Capítulo 6

El brujo

Cuando Laurel reabrió sus puertas el tres de enero, Mamoru y Takano fueron los únicos que no se vieron contagiados por el espíritu festivo.

– Actuaron como si no supieran nada -contestó Takano a Mamoru cuando este le preguntó sobre la reunión con dirección. Abatido por la decepción, el encargado de la Sección de Libros apretaba los puños mientras hacía balance de la entrevista-. Les mostré la copia de la cinta, ¡y ni pestañearon! Cuando quise presionarlos, me preguntaron si disponía de pruebas que demostraran la relación de causalidad entre la cinta y los incidentes. Y, por si fuera poco, amenazaron con tomar represalias contra el personal que trabaja bajo mi supervisión si no dejaba de meterme donde no me llamaban.

– ¿Se referían a mí y a los demás?

– Son inteligentes. Sabían que no me importaba poner en peligro mi puesto de trabajo, pero que no permitiría que ninguno de vosotros sufriese las consecuencias.-Mamoru y Takano observaron la pantalla de vídeo. -Encontraré el modo de sacar esta cosa de aquí -prometió.

Mamoru tenía muchas razones para no sentir ni pizca de emoción ante fechas tan señaladas. El hombre de la llamada anónima no había vuelto a manifestarse, y la tensión de la espera lo estaba llevando al límite.

La Sección de Libros estaba abarrotada de niños dispuestos a invertir el dinero que les habían regalado. Mamoru estaba echando una mano en caja y ante sí desfilaban un sinfín de juegos, libros y mangas. El chico envidió a su compañero Sato que, con toda probabilidad, se encontraría ahora muy lejos de Japón, cubierto de arena, entre las dunas de algún remoto desierto.

Frente a la caja registradora, aguardaba un niño. La expresión de su cara reflejaba la impotencia ante una madre autoritaria que le obligaba a comprar una colección de literatura clásica. Mientras tendía el dinero a Mamoru, no podía apartar la vista de la sección en la que despuntaban los coloridos personajes de los cómics. A Mamoru se le rompió el corazón, y junto con el cambio, le entregó unas pegatinas de uno de esos personajes. Ante tan inopinado obsequio, al niño se le iluminó la mirada.

– ¡Gracias!

Mamoru le indicó con un gesto que se las guardase en el bolsillo. En ese preciso instante, oyó que alguien lo llamaba.

– ¡Kusaka! -Era Yoshitake, que sobresalía de entre la cola de pequeños clientes.

– Lo siento, pero esto es lo mejor que podemos ofrecer en Laurel. -Yoshitake invitó a Mamoru a comer, y el chico sugirió el restaurante chino que quedaba en la zona de cafeterías de la quinta planta. Poca cosa para un empresario que habría frecuentado los locales más prestigiosos del mundo, pero las opciones eran bastante limitadas dado el poco tiempo de descanso del que disponía Mamoru.

Yoshitake se enjugó las manos con la toalla caliente que la camarera le tendió y sonrió.

– No te preocupes. Si supieses la pésima dieta que llevo… Comida rápida casi a diario.

– ¿En serio?

– Sí, en serio. Una sopa de miso y un cuenco de arroz es todo un manjar para mí. Era el menú con el que soñaba cuando dormía en esas pensiones de mala muerte.

Yoshitake pidió algunos de los platos más selectos del menú y unos lichis de postre. El camarero ladeó la cabeza, algo escéptico, mientras regresaba a la cocina con la comanda. Al chico le inquietó que no tuvieran lichis en el almacén.

– He pasado por tu casa y me han dicho que trabajas aquí durante las vacaciones.

Taizo y Yoriko habían decidido pasar el día en la cama. El nuevo puesto de Taizo implicaba levantar peso y, puesto que no estaba acostumbrado a hacerlo, se había dañado la espalda. Mamoru los imaginó levantándose de un salto de la cama cuando Yoshitake apareció inesperadamente en su puerta.

En cuanto llegó la comida, Yoshitake animó al joven a empezar.

– Será mejor que comas. Por lo visto, te espera una tarde muy ajetreada.

– ¡Mi familia se morirá de envidia cuando le cuente que he comido tanto y tan bien a mediodía!

– La próxima vez, saldremos todos juntos. Ya te dije que en casa solo estamos mi mujer y yo, y la verdad es que, para mi gusto, nuestras comidas se suceden con demasiada tranquilidad.

– ¿Trabaja hoy, señor Yoshitake? -Mamoru siempre había dado por sentado que los ejecutivos se tomaban unas vacaciones mucho más largas y relajadas que los demás.

– Tengo montones de cosas que hacer. En realidad, debería estar trabajando. Hawái está plagada de japoneses y si regresara, acabaría topándome con alguien al que no me apetece nada ver.

– ¿Hawái? -El chico se dio cuenta de que Yoshitake lucía un bronceado más intenso que nunca.

– No he hecho otra cosa que jugar al golf. Mi mujer se ha quedado allí, y apuesto a que se aburre como una ostra.

– A mí me parece un destino de vacaciones idílico.

– Pues tendrás que ir a hacerme una visita. Compré un bloque de apartamentos con vistas a la playa de Waikiki. Lo prepararé todo y estarás mejor que en ningún hotel de la isla. Yo me encargaré de eso. -Yoshitake sacó una caja de bombones, un regalo típico de aquellos que regresaban del extranjero-. Compártela con tus amigos de la Sección de Libros. Van a necesitar azúcar para burlar el cansancio.

Ese hombre era lo que Maki llamaría «el tío de América». Su prima le había contado una historia que Mamoru rememoraba ahora.

Hablaba de un hombre procedente de una familia humilde que decidió marcharse a probar suerte en Estados Unidos. Acabó amasando toda una fortuna y el dinero que enviaba a los suyos les permitió llevar una vida feliz allá en su tierra natal. Pero por muchas riquezas que acumulara, el hombre se sentía solo, añoraba el calor del seno familiar… Era el tipo de historia que más le gustaba a Maki. Mamoru sonrió a su pesar, y Yoshitake le preguntó en qué estaba pensando.

– Ups, lo siento. No es nada. Estaba pensando en lo que puede significar la figura del tío.

– ¿Un tío?

– ¡Mi tío! ¡Me refiero a mi tío! -farfulló el chico-. Se está adaptando bien a su trabajo y últimamente está muy contento. Y todo se lo debe a usted.

No tardó en darse cuenta de su metedura de pata. Lo habían presentado a Yoshitake como el segundo hijo del matrimonio. Deseó que se lo tragase la tierra.

Al reparar en su expresión, su interlocutor se echó a reír.

– Verá, los Asano me adoptaron. No es oficial; yo tengo un apellido diferente. Maki y yo somos primos.

– ¿Y qué les pasó a tus padres? -preguntó Yoshitake con sosiego.

– Mi madre falleció. En cuanto a mi padre… -Mamoru vaciló un momento-. Supongo que también puedo decir que murió. Desapareció hace mucho.

En cuanto Taizo empezó a trabajar para Shin Nippon, se enteró de que Yoshitake era originario de Hirakawa. Mamoru había contemplado la idea de que hubiese oído hablar del escándalo vinculado a su apellido y esperaba una reacción por su parte. Sin embargo, no hubo ninguna.

Se instaló un incómodo silencio hasta que trajeron el postre. Por alguna razón, Mamoru se sentía a gusto con Yoshitake. Pensó que tal vez pudiese sincerarse con él y confesarle lo que tanto le inquietaba.

– Señor Yoshitake, ¿cree usted que es posible obligar a alguien a hacer algo en contra de su voluntad?

Yoshitake dejó de pelar uno de los lichis y lo colocó en su cuenco.

– ¿A qué te refieres?

– Me refiero a que si alguien da órdenes a otra persona, esta las acata independientemente de lo que desee.

– Si averiguas cómo lograr tal cosa, por favor, házmelo saber -rió él-. Me gustaría probarlo con mi secretaria. Creo que soy yo el que está bajo su control. A veces, tengo la sensación de que no puedo ir ni al baño sin pedirle permiso antes.

«Ni siquiera yo me lo creo, aunque lo haya visto con mis propios ojos», pensó el chico. No le sorprendió que su interlocutor no lo tomase en serio.

– ¿Ha oído hablar de una agencia llamada Ad Academy? -volvió a la carga Mamoru.

– Hum, no estoy seguro. ¿Es una agencia de publicidad?

El camarero les sirvió un té de jazmín. Los lichis ya habían desaparecido de los cuencos, dejando tras ellos cáscaras, semillas y algo de hielo derretido.

– Estaba delicioso. Voy a estar toda la tarde adormilado.

Mamoru y Yoshitake se separaron en la puerta del restaurante. A modo de despedida, el hombre de negocios comentó que tenía unos recados que hacer y que abrirse paso entre la multitud pondría una nota divertida a la tarde. Dicho esto, se encaminó hacia los ascensores.

Media hora más tarde, mientras Mamoru ya andaba atareado en la caja, avistó a Takano que se le acercaba a grandes zancadas.

– Mamoru, ese hombre que ha venido a verte… ¿Lo conoces?

– Sí, me ha invitado a comer.

– Acaba de desplomarse en el vestíbulo de la primera planta. Una ambulancia viene de camino. Empezó a actuar de un modo muy extraño, casi como aquel otro tipo.

– ¿Te refieres a Kakiyama? ¡Tienes que estar bromeando!

– Mamoru no esperó respuesta, sino que se precipitó por la escalera.


* * *

Estaba feliz. Se sentía envuelto por una felicidad que no había experimentado en doce años.

«Es un buen chico. Cuando fui a ver a su familia, vino corriendo tras de mí para darme las gracias en persona. Jamás habría imaginado que me hubiese visto en aquella intersección.

»Un buen chico… Se ha convertido en todo un hombrecito honesto y extravertido. He de asegurarme de que le aguarda un futuro prometedor. Es mi deber. Tengo que hacer lo necesario para apoyarlo. Lo mandaré a la universidad o al extranjero, si es eso lo que desea.

»Y después, por qué no darle un buen puesto en la empresa. Lo prepararé para que se convierta en un líder. Heredará la compañía que yo he levantado. Claro, si es que está interesado en lo que yo hago. Podrá hacer lo que quiera; dispondrá de todos mis contactos. No, no, no basta con eso. Lo necesito a mi lado. No puede ser de otro modo.»

El placer lo embriagaba de un modo tan abrumador que ni siquiera vio venir las náuseas.

«Será porque hay demasiada gente. No hay suficiente aire que respirar. ¿Por qué no ventilarán este sitio? ¿Cómo puede Mamoru pasar tanto tiempo aquí? Debe de haber un trabajo mejor para él…

»No hay ninguna razón para esperar. Le propondré un trabajo a media jornada. Están buscando un ayudante en el departamento de contabilidad. Así podré verlo más a menudo. Todo irá bien. No hay de qué preocuparse.»

Empezó a dolerle la cabeza y le costaba respirar. Descontrolado, el corazón le latía con tanta violencia que parecía estar a punto de salirle del pecho. Presa de la taquicardia, resonaba por todo su cuerpo, como el estridente sonido del teléfono en una mañana de resaca.

Miró el enjambre de clientes y se le nubló la vista. Se fijó en la luminosa pantalla. Ya había reparado en ella al entrar; «bonito vídeo» había pensado… Ahora, el brillo le parecía excesivo. Le dolían los ojos.

Una vendedora se le acercó. «¿Se encuentra bien, caballero?».

El quiso contestar que sí, que no pasaba nada. Pero de repente ya no había vendedora, ya no se encontraba en las galerías. Se había transportado a otro sitio… A un sitio que lo aterraba, que tan solo veía en pesadillas. Un lugar del que supo que nunca podría escapar.

«Señor», le decía una dulce voz. No, solo era una fachada. Fingía ser amable pero intuyó que esa voz pertenecía a alguien que representaba una amenaza.

«¡Señor!». Una persistente mano se tendía hacia él. Quería tocarlo. Intentaba agarrarlo y arrastrarlo consigo.

Huir. Tenía que huir, pero las piernas no le respondían. Ahora todos lo miraban. Lo señalaban con el dedo entre cuchicheos. Era su peor pesadilla convertida en realidad.

Tenía que encontrar el modo de salir. Tenía que escapar de allí. Aún le quedaba tiempo. Aún podría conseguirlo. «Estoy intentando arreglar lo que hice, ¿por qué me tiene que pasar esto ahora? ¡No es justo!».

Ni se percató de que perdía el equilibrio. Primero le flaquearon las piernas, después el torso acompañó el inerte movimiento. Estaba cayendo. Intentó llevarse la mano al pecho, quería proteger algo muy valioso que llevaba consigo. Ya no había nada ahí. Aterrizó sobre su brazo.

El suelo estaba frío. Distinguió el olor de algo parecido a la goma de la suela de unos zapatos. Lo último que sintió antes de perder el conocimiento fue que se le partía el labio. La sangre que le empapaba la boca le supo a cobre.


* * *

Yoshitake volvió en sí al cabo de una hora. Yacía en la habitación de un hospital, y Mamoru aguardaba sentado en una silla que había acercado a los pies de la cama.

Puesto que el paciente había adoptado un tono azulado y se había aferrado a su costado izquierdo en el momento de desplomarse, los médicos barajaron la posibilidad de un infarto. Mamoru temió lo peor y esperó en el pasillo sin apartar la vista de la puerta de la sala donde estaban atendiendo a Yoshitake. Sin embargo, en una media hora, el ritmo cardíaco y la presión arterial se estabilizaron y su respiración también volvía a ser regular. El médico no daba crédito, y decidió dejarlo en observación toda la noche.

– ¿Qué ha ocurrido? -Esas fueron las primeras palabras de Yoshitake.

– ¡Eso quisiera saber yo! ¿Cómo se encuentra? -preguntó Mamoru mientras presionaba el botón que alertaba a la enfermera, tal y como le indicaron que hiciese en caso de que Yoshitake despertara.

Mamoru estuvo reflexionando durante la conversación que Yoshitake mantuvo con el médico. En palabras de Takano, «Empezó a actuar de un modo muy extraño, casi como aquel otro tipo.». Con lo cual, Yoshitake podía ser la tercera víctima de esos vídeos subliminales.

– ¿Cuándo se hizo un chequeo por última vez? -inquirió el médico, nada más abrir la puerta.

– La primavera pasada. Estuve semanas haciéndome pruebas -repuso el paciente-. ¿He sufrido un infarto?

– No, en absoluto -contestó el médico-. Todo estaba normal, por eso no entendemos qué le ha podido pasar. ¿No le ha ocurrido nada parecido antes?

– No, nunca. No me lo puedo creer. ¿De veras me desmayé?

– Me gustaría hacerle algunas pruebas más, de modo que tendrá que permanecer aquí unos cuantos días.

– Pero, me encuentro bien. -Las protestas de Yoshitake no fueron atendidas por nadie. Tanto el médico como la enfermera que lo acompañaba se marcharon de la habitación.

– Su salud es lo primero -sonrió Mamoru en un intento por apaciguarlo.

– Está exagerando -suspiró él-. Ha sido por el estrés. Suele ocurrir. Estoy así desde diciembre. Me despierto por las mañanas y me cuesta mucho recordar lo que hice la noche anterior. Quizá esté bebiendo demasiado. ¿Has venido en la ambulancia conmigo? -Miró al chico que aún iba ataviado con el uniforme de Laurel.

Mamoru asintió.

– Llamé a su casa. La criada dice que le traerá algunas cosas.

– Vaya, gracias. Ha sido un detalle por tu parte.

Pendía un olor a medicamento en el aire de aquella habitación austera y aséptica. El mobiliario se reducía a una silla, una pequeña cómoda y una cama blanca, junto a la cual colgaba de una percha de alambre la ropa de Yoshitake.

La criada llegó a las seis de la tarde.

– No necesitaré nada más. Deje mi muda aquí. No es nada, volveré pronto a casa -dijo Yoshitake con tono brusco. Su rostro ya había recobrado su color normal.

– Pero el médico dice que no le dará el alta hasta dentro de unos días, señor… -objetó la criada quien con obvia reticencia, añadió-: ¿Necesita que me quede a pasar la noche?

Mamoru había pensado en marcharse en cuanto llegase la criada pero de repente Yoshitake despertó cierta compasión en él.

– No será necesario -sentenció este-. Ya puede marcharse.

La criada esbozó una sonrisa de alivio.

– ¿Quiere que avise a la señora?

– Tampoco es menester. Ya estaré en casa para cuando ella regrese.

– ¿Qué le parece si me quedo con usted esta noche? -propuso Mamoru una vez que la criada se marchó.

Yoshitake se incorporó.

– De ningún modo. No quiero causarte…

– ¿Y si le da otro ataque?

– ¿Dónde vas a dormir? No permitiré que te quedes en el suelo.

– Me traerán una cama plegable. Hay suficiente espacio para instalarla. Llamaré a casa; no pondrán ninguna pega. Ya sé que no hay mucho que pueda hacer por usted…

– Eso no es cierto. Acepto tu oferta con mucho gusto.

La enfermera vino para tomar la temperatura a Yoshitake antes de que apagasen las luces. Le preguntó si Mamoru era su hijo, y en cuanto este reparó en la expresión de desconcierto del enfermo, se apresuró a intervenir.

– Ilegítimo, por supuesto -repuso con un tono burlón, provocando la risa de la enfermera.

– Qué graciosillo. Pero eres un buen chico.

La enfermera se marchó para regresar al cabo de unos pocos minutos.

– Toma, podrás echarles un vistazo antes de que apaguemos las luces -dijo, pasándole unas cuantas revistas-. No tardarás en caer dormido.

Fue una larga noche y, sin embargo, Mamoru no fue capaz de conciliar el sueño. Tenía demasiadas cosas en las que pensar. Por primera vez, ponía en tela de juicio la teoría de Takano. ¿Podían ser demostrados los efectos secundarios que esos vídeos tenían sobre ciertas personas? El perfil de Yoshitake no encajaba en absoluto con el de los protagonistas de los incidentes precedentes. Quizá el embrollo del accidente o los interrogatorios de la policía le hubiesen resultado algo traumáticos. No tenía sentido que el mensaje subliminal «¡Te pillaremos!» actuara en él como el detonante de una crisis.

Llegó a la conclusión de que era posible que Shin Nippon evadiera impuestos y, mientras deseaba que no fuese así, cayó dormido.

En mitad de la noche sintió que algo muy ligero se deslizaba sobre sus mantas y también distinguió un ruido suave. No tenía un sueño muy profundo ya que podía oír con total claridad la respiración suave y acompasada de Yoshitake.

Mamoru echó un vistazo alrededor de la oscura habitación y vio que la chaqueta y la camisa del convaleciente habían caído de la percha de alambre y yacían en un montón arrugado en el suelo.

Aunque no le apetecía levantarse, se obligó a ponerse en pie y recorrer el breve trecho que lo separaba del cuarto de baño. Al regresar, recogió la chaqueta y la camisa. Algo cayó del interior de una de las prendas, algún objeto diminuto que impactó contra el suelo de linóleo.

Valiéndose de la luz de la luna que se filtraba por las cortinas, Mamoru intentó dar con lo que se había caído. Lo encontró por fin, en la sombra que proyectaba una de las patas de la cama.

Se trataba de un anillo de platino. Era tan simple y sobrio que Mamoru supuso que debía de tratarse de un anillo de boda. ¿Por qué llevaría un anillo de boda en el bolsillo? ¿Sería realmente eso lo que acaba de caer al suelo? Mamoru lo llevó consigo hacia la ventana para poder observarlo con más claridad. Una fecha y unas iniciales quedaban grabadas en el interior. «De K. para T.»

Y la fecha… Coincidía con la inscrita en el propio anillo de boda de su madre, Keiko. El mismo que él guardaba desde su muerte.

De K. para T. De Keiko para Toshio.

Mamoru recordó el día en que, yendo montado en su bicicleta, se cayó. Era muy pequeño y cuando miró la herida, le impactó ver que la sangre manaba con tanta fuerza. Ahora que se daba cuenta de que llevaba el anillo de boda de su padre en la mano, experimentaba la misma sensación. Ese hombre debía de ser su padre. Su tía nunca lo conoció, y Mamoru no era más que un bebé cuando se marchó, por lo que tampoco recordaba su aspecto.

Ya no le extrañaba que hubiese reaccionado así a las escenas subliminales. Toshio Kusaka se llamaba ahora Koichi Yoshitake. ¡Su padre había vuelto!

Cuando Yoshitake se despertó temprano a la mañana siguiente, Mamoru ya no estaba. Había ido a ver a Anego. Nadie más estaría despierto a una hora tan intempestiva. Al este, se insinuaban unos tenues rayos de sol, pero el cielo seguía cubierto de estrellas. Un repartidor de periódicos muy joven pasó montado en bicicleta.

Había luz en la cocina de la casa de Anego. Sus padres trabajaban hasta muy tarde en una editorial, así que era la chica quien se levantaba, tal y como ella mismo decía, «escandalosamente temprano».

Mamoru se quedó plantado frente a la casa, con sus manos frías embutidas en los bolsillos. Anego abrió la puerta para recoger el periódico. A punto estaba de darse la vuelta para regresar dentro, cuando reparó en su amigo.

– ¿Kusaka? -Se sobresaltó-. ¿Qué estás haciendo aquí tan temprano?

Mamoru no era capaz de articular palabra. Apenas pudo encogerse de hombros. Anego se acercó a él.

– Estás congelado. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

Aún no podía hablar, pero sí sabía lo que quería decir: «Tenías razón. Mi padre estaba muy cerca. Es increíble, ¿verdad?».

– ¿Qué ha pasado?

Mamoru puso las manos sobre los hombros de la chica y la atrajo hacia sí. No deseaba abrazarla tanto como ella deseaba abrazarlo a él. Pero necesitaba a alguien en quien apoyarse.

– ¿Qué ocurre? -repitió Anego con calma. Llevada por el instinto, hizo algo que el chico había estado esperando: lo estrechó entre sus brazos para darle algo de calor.


* * *

– Hola chico. -La mañana del siete de enero, Mamoru oyó por fin la siniestra voz-. Me alegro de que estés bien. ¿Cómo han ido las vacaciones?

Mamoru no estaba recuperado de las recientes emociones que habían dado un vuelco a su vida y tampoco había puesto de su parte para hacerlo. Tenía la impresión de que le acababan de entregar algo extremadamente frágil que se haría añicos al menor movimiento.

El anillo de boda de Toshio Kusaka cayó del bolsillo de la chaqueta de Yoshitake. Eso era todo, pero significaba demasiado como para que el chico fuese capaz de abordar el tema con cualquiera. No se lo había contado a nadie y desconocía si alguna vez podría hacerlo.

Al final, había acabado dando un pretexto a Anego, y alegó que había ido a su casa solo porque quería verla. Ella no insistió demasiado y se comportó con él como de costumbre.

– Si eso es lo que te apetece, ven a verme cuando quieras -le había dicho entre risas.

Y la mañana del siete de enero, Mamoru seguía sintiéndose envuelto por un banco de niebla. La voz pareció abrirse camino entre la bruma para despertarlo de su sopor.

– Esta tarde a las tres. En la intersección de Sukiyabashi. Sabes dónde está, ¿verdad?

– Lo sé.

– Ven si te apetece ver lo que soy capaz de hacer. Será el final de Kazuko Takagi. Te estaré esperando.

Mamoru se apeó del tren que llevaba hasta Yurakucho a las doce en punto y recorrió a pie la distancia que lo separaba del cruce de Sukiyabashi, en el distrito de Ginza. El cielo estaba despejado. No podía hacer otra cosa que esperar. Sujetó con fuerza su ejemplar de Canal de Información e intentó recordar la cara de Kazuko Takagi.

Sabía que a una mujer le bastaba un corte de pelo o un cambio de vestuario para parecer otra. Maki le dijo una vez que ese cambio de aspecto solía producirse con la llegada de un nuevo novio, pero Mamoru no quiso considerar siquiera la opción de no poder reconocer a Kazuko.

La zona estaba atestada de gente. Era como si todo Tokio se concentrase en ese punto. Compras, citas, cines. También había familias. Y en mitad de aquella bulliciosa escena, Mamoru se sentía como un explorador perdido en la jungla, como un montañista atrapado en una llanura nevada sin mapa para orientarse. Caminó en soledad. Reparó en los rostros de las jóvenes, las siguió rezagado detrás hasta cansarse. Entonces, se quedaba parado unos instantes hasta que divisaba alguna otra cara que le llamase la atención y volvía a repetir la misma operación.

Intentó recordar la expresión de su prima el día que esa maldita voz la poseyó para demostrar sus poderes. Maki no mostró la más mínima alteración, excepto cuando dijo «Escúchame, chico». En ese momento su mirada ya no era la misma, estaba vacía, como si sus ojos no estuviesen fijos en ningún punto.

Era de suponer que la mujer que buscaba estuviese riendo y hablando como las demás. Tal vez Kazuko no llegase hasta las tres.

¿Qué debía hacer? ¿Ir a todos los grandes almacenes, cines y restaurantes de Ginza y exigir que la llamasen por megafonía?

Eran las dos y media.

Kazuko se aferraba al brazo de Mitamura mientras subían la escalera que conducía hasta la salida del metro de Yurakucho Mullion. Eran las tres menos veinte.

– El mensaje decía que viniese sola. Tal vez no se acerque si me ve acompañada por otra persona.

– Pero si nos separamos ahora, te perderé entre tanta gente.

Justo entonces, Mitamura divisó un vendedor de globos.

– Ya sé. Te compraré un globo. Así sabré dónde te encuentras en todo momento.

Pagó al vendedor, y este dio a Kazuko un globo rojo.

– ¡Me siento como una niña!

– Considéralo como un amuleto que te protegerá.

Eran las tres menos cuarto.

Mamoru se sentó en el borde de un parterre para descansar un poco, aunque no dejaba de barrer la intersección con la mirada. No le quedaba otra que quedarse ahí esperando a que el reloj marcase las tres. Estaría preparado para ponerse de pie de un salto y abalanzarse sobre la primera chica que, de súbito, empezara a actuar de modo extraño.

Se trataba del cruce donde confluía el mayor número de peatones de todo Tokio. A intervalos regulares, las señales de tráfico detenían el flujo de circulación en todas direcciones y permitía que las personas que aguardaban en las cuatro esquinas cruzaran de una sola vez. Un agente que lucía un brazalete blanco controlaba el tráfico y se valía del silbato para advertir a los vehículos que se entretenían demasiado en la intersección o a los peatones acuciados por cruzar antes de que el semáforo se lo permitiese.

¿Por qué habría elegido ese punto en concreto?

Las dos y cincuenta y tres minutos, y veinte segundos.

Alguien dio un golpecito en el hombro de Mamoru. El chico se dio la vuelta y se encontró cara a cara con una joven que cargaba con un sujetapapeles y esbozaba una sonrisa entusiasta.

– ¡Vaya, te he asustado! ¿Estás solo? -preguntó con demasiadas confianzas.

Los vendedores aguardaban en cada esquina todos los días del año, imaginó Mamoru. La fulminó con la mirada y se levantó en un gesto amenazante.

– ¡Eh! ¿De qué vas, bicho raro? -dijo la joven antes de marcharse.

Las dos y cincuenta y seis.

Kazuko Takagi aguardaba en la pasarela cubierta de Yurakucho Mullion que conectaba los grandes almacenes de Seibu y Hankyu con la estación. Casi como por arte de magia, el lugar pareció abarrotarse de gente y, de repente, perdió de vista a Mitamura. Sostuvo con fuerza al hilo del globo e intentó apartarse a una zona menos concurrida. Rodeada por una muralla humana, apenas podía avanzar. Kazuko se sentía irritada. «¿Por qué no dejan de moverse?».

– Disculpe, necesito pasar. -Una pareja joven, absorta en algo, le abrió paso.

– Disculpe… Perdone… ¡Necesito pasar!

Las dos y cincuenta y nueve.

Alguien apareció por detrás de Kazuko y la agarró por la muñeca. Entonces, le susurró al oído:

– Perdona, ¿tienes hora?

Kazuko dejó escapar el globo.

Las tres en punto.

Mamoru oyó el sonido de un carrillón. Era el reloj de Yurakucho Mullion marcando la hora. Se volvió sobre sí mismo para contemplarlo. La multitud aglutinada en la esquina empezó a ponerse en movimiento cuando el semáforo del paso de peatones se puso en verde.

El carrillón seguía tocando la familiar melodía. Cada día, a ciertas horas, unos coloridos autómatas surgían desde un hueco en el muro y se movían al ritmo de la música. Eran las tres, una de las horas señaladas. Todos se detuvieron para observar el espectáculo. ¡Por eso había tantísima gente!

¿Explicaba eso la elección de aquel lugar? Eran tantas las caras, que sería imposible reconocer a alguien entre la multitud. Ese hombre quería cerciorarse de que Mamoru no pudiese encontrar a Kazuko Takagi.

– ¡Mira, un globo! -exclamó una niña que pasaba, señalando un globo rojo que flotaba en el aire, sobre la multitud. Como por reflejo, Mamoru lo observó.

El semáforo de peatones se puso en rojo. Los coches emprendieron la marcha y empezaron a acelerar.

En ese preciso momento, alguien salió corriendo desde el gentío que se agolpaba bajo el reloj. Pasó a toda velocidad por su lado. Se trataba de una mujer vestida con un abrigo negro. No hizo ademán de detenerse y se dirigía hacia la barandilla que la separaba del tráfico, ya fluido, de la avenida Harumi.

Mamoru se levantó de un salto y gritó:

– ¡Pare! ¡Qué alguien la detenga!

El tiempo se detuvo. Mamoru distinguió su pantorrilla blanca cuando la chica levantó la pierna y el dobladillo de su abrigo negro se alzó tras ella. En cuanto Mamoru se abalanzó hacia la multitud fue repelido por el impacto de lo que le pareció un puñetazo propinado por cien hombres a la vez. Se tambaleó hacia atrás.

Alguien más asomó de entre la gente. Era un joven que, con semblante aterrado, intentaba a la desesperada abrirse camino hacia la joven. Mamoru llegó a la barandilla justo cuando el otro hombre logró agarrar a Kazuko por el dobladillo del abrigo. Unas cuantas personas se percataron del movimiento y gritaron al ver a los dos hombres tirando con todas sus fuerzas. Finalmente, los tres cayeron hacia atrás.

La mujer, de un pálido enfermizo, abrió los ojos. Era Kazuko Takagi. No cabía duda, esa mujer era igual a la que aparecía en la fotografía de la revista. Mamoru pronunció una silenciosa oración de gracias. Era la primera vez en la vida que se sentía lo suficientemente afortunado como para hacer algo así.

– ¿Qué ha sucedido? -El joven miró a la chica, después a Mamoru y de nuevo a la chica. Estaba tan pálido como ella.

La melodía llegó a su fin y la multitud empezó a dispersarse. Unas cuantas personas les lanzaron miradas de desaprobación mientras los tres permanecían en el suelo, a un lado de la carretera. La mayoría, sin embargo, siguió su camino sin inmutarse.

La voz del joven pareció despertar a Kazuko que empezó a agitarse, a parpadear y por fin a mirarlo.

– Has estado a punto de meterte en la carretera -dijo el hombre entre jadeos.

– ¿Yo?

– Es usted Kazuko Takagi, ¿verdad? -Mamoru logró por fin tomar aliento y articular palabra.

Ella volvió la cabeza para mirar al chico y asintió.

– ¿Qué me ha pasado?

– Ahora estás a salvo. Soltaste el globo y no podía encontrarte -explicó el hombre-. Pero oí a este chico gritar y ambos salimos corriendo tras de ti.

– ¿Me has salvado? -preguntó a Mamoru.

– El también. ¿Se conocen, entonces?

El hombre asintió.

– Un chico… ¿Fuiste tú el chico que estuvo en casa de Nobuhiko Hashimoto? -preguntó Kazuko mientras tendía la mano para agarrar a Mamoru de la manga-. Después de que muriera en esa explosión. ¿Eras tú, verdad?

– Sí, fui allí y, desde entonces, he estado buscándola.

– Yo también quería conocerte. ¿Quién eres? ¿Qué relación tenías con Hashimoto? ¿Sabes algo? ¿Fuiste tú quien escribió la carta para citarme hoy aquí?

– ¿Una carta? -Mamoru se apresuró a añadir-: ¿Alguien le dijo que viniese aquí?

– Eso es -repuso el hombre-. El autor del mensaje dijo que podía ayudarla.

Mamoru se puso en pie, y después ayudó a Kazuko a levantarse. Miró al hombre.

– ¡Sujete a la señorita Takagi y márchense de aquí ahora mismo! ¿Tienen algún lugar al que ir? ¿Cómo podré contactar con ustedes?

– Ven a mi local -respondió el joven, sujetando ya a Kazuko. Dio al chico las señas para llegar hasta el Cerberus.

– Hablaremos más tarde. Pero ahora tiene que sacarla de aquí.

Cuando se marcharon, Mamoru seguía registrando los alrededores en busca de cualquier pista. Quienquiera que fuese aquel desconocido, no podía andar muy lejos. Debía de haber presenciado toda la escena.

Mamoru sintió que la mano de alguien se aferraba a su brazo derecho.


* * *

Estaba enfermo. Era extraño, pero esa fue la primera impresión que tuvo Mamoru. La persona que le había inferido una sensación de miedo permanente no era más que un anciano enfermo.

– Chico, por fin nos conocemos.

Se trataba de la misma voz afónica. No era más alto que él. El tamaño de su cabeza parecía desproporcionado en comparación con el resto de su cuerpo. Quizás se debiera a la enfermedad que padecía. El traje holgado que vestía tenía el mismo color ceniciento que su pelo. Tenía profundas ojeras con los ojos hundidos en las cuencas, las arrugas típicas de su edad, y la enfermiza palidez de alguien al que le consume una grave afección. Solo sus ojos, clavados en Mamoru, irradiaban todavía una chispa de vida.

– Chico, sabes quién soy, ¿verdad?

Mamoru asintió con mesura.

– No has podido con la cuarta, ¿verdad?

– Hiciste tu trabajo y yo sabía que lo harías -sonrió débilmente-. Ya no me importa Kazuko Takagi. ¿Vamos?

– ¿Ir? ¿Adónde?

– No temas. Me gustas, y tengo muchas cosas que contarte.

Acompáñame.

Mamoru siguió al anciano hasta un taxi. Tras una carrera de treinta minutos, llegaron a una zona de viviendas y oficinas, sobre la cual desfilaba el expreso de Tokio. La puesta de sol invernal teñía la fachada de los edificios de un bellísimo tono rosa rojizo.

Cuando el taxi se alejó, Mamoru sintió que el miedo volvía a encogerle el corazón. El vehículo parecía llevarse consigo el último lazo que lo vinculaba a un mundo cuerdo. El anciano lo condujo hasta un edificio de fachada blanca, algo apartado de la calle principal. Mamoru echó un buen vistazo a su alrededor, en un intento por memorizar la ubicación. En la acera de enfrente, avistó el canal que pasaba detrás de algunos edificios. Delante del chico, se levantaba un aparcamiento de varias plantas. En un poste se leía una dirección. No importaba lo que sucediese a continuación, quería hacerse una idea del lugar donde se encontraba.

Subieron hasta la quinta planta, y el anciano se detuvo frente a la puerta del apartamento 503.

– Hemos llegado.

El letrero que colgaba sobre la puerta rezaba: «Shinjiro Harasawa». No sabía por qué, pero le asombró que un hombre tan misterioso tuviera un apellido tan ordinario.

– ¿Harasawa? -masculló Mamoru.

– Ese es mi apellido -repuso el hombre-. Ha sido una grosería no haberme presentado.

Entraron en el apartamento y se encaminaron hacia un cuarto en el que tal vez no habitase nadie. Acto seguido, el anciano abrió la puerta de otra habitación que quedaba al fondo. Dejó que Mamoru entrase primero y encendió la luz antes de cerrar la puerta tras ellos.

El chico se sintió abrumado ante lo que vio.

Una de las paredes quedaba totalmente cubierta por lo que parecía un equipo de sonido. Mamoru reconoció tres pletinas en el centro, y unos altavoces y sintonizadores a ambos lados. ¿Sería un osciloscopio? Avistó una especie de amplificador. Había otras máquinas parecidas a las que utilizaron para comprobar el pulso y los latidos de su madre cuando estuvo ingresada en la unidad de cuidados intensivos del hospital.

Una pesada cortina tapiaba la ventana e impedía el paso de la luz. La pared opuesta quedaba oculta por una estantería empotrada llena a rebosar de libros. La moqueta silenciaba el sonido de sus pasos. El centro de la habitación lo ocupaba una solitaria silla.

– Dime, ¿qué te parece? -preguntó Harasawa. En esta habitación cerrada e insonorizada, su voz sonaba terriblemente humana.

– ¿Qué haces aquí dentro?

El anciano se quitó la chaqueta y la dejó sobre una de las máquinas cercanas.

– Es una larga historia. ¿Por qué no tomas asiento?

– No, gracias. -Mamoru se apoyó contra la ventana-. Siéntate tú. Eres tú quien está enfermo.

– ¿Es eso lo que piensas?

– Es obvio.

– Entiendo. Si el tiempo apremia, no lo malgastemos entonces. ¿Por dónde debería empezar? -Con los brazos en jarras, caminó lentamente frente al muro erigido de equipo electrónico y se detuvo junto a las pletinas-. Primero, deja que te dé un nombre.

En cuanto encendió el aparato, destelló un diodo rojo. El sonido de una grabación manó de los altavoces seguido por la voz de Harasawa que anunciaba la fecha y la hora de la grabación.

– El sujeto es Maki Asano. Mujer. Veintiún años.

Mamoru se enderezó de golpe y se apartó de la ventana. La reproducción siguió su curso.

– ¿Cómo te llamas?

– Maki Asano.

Era la voz de su prima aunque más serena y relajada que de costumbre. Maki respondía con claridad a las preguntas del anciano: fecha de nacimiento, familia, profesión, estado de salud…

– Tu hermana que, en realidad, es tu prima, es altamente propensa a la sugestión. Se muestra flexible y cooperativa. Un sujeto ideal para la hipnosis.

– ¿Hipnosis? -Mamoru se acercó a él y lo agarró por la camisa-. ¿Hipnotizaste a mi hermana?

– Eso es, chico. -Harasawa permaneció impasible-. Suéltame si quieres escuchar el resto.

Con la respiración alterada, lo soltó. Harasawa subió el volumen de la grabación.

– ¿A dónde te gustaría ir?

– Al océano. Me encanta el océano.

– ¿Pero dónde exactamente? ¿A una playa? ¿O preferirías salir en barco?

– Hum, me gustaría montar en velero algún día. Sentarme en la cubierta y sentir la salada brisa en mi cara.

La cavernosa voz del hombre prosiguió. Le dijo a Maki que se encontraba en la cubierta de un velero, que hacía sol, y que estaba relajada… muy relajada…

– Escucha con atención. ¿Puedes oírme?

– Sí, perfectamente.

– ¿Hay un reloj en tu casa?

– Sí.

– ¿Emite algún tipo de sonido al marcar las horas?

– Sí, es un gran reloj de pared.

– Mañana por la noche, cuando el reloj marque las nueve, quiero que le digas esto a Mamoru Kusaka.

– Mañana por la noche, cuando el reloj de pared marque las nueve, le diré a Mamoru…

– «Escúchame, chico. Llamé a Nobuhiko Hashimoto. Murió en el momento en el que descolgó el teléfono.»

Maki repitió las palabras con voz monótona.

– Eso es. Ahora voy a contar hasta tres y, entonces, te despertarás y te marcharás de este edificio. En cuanto llegues a la calle, habrás olvidado todo lo que ha sucedido aquí. No recordarás que me has conocido ni que te he dado una orden. Mañana por la noche, a las nueve, volveré a ti. Una vez que entregues el mensaje, olvidarás que lo has hecho.

– Lo olvidaré…

– ¿Me entiendes? Muy bien. Voy a contar. Uno, dos, tres.

La cinta terminaba ahí.

– Se llama fenómeno post-hipnótico -empezó Harasawa-. Cuando el sujeto es llevado a un estado hipnótico se le implanta una orden en el cerebro. Una orden que puede ser activada en cualquier momento a través de una palabra clave o un sonido, o incluso algún tipo de acción. Al oír la señal, el sujeto ejecuta la orden. Y lo único que queda después en su cerebro no es más que una laguna.

Mamoru recordó que la noche previa a la «demostración» de Harasawa, Maki había salido con unas amigas y que, a la mañana siguiente, no recordaba lo que había hecho o dónde había estado.

Harasawa señaló el equipo que quedaba contra la pared.

– Utilizo este equipo para registrar la condición física de los sujetos que van a ser sometidos a hipnosis. Si te interesa, puedo enseñarte lo fascinante que llega a mostrarse una persona que ha sido hipnotizada.

Mamoru apartó la mirada de Harasawa.

– Estoy seguro de que te va a gustar escuchar esto. -Harasawa cambió de cinta. Se oyó la voz de otra mujer-. Esta es Fumie Kato. ¡Qué docilidad! Se entregó al experimento como nadie. Me explicó con pelos y señales cómo se las había ingeniado para ganar tanto dinero sucio. Estaba orgullosa de sí misma. Penetrar en el subconsciente permite tener acceso a los secretos más oscuros de la gente, a los pensamientos reprimidos por la conciencia.

– ¿A qué te refieres con «subconsciente»?

– A lo que está aquí -dijo Harasawa, dándose un golpecito en la sien-. La retaguardia encefálica que está en alerta las veinticuatro horas del día. Algunos expertos estiman que el subconsciente es el alma de una persona. La conciencia sería como una pizarra: puedes borrar cualquier cosa que hayas escrito. Por otro lado, el subconsciente es más bien como una caja negra: las cosas que han sido grabadas permanecen ahí para siempre. Imagina un chico que se cae y se rompe la dentadura a los cinco años. Tanto el miedo como el dolor que marcaron ese momento quedarán registrados en su subconsciente para toda la vida hasta que muera, digamos, a la edad de ochenta años. Lo que desencadena la respuesta post-hipnótica es el contacto con el subconsciente del sujeto.

El anciano apagó la cinta para que pudieran continuar su conversación con más tranquilidad.

– Tengo grabaciones de esas cuatro mujeres. Contacté con ellas, las hipnoticé, y les implanté una palabra clave…

– ¿Pero y si alguien dijera accidentalmente esa palabra?

Harasawa sonrió.

– Con Kazuko Takagi cometí un error. Pasó demasiado tiempo desde el momento que la induje al estado hipnótico. Las otras tres escucharon la palabra al poco tiempo de haber sido hipnotizadas. Unas doce horas como máximo. Con Nobuhiko Hashimoto solo tuve que esperar tres horas.

Un brillo astuto iluminó de pronto los ojos de Harasawa.

– Hice un seguimiento de sus rutinas. No quería cometer ningún error. Tras la muerte de las tres mujeres, existía el riesgo de que Kazuko Takagi cayese en la cuenta de lo que estaba pasando y desapareciese, así que me acerqué en cuanto tuve la oportunidad. Fue la noche del velatorio de Yoko.

– Pero…

– Y para asegurarme de que no fuese otra persona quien activase esa orden, utilicé algo más que una palabra clave. Le advertí que no solo pronunciaría esa clave sino que además la escribiría en su mano. Ambas cosas debían suceder simultáneamente para detonar su reacción.

– ¿Entonces la ordenó morir?

– No. -Harasawa negó con la cabeza-. A cada una de ellas le di la orden de huir. Verás, como cualquier animal, poseemos un indefectible instinto de conservación. Por lo tanto, ordenar el suicidio no surtiría efecto alguno. El subconsciente no puede disociarse del ser.

– ¿Huir?

– Eso es. Huir. Escapar. No dejarte atrapar por la persona que te persigue o, de lo contrario, morirás. Supera cualquier obstáculo, atraviesa puertas, rompe ventanas, salta sobre ellas, ¡corre, corre, corre! Porque si no lo haces, morirás. Es el subconsciente quien activa esa respuesta. En definitiva, puede parecer paradójico, pero lo que mató a esas mujeres fue su propio instinto de supervivencia.

Mamoru se quedó sin habla.

La pregunta a la que tantas vueltas había dado, encontraba respuesta por fin.

– ¿Por qué provocar su muerte?

– Tuvieron su merecido -repuso de inmediato el anciano. La sonrisa se le había borrado de la cara-. Hasta hace un año, era director de un grupo de investigación en la universidad. Trabajé allí junto con cinco investigadores que yo mismo había formado. Estudiábamos fenómenos como la hipnosis, el biofeedback, y el Chi Kung de la medicina china tradicional. Estaba convencido de que cuando nuestros esfuerzos diesen su fruto, podríamos ayudar a las personas, sobre todo, a aquellas que padecen depresión o problemas de socialización.

Alzó ambos brazos al aire y, a continuación, los dejó caer, abrumado por la tristeza.

– Y en ese preciso momento de mi vida, me enteré de que tenía cáncer. La investigación me tenía tan absorto que cuando quise recibir atención médica, ya era demasiado tarde. En fin, todos tenemos que morir tarde o temprano -dijo, encogiéndose de hombros, antes de continuar-: Sabía que mis investigadores tomarían el relevo y continuarían con el proyecto que inicié, cuando yo ya no estuviese aquí. Ellos tenían toda la vida por delante, y estaba seguro de que harían cualquier cosa que les pidiese.

El anciano se acercó a la estantería y sacó un álbum de recortes. Pasó las páginas hasta dar con lo que quería mostrar a Mamoru.

– Fíjate en esto. De los cinco posibles candidatos a mi sucesión, este era mi orgullo y devoción. -En el margen izquierdo de la página, aparecía un joven con unas gruesas gafas de montura negra y una sonrisa que revelaba una hilera de dientes blancos y perfectos. Tenía la frente ancha, la nariz recta y unos ojos llenos de luz tras los cristales de sus gafas-. Se llamaba Kenichi Tazawa. Era un investigador nato y contaba con una insaciable curiosidad natural.

– Hablas de él en tiempo pasado.

– Se suicidó. Ingirió unos barbitúricos que yo guardaba en el laboratorio. Sucedió el pasado mayo.

Mamoru alzó la vista. El anciano lo miró y asintió.

– Estaba enamorado. Yo había esperado que la chica a la que tanto amaba fuese la adecuada para él. Pero su relación no le trajo más que desgracias.

– ¿Quién era la chica? -preguntó Mamoru.

– Kazuko Takagi. -Tras un breve silencio, el anciano continuó-: Cuando lo perdí, pensé que me volvería loco. Tuve que enterrar al joven que supuestamente iba a ser mi sucesor.

– ¿Y cómo averiguaste que su amada era Kazuko Takagi?

– Tazawa me dejó una carta en la que describió el daño que esa mujer le había causado.

– Pero no tenía por qué morir. Tenía un futuro prometedor por delante.

– ¿Es eso lo que piensas? ¿Que fue demasiado cobarde? ¿Que no tuvo el valor suficiente? -El hombre negó con la cabeza-. Chico, ¿qué crees que es el amor? ¿Por qué nos enamoramos de una determinada persona y no de otra? Es un misterio: ni siquiera los expertos lo comprenden. El caso es que Kazuko Takagi sacó provecho de la pasión que ese chico sentía por ella. -La voz de Harasawa había adoptado un tono más grave-. No fue una mera estafa. Cometió un acto de profanación.

Mamoru no sabía que responder.

– Incluso después de abandonarlo, Tazawa se negó a perder la esperanza de que volviera a su lado, a asumir que lo único que se proponía esta mujer era dejarle sin blanca. Ese es el motivo por el cual ella le envió un ejemplar de Canal de Información.

Mamoru recordó lo que Hashimoto le había dicho sobre aquel artículo. «Pero excepto los pies de foto, yo no añadí nada a lo que dijeron esas zorras. No tuve necesidad de agregar frases ni juegos de palabras para introducir elementos nuevos a la historia. Ellas lo dijeron todo. Todo, hasta el menor detalle.»

– Dejó la revista junto a la carta que me escribió. Yo leí y releí el artículo. Lo leí tantas veces que acabé memorizándolo, palabra por palabra. Y entonces, tomé una decisión.

– Decidiste vengarte y asesinarlas a todas -dijo Mamoru-. ¿Y por qué a todas, en lugar de acabar con la única responsable, Kazuko Takagi?

– Fue algo más que una cuestión personal. Digamos que las utilicé como conejillos de indias.

– ¿Conejillos de indias? ¿Quieres decir que quitarles la vida fue un experimento más para ti?

– Mezquino, lo sé. Pero no más mezquino que lo que hacen esas «amantes de alquiler». Quería que esas cuatro mujeres pagaran el precio por sus despiadadas acciones. Eso es todo.

– Estás loco. -Mamoru estaba fuera de sí-. No me importa lo que digas. Un asesinato es un asesinato.

– Eso le toca juzgarlo a la sociedad. A mí no me queda mucho. Puede que menos de un mes. He dado instrucciones a mi albacea para que remita a las autoridades mi confesión, así como todo el material pertinente que conservo.

Mamoru no tenía nada que añadir. Quería marcharse de allí tan rápido como le fuera posible. Lo único que tenía que hacer era levantarse y salir de esa habitación.

– Te sientes orgulloso de ti mismo, ¿verdad? No eres más que un malvado brujo senil.

– ¿Brujo? -el anciano se echó a reír-. La investigación es sagrada. No hay nada frívolo o baldío en ella. Soy científico. Busco la verdad, ese es mi trabajo. Y te lo puedo demostrar ahora mismo, Mamoru. Tengo aquí información que te concierne y que te resultará muy útil.

Mamoru se detuvo en seco y se giró sobre sí mismo.

– ¿Útil?

– Eso es. Yoshitake, ese hombre que testificó a favor de tu tío… Te diré quién es realmente.

Mamoru miró fijamente a Harasawa, sin pestañear.

– ¿Qué sabes de él?

– Que te está mintiendo. No estuvo presente cuando Yoko Sugano murió. De eso estoy seguro. Lo delató un dato, por insignificante que parezca. -Levantó un dedo al aire-. Tiene que ver con las palabras clave empleadas en cada caso. Utilicé el teléfono con Fumie Kato. Hablé en persona con Atsuko Mita en el andén de la estación. Hipnoticé a Nobuhiko Hashimoto en su propia casa induciéndolo a abrir los conductos de gas y a verter gasolina por todos lados. Esperé un par de horas para asegurarme de que la casa estuviera llena de gas, lo llamé por teléfono, y pronuncié la palabra que le hizo encenderse un cigarrillo.

– ¿Y Yoko Sugano?

– Su reloj le dio la señal de acatar mis órdenes. La alarma estaba programada para sonar a las doce de la noche. Al escucharla, huyó corriendo como alma que lleva el diablo y se le echó encima a tu tío. Yo no estaba allí cuando sucedió todo. Mi precario estado de salud no me permitió ir tras ella, y ese descuido causó demasiados problemas a tu tío.

Harasawa desvió la mirada hacia un lado, casi como si realmente lamentara lo sucedido.

– Después de su muerte, seguí todas las noticias de los periódicos y de los telediarios relacionadas con el accidente. Cuando me enteré de que Yoshitake había acudido a la policía como testigo, supe que estaba mintiendo. Alegó que había preguntado la hora a Yoko Sugano y que esta le respondió que eran las doce y cinco. Mentira. Es absolutamente imposible.

– ¿Por qué?

– Porque a esa hora, se encontraba en estado hipnótico. Ya estaría huyendo de quien fuera que se acercara. No olvides que en su trance, alguien la estaba persiguiendo, tal y como yo le insinué. Jamás hubiese respondido a un estímulo exterior. No habría sido capaz de hacerlo.

»Yoshitake miente con total descaro. Y aunque hubiese estado presente, solo habría visto a una Yoko Sugano escapar de un perseguidor imaginario. Así que me pregunté, ¿por qué tomarse la molestia de mentir?

Mamoru cerró los ojos y se apoyó contra la puerta.

– Porque es mi padre.

– ¿Eso crees?

– No lo creo, lo sé. El mismo que me abandonó hace doce años. Ahora responde al nombre de Koichi Yoshitake. Y sí, mintió. No presenció el accidente. Solo quiso ayudarnos a los Asano.

– ¿Y cómo has llegado a esa conclusión?

Mamoru le explicó lo del anillo de boda y la reacción de Yoshitake ante los mensajes subliminales de la pantalla de vídeo. Y ahora que lo pensaba, había algo más.

– Cuando vino a vernos por primera vez, me llamó por mi apellido. ¿Cómo podía conocer mi verdadero apellido? Los Asano me presentaron como su hijo. No sé por qué no caí en la cuenta entonces.

Harasawa clavó la vista en el suelo durante unos segundos.

– Chico, la policía husmeó en su pasado cuando fue a testificar. Saben quién es. Saben dónde nació, dónde ha trabajado y quién es su familia. ¿Cómo pasearse por ahí con una identidad falsa?

– Yo me hice la misma pregunta. Pero él comentó que, en un momento de su vida, pasó una temporada en lo que describió como «una pensión de mala muerte». En ese tipo de lugares, no es imposible hacerse con un nuevo apellido y el correspondiente registro familiar a cambio de una golosa suma de dinero. A alguien en la situación de mi padre, que se había dado a la fuga y pretendía deshacerse de su pasado, podría parecerle la mejor opción. Puede que comprara los papeles de algún difunto vagabundo cuyo cadáver nadie reclamó nunca.

– Entiendo. Visto desde esa perspectiva, tiene sentido. -El anciano asintió-. No obstante, siento decirte que estás muy equivocado. No es tu padre. Lo que él os debe tanto a tu madre como a ti va mucho más allá de eso. -El hombre retrocedió hasta la pletina-. Cuando supe que estaba mintiendo, sentí curiosidad. Quise saber sus motivos. Así que lo hipnoticé. Y esto es lo que me dijo.

– ¿Lo… hipnotizaste?

– Sí.

El anciano puso la cinta. La larga confesión que esta contenía hizo que el chico retrocediese doce años en el tiempo, hasta una época que, para él, siempre había estado envuelta por una densa e impenetrable niebla.


* * *

El corazón de Koichi Nomura rebosaba de esperanza. Aquella primavera cumpliría dieciocho años y se marcharía a Tokio para iniciar sus estudios universitarios.

Sus padres regentaban una posada en Hirakawa, un negocio familiar que se remontaba a varias generaciones y gozaba de gran prestigio y excelente reputación en la región. Sin embargo, durante la Segunda Guerra Mundial, tanto la casa como el albergue de los Nomura quedaron arrasados, igual que la mayoría de sus bienes y posesiones. Se resignaron a vender lo poco que les quedó para sobrevivir durante la posguerra. Para cuando Koichi cumplió los dieciocho años, el patrimonio familiar estaba dilapidado. Ya no quedaba nada.

Una desafortunada peculiaridad de las familias tradicionales se caracterizaba por su reticencia a aceptar el cambio, y en la familia Nomura esa terquedad fue llevada a su máxima expresión. La carencia de flexibilidad y hasta de sagacidad, cualidades tan necesarias para regentar un negocio familiar, mermaron cualquier posibilidad de partir desde cero y recuperar el secular sustento de vida.

Koichi era hijo único, y todas las esperanzas de la familia estaban puestas en él. Cuando llegó aquella primavera, el honor de la familia y el miserable alquiler que le pagaban por su terreno era lo único a lo que los Nomura podían aferrarse. Umeko, la madre de Koichi, ya era viuda y su hijo era su única razón para seguir viviendo. Poco le importó la repercusión económica de su decisión, se empecinó en mandar a su hijo a la universidad, en Tokio. Koichi comprendía mejor que nadie lo que aquello implicaba. Según su modo de ver las cosas, él era como un diminuto brote verde destinado a emerger de una cepa podrida.

La suerte le sonrió al llegar a Tokio y se convirtió en un excelente estudiante. El y todos los demás confiaban en que se graduase y consiguiese un trabajo digno de un Nomura.

Hasta que la tragedia se interpuso en su camino, claro.

En aquella ocasión, fue un accidente. Estaban construyendo un nuevo edificio en el barrio donde Koichi se alojaba. Un día, pasó por la zona repleta de andamios. Caminaba tan ensimismado, absorto en un trabajo que debía preparar para la universidad, que no reparó en las maniobras de unos obreros que instalaban una ventana en la tercera planta, justo encima de su cabeza. Una negligencia hizo que a uno de los obreros que sujetaba la ventana se le resbalase de la mano, y el cristal se estrelló tres pisos más abajo, contra la cabeza de Koichi. Sobrevivió, pero tardó dos meses en recuperarse.

Koichi recibió una indemnización generosa, y gracias a la fuerza que otorga la juventud, se recuperó muy pronto. Continuó con sus lecturas durante la convalecencia. Estaba decidido a no dejar que los contratiempos entorpecieran su carrera. Apenas un mes después de que le dieran el alta, justo cuando empezaba a ponerse al día, volvieron a ingresarle.

Había contraído la hepatitis B.

Solo se supo más tarde que, por aquel entonces, las transfusiones de sangre entrañaban ciertos riesgos. Aunque, para Koichi, no fue más que otro golpe que debía encajar. El plasma contaminado sin el que se habría desangrado acabó costándole un año académico.

Más tarde, cuando se disponía a regresar a la universidad, su madre sufrió una apoplejía. Aunque su vida no corría peligro, el gasto económico que derivó de su hospitalización no le dejó otra alternativa. En su vigésima primera primavera, Koichi tuvo que renunciar a los estudios y ponerse a trabajar.

Umeko era supersticiosa, de modo que le pidió a una amiga que vaticinara la suerte de su hijo. Para ello, se valió de su apellido, una práctica común según la tradición japonesa.

– Le aguarda un futuro prometedor -dijo la adivina-. Pero su apellido pesa sobre su destino. Es aconsejable que considere un cambio de nombre.

Koichi, por su parte, no estaba dispuesto a hacer semejante sacrilegio patronímico.

Su primera incursión en el mundo laboral vino con un puesto en una inmobiliaria mediana en el centro de Tokio. No estaba mal para ser un primer trabajo, pero Koichi consideraba que merecía algo mejor. Aquel resentimiento acabó convirtiéndolo en una persona huraña y difícil de tratar. Surgió algún que otro roce con los clientes; su actitud arrogante hacia sus compañeros de trabajo tampoco le favoreció. Se ganó enemigos y evitó a todos los demás. Tan deletéreo ambiente profesional acabó afectando al desempeño de sus tareas.

Fue de trabajo en trabajo. En su curriculum constaba una lista interminable de experiencias profesionales, siempre rematadas por un «cese por razones personales». Ni siquiera era capaz de nombrar todas las empresas para las que había trabajado. De hecho, cada vez que le tocaba actualizar su curriculum, algunas referencias acababan relegadas al olvido. Con el tiempo, se hartó de la situación y, tal y como había confesado a Mamoru, casi terminó viviendo en la indigencia, en «pensiones de mala muerte».

El verano de sus treinta y dos años, Koichi fue contratado por una pequeña agencia de transporte, en cuya oficina, era el único administrativo. Una de sus tareas consistía en acompañar al presidente de la compañía en los desplazamientos que efectuaba para visitar a sus clientes. Y uno de esos clientes no era otro que Shin Nippon.

Cuando conoció a la mujer que acabaría convirtiéndose en su esposa, Naomi Yoshitake, ella tenía veintidós años y todavía estudiaba.

Para la joven, ese cínico hombre que siempre acompañaba a su jefe y le preparaba los documentos a presentar durante reuniones en las que las preguntas se sucedían una tras otra, resultaba mucho más atractivo que los muchachos consentidos que comían de la mano de su padre. Y por si fuera poco, Koichi Nomura, hombre que pertenecía a un mundo totalmente desconocido para ella, había heredado la belleza de su madre. En eso, la mala suerte no tuvo nada que hacer.

El presidente de Shin Nippon cedió ante las súplicas de su hija y antes de aceptar a Koichi como su yerno, se dispuso a indagar en el pasado del joven. Le preocupó la extensa colección de empleos y dimisiones que figuraban en su curriculum. Sin embargo, la lista de experiencias profesionales llegó a intrigarlo por una razón bien concreta. Koichi había trabajado en diferentes sectores y, casi siempre, en empresas a las que les auguraban un futuro prometedor. Lo que más llamaba la atención era que, por alguna razón, a su paso por ellas, esas humildes e insignificantes estructuras se habían convertido en competitivas empresas que destacaban en su respectivo sector de actividad.

No podía tratarse de una mera coincidencia. El joven que tan encandilada tenía a su hija debía de poseer una acertada visión empresarial. El padre de Naomi había levantado Shin Nippon de la nada, y por lo tanto, sabía que esa cualidad, esa intuición para los negocios, era algo que ni se enseñaba ni se aprendía.

Koichi y Naomi Yoshitake se prometieron en diciembre de ese mismo año y, al poco tiempo, Koichi fue contratado por Shin Nippon. El chico que tanto había soñado con reconstruir el negocio de la familia Nomura accedió sin reservas a ser adoptado por la familia de su mujer. Planearon casarse en cuanto Naomi terminara sus estudios en la universidad.

Eso ocurrió una semana antes de que el chico pasase a llamarse Koichi Yoshitake y dejase atrás la gran maldición que se cernía sobre Koichi Nomura.


* * *

En el mes de marzo, doce años atrás, Koichi se marchó de Tokio por la noche y condujo hasta Hirakawa. Cuando se adentró en el casco urbano de la ciudad, el reloj del salpicadero marcaba las 05:15. La lluvia golpeaba el parabrisas, y toda la ciudad quedaba envuelta por un empapado manto de frío.

La idea era recoger a su madre y llevarla consigo a Tokio para que pudiera asistir a la boda. Pensó en su vida: si bien había dado un gran rodeo, por fin recorría el camino que el destino había trazado para él. Supo que su madre se sentiría orgullosa de él. Había planeado quedarse a pasar la noche y regresar con ella a Tokio al día siguiente.

En lugar de optar por la autopista que lo llevaría directamente a la ciudad, decidió saborear su triunfante regreso y tomó la estrecha carretera que partía desde la estación, desde donde podría admirar las montañas que rodeaban la ciudad.

Por la ventanilla derecha del coche, vio la montaña que una vez perteneció a su familia. Habían despejado y nivelado el terreno en la cima, y las vigas de acero de un hotel turístico en construcción se levantaban negras en la luz púrpura que irradiaba el amanecer. Un gigantesco cartel luminoso anunciaba:«¡Apertura el 1 de septiembre!».

Koichi pensó que aún quedaba mucho camino que recorrer para que Shin Nippon abriese su primer hotel, pero no era un sueño imposible. Lo haría realidad en un futuro no muy lejano, cuando empezara a ascender por los peldaños de la compañía hasta hacerse con el mando de la misma. Y mientras tanto, aprendería todo lo que pudiese. Ya contemplaba la idea de darle un giro a la política comercial de Shin Nippon para apuntar al mercado de masas. Estaba seguro de que vendría el día en el que «masas» dejase de ser un término despectivo.

Ya iba a medio camino de su paseo por los alrededores y se aproximaba a una intersección donde la carretera se encontraba con las vías de ferrocarril que conducían hasta el este de la ciudad. La lluvia caía cada vez con más fuerza, y el frenético movimiento de los limpiaparabrisas que barrían el cristal le entorpecía la vista.

No se había cruzado con un solo coche en su paseo matinal, ni con un peatón siquiera. Pisó el acelerador, y el coche retomó velocidad paulatinamente. Naomi le había regalado aquel vehículo para que fuese a recoger a su madre. Koichi recordó que cuando su prometida le puso la llave en la palma de la mano, el diminuto objeto guardó durante unos instantes el calor de su cuerpo.

No supo decir si lo vio antes o después de pisar el freno a fondo. El tiempo se había detenido. La oscura silueta que se perfiló entre la bruma desapareció al instante. En cambio, se acordaba muy bien del ruido: un impacto seco. El coche derrapó antes de detenerse. Koichi fue propulsado con violencia hacia el volante.

Cuando salió del vehículo, ya reinaba el silencio, excepto por el sonido de su corazón que le palpitaba en los oídos. Un bulto yacía a un lado de la carretera. Sobresalían sus pies, uno de ellos descalzo. El zapato faltante había aterrizado en el punto donde Koichi se levantaba ahora.

Se acercó con paso dubitativo, muy despacio.

No percibió la menor señal de vida en aquella masa inerte. Se arrodilló y le palpó el cuello: no pudo encontrar el pulso. Era un hombre que aparentaba su misma edad. Reparó en un diminuto lunar bajo su ceja derecha. Había caído de bruces sobre un charco. La sangre manaba de su oreja izquierda. Koichi tendió unas temblorosas manos, levantó la cabeza de la víctima para darle la vuelta, y supo que, entre sus brazos, yacía un cuerpo sin vida.

Apartó las manos del cadáver y se las frotó contra los pantalones. La lluvia le descendía por el cuello y le empapaba la espalda. Sintió un frío intenso.

Las gotas empezaban a colmar el paraguas volcado del fallecido. Resonó el agudo canto de un pájaro desde la arboleda que quedaba a la derecha.

Echó un vistazo a su alrededor.

Estaba a las afueras de la ciudad. La suave curva que dibujaban las vías del tren desaparecía detrás de la espesa fronda, y conducía, más allá, hacia un túnel donde asomaba una señal de tráfico derrengada. Era un paso a nivel. A mano izquierda, se mantenía en pie un almacén desafectado en el que aún podían leerse las palabras: «Troqueles Hirakawa».

No había nadie más allí.

Si quería escapar, tenía que hacerlo ahora. Continuó secándose las manos en los pantalones mientras la lluvia lo empapaba.

«Ahora… Si quieres olvidarte de todo esto, es ahora o nunca. ¡Huye!». El agua se encargaría de borrar las huellas de los neumáticos y el rastro de sangre de la calzada.

Esa voz que manaba de los recodos de su ser se dirigió al hombre que yacía mirando al cielo, con el cuerpo doblado en una contorsión imposible. «No sabía que estabas ahí.» Buscaba una respuesta. «No te he visto.»

«¡Tienes que huir! ¡Lo echaras todo a perder!».

Un tintineo desgarró el silencio. Venía desde detrás. Koichi dio un brinco. La señal del paso a nivel destellaba, las barreras empezaban a descender. Un tren pasaría en cualquier momento.

Koichi se quedó inmóvil mirando la señal mientras la campana seguía sonando. Dos luces rojas, una encima de la otra, parpadeaban alternativamente. Arriba, abajo, arriba, abajo.

¿Lo advertiría el maquinista? ¿Y los pasajeros? ¿Repararía en su coche? ¿En el cadáver?

«Tilín, tilín, tilín.»

Se le heló la sangre en las venas. Koichi se acercó corriendo hasta el muerto y lo arrastró hacia un lateral del vehículo. Abrió la puerta trasera y lo cargó dentro.

Regresó apresurado para echar un vistazo a la carretera. Recogió el paraguas volcado y lo guardó en el coche junto al cadáver. La sangre que teñía los charcos de la carretera se diluía cada vez más. Pronto no quedaría ni rastro.

En cuanto se disponía a montarse en el coche, se tropezó con el zapato perdido en el impacto. Se apresuró a recogerlo y a lanzarlo a la parte trasera del coche. Justo en el instante en el que cerraba la puerta, el tren pasó a toda velocidad.

Koichi no supo explicar cómo había conseguido ponerse al volante del vehículo ni lo que le pasó por la cabeza en aquel momento. Cuando llegó a casa de su madre, tomó la precaución de aparcar en el garaje. Desde la carretera, nadie podría advertir el guardabarros doblado o la pintura desconchada.

Su madre, Umeko, salió en cuanto oyó ruido. En realidad, el «garaje» no era más que un techo improvisado levantado en el diminuto patio y oculto tras una cubierta de plástico. Ella había destinado sus modestos ahorros a hacerlo instalar para que Koichi no tuviera que dejar su coche en la calle cada vez que viniera que, en adelante, sería mucho más a menudo. El había intentado disuadirla. No era necesario gastar el dinero, por poco que fuera, porque pronto le construiría una casa mucho más grande.

– ¡Bienvenido, hijo mío! ¡Oh! ¿Qué ha pasado? -preguntó cuando reparó en la expresión de Koichi.

Se deshizo en lágrimas en cuanto la vio. Se mordió el puño para ahogar sus llantos.

Umeko escuchó con atención toda la historia. En lugar de culparlo, tomó una firme decisión.

– Tenemos que deshacernos del cadáver.

En el suelo del trastero, extendieron la lona de plástico que sobró de la construcción del garaje improvisado. Umeko actuaba con sosiego y minuciosidad. Tras el derrame que sufrió, la mano derecha había quedado sin movilidad, pero su voz no Saqueaba a la hora de dar órdenes a Koichi.

El se encargó de desvestir al fallecido y guardar su ropa en una bolsa de papel. Llevaba una cartera en el bolsillo de la chaqueta que contenía un carné de conducir y otros documentos de identidad.

– Toshio Kusaka. ¿Te suena de algo, mamá?

Umeko no contestó, pero arrebató la cartera de las manos de su hijo y la introdujo en la bolsa junto al resto de la ropa. Cuando terminó de cerrarla, repuso:

– Trabaja en el ayuntamiento, en finanzas.

Acto seguido, envolvieron el cuerpo en la tela de plástico, lo ataron y lo escondieron en el patio.

– ¿Qué hacemos con el coche? -inquirió Koichi.

– Tiene arañazos, ¿verdad?

A las siete de esa misma tarde, el telediario local informaba de la desaparición del ayudante del responsable financiero del ayuntamiento de Hirakawa. Al ver la noticia, Koichi sacó su coche del garaje. Lo estrelló contra el muro que rodeaba la casa vecina y fingió haber tomado mal la curva.

Llamó a una grúa y pidió que lo llevase a un taller donde arreglar los desperfectos. Entretanto, la compañía de seguros le prestaría un coche que apenas tardaron quince minutos en llevarle.

– Nunca me ha gustado ese muro -dijo Umeko a su hijo.

Esperaron hasta medianoche antes de cargar el cadáver junto con una pala en el maletero del coche prestado. El trayecto que los condujo hasta dejar atrás Hirakawa sucedió sin mayor contratiempo. Una hora más tarde, cuando la última casa de las afueras de la ciudad quedaba ya lejos, se detuvieron en un bosque, en pleno parque natural. Koichi sacó la pala, una linterna, y caminó durante poco tiempo hasta dar con el lugar perfecto, en una pendiente. Lo único que tenía que hacer era regresar al coche, recuperar el cuerpo y enterrarlo allí. Lo hizo todo solo. Umeko esperó en el interior del vehículo. No encendió ninguna luz, se quedó envuelta por la penumbra. Tampoco la radio. Permaneció sentada, inmóvil y sin apartar la mirada del frente.

Una vez cavada la fosa, y mientras Koichi vertía tierra sobre el bulto enrollado en la funda de plástico, la cuerda se soltó. Asomó una mano curvada, petrificada en una posición inverosímil. Casi temió que el muerto la tendiera hacia él y lo agarrara por el tobillo. Pero cuando reparó en el anillo de boda que lucía el dedo anular, la consternación vino a borrar el miedo. No se había fijado en este detalle que podría servir para identificar el cadáver. Koichi se enjugó el sudor de la frente. No había muchas probabilidades de que hallasen el cuerpo allí, pero no podía correr ningún riesgo.

Vertió toda la tierra que había extraído y la apisonó con la pala antes de encaminarse hacia el coche. El cansancio y el miedo se plasmaban en el temblor que sacudía sus brazos.

Cuando finalmente se vio capaz de ponerse al volante, Umeko declaró en voz baja:

– No tienes la culpa de nada. Olvídate de lo que ha pasado.

Koichi asintió, aunque sabía que jamás podría olvidar lo ocurrido aquella noche.

La boda discurrió sin problema alguno. Cuando la pareja regresó de su luna de miel, lo primero que hizo Koichi Yoshitake fue abrir el periódico de Hirakawa que le habían dejado en el buzón. El nombre de Toshio Kusaka ocupaba en grandes letras la primera plana. Yoshitake se sintió palidecer.

Sin embargo, el artículo solo mencionaba la desaparición del empleado municipal y lo señalaba como el principal sospechoso en un caso de malversación de fondos públicos.

La vida en Tokio transcurrió sin mayor incidencia. Lo de Hirakawa se vio envuelto por un halo de misterio, y no había motivo para pensar que la culpa pudiese recaer sobre Yoshitake. Su seguridad estaba garantizada. La única inquietud con la que cargaba, lastre considerable, tenía que ver con la familia que Toshio Kusaka había dejado detrás.

Que ese marido y padre de familia hubiese malversado fondos públicos no era ningún secreto. Ahora bien, el hombre no había desaparecido como insinuaban los medios de comunicación. Ni siquiera había huido. Yoshitake era el único responsable de que Kusaka nunca pudiese declarar ante las autoridades, confesar su delito, tal vez presentar alguna circunstancia atenuante y pagar por sus actos una vez juzgado y condenado. Su esposa e hijo habían quedado desamparados, y los remordimientos estaban devorando a Yoshitake por dentro.

Recabó algo de información sobre aquellos con quienes estaba en deuda en uno de sus esporádicos viajes a Hirakawa. Averiguar cómo se encontraba la mujer y el niño se convirtió en un deber para él.

Supo que la mujer, Keiko, y el hijo, Mamoru, se habían marchado de la casa subvencionada que el Estado ponía a disposición de los funcionarios. Por lo visto, vivían en un diminuto apartamento. Yoshitake decidió acercarse. Era un edificio vetusto, decrépito, y se preguntó qué tipo de soborno estaría pagando el propietario para poder seguir alquilando la tambaleante construcción.

Mientras aguardaba en la callejuela, el niño y su madre aparecieron. Ambos llevaban unas bolsas de la compra en las que destacaba el nombre de una tienda que quedaba a las afueras de la ciudad. Yoshitake supuso que ninguno de los dos era bienvenido en los comercios del barrio.

El niño estaba contando algo a su madre, y los dos estallaron en comedidas carcajadas. A su paso, un vecino cerró con violencia la ventana.

La familia Kusaka subió la escalera del maltrecho inmueble. Conforme avanzaban, Yoshitake les exhortaba en silencio: «¿Por qué no os marcháis de la ciudad? ¿Por qué razón seguís aquí? Sabéis que todo será más fácil y aun así os negáis a iros. ¿Por qué?».

Keiko y Mamoru permanecieron en el corazón de Yoshitake desde ese momento. Por más que su vida en Tokio siguiera adelante, no pudo olvidarse de ellos ni un solo minuto.

Recurrió con suma discreción a sus contactos como miembro de una familia muy arraigada en Hirakawa para encontrar un trabajo a Keiko. Nadie se atrevió a contradecirlo cuando alegó que la familia no tenía la culpa, que los demás debían compadecerse de ellos. Continuó con sus pesquisas mediante diferentes medios para averiguar cómo le iban las cosas a los dos, y siempre se aseguró de que se les echaba una mano en épocas de escasez.

Cuanto más se reforzaban esos lazos secretos, más se distanciaba de su mujer. Naomi lo achacaba a su incapacidad de tener hijos, pero se equivocaba. En realidad, cuando no estaba trabajando, Koichi se veía consumido por el recuerdo de la familia Kusaka. En su corazón, ya no quedaba espacio para nadie más.

Cinco años después de la desaparición de Toshio, Keiko y Mamoru seguían sin marcharse de Hirakawa. Yoshitake guardaba una colección de fotografías que había tomado a hurtadillas. Cuando estaba solo en su estudio, mirando las fotos, se sentía en paz, envuelto, junto con los remordimientos, por una misteriosa sensación de unidad. Era como si Keiko fuese su propia esposa y Mamoru, su hijo.

Keiko tenía una mirada triste engastada en un rostro bondadoso. Su sufrimiento, sin embargo, no le había arrebatado su delicadeza innata. Había crecido y gozaba de buena salud. Las fotografías mostraban a un chico espabilado, con una sonrisa de oreja a oreja que infundía vida a Yoshitake. Deseaba conocer a aquel muchacho. Y fue ese anhelo el que le dio una renovada esperanza.

Ocho años después del accidente, la primavera del año que fue ascendido al equipo directivo de Shin Nippon, decidió hacer un viaje muy especial con destino a Hirakawa. En el mes de abril, todas las escuelas del país celebraban su fiesta al aire libre. Se trataba de una especie de festival en el que se ponía punto y final a un largo invierno.

Yoshitake quería ver al chico, que ahora tenía doce años, aunque fuese desde lejos.

Aguardó detrás de la valla que rodeaba el patio de la escuela. Perdió la noción del tiempo mientras observaba las idas y venidas del muchacho. El plato fuerte de aquella fiesta de primavera era la tradicional carrera de relevos entre los niños de sexto curso. Mamoru, último relevista de su equipo, aguardaba su turno, con una banda roja alrededor del pecho.

En cuanto recibió el testigo y echó a correr, Yoshitake se quedó sin aliento y sus dedos se aferraron con fuerza a la malla de la verja. ¡El chico corría como el viento! Había empezado la vuelta desde la quinta posición y avanzaba con una tranquilidad digna de admiración. Cuando se acercaba la recta final, ya había adelantado a tres corredores. Desde el otro extremo de la valla, Yoshitake vio cómo su protegido, por los pelos, lograba cruzar primero la línea de meta. Los alumnos estallaron en vítores, y Yoshitake se unió a la ovación con nutridos aplausos y gritos de felicitación.

Una mujer que encabezaba la multitud de padres se volvió para mirarlo. Era la madre del chico, Keiko Kusaka. El anciano robusto que la acompañaba también aplaudía.

Los cerezos en flor despedían pétalos que aterrizaban sobre los hombros de Yoshitake. No era un día frío y lluvioso como cuando tuvo lugar el accidente, sino un cálido día de primavera cuyo aire quedaba impregnado de la fragancia de los cerezos. Keiko Kusaka reparó en el, sonrió y asintió en su dirección. Tuvo aprecio por aquel desconocido que aplaudía a su hijo.

Ese mismo día, Yoshitake fue a ver a su madre, y fue recibido por una mirada acusadora.

– ¿Qué estás haciendo aquí? Tu hogar está en Tokio.

Más tarde, sentado solo en la oscuridad de la noche, Yoshitake supo que no podía hacer otra cosa sino reconocer su amor por la familia Kusaka. Su valiente resolución y su fuerza de voluntad le inspiraban respeto. Admiraba cómo se las habían ingeniado para seguir con sus vidas. Se negaron a dejar que la situación les afectara, cosa que él, por su parte, no había logrado tras el día del accidente. Y sabía que nunca lo conseguiría.

Su madre murió seis meses más tarde. Después del funeral y antes de que vendiera su casa, Yoshitake levantó las tablas de madera del suelo para sacar la bolsa de papel que se escondía bajo ellas, y quemó el contenido en la hoguera que prendió para deshacerse de algunos de los trastos de su madre. No sabía qué hacer con el único objeto vinculado con aquel día que marcó un antes y un después en su vida. Al final, decidió quedárselo. Era el anillo de boda de Toshio Kusaka.

Se lo probó. No fue más allá de la falange del dedo anular, como si el propietario original se opusiera.

Fue el último viaje de Yoshitake a Hirakawa, aunque continuó haciendo un estrecho seguimiento de la familia desde Tokio. Su esposa, Naomi, ya no lo trataba sino como a un ejecutivo más de la compañía.

Keiko Kusaka murió repentinamente el año que Yoshitake fue ascendido a vicepresidente. El se encerró en su habitación para llorar. Jamás tendría la oportunidad de compensarla por el mal que le había causado.

Mamoru tenía dieciséis años y unos parientes iban a encargarse de él. Yoshitake contrató a un detective privado para que indagara en la vida de su familia de adopción. En parte, se sintió aliviado al saber que el chico viviría en un hogar feliz. Aquella sensación de serenidad no iba a durar mucho, se hizo añicos con el accidente que acabó con la vida de Yoko Sugano.

Yoshitake tenía un amigo en el departamento de policía al que pidió información sobre el caso. Supo de la ausencia de testigos y, por lo tanto, de la delicada situación en la que se encontraba el tío de Mamoru.

Por aquel entonces, Yoshitake tenía una amante llamada Hiromi Ida. Esa relación extraconyugal había brotado de un matrimonio cansado, de una planta sin flores. Una noche, mientras observaba la cara libre de maquillaje de Hiromi cuando esta salía del baño, descubrió algo. Hiromi Ida se parecía a Keiko Kusaka. El apartamento que había encontrado para ella no quedaba en los lujosos vecindarios de Azabu o Daikanyama, sino en un antiguo distrito shitamachi [8] salpicado por estrechas calles y edificios antiguos. Hizo oídos sordos de las protestas de Hiromi. Sabía la razón por la que había dado ese paso: poder estar más cerca de Mamoru.

«Ha llegado el momento.»

Sí, estuvo con Hiromi la noche del accidente, pero no había atravesado la intersección donde tuvo lugar el atropello. Y, desde luego, tampoco había presenciado nada. No se enteró del suceso hasta que lo leyó en el periódico a la mañana siguiente.

Fue entonces cuando se le ocurrió desempeñar el papel de testigo clave y simular que lo había visto todo. Los habitantes de los shitamachi eran conocidos por el interés que mostraban ante cualquier incidente acontecido en sus calles, y Yoshitake hizo buen uso de la tarjeta de visita que le dejó un reportero del periódico al que conocía para recabar información acerca del suceso: qué ropa llevaba la víctima, de qué color era el coche o cualquier otro detalle que pudiera añadir crédito a su testimonio. Memorizó los datos, estudió a fondo su papel, se puso en la piel del personaje y ensayó la versión que daría durante el interrogatorio.

Su posición en Shin Nippon no era tan precaria como para que una simple aventura amorosa la hiciese tambalear. Tampoco le preocupaba el divorcio. Naomi cometió un craso error al tomarle por el hombre de su vida y, desde entonces, se limitaba a dejar las decisiones serias a otros.

«Testificaré», concluyó. «Hacerlo me acercará a Mamoru. Me brindará la oportunidad de asegurar su futuro. Haré cualquier cosa por él. Si no puedo compensarle aunque sea por una insignificante fracción de todo el daño que le he causado, no podré soportarlo más. Contaré las mentiras que haga falta. Al fin y al cabo, hasta ahora toda mi vida ha sido una mentira.

»Haré lo necesario por Mamoru. Estaré a su lado. Tendrá un futuro por delante mejor del que su propio padre hubiese podido proporcionarle en vida. Su madre se enorgullecerá de él.

»Lo he visto crecer. Ha sido mi única alegría, mi única esperanza…».


* * *

La cinta acababa ahí.

– Espantosa historia -masculló Harasawa-. Despreciable.

Mamoru, que se había apoyado contra la pared en busca de equilibrio, no lo escuchaba. Sentía náuseas.

– ¿Me crees entonces? -preguntó el anciano. No obtuvo más repuesta que el sonido de la cinta rebobinándose-. ¡Por supuesto que sí! Ya sabes de lo que soy capaz, lo aceptes o no.

– Te creo. -Mamoru asintió-. Todo encaja.

– ¿Y qué vas a hacer ahora?

– Llevar todo esto… a la policía.

– ¿Tú?

– Sí, lo haré una vez redactes tu confesión.

– Me temo que eso es imposible.

– ¿Cómo que imposible? -Mamoru, sorprendido, alzó la cabeza-. ¿Acaso no es lo que pretendías desde el principio?

– Ahí es donde te equivocas, chico. -El anciano aspiró una profunda bocanada de aire. Al parecer, todo aquello no había sido más que un preludio de lo que venía a continuación-. ¿No recuerdas lo que te dije? Que tú y yo nos entenderíamos. Tenemos algo en común. ¿Acaso no sabes de qué se trata?

Harasawa presionó el botón de expulsar y extrajo la cinta del reproductor. Se acercó a la ventana con ella en la mano.

– Solo grabé esta conversación para que pudieras escucharla. -Al pronunciar esas palabras, abrió la ventana y lanzó la cinta con una agilidad y energía insospechadas.

Mamoru se abalanzó hacia donde se encontraba el anciano. Observó, horrorizado, la parábola que trazó en el aire el objeto arrojado antes de desaparecer en las aceitosas aguas del canal que discurría a los pies del edificio de cinco plantas.

– ¿Por qué has hecho eso?

– Olvídalo. Fue la confesión de un hombre bajo los efectos de la hipnosis. Ningún tribunal aceptaría ese testimonio como válido. Chico -el anciano continuó con tono serio- no creas que me conformo con haber desenmascarado a Kazuko Takagi. Y tampoco me convence la idea de entregar todas esas pruebas a las autoridades. Opinas lo mismo que yo, ¿cierto? Los tribunales de nuestro país son demasiado indulgentes.

– ¿Y entonces qué crees que tengo que hacer?

– Ese hombre te ha engañado. Has vivido una mentira durante doce años. Lo hizo para ayudaros, de acuerdo pero, de alguna manera, era la segunda vez que te engañaba. Mató a tu padre, ocultó sus restos y, para colmo, te ha estado siguiendo para satisfacer sus propósitos egoístas. No pretendía más que acercarse a ti, engatusarte y ganarse tu cariño. No buscaba otra cosa que tu perdón. Hace doce años que se deshizo de su conciencia, y ahora está intentando comprarse otra nueva. ¿De verdad podrías perdonarlo?

»Es asunto tuyo. De nadie más. Yo no me meteré. No haré la menor mención a Yoshitake en mi confesión. Solo existe una solución posible. -Harasawa miró a Mamoru a los ojos-. Solo tú podrás dictar sentencia.

Cuando Mamoru se marchó por fin, le pitaban los oídos. Las órdenes que había recibido del anciano monopolizaban sus pensamientos.

«Te daré la clave que actuará sobre el subconsciente de Yoshitake.»

El semáforo de la carretera parpadeaba, y las luces traseras de los coches destellaban.

«Es una oración sencilla. Muy sencilla. Esto es lo que tendrás que decir.» El viento azotaba a Mamoru desde detrás. «Esta noche, vuelve a haber niebla en Tokio.»

– Esta noche, vuelve a haber niebla en Tokio -repitió Mamoru para sí mismo.

«Esa es la frase que tendrás que pronunciar para que Yoshitake se quite la vida. Si quieres, podrás quedarte y mirar. Allá tu.»

A Mamoru no le apetecía volver a casa.

«Espero que tomes la decisión correcta.»

Desde el principio, lo había engañado. Todo había sido una mentira.

«Se lo debo a tu padre. Solo estoy haciendo lo que debo», esas fueron las palabras de Yoshitake. Lo único que quería era enmendar el daño que causó.

«A pesar de todo, acudió a la policía.» Su tía Yoriko mostró todo su agradecimiento por un hombre que no había dudado en arriesgar tanto su carrera profesional como su matrimonio. Taizo ya no tendría que preocuparse del desempleo.

Gracias a él también su madre había conseguido un trabajo. Ahora se daba cuenta de lo bien que le había venido a él que madre e hijo permanecieran en Hirakawa aquellos años. Todo hubiese ido mejor de haberse marchado de la ciudad. La rabia lo consumía. Yoshitake había actuado movido por un sentimiento de culpa y compasión. Y pretendía seguir adelante con su plan.

«¿Vas a permitir que todos queden impunes?», le preguntó Harasawa.

No, Mamoru sabía que no podía permitirlo. Porque…

«¡Eso significaría que no tienes alma, chico!».

La luna resplandecía en el cielo como una espada recién afilada.


* * *

Kazuko Takagi aguardaba en el Cerberus. No había más clientes en el local cuando Mamoru entró por la puerta. Kazuko parecía haber envejecido diez años en un solo día. Mientras el chico hablaba, ella se quedó sentada sin moverse, sin interrumpirle y sin soltar la mano de Mitamura a la que se agarraba con fuerza.

Mamoru quería encontrar sentido a todo lo que había descubierto. Le contó lo que sabía sobre Harasawa, sobre sus motivos para eliminar a las cuatro. Habló como si estuviera a favor del anciano.

Cuando hubo acabado, el frío parecía haberse adueñado del local.

– Yo… Lo que hice, lo que hicimos fue terrible. -Kazuko se llevó la mano a la mejilla y guardó silencio unos instantes-. Es imperdonable, pero… ¡Lo que hizo ese hombre fue peor aún! -Prorrumpió en llanto-. ¡No hicimos nada para merecer la muerte!

– Venga, ya está -dijo Mitamura con tono tranquilizador.

Kazuko negó con la cabeza y miró al chico.

– ¿Y qué piensas tú? ¿No te parece que la muerte es un precio demasiado alto? ¿Sabes lo que le pasó a Atsuko Mita? ¡Fue decapitada! ¡Quedó reducida a pedacitos esparcidos por las vías del tren! Y en el funeral de Fumie Kato, ni siquiera pudieron abrir el ataúd para que sus padres se despidiesen de ella. Estaba desfigurada, irreconocible.

Kazuko agarró a Mamoru por la chaqueta y sollozó.

– No lo entiendo. ¿Por qué tuvo que ir tan lejos? ¡Dímelo! ¿Tan mal estuvo lo que hicimos? ¡Dime algo, por favor! ¿Era ese el castigo que merecíamos?

Mamoru apartó la mirada del rostro cubierto de lágrimas de Kazuko.

– Lo que hicimos estuvo mal. Me siento culpable, pero no tuve otra elección. Una vez empezamos, no nos tocaba a nosotras decidir cuándo parar. Teníamos que seguir hasta el final. ¡Ninguna lo hizo por placer!

«¿Vas a permitir que todos queden impunes?».

Mamoru agachó la cabeza y susurró:

– Ya se ha acabado.

Mitamura rodeó los hombros de Kazuko.

– ¿Va a dejarla en paz? ¿No quiere acabar con ella? Pero ¿por qué?

Mamoru se bajó del taburete y se encaminó hacia la puerta.

– Ya está cansado de venganza. Lo único que quiere ahora es un amigo.

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