Prólogo

Tokyo Daily News, 2 de septiembre, página 14:

Tragedia prenupcial. Una mujer se arroja al vacío desde lo alto de un edificio de seis plantas.

A las 15:10 de la tarde de ayer, una joven se precipitó desde la azotea del Palace Okura, en Miyoshi, Tokio. Según fuentes policiales del distrito de Ayase, la fallecida era vecina de la zona, una mujer de 24 años identificada como Fumie Kato. Testigos de la escena la avistaron en la azotea del inmueble donde sorteó la barandilla de seguridad de metro y medio de altura y se lanzó al vacío efectuando una caída mortal de unos quince metros. La victima iba a casarse la próxima semana. No se ha encontrado nota de suicidio alguna, y los investigadores trabajan para esclarecer las circunstancias que la llevaron a quitarse la vida.

Extracto de la edición vespertina del diario Arrow, 9 de octubre:

A las 14:45 del día de hoy, en la estación de Takadanobaba, Tokio, una joven se arrojó a las vías del tren al paso de un expreso de la línea Tozai con destino a Nakano. La mujer, que falleció en el acto, ha sido identificada como Atsuko Mita, de 20 años, empleada y residente en la Cooperativa Kawaguchi, en Sengoku, Ciudad de K-, distrito de Saitama. Un ciudadano que se encontraba en el mismo andén, aguardando la llegada del tren, afirmó haber percibido algo extraño en el comportamiento de la joven, pero cuando reaccionó e intentó detenerla, ya era demasiado tarde. A pesar de que no ha aparecido ninguna nota que revele las intenciones de la fallecida, el caso ha sido clasificado provisionalmente como suicidio.

Es imposible plasmar en las páginas de un periódico la esencia de cualquier incidente. De igual modo, la mera lectura de una noticia no permite comprender la conmoción de aquellos que presenciaron un hecho de trágicas consecuencias. Bien pueden los lectores distinguir la forma, los contornos de una historia, pero de ninguna manera captar esos pequeños detalles que subyacen en el fondo de la misma.

En este caso en concreto, los lectores desconocían que en el momento en el que Fumie Kato se precipitó al vacío, una mujer se encontraba en la escena, aireando sus futones. No se reflejaba en las columnas del diario que la testigo oyó los pasos acelerados de Fumie subir la escalera que conducía a la azotea del Palace Okura… Ni que observó cómo la joven volvía la cabeza atrás, como si la estuvieran persiguiendo, antes de cruzar la azotea a toda velocidad, sortear el pretil y precipitarse al vacío. Los lectores del Tokio Daily tampoco pudieron percibir la sensación que experimentó esta mujer de los futones cuando, tras acercarse al lugar desde el que la joven había saltado y rozar el frío metal de la barandilla, se apresuró a retirar la mano, como electrizada.

Una simple lectura no bastará para figurarse cómo fue la llegada de los agentes de policía a la escena, ni cómo peinaron la zona para recoger los sesos de Fumie, diseminados en la acera, que fueron guardando en bolsitas de plástico… Igual de desapercibido pasó el conserje del edificio que, con la ayuda de una manguera, se empecinó en borrar hasta el último rastro de sangre de la calle, tras lo cual, esparció sal para purificar la zona y conjurar los malos espíritus. Fumie Kato había estado hablando por teléfono con alguien momentos antes de su muerte, pero ya nadie lo sabría.

Quien leyera la noticia publicada en Arrow solo dispondría de escasos elementos sobre el empresario que intentó salvarle la vida a Atsuko Mita. El lector ignoraría que mientras aguardaba en el andén de la estación, ese hombre se encontraba rezando para que le fuera concedido, sin mayor contratiempo, la refinanciación hipotecaria a la que aspiraba. Atsuko había pasado junto a él en ese momento. Caminaba nerviosa; volvía una y otra vez la cabeza hacia atrás, como si sospechara que algo, o alguien iba tras ella. Ese fue su último gesto antes de que su pie franqueara el borde del andén.

Jamás sabrían los lectores que el empresario logró agarrar el fino cuello de la chaqueta de Atsuko; que de haber llevado la americana abotonada hasta el cuello, quizá la joven todavía estuviera aquí para contarlo. Y cuando, entre un estridente chirrido metálico, el tren irrumpió a toda velocidad en la estación y arrolló a la joven, el hombre se quedó allí plantado, sin dar crédito, aún con el tacto de la tela de su chaqueta en la mano. ¿Cómo iban a saber los lectores del Arrow que, segundos antes, Atsuko estuvo leyendo en voz alta los horarios del tren para un anciano que aguardaba en el mismo andén? ¿Cómo iban a saber que, agradecido, este se había quitado el sombrero, antes de dirigirse hacia las escaleras?

Costó bastante limpiar el horrendo espectáculo que ofrecías las vías de ferrocarril: el cuerpo de la víctima había quedado esparcido por todas partes. No hallaron su cabeza hasta que el tren empezó a dar marcha atrás despacio; la extremidad faltante surgió del enganche que conectaba los dos primeros vagones e impactó contra las vías emitiendo un sonido viscoso. Los lectores no verían nunca los ojos todavía abiertos de Atsuko Mita, la expresión aterrada que, post mórtem, aún desfiguraba su rostro.

Todos esos detalles quedaron diluidos entre las líneas impresas.

Y en ese mismo instante…

Algo más estaba pasando, un suceso que los lectores de los periódicos no podían sino desconocer. Una joven bajaba de un taxi y agitaba la mano para despedirse de sus dos amigas, acomodadas en el asiento trasero del vehículo. Habría preferido apearse frente a su apartamento, y ahora lamentaba no haber sido más insistente. Había claudicado y asegurado a sus amigas que no pasaba nada, que podían dejarla en esa avenida ya que su casa solo quedaba a un paseo. No dejaba de darle vueltas al asunto, ya sola en esa calle desierta, donde la luz azulada que arrojaban las farolas desgarraba la oscuridad de la noche. Después de todo, no había nada que temer. Tan solo debía doblar la esquina y cruzar una única calle que quedaba a unos cientos de metros de distancia. Echó a andar.

Justo antes de doblar la esquina, sonó la alarma de su reloj de muñeca. El sonido le pareció tan estridente y molesto como el que interrumpe una pieza en un concierto.

Fue entonces cuando tuvo la certeza de que alguien la estaba siguiendo. Aligeró el paso. Las zancadas que oía a sus espaldas también aceleraron. Volvió la vista atrás. Y aunque la calle estaba vacía, supo que debía alejarse de allí antes de que algo horrible sucediese. ¡Tenía que huir, no podía dejarse atrapar!

Se estremeció y echó a correr. Avanzaba a trompicones, con el pelo en los ojos y sus zapatos repicando en la acera. Estaba demasiado asustada como para gritar. No podía pensar en otra cosa que no fuera correr, escapar. «Tengo que llegar a casa… Allí estaré a salvo… ¡Que alguien me ayude!».

No aminoró la marcha cuando alcanzó el semáforo en rojo que prohibía cruzar la intersección. La ansiada ayuda vino repentinamente y de la peor forma imaginable cuando se vio cegada por los faros de un coche.

Esa misma noche, bajo el mismo cielo, un par de manos pálidas abrían un álbum de recortes. Las noticias que cubrían la muerte de las dos mujeres, cuidadosamente recortadas y colocadas, llenaban la página derecha. Unos dedos blancos, lívidos como los de un fantasma, daban golpecitos sobre el papel de periódico.

Fumie Kato y Atsuko Mita.

La página izquierda quedaba ocupada por una única fotografía a color en la que aparecía un joven con gafas de montura negra y una sonrisa que revelaba una hilera de dientes blancos y rectos.

En este indeterminado lugar, el reloj marcaba la medianoche.

Las manos blancas cerraron el álbum y apagaron la luz.

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