Capítulo 2

Sospecha

El día siguiente era sábado, y Mamoru solo tenía clases por la mañana. En cuanto hubo acabado, se dirigió hacia Laurel, unos grandes almacenes que quedaban a solo dos paradas de metro. Trabajaba cada sábado por la tarde y cada domingo en la Sección de Libros, ubicada en la cuarta planta del edificio. Entró por la puerta reservada a los empleados, fichó la hora con su tarjeta azul y se encaminó hacia los vestuarios. El uniforme de la plantilla de la Sección de Libros y Audio era de color naranja. La etiqueta de identificación de Mamoru lucía, además, una línea azul que indicaba su estatus de empleado a media jornada.

Antes de incorporarse a su puesto de trabajo, comprobó su reflejo en el espejo. Laurel era algo puntilloso con el aspecto de sus empleados: nada de calzar sandalias ni de llevar melena, y las mujeres hasta tenían que recogerse el pelo y llevar las uñas cortadas y sin pintar.

Subió la escalera de servicio que conducía hasta la cuarta planta y desembocaba en el almacén. La entrega de la tarde acababa de efectuarse, y los empleados andaban atareados abriendo las cajas y comprobando el contenido.

– ¡Eh, Mamoru! -Sato, un compañero suyo, también empleado a media jornada, lo saludó mientras abría una de las cajas con un cúter enorme. Llevaba unos cuantos años trabajando en Laurel y fue él quien enseñó a Mamoru todos los trucos del oficio. Y es que Mamoru se ocupaba de tareas muy variopintas: procesar los albaranes, gestionar los envíos, existencias, entregas y devoluciones. Manipular la mercancía requería una gran fuerza física, de ahí que, de los veinticinco empleados que trabajaban en esa sección, veinte fueran jóvenes y no superasen los treinta años. El resto del equipo lo completaban cuatro mujeres asignadas a las cajas registradoras y el decano de la plantilla, un guarda de seguridad cincuentón que siempre iba vestido de civil.

– Takano dijo que fueras a verlo en cuanto llegases. -Sato entregó su mensaje mientras clasificaba, con suma destreza, los contenidos de las cajas. Desafiando las reglas de la empresa, se había remangado la camisa y alardeaba de unos brazos de un oscuro color tostado. En cuanto Sato lograba ahorrar el dinero suficiente, se marchaba de viaje equipado únicamente con su saco de dormir y mochila, y no regresaba hasta que se quedaba sin blanca.

Hacía un mes que había vuelto de su último viaje. Cuando Mamoru le preguntó dónde había estado esta vez, el chico contestó sin entrar en muchos detalles: «En el desierto de Gobi». Durante sus peculiares escapadas, el resto de empleados especulaba sobre su destino, y les gustaba decir que la superficie de la luna era el único lugar que podían descartar con seguridad. Al menos, de momento.

– ¿Y dónde está Takano?

– Pues supongo que en la oficina. Estará preparándose para la reunión mensual. -Sato señaló con la barbilla una puerta escondida al fondo.

Hajime Takano era el jefe de la Sección de Libros, uno entre tantos otros eslabones de una larga cadena. Solo tenía treinta años. Laurel tenía muy en cuenta las habilidades de sus empleados a jornada completa para promocionarlos y, de hecho, no pocos encargados habían acabado los estudios hacía tan solo unos años.

Otro dato interesante sobre la empresa era que, en contraposición a lo que dictaba la norma en Japón, los empleados no se dirigían los unos a los otros con la deferencia que correspondía al lugar que cada uno ocupaba en la jerarquía. El rango del empleado no determinaba el trato que recibía o daba a los demás. Las funciones de cada trabajador quedaban bien detalladas, y la empresa sometía a la plantilla a frecuentes rotaciones, de modo que los rangos cambiaban a menudo. La compañía tachaba de irrelevante, de pérdida de tiempo y energía que los empleados se esforzaran en asimilar las reglas de subordinación entre compañeros. Del mismo modo, la dirección se dio cuenta de que, desde el punto de vista de los negocios, incluso favorecía las relaciones tanto con los clientes como con los proveedores. Ni siquiera se estipulaba el título del puesto en las tarjetas de identificación. La administración de Laurel priorizaba la supervivencia en la encarnizada competición que se libraba en los grandes almacenes, y cualquier cosa que se alejara de este objetivo quedaba eliminada por considerarse un desperdicio de recursos.

Era cierto que ese sistema les quitaba un peso de encima a los empleados. Mamoru llamó a la puerta de la oficina sin necesidad de adoptar ninguna postura de inferioridad o código formal alguno. Takano tenía las manos llenas a rebosar de los informes de ventas que acababa de imprimir, pero su rostro adoptó un semblante inquieto en cuanto Mamoru se presentó ante él.

– Hola. Me he enterado del accidente. ¿Estás bien? ¿Tienes noticias de tu tío? -Mamoru estuvo a punto de entrar en pánico al contemplar la idea de que, como a Maki le había sucedido, su superior lo sometiera a un duro interrogatorio. Takano prosiguió-: Si hay algo que pueda hacer por ti, dímelo. No dudes en pedirte algún día libre.

Una sensación de alivio lo invadió de inmediato, aunque matizado por una pizca de culpa: llevaba trabajando allí seis meses, el tiempo suficiente para saber que Takano se preocupaba por sus empleados.

– En estos momentos, no podemos hacer gran cosa. Un asesor jurídico está llevando el caso, pero gracias por preguntar. -Mamoru se sentó en un taburete y puso a Takano al tanto de lo sucedido.

– Entonces ¿existen dos versiones de la misma historia? -Takano se recostó en la silla, miró al techo y colocó las manos detrás de la cabeza-. ¿No hay modo de averiguar de qué color estaba el semáforo o que hizo aquella mujer?

– Bueno, nosotros creemos a mi tío. No es que le sirva de mucho, pero en fin…

– Y que los médicos del servicio de urgencias oyeran las palabras que pronunció Yoko Sugano antes de morir tampoco jugará a su favor.

– ¿Te refieres a «Es horrible, horrible. ¿Cómo ha podido?»

Takano descruzó las piernas y se incorporó.

– Sí. No me gustaría estar en el pellejo del policía que llegó a la escena. Supongo que tendría que devanarme los sesos para buscar el significado de esas palabras.

– Más bien no tendrías motivos para poner en tela de juicio las últimas palabras de una moribunda.

– Hum. -Takano alzó la barbilla. Era un gesto recurrente cuando le daba vueltas a la cabeza-. Sí, es muy probable que al escucharlas, las interpretara de la forma que a priori parece más lógica.

– ¿Qué quieres decir?

– Pues eso, que lo más fácil es pensar que aquella chica culpaba a tu tío, pero puede que se refiriera a otra persona.

– Pero estaba sola cuando sucedió todo.

– Eso no lo sabes. Quizás tuvo una pelea con su novio e iba de camino a casa. Puede que algún viejo verde la acosara. En un barrio tan desértico y oscuro como ese, puede pasar cualquier cosa. Y está claro que algo sucedió… Algo que la empujó a atravesar corriendo la intersección con el resultado que conocemos. De ahí que, a punto de fallecer, gimiera: «Es horrible, ¿cómo ha podido?». Tiene sentido ¿no crees?

– Y es de suponer que quienquiera que fuera tras ella huiría al ver el atropello.

– Correcto. Me pregunto si la policía está investigando las circunstancias en las que se encontraba la víctima antes de que pasara todo esto.

– No he oído nada al respecto. -Mamoru sintió un rayo de esperanza ante esa nueva posibilidad. Entonces, recordó la llamada que recibió la noche anterior-. ¿Sabes? He recibido una llamada extraña de un tipo. -Le contó a Takano que dicho desconocido le dio las gracias por haber quitado de en medio a Yoko Sugano que, según decía, «se lo estaba buscando».

– ¿Le has comentado eso al abogado? -Takano frunció sus pobladas cejas.

– Bueno, la verdad es que, hasta ahora, no le he dado mayor importancia.

– Pues tienes que decírselo. Huele mal hasta para tratarse de una broma pesada.

– Pero no sé si merece la pena…

– ¿Y por qué no?

– Hay mucha gente por ahí que disfruta haciendo cosas parecidas cuando ocurre una desgracia. Es más de lo mismo, como cuando mi padre desapareció. Llamadas, cartas, todo calumnias. En algunas de esas cartas anónimas, se atrevieron a insinuar que mi padre residía en otro lugar, e incluso adjuntaban lo que resultaron ser direcciones falsas. Y por si fuera poco, la gente empezó a decir que mi padre no había cometido el delito solo, sino que fue otra persona quien concibió y llevó a cabo el plan. Otra mentira más.

Mamoru se encogió de hombros como para quitar hierro al asunto. Le costaba muchísimo hablar de su padre.

– Por esa razón no quiero tomarme demasiado en serio esa llamada.

– Entiendo.

– Aunque, sí. Es posible que hubiese otra persona presente en el lugar de los hechos. Quizás valga la pena comentárselo al abogado.

Takano era una de las pocas personas con las que Mamoru había compartido la historia de su padre. Los menores de edad debían contar con el permiso de sus tutores para trabajar. Cuando Mamoru solicitó un puesto en Laurel, le comentó a Takano que sus padres habían fallecido y que vivía con su tía. Conforme fue conociendo a Takano, empezó a depositar su confianza en él y a considerarlo un amigo, pero aún albergaba sus dudas. ¿Cambiaría de actitud si conociera la verdad sobre Mamoru? Un día, se armó de valor, se preparó para afrontar la decepción y decidió contarle toda la historia. Sin embargo, Takano ni pestañeó.

– Escucha -había sentenciado-. Si es que estás considerando la idea de buscar a tu padre para que te inicie en las artes de la malversación, quizás debiera preocuparme. Claro que, en ese caso -y se echó a reír-, ¡yo también quiero mi parte!

En cuanto Mamoru empezó su turno, reparó en un cambio visible en la decoración del departamento. Se trataba de un imponente monitor de unos dos metros de alto por dos de ancho. La pantalla gigante, en la que ahora se proyectaban imágenes de un bosque teñido de colores otoñales, quedaba colocada frente a la escalera mecánica para captar de inmediato la atención de los clientes.

– Es una pasada, ¿verdad? Lo llaman «el último arma comercial» -dijo a Mamoru una de las chicas de la caja registradora al ver que este permanecía boquiabierto ante el aparato-. Está aquí desde el lunes.

– ¿Es lo que se conoce como «vídeo ambiental»?

– Me imagino que sí. Lo cierto es que queda mejor que las hojas de plástico pegadas a la pared. Y el caso es que a los clientes les gusta. Otra cosa es la inversión que supone… Dicen que es carísima.

– ¿Hay una en cada planta?

– Por supuesto. Un técnico las supervisa desde una sala de control. A los jefes les ha costado decidir el lugar donde iban a colocarla pero, mira tú por dónde, al final han decidido levantar un muro en el vestuario de mujeres e instalarla allí.

– Andémonos con ojo, ¡quizás el Gran Hermano esté detrás de todo esto! -Sato, ceñudo, emergió desde un pasillo donde había estado colocando las estanterías.

Mamoru y la chica intercambiaron una mirada. «Oh, oh. Ya está con la misma canción». A Sato le gustaba casi tanto la ciencia ficción como vagar alrededor del mundo. Y nadie ignoraba que 1984, de George Orwell, era su novela favorita.

– Reíros si queréis, pero están utilizando esos vídeos para vigilarnos. Esas bonitas imágenes no son sino camuflaje.

– ¡Pero si la semana pasada nos advertiste que llevásemos cuidado con lo que decíamos sobre los jefes porque, según tú, los lavabos estaban repletos de micrófonos! -replicó la chica.

– ¿Y acaso me equivocaba? Los encargados sabían perfectamente quién de las chicas había planeado ratear unas chocolatinas para el Día de San Valentín.

– ¡No me digas! Todo el mundo pagó sus chocolatinas. Tú también, si estoy en lo cierto.

– He dicho «ratear».

– ¿Y quién fue? -preguntó la cajera, inclinándose hacia adelante.

– Ve a preguntárselo a los encargados.

Mamoru pasó junto al monitor y echó un vistazo. Ningún interruptor ni panel de control quedaba visible. No se trataba más que de una pantalla gigante que, en ese preciso instante, mostraba a turistas recogiendo castañas. En la esquina inferior izquierda, Mamoru divisó las iniciales M y A unidas en un logo. Creyó reconocerlas de algún otro sitio, pero no podía recordar de dónde.

– Y ya que están proyectando vídeos, ¿por qué no nos dejan ver 2001: Una odisea en el espacio o alguna película interesante? -refunfuñó Sato.

– ¿Estás de coña? -rió Mamoru-. Los clientes se quedarían dormidos antes de comprar ningún artículo.

– ¡Kusaka, tienes visita! -Mamoru se volvió sobre sí mismo y encontró a Yoichi Miyashita, un compañero de clase.

El chico parecía incómodo. Cerraba y abría los puños convulsivamente, nervioso, como si intentara armarse de valor para decir algo. Se lo veía pálido y frágil, y tenía la piel clara y ese tipo de complexión delgada que tanto gustaba a las chicas.

Mamoru apenas lo había visto hablar con nadie a la salida del instituto. Sus notas rozaban la media y solía faltar a clase. Todos sabían que Miura y sus matones tenían algo que ver con su absentismo.

– Eh ¿has venido a comprar algo? -Yoichi aparentaba tal inquietud que Mamoru deseó que Anego estuviese allí para romper el hielo-. La Sección de Arte está por allí… -El chico sabía que Yoichi era miembro del club de arte, y lo había visto leyendo la revista Arte Moderno. Una publicación especializada en la que Mamoru no hubiese reparado de no ser porque trabajaba en la Sección de Libros.

Una vez miró la revista por encima del hombro de Yoichi. Este observaba un cuadro en el que aparecían figuras sin rostro y de sexo indeterminado que se hallaban ante lo que parecía una especie de coliseo.

– ¿Qué es eso? -inquirió.

A Yoichi se le iluminó la mirada.

– Las musas inquietantes, de Giorgio de Chirico. Es mi cuadro favorito.

Musas… Ahora que lo mencionaba, Mamoru se fijó en que las figuras llevaban togas. El título de la página señalada apuntaba a una muestra de la obra de Chirico en Osaka.

– Van a celebrar una exposición suya en la que han reunido numerosas obras repartidas por todo el mundo.

– Las mujeres pintan cuadros demasiado complicados -masculló Mamoru.

Yoichi, que se había dado cuenta de que su interlocutor confundía el apellido «Chirico» con el nombre japonés «Kiriko», estalló en carcajadas [4]. Aquello sorprendió a Mamoru que nunca lo había visto sonreír siquiera.

– ¡No es japonesa! Es un maestro italiano. Todo un vanguardista del surrealismo.

Yoichi empezó a charlar sobre Chirico como otro lo hubiese hecho de su estrella de rock favorita. Tras aquel encuentro, Yoichi y Mamoru se hicieron amigos, aunque Mamoru no compartía la pasión por el arte de su compañero. Estaba seguro de que Miura odiaba a Yoichi solo porque manifestaba abiertamente su amor por unas obras que otros eran incapaces de apreciar.

– Entonces, ¿qué pasa? ¿Quieres que hablemos? -inquirió Mamoru-. ¿Se trata otra vez de Miura? -Él sabía que el abusón aprovechaba cada oportunidad que se le brindaba para meterse con Yoichi por su delgadez y su aire distraído. Y por supuesto, al profesor Incompetente le traía sin cuidado.

– No, no tiene nada que ver con eso -negó Yoichi en el acto-. Pasaba por la zona y me acordé de que trabajabas aquí, de modo que he venido a hacerte una visita.

Mamoru se sintió tan sorprendido como agradado. Siempre supuso que Yoichi era de los que cambiaban de acera cuando se cruzaban con algún conocido, sin importar la relación que los uniese.

– Acabo en media hora. Si no te importa esperar, podemos dar una vuelta después.

– Hum… -Yoichi empezó a balancearse sin apartar la vista del suelo-. En realidad, he venido porque…

– ¡Disculpe! -Un cliente reclamaba la atención de Mamoru-. ¿Tiene el segundo tomo de esta novela?

– Mira, estás liado. Hablaremos más tarde -concluyó acuciado Yoichi y, sin esperar respuesta alguna, se apresuró hacia la escalera mecánica.

– ¡Disculpe! -El cliente insistía. Aún intrigado por lo que Yoichi quería comentarle, Mamoru se encaminó aprisa hacia la sección de novela romántica para buscar el libro.


* * *

La ceremonia ya había comenzado cuando Kazuko Takagi llegó a casa de Yoko Sugano. El pueblo era tan pequeño como Yoko lo había descrito. Kazuko siguió las señales enmarcadas en negro que anunciaban un velatorio celebrado por la familia Sugano. Ascendió por una estrecha carretera de montaña hasta culminar en un terreno plano en el que se alzaban tres casas. La de Yoko quedaba más alejada.

El viento soplaba con fuerza. La parte superior de la carpa dispuesta a un lado de la casa para recibir a los dolientes ondeaba con asombrosa violencia a merced de los caprichos del aire.

Una chica que se parecía bastante a Yoko aguardaba sentada y hacía una mecánica reverencia a cada asistente. «Esa debe de ser su hermana pequeña», pensó Kazuko. Sabía que ella también estaba impaciente por irse a vivir a Tokio, pero Yoko había intentado disuadirla alegando que no había nada que pudiera interesarle allí.

Kazuko traía el habitual sobre de dinero que se entregaba junto con las palabras de pesame, pero no lo había firmado con su nombre real. Había tantísima gente que pensó que todo el pueblo estaba allí. Dispusieron el altar y el ataúd en una especie de veranda cuyo suelo quedaba cubierto por tatamis y donde, entre sutras, un sacerdote budista oficiaba la ceremonia fúnebre. El habitáculo estaba dotado de altos ventanales que se alzaban desde el suelo hasta el techo y que fueron abiertos para que los dolientes pudieran prender sus barritas de incienso y ofrecer sus oraciones sin tener que entrar en la casa. Kazuko se puso en la cola, esperó a que llegara su turno y, cuando le tocó acercarse, permaneció a un lado para escuchar al sacerdote. En cuanto empezó a temblar de frío, los vecinos la invitaron a unirse a la hoguera que habían prendido para entrar en calor.

– ¿Es usted de Tokio? -preguntó una anciana con la distintiva entonación del dialecto local.

– Sí, he llegado aquí a las dos de la tarde. -Cuando Kazuko salió de la estación, reparó en el ancho río que se extendía ante ella. Quedó hechizada. Caminó durante un buen rato por la carretera que se alzaba en una suave pendiente, cruzó el puente y prosiguió su camino por la orilla hasta adentrarse en el bosque. Tenía la sensación de haberse quitado un peso de encima y podía notar que la tensión que crispaba sus hombros empezaba a disiparse. Cuando vino a darse cuenta, ya eran las cinco de la tarde y el cielo había adoptado un tono oscuro.

– ¿Estudiaba con Yoko? -continuó la anciana.

Kazuko asintió mientras se calentaba las manos. La mujer detuvo a una chica que pasaba cargada con una bandeja llena de tazas, tomó dos y dio una a Kazuko. La taza estaba llena hasta el borde de un té suave y bien caliente.

– Yoko tenía la misma edad que mi hija -apuntó la mujer-. Le fue muy bien en el colegio y era una chica preciosa. Los Sugano querían que decidiera libremente su futuro, por eso la mandaron a la universidad.

– Sí… Lo sé.

– Y ahora está muerta. Tantos esfuerzos para nada.

Kazuko, incapaz de encontrar nada qué decir, continuó dando sorbos a su té.

– Tokio es un lugar aterrador.

– Los accidentes de tráfico son muy comunes -dijo Kazuko-. Yoko solo tuvo mala suerte.

La mujer lanzó a Kazuko una mirada inquisitiva, pero ella se concentró en la hoguera, parpadeando cada vez que uno de los leños se quebraba y crepitaba conforme ardía.

«Eso es», se aseguró a sí misma. «Yoko tuvo mala suerte. Dos suicidios y un accidente. Tres muertes, pero ni un solo elemento que los vincule.»

La chica que aguardaba bajo la carpa, en la recepción, se puso en pie y se encaminó hacia la entrada de la casa. Kazuko hizo una leve y educada reverencia a la mujer, dejó la taza sobre la bandeja y se dirigió hacia la chica.

– ¿Eres la hermana de Yoko?

– Sí. Me llamo Yukiko.

– Vengo de Tokio. Era su amiga.

– Agradecemos que haya hecho un viaje tan largo para asistir al funeral. -Las dos se apartaron a un lado para no interrumpir el progreso de la fila de dolientes. Kazuko se arañó con las ramas de un árbol ya huérfano de hojas.

– ¿Cuándo hablaste con tu hermana por última vez? -preguntó.

Yukiko se encogió de hombros.

– La última llamada que recibimos fue hace un par de semanas. ¿Por qué lo pregunta?

– Por nada. -Kazuko intentó fingir que inquirió aquello de forma desinteresada, y esbozó una sonrisa contenida, la única permitida en una celebración de semejante naturaleza-. Ocurrió muy de repente, y hacía mucho que no había hablado con ella. Lo siento tanto…

– Yoko nos dijo que quería regresar a casa -añadió la chica.

– ¿A casa?

– Dijo que se encontraba sola. Mamá habló con ella y la convenció para que aguantara allí. Solo le quedaba un año para terminar sus estudios, y las vacaciones de invierno están encima. Mamá le aseguró que iría a visitarla para ver cómo le iban las cosas.

Kazuko recordó que Yoko le había confesado lo asustada que estaba.

– Yoko me dijo que tú también querías irte a vivir a Tokio.

– Quise hacerlo durante un tiempo, pero cambié de opinión.

– ¿Por qué?

– Por nada en especial. Tengo un trabajo aquí, y estudiar no entraba en mis planes. Yoko sí quería estudiar inglés y por eso se matriculó en la universidad. -Kazuko tuvo la sensación de que Yukiko estaba resentida-. Y mis padres no tenían dinero suficiente para mandarnos a las dos.

Se oía un constante murmullo y la fragancia del incienso se adueñaba del lugar.

– No puedo creer que muriera así. Qué muerte más estúpida. -Su voz sonó como la de una niña consentida; tenía los ojos llenos de lágrimas.

– De modo que no lo sabes… -dijo Kazuko en un tono apenas audible.

– ¿Saber qué?

Kazuko abrió el bolso, sacó un pañuelo y se lo dio a Yukiko.

– Nada. Nada en absoluto.

Kazuko se acercó una vez más para contemplar la fotografía de Yoko y decidió regresar a la estación. «Quiero volver a Tokio».

De repente, se percató del alboroto que venía desde la entrada de la casa. Oyó gritos y el sonido de un impacto. Alguien había caído sobre una de las coronas funerarias, volcándola, y la gente se apresuraba a enderezarla.

– Es la mujer del conductor -dijo Yukiko.

– ¿Te refieres al que atropello a Yoko?

– Sí, ha venido con su abogado. Oh, oh, ahí viene papá.

Yukiko echó a correr hacia ellos y Kazuko la siguió.

– ¡Váyanse de aquí! ¡Márchense! -vociferaban unas rabiosas voces que se alzaban por encima de las demás. Dos personas salieron a la puerta de la casa. El vestía un traje oscuro, ella era una mujer rolliza vestida de luto.

– ¡Solo queremos expresar nuestras condolencias!

– No puede devolvernos a nuestra hija. ¡Así que, fuera! -Como dando énfasis a esas palabras, algo salió volando e impactó contra la cara de la mujer.

– ¡Señora Asano! -El abogado se abalanzó sobre ella para evitar que se desplomara. Kazuko se acercó a ver lo que el padre de Yoko había lanzado. Era un zapato grande y pesado.

La mujer dio un paso hacia atrás mientras se presionaba el pómulo derecho con la mano. Estaba sangrando. Los vecinos se mantuvieron a una prudente distancia, observando la escena. Nadie acudió en su ayuda.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó Kazuko.

– Está herida -dijo el hombre que no apartaba la mirada de la cara de la mujer. Parecía estar sufriendo mucho con todo aquello, como si fuese él quien hubiese recibido el proyectil. Kazuko reparó en la brillante insignia que lucía en la solapa; tal y como había dicho Yukiko, era abogado. Entre los dos, la llevaron a un lugar más tranquilo y la sentaron sobre el muro de la casa vecina.

Yoriko Asano, que pretendía quitar gravedad al asunto, hizo un gesto con su mano libre.

– Estoy bien.

– Pues a mí no me lo parece. -El abogado se volvió hacia Kazuko-. Discúlpeme, señorita. ¿Le importaría quedarse con ella hasta que regrese? Voy a llamar a un taxi. La llevaré al médico.

– Sí, desde luego.

El abogado salió disparado en dirección a la estación. Kazuko se sentía incómoda y rezó para que volviera pronto.

– Lo siento -empezó a decir la señora-. Ni siquiera la conozco y se está preocupando por mí. Por favor, márchese, me encuentro bien…

– Yo diría que tiene un buen corte. -Kazuko presionó la herida con el pañuelo que el abogado había dejado.

– ¿Conocía a la señorita Sugano? -preguntó la mujer.

– Sí, he venido desde Tokio. Usted es familiar del taxista, ¿verdad?

– Así es. Soy Yoriko, su mujer.

– Debe de estar pasando por un momento difícil.

– Esa es la menor de mis preocupaciones. Ha muerto una chica -declaró Yoriko Asano, cargada de valor.

– Pero sabe que no están dispuestos a aceptar sus disculpas.

– Supongo que no ha sido buena idea aparecer acompañada por ese hombre, el señor Sayama. Es abogado. Yo solo quería hacer lo correcto y actuar con decencia para con la familia de Yoko. Y también quería que escuchasen lo que tengo que decirles.

Kazuko bajó la mirada, algo incómoda por la confianza que Yoriko se estaba tomando.

La mujer se percató del gesto.

– Siento mucho molestarla con todo esto, sobre todo teniendo en cuenta que era usted amiga de la señorita Sugano.

– No se preocupe. Yoko y yo estábamos unidas, aunque no tanto como para dejar de ser objetiva con lo que ha sucedido. -Kazuko no estaba siendo del todo sincera, pero sus palabras parecieron tranquilizar a Yoriko.

– Mi marido asegura que la señorita Sugano se le echó encima. -Kazuko se quedó sin respiración-. Corría tan deprisa que mi esposo tuvo la sensación de que intentaba huir de algo. No pudo esquivarla. Dice que fue… un acto suicida.

– Disculpe, pero…

– ¿Sí? -Yoriko se armó de valor para mirar a la chica a los ojos.

– ¿Usted confía en su marido?

– Desde luego que sí -repuso Yoriko, casi con tono desafiante-. Él nunca miente. -Un par de focos las deslumbraron; era el señor Sayama que regresaba en taxi. Se precipitó para ayudar a Yoriko a subir al coche, que arrancó con destino a la sala de urgencias del hospital local.

Kazuko se despidió, y a su vez, descendió por la carretera de montaña que conducía hasta la estación. Intentaba poner en orden sus pensamientos. Yoko Sugano había surgido de la nada para lanzarse bajo las ruedas de un coche. Todo había ocurrido tan deprisa que el conductor no tuvo tiempo de dar un brusco viraje y esquivarla. Las palabras de Yoko resonaron en su cabeza. «Estoy asustada. Kazuko ¿te das cuenta de lo que ha ocurrido, verdad? Ninguna de las dos se suicidó. Había alguien más…»

¡No, no es cierto! Kazuko ahogó el recuerdo. ¿Quién iba a hacer algo parecido? ¿Cómo lograr tal cosa? Asesinar a una persona podía ser factible, otra cosa era empujarla al suicidio. ¡Era imposible! Sin embargo…

En la oscura carretera, Kazuko distinguió unos pasos que no eran los suyos. Se volvió sobre sí misma para echar un vistazo a su alrededor. A corta distancia, despuntaba una pequeña silueta humana. La luz de una única farola la iluminaba, desde detrás, por lo que no pudo verle la cara.

– ¿La he asustado? -habló la sombra-. Lo siento, no era mi intención.

Kazuko se quedó paralizada sin poder apartar la vista de la presencia que se acercaba.


* * *

Al regresar a casa esa misma noche, Mamoru reparó en el cristal roto de la puerta trasera de la casa. Los fragmentos quedaban esparcidos por el suelo. En la pared que flanqueaba la entrada, destacaba pintada en marrón la palabra «Asesino».

La vecina comentó haber oído el ruido del cristal haciéndose añicos a primeras horas de la tarde. Se había acercado para ver qué estaba pasando y, entonces, avistó a un chico de uniforme que huía de la escena.

Mamoru recogió los cristales y eliminó la inscripción de la pared con la ayuda de un cepillo. Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que no se trataba de pintura marrón, sino de sangre.

Cuando se encontraba en el cuarto de baño lavándose las manos, el teléfono sonó. Al pensar que podía tratarse de su tía, descolgó, pero se encontró con la misma voz afónica de la llamada anónima a la que había contestado la noche anterior.

– ¿Sigue el señor Asano, el buen hombre que me ha hecho el gran favor de eliminar a Yoko Sugano, retenido por la policía?

– ¿Quién eres?

– Deberían soltarle. Qué porquería de labor policial. Ya deberían haber averiguado el motivo por el que esa chica tenía que morir.

– ¡Espera un momento! ¿Cómo puedes decir…?

El desconocido colgó. Mamoru, decepcionado, siguió increpándole, pese a que nadie escuchara ya sus protestas.

¿La policía ya debería haber averiguado el motivo? ¿De qué motivo se trataba? La casa estaba sumida en tal silencio que Mamoru pudo distinguir el tictac del reloj. Tomó asiento y reflexionó sobre todo aquello. Durante un instante, se preguntó qué habría escondido Yoko Sugano. «¡Solo fue un accidente!». Mamoru intentó sacarse todas esas preguntas de la mente.

– ¡Buenas tardes! -exclamó una voz alegre. Anego apareció frente a la puerta, con las manos llenas de bolsas de la compra. Su hermano Shinji la acompañaba, y también iba cargado.

– ¡Buenas tardes! -Shinji se esforzó por imitar el tono de su hermana mayor e hizo una reverencia digna de un caballero.

– Como dijiste que esta noche estabas solo, pensé que quizás debería pasarme y hacerte la cena. -Anego irradiaba entusiasmo, como siempre.

– ¡Y yo seré la carabina! -rió Shinji-. ¡Qué peligro si os quedáis solos! ¡Sobre todo para ti, Mamoru!

Anego levantó la pierna y le dio una ligera patada a su hermano.

– ¿Tu prima sigue sin aparecer?

– Suena muy extraño. -Los tres habían acabado ya su cena a base de hamburguesas, y Anego añadía algo de leche y azúcar a su segunda taza de café. Unos agudos pitidos electrónicos y sonidos de ráfagas de armas de fuego procedían del salón donde Shinji se entretenía con la colección de videojuegos de Maki. A juzgar por las variaciones de la música de fondo, Mamoru estaba seguro de que ya los había probado todos.

– Quizás deberías hablar con la policía o con ese abogado que os asesora. Puede que Takano tenga razón.

– Eso haré. El abogado ha acompañado a mi tía al velatorio de la chica que falleció en el accidente. -Miró el reloj. Eran las ocho y media-. Ya debería haber llamado.

– Si el hombre de las llamadas anónimas dice la verdad, puede que tu tío tenga alguna posibilidad todavía. Eso sí, que un desconocido diga semejantes monstruosidades de esa chica pone los pelos de punta. Solo tenía veinte años, ¿verdad? Es posible que se trate de algún chico al que dio calabazas.

– Eso es exactamente lo que pensé yo -suspiró Mamoru-. En fin, de momento, mejor no tomárnoslo demasiado en serio.

– ¿A qué te refieres con «tomárnoslo en serio»? -Shinji asomó la cabeza en la cocina.

– ¡Lárgate, mocoso! -Anego hizo amago de ir tras él-. Hablando de tíos raros, ¿no te habrás topado con Miura por ahí, verdad?

Mamoru no sabía muy bien qué contestar, así que optó por mantener una expresión de indiferencia. Se dio cuenta de que Anego no estaba dispuesta a tomar esa impasibilidad por respuesta, así que claudicó ante la petición de su amiga y se echó a reír.

– No tiene gracia -refunfuñó ella-. ¿Qué ha hecho ahora?

– No es nada. No te preocupes.

– Pero…

– Vamos ¡tengo mi orgullo! No puedo permitir que una chica actué como mi guardaespaldas.

– No es eso lo que pretendo. -Anego parpadeó unas cuantas veces, y Mamoru quedó impresionado por el tamaño de sus pestañas.

– Estoy tomándote el pelo. -Fingió una sonrisa-. Aprecio de veras lo que haces por mí.

Anego sonrió tímidamente. Era extraño verla hacer algo tan femenino. Lo normal hubiese sido que estallase en escandalosas carcajadas. Mamoru se sintió un privilegiado.

– ¿Me prometes que no te enfadarás? -preguntó.

– ¿Qué?

– ¡Prométemelo!

– De acuerdo, lo que tú digas. ¿De qué se trata?

– Tengo la impresión de que tu padre también está sufriendo mucho con todo esto. -Mamoru se encogió de hombros para contener su sorpresa-. Creo que no anda muy lejos y que nunca os perdió de vista a tu madre y a ti. El sabe que vives con los Asano y seguro que, a pesar de no haberse atrevido todavía, desea ponerse en contacto contigo.

– Pues ahora que lo mencionas, cuando en días señalados voy al cementerio para llevar un ramo de flores a la tumba de mi madre, alguien se me adelanta…

Anego puso los ojos como platos. Mamoru, por otro lado, incapaz de seguirle el juego, alzó las manos en señal de rendición y se echó a reír.

– Qué va. Estoy de coña. ¡Jamás ha pasado algo así!

En un intento por enmascarar la vergüenza por haber sido tan crédula, Anego añadió a bote pronto:

– En fin… Según mi madre, todos los hombres sois iguales.

– Vale, lo tendré en cuenta. -La conversación llegó a un incómodo punto muerto, y Mamoru estaba impaciente por despertar de nuevo el interés de Anego-. Pero ¿sabes qué? A veces, yo también tengo esa sensación. La de que mi padre no anda muy lejos. Incluso me pregunto si alguna vez nos hemos cruzado sin tan siquiera percatarme de ello.

– ¿Qué quieres decir? ¿No recuerdas qué aspecto tenía?

– No guardo ningún recuerdo de él. Y estoy seguro de que a él también le costaría reconocerme.

– ¿Cuántos años tenías cuando se marchó? -Mamoru le enseñó cuatro dedos-. Entonces, no me extraña que no te acuerdes. ¿No tienes ninguna fotografía de él?

– No es que fuera el tipo de situación en la que te aferras a un álbum familiar. Aunque si buscara en viejos periódicos de hace unos doce años, probablemente encontrara un par de retratos desenfocados.

– ¿Y tu madre no te dejó nada?

– Sí, algunas fotografías de nosotros dos y también su anillo de boda. -Anego asintió, visiblemente conmovida-. Mi madre siguió llevando su anillo hasta el final…

El día en el que Toshio Kusaka abandonó a su familia había estado lloviendo. En el norte la lluvia de marzo era glacial. Aunque Mamoru no tenía uso de razón por aquel entonces, recordaba que la noche anterior había empezado a lloviznar. Durante la madrugada hubo un fuerte chaparrón que lo mantuvo en vela. Su padre se había marchado muy temprano, poco después de las cinco, antes de que el primer tren pasara por la estación de Hirakawa.

La habitación del pequeño quedaba cerca de la entrada de la casa, y oyó que su padre se marchaba. Mamoru entreabrió la puerta unos centímetros y divisó a su padre vestido de traje, agachado, atándose los cordones de los zapatos. Puede que el niño pensara que su papá tenía que ir a trabajar; era cierto que Toshio Kusaka madrugaba a menudo para asistir a reuniones que tenían lugar a primera hora. Su mamá aún seguía dormida. Ahora que volvía la vista atrás, supo que su madre debió de fingir que dormía. El estilo de vida de su padre había adoptado un ritmo muy aleatorio; había noches que ni siquiera pasaba en casa.

Su madre intuyó la existencia de otra mujer, a pesar de que Mamoru jamás había visto discutir a sus padres ni tampoco a ella llorar. Se preguntó si todo hubiese resultado más fácil de ser así. Al menos, tal vez hubiese confirmado esa vaga sensación de que algo no iba bien en casa. Era casi como si hubiese podido percibir no ya que se venía abajo, pero sí que se tambaleaba sobre sus cimientos.

Cuando su padre abrió la puerta de casa, el redoble de la lluvia se hizo más intenso. Se prolongó durante un lapso de varios segundos, los que su padre tardó en volver la vista atrás antes de marcharse para siempre. La puerta se cerró. Se atenuó el eco del telón de lluvia que repiqueteaba contra el suelo. Toshio se había ido. Esa fue la última vez que Mamoru lo vio.

Una vez desaparecido su padre y divulgado el escándalo financiero por los medios de comunicación, su madre fue cayendo en un profundo ensueño. A veces, se encontraba en la cocina cortando verduras o doblando la colada cuando, de repente, se detenía en seco y su mirada se perdía en la nada. En cuanto a Mamoru, su suplicio empezó el día en el que sus amigos se negaron a jugar con él. Pasó el resto de la infancia afrontando las consecuencias de la pérdida de un padre y de los errores que este había cometido.

«Me abandonó». Asimilar este hecho se asemejaba a lo que un niño pequeño siente la primera vez que toca una estufa, cuando se da cuenta, por primera vez, de que el fuego es peligroso. Mamoru hizo lo que pudo para olvidarlo y distanciarse de ese recuerdo.

La madre jamás culpó al marido de nada, tampoco intentó justificar su partida. Se limitó a insistir en que no tenían nada de qué avergonzarse, y que Mamoru no debía olvidarlo nunca.

La voz de Anego hizo que Mamoru pusiera los pies en la tierra.

– ¿Nunca consideraste la idea de marcharte de Hirakawa?

– Sí, pero no lo hice.

– ¿Y por qué no?

– Tenía un buen amigo al que no quería perder. Pero murió. Y además, mi madre y yo solo nos teníamos el uno al otro.

– Me pregunto por qué tu madre nunca tomó la decisión de irse de allí. ¿Lo has pensado alguna vez?

Por supuesto que lo había hecho. A veces, incluso, no podía pensar en otra cosa. Y, aun así, no sabía si su madre había actuado movida por un obcecado orgullo o por algún tipo de esperanza, o si simplemente no había tenido más elección.

La amante de su marido trabajaba en un bar de la ciudad. Era mucho más joven que ella, y su cintura también era más fina. No había desperdiciado ni un minuto, y en lugar de permitir que le salpicara el escándalo, se fugó de Hirakawa una semana antes que Toshio.

La policía llevó a cabo una búsqueda implacable. Los detectives consideraron que seguir el rastro de esa mujer los llevaría a Toshio Kusaka. La localizaron en un estudio en Sendai, no así a Toshio, que ya había sido reemplazado. Al menos, gracias a la intervención policial, la nueva conquista, un prestamista, pudo librarse de las garras de aquella mujer.

Todo el dinero que había conseguido sacar a Toshio había ido a parar a los bolsillos de su chulo, un gánster de tres al cuarto. La policía sospechaba que el estafador también podía ir detrás de Toshio, pero no existían pruebas y este último jamás apareció.

Mamoru, por su parte, presintió que su madre volvía a aferrarse a la esperanza cuando averiguó quién era esa mujer y lo que había estado tramando. Estaba segura: su marido se pondría en contacto con ella e incluso quizás regresase a casa. Tal vez esa fuera la razón por la que no se había querido marchar nunca. Temía que de hacerlo, no habría nadie en casa cuando Toshio volviera y, entonces, perdería la oportunidad de reunirse con él.

– Tu madre debía de estar locamente enamorada de tu padre -concluyó Anego con tono delicado.

– Yo no lo veo así.

– Bueno, pues deberías. Al menos, eso la hizo seguir adelante. Estoy segura de que lo amaba de veras. ¿A que nunca te dijo que temía que acabases siendo como él?

– Ni una sola vez.

– Qué mujer tan fuerte. -Anego apoyó la barbilla en sus manos y bajó la mirada. Entonces, añadió con tono sosegado-: Pero debe de haber sido muy duro para ti. Ella creía en tu padre. No era el tipo de mujer que se miente a sí misma por el bien de sus hijos. Me gustaría ser como ella…

– ¿A quién le gustaría qué? -Shinji irrumpió en la cocina.

Esa misma noche, una vez que Anego y Shinji se marcharon, el abogado, el señor Sayama, llamó a casa.

– ¿Por qué no ha llamado mi tía? -Mamoru se preocupó de inmediato-. ¿Ha ocurrido algo?

– Está herida -dijo Sayama con tono inquieto-. Ha ido al médico y van a hacerle algunas pruebas. Alguien de mi oficina viene de camino para encargarse de todo. No tienes de qué preocuparte.

– ¿Qué ha pasado?

– Estoy seguro de que te puedes hacer una idea. -El abogado le relató la historia con pelos y señales.

Mamoru se quedó sin habla al conjeturar lo que debía de haber sufrido su tía. Sintió que se le encogía el pecho.

– ¿Señor Sayama?

– ¿Qué ocurre?

– He estado pensando en el accidente y me pregunto si realmente Yoko Sugano estaba sola cuando el taxi la atropello.

– Pues eso lo haría todo mucho más fácil.

Mamoru le explicó las teorías de Takano y Anego.

– Nadie ha declarado haber visto a alguien huir de la escena. Aunque supongo que es posible -concluyó Sayama.

– ¿Realmente lo cree?

– Sí, pero también te digo que si todo sucediera solo porque es posible, ya estaríamos tomando cócteles en Marte.

Mamoru permaneció pensativo un buen rato después de haber colgado el teléfono.

«¿Por qué no puede la policía tomarse unos pocos minutos para investigarlo?».

Su tío Taizo pasaría la noche en detención preventiva y su tía Yoriko en el hospital. Un zapato que le lanzaron a la cara, según había contado el señor Sayama.

«Solo unos cuantos minutos para investigar…»

El reloj marcó las diez.

«Tendré que encargarme yo mismo.»


* * *

No le costó mucho tomar una decisión. Tenía suerte. Se encontraba en una posición de ventaja.

«Suerte.» Se mordió el labio ante la ironía de haber pensado en aquella palabra en particular.

Justo después de las diez, llamó a alguien. No sería una molestia, sabía que, a esas horas, aún estaría inmerso en su trabajo. Nada más oír su voz al otro lado de la línea, fue directamente al grano.

– ¿Recuerdas la conversación que tuvimos esta mañana? Sí, a eso me refiero. Necesito hablar contigo. Hay algo más. Algo que no te he contado aún. ¿Puedes hacerme un hueco? Genial, voy para allá.

Colgó el teléfono y se preparó para salir. La señora de la limpieza que su mujer acababa de contratar le lanzó una mirada de preocupación.

– ¿Va a salir tan tarde, señor?

– Sí, estaré fuera unas horas, así que no me espere.

– ¿Qué le digo a la señora cuando llegue a casa?

– No se preocupe por ella. -Sabía que en una semana, la criada se percataría de la falta de interés del matrimonio en las actividades que cada uno tenía.

Se encaminó hacia el garaje y encendió la calefacción del coche. Las sordas vibraciones parecían sacudir su corazón. ¿Serviría de algo? ¿Podría aclararlo todo sin que le saliera el tiro por la culata? Cerró los ojos y recordó el rostro del chico. Para cuando sacó el coche del garaje ya se sentía más tranquilo.

Al verse frente al edificio, sintió miedo por primera vez. ¿Podría conseguirlo? ¿Qué sucedería si se iba de la lengua y empezaba a soltar toda la verdad? Bueno, tendría que averiguarlo por sí mismo.


* * *

Sentada en el tren expreso que se dirigía a toda velocidad hacia Tokio, Kazuko Takagi tuvo un sueño. Sintió una tenue palpitación en las sienes y se vio invadida por un tremendo cansancio. Incluso dormida estaba exhausta.

«Kazuko, ¡estoy muerta!», Yoko estaba a su lado. Su expresión era insoportablemente triste. «Pobre Kazuko, ahora te toca a ti. Contigo se cierra el círculo.»

«¡Yo no voy a morir!», gritó con todas sus fuerzas Kazuko. Podía ver a Yoko, a Fumie Kato y a Atsuko Mita. Atsuko no tenía cabeza. ¿Cómo era posible entonces que llorara de aquel modo?

«Kazuko, he perdido mi cabeza. ¡Ayúdame a encontrarla! Ayúdame», decía entre sollozos. Pobre… Pobre Kazuko. La última será la que más sufra de todas…»

Kazuko se despertó con un sobresalto. Le dolía la cabeza y el corazón le latía con mucha fuerza. En el exterior todo estaba a oscuras, y el reflejo de su cara en la ventana se hacía nítido. Echó un vistazo a su reloj. Estaría en Tokio en una hora. Quería regresar a casa, tumbarse en su cama… Quería sentirse a salvo en su apartamento.

«¿Por qué tengo tanto miedo?», se pregunto Kazuko para sus adentros mientras intentaba calmar el ritmo de su respiración. «No me suicidaré. ¡Nunca! No hay motivos para asustarse.»

Miró de nuevo el reloj. Echó un vistazo al horario que había comprado en la estación al marcharse de Tokio. De pronto, se dio cuenta de que, sí, había motivos para asustarse.

Se había marchado del velatorio de Yoko con tiempo suficiente como para coger un tren que saliese temprano. No había razón para quedarse allí o en ningún otro sitio por más tiempo, ni aunque fuera eso lo que desease.

Entonces, ¿por qué demonios se encontraba en el último tren que salía para Tokio?

Se retorció las manos.

«¿Qué he estado haciendo durante este lapso de tiempo?».

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