Epílogo

Aquel día cayó una copiosa nevada.

Las dependencias de Shin Nippon se encontraban en la selecta zona de Roppongi. En la avenida principal, también llamada Roppongi, asomaba la boca del metro y, al volver la esquina, la comisaría de Azabu. Mamoru se detuvo frente a ella.

«Estoy a punto de asesinar a alguien.»

Un policía aguardaba en la entrada observando a los coches que circulaban por la calle. Mamoru contempló los copos de nieve que, silenciosamente, alfombraban la ciudad iluminada. Los faros del multitudinario tráfico reverberaban en la húmeda calzada, dibujando una Vía Láctea terrestre.

Yoshitake había pedido al chico que se reuniese con él en una vieja cafetería llamada Hafukan. La puerta era pesada, tan pesada que Mamoru lo consideró como una reticencia del destino a que cumpliese semejante cometido, una señal para que diese media vuelta y se marchase de allí. Aún estaba a tiempo.

No, ya era demasiado tarde. Mamoru entró.

Del aire pendía un agradable olor a café. La iluminación del interior del local era tenue y teñía los clientes que lo abarrotaban de un matiz ámbar.

Yoshitake ya estaba allí. Se levantó de su mesa y atrajo la atención del chico. Mamoru se encamino hacia él, a sabiendas de que con cada paso que daba, más cerca estaba Yoshitake de su propia muerte.

– Qué tiempo más feo tenemos esta noche. Debes de tener frío. -Yoshitake parecía preocupado.

Pero lo único en lo que Mamoru podía pensar era en lo mucho que debía de haber arreciado el frío la mañana que Yoshitake asesinó a su padre.

– Estoy bien. Me gusta la nieve.

– Pues con lo que nieva en Hirakawa, Tokio debe de parecerte un aburrimiento. -Yoshitake estaba de buen humor. En la mesa, descansaba una taza de expreso vacía. Una camarera se acercó, y Yoshitake pidió lo mismo. Mamoru prefirió un café solo.

– ¿Qué tienes en la cabeza? -preguntó Yoshitake. El chico le había llamado para decirle que quería verlo, que tenía algo que discutir con él. Este accedió con mucho gusto a que se encontraran en algún lugar cerca de su oficina.

– ¿Se siente mejor? -inquirió el chico.

– No fue nada grave aunque los médicos no saben qué me pasó exactamente.

A Mamoru le costaba hablar. No podía apartar la mirada del rostro de su interlocutor y del perfecto bronceado que guardaba de sus partidas de golf en Hawái.

«Durante todo el tiempo que tú has estado jugando al golf, bebiendo e incluso testificando en la comisaría de policía, mi padre estaba muerto. No es más que un montón de huesos enterrado en las entrañas de una montaña. Tú has estado viviendo una vida plena mientras yo repudiaba a mi padre, mientras mi madre aguardaba todos esos años esperando a que regresase a casa. Eres el único aquí que ha disfrutado de la felicidad.»

– ¿Tienes algún problema? -La expresión de Yoshitake se nubló-. ¿Por qué me miras de ese modo?

– ¿De qué modo? -Mamoru tendió la mano hacia su taza de café, pero se le resbaló el asa. El líquido negro se escurrió de la taza de porcelana y acabó derramándose sobre su mano. El chico se preguntó distraídamente si el color de la sangre sería parecido.

– ¿Te has quemado? -Yoshitake alargó el brazo para tocar su mano, pero este la apartó con brusquedad.

«Te compadeciste de nuestra suerte, nos utilizaste. Compasión… Eso es lo que no puedo perdonarte. ¿Entiendes lo que digo?».

– ¿Estás enfermo? Estás empapado y muy pálido. ¿No llevas paraguas?

«Mis temblores nada tienen que ver con el frío.»

– Será mejor que te marches a casa. Ya hablaremos en otra ocasión. -Yoshitake sacó la cartera-. Tu familia estará preocupada. Cómprate una camiseta y un jersey en alguna tienda de por aquí y cámbiate de ropa o pillarás un buen resfriado.

Mamoru lanzó el billete de diez mil yenes al suelo.

«¡Dilo, dilo! Esta noche, vuelve a haber niebla en Tokio. ¡Acaba con esto!».

El hombre sentado a la mesa contigua, observó alternativamente el billete que yacía en el suelo y los rostros de la pareja. Finalmente, lo recogió y lo puso sobre la mesa. Ni Mamoru ni Yoshitake repararon en el gesto.

– Perdóname si he dicho algo que te ha ofendido -dijo por fin Yoshitake-. No puedo… Es decir… Es difícil… -Yoshitake miró su taza vacía como si esta contuviese las palabras que tenía en mente-. Tú… Yo te considero a veces como un hijo. Si por ello acabó haciendo algo grosero, te pido que me perdones.

«¡No es tan difícil! ¡Dilo! Esta noche, vuelve a haber niebla en Tokio.»

Como si no supiese qué otra cosa hacer o decir, Yoshitake sacó un cigarrillo y jugueteó con él entre sus dedos. Parecía un niño que acababa de recibir una buena reprimenda.

Mamoru se dio cuenta de que había mucho ruido en la cafetería. En una ciudad tan populosa, tan desmesurada, ¿quién echaría en falta a una sola persona?

«Gracias por encargarte de Yoko Sugano.»

«¿Me diría mi padre algo parecido?», se preguntó Mamoru. «¿Gracias por encargarte de Yoshitake?». Entonces, de súbito, recordó otra cara y otra voz que le hablaba: «Mamoru, jamás utilices a tu padre como excusa. Ni se te ocurra». Era Gramps.

«Quise compensarte de algún modo.» Esas palabras, sin embargo, eran las que su amigo Yoichi Miyashita pronunció tras su tentativa de suicidio. «No le encontraba ningún sentido a la vida. Pero soy un negado hasta para hacer un nudo.» Mamoru apretó los dientes. ¿Acaso pensó que tenía derecho a hacer lo que le viniese en gana solo para reparar un agravio?

– Vamos -dijo Yoshitake-. Creo que deberíamos irnos. -Se puso en pie y se acercó a la barra para pagar.

Mamoru salió de la cafetería. Los copos caían con fuerza y la nieve empezaba a cuajar en el suelo. La ciudad se volvía más y más fría, e igual pasaba con Mamoru. Yoshitake apareció unos segundos más tarde. Su aliento se cristalizaba en el aire invernal. También el de Mamoru. De un tono más blanco que la propia nieve.

Los dos quedaron frente a frente bajo la cálida luz que manaba del interior del Hafukan. El chico se preguntó si lograría recuperar la confianza en sí mismo en treinta años. O en cincuenta. ¿Moriría con la conciencia tranquila?

– Al menos, cómprate un paraguas -le instó Yoshitake-. Vete a casa y date un baño caliente.

«He venido a asesinarte.»

– Ya nos veremos. -Yoshitake se dio media vuelta y se alejó.

«Tiene la espalda ancha. Como la tuvo mi padre en vida.»

Yoshitake se volvió para añadir:

– Espero volver a verte pronto.

Mamoru no respondió, de modo que el hombre siguió su camino.

Un paso, dos pasos. Se alejaba de él.

«Tomaste una decisión injusta. Jugaste sucio para limpiar una conciencia que manchaste hace doce años. Y esa era tu única preocupación.»

– ¡Señor Yoshitake! -vociferó Mamoru. Ya al otro extremo de la calle, Yoshitake se giró de nuevo sobre sí mismo.

Había llegado el momento. Los separaba una distancia de doce años. La nieve, en su indiferente descenso, cubría ese espacio en el que toda voz quedaba silenciada.

– Señor Yoshitake.

– Dime.

– Esta noche, vuelve a…

– ¿Qué? -Se llevó la mano a la oreja.

«¿Vas a permitir que todos queden impunes?».

– Esta noche, vuelve a haber niebla…

«Quise recompensarte de algún modo.»

«Esta noche, vuelve a haber niebla en Tokio.»

Yoshitake alcanzó al chico.

– ¿Qué dices?

Mamoru estaba cansado de intentar tomar una decisión.

– Esta noche, vuelve a haber niebla en Tokio.

Yoshitake ladeó la cabeza, y el chico contuvo la respiración. Durante un instante, pensó que el anciano se la había jugado. No estaba sucediendo nada.

Pero de repente la mirada de Yoshitake se extravió y, acto seguido, sus ojos se abrieron, con violencia, para estudiar con atención los alrededores. No tardaron en encontrar la sombra del invisible perseguidor. Comenzó a alejarse, deprisa, dejando atrás la nieve, Mamoru y la congelada ciudad.

«¿Te parece bien lo que estás haciendo?». Algo en el interior de Mamoru intentaba captar su atención. Mamá. Su madre creyó en su padre. Creyó en el hombre que había dejado sobre la mesa los papeles del divorcio pero que nunca llegó a quitarse el anillo de boda. Por esa razón, lo había esperado siempre. Ella sabía que ese anillo era la prueba de sus verdaderos sentimientos.

No fue una jugada digna de orgullo, tal vez… Fue lo correcto, eso era todo.

«Si no puedo compensarle aunque sea por una insignificante fracción de todo el daño que le he causado…»

La nieve caía sobre el cuello de Mamoru. Una pareja que compartía un paraguas volvió la vista atrás para mirarlo y, tras intercambiar una mirada, se marchó apresurada.

«Gracias por encargarte de Yoko Sugano. Gracias por asesinarla. Se lo estaba buscando.»

Y Kazuko se había mostrado aterrada, presa de los remordimientos.

«¡Dímelo! ¿Tan malo fue lo que hicimos?».

«Lo único que hice fue darles su merecido.»

¡No!

Mamoru corrió en la dirección que había tomado Yoshitake. Había desaparecido. El semáforo de peatones parpadeó cuando Mamoru cruzó a toda velocidad la calle y se dirigió hacia las dependencias de Shin Nippon.

Las puertas de la entrada estaban cerradas. Mamoru resbaló y se golpeó la rodilla. Cual resorte, volvió a ponerse en pie y buscó la entrada nocturna. Se tropezó con un peatón y el impacto hizo que la nieve acumulada sobre el paraguas de este le cayera encima.

Había luz en la oficina de seguridad. Golpeó la ventana.

– ¿Dónde está la oficina del vicepresidente?

– ¿Quién eres? -respondió una voz cautelosa.

– Me llamo Kusaka. ¿Dónde está?

– ¿Qué has venido a hacer aquí?

– ¿En qué planta se encuentra?

– En la quinta planta, pero…

Mamoru salió corriendo hacia el ascensor. El guarda de seguridad lo seguía de cerca. Presionó el botón y vio que el ascensor se había detenido en la quinta planta. Ahora descendía lentamente. Mamoru decidió subir por la escalera.

La quinta planta. Las puertas se alineaban a ambos lados del pasillo. Encontró un mapa en la pared. El despacho de Yoshitake quedaba a mano izquierda, al final de pasillo. Con movimientos ralentizados por el peso de su chaqueta mojada, se dirigió hacia la oficina dejando las húmedas huellas de sus pisadas sobre la moqueta.

Para cuando atravesó corriendo la oficina de la secretaria y abrió de golpe la puerta de su despacho, Yoshitake ya estaba saliendo por la ventana que quedaba detrás de su mesa.

– ¡Señor Yoshitake! -No lo escuchaba. Ya tenía las rodillas en el alféizar de la ventana.

Mamoru no creyó poder lograrlo pero, aun así, se abalanzó sobre él y lo agarró por el dobladillo del abrigo. Oyó que la tela se desgarraba. Un botón salió volando por los aires. Por fin, los dos cayeron al suelo. Con todo el alboroto, la silla giratoria de Yoshitake se deslizó hacia el otro extremo de la habitación.

Mamoru se sentó e inclinó contra la mesa. Yoshitake parpadeó.

El guarda de seguridad apareció entonces, sin aliento.

– Señor Yoshitake, ¿qué…? ¿Qué ha ocurrido? -preguntó.

El estado hipnótico se vio suspendido. La palabra clave ya no tenía validez alguna. Mamoru lo supo en cuanto reparó en los ojos de Yoshitake.

– Yo, yo… -Yoshitake, boquiabierto, miró al chico-. Mamoru, ¿qué estás haciendo aquí?

– ¿Lo conoce? -preguntó el guarda de seguridad.

– Pues sí, pero… -Yoshitake se concentró en Mamoru y después alzó la mirada hacia la ventana por la que la nieve se estaba filtrando-. Puede marcharse -despidió al guarda de seguridad que, antes de abandonar la habitación, lanzó a Mamoru una mirada suspicaz.

Los dos estaban solos.

Mamoru miró a Yoshitake a la cara. En el rabillo de los ojos se marcaban algunas arrugas, y su rostro había palidecido de tal modo que casi no quedaba rastro de su bronceado. El abrigo abierto le daba un aspecto descuidado, callejero.

– Hay algo que olvidé decirle.

Mamoru se agarró al borde de la mesa para ponerse en pie. Se acercó a la ventana y miró hacia la calle que se extendía blanca y cubierta por un arcoíris de paraguas que se deslizaban hacia un lado y otro.

Cerró la ventana y echó los postigos. Entonces, se volvió sobre sí mismo para encararse con Yoshitake.

– Ya no volveremos a vernos. Esta es la última vez. -Antes de marcharse del despacho, lo miró por encima del hombro. Todavía sentado en el suelo, parecía encogido, carcomido por los remordimientos.

Mamoru bajó con tranquilidad la escalera y aun así tuvo que sentarse una vez para tomar aliento. Para cuando salió del edificio, la nieve caía con muchísima fuerza. Tanto su chaqueta como sus pantalones no tardaron en teñirse de blanco. Pensó que no estaría mal quedarse allí plantado para siempre, como un muñeco de nieve.

Sin embargo, emprendió la marcha. Contemplaba las huellas que dejaba sobre la nieve a medida que avanzaba. Se había dado por vencido antes de coronar la cima.

Encontró una cabina telefónica, marcó un número y dejó que sonara. ¿Se encontraría Harasawa demasiado débil como para coger el teléfono?

– ¿Sí? -respondió, por fin, una voz afónica.

– Soy yo.

Siguió un largo silencio.

– ¿Oye? ¿Puedes oírme? Esta noche no tenemos niebla, sino nieve. -A Mamoru empezó a temblarle la barbilla-. ¿Me oyes? Está nevando. No pude hacerlo. Creí que sería capaz, pero fracasé. ¿Lo entiendes? No pude hacer lo que tú hiciste. No permití que Yoshitake muriese. -La nieve que le cubría el pómulo comenzó a derretirse y a caerle por la mejilla-. No pude matarlo… No pude matar al hombre que asesinó a mi padre. ¡Tiene gracia!

Mamoru se echó a reír mientras golpeaba el interior de la cabina telefónica con el puño. No podía parar.

– ¡Eres un hombre muy perspicaz! Loco de remate, pero hiciste lo que consideraste correcto. Yo ni siquiera sé discernir lo que está bien de lo que está mal. No quiero saber nada más de este asunto. Habría preferido permanecer al margen de todo. Hijo de puta, ¡ojalá te hubiese matado a ti!

Fuera, la nieve se había vuelto ventisca y arremetía con fuerza contra la cabina telefónica, rugiendo. Mamoru apoyó el auricular sobre su cabeza y cerró los ojos.

– Adiós, chico -dijo la voz. Y entonces, se oyó un suave clic, como si el anciano hubiese colgado el teléfono con suma delicadeza.

En el largo viaje de vuelta a casa, Mamoru tuvo un nebuloso sueño. Se había transformado en un mago que zarandeaba su varita mágica en un intento por atraer a un conejo que no tenía intención de aparecer.

Era el sueño de un viejo loco y decrépito.


* * *

En cuanto Mamoru entró por la puerta de su casa, se desplomó. Su familia lo instaló en su cama, donde permaneció diez días.

Tenía neumonía, y el médico recomendó la hospitalización inmediata. A una fiebre muy alta se le sumaba el profundo sueño en el que quedó atrapado. De vez en cuando, mascullaba algo y se removía, pero ninguno de los Asano comprendía sus palabras.

No estaba inconsciente del todo. Tenía una vaga impresión de lo que sucedía a su alrededor y podía distinguir las diferentes caras que emergían en su campo de visión. Reconoció a Taizo y a Yoriko, y a Maki que le palpaba la frente. A veces, estaba seguro de que su madre se sentaba junto a él, y en cuanto tenía esa sensación, intentaba incorporarse.

No vio la cara de su padre. Intentó con todas sus fuerzas recordarla, pero no lo logró. Cuando estaba despierto, escuchaba las conversaciones entre Yoriko y Maki.

– ¿Por qué haría algo tan estúpido? Ni siquiera se llevó un paraguas y con esta nevada…

Maki, sentada a su lado, le miraba a la cara.

– ¿Mamá? -dijo con tono sosegado-. ¿Alguna vez has tenido la sensación de que nos oculta algo?

Yoriko se tomó su tiempo para contestar.

– Pues ahora que lo mencionas…

– A menudo me pregunto por qué, pero no logro dar con una respuesta. No tengo ni idea de qué puede tratarse.

– Yo tampoco.

– He llegado a la conclusión de que nos oculta algo que, quizás, sea mejor no mencionar. Ha decido no contarnos lo que quiera que sea por nuestro bien, y se lo ha guardado para sí mismo. Me apena mucho, pero estoy segura de que esa es la explicación. He pensado, mamá -prosiguió Maki-; que quizá intenta protegernos. Así que prométeme que no le harás ninguna pregunta. Esperaremos hasta que decida contárnoslo. Es lo único que podemos hacer.

– Te lo prometo -repuso Yoriko.

Entonces, Taizo entró en la habitación.

– ¿Dónde has estado, papá?

– He salido a comprar hielo.

Cuando Mamoru empezó a recuperarse, se sucedieron varias visitas.

Anego prorrumpió en llanto en cuanto asomó por la puerta.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Mamoru con debilidad-. Me pones los pelos de punta -bromeó.

– ¡Idiota! -Ni siquiera se molestó en enjugarse la cara-. Pero dado que aún sigues con esa bocaza tuya, supongo que no vas a morirte.

– Yo no. Me moriría de vergüenza si una neumonía acabase conmigo.

– ¿Sabes qué?

– ¿Qué?

– Tenía la impresión de que te encontrabas muy lejos de aquí.

– Pues estuve aquí todo este tiempo.

– No, estabas en otra parte.

– Bueno, ya he vuelto. Y seré todo oídos cada vez que hables. Claro que con la voz tan chillona que tienes, sería imposible no hacerlo.

Cuando Yoichi Miyashita fue a verlo, Mamoru tenía un favor que pedirle.

– ¿Podrías conseguirme una copia de ese dibujo, Las musas inquietantes?

– Claro, lo recortaré de cualquier libro.

– Me encantaría tenerlo.

– Tus deseos son órdenes. -Yoichi parecía feliz, pero algo desconcertado-. Pero ¿cómo es que de repente te gusta?

– No sé si me gusta o no, pero creo que por fin ha dejado de carecer de sentido.

Cuando Takano fue a visitarlo, lo primero que hizo el chico fue preguntar por las pantallas de vídeo.

– Todavía estoy en pie de guerra y seguiré enfrentándome a los mandamases de los almacenes -contestó Takano-. Pero no es más que una batalla. Y el rumor se extiende como la pólvora entre los empleados.

– ¿Les has contado a todos el asunto de la publicidad subliminal?

– Verás, tengo que encontrar apoyo. He entrado a formar parte del sindicato. Cuando les muestre a los líderes sindicales el vídeo, se levantarán de un salto de sus sillas. Y puesto que eso casi acaba conmigo, seguro que no me falta fuerza de persuasión.

»Tienes que recuperarte pronto, todos te esperamos. Sato se muere por contarte su último viaje al desierto. Algo sobre que el viento es un ente viviente…

La mente de Mamoru se asemejaba al péndulo de un reloj antiguo en su perpetuo balanceo. No podía pensar en otra cosa que no fuese en Yoshitake o Harasawa. Quería poder dejar la mente en blanco.

A finales de febrero, la zona de Kanto se vio sorprendida por otra fuerte nevada.

Esa misma mañana, en cuanto Taizo vio a Mamoru y a Maki marcharse de casa, les dijo que ojalá tuviese aún su licencia para llevarles él mismo a la oficina y al instituto.

Taizo renunció a su puesto en Shin Nippon y se reincorporó a Tokai Taxis. Pretendía empezar a conducir en cuanto le restituyeran su carné. La muerte de Yoko Sugano supuso un golpe tan duro para él que necesito algo mucho más fuerte para volver a querer conducir un automóvil.

Y ese algo le llegó bajo la forma de una carta.

Con una caligrafía hermosa, fue remitida por la mujer que Taizo había llevado en su taxi la noche del accidente. La misma a la que, pese a estar ya fuera de servicio, recogió en esa urbanización.

Ella quería llegar cuanto antes al aeropuerto para tomar el primer avión que saliese hacia el país donde se encontraba su marido, el cual acababa de sufrir un infarto. Cuando finalmente llegó al hospital, el médico le dijo que no podían hacer nada para salvarlo. La última esperanza, añadió este, lo único que tal vez podía traerle de vuelta a la vida, era escucharla decir su nombre.

La mujer tomó a su marido de la mano y pronunció su nombre con todo el amor que encerraba su corazón. Le dijo una y otra vez que estaba a su lado y no se apartaría de él hasta que volviese en sí. Su marido la escuchó y respondió. No tardó en recuperarse.

De no llegar al hospital cuando lo hice, de no haberme recogido usted en su taxi, habría llegado al aeropuerto más tarde y me habría visto obligada a tomar el siguiente vuelo. Jamás habría conseguido traer de vuelta a mi marido.

Le escribo esta carta para darle las gracias. Por favor, no abandone nunca su trabajo porque hay personas que realmente lo necesitan. Señor Asano, en su taxi, usted trajo consigo la vida de mi marido.

La misiva permitió a Taizo izar y hacer ondear de nuevo la bandera de su dignidad que, hasta ese momento, se había quedado estancada a media asta.

Llegó el mes de marzo sin ninguna noticia de la supuesta confesión de Harasawa.

Pese a la preocupación que mostró la familia Asano, Mamoru hizo un viaje a Hirakawa el primer fin de semana del mes. Quería averiguar qué había sido de su padre esa mañana de hacía doce años.

Las flores de los ciruelos empezaban a abrirse en Hirakawa, y las cimas de las montañas seguían cubiertas por un manto de nieve. Mamoru empezó su búsqueda en la biblioteca de la ciudad, donde sacó prestado un mapa de la época. Con el dedo, trazó el camino que había recorrido su padre entonces y, por extrapolación, averiguó sus intenciones antes de que ese coche sellara su destino.

Aún quedaba nieve en la colina que custodiaba el cementerio público donde descansaban los restos de Keiko Kusaka y de Gramps.

– Ya sé hacia dónde se dirigía papá -les informó Mamoru a sus seres queridos.

Doce años atrás, había un pequeño edificio a los pies de esa misma montaña. La carretera por la que Toshio caminaba no era sino un atajo para llegar hasta allí. Y se marchó tan temprano para no provocar confusión alguna en su trabajo. Ese edificio no era otro que la comisaría de policía. La comisaría de la prefectura de Hirakawa.

«Iba a entregarse por el delito de malversación.»

En el expreso de vuelta a Tokio, Mamoru entendía por fin lo que Gramps había querido decirle. «Tu padre no era malo sino débil. Todos ocultamos en nuestro interior esa debilidad. Tú también. Y cuando te des cuenta de que está ahí, entenderás lo que hizo tu padre».

Su padre fue débil, pero no cobarde. Intentó enmendar todo el daño que había causado al apropiarse de algo que no le pertenecía. Con esa conclusión se quedaba el chico.

«Hice lo correcto. Papá, ¿crees que hice lo correcto? No maté a Yoshitake. No pude. Sí. Eso fue lo correcto.»


* * *

La confesión de Harasawa llegó a manos de la policía a finales del mes de marzo. Causó gran sensación e incluso sorprendió a Mamoru que ya lo había dado por imposible. La policía, entre la desenfrenada expectación de los periodistas y todos los vecinos, procedió al registro del apartamento del asesino confeso.

Las fotografías de las cuatro mujeres fueron mostradas en periódicos y revistas, y encabezaron los titulares de programas sensacionalistas en televisión.

Un día, cuando el telediario mostró la fotografía de Kazuko Takagi, Yoriko señaló la pantalla, sorprendida.

– ¡Es la mujer que fue al velatorio de Yoko Sugano! Me ayudó cuando me lanzaron ese zapato.

Pese a las llamadas que denunciaban la red de estafadoras profesionales, Mamoru se tranquilizaba pensando que aquello no era más que fruto de la efusión del momento y que pronto todos se olvidarían del caso. La tormenta estalló con fuerza, pero no tardaría en remitir. Entretanto, todo lo que quedaba a merced de dicha tempestad estaba destinado a ser arrasado… La hermana pequeña de Yoko Sugano, por ejemplo. Mamoru pensaba en ella a menudo, aunque no había nada que pudiese hacer para ayudarla.

Tal y como Harasawa prometió, no hizo alusión alguna a Yoshitake en su confesión, por lo que este mantuvo intacto su prestigio. Seguía con su fama de buen samaritano. Sin embargo los medios de comunicación encontraron la conexión entre él y una de las mujeres y volvieron a llamar a su puerta. Mamoru apagaba la televisión o la radio en cuanto escuchaba su nombre, por lo que jamás supo si accedió a responder a las preguntas de la prensa.

Se disparó el interés público por la hipnosis. Cualquier escrito, ya fuera el más austero de los estudios o el manual más elemental, volaba de las estanterías de Laurel en cuanto el personal aparecía con sus carros para reponer las existencias. Mamoru compró uno de esos libros y conforme avanzaba en su lectura, se convenció de que Harasawa estaba equivocado.

El anciano afirmó que era capaz de hipnotizar a cualquiera y de llevarlo a la autodestrucción. Era precisamente en ese punto donde discrepaba. De acuerdo, fue capaz de manipularlos, de hacer que huyeran, pero la única razón por la que lo logró fue porque, en el fondo, esos sujetos sabían que tenían motivos para salir huyendo.

Dicho de otro modo, se arrepentían de sus actos y temían ser descubiertos. Por ende, los resultados no eran extrapolables a cualquiera. En la mente de esas mujeres germinaban las semillas de la culpabilidad. Lo único que hizo Harasawa fue cosechar sus amargos frutos.

Harasawa solo castigó a criminales obsesionados con la persistente amenaza que representaba la justicia. Mamoru pensó que, sin duda, muchos otros malhechores que seguían impunes merecían pagar el mismo precio por sus crímenes. Quizá la oscuridad en la que el brujo vivía le hacía imposible discernir lo que era justo de lo que no. Y Mamoru lamentó no haber reparado en ese punto e intentar explicárselo a Harasawa cuando aún no era demasiado tarde.

Kazuko Takagi sobrevivió a la tormenta mediática refugiada en el Cerberus. Contempló la posibilidad de marcharse en cuanto los medios se hicieron eco de la confesión de Harasawa. No quería causar a Mitamura más problemas.

– Ya no hay motivo para huir -le dijo este-. Has pagado por lo que ocurrió, y entiendes las consecuencias de tus actos mejor que nadie.

– ¿No me culpas por lo que he hecho?

Mitamura se echó a reír.

– Te tropezaste y caíste, y yo te tendí la mano para ayudarte a ponerte en pie. No tienes por qué disculparte por nada. ¿No crees que ya es hora de pasar página?

Un día de abril, cuando Kazuko regresaba de hacer la compra, Mitamura la esperaba para darle una noticia.

– Mamoru Kusaka estuvo aquí. Ha dejado un mensaje para ti.

– ¿Cuál? -Kazuko estaba preparada para afrontar las duras palabras de Mamoru.

– Espera que superes esto, y…

– ¿Y qué?

– Te agradece que cuidases de su tía en el velatorio de Yoko Sugano. Eso es todo lo que ha dicho.

Kazuko se inclinó contra la barra y se llevó las manos a la cara.

– Me ha perdonado -dijo finalmente en un hilo de voz.

«¿Cómo puedo encontrar a mi padre?». Era la única obsesión de Mamoru. Un parque natural en algún lugar cerca de Hirakawa. A una hora de la ciudad. Sería imposible dar con su tumba sin alguna pista más. ¿Cómo conseguir que la policía lo ayudase? Pasó horas y horas sentado al borde del canal, intentando resolver el acertijo.

Un día recibió una inesperada carta de Harasawa. Se la llevó consigo al banco que quedaba junto al canal para leerla con tranquilidad. Al desplegarla sintió una emoción muy cercana a la nostalgia.

Chico.

Apuesto a que te has quedado de piedra. Para cuando leas esta carta, ya me habré ido de este mundo. La tenacidad es un arma poderosa. Aún soy capaz de escribir cartas de mi puño y letra. He duplicado la dosis de analgésicos desde la última vez que nos vimos, pero todavía sigo vivo.

Esta carta te llegará algo después de que la policía tenga en su poder mi confesión. Así lo he pedido en mi testamento. No dudes en romperla si no le encuentras utilidad alguna.

Chico, me dijiste que querías matarme. Dijiste que te desentendías, que no querías saber nada más del asunto. Y tampoco acabaste con Yoshitake.

Pero sigo creyendo que tú y yo tenemos algo en común. Desde luego, tenemos nuestras diferencias, pero hay una cosa que compartimos, y creo que entenderás lo que hice y lo que voy a hacer, mejor que ningún otro. Desde luego, mejor que los medios de comunicación que, en estos instantes, estarán poniendo el grito en el cielo. Seguramente, lo entenderás mejor que todos esos expertos y psicólogos que hablan sin conocimiento en los medios de comunicación.

Ambos elegimos métodos diferentes. Yo creo que hice lo correcto y es de suponer que tú creas que lo correcto fue lo que tú hiciste. Estoy convencido de que no te arrepientes de no haber arrebatado la vida a Yoshitake. Pero ¿por qué tomaste esa decisión? ¿Solo porque no eres capaz de convertirte en asesino? Lo dudo. Y es que, créeme, cualquiera puede llegar a este extremo si las circunstancias lo propician.

Debes de haberte dado cuenta, incluso inconscientemente, de que Yoshitake os quería a tu madre y a ti. A su manera, claro está. Tú entendiste eso. Lo entendiste y te apiadaste de él.

Tengo algo más para ti antes de dejar este mundo. Pocos días después de recibir tu llamada, vi a Yoshitake. Lo hipnoticé y le di una nueva palabra clave. La escribiré en esta carta. Para que surta efecto, tendrás que sujetarle de la mano derecha cuando la pronuncies. Todo un gesto, ¿no te parece?

Esta es mi obra final, y espero que decidas hacer buen uso de ella. ¿Recuerdas que era yo quien mandaba a Nobuhiko Hashimoto todo ese whisky? Siempre doy a la gente lo que más necesita. Esta palabra clave es lo que el whisky para Hashimoto, excepto que a ti no te destruirá.

Si realmente te compadeces de Yoshitake, dale la oportunidad de entregarse. No dejes que el pasado te influya. Tienes una vida maravillosa por delante.

Adiós, chico. Esta será la última vez que sabes algo de mí. Cuando acabes, olvidarás que existí. ¿Ya están en flor los cerezos de tu barrio? Esto es lo que más me apena: no volver a verlos una última vez.

La palabra clave quedaba escrita al final de la carta. Cuando Mamoru la leyó, entendió por fin al anciano. Demasiado tarde, pero lo comprendió.

Era una palabra fácil de memorizar.

Los cerezos estaban en flor. Cuando Mamoru miró los árboles que quedaban al otro lado del canal, rompió la carta en diminutos pedazos y dejó que el viento los arrastrase hacia el agua.

Abrió la puerta del Hafukan, donde Yoshitake había prometido verlo a las siete en punto. Estaba sentado a la misma mesa que la última vez. Hablaron sobre temas de poca trascendencia. Yoshitake rió mucho, se sentía feliz de volver a ver al chico. Mamoru no dejó de hablar. Ninguno de los dos mencionó a Harasawa.

Se marcharon de la cafetería. Toda la ciudad parecía resplandecer bajo la cálida luz primaveral. Cuando Yoshitake alzó la mano para despedirse, Mamoru lo detuvo.

– Tengo que pedirle un favor.

– ¿Cuál?

Mamoru tendió su mano derecha.

– Estrechemos las manos.

Yoshitake vaciló durante un momento, y tras tender su gran mano derecha, se aferró con firmeza a la de Mamoru. Tenía la mano fría pero muy fuerte. En ese momento, Mamoru se inclinó hacia él como si fuese a contarle un secreto.

– La ilusión del brujo.

Yoshitake empezó a caminar despacio, y el chico lo siguió. Yoshitake se detuvo frente a la comisaría de Azabu. Contempló el edificio y, acto seguido, entró como si tal cosa. Mamoru le observó cerrar la puerta antes de dar media vuelta.

Bajo una señal de neón rosa que destellaba en el metro, se tropezó con dos chicas de su edad. Ambas eran preciosas, tenían el pelo largo y una mirada viva y brillante. «¡La noche es joven!» quedaba escrito en sus rostros.

Cuando miraron a Mamoru a los ojos, soltaron una risita.

– ¡Hola! -exclamó una de ellas-. ¿No hace una noche preciosa? ¿Adónde vas?

– Voy de camino a casa -respondió Mamoru.

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