. Haman, cuyo sudoroso rostro no tenía nada que ver con el calor, señaló:

—Por ahí.

El pavimento roto crujía bajo las botas de Rand como huesos desmenuzándose. Haman los condujo girando en esquinas y a lo largo de calles, pasando ante montones y montones de ruinas, pero manteniendo la dirección sin vacilar. Los Aiel, a su alrededor, avanzaban de puntillas; por encima de los negros velos, sus ojos no parecían estar esperando un ataque, sino como si éste ya se hubiese producido.

Los observadores ocultos y los desmoronados edificios revivieron en Rand unos recuerdos que habría preferido evitar. Aquí Mat había iniciado el camino que lo llevó al Cuerno de Valere, un periplo que casi había acabado con él y que tal vez lo había conducido a Rhuidean y al ter’angreal del que no quería hablar. Aquí Perrin había desaparecido cuando todos se vieron obligados a huir en plena noche, y cuando Rand volvió a verlo, muy lejos de este lugar, tenía los ojos dorados, un aire triste y secretos que Moraine jamás había compartido con Rand.

Él mismo no había salido indemne, aunque Shadar Logoth no lo afectó directamente. Padan Fain los siguió a todos hasta aquí: a él, a Mat y a Perrin, a Moraine y a Lan, a Nynaeve y a Egwene. Padan Fain, un Amigo Siniestro. Ahora más que eso, y peor, según dijo Moraine. Fain los había seguido a todos hasta este lugar, pero cuando se marchó era algo más que Fain; o algo menos. Fain, hasta donde siguiera siendo Fain, quería ver muerto a Rand. Había amenazado a todos sus seres queridos si no se reunía con él. Y Rand no había acudido. Perrin se había ocupado de ese asunto, poniendo a salvo Dos Ríos, pero ¡Luz, cómo dolía! ¿Qué habría estado haciendo Fain con los Capas Blancas? ¿Es que Pedron Niall era un Amigo Siniestro? Si podían serlo unas Aes Sedai, entonces también podía un capitán general de los Hijos de la Luz.

—Ahí está —anunció Haman, y Rand sufrió un sobresalto. Shadar Logoth era el lugar menos indicado para quedarse absorto en reflexiones.

Donde el Mayor se había parado había sido una espaciosa plaza antaño, aunque ahora un erosionado montículo de escombros llenaba uno de los extremos. En medio de la plaza, donde tendría que haber habido una fuente, se alzaba en cambio una ornamentada valla afiligranada de algún tipo de metal brillante, de altura adecuada para los Ogier, y sin sufrir los estragos del óxido. Rodeaba lo que parecía ser un tramo de un alto muro de piedra, con tallas de parras y enredaderas tan delicadas que uno esperaba sentir la brisa que las agitaba, que sorprendía que fueran grises en vez de verdes. Era la puerta a los Atajos, aunque ciertamente su aspecto no correspondía a ninguna clase de puerta.

—Talaron la arboleda tan pronto como los Ogier partieron de regreso al stedding —murmuró Haman enfadado; las largas cejas colgaban en un gesto de disgusto—. Antes de veinte o treinta años, y ampliaron la ciudad.

Rand tocó la valla con un flujo de Aire mientras se preguntaba cómo cruzarla, y parpadeó cuando todo el conjunto se desmoronó en veinte trozos o más con un sonoro y estremecedor golpeteo metálico que hizo saltar a los Ogier. Rand sacudió la cabeza. Por supuesto. Un metal que había sobrevivido durante tanto tiempo sin una sola picadura de óxido tenía que estar forjado con el Poder; tal vez incluso era una reliquia de la Era de Leyenda, pero las junturas que habían mantenido ensambladas las distintas piezas estaban corroídas hacía mucho tiempo, esperando un ligero empellón para venirse abajo.

—Os pediría que no la abrieseis —dijo Covril al tiempo que ponía una mano sobre su hombro—. Sin duda Loial os habrá dicho cómo hacerlo, ya que siempre mostró demasiado interés en esa clase de cosas, pero los Atajos son peligrosos.

—Puedo clausurarla —sugirió Haman—, de manera que para abrirla de nuevo sea necesario el Talismán de Nacimiento. Ummm. Ummm. Una tarea sencilla de fácil ejecución. —Empero, no parecía muy deseoso de hacerlo. En realidad, no avanzó un solo paso.

—Tal vez sea necesario utilizarla en algún momento y sin tiempo para ir a buscar ningún talismán —le dijo Rand.

Cabía la posibilidad de tener que utilizar todos los Atajos, por muy peligrosos que fueran. Si fuese capaz de limpiarlos de algún modo… Esa era una idea tan pretenciosa por su parte como la fanfarrona afirmación ante Taim de que limpiaría el saidin.

Empezó a tejer el saidin alrededor de la puerta a los Atajos, utilizando los Cinco Poderes al completo, e incluso volvió a levantar los fragmentos de la valla y los puso en su lugar. Desde el primer flujo que encauzó, la infección pareció vibrar dentro de él, una trepidación que aumentó lentamente. Tenía que deberse a la perversidad de la propia Shadar Logoth, una resonancia de dos influjos malignos. Aun estando dentro del vacío se sintió mareado con esas vibraciones, como si el mundo oscilara bajo sus pies al mismo compás; la horrible náusea lo hizo desear vomitar hasta la última papilla. Aun así, perseveró. No podía destacar hombres allí para montar guardia por la misma razón que no se había planteado enviarlos a buscar la puerta.

Lo que tejió y después invirtió era una especie de trampa perversa muy apropiada a un lugar perverso; una salvaguarda de indescriptible maldad. Los humanos podían cruzarla sin sufrir daño, puede que incluso los Renegados —tenía capacidad para protegerla contra humanos o Engendros de la Sombra, no contra ambos— y ni siquiera un Renegado varón podría detectarla. Si cualquier tipo de Engendro de la Sombra la cruzaba… Ahí estaba la perversidad. No morirían de inmediato; puede que sobrevivieran incluso para tener tiempo de llegar más allá de las murallas de la ciudad. El suficiente para morir lejos, no allí, donde pondrían sobre aviso a los próximos Myrddraal que llegaran. El suficiente para que un ejército de trollocs saliera al completo, y fuera recogiendo a sus muertos a medida que lo hacía. Lo bastante cruel para ser digno de un trolloc. Crear la trampa le revolvió el estómago tanto como la infección del saidin.

Atar el tejido y soltar la Fuente sólo conllevó un ligero alivio. El residuo de la contaminación que siempre persistía vibraba aún en su interior; era casi como si el suelo bajo sus pies palpitara. Le dolían los oídos y los dientes. Ardía en deseos de marcharse de allí.

Inhaló profundamente y se preparó para encauzar otra vez y abrir un acceso, pero se detuvo, fruncido el entrecejo. Contó rápidamente a todos; los contó por segunda vez, más despacio.

—Falta alguien. ¿Quién?

Los Aiel sólo tardaron unos segundos en comprobarlo.

—Liah —respondió Sulin a través del velo.

—Estaba justo detrás de mí. —Era la voz de Jalani, no cabía la menor duda.

—Quizá vio algo —dijo otra Doncella que Rand creyó identificar como Desora.

—¡Os dije a todos que permanecieseis juntos! —La ira chocó contra el vacío como olas rompiendo en un acantilado. Faltaba una de ellas, sola en este lugar, y se lo tomaban con aquella maldita frialdad Aiel. Faltaba una Doncella. Una mujer, en Shadar Logoth—. ¡Cuando la encuentre…!

Reprimió poco a poco, con denuedo, la cólera que amenazaba con desbordar el vacío que lo rodeaba. Lo que deseaba hacerle a Liah era gritarle hasta que se desmayara, enviarla a Sorilea para el resto de su vida. Esa ira ansiaba matar con una intensidad candente.

—Dividíos en parejas. Gritad, buscad en todas partes, pero no entréis en los edificios en ninguna circunstancia. Y manteneos alejados de las sombras. Podéis morir aquí antes de daros cuenta de lo que pasa. Todos podéis morir antes de que nadie se dé cuenta. Si la veis en un edificio, aunque parezca encontrarse bien, llamadme a no ser que ella salga a vuestro encuentro.

—Acortaríamos la búsqueda si vamos solos en lugar de hacerlo en parejas —adujo Urien, a lo que Sulin asintió en señal de conformidad. Fueron muchos los asentimientos de cabeza.

—¡En parejas! —Rand tuvo que reprimir de nuevo la cólera. «¡Así la Luz abrase la obstinación Aiel!»—. Al menos de ese modo tendréis alguien que os cubra la espalda. Por una vez, haced lo que os digo sin discutir. Ya he estado aquí, y sé un poco lo que es este sitio.

Unos minutos después, en su mayoría perdidos discutiendo cuántos debían quedarse con Rand, veinte parejas de Aiel se desplegaron por los alrededores. La que se quedó con él era Jalani, creía Rand, aunque no resultaba fácil de asegurar con el velo. Por una vez no parecía contenta de ocuparse de la seguridad de Rand; los verdes ojos traslucían un atisbo de malhumor.

—Supongo que nosotros podríamos formar otro par —sugirió Haman, mirando a Covril.

—Sí —asintió ésta—. Y Erith que se quede aquí.

—¡No! —protestaron casi al unísono Rand y Erith. Los dos Ogier mayores se volvieron hacia la joven con un gesto de severa desaprobación. Las orejas de Erith se hundieron hasta dar la impresión de que se le iban a caer.

Rand controló su genio firmemente. En tiempos parecía que estando envuelto en el vacío la ira quedaba lejos, en alguna parte, unida a él por un mero hilo; pero cada vez parecía estar más próxima a superarlo, a traspasar la barrera del vacío. Cosa que seguramente sería desastrosa. Aparte de eso, sin embargo…

—Lo lamento. No tenía derecho a gritaros, Mayor Haman, ni a vos, Oradora Covril. —¿Era ésa la forma correcta de dirigirse a ella? ¿Era siquiera algún tipo de título? Sus expresiones no le aclararon ni lo uno ni lo otro—. Os agradecería mucho que todos os quedaseis conmigo. Así podremos buscar juntos.

—Por supuesto —respondió Haman—. En realidad no veo cómo puedo ofreceros más protección de la que vos mismo os podéis dar, pero es vuestra.

Covril y Erith asintieron con aprobación. Rand no tenía la más remota idea de a qué se refería Haman, pero no consideró que fuera el momento más oportuno para hacer preguntas, con los tres aparentemente animados a protegerlo. A Rand no le cabía duda de ser capaz de protegerlos a ellos mientras se mantuvieran cerca.

—Siempre y cuando sigas tus propias reglas, Rand al’Thor. —La Doncella de verdes ojos era, efectivamente, Jalani, y hablaba como animada de que no tuviera que quedarse quieta allí y esperar.

Rand confiaba en haber sabido hacer entender mejor a los demás lo que era realmente este sitio. Desde el principio la búsqueda resultó frustrante. Recorrieron las calles de arriba abajo, observados por ojos invisibles, a veces encaramándose a los montones de escombros, turnándose para llamar «¡Liah! ¡Liah!». Los gritos de Covril hacían crujir las paredes inclinadas; los de Haman las hacían gemir de un modo ominoso. No había respuesta. Los únicos sonidos eran los gritos de los grupos de búsqueda y los burlones ecos a lo largo de las calles: ¡Liah! ¡Liah!

—No creo que haya llegado tan lejos, Rand al’Thor —dijo Jalani. Para entonces, el sol había llegado casi a su cenit—. No a menos que estuviera intentando esquivarnos, y eso no lo haría.

Rand se volvió hacia ella; había estado escudriñando a través de las columnas sumidas en sombras que se alzaban al final de una escalinata, tratando de atisbar el interior de la inmensa cámara que había detrás. Hasta donde le alcanzaba la vista, allí sólo había polvo. Ninguna huella. Los observadores ocultos se habían retirado, sin desaparecer del todo, pero casi.

—Tenemos que buscar tanto como nos sea posible. A lo mejor se ha… —No supo cómo terminar la frase—. No la dejaré aquí, Jalani.

El sol siguió desplazándose hacia el cenit y lo rebasó; Rand se encontraba en lo alto de lo que había sido un palacio, o tal vez toda una manzana de edificios, pero que ahora era un cerro de escombros lo bastante erosionado en el transcurso de los años para que sólo unos cuantos ladrillos y fragmentos de piedra cincelada que sobresalían de la capa de tierra seca revelaran que había sido algo más que un montículo.

—¡Liah! —gritó, haciendo bocina con las manos—. ¡Liah!

—Rand al’Thor —llamó una Doncella desde la calle de más abajo; se bajó el velo para que viera que era Sulin. Ella y otra Doncella, todavía velada, se habían detenido junto a Jalani y a los Ogier—. Baja.

Él descendió del montículo levantando una polvareda y lanzando una lluvia de fragmentos de ladrillo y piedra, tan deprisa que a punto estuvo de caer dos veces.

—¿La habéis encontrado?

Sulin sacudió la cabeza.

—Deberíamos, a estas alturas, si estuviese viva. No se habría alejado mucho sola. Y, si alguien se la ha llevado lejos, se la habrá llevado muerta, diría yo; no sería fácil de otro modo. Y, si estaba tan mal herida que no pudo responder a nuestras llamadas, creo que eso también significa que ha muerto.

Haman suspiró tristemente. Las largas cejas de las mujeres Ogier cayeron hasta sus mejillas; por alguna razón, su actitud triste, de lástima, iba dirigida a Rand.

—Seguid buscando —dijo éste.

—¿Podemos mirar dentro de los edificios? Hay muchas habitaciones que no vemos desde fuera.

Rand vaciló. Acababa de empezar la tarde, y ya volvía a percibir los ojos observando. Tan intensos como a la caída del sol la primera vez que había estado allí. Las sombras no eran lugar seguro en Shadar Logoth.

—No. Pero seguimos buscando.

Rand perdió la noción del tiempo; no sabía cuánto llevaba subiendo por una calle y bajando por otra, gritando, pero finalmente Urien y Sulin se plantaron delante de él, ambos con el rostro velado. El sol se estaba poniendo tras las copas de los árboles, una bola roja como la sangre en un cielo sin nubes. Las sombras se alargaban sobre las ruinas.

—Buscaremos hasta que tú quieras —dijo Urien—, pero se ha hecho todo lo que se ha podido llamando y buscando. Si pudiéramos entrar en los edificios…

—No. —Su voz sonó ronca, y Rand se aclaró la garganta. Luz, qué ganas tenía de beber un poco de agua. Los invisibles observadores cubrían cada ventana, cada abertura, a millares, aguardando, expectantes. Y las sombras envolvían la ciudad. Las sombras no eran seguras en Shadar Logoth, pero con la oscuridad venía la muerte. El Mashadar se levantaba con el ocaso—. Sulin, yo…

Era incapaz de decir que tenían que darse por vencidos, dejar a Liah allí, estuviese viva o muerta, tal vez tendida en alguna parte, inconsciente, detrás de una pared o debajo de un montón de ladrillos que a lo mejor se habían desplomado sobre ella. Era posible.

—Lo que quiera que nos está vigilando aguarda a que llegue la noche, creo —dijo Sulin—. Me asomé a algunas ventanas donde algo me estaba mirando, pero no había nada. Danzar las lanzas con algo que no podemos ver no será fácil.

Rand comprendió que había querido que la Doncella le repitiera que Liah debía de estar muerta, que podían marcharse. Pero era posible que la mujer se encontrara herida en alguna parte. Tocó el bolsillo de la chaqueta; el angreal del hombrecillo gordo se había quedado en Caemlyn, con su espada y su cetro. Moraine era de la opinión que ni la Torre Blanca al completo podría acabar con el Mashadar. Si es que podía decirse que era algo vivo. Haman carraspeó.

—Por lo que recuerdo de Aridhol —empezó, fruncido el entrecejo—, es decir, de Shadar Logoth, cuando el sol se meta probablemente muramos todos.

—Sí. —Rand pronunció la palabra a regañadientes. Por un lado, Liah, que quizás estaba viva. Por el otro, todos los demás. Covril y Erith se habían apartado un poco y tenían juntas las cabezas. Captó un murmullo sobre «Loial».

«La muerte es más liviana que una pluma, el deber más pesado que una montaña».

Lews Therin tenía que haber aprendido ese dicho de él —al parecer los recuerdos fluían en ambas direcciones— pero las palabras le traspasaron el corazón.

—Debemos marcharnos —les dijo—. Tanto si Liah está viva como si está muerta, tenemos… tenemos que irnos.

Urien y Sulin se limitaron a asentir con la cabeza, pero Erith se acercó y le palmeó el hombro con una sorprendente suavidad para una mano que podría abarcar su cabeza.

—No quisiera molestaros, pero nos hemos quedado más de lo que pensábamos. —Haman señaló el sol poniente—. Si nos hacéis el favor de sacarnos de la ciudad del mismo modo que nos trajisteis a ella, os quedaría profundamente agradecido.

Rand recordó la foresta que se alzaba a corta distancia de Shadar Logoth. Esta vez no habría Myrddraal ni trollocs, pero sí un denso bosque, y sólo la Luz sabía a qué distancia se encontraba el pueblo más próximo ni en qué dirección.

—Haré algo mejor —contestó—. Puedo llevaros a la misma región de Dos Ríos en el mismo tiempo.

Los dos Ogier mayores asintieron seriamente.

—Que la bendición de la Luz y la quietud sean con vos por vuestra ayuda —musitó Covril.

Las orejas de Erith se agitaron con ansiedad, quizás a partes iguales por ver a Loial y por salir de Shadar Logoth.

Rand vaciló un momento. Seguramente Loial se hallaba en Campo de Emond, pero no podía llevarlos allí. Demasiado riesgo de que la noticia de su visita saliera de la región. Entonces, a las afueras del pueblo, lo bastante lejos para evitar las granjas que se apiñaban en los aledaños.

La raya vertical de luz apareció y se ensanchó; la infección volvió a retumbar con fuerza dentro de él, peor que antes; el suelo parecía golpear en las suelas de sus botas.

Media docena de Aiel saltaron a través del acceso y los tres Ogier los siguieron con una premura que no era del todo impropia en esas circunstancias. Rand hizo un alto y volvió a mirar la ciudad en ruinas. Había prometido dejar que las Doncellas murieran por él.

Cuando el último de los Aiel hubo cruzado el acceso se oyó un siseo de Sulin y Rand la miró, pero los ojos de la mujer estaban prendidos en su mano; en la palma, donde se había abierto una raja con las uñas por la que manaba sangre. Envuelto como estaba en el vacío, el dolor podría haber sido de otra persona. La marca física no importaba; se curaría. Se había hecho otras más profundas dentro, donde nadie pudiera verlas. Una por cada Doncella muerta, y no dejaba que se le cerraran nunca.

—Hemos acabado aquí —manifestó y, pasando por el acceso, salió en Dos Ríos. El doloroso pálpito desapareció al mismo tiempo que el acceso.

Fruncido el entrecejo, Rand trató de orientarse. Situar con precisión un acceso no resultaba fácil cuando era en un lugar donde no se había estado anteriormente, pero él había escogido un campo que conocía, un prado de malas hierbas a dos horas de camino de Campo de Emond, al sur, que nadie utilizaba nunca para nada. En el refulgente ocaso, sin embargo, vio un numeroso rebaño de ovejas y a un chiquillo con un cayado en la mano y un arco a la espalda que los miraba de hito en hito a cien pasos de distancia. Rand no necesitó el Poder para darse cuenta de que el chico tenía los ojos desorbitados, y con toda razón. Dejó caer el cayado y salió corriendo hacia una granja que no había allí cuando Rand había estado por última vez. Una granja techada con tejas.

Durante un momento se preguntó si realmente estaban en Dos Ríos. Sí; el entorno, el olor del aire, le confirmaban que estaba en el hogar. Todos los cambios de los que Bode y las otras chicas le habían hablado… en realidad no los había asimilado; nada cambiaba nunca en Dos Ríos. ¿Debería mandar de vuelta a las chicas aquí, a casa? «Lo que tienes que hacer es mantenerte lejos de ellas». Era una idea irritante.

—Campo de Emond está en esa dirección —señaló. Campo de Emond. Perrin. Tal vez Tam estaría también allí, y la Posada del Manantial, con los padres de Egwene—. Es donde Loial debería encontrarse. No sé si llegaréis antes de que oscurezca. Podríais acercaros a esa granja. Estoy seguro de que os proporcionarán un lugar donde dormir. No les habléis de mí. No le contéis a nadie cómo llegasteis aquí.

El chico lo había visto, pero lo que dijese un chiquillo podría tomarse como una exageración cuando aparecieran los Ogier.

Haman y Covril se acomodaron los bultos a la espalda e intercambiaron una mirada.

—No diremos nada sobre cómo hemos llegado —contestó la mujer—. Que la gente imagine lo que quiera.

Haman se atusó la perilla y se aclaró la garganta.

—No hagáis que os maten.

A pesar del vacío, Rand no pudo menos de sobresaltarse.

—¿Cómo decís?

—El camino que tenéis ante vos —retumbó Haman— es largo, oscuro y, mucho me temo, sangriento. También me temo que nos conduciréis a todos por ese camino. Pero debéis vivir para llegar al final.

—Lo haré —contestó Rand, cortante—. Que os vaya bien. —Trató de dar cierto tono afectuoso a su despedida, algún sentimiento, pero dudaba que lo hubiese conseguido.

—Que os vaya bien —contestó Haman, secundado por las dos mujeres antes de que los tres se volvieran en dirección a la granja. Pero, a juzgar por el tono, ni siquiera Erith parecía creerlo.

Rand se demoró un instante más. En la puerta de la casa había aparecido gente que contemplaba a los Ogier que se acercaban hacia ellos, pero Rand miraba al noroeste, no hacia Campo de Emond, sino en la dirección donde estaba la granja en la que había crecido. Cuando se dio media vuelta y abrió el acceso a Caemlyn, fue como si se arrancara de cuajo un brazo. Ese dolor era una marca conmemorativa mucho más adecuada a la memoria de Liah que un simple arañazo.

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