54 La proyección

Cuando el sol no era más que un fino y brillante gajo en el horizonte oriental, el segundo día de la Fiesta de las Luces vio las calles de Cairhien abarrotadas ya de juerguistas. De hecho, en realidad no se habían quedado vacías en toda la noche. Reinaba un ambiente de frenética celebración y muy pocos dedicaron más de una mirada de pasada al hombre de barba rizada que, con gesto sombrío y el hacha a la cadera, montaba un alto zaino por las calles rectas como flechas que conducían hacia el río. Algunos sí observaron a sus compañeros. Ver un Aiel era corriente en la actualidad, aunque habían abandonado las calles cuando se inició la celebración; sin embargo, no todos los días se veía a un Ogier, más alto que el hombre a caballo, y menos aun a uno que llevara un hacha apoyada al hombro, con un mango casi tan largo como alto era él. La expresión del Ogier hacía que la del hombre barbudo pareciese jovial.

Los barcos atracados en el Alguenya tenían las linternas encendidas, incluido el velero de los Marinos que tantos rumores había levantado, tanto por estar en Cairhien como por permanecer anclado durante tanto tiempo sin apenas tener contacto con tierra. Según los rumores que Perrin había oído, los Marinos desaprobaban los excesos de la fiesta tanto como los propios Aiel; había pensado que Gaul se moriría de la impresión cada vez que veía a un hombre y una mujer besándose. El que la fémina llevara puesta blusa o no al parecer no incomodaba a Gaul ni de lejos tanto como el hecho de que estuvieran besándose donde todo el mundo podía verlos.

Largos embarcaderos de piedra penetraban en la corriente, protegidos entre altos muros, y amarradas a lo largo de ellos había embarcaciones de todo tipo y tamaño, incluidos transbordadores que podían llevar desde un caballo hasta cincuenta, pero Perrin no divisó más de un hombre en cualquiera de ellos. Sofrenó al zaino cuando llegó junto a una embarcación sin mástiles, ancha y más baja que el muelle, de unos diez o doce metros de eslora, que estaba amarrada a los pilotes de piedra del embarcadero. La pasarela estaba colocada. Un hombre grueso, de cabello canoso y que no llevaba camisa puesta, se hallaba sentado en un barril puesto boca abajo en la cubierta; en sus rodillas tenía a una mujer con hebras grises en el cabello y media docena de bandas de colores a través de la pechera de su vestido oscuro.

—Queremos cruzar —dijo Perrin en voz alta, procurando mirar sólo lo suficiente para ver si la pareja deshacía el abrazo. Aguardó en vano. Perrin lanzó una corona andoreña en la cubierta del transbordador y el sonido de la pesada moneda de oro al brincar sobre las maderas consiguió que el tipo volviera la cabeza—. Queremos cruzar —repitió Perrin mientras hacía saltar sobre la palma de su mano una segunda corona. Al cabo de un momento, añadió una tercera.

El barquero se lamió los labios.

—Tendré que buscar remeros —murmuró, sin apartar los ojos de la mano de Perrin.

Suspirando, éste sacó otras dos monedas del bolsillo; aún recordaba aquellos tiempos en que los ojos se le habrían salido de las órbitas si hubiese poseído una de esas monedas.

El barquero se incorporó de un brinco, de modo que la noble cayó en cubierta sobre el trasero con un ruido sordo, y subió la pasarela a toda prisa.

—Sólo tardaré unos segundos, milord. Sólo un momento —jadeó.

La mujer asestó a Perrin una mirada de reproche y luego se alejó muelle abajo con un aire digno que echó a perder un tanto al frotarse los glúteos; sin embargo, no había llegado muy lejos cuando se recogió los vuelos de la falda y corrió a reunirse con un grupo de bailarines que pasaba por la orilla del río. Perrin la oyó reír.

El barquero tardó algo más de unos segundos, pero por lo visto la promesa del oro había bastado, ya que a poco regresó con hombres suficientes para manejar la mayoría de los largos remos. Perrin se quedó junto al zaino acariciándole el hocico mientras la embarcación se adentraba en la corriente. Todavía no había pensado un nombre para el caballo; el animal procedía de los establos del Palacio del Sol y estaba bien herrado. Las patas delanteras eran blancas hasta las canillas; el animal parecía resistente, un corredor de fondo, pero no tenía ni punto de comparación con Brioso.

Llevaba su arco largo de Dos Ríos, desencordado, metido bajo la cincha de la silla en un costado y la aljaba llena de flechas colgada delante de la alta silla de montar, sirviendo de contrapeso a un bulto alargado y estrecho, muy bien envuelto: la espada de Rand. La propia Faile había hecho el paquete y se lo había tendido sin dedicarle una sola palabra. Sí había dicho algo después, cuando Perrin se dio la vuelta al comprender que no recibiría un beso:

«Si caes —había susurrado— recogeré tu espada y la empuñaré».

Perrin no estaba seguro de si Faile quería que lo oyera o no. El olor que exhalaba era tal fárrago de efluvios que no supo interpretarlo.

Sabía que debería estar pensando en el asunto que tenía entre manos, pero Faile se colaba suavemente en su mente una y otra vez. En cierto momento había creído que iba a anunciar que se marchaba con él, y el corazón se le puso en un puño. De haber ocurrido así, dudaba que hubiese tenido fuerza de voluntad para negárselo —ni eso ni nada después del sufrimiento que le había ocasionado— pero lo que les aguardaba en el camino eran seis Aes Sedai y sangre y muerte. Si Faile moría, Perrin sabía que se volvería loco. Aquel momento surgió cuando Berelain había manifestado que dirigiría ella misma a la Guardia Alada mayeniense en esta persecución; el momento pasó rápidamente y de un modo raro:

—Si abandonas a su suerte la ciudad que Rand al’Thor ha puesto a tu cargo —había dicho quedamente Rhuarc—, ¿cuántos rumores provocará? Si envías a todas tus lanzas, ¿cuántos rumores más habrá? ¿Y qué saldrá de esos rumores?

Había sonado como un consejo y, al mismo tiempo, no lo parecía; algo en la voz del jefe de clan le había dado un carácter mucho más fuerte. Berelain lo había mirado con gesto altanero, emitiendo un olor a obstinación. Poco a poco, el efluvio había desaparecido y la mujer había mascullado para sí misma:

—A veces creo que hay demasiados hombres que pueden… —Sólo resultó audible para Perrin. Luego, sonriendo, la Principal había manifestado en voz alta y con un marcado tono regio—: Me parece un buen consejo, Rhuarc. Creo que lo seguiré.

Lo más chocante, sin embargo, había sido el modo en que los efluvios se combinaron, el del jefe de clan y el de ella. A Perrin le habían recordado el de un lobo adulto y el de un cachorro bastante crecido; un padre indulgente encariñado con su hija, y ella con él, aunque a veces todavía tenía que darle un tirón de orejas para que se comportara como era debido. Empero, lo importante para Perrin fue que vio desaparecer la intención de acompañarlo en los ojos de su mujer. ¿Qué iba a hacer? Si salía con vida de ésta, ¿qué iba hacer?

Al principio de la travesía, los remeros —toscamente vestidos y algunos con el torso desnudo— hicieron chistes groseros, aunque no demasiado poco amistosos, sobre que casi ninguna cantidad de oro pagaba lo que se estaban perdiendo. Reían mientras recorrían la cubierta de atrás adelante y vuelta, manejando las largas pértigas, y todos ellos afirmaban haber estado bailando o besando a una noble. Un tipo larguirucho, de barbilla prominente, aseguró incluso que tenía a una noble teariana en sus rodillas antes de que acudiera a la llamada de Manal, pero nadie creyó tal cosa. Perrin, desde luego, no; los varones tearianos habían echado una ojeada a lo que estaba ocurriendo y se habían lanzado de cabeza a las celebraciones; las tearianas había echado una ojeada y se habían cerrado bajo llave en sus cuartos, con guardias apostados en las puertas.

Bromas y risas no duraron mucho. Gaul se había colocado lo más cerca posible del punto central de la embarcación con una expresión algo fuera de sí en los ojos, y había clavado éstos en la orilla opuesta, puesto de puntillas como si estuviese listo para saltar. Se debía a toda aquella agua, claro está, pero los remeros no podían saberlo. Y Loial, recostado en el hacha de mango largo que había encontrado en el Palacio del Sol, con la pala adornada profusamente con grabados, grande como la de una segur, continuaba inmóvil como una estatua y su rostro daba realmente la impresión de estar tallado en granito. Los remeros cerraron el pico y manejaron las pértigas con el mayor empeño, sin apenas atreverse a mirar a sus pasajeros. Cuando el transbordador llegó finalmente a un embarcadero de piedra en la ribera occidental del Alguenya, Perrin entregó al propietario —ahora que lo pensaba, esperaba que el hombre fuera en verdad el propietario— el resto del oro ofrecido, además de un puñado de monedas de plata para repartirlas entre los remeros, para recompensarlos por el miedo que habían pasado a costa de Loial y de Gaul. El gordo barquero se retiró de un brinco nada más cogerle las monedas e hizo una reverencia tan pronunciada, a pesar de su orondo cuerpo, que casi se tocó las rodillas con la cabeza. A lo mejor los rostros de Gaul y Loial no eran los únicos que inspiraban miedo.

Enormes edificios sin ventanas se alzaban rodeados por andamiajes de madera, las piedras ennegrecidas y desmoronadas en muchos puntos. Los graneros habían sido incendiados en los disturbios de hacía tiempo y las reparaciones habían empezado a llevarse a cabo recientemente, pero no se veía a nadie en las calles flanqueadas por graneros y establos, almacenes y patios de carretas. Hasta el último hombre que trabajaba allí se encontraba en la ciudad. No vieron a nadie hasta que dos hombres salieron a caballo por una calle lateral.

—Estamos preparados, lord Aybara —anunció Havien Nurelle con ansiedad. El joven de mejillas sonrosadas, considerablemente más alto que su compañero, ofrecía un aspecto llamativo con su peto pintado de rojo y el yelmo adornado con una fina pluma del mismo color. Incluso olía a ansiedad; y a juventud.

—Empezaba a pensar que no vendríais —murmuró Dobraine. Iba sin yelmo, pero sí llevaba guanteletes reforzados con acero en el envés y un peto abollado que todavía conservaba restos de lo que en tiempos habían sido adornos dorados. Echó un vistazo al semblante de Perrin y agregó—: La Luz es testigo de que no era mi intención mostrarme irrespetuoso, lord Aybara.

—Nos aguarda un largo camino —repuso Perrin mientras hacía dar media vuelta al zaino, Recio. ¿Qué iba a hacer con Faile? La necesidad de Rand bullía bajo su piel—. Nos llevan cuatro días de ventaja. —Taloneó suavemente los ijares de Recio y puso al corcel a un paso sostenido. Sería una larga persecución y no tenía sentido que los animales se despearan. Loial y Gaul no tuvieron dificultad para mantener el paso.

La calle más ancha se convirtió de repente en la calzada de Tar Valon —la calzada de Tar Valon cairhienina, ya que había otras con el mismo nombre— una ancha banda de tierra apelmazada que culebreaba hacia el oeste y al norte a través de colinas boscosas, más bajas que aquellas en las que se asentaba la ciudad. No se habían internado ni dos kilómetros en el bosque cuando se les unieron doscientos soldados de la Guardia Alada mayeniense y otros quinientos de la casa Taborwin, todos ellos montados en los mejores caballos que habían podido encontrarse.

Los mayenienses iban uniformados con petos rojos y yelmos que tenían forma de olla con reborde, de manera que les cubría la nuca; sus lanzas lucían banderines rojos. Muchos de ellos parecían casi tan ansiosos como Nurelle. Los cairhieninos, de talla más baja, llevaban petos sencillos y cascos con forma de campana, cortados de manera que dejaban el rostro al aire; tanto yelmos como petos aparecían abollados en su mayoría. Sus lanzas no iban adornadas, aunque aquí y allí el con de Dobraine, un pequeño cuadrado rígido sujeto a un corto astil, en fondo azul y con dos rombos blancos, señalaba a los oficiales o nobles menores de la casa Taborwin. Entre ellos no se veía gesto de ansiedad, sólo sombría determinación. Ya habían intervenido en combates. En Cairhien, a eso se lo llamaba «ver al lobo».

Aquello casi hizo reír a Perrin. Todavía no era el momento de los lobos.

Cerca del mediodía, un grupo pequeño de Aiel salió trotando de los árboles y bajó la cuesta hasta la calzada. Dos Doncellas trotaban a ambos lados de Rhuarc; eran Nandera y —como logró identificar Perrin al cabo de un momento— Sulin. La mujer tenía un aspecto muy distinto con el cadin’sor y el cabello recortado salvo la cola de caballo sujeta en la nuca. Parecía… natural, algo que jamás había conseguido con el uniforme del servicio. Amys y Sorilea venían a continuación, con los chales enroscados en los brazos y remangando las voluminosas faldas para bajar la cuesta, pero sin retrasarse un ápice con los otros tres.

Perrin desmontó para caminar con ellos, a la cabeza del contingente.

—¿Cuántos? —fue su escueta pregunta.

Rhuarc echó un vistazo hacia donde Gaul y Loial caminaban junto a Dobraine y Nurelle al frente de la columna. Estaban demasiado lejos para que incluso Perrin hubiese podido oír nada con el ruido de los cascos de los caballos, del tintineo de las bridas y los crujidos de las sillas de montar, pero aun así Rhuarc habló en voz baja:

—Cinco mil hombres de diferentes asociaciones; unos pocos más de cinco mil. No podía traer a muchos. Timolan ya estaba algo suspicaz por que no lo acompañara contra los Shaido. Si se corre la voz de que las Aes Sedai retienen al Car’a’carn me temo que el marasmo nos tragará a todos.

Nandera y Sulin tosieron sonoramente al mismo tiempo; las dos mujeres intercambiaron una mirada feroz, y Sulin desvió los ojos al tiempo que enrojecía. Rhuarc les dirigió un vistazo; olía a exasperación.

—He traído a casi un millar de Doncellas —añadió el jefe de clan—. Si no me hubiese puesto firme habría tenido hasta la última de ellas corriendo tras mis talones y llevando una antorcha para anunciar que Rand al’Thor se encuentra en peligro. —Su voz se endureció de repente—. Cualquier Doncella a la que descubra siguiéndonos va a enterarse de que lo que dije iba en serio.

Tanto Sulin como Nandera se pusieron coloradas, un tono chocante en aquellos rostros curtidos por el sol.

—Yo… —empezaron a decir al unísono.

De nuevo hubo intercambio de miradas y, una vez más, fue Sulin la que apartó los ojos en tanto que sus mejillas adquirían un color carmesí. Perrin no recordaba haber visto ruborizarse de ese modo a Bain y a Chiad, las únicas dos Doncellas que conocía realmente.

—Lo he prometido —manifestó, molesta, Nandera—, y todas las Doncellas han dado su palabra. Se hará como el jefe ha ordenado.

Perrin renunció a preguntar qué era el marasmo, del mismo modo que tampoco hizo indagaciones sobre cómo se las había arreglado Rhuarc para cruzar a los Aiel al otro lado del Alguenya sin transbordadores, cuando una corriente de agua que no pudiese salvarse a pie era lo único en el mundo que daría que pensar a un Aiel. Le habría gustado saberlo, pero las respuestas no tenían importancia. Un contingente de seis mil Aiel, quinientos hombres de Dobraine y doscientos soldados de la Guardia Alada contra seis Aes Sedai, sus Guardianes y unos quinientos soldados debería ser suficiente. Salvo por un detalle: las Aes Sedai tenían a Rand en su poder. Si le ponían un cuchillo en la garganta, ¿alguien movería un dedo?

—También hay noventa y cuatro Sabias —anunció Amys—. Son las más fuertes en el Poder Único. —Aquello lo dijo a regañadientes; Perrin tenía idea de que a las Aiel no les gustaba admitir que podían encauzar. La Sabia continuó—: No habríamos traído tantas, pero todas querían venir.

Sorilea carraspeó, y esta vez fue el turno de Amys de ponerse colorada. Perrin se dijo que tendría que preguntarle a Gaul. Los Aiel eran tan distintos del resto de las gentes que conocía… A lo mejor es que empezaban a enrojecer cuando se hacían mayores.

—Sorilea nos dirige —terminó Amys, y la mujer de más edad soltó un resoplido que sonó extremadamente satisfecho.

Desde luego, olía a satisfacción. Perrin estaba tan desconcertado que faltó poco para que sacudiera la cabeza. Lo que sabía respecto al Poder Único podía meterse en un dedal y todavía quedaría espacio suficiente para meter un pulgar gordo, pero lo que había visto en Verin y Alanna le bastaba para sacar conclusiones al pensar en la minúscula llamita que Sorilea había hecho aparecer. Si ella era de las más fuertes entre las Sabias en el Poder, no estaba seguro de que seis Aes Sedai no fuesen capaces de hacer un gran paquete con todas las noventa y seis. En la situación actual, sin embargo, no habría rechazado ni a un ratón de campo.

—Deben de encontrarse a poco más de cien kilómetros por delante de nosotros —dijo Perrin—. Tal vez incluso ciento cincuenta, si hacen rodar las carretas a buen paso. Tendremos que apretar la marcha todo lo posible.

Mientras montaba de nuevo, Rhuarc y las Aiel trotaron cuesta arriba de regreso a lo alto de la colina. Perrin levantó la mano, y Dobraine hizo la señal a los jinetes para emprender la marcha. A Perrin ni siquiera se le pasó por la cabeza preguntarse por qué unos hombres lo bastante mayores para ser su padre o mujeres con suficientes años para ser su madre, los unos y las otras acostumbrados a tener el mando, seguían sus órdenes.

Lo que sí se preguntaba, lo que le preocupaba, era la velocidad con que podrían avanzar. Sabía que los Aiel con cadin’sor eran capaces de mantener el paso de los caballos, aunque al principio se inquietó por las Sabias, a causa de llevar faldas y por la avanzada edad de algunas, como era el caso de Sorilea. Ni que llevaran faldas ni que tuvieran el cabello blanco, lo cierto es que las Sabias caminaban tan deprisa como los demás mientras charlaban quedamente en grupos.

La calzada estaría despejada más adelante; nadie emprendía viaje durante la Fiesta de las Luces y muy pocos lo hacían desde días antes a no ser que tuvieran asuntos urgentes como era su caso. El sol siguió su curso ascendente en el cielo y, a medida que la columna avanzaba, las colinas se volvieron paulatinamente más bajas; al anochecer, cuando llegó el momento de acampar, Perrin calculó que habían recorrido más de cincuenta kilómetros. Una buena jornada de viaje, excelente para un grupo tan numeroso. La distancia cubierta debía de superar en un cincuenta por ciento a la que podrían recorrer las Aes Sedai a menos que no les importara reventar a los troncos de animales que tiraban de las carretas. Era evidente que las alcanzarían antes de que llegasen a Tar Valon, de modo que eso ya no le preocupaba, pero sí qué podrían hacer cuando llegara el momento.

Tumbado en las mantas y con la cabeza apoyada en la silla de montar, Perrin sonrió al contemplar el cuarto menguante de la luna. Sin una sola nube en el cielo, la noche no podía ser más brillante. Era una buena noche para cazar. Una buena noche para los lobos.

Creó la imagen en su mente: un joven toro salvaje, orgulloso, con cuernos que relucían como metal bruñido a la luz del sol matinal. Su pulgar se deslizó por el hacha que yacía junto a él, con su afilada pala curva y su aguzada punta de contrapeso. Los cuernos acerados de Joven Toro; así era como los lobos lo llamaban.

Abrió su mente a la noche, proyectando en ella la imagen. Habría lobos y conocerían a Joven Toro. La noticia de un humano capaz de hablar con lobos se propagaría por territorios agrestes como el soplo del viento. Perrin sólo había conocido a dos hombres así: uno había sido su amigo y el otro un pobre infeliz que no había sido capaz de aferrarse a su naturaleza humana. Había oído relatos de los refugiados que seguían llegando a Dos Ríos. Sabían viejos cuentos de hombres que se convertían en lobos, aunque muy pocos daban crédito a esas historias, que se contaban únicamente para entretener a los niños. No obstante, tres de esos refugiados aseguraban que habían conocidos hombres que se convirtieron en lobos y se volvieron salvajes; aunque los detalles le sonaron fantasiosos a Perrin, el modo en que dos de ellos evitaban mirar sus amarillos ojos fue una especie de confirmación. Esos dos, una mujer de Tarabon y un hombre del llano de Almoth, jamás se aventuraban fuera de las casas por la noche. También, por alguna razón, le regalaban ajos, que él comía con mucho agrado. Sin embargo ya no buscaba a otros como él.

Percibió a los lobos y sus nombres empezaron a cobrar forma en su mente: Dos Lunas, Llamarada, Ciervo Viejo y docenas más que surgían en su cabeza como un torrente. No existían realmente nombres como tal, sino imágenes y sensaciones. Joven Toro era una imagen sencilla para identificar a un lobo. La de Dos Lunas era en realidad un estanque en la noche, su superficie tersa como el hielo durante un instante antes de que surgiera un soplo de brisa con un atisbo de otoño en el aire, y una luna llena suspendida en el cielo y otra reflejada tan perfectamente en el agua que resultaba difícil distinguir cuál de ellas era real. Y eso era reducirlo a lo esencial.

Durante un rato sólo hubo intercambio de nombres y efluvios. Después, Perrin pensó: «Busco personas que van delante de mí. Aes Sedai y hombres, con caballos y carretas». No fue eso exactamente lo que pensó, claro está, igual que Dos Lunas no significaba sólo dos lunas. Las personas eran «dos piernas» y los caballos «cuatro patas pies duros». La Aes Sedai eran «dos piernas que tocan el viento que mueve el sol e invocan fuego». A los lobos no les gustaba el fuego y se mostraban aun más cautelosos con las Aes Sedai que con el resto de los humanos; les resultaba sorprendente que Perrin no supiera distinguir una Aes Sedai. Daban por sentado esa habilidad del mismo modo que él consideraba normal distinguir un caballo blanco entre una manada de caballos negros, algo obvio que no necesitaba explicarse. Entonces le llegó la primera proyección, el modo en que los lobos se pasaban información.

En su mente el cielo nocturno pareció girar y coronar de repente un campamento de carretas, tiendas y lumbres. Su apariencia no era del todo correcta —a los lobos les interesaba poco todo lo humano, de modo que los vehículos y las tiendas mostraban una imagen vaga, en tanto que las hogueras ardían amenazadoramente y los caballos tenían un aspecto muy apetitoso— y esa imagen había ido pasando de lobo a lobo antes de llegar hasta él. El campamento era más extenso de lo que Perrin esperaba, pero Llamarada era categórica al respecto. Su manada estaba dando en ese momento un amplio rodeo al lugar donde las «dos piernas que tocan el viento que mueve el sol e invocan fuego» se encontraban. Perrin trató de preguntar cuántas personas había, pero el concepto de número era desconocido para los lobos; su modo de decir cuántas cosas había era mostrar cuántas habían visto y, una vez que Llamarada y su manada habían percibido a las Aes Sedai, las evitaron porque no querían acercarse más.

«¿A qué distancia?» Esta pregunta obtuvo una respuesta mejor, de nuevo pasando de lobo a lobo, aunque fue una que Perrin tuvo que interpretar. La proyección de Llamarada indicaba que podía llegar hasta la colina donde un desabrido macho llamado Media Cola y su manada se alimentaban de un ciervo en lo que la luna se moviese tal distancia en el cielo, en tal ángulo. Media Cola podía llegar hasta Nariz de Liebre —por lo visto un joven y fiero macho— mientras la luna se movía hasta tal posición, en otro ángulo. Y así prosiguió la información hasta llegar a Dos Lunas. Éste mantuvo un digno silencio, adecuado para un viejo macho con más pelo blanco que oscuro en el hocico; él y su manada se encontraban a unos dos kilómetros de Perrin y habría resultado insultante pensar que Joven Toro no sabía exactamente dónde estaban.

Racionalizando la información lo mejor que pudo, Perrin llegó a una cifra de entre noventa y cinco y ciento diez kilómetros. Al día siguiente sabría la rapidez con que les iba ganando terreno.

¿Por qué? Ésa pregunta la hizo Media Cola, pasada de lobo a lobo y marcada por su efluvio.

Perrin vaciló antes de contestar. Había estado temiendo esto. Se sentía respecto a los lobos igual que con la gente de Dos Ríos.

«Han enjaulado a Exterminador de la Sombra», pensó finalmente. Así era como los lobos llamaban a Rand, pero no tenía ni idea si lo consideraban importante.

La conmoción que inundó su mente fue respuesta de sobra, pero además la noche se llenó de aullidos, próximos y lejanos; aullidos rebosantes de rabia y temor. En el campamento los caballos empezaron a relinchar, atemorizados, piafando y dando tirones de las cuerdas que los sujetaban en una hilera. Unos hombres corrieron a tranquilizarlos mientras otros escudriñaban la oscuridad como si esperasen ver aparecer una manada enorme dispuesta a lanzarse sobre sus monturas.

Vamos hacia ahí, respondió finalmente Media Cola. Sólo eso; y entonces respondieron otros, manadas con las que Perrin había hablado y manadas que habían escuchado en silencio al dos piernas que sabía hablar como los lobos. Vamos hacia ahí. Nada más.

Perrin se dio media vuelta y se quedó dormido; soñó que era un lobo corriendo por infinitas colinas. A la mañana siguiente no había señal alguna de lobos —ni siquiera los Aiel informaron haber visto ninguno— pero Perrin podía sentirlos, varios centenares y más que venían en camino.

En los cuatro días siguientes la tierra se allanó dando paso a una planicie suavemente ondulada donde las mayores elevaciones no merecían el nombre de colinas en comparación con las que los habían rodeado en las inmediaciones del Alguenya. El bosque se volvió menos y menos frondoso hasta convertirse en pradera, la hierba parda y marchita, con arboledas cada vez más distantes entre sí. Los ríos y arroyos que cruzaron apenas mojaron los cascos de los caballos, aunque tampoco habrían hecho mucho más antes de que su cauce se estrechara, encajonado entre los bancos de piedras y barro endurecido por el sol. Todas las noches los lobos le contaban a Perrin lo que podían sobre las Aes Sedai que marchaban delante, y no era gran cosa. La manada de Llamarada las seguía, pero a bastante distancia. Una cosa sí quedó clara: el grupo de Perrin cubría tanto terreno cada jornada como en la primera, de manera que cada día acortaba la distancia con las Aes Sedai en unos quince kilómetros. Mas, cuando las alcanzaran, entonces ¿qué?

Todas las noches, antes de entrar en contacto con los lobos, Perrin se sentaba a charlar tranquilamente con Loial mientras fumaban sus pipas. Era ese «entonces ¿qué?» de lo que Perrin quería hablar. Dobraine parecía pensar que deberían cargar y morir haciendo cuanto estuviese en su mano. Rhuarc sólo decía que debían esperar y ver qué novedades traía el sol del nuevo día y que todos los hombres tenían que despertar del sueño, lo que no difería mucho de lo dicho por Dobraine, considerando que una máxima de los Aiel afirmaba que la vida era un sueño. Puede que Loial fuese joven para la longeva raza Ogier, pero eso no cambiaba que tuviese más de noventa años. Perrin sospechaba que Loial había leído más libros de los que él había visto y a menudo lo sorprendía con sus conocimientos sobre las Aes Sedai.

—Hay varios libros relativos a Aes Sedai ocupándose de hombres capaces de encauzar. —Loial frunció el entrecejo y chupó la pipa; la cazoleta, adornada con hojas talladas, era tan grande como los dos puños de Perrin—. Elora, hija de Amar, nieta de Coura, escribió Hombres de Fuego y mujeres de Agua en los albores del reinado de Artur Hawkwing. Y Ledar, hijo de Shandin, nieto de Koimal, escribió Estudio de la raza humana. Las mujeres y el Poder Único entre los humanos hace sólo unos trescientos años. Esos dos son los mejores, a mi modo de ver. El de Elora en particular; lo escribió al estilo de… No. Seré breve.

Perrin lo dudaba mucho; la brevedad rara vez se contaba entre las virtudes de Loial cuando hablaba de libros. El Ogier carraspeó antes de proseguir:

—Conforme a la ley de la Torre, el hombre debe ser llevado allí para someterlo a juicio antes de amansarlo. —Las orejas del Ogier se agitaron violentamente un instante y sus largas cejas se inclinaron en un gesto sombrío, pero palmeó el hombro de Perrin para animarlo—. No creo que sea ésa su intención, Perrin. Oí comentar que hablaron de honrarlo. Y es el Dragón Renacido. Eso lo saben.

—¿Honrarlo? —repitió en voz queda Perrin—. Quizá le pongan para dormir sábanas de seda, pero no deja de ser un prisionero.

—Estoy seguro de que lo están tratando bien, Perrin. Estoy seguro. —El Ogier no parecía tenerlas consigo por mucho que dijese y el suspiro que soltó sonó borrascoso—. Y estará a salvo hasta que lleguen a Tar Valon. Elora y Ledar, y también varios escritores más, coinciden en que se necesitan trece Aes Sedai para amansar a un hombre. Lo que no entiendo es cómo lo capturaron. —Sacudió la enorme cabeza en un gesto de absoluto desconcierto—. Perrin, tanto Elora como Ledar dicen que cuando las Aes Sedai encuentran un hombre de gran poder siempre reúnen trece hermanas para prenderlo. Oh, se cuentan historias sobre cuatro o cinco, y los dos mencionan a Caraighan, que condujo ella sola a un hombre hasta la Torre durante más de tres mil kilómetros, después de que ese hombre mató a sus dos Guardianes, pero… Perrin, escribieron sobre Yurian Arco Pétreo y Guaire Amalasan. También de Raolin Perdición del Oscuro y de Davian, pero son los otros los que me preocupan. —Esos habían sido cuatro de los más poderosos entre los hombres que se habían autoproclamado el Dragón Renacido, todos ellos del remoto pasado, antes de Artur Hawkwing—. Seis Aes Sedai intentaron capturar a Arco Pétreo y él mató a tres e hizo prisioneras a las otras. Seis trataron de atrapar a Amalasan, que mató a una y neutralizó a otras dos. Sin duda Rand es tan fuerte como Arco Pétreo o Amalasan. ¿Son realmente sólo seis las que van delante de nosotros? Eso explicaría muchas cosas.

Tal vez lo explicara, pero no servía de mucho consuelo. Trece Aes Sedai, por sí solas, podrían ser capaces de rechazar cualquier ataque que les lanzara, sin necesidad de recurrir a sus Guardianes y soldados. Trece Aes Sedai podrían amenazar con amansar a Rand si las atacaban. Sin duda no lo harían, pues sabían que era el Dragón Renacido, que tenía que estar en la Última Batalla, pero ¿podía él correr ese riesgo? ¿Quién sabía la razón de que las Aes Sedai hiciesen las cosas? Jamás había sido capaz de fiarse de ninguna Aes Sedai; ni siquiera de las que habían tratado de mostrarse amistosas. Siempre tenían secretos y ¿cómo podía sentirse seguro un hombre cuando notaba que actuaban a su espalda por mucho que le sonriesen de frente? ¿Quién sabía lo que harían unas Aes Sedai?

A decir verdad, Loial no sabía gran cosa que sirviese de ayuda cuando llegara el día y, además, estaba mucho más interesado en hablar de Erith. Perrin sabía que había dejado dos cartas en manos de Faile, una dirigida a su madre y la otra a Erith, para que se las entregara cuando fuese posible si ocurría algo malo; y después hizo lo imposible para convencerla de que no pasaría nada adverso. A Loial le preocupaba mucho inquietar a nadie. Perrin había dejado una carta a Faile; Amys se la había llevado para que se la entregaran las Sabias que permanecían en el campamento.

—Es tan hermosa —musitó Loial mientras contemplaba la noche como si estuviese viendo a la Ogier—. Su rostro es tan delicado y, sin embargo, tan firme al mismo tiempo. Cuando la miro a los ojos es como si no pudiese ver nada más. ¡Y sus orejas! —De repente, las suyas estaban vibrando alocadamente y él se atragantó con la pipa—. Por favor —jadeó entre tos y tos—, olvida que he mencionado… No debí hablar de… Sabes que no soy grosero, Perrin.

—Ya lo he olvidado —respondió Perrin con un hilo de voz. ¿Sus orejas?

Loial quería saber cómo era la vida de casado. No es que tuviese intención de contraer nupcias todavía, se apresuró a añadir; era demasiado joven y tenía que terminar su libro y no estaba preparado para establecerse y pasar toda la vida sin salir del stedding excepto para visitar otro, que a buen seguro sería lo que exigiría una esposa. Sólo era simple curiosidad, nada más.

Así que Perrin habló de su vida con Faile, de cómo había cambiado sus raíces antes de que él se diese cuenta. Antaño Dos Ríos había sido el hogar; ahora, el hogar estaba donde se encontraba Faile. La idea de que ella estaba esperando hacía que apretara el paso. Su presencia iluminaba una habitación y su sonrisa borraba toda preocupación. Por supuesto, no podía hablar de cómo se encendía su sangre al pensar en ella o cómo el corazón le latía más deprisa cuando la miraba —no habría sido decente— y naturalmente tampoco tenía intención de mencionar el dilema que la actitud de Faile había sembrado en lo más profundo de su ser. ¿Qué iba a hacer? Realmente estaba dispuesto a ponerse de rodillas ante ella, pero la dura semilla de orgullo arraigada en su interior exigía una palabra de ella primero. Bastaría con que dijese que quería que las cosas volvieran a ser como antes.

—¿Y qué hay de sus celos? —preguntó Loial, y entonces fue el turno de Perrin de atragantarse—. ¿Ocurre igual con todas las esposas?

—¿Celos? —repitió de manera contundente—. Faile no es celosa. ¿De dónde has sacado esa idea? Ella es perfecta.

—Oh, claro que lo es —convino débilmente Loial, con la mirada prendida en la cazoleta de su pipa—. ¿Tienes más tabaco de Dos Ríos? Ahora sólo me queda un poco de hoja cairhienina, que sabe ácida.

Si todo se hubiese reducido a eso, el viaje habría sido tranquilo en cierto modo, considerando que era una persecución. El terreno se extendía, ondulado, hasta el horizonte sin que se viese un alma. Aunque el abrasador sol convertía el ambiente en un horno, a menudo los halcones volaban en círculo en el despejado cielo azul. Los lobos, queriendo evitar que los humanos se adentraran donde ellos estaban, hostigaban a los venados hacia la calzada en tal número que había más de los que necesitaba incluso un grupo tan grande, y no era inusitado ver a un orgulloso ciervo con sus hembras y unos cuantos jóvenes en los que apuntaban los cuernos parados a plena vista mientras la columna pasaba. Empero había un viejo dicho: «El único hombre que está completamente en paz es aquel que no tiene ombligo».

Los cairhieninos no se sentían a gusto con los Aiel, por supuesto, y a menudo les lanzaban miradas ceñudas o se burlaban abiertamente. En más de una ocasión, Dobraine masculló algo de estar superados por doce a uno. Respetaba la habilidad en combate de los Aiel, pero también se respetan las peligrosas cualidades de una manada de lobos rabiosos. Los Aiel no lanzaban miradas sesgadas ni se mofaban; sencillamente dejaban bien claro con su actitud que los cairhieninos ni siquiera merecían su atención. A Perrin no le habría sorprendido ver que uno de ellos intentaba pasar a través de un cairhienino por negarse a admitir que estaba allí. Rhuarc aseguraba que no habría problemas siempre y cuando los Asesinos del Árbol no iniciasen uno. Dobraine afirmaba que no habría problemas siempre y cuando los salvajes no se interpusieran en su camino. Perrin habría querido tener la seguridad de que no empezarían a matarse los unos a los otros antes de que alcanzaran a las Aes Sedai que retenían a Rand.

Había albergado cierta esperanza de que los mayenienses pudiesen ser un puente entre los otros dos grupos, aunque hubo ocasiones en que se encontró lamentándolo. Los hombres de petos rojos se llevaban bien con los soldados más bajos de petos lisos —nunca había habido guerra entre Mayene y Cairhien— y los mayenienses también se entendían bien con los Aiel. Salvo por la Guerra de Aiel, no había habido enfrentamientos entre estos pueblos. Dobraine se mostraba bastante amistoso con Nurelle y a menudo cenaban juntos, en tanto que Nurelle tenía por costumbre fumar su pipa con varios Aiel. En especial con Gaul. Eso era lo que motivaba que Perrin se lamentara.

—He estado hablando con Gaul —había dicho Nurelle con inseguridad el cuarto día de viaje; se había apartado de las tropas mayenienses para cabalgar junto a Perrin a la cabeza de la columna. Perrin sólo lo escuchaba a medias; Llamarada había permitido a uno de los machos más jóvenes de la manada que se acercara sigilosamente a las Aes Sedai poco después de iniciar la marcha esa mañana, y el joven lobo no había visto a Rand. Por lo visto, todos los lobos conocían el aspecto del Exterminador de la Sombra. Aun así, por las imágenes transmitidas por Nube Matutina, todas las carretas salvo una parecían tener cubiertas de lona sobre arcos rígidos; probablemente Rand se encontraba dentro de una de ellas y mucho más cómodo a resguardo del sol que el propio Perrin, quien sentía correrle el sudor por el cuello.

—Me estuvo contando la batalla de Campo de Emond —prosiguió Nurelle—, y vuestra campaña de Dos Ríos. Lord Aybara, me sentiría muy honrado si escuchara de vuestros labios las batallas en las que habéis tomado parte.

De repente Perrin se sentó muy tieso en la silla y miró intensamente al muchacho. No, no era un muchacho a despecho de sus sonrosadas mejillas y rostro franco. Nurelle debía de tener más o menos sus años. Sin embargo, el efluvio que emitía, todo entusiasmo y ligeramente vibrante… Faltó poco para que Perrin soltase un gemido. Había olido ese mismo aroma en muchachos jóvenes de Dos Ríos, pero saberse idolatrado como un héroe por un hombre de su misma edad era más de lo que podía soportar.

Aun así, si aquello hubiese sido lo peor de todo, apenas le habría importado. Esperaba que los Aiel y los cairhieninos no se cayeran bien. Habría podido esperar que un joven que nunca ha tomado parte en una batalla admirara a alguien que ha combatido a trollocs. Lo que lo inquietaba era aquello que tal vez no había previsto. Lo inesperado podía morderle el tobillo cuando menos lo esperaba, y no podía permitirse ninguna distracción.

A excepción de Rhuarc y Gaul, todos los Aiel varones llevaban una cinta carmesí ceñida a las sienes, con aquel círculo negro y blanco justo en medio de la frente. Perrin ya las había visto en Cairhien y en Caemlyn, pero ahora, cuando le preguntó a Gaul y a continuación a Rhuarc, si tal símbolo los señalaba como los siswai’aman que el jefe de clan había mencionado en Cairhien, los dos hombres fingieron que no sabían a qué se refería, como si no viesen las bandas rojas en las frentes de cinco mil hombres. Perrin le preguntó incluso a Urien, el hombre que parecía ser el segundo de Rhuarc, pero Urien tampoco pareció entender de qué hablaba. En fin, Rhuarc había dicho que sólo podría llevar consigo siswai’aman, de modo que con ese nombre pensó en ellos Perrin, aunque ignorase lo que significaba tal palabra.

Lo que sí sabía era que podrían surgir problemas entre los siswai’aman y las Doncellas. Cuando alguno de esos hombres miraba a las Far Dareis Mai, Perrin captaba un tufillo a celos. Cuando alguna de las Doncellas miraba a los siswai’aman, el efluvio que emitía le recordaba a Perrin a una loba agachada junto al cadáver de un ciervo y dispuesta a no permitir que ningún otro miembro de la manada obtuviese un bocado aunque para ello tuviera que reventar por tragarse hasta la última pizca. No lograba entender la razón, pero el olor existía y era muy intenso.

Empero, aquello era un quizá que podría llegar en algún momento. Otras cosas no eran tal. Durante los dos primeros días después de salir de la ciudad, Sulin y Nandera se adelantaban cada vez que Rhuarc decía algo concerniente a las Doncellas; en todas las ocasiones Sulin retrocedía, enrojeciendo, pero allí estaba de nuevo la próxima vez, todas las veces. La segunda tarde, cuando se levantó el campamento, intentaron matarse la una a la otra sin más armas que sus manos.

Al menos, ésa fue la impresión que le dio a Perrin al verlas lanzándose patadas, golpeando con los puños, derribándose la una a la otra, retorciéndose los brazos de modo que Perrin estaba seguro de que los huesos acabarían rompiéndose… hasta que cualquiera de las dos que estuviese en desventaja se las ingeniaba para soltarse con un giro o un golpe. Rhuarc lo detuvo cuando trató de intervenir y pareció sorprendido de que quisiera hacerlo. Muchos cairhieninos y mayenienses se agruparon alrededor para presenciar la pelea e intercambiaron apuestas, pero ningún Aiel se dignó dirigir una sola mirada al combate, ni siquiera las Sabias.

Finalmente Sulin logró tener a Nandera tendida boca abajo, con un brazo doblado dolorosamente hacia atrás; luego la agarró por el pelo y empezó a golpearle la cabeza contra el suelo hasta que Nandera perdió el conocimiento. La mujer de más edad permaneció un buen rato mirando a la que había derrotado. Después, Sulin se cargó a la inconsciente Nandera sobre un hombro y se alejó encorvada por el peso y dando traspiés.

Perrin dedujo que sería Sulin la que llevaría la voz cantante a partir de entonces, pero no ocurrió así. Seguía estando allí siempre, pero era Nandera, cubierta de moretones, la que respondía a las preguntas de Rhuarc y recibía sus órdenes, en tanto que la igualmente magullada Sulin guardaba silencio; y, cuando Nandera le ordenaba hacer algo, Sulin obedecía sin vacilación. Perrin no pudo menos de rascarse la cabeza en un gesto de desconcierto mientras se preguntaba si realmente había presenciado la pelea o se lo había imaginado.

Las Sabias siempre caminaban calzada adelante en grupos que variaban de tamaño y que parecían estar formados por mujeres distintas constantemente. Al final de la primera jornada, Perrin se había dado cuenta de que todo aquel cambio e ir y venir se centraba en dos mujeres: Sorilea y Amys. Al final del segundo día, estaba convencido de que las dos insistían en defender puntos de vista muy distintos; había demasiado intercambio de miradas furibundas y ceñudas. Amys empezó a recoger velas más lentamente y enrojecía considerablemente menos. A veces Rhuarc emitía un leve olor a ansiedad cuando miraba a su esposa, pero ésa fue la única señal que dio de que advertía algo. La tercera noche que acamparon, Perrin casi esperaba ver la pelea entre Sulin y Nandera repetirse entre las dos Sabias.

En cambio, las dos mujeres cogieron un odre de agua y se alejaron a cierta distancia; tomaron asiento en el suelo y se quitaron los pañuelos ceñidos a las sienes, con los que se sujetaban el cabello. Las estuvo observando en la oscuridad, bajo la luz de la luna, manteniéndose lo bastante apartado para no oírlas por casualidad, hasta que se fue a acostar; sin embargo, lo único que hicieron en ese tiempo fue beber agua y hablar. A la mañana siguiente, el resto de las Sabias todavía iban de un grupo a otro; pero, antes de que la larga columna hubiese recorrido cinco kilómetros, Perrin se dio cuenta que todo se centraba en Sorilea ahora. De vez en cuando, ella y Amys se apartaban a un lado de la calzada para hablar a solas, pero ya no hubo más miradas enconadas. Si hubiesen sido lobas, Perrin habría dicho que un desafío al jefe de la manada no había tenido éxito, pero por sus efluvios Sorilea aceptaba ahora a Amys casi como a una igual, cosa que no encajaba con los lobos en absoluto.

El séptimo día de la partida de Cairhien, cabalgando bajo un sol de justicia, Perrin se preocupaba sobre la clase de sorpresa que los Aiel le darían a continuación, sobre si pasaría otro día sin que los Aiel y los cairhieninos no se enzarzaran en una pelea, sobre qué iba a hacer cuando alcanzaran a las Aes Sedai dentro de tres o cuatro jornadas más.

Lo olvidó todo de golpe al recibir un mensaje de Media Cola. Había un numeroso grupo de hombres —y quizá también mujeres; a veces los lobos tenían dificultad para distinguir entre machos y hembras humanos— a pocos kilómetros al oeste. Cabalgaban a galope tendido, en la misma dirección hacia la que se dirigía Perrin. Fue la esbozada imagen de los dos estandartes que portaban lo que hizo que Perrin frenara en seco.

Enseguida se vio rodeado por Dobraine y Nurelle, Rhuarc y Urien, Nandera y Sulin, Sorilea y Amys.

—Continuad —les dijo mientras hacía dar media vuelta a Recio—. Es posible que tengamos unos cuantos amigos que se nos unan, pero no quiero perder ni un minuto.

Siguieron avanzando calzada adelante, aunque no lo dejaron ir solo. Antes de que hubiese cubierto quinientos metros lo seguían una docena de soldados de la Guardia Alada y otros tantos cairhieninos, al menos veinte Doncellas dirigidas por Sulin y un número igual de siswai’aman encabezados por un hombre de pelo gris, ojos verdes y un rostro que daba la impresión de haber sido utilizado para romper piedras. Lo único que sorprendió a Perrin fue que no hubiese también una o dos Sabias.

—Amigos —murmuró Sulin entre dientes mientras trotaba junto al estribo de su caballo—. Amigos que aparecen de repente, sin avisar, y él sabe de pronto que están ahí. —Alzó los ojos hacia Perrin y habló en voz más alta—. No quiero que tropieces con una almohada y te vayas de bruces al suelo otra vez.

Perrin sacudió la cabeza, preguntándose qué más motivos le habría dado mientras se hacía pasar por una sirvienta para que se arrogara la tarea de defenderlo como a un hijo.

Por la posición del sol calculó que llevaba cabalgando casi una hora, guiado por los lobos, tan infaliblemente como una flecha hacia la diana, y cuando coronó una pequeña elevación no se sorprendió por lo que vio unos tres kilómetros más adelante: jinetes en una larga columna de a dos, hombres de Dos Ríos con su estandarte de la cabeza de un lobo rojo al frente, tremolando en la suave brisa. Lo que sí le sorprendió fue que había realmente mujeres entre ellos —contó nueve— y otros hombres que con toda seguridad no eran de Dos Ríos. Era la segunda bandera lo que hizo que apretara los dientes: el Águila Roja de Manetheren. Había perdido la cuenta de las veces que les había dicho que no ondearan ese estandarte fuera de Dos Ríos. Una de las pocas cosas que no había sido capaz de impedir, allí en casa, era el uso de esa bandera. Con todo, la imperfecta imagen de los estandartes enviada por los lobos lo había preparado para lo que iba a encontrarse.

Naturalmente, enseguida los vieron a él y a su acompañamiento. Había ojos con muy buena vista en esa banda. Sofrenaron los caballos, esperando, y algunos cogieron los arcos colgados a la espalda, los grandes arcos de Dos Ríos que podían matar a un hombre a trescientos pasos de distancia o más.

—Que nadie se ponga delante de mí —advirtió Perrin—. No dispararán si me reconocen.

—Al parecer los ojos amarillos ven a gran distancia —comentó inexpresivamente Sulin. Otros cuantos del grupo lo miraban de forma rara.

—Limitaos a quedaros detrás de mí, nada más —repitió.

A medida que se acercaba a la cabeza de la extraña columna, los arcos que estaban levantados se bajaron y se quitaron las flechas encajadas en las cuerdas. Traían a Brioso, comprobó con deleite y, lo que no lo complació tanto, a Golondrina. Faile jamás le perdonaría si permitía que su yegua saliera herida. Sería estupendo montar de nuevo su rucio, pero conservaría a Recio; un lord podía tener dos caballos, incluso un lord al que quizá le quedaran sólo cuatro días de vida.

Dannil se adelantó de la columna de Dos Ríos mientras se atusaba el espeso bigote con los nudillos; y otro tanto hicieron Aram y las mujeres que cabalgaban con él. Perrin reconoció los intemporales rostros Aes Sedai antes de identificar entre ellos a Verin y a Alanna, las dos situadas a la cabeza de las mujeres. No conocía a ninguna de las otras, pero no le cabía duda de quiénes eran, aunque no entendía cómo habían llegado allí. Nueve. Nueve Aes Sedai podrían ser muy útiles dentro de tres o cuatro días, aunque ¿hasta qué punto podía fiarse de ellas? Eran nueve y Rand les había dicho que sólo podían seguirlo seis. Se preguntó cuál de ellas sería Merana, la cabecilla.

Una Aes Sedai de cara cuadrada, con aspecto de granjera bajo la apariencia intemporal, habló antes de que Dannil abriera la boca. Su montura era una yegua castaña de recia constitución.

—Así que sois Perrin Aybara. Lord Perrin, debería decir. Hemos oído hablar mucho de vos.

—Es una sorpresa encontraros aquí —intervino fríamente una arrogante aunque hermosa mujer—, con tan extraña compañía. —Montaba un oscuro castrado de aspecto fiero; Perrin habría apostado que el animal había sido entrenado como caballo de batalla—. Estábamos convencidas de que aún estaríais por delante de nosotras.

Haciendo caso omiso de ellas, Perrin se volvió hacia Dannil.

—No es que me desagrade veros, pero ¿cómo es que estáis aquí?

Dannil echó una rápida ojeada a las Aes Sedai y se atusó el bigote frenéticamente.

—Nos pusimos en marcha tal como ordenasteis, lord Perrin, y lo más rápido posible. Quiero decir que dejamos atrás carretas y todo lo demás ya que parecía que tenía que haber alguna razón para que os marchaseis con tanta premura. Entonces Kiruna Sedai y Bera Sedai y las demás nos alcanzaron y dijeron que Alanna podía encontrar a Rand, quiero decir al lord Dragón, y puesto que os fuisteis con él, pensé que a buen seguro os encontraríais a su lado, y como no había forma de saber si os habíais ido de Cairhien y… —Respiró hondo—. En fin, que me pareció que tenían razón ¿No es así, lord Perrin?

Perrin frunció el entrecejo, preguntándose cómo podía Alanna encontrarlo. Sin embargo, así debía de ser o Dannil y los demás no estarían allí. Ella y Verin seguían manteniéndose detrás, con una mujer delgada, de ojos de color avellana, que suspiraba cada dos por tres.

—Soy Bera Harkin —se presentó la mujer de cara cuadrada—, y ésta es Kiruna Nachiman. —Señaló a su arrogante compañera. Por lo visto no consideraba necesario presentar a las demás todavía—. ¿Querréis explicarnos por qué estáis aquí si el joven al’Thor, el lord Dragón, se encuentra a varios días de marcha hacia el norte?

Perrin no tuvo que pensarlo mucho. Si estas nueve se proponían reunirse con las Aes Sedai que marchaban delante, poco podía hacer él para impedírselo. Nueve Aes Sedai de su parte, no obstante…

—Está prisionero. Una Aes Sedai llamada Coiren y al menos otras cinco lo llevan a Tar Valon. Al menos, es lo que se proponen hacer. Y yo me propongo impedírselo.

Aquello provocó una gran conmoción, con Dannil abriendo los ojos como platos y las Aes Sedai empezando a hablar todas a la vez. Aram era el único que no parecía afectado; claro que, por lo visto, tampoco había nada que le importara gran cosa aparte de Perrin y su propia espada. Los efluvios de las Aes Sedai eran una mezcla de indignación y miedo por mucho que sus semblantes se mantuviesen impasibles.

—Tenemos que impedírselo, Bera —dijo una mujer con el cabello peinado en multitud de finas trenzas, al estilo tarabonés.

—No podemos permitir que Elaida lo tenga, Bera —manifestó casi al mismo tiempo una pálida cairhienina montada en una yegua castaña de porte desgarbado.

—¿Seis? —repitió con incredulidad la mujer de ojos de color avellana—. Seis no podrían someterlo, estoy segura.

—Te dije que estaba herido —adujo Alanna casi sollozando. Perrin conocía el efluvio que emitía lo bastante bien para identificarlo de inmediato; olía a dolor—. Te lo dije.

Verin siguió callada, pero su olor era de rabia… y de miedo.

Kiruna asestó una despectiva mirada al grupo de Perrin.

—¿Y te propones detener a unas Aes Sedai con esto, joven? Verin no dijo que fueras un necio.

—Tengo unos cuantos más avanzando por la calzada a Tar Valon, más adelante —replicó secamente.

—Entonces puedes hacer que se unan a nosotras —le dijo Kiruna como si hiciese una concesión—. ¿Te parece bien, Bera?

La otra Aes Sedai asintió. Perrin no entendía por qué la actitud de Kiruna lo irritaba de ese modo, pero aquél no era el momento de perder tiempo en reflexiones.

—También tengo trescientos arqueros de Dos Ríos que me propongo que me sigan calzada adelante. —¿Cómo podía saber Alanna que Rand estaba herido?—. Vosotras, Aes Sedai, sois bienvenidas a mi columna si lo deseáis.

No les hizo ni pizca de gracia, desde luego. Se apartaron una docena de pasos a un lado de la calzada para discutirlo —ni siquiera con su agudo sentido del oído logró escuchar nada; debían de estar utilizando el Poder de algún modo— y durante unos instantes Perrin pensó que decidirían continuar solas.

Al final, los acompañaron, pero Bera y Kiruna cabalgaron flanqueándolo todo el camino, turnándose para decirle lo peligrosa y delicada que era esta situación y que no debía hacer nada que pusiera en peligro al joven al’Thor. Al menos Bera recordaba de vez en cuando llamar a Rand el Dragón Renacido. Una cosa que dejaron muy clara fue que Perrin no debía siquiera dar un paso sin antes preguntarles a ellas. Bera empezó a dar la impresión de sentirse un tanto indignada porque él no repitiese sus palabras; Kiruna dijo que las daba por dichas. Perrin empezó a preguntarse si no habría cometido un error al pedirles que los acompañaran.

Si a las Aes Sedai les impresionó el contingente de Aiel, mayenienses y cairhieninos que marchaban calzada adelante no dieron señales de ello ni visibles ni olfativas. Sin embargo, contribuyeron a incrementar la tensión que ya reinaba en la columna. Los mayenienses y los cairhieninos parecieron animarse mucho con la aparición de nueve Aes Sedai y dieciséis Guardianes y poco faltó para que se deshicieran en reverencias cada vez que una de ellas se les acercaba. Las Doncellas y los siswai’aman, por otro lado, las miraron torvamente, cuando no actuaban como si esperaran que las mujeres los aplastaran de un pisotón. Las Sabias mantenían el semblante tan impasible como las Aes Sedai, pero Perrin percibía oleadas de efluvios de pura ira procedentes de ellas. Salvo una Marrón llamada Masuri, las Aes Sedai hicieron caso omiso de las Sabias al principio; pero, después de que la Marrón fue rechazada al menos dos docenas de veces en los siguientes días —aunque era persistente, las Sabias evitaban a la Aes Sedai con tal facilidad que Perrin pensó que tenían que hacerlo de manera instintiva—, Bera y Kiruna y las demás no dejaban de observar a las Sabias y a hablar entre ellas tras algún tipo de barrera invisible que impedía a Perrin oír lo que decían.

Lo habría hecho si hubiese podido; ocultaban algo más que lo que hablaban sobre las Aiel. Para empezar, Alanna se negó a decirle cómo sabía dónde estaba Rand.

«El conocimiento de ciertas cosas abrasaría cualquier mente excepto la de una Aes Sedai», le había contestado, fría y misteriosa, aunque apestaba a ansiedad y dolor.

Ni siquiera admitió haber dicho que Rand estaba herido. Verin apenas le dirigió la palabra; se limitó a observarlo todo con aquellos oscuros ojos semejantes a los de un pájaro y con un atisbo de sonrisa, pero exhalaba vaharadas de frustración y cólera. Por el olor Perrin habría dicho que una de las dos, Bera o Kiruna, era la cabecilla del grupo; en cierto momento decidió que era Bera, aunque había poca diferencia entre ambas y en ocasiones parecía que se turnaban al mando durante un tiempo. Por lo demás resultaba difícil discernirlo a pesar de que la una o la otra cabalgaban junto a él una hora o más cada día, repitiendo variaciones de su «consejo» original y por lo general dando por hecho que eran ellas las que tenían el mando. Por lo visto Nurelle pensaba que así era, pues obedecía sus órdenes sin mirar siquiera a Perrin; y Dobraine sólo hacía eso antes de apresurarse a obedecer. Durante todo un día y medio Perrin dio por hecho que Merana se había quedado en Caemlyn y fue toda una sorpresa oír llamar por ese nombre a la mujer delgada con los ojos de color avellana. Rand había dicho que era ella la que dirigía la embajada de Salidar; pero, aunque de cara al exterior todas las Aes Sedai parecían ostentar igual poder, Perrin la comparó con un lobo de segunda fila en la manada; una apagada resignación y ansiedad impregnaban su olor. No era nada nuevo que las Aes Sedai guardaran secretos, desde luego, pero él se proponía rescatar a Rand de Coiren y la pandilla que iban delante, y le habría gustado tener una ligera pista sobre si después no tendría que rescatarlo también de Kiruna y sus amigas.

Al menos resultaba agradable encontrarse de nuevo junto a Dannil y los otros, a pesar de que también ellos se comportaban casi igual que los mayenienses y los cairhieninos respecto a las Aes Sedai. Los hombres de Dos Ríos estaban tan contentos de volver a verlo que sólo unos pocos rezongaron cuando les ordenó que guardasen el Águila Roja; volverían a ondearla, de eso no le cabía duda a Perrin, pero Ban, que tanto se parecía a su primo Dannil salvo por la nariz ganchuda y por el largo y fino bigote al estilo domani, la dobló cuidadosamente y la guardó en sus alforjas. No por ello marcharon sin estandarte, ni que decir tiene. Para empezar, estaba su bandera con la cabeza del lobo rojo. Seguramente no le habrían hecho caso si les hubiese dicho que guardaran también ésa y, por alguna razón, la fría y desdeñosa mirada de Kiruna despertó en él el deseo de exhibirla. Pero, aparte de ésa, Dobraine y Nurelle sacaron las suyas, ya que había una ondeando. No era el Sol Naciente de Cairhien ni el Halcón Dorado de Mayene. Cada uno de ellos sacó un estandarte de Rand: el dragón rojo y dorado sobre campo blanco y el disco blanco y negro sobre fondo carmesí. A los Aiel parecía darles igual una cosa como la otra y las Aes Sedai adquirieron una actitud muy fría, pero los estandartes parecían ser muy apropiados para ondear en esta columna.

Al décimo día de viaje, con el sol a mitad de camino del cenit, Perrin tenía un humor sombrío a despecho de las banderas, de los hombres de Dos Ríos y de ir montado en Brioso. Tendrían que alcanzar las carretas de las Aes Sedai poco después de que empezara la tarde, pero todavía seguía sin saber qué hacer después de eso. Fue entonces cuando el mensaje de los lobos llegó:

Ven ahora. Muchos dos piernas. ¡Muchos, muchos, muchos! ¡Ven ahora!

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