2 Llega otro viajero

Mazrim Taim. Antes que Rand otros hombres habían proclamado ser el Dragón Renacido a lo largo de los siglos. En los últimos años se había producido una plétora de falsos Dragones, algunos de los cuales poseían capacidad para encauzar. Mazrim Taim era uno de ellos; había reclutado un ejército y causó estragos en Saldaea antes de que lo prendieran. La expresión de Bashere no cambió, pero aferró la empuñadura de la espada con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos; Tumad lo miraba, a la espera de sus órdenes. Para empezar, la huida de Taim cuando iba de camino a Tar Valon para ser amansado era el motivo de que Bashere hubiese ido a Andor. Hasta ese punto Saldaea temía y odiaba a Mazrim Taim; la reina Tenobia había enviado a su mariscal con un ejército para perseguir al hombre dondequiera que se dirigiese y el tiempo que hiciese falta por mucho que fuera, con tal de asegurarse de que Taim no volvería a ocasionar problemas a Saldaea.

Las Doncellas conservaron la calma, pero el nombre se propagó entre los andoreños como una antorcha arrojada en un pastizal seco. A Arymilla acababan de incorporarla, pero los ojos de la noble se pusieron en blanco otra vez; se habría desplomado de nuevo si Karind no la hubiese sostenido para tumbarla con cuidado en el suelo. Elegar retrocedió tambaleándose hasta la columnata, se dobló por la cintura y vomitó ruidosamente. Los demás reaccionaron con exclamaciones ahogadas y pánico, llevándose pañuelos a la boca y asiendo las empuñaduras de las espadas. Hasta la imperturbable Karind se lamió los labios con nerviosismo.

Rand sacó la mano del bolsillo de su chaqueta.

—La amnistía —dijo, y los dos saldaeninos le asestaron una larga e intensa mirada.

—¿Y si no ha venido por vuestra amnistía? —inquirió Bashere al cabo de un momento—. ¿Y si todavía afirma ser el Dragón Renacido?

Los andoreños rebulleron con inquietud; nadie deseaba encontrarse en las inmediaciones de un lugar donde podría utilizarse el Poder Único en un duelo.

—Si piensa eso —manifestó firmemente Rand—, lo sacaré de su error. —En el bolsillo guardaba un angreal muy peculiar, uno creado para ser utilizado por hombres, la figurilla de un hombre gordo con una espada. Por fuerte que fuese Taim no podría hacer frente a algo así—. Pero si ha venido por la amnistía, la tendrá, al igual que cualquier otro.

Fuera lo que fuera lo que Taim había hecho en Saldaea, Rand no podía permitirse el lujo de rechazar a un hombre capaz de encauzar, un hombre al que no sería necesario enseñar desde el principio, empezando por los primeros pasos. Necesitaba a un hombre así. No rechazaría a nadie excepto a uno de los Renegados; no a menos que se viera forzado a hacerlo. «Demandred y Sammael, Semirhage y Mesaana, Asmodean y…» Rand obligó a Lews Therin a recluirse de nuevo en lo más recóndito de su mente; en ese momento no podía permitirse distracciones.

Bashere hizo de nuevo una pausa antes de hablar, pero finalmente asintió con la cabeza y soltó la espada.

—Vuestra amnistía sigue teniendo vigencia, por supuesto, pero fijaos bien en esto, Rand al’Thor: si Taim vuelve a poner un pie en Saldaea, no vivirá para salir de allí. Hay demasiados recuerdos, y ninguna orden mía ni de la propia Tenobia podría impedirlo.

—Lo mantendré lejos de Saldaea. —Una de dos: o Taim había acudido para someterse a él o sería preciso matarlo. En un gesto inconsciente Rand se llevó la mano al bolsillo y apretó la figurilla del hombre gordo a través del paño—. Traedlo aquí.

Tumad miró a Bashere, pero el breve cabeceo del mariscal asintiendo fue tan inmediato que dio la impresión de que Tumad inclinaba la cabeza obedientemente en respuesta a la orden expresada en voz alta por Rand, que a pesar de su repentina irritación no dijo nada. Tumad salió presuroso con su peculiar forma de caminar, ligeramente bamboleante. Bashere se cruzó de brazos y permaneció de pie con aire relajado. Sin embargo, aquellos oscuros y rasgados ojos, clavados en el lugar por el que Tumad había salido, le daban la imagen de un hombre en alerta y preparado para matar.

De nuevo se produjo el nervioso movimiento de pies entre los andoreños, un indeciso alejarse unos pasos para después desandarlos y volver al mismo sitio. Respiraban como si hubiesen corrido kilómetros.

—Podéis marcharos —les dijo Rand.

—Por lo que a mí respecta, me quedo con vos —empezó Lir justo en el momento en que Naean decía secamente:

—No huiré de…

Querían demostrarle que no tenían miedo aunque estuviesen a punto de ensuciarse encima; deseaban salir corriendo olvidando la poca dignidad que todavía no le habían echado a los pies para que la pisoteara. La elección era sencilla. Él era el Dragón Renacido y ganarse su favor significaba obedecer; además, en este caso obedecer coincidía con sus deseos. Hubo un agitado trajín de reverencias e inclinaciones de cabezas, de apresurados murmullos de «con vuestro permiso, mi señor Dragón» y «como ordenéis, mi señor Dragón» y salieron… no exactamente disparados, pero sí caminando tan deprisa como les era posible sin parecer que salían pitando. Y justo en dirección contraria a la tomada por Tumad; era obvio que querían evitar el riesgo de toparse con Mazrim Taim mientras éste se dirigía hacia el patio.

La espera se hizo más larga con el calor; se tardaba un rato en conducir a un hombre a través de los numerosos pasillos que había desde las puertas principales, pero una vez que los andoreños se hubieron marchado nadie se movió. Bashere seguía con la vista fija en la dirección por la que aparecería Taim. Las Doncellas observaban vigilantes todo, pero siempre lo hacían; y, si daban la impresión de estar prestas a cubrirse con el velo en cualquier momento, también hacían eso siempre. Salvo por los ojos, habríase dicho que eran estatuas.

Finalmente el sonido de botas resonó en el patio. Rand estuvo a punto de aferrar el saidin, pero se contuvo. Ese hombre se daría cuenta de que estaba en contacto con el Poder tan pronto como entrara en el patio, y Rand no podía permitirse el lujo de parecer que le tenía miedo.

Tumad salió primero al patio soleado, seguido de un hombre de cabello negro y algo más alto que la talla media, cuya tez atezada y ojos rasgados lo señalaban como otro saldaenino, aunque iba pulcramente afeitado y vestido como cualquier mercader próspero de Andor que está pasando un mal momento. La chaqueta azul oscuro era de buena lana e iba ribeteada con terciopelo de una tonalidad más oscura, pero el uso había deshilachado los puños, los pantalones le hacían bolsas en las rodillas y las agrietadas botas estaban cubiertas por una capa de polvo. Aun así caminaba con orgullo, una hazaña nada despreciable teniendo en cuenta que otros cuatro soldados de Bashere iban detrás de él con aquellas espadas ligeramente serpentinas desenvainadas y las puntas a escasos centímetros de sus costillas. El calor no parecía afectarlo. Los ojos de las Doncellas siguieron su aproximación.

Rand estudió a Taim mientras el hombre y su escolta cruzaban el patio. Por lo menos era quince años mayor que él, de modo que debía de tener unos treinta y cinco o pocos más. Se sabía poco y se había escrito menos sobre los hombres que podían encauzar, ya que era un tema que evitaba la mayoría de la gente decente, pero Rand había investigado todo lo posible. En la actualidad eran relativamente escasos los hombres que buscaban poseer tal habilidad, y ése era uno de los problemas de Rand. Desde el Desmembramiento, la mayoría de los hombres que encauzaban poseían esa habilidad de manera innata, presta para surgir cuando llegaban a adultos. Algunos se las ingeniaban para mantener la locura a raya durante años antes de que las Aes Sedai los encontraran y los amansaran; otros ya estaban irremediablemente locos cuando daban con ellos, en ocasiones antes de que hubiese transcurrido un año desde la primera vez que tocaban el saidin. Hasta el momento Rand se había aferrado a la cordura durante casi dos años. No obstante, ante él tenía a un hombre que debía de haberlo hecho durante diez o quince; eso por sí solo era importante.

Se detuvieron a unos cuantos pasos de Rand obedeciendo un gesto de Tumad. Rand abrió la boca; pero, antes de que tuviese ocasión de hablar, Lews Therin emergió en su mente con un arrebato de furia:

«Sammael y Demandred me odiaban, les otorgara los honores que les otorgase. Cuanto mayores los honores, mayor su odio, hasta que vendieron sus almas y se pasaron a la Sombra. En especial Demandred. ¡Tendría que haberlo matado! ¡Tendría que haberlos matado a todos! ¡Abrasar el mundo para matarlos! ¡Abrasar el mundo!»

Sin mudar el semblante, Rand luchó para recobrar su propia mente. «Soy Rand al’Thor. ¡Rand al’Thor! ¡Jamás conocí a Sammael ni a Demandred ni a ninguno de los otros! ¡La Luz me consuma, soy Rand al’Thor!» Sonaba como una súplica. Lews Therin desapareció, rechazado de vuelta a cualesquiera que fuesen las sombras en las que residía.

—¿Decís que sois Mazrim Taim? —preguntó Bashere aprovechando el silencio. Su timbre era dubitativo, y Rand lo miró desconcertado. ¿Era o no era Taim? Sólo un demente se identificaría como él si no lo era.

Los labios del prisionero se curvaron levemente en lo que podría haberse tomado por un amago de sonrisa mientras el hombre se frotaba la mejilla.

—Me he afeitado, Bashere. —En su voz se advertía algo más que un indicio de sorna—. Hace calor aquí, tan al sur, ¿o es que no lo habéis notado? Más de lo que sería lógico, incluso en esta zona. ¿Queréis una prueba de que soy quien digo? ¿Deseáis que encauce? —Sus oscuros ojos se desviaron fugazmente hacia Rand y luego volvieron hacia Bashere, cuyo rostro se iba tornando más sombrío de minuto en minuto—. No, eso no sería aconsejable ahora. Os recuerdo. Os estaba derrotando en Irinjavar hasta que aquellas visiones aparecieron en el cielo. Claro que eso es algo que sabe todo el mundo. ¿Qué podría haber que no supiera nadie excepto vos y Mazrim Taim? —Pendiente por completo de Bashere parecía no advertir a los guardias ni sus espadas, todavía apuntadas a sus costillas—. Me he enterado de que ocultasteis lo que les ocurrió a Musar, Hachari y sus esposas. —Ahora el timbre de sorna había desaparecido; Taim se limitaba a contar lo sucedido—. No debieron intentar matarme utilizando la añagaza de una bandera blanca para parlamentar. Confío en que les hayáis encontrado un buen puesto como sirvientes, ya que lo único que realmente desean ahora es servir y obedecer; no serían felices de otra forma. Podría haberlos matado. Habría estado en mi derecho puesto que los cuatro desenvainaron dagas.

—¡Taim, sois…! —gruñó Bashere mientras su mano volaba hacia la empuñadura de la espada.

Rand se interpuso entre los dos y aferró la muñeca del mariscal cuando el arma estaba ya medio desenvainada. Las espadas de los guardias, así como la de Tumad, tocaban ahora a Taim y probablemente las puntas llegaban a la carne a juzgar por la presión que ejercían contra la chaqueta, pero el prisionero no hizo el menor gesto de dolor.

—¿Habéis venido a verme o a zaherir a lord Bashere? —demandó Rand—. Si volvéis a provocarlo dejaré que os mate. Mi amnistía condona lo que habéis hecho, pero no os autoriza a alardear de vuestros crímenes.

Taim estudió a Rand un momento antes de hablar. A despecho del calor el tipo apenas transpiraba.

—Vine a veros. Sois el de la visión en el cielo. Se dice que era el Oscuro en persona contra quien combatíais.

—El Oscuro no —repuso Rand. Bashere no estaba forcejeando exactamente, pero notaba la tensión en el brazo del mariscal. Si lo soltaba, la espada saldría del todo y atravesaría a Taim en un visto y no visto. A menos que utilizara el Poder. O lo utilizara Taim. Había que evitar tal cosa si ello era posible. Mantuvo los dedos cerrados firmemente en la muñeca de Bashere—. Se llamaba a sí mismo Ba’alzemon, pero creo que era Ishamael. Lo maté posteriormente, en la Ciudadela de Tear.

—Se comenta que habéis acabado con varios de los Renegados. ¿He de llamaros mi señor Dragón? He oído a esta pandilla usar ese título. ¿Os proponéis matar a todos los Renegados?

—¿Conocéis acaso otro modo de ocuparse de ellos? —inquirió Rand—. O mueren o es el mundo el que perece. A no ser que creáis que se los puede convencer de que abandonen a la Sombra del mismo modo que abandonaron la Luz.

Esto estaba tomando un viso ridículo. Aquí estaba, sosteniendo una conversación con un hombre que sin duda tenía clavadas cinco puntas de espada a través de la chaqueta mientras que él frenaba a otro que quería añadir una sexta y no sólo para hacerle sangrar un hilillo. Al menos los hombres de Bashere eran demasiado disciplinados para hacer más sin el permiso de su general. Y al menos Bashere estaba manteniendo la boca cerrada. Admirando la frialdad de Taim, Rand continuó tan rápidamente como le era posible sin parecer que tenía prisa:

—Sean cuales sean vuestros crímenes, Taim, palidecen si se los compara con los de los Renegados. ¿Alguna vez habéis torturado a toda una ciudad, habéis hecho que miles de personas colaboren para destruirse entre sí lentamente, para acabar con sus propios seres queridos? Semirhage hizo eso sin otro motivo que demostrar que podía, por el puro placer de hacerlo. ¿Habéis matado niños? Graendal sí. Lo llamó un acto de piedad para que así no sufrieran después de que esclavizara a sus padres y se los llevara. —Sólo esperaba que los otros saldaeninos estuvieran escuchando con la mitad de atención que Taim, quien de hecho se había inclinado ligeramente hacia adelante, interesado. Y esperaba que no le hiciesen muchas preguntas respecto de dónde le venían esos conocimientos.

»¿Habéis entregado personas a los trollocs para que las devoren? Todos los Renegados lo hicieron; así acababan los prisioneros que no se pasaban a su bando. Eso si no se los asesinaba de entrada. Demandred arrasó dos ciudades sólo porque creía que sus habitantes lo habían menospreciado antes de que se pasara a la Sombra, y todos, hombres, mujeres y niños, terminaron en las panzas de los trollocs. Mesaana fundó escuelas en el territorio que controlaba, centros donde se instruía a niños y a jóvenes en las «maravillas» del Oscuro y se les enseñaba a matar a los amigos que no aprendían bien o lo bastante deprisa.

»Podría seguir. Podría empezar desde el principio de la lista pasando por los trece en su totalidad, enumerando un centenar de crímenes igualmente espantosos perpetrados por cada uno de ellos. Sea lo que sea lo que hayáis hecho, no tiene punto de comparación con eso. Y ahora habéis venido para acogeros a mi perdón, para caminar bajo la Luz y someteros a mí, para combatir al Oscuro con más empeño del que hayáis puesto en combatir a nadie. Los Renegados se tambalean; me propongo darles caza a todos y erradicarlos. Vos me ayudaréis en ese cometido y con ello os habréis ganado el perdón. Para seros sincero, probablemente os lo habréis ganado por centuplicado antes de que la Última Batalla haya concluido.

Por fin notó que Bashere relajaba los músculos del brazo y sintió la espada del hombre deslizándose dentro de la vaina. Rand casi no pudo contener un suspiro de alivio.

—No veo razón para vigilarlo tan de cerca ahora —manifestó—. Guardad las armas.

Despacio, Tumad y los otros empezaron a envainar las espadas. Despacio, pero lo estaban haciendo.

—¿Someterme? —dijo entonces Taim—. Yo había pensado en un pacto entre nosotros.

Los soldados saldaeninos se pusieron tensos de nuevo; Bashere seguía detrás de Rand, pero éste notó su tensión. Las Doncellas no movieron un solo músculo a excepción de Jalani, cuya mano se crispó fugazmente, como si la hubiese frenado cuando iba hacia el velo. Taim ladeó la cabeza sin percatarse de nada.

—Yo sería el socio menor, por supuesto —continuó Taim—. Pero yo he dispuesto de más años para estudiar el Poder y hay mucho que podría enseñaros.

La cólera se apoderó de Rand hasta formar un velo rojo en su vista. Había hablado de cosas de las que no debería tener conocimiento, lo que probablemente daría origen a docenas de rumores sobre sí mismo y los Renegados, todo con el fin de hacer menos tenebrosos los actos de este tipo, ¿y encima tenía la desfachatez de hablar de pactos? Lews Therin empezó a despotricar dentro de su cabeza. «¡Mátalo! ¡Mátalo ya! ¡Mátalo!» Por una vez Rand no se molestó en acallar la voz.

—¡Nada de pactos! —bramó—. ¡Nada de socios! ¡Soy el Dragón Renacido, Taim! ¡Yo! Si poseéis algún conocimiento que me pueda ser útil, lo aprovecharé, pero iréis donde diga, haréis lo que diga y cuando lo diga.

Sin vacilar un momento Taim hincó una rodilla en el suelo.

—Me someto al Dragón Renacido. Serviré y obedeceré. —Las comisuras de sus labios se curvaron de nuevo en aquel amago de sonrisa mientras se levantaba. Tumad lo miraba boquiabierto.

—¿Tan de repente? —inquirió en voz queda Rand. Su cólera no se había apaciguado, sino todo lo contrario. Si le daba rienda suelta no sabía qué podría hacer. Lews Therin seguía farfullando en su mente. «¡Mátalo! ¡Debes matarlo!» Rand lo rechazó hasta reducir la voz a un murmullo apenas audible. Tal vez no debería sorprenderse por esta claudicación; ocurrían cosas raras en torno a los ta’veren, sobre todo con uno tan fuerte como él. Que un hombre cambiase de opinión en un momento, aun en el caso de que su curso estuviera cincelado en piedra, no debería ser una gran sorpresa—. Os proclamasteis el Dragón Renacido, librasteis batallas por todo Saldaea, sólo consiguieron capturaros cuando os dejaron inconsciente de un golpe, ¿y ahora os dais por vencido tan rápidamente? ¿Por qué?

—¿Qué opciones tengo? —Taim se encogió de hombros—. ¿Vagar por el mundo solo, sin amigos y perseguido, en tanto que vos alcanzáis la gloria? Eso suponiendo que Bashere, o vuestras guerreras Aiel, no se las apañan para matarme antes de que pueda salir de la ciudad. Y, si no lo hacen, las Aes Sedai me acorralarán antes o después; dudo que la Torre tenga intención de olvidarse de Mazrim Taim. La otra opción es seguiros; así parte de esa gloria será mía. —Por primera vez miró en derredor, a los guardias, a las Doncellas, y sacudió la cabeza como si no diera crédito a sus ojos—. Podría haber sido yo el profetizado. ¿De qué otro modo podía estar seguro? Encauzo; y soy fuerte en el Poder. ¿Quién podía afirmar que yo no era el Dragón Renacido? Sólo tenía que cumplir una de las Profecías.

—¿Cómo por ejemplo lo de haber nacido en las laderas del Monte del Dragón? —inquirió fríamente Rand—. Ésa era la primera Profecía que había que cumplir.

Los labios de Taim volvieron a curvarse. En realidad no era una sonrisa, ya que el rictus nunca se reflejaba en sus ojos.

—Los vencedores escriben la historia. Si yo hubiese tomado la Ciudadela de Tear, la historia habría demostrado que nací en el Monte del Dragón de una mujer a la que jamás tocó un hombre, y los cielos habrían resplandecido para anunciar mi llegada. Ese tipo de cosas que ahora cuentan sobre vos. Pero conquistasteis la Ciudadela con vuestros Aiel y el mundo os aclama como el Dragón Renacido. Sé a qué atenerme para ir contra eso; sois el anunciado. En resumen, puesto que no puede ser mía toda la hogaza, me conformaré con las rodajas que me toquen.

—Es posible que alcancéis honores, Taim, y puede que no. Si empezáis a reconcomeros por eso, pensad lo que les ocurrió a los otros que hicieron lo mismo que hicisteis vos. Logain, capturado y amansado; corren rumores de que ha muerto en la Torre. Un tipo del que no se conoce ni el nombre, decapitado por los tearianos en Haddon Mirk. Otro quemado vivo en la hoguera por los murandianos. ¡Quemado vivo, Taim! Es lo que los illianos le hicieron también a Gorin Rogad hace cuatro años.

—No es una suerte que me gustaría compartir —manifestó Taim sin alterar el gesto.

—Entonces olvidaos de honores y recordad la Última Batalla. Todo cuanto hago tiene como meta el Tarmon Gai’don. Todo lo que os diga que hagáis tendrá el mismo objetivo. ¡Y será también el vuestro!

—Por supuesto. —Taim alzó las manos—. Sois el Dragón Renacido, no lo pongo en duda y lo admito públicamente. Marcharemos juntos al Tarmon Gai’don, donde según anuncian las Profecías venceréis. Y la historia dirá que Mazrim Taim estuvo a vuestra derecha.

—Tal vez —repuso Rand cortante. Había vivido demasiadas profecías para creer que alguna de ellas significara exactamente lo que decía. Ni siquiera que aseguraran nada. En su opinión, una profecía marcaba los requisitos que debían concurrir para que algo ocurriera; sólo que el hecho de que se dieran tales requisitos no significaba que tal cosa sucedería, únicamente que podría suceder. Ciertas condiciones estipuladas en las Profecías del Dragón daban a entender que él tenía que morir para tener alguna oportunidad de vencer. Pensar en ello no mejoró precisamente su irritación—. Quiera la Luz que vuestra oportunidad no se presente demasiado pronto. Y bien, ¿qué conocimientos tenéis que me sean útiles? ¿Podéis enseñar a encauzar a los hombres? ¿Podéis hacer pruebas a un varón para saber si se le puede enseñar?

A diferencia de las mujeres, un hombre capaz de encauzar no podía percibir la habilidad en otro. Existían tantas disimilitudes con respecto al Poder Único entre hombres y mujeres como las que había físicamente entre uno y otro sexo; a veces la divergencia era cuestión del grosor de un cabello y otras como la disparidad entre piedra y seda.

—¿Os referís a vuestra amnistía? ¿De verdad existen necios que han acudido para aprender a ser como vos y yo?

Bashere se limitó a mirar con menosprecio a Taim, cruzado de brazos y plantado con los pies bien separados, pero Tumad y los guardias rebulleron con nerviosismo. No así las Doncellas. Rand no tenía idea de lo que opinaban las Doncellas sobre la veintena de hombres que había respondido a su llamada; nunca dejaban entrever lo que pensaban al respecto. Mas, con el recuerdo de Taim como un falso Dragón todavía fresco en sus cabezas, pocos de los saldaeninos pudieron ocultar su inquietud.

—Limitaos a responder, Taim. Si podéis hacer lo que quiero, decidlo. Si no… —Eso lo dijo impulsado por la rabia. No podía deshacerse del hombre aunque cada día tuviera que sostener un pulso de voluntades con él. Sin embargo, por lo visto Taim sí pensaba que lo decía en serio.

—Puedo hacer las dos cosas —se apresuró a aclarar—. He encontrado a cinco durante todos estos años, aunque realmente no los buscaba, pero sólo uno tuvo el valor de ir más allá de la prueba. —Vaciló antes de añadir—: Se volvió loco al cabo de dos años. Tuve que matarlo antes de que él me matara a mí.

Dos años.

—Vos habéis aguantado mucho más tiempo. ¿Cómo? —inquirió Rand.

—¿Preocupado? —preguntó suavemente Taim, que después se encogió de hombros—. En eso no puedo ayudaros porque ignoro cómo. Sólo sé que lo he conseguido. Estoy tan cuerdo como… —Sus ojos buscaron fugazmente al mariscal, haciendo caso omiso de la implacable mirada del otro hombre—. Como lord Bashere.

De repente Rand se planteó una pregunta. La mitad de las Doncellas se había dado media vuelta para vigilar el resto del patio; no enfocaban su atención en un posible peligro de manera que descuidasen otros. El peligro latente era Taim, y la otra mitad de las Doncellas seguía con la mirada prendida en él y en Rand, alertas a cualquier señal de que el peligro era real. Cualquier hombre tendría que haber estado pendiente de ellas, de la posible muerte apareciendo de repente en sus ojos y sus manos. Rand era muy consciente de su amenazadora presencia, y eso que ellas querían protegerlo. Y Tumad y los otros guardias todavía aferraban las empuñaduras de sus espadas, prestos para desenvainarlas de nuevo. Si los hombres de Bashere y las Aiel decidían matar a Taim, al hombre no le iba a resultar nada fácil escapar del patio a pesar de que encauzara, a no ser que Rand lo ayudase. Sin embargo, Taim no les prestaba más atención a los soldados y a las Doncellas de lo que hacía con las columnas que rodeaban el patio o las losas que estaba pisando. ¿Era bravura, real o fingida, u otra cosa? ¿Una especie de locura?

—Todavía no confiáis en mí —dijo Taim al cabo de un momento de silencio—. No tenéis razones para fiaros, claro. Todavía. Con el tiempo lo haréis. Como prueba de esa futura confianza, os he traído un regalo.

De debajo de la gastada chaqueta sacó un paquete envuelto con harapos, un poco más grande que los dos puños de un hombre juntos. Rand frunció el entrecejo y lo cogió; se le cortó la respiración cuando tocó la forma que había dentro. Retiró con precipitación los harapos de diversos colores y dejó a la vista un disco del tamaño de su palma; un disco como el que había dibujado en el estandarte escarlata que ondeaba en lo alto de palacio, la mitad blanco y la mitad negro: el antiguo símbolo de los Aes Sedai antes del Desmembramiento del Mundo. Pasó los dedos sobre las dos mitades en forma de lágrimas encajadas entre sí.

Sólo se habían creado siete como éste, de cuendillar. Eran los sellos de la prisión del Oscuro, los que impedían que la Sombra tocara el mundo. Rand guardaba otros dos, cuidadosamente ocultos, celosamente protegidos. Nada podía romper el cuendillar, ni siquiera el Poder Único —el borde de una delicada copa hecha con piedra del corazón podía arañar el acero o un diamante— pero tres de los siete se habían roto. Él los había visto fracturados. Había presenciado cómo Moraine cortaba una fina lámina del borde de uno. Los sellos se estaban debilitando, sólo la Luz sabía cómo y por qué. El disco que sostenía ahora en sus manos poseía el tacto terso y duro del cuendillar, cual una mezcla de la más fina porcelana con acero bruñido; empero, estaba seguro de que se rompería si lo dejaba caer en las losas del suelo.

Tres rotos. Tres en su posesión. ¿Dónde estaría el séptimo? Sólo había cuatro sellos entre la raza humana y el Oscuro. Cuatro si es que el último seguía indemne. Sólo cuatro, interponiéndose entre la humanidad y la Última Batalla. ¿Hasta qué punto aguantaban todavía, considerando su fragilidad?

La voz de Lews Therin irrumpió como un trueno. «Rómpelo. Rómpelos todos. Tienes que romperlos. Tienes que hacerlo. Debes hacerlo. Rómpelos todos y ataca. Tienes que atacar rápidamente. Ahora. Rómpelo. Rómpelo. Rómpelo…»

Rand temblaba por el esfuerzo de rechazar aquella voz, de despejar la bruma que se adhería a su cerebro como telarañas. Los músculos le dolían como si luchase a brazo partido con un hombre de carne y hueso, un coloso. Puñado a puñado metió la niebla que era Lews Therin en los rincones más recónditos, en las sombras más densas que pudo encontrar en su mente.

De pronto escuchó las palabras que estaba mascullando con voz ronca:

—Hay que romperlo ahora. Romperlos todos. Romperlo. Romperlo.

Súbitamente fue consciente de que tenía las manos levantadas por encima de la cabeza, sosteniendo el sello, dispuesto a estamparlo contra las blancas losas del suelo. Si no lo había hecho ya era porque Bashere, puesto de puntillas y alzados los brazos, le aferraba las muñecas.

—No sé lo que es eso —dijo quedamente el mariscal—, pero creo que deberíais esperar antes de tomar la decisión de romperlo, ¿eh?

Tumad y los demás ya no vigilaban a Taim; ahora lo contemplaban a él, boquiabiertos y con los ojos desorbitados. Hasta las Doncellas habían vuelto la vista hacia él con expresión preocupada. Sulin dio un corto paso hacia los hombres, y Jalani tenía tendida la mano en dirección a Rand como si no fuera consciente de su gesto.

—No. —Rand tragó saliva; le dolía la garganta—. Creo que no debo hacerlo.

Bashere retrocedió lentamente, y Rand bajó el sello con igual parsimonia. Si Taim le había dado la impresión de ser imperturbable, ahora tenía prueba de lo contrario. La conmoción se plasmaba en el semblante del hombre.

—¿Sabéis lo que es esto, Taim? —demandó Rand—. Tenéis que saberlo o no me lo habríais traído. ¿Dónde lo encontrasteis? ¿Tenéis alguno más? ¿Sabéis dónde hay otro?

—No —contestó Taim con voz insegura. No con miedo, precisamente, sino más bien como un hombre que ha sentido cómo cede bajo sus pies el borde de un acantilado y de repente se encuentra con que está pisando suelo firme de nuevo—. Ése es el único que yo… He oído todo tipo de rumores desde que escapé de las Aes Sedai: monstruos que se materializan de repente en el aire; bestias extrañas; hombres que hablan con animales y éstos les responden; Aes Sedai que se vuelven locas como se supone que nos ocurre a nosotros; pueblos donde todos sus habitantes pierden la razón y se matan entre sí. Algunos pueden ser verdad. La mitad de lo que sé que es cierto no resulta menos demencial. Oí que algunos de los sellos se habían roto. Ése podría romperlo un martillo.

Bashere frunció el ceño y contempló intensamente el disco que sostenía Rand en las manos; entonces soltó una exclamación ahogada. Ahora entendía.

—¿Dónde lo encontrasteis? —reiteró Rand. Si pudiese encontrar el último… ¿Qué? Lews Therin rebulló, pero se negó a escucharlo.

—En el último lugar que podríais imaginar —contestó Taim—, lo que me hace suponer que es el primer sitio donde habría que buscar los otros: en una pequeña granja medio desmoronada, en Saldaea. Me detuve para beber agua y el granjero me lo entregó. Era viejo y no tenía hijos ni nietos a los que dejárselo, y creía que yo era el Dragón Renacido. Aseguraba que su familia lo había guardado durante más de dos mil años, y que eran reyes y reinas durante la Guerra de los Trollocs, y nobles a las órdenes de Artur Hawkwing. Su relato podría ser cierto. No resulta menos increíble que el hecho de encontrar eso en una cabaña a sólo unos cuantos días de camino de la Frontera de la Llaga.

Rand asintió con un cabeceo y luego se agachó para recoger los harapos. Estaba acostumbrado a que a su alrededor ocurriese lo impensable; a veces tenía que ocurrir también en otros lugares. Envolvió de nuevo el sello y se lo entregó a Bashere.

—Guardad esto con gran celo. —«¡Rómpelo!» Ahogó aquella voz sin miramientos—. Que no le ocurra nada malo.

Bashere tomó reverentemente el bulto con las dos manos. Rand no supo con certeza si la inclinación de cabeza del mariscal iba dirigida a él o al sello.

—Durante diez horas o diez años, estará a salvo hasta que lo pidáis.

Rand lo observó atentamente un momento.

—Todos esperan y temen que pierda la cordura, pero vos no. Debisteis pensar que finalmente me había ocurrido, pero ni siquiera entonces tuvisteis miedo.

Bashere se encogió de hombros, sonriendo debajo del tupido bigote canoso.

—La primera vez que dormí en la silla de montar, Muad Cheade era el mariscal. Aquel hombre estaba más loco que una cabra. Dos veces al día registraba a su asistente buscando veneno y sólo bebía vinagre y agua, que según él era un eficaz antídoto para el tóxico que el tipo le suministraba, pero se comía todo lo que el hombre preparaba durante todo el tiempo que serví con él. Una vez hizo talar un robledal porque los árboles lo estaban mirando mal, y después insistió en hacerles un funeral como era debido; él mismo dijo la oración. ¿Tenéis idea de lo que se tarda en cavar tumbas para veintitrés robles?

—¿Por qué no tomó medidas alguien? ¿Su familia no podía hacer nada?

—Los que no estaban tan chiflados como él, o más, tenían miedo hasta de mirarlo de reojo. De todos modos el padre de Tenobia no habría permitido que nadie tocara a Cheade. Estaría loco, pero superaba en táctica militar a cualquier general. Jamás perdió una batalla. Ni siquiera llegó a estar cerca de la derrota en ningún momento.

Rand se echó a reír sin poderlo remediar.

—¿Así que me seguís porque creéis que puedo superar en táctica militar al Oscuro?

—Os sigo porque sois quien sois —repuso sosegadamente Bashere—. El mundo debe seguiros o quienes sobrevivan desearán estar muertos.

Rand asintió lentamente. Las Profecías anunciaban que destruiría naciones y las uniría. No es que quisiera hacerlo, pero las Profecías eran la única guía que tenía sobre cómo disputar la Última Batalla, cómo ganarla. Incluso sin ellas, era de la opinión que los países debían unirse. No podía creer que la Última Batalla se reduciría a un combate entre el Oscuro y él; si se estaba volviendo loco todavía no lo estaba tanto como para creer que era más que un hombre. Sería la raza humana contra trollocs y Myrddraal y todo tipo de Engendros de la Sombra que la Llaga pudiese vomitar, así como Amigos Siniestros saliendo de sus escondrijos. Habría otros peligros en el camino al Tarmon Gai’don, y si el mundo no estaba unido… «Haces lo que debe hacerse». No estaba seguro de si ese pensamiento era suyo o de Lews Therin, pero a su entender era verdad.

Mientras caminaba a buen paso hacia el lateral de la columnata más próxima, giró la cabeza para hablar con Bashere.

—Voy a llevar a Taim a la granja. ¿Queréis acompañarme?

—¿A la granja? —repitió Taim.

—No, gracias —rehusó el mariscal con tono seco. Puede que el hombre no se permitiera el lujo de exteriorizar nerviosismo, pero Rand y Taim juntos sin duda eran más de lo que se sentía capaz de aguantar; de hecho evitaba ir a la granja—. Mis hombres se están quedando atrofiados patrullando las calles para vos y me propongo que algunos de ellos vuelvan a las sillas de montar durante unas cuantas horas. Ibais a pasarles revista esta tarde. ¿Ha cambiado el plan?

—¿Qué granja? —insistió Taim.

Rand suspiró, repentinamente fatigado.

—No, no ha cambiado. Estaré allí si puedo. —Era un asunto demasiado importante para dejarlo a un lado, aunque nadie salvo Bashere y Mat lo sabía; era primordial evitar que otros sospecharan que se trataba de algo más que un acto intrascendente, una ceremonia inútil organizada para un hombre que estaba cada vez más envanecido de su posición, el Dragón Renacido que desfilaba para ser aclamado por sus soldados. Tenía que hacer otra visita ese mismo día, una que todo el mundo creería que intentaba guardar en secreto. Posiblemente sería un secreto para la mayoría, pero no le cabía duda de que aquellos que le interesaba que lo supieran, se enterarían.

Recogió su espada de donde la había dejado apoyada contra una columna y se abrochó el cinturón por encima de la chaqueta suelta. El cinto era una sencilla correa de piel de jabalí, carente de adornos, al igual que la vaina y la tira que recubría la larga empuñadura del arma; en cambio, la hebilla era ornamentada, un excelente trabajo en acero grabado e incrustaciones de oro que tenía la forma de un dragón. Debería deshacerse de esa hebilla, buscar algo sencillo, pero se sentía incapaz. Era un regalo de Aviendha. Razón por la cual tendría que librarse de la dichosa hebilla. Nunca sabía cómo salir de este círculo vicioso.

Había algo más esperándolo allí: un trozo de lanza de medio metro, con unas borlas verdes y blancas en el punto de unión del astil con la afilada punta. La levantó mientras se volvía hacia el patio. Una de las Doncellas había tallado dragones en el corto astil. Ya había quienes empezaban a llamarlo el Cetro del Dragón, principalmente Elenia y esa pandilla. Rand conservaba el fragmento de lanza para que le recordara que podía tener más enemigos que los que estaban a la vista.

—¿De qué granja habláis? —La voz de Taim adquirió un timbre más duro—. ¿Adónde os proponéis llevarme?

Rand estudió al hombre unos largos instantes. No le gustaba Taim. Había algo en la actitud del hombre que se lo impedía. O quizá fuese algo personal. Había sido durante mucho tiempo el único varón que podía pensar en encauzar sin tener que estar ojo avizor y sudando de miedo por si aparecían Aes Sedai. Bueno, no es que hiciese mucho tiempo pero era la sensación que tenía; y al menos las Aes Sedai no intentarían amansarlo, ahora que sabían quién era. ¿Podría ser algo tan simple? ¿Celos por haber dejado de ser único? Lo dudaba. Aparte de todo lo demás, se alegraría de que otros hombres capaces de encauzar pudiesen ir por el mundo sin que se los persiguiera como alimañas. Por fin dejaría de ser un bicho raro, un fenómeno. No, no llegaría a tanto, considerando que el Tarmon Gai’don estaba en puertas. Él era único; era el Dragón Renacido. Fuera por las razones que fuese, aquel hombre no le caía bien, simplemente.

«¡Mátalo! —gritó Lews Therin—. ¡Mátalos a todos!» Rand rechazó la voz empujándola al fondo de su mente. No tenía por qué gustarle Taim; sólo debía utilizarlo. Y confiar en él. Ésa era la parte difícil.

—Os llevo donde podéis servirme —replicó fríamente.

Taim no se encogió ni frunció el ceño; se limitó a mirar y a esperar mientras las comisuras de sus labios se curvaban un instante en aquel amago de sonrisa.

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