Capítulo 12

BETH se vistió con la intención de deslumbrar. ¿Por qué no? Eran escasas las oportunidades que tenía de llevar el vestido que había comprado para la boda de su hermana menor. Por lo demás Marchettis Latin merecía las mejores prendas del armario.

La chaqueta plateada de terciopelo era una obra maestra de elegancia. El corte impecable y la hilera de botones con presillas, moldeaban perfectamente el busto y las caderas. Las mangas eran largas, ligeramente acampanadas. La falda, en cambio, era toda una frivolidad muy femenina. Caía sobre los muslos y piernas como una cascada de espuma de seda color menta. Las blancas sandalias de tacón alto cubrían los pies con finas tiras que se ataban a los tobillos.

El maquillaje era impecable. Color rojo en los labios y en las uñas. La melena suelta hasta los hombros, brillante y sedosa. Un leve toque de Poison de Christian Dior en los puntos estratégicos, y Beth quedó lista para dejar a Jim Neilson sin habla esa noche.

Tom Delaney parpadeó, impresionado al ver el glamoroso aspecto de su hija cuando bajó a despedirse.

– Estás muy atractiva, hija. ¿Piensas dejar a Jim pasmado de asombro? -bromeó.

– Se te olvida que ya no soy una niña -le recordó.

– Ah, comprendo -dijo, como si esa declaración respondiera a su reticencia de vivir en el campo con él-. Creo que cenarás estupendamente con Jim.

– Ya lo veremos -dijo secamente-. No me esperes levantado.

– Vete tranquila -respondió con benevolencia-. Me iré a dormir muy pronto. Demasiadas emociones para un solo día.

Mientras conducía a la calle Lonsdale, ponderé seriamente la posición que Jim Neilson había adoptado. Podría ser un tiburón en lo referente a las finanzas, pero se negaba a creer que careciera de integridad. Su padre era completamente inocente en aquella batalla personal que enfrentaba a dos voluntades. Dejarle de lado, después de haberle utilizado corno excusa para proseguir la refriega, sería algo absolutamente despreciable.

Jim Neilson la había juzgado de manera despreciable, pero eso no era razón para que ella tratara a su padre de la misma manera.

En el fondo, y pensando objetivamente, debía aceptar que había actuado a la ligera intentando encontrar a Jamie dentro de Jim Neilson. Pero no deseaba que su padre fuera una víctima de su necia persecución de un sueño.

La vida no había sido justa con ninguno de ellos, empezando por Jim Neilson. Pero aún y con eso, ¿sería tan despiadado para herir a un hombre mayor que nunca le había hecho daño?

Bueno, no tardaría en saber la respuesta. Porque esa noche no habría barreras entre ellos, todas las cartas estarían desplegadas sobre la mesa.

Como era domingo no tuvo ningún problema de aparcamiento.

El restaurante, pintado de verde, formaba parte de una construcción baja y antigua, en medio de los altos rascacielos que poblaban el centro de la ciudad. Una doble puerta de cristal daba acceso a la entrada. Consultó su reloj. Faltaban unos pocos minutos para las ocho de la noche.

Abrió la puerta, entró y se vio inmersa en un ambiente de tradicional elegancia.

Después de dar su nombre, el maître la saludó gentilmente informándole que el señor Neilson la esperaba en el bar.

Al verle, todo el entorno se volvió borroso. Jim se veía extraordinariamente apuesto con su esmoquin y una camisa blanca de seda, con un cuello poco convencional.

Mientras de acercaba a él, Beth deliberadamente se concentró en un magnífico arreglo floral, intentando olvidar su sensación de desnudez bajo la mirada apreciativa del hombre.

Se levantó a saludarla, pero no le estrechó la mano. En ese momento el maître se acercó a ofrecerle una copa de champán que ella aceptó sonriendo; luego se sentó en el taburete del bar. Jim Neilson se acomodó junto a ella.

– Llevas un precioso color de invierno, en cambio yo siento el calor de una noche de pleno verano -comentó con ironía.

– Tal vez deberías pedir que le pusieran más hielo a tu bebida. Así podrías refrescarte si te sientes tan acalorado.

El se rió.

– Siempre tuviste mucha agudeza verbal. Disfruté leyendo tus libros. Tienes verdadero talento como escritora.

Le impresionó que se hubiera tomado la molestia de leerlos.

– ¿Cuál te gustó más? -preguntó con la intención de ponerle a prueba.

– El de la culebra -respondió con una mueca infantil-. Me recordó de inmediato nuestra aventura en la mina abandonada. Todo se me vino a la memoria. Ese día fuiste muy valiente, Beth. No pensé que tenías tantas agallas -sus ojos la acariciaron con una cálida mirada de admiración.

Ella no deseaba que la conversación continuara por esos derroteros. Al menos no en ese momento. Bebió un sorbo de champán, pensando cómo tomar la iniciativa.

– Los libros se están vendiendo en Inglaterra y en Estados Unidos también. Su popularidad va en aumento -comentó con naturalidad.

– ¡Eso es fabuloso!

– Más bien útil -corrigió-, porque con ese dinero puedo permitirme comprar la parte de la granja que le corresponde a mi padre en vuestra sociedad.

El torció el gesto.

– No sabía que estuviera en venta.

Ignorando la observación, fue directamente al punto que le interesaba.

– Y eventualmente espero poder comprar la parte que te corresponde, si estás dispuesto a esperar un tiempo.

– Eso significa cortar toda relación conmigo.

– Es lo más honesto que se puede hacer -replicó al instante-. No creas que intento conseguir algo más que eso.

– No quiero tu dinero, Beth.

– Sé perfectamente bien qué es lo que quieres -replicó enfadada, bebiendo un sorbo de champán.

– Tu padre es un hombre orgulloso, por eso me extrañaría que lo aceptase -comentó con calma, ignorando sus palabras.

Beth no había considerado la posible reacción de su padre. Sólo había pensado en prescindir de Jim Neilson.

Lo observó beber su martini, resentida por la autoridad y conocimiento que demostraba frente a la situación. Sin embargo fue incapaz de rebatirle. La había hecho poner en duda el acierto de su decisión.

– Tal vez…

– No has hablado este asunto con él, ¿verdad? -preguntó en tono más bien afirmativo.

Ella no contestó, reflexionando con la copa en la mano. Jim continuó calmadamente.

– No le habría gustado que tú compraras la granja. Se hubiera sentido como un fracasado. Sé que tenías las mejores intenciones, que querías ayudarlo, que querías darle un buen motivo para levantarse de la cama todas las mañanas.

Ella lo miró afligida. ¿Cómo era posible que hubiera comprendido toda la situación en tan poco tiempo?

– Es cierto.

– Creo que es mejor que lo haga yo, Beth. El se sentiría orgulloso colaborando en la sociedad, haciendo todo lo que yo no puedo hacer. Tu padre se siente muy en deuda contigo. Y eso le pesa sobremanera.

– No me debe nada -protestó.

– Estuve escuchándole toda la tarde, Beth.

– No tenías derecho a…

– ¿A escucharle?

– Fingiendo que te preocupabas por él -lo acusó amargamente.

El se volvió para mirarla de frente, en un silencioso desafío.

– Tú me negaste la oportunidad de escucharte. Me negaste la oportunidad de preocuparme por ti. ¿Por qué te enfada el hecho de que tu padre se haya confiado a mí?

– No creo que el tiempo pasado tenga algo que ver con esto.

– Quizá sentí que no era correcto entrometerme en tu vida. Hasta ahora.

– ¿Y ahora sí?

– Ahora sí.

– Pero yo no lo veo de ese modo.

– Ya lo sé. Y espero poder corregirlo.

– Bien, ese podría ser un buen truco. Empecemos -dijo burlonamente, terminando su copa.

El se puso de pie, y el maître los condujo a la mesa reservada para ellos. Mientras lo seguía, Beth pensó que tenía derecho a hablar todo lo que quisiera pero que no lograría convencerla.

A pesar de ser domingo, el restaurante estaba bastante concurrido. Beth se sentía muy consciente de la curiosidad que despertaban en los comensales. Las mujeres miraban a Jim Nielson, desde luego. La verdad es que su presencia era imponente.

El maître los instaló en una íntima mesa para dos junto a un inmenso espejo que cubría casi totalmente la pared. Era la mejor mesa, con servicio exclusivo, para personas muy importantes. Después de que el camarero les recomendara las especialidades del chef, Beth se decidió inmediatamente por unos tortellinis rellenos con pasta de cangrejo; de segundo, medio pato asado y servido con salsa de limón y granos de pimienta, y de postre un soufflé de chocolate con café.

Jim eligió ravioles rellenos de calabaza, frutos secos y almendras, y mariscos como segundo plato. El camarero de vinos les recomendó un Bollini blanco italiano y un Mount Mary tinto australiano.

Para evitar los ojos de Jim Neilson, Beth recorrió con la mirada el decorado de la sala. El ambiente era demasiado fino para no disfrutarlo. Probablemente nunca volvería por allí.

– ¿Te gusta? -preguntó Jim cuando los camareros se retiraron.

– ¿A qué te refieres? -preguntó fríamente, esforzándose por mirar de frente al hombre que pagaba todos esos lujos.

– A la pintura -sonrió, indicando un gran cuadro que representaba una de las bodas de Enrique VIII.

– Parece un tanto desenfocado, o algo así.

– Es el estilo de Philip Barker, el pintor.

Ella supuso que el hecho de coleccionar obras de arte lo había familiarizado con nombres de pintores muy conocidos. Luego, otro pensamiento se le pasó por la cabeza.

– Has estado antes aquí.

– Sí -admitió, enfrentándose sin culpa a los ojos que le acusaban.

– Pero no era el momento oportuno para hacernos una visita -se burló.

– Te creía casada y con hijos.

– Lo más fácil era ir a casa y averiguarlo.

– No, no era fácil. No espero que lo comprendas, pero había una barrera que no podía atravesar. Nunca la hubiera cruzado, a menos que tú fueras a buscarme.

Parecía sincero, pero Beth se negaba a creerle. Jim se reclinó en la silla, mirándola pensativamente. Beth sintió que buscaba en su mente la mejor manera de aproximarse a ella. Lo irónico del caso es que dos noches atrás, ella había intentado desesperadamente hacer lo mismo.

– Cuando te vi por primera vez en la galería, no podía apartar los ojos de ti. Me hacías pensar en la primavera. Te veías tan lozana y atractiva. Me embargó un cálido sentimiento de simpatía y quise conocerte. Tuve que preguntarle a Claud quién eras.

– ¿Claud? -pregunto con la voz enronquecida.

La tranquila intensidad de las palabras de Jim le apretaban la garganta.

– El dueño de la galería. Se mostró muy sorprendido porque pensó que te conocía -esbozó una sonrisa burlona-. Después de todo, tú le habías dado mi nombre a la azafata que estaba en la puerta.

Beth se sonrojó. Mucho antes de aproximarse a ella, él ya sabía que había mentido para poder entrar, utilizando su nombre como salvoconducto. Naturalmente que eso cambiaba totalmente el contexto de su conducta posterior.

– ¿Y qué pensaste? -preguntó a bocajarro. El se encogió de hombros.

– Algunas mujeres son capaces de hacer cualquier cosa para atraer la atención del hombre que les gusta. Me ha ocurrido unas cuantas veces. Normalmente no les sigo el juego -dijo con una mueca de disgusto.

– ¿Por qué no lo hiciste conmigo? -preguntó, sonrojándose aún más.

– Porque estaba muy enfadado. Porque se había estropeado la imagen que me había hecho de ti, y el sentimiento que me embargaba. Y quise castigarte por ser tan atractiva y tan falsa.

– Comprendo -murmuró.

– Lo peor de todo es que la atracción persistía a pesar de luchar contra ella, y acabé rindiéndome.

Odiándola a ella y odiándose a sí mismo. El odio había encendido una pasión que ella nunca antes había experimentado. Odiándose y odiándole. Y sin embargo, incapaz de alejarse de toda aquella violencia reprimida.

El camarero regresó con el vino blanco. Mientras Jim lo probaba, Beth intentaba ordenar sus ideas. La atracción que existía entre ellos era innegable. Pero ya estaba preparada para alejarse de ella. Estaba decidida a no volver a verle nunca más.

El camarero sirvió las copas y se alejó.

Beth bebió un sorbo de vino. Tenía la garganta seca.

– ¿Por qué no me dijiste quién eras cuando te lo pregunté en la galería, Beth?

– Porque sólo fui a verte. Sólo quería ver en persona al hombre en que te habías convertido.

– Pero cuando me acerqué a ti…

– No me reconociste. De alguna manera deberías haber sabido quién era yo -lo acusó impetuosamente. Una acusación carente de lógica.

– Quizá lo hice en un nivel inconsciente -dijo suavemente, mirándola con honda intensidad, buscando en su alma-. Es posible que esa fuera la razón de haberme sentido tan atraído hacia ti, más allá del sentido común. Algo me decías que eras única, que todo lo tuyo tenía sentido para mí.

– ¡Para! -lo atajó, enfadada ante el impacto que le producían sus palabras-. Ahora estás intentando seducirme con mentiras.

– ¿Tú lo crees así? ¿De qué otra manera puedo explicarte aquello cuando nunca había hecho nada parecido en mi vida?

– ¿Por qué no decir lisa y llanamente que fue una atracción basada solamente en la lujuria?

– Porque fue más que eso, y tú lo sabes, Beth.

– No, sentí que lo único que me dabas era eso, y Dios sabe que yo ansiaba mucho más.

El se inclinó hacia ella con los ojos ardientes de pasión.

– Y habrías tenido más, mucho más. Si sólo me hubieras dicho directamente quién eras, en ese momento.

– Tú no quisiste reconocerme porque para ti yo habría sido un recuerdo del valle. De todo lo que habías dejado atrás y que tanto odiabas.

– Y entonces, ¿por qué estoy aquí, Beth? ¿Por qué me he vuelto a atar al valle?

– La respuesta la diste tú mismo: para mantenerme a tu lado hasta que se extinguiera el deseo que sientes por mí.

– ¡Maldita sea! -replicó con ferocidad-. El hecho de que no me importara pagar lo que fuera, y no estoy hablando sólo de dinero, debería haberte dado una idea del profundo impacto que me causaste. Y si piensas que hubiera pagado toda esa cantidad de dinero sólo por sexo, es que estás loca. Fuiste tú la que limitó la relación sólo al contacto sexual. Y no me diste nada más. Me basé en lo que me diste. En lo que me dejaste creer de ti. Y si eres honesta contigo misma debes admitirlo en vez de juzgarme, fingiendo que no fuiste tú la que llevó las cosas por el derrotero que tomaron. Por alguna razón lo hiciste, acompañándome paso a paso.

Sus ojos la desafiaron a negar lo que decía. Pero ella no pudo.

– Yo sólo…

– Es cierto que hice la llamada equivocada -la interrumpió-. Un gran delito, lo admito. Y no creas que haré pesar tu propia contribución a que eso sucediera. Sin embargo, ahora consideras que cometo otro delito al venir a averiguar qué ha sido de tu vida desde que te marchaste del valle. La verdad del asunto es que ese viernes por la noche pudiste haberme contado todo lo que tu padre, sincera y honestamente me contó hoy. Y nos habríamos ahorrado todo este infierno.

– Y tú pudiste haber venido a Melbourne y averiguarlo por ti mismo hace muchos años, Jim Nielson.

Todas sus justificaciones eran ciertas, Beth tuvo que admitir. Pero ella también tenía su punto de vista. El había traicionado su fe en algo tan especial como esa relación que nació entre ellos cuando eran niños, y que ella creyó indestructible.

El cerró los ojos, negando con la cabeza. Luego volvió a abrirlos, exhalando un hondo suspiro. Sus rasgos se habían endurecido.

– Vine; vine cuando tenía dieciocho años -dijo mirándola con ironía-. Te vi salir de casa con un cochecito plegable y un bebé en los brazos.

Kevin. Sólo que Jim no sabía nada de la existencia de Kevin, ni que su madre se estaba muriendo.

– El bebé…

– No me interrumpas, por favor. Entonces me dije: «Jamie, muchacho, ella no te esperó. Todo este tiempo has estado viviendo de un sueño». Así que regresé a Sidney, a perseguir un sueño completamente diferente.

Beth quedó sumida en un atónito silencio, súbitamente consciente de que sus argumentos se habían estrellado contra unos cuantos hechos absolutamente auténticos. En ningún momento pensó que mentía. O sea que él creyó que lo había traicionado, entregándose a otro hombre sin esperar su regreso. ¡Qué error! Lo había esperado durante muchos y largos años, hasta que la esperanza y la fe se derrumbaron. Si sólo se hubiera acercado, si le hubiera hablado…

– Si quieres culparme por eso, adelante -la invitó sarcásticamente-. Ahora sé que cometí un error. Pero nada de lo que tú o yo digamos va a modificar el pasado, Beth.

Ella no podía hablar, demasiado conmocionada por la idea de que el destino había matado a Jamie y creado a Jim Nielson. Ya no volverían a ser los niños cuya mutua confianza había sido indestructible.

Era inútil hablar de culpa. Ambos habían reaccionado, cada uno a su manera, ante los sueños no cumplidos.

– Todo lo que tenemos es el presente, Beth -dijo suavemente-. Y lo que hagamos de este presente será la prueba de nuestros verdaderos sentimientos.

El camarero llegó con los entrantes. Beth miró su plato. Tenía un aspecto exquisito y apetitoso. Debía tomar el tenedor y empezar a comer. Pero sus manos no cooperaban. Su mente estaba hecha un lío, girando en tomo a la realidad que tenía que enfrentar. Jamie había venido y se había marchado.

¿Quería arruinar cualquier posibilidad con Jim Neilson, negándole una justa oportunidad?

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