TENGO que ocuparme del presente», Beth se aferraba a ese pensamiento con dolorosa intensidad. Tomó el tenedor. El presente era el plato que tenía delante de ella. El presente era Jim Neilson sentado enfrente, un hombre que había viajado solo hasta la cima de su montaña; un hombre que había dejado atrás los ideales de su juventud.
Muy deprimida, con el corazón dolorido por todo lo perdido, pinchó un tortellini y se lo llevó a la boca. «Concéntrate en su sabor», se dijo. Sí… Sin duda que el chef era maestro en el arte culinario. Estaba delicioso.
– ¿Bueno?
Alzando la mirada vio los ojos oscuros del hombre escrutando su semblante, reclamando una respuesta. «Parece que la pregunta no se refiere sólo a la pasta», pensó Beth.
– Sí, muy bueno -contestó-. ¿Y el tuyo?
– Una exquisita mezcla de sabores. ¿Quieres probar? -dijo empujando hacia ella el plato de ravioles.
Ella titubeó. Era un gesto amistoso. Como fumar la pipa de la paz. ¿Tenía alguna razón para mantener una actitud hostil? Se sentía confusa, tensa por las emociones aún no clarificadas en su interior.
– En la escuela siempre compartiste tu comida conmigo. ¿No me permites hacer lo mismo? -preguntó con una sonrisa traviesa.
En un segundo, lo vio en su primer día escolar, arrastrado al colegio por la señora Hutchens, en contra de la voluntad del viejo Jorgen. Cuando llegó la hora de la comida, estaba sentado solo en el gran tocón de árbol que había en un rincón del patio, un inadaptado entre niños acostumbrados a la rutina de la vida escolar. No traía nada para comer. Nunca tuvo ni un bocadillo.
Sin importarle las bromas que le harían sus compañeros, Beth se sentó a su lado en el tocón, pidiéndole que compartiera con ella lo que había traído. Su madre quería que ganara peso, así que le ponía mucha comida. Pero ella no podía con todo, y si llegaba con la comida a casa, seguro que habría problemas. En ese entonces Jim ya era un niño orgulloso. Siempre rechazaba la caridad ajena. Pero le venció la astuta dulzura de la niñita de cinco años, y de buenas ganas la ayudó a evitar una reprimenda de su madre.
Siete y cinco años, en la escuela. Treinta y veintiocho años, en el lujoso restaurante. La inocencia perdida. La confianza perdida. La fe perdida. Pero sería una grosería no aceptar su ofrecimiento.
Pinchó un par de ravioles con el tenedor.
– ¿Te gustaría probar los míos? Están espléndidos.
– Claro que sí, gracias -aceptó con una cálida sonrisa y los ojos brillantes de alegría.
Beth sintió que el corazón se le aligeraba. Comió con gusto, evitando en todo momento ponerse a examinar mentalmente o combatir lo que estaba ocurriendo. Aunque no era posible regresar al pasado, tampoco había nada malo en recordar los momentos felices.
¿O tal vez Jim Neilson estaba manipulando esos recuerdos? Si lo separaba de Jamie, cosa que debía hacer, ¿qué sabía realmente de ese hombre? Duro, cínico, incisivo, implacable. Un lobo solitario. Provocativamente sensual. Consciente y seguro de la atracción que ejercía sobre los demás.
No estaba inmunizada contra él. Podía herirla. Y muy gravemente.
Beth deseaba que Jamie volviera, y sabiéndolo él podría manipularla para obtener lo que deseaba. Y ¿qué era lo que realmente deseaba?
Los platos quedaron limpios y el camarero se los llevó. Dándose un respiro, bebieron vino sin abordar temas serios.
– No eras una niña demasiado delgada, Beth. Siempre fuiste perfecta para mí -comentó con los viejos recuerdos danzando en sus ojos-. Te has convertido en una hermosa mujer.
Lo decía con pleno conocimiento de causa porque conocía cada centímetro de su cuerpo. Mientras hablaba, en sus ojos había más que simpatía.
¿Por qué prescindir de la intensa atracción que sentía el uno hacia el otro? Pero había otras cosas más importantes. El podría pensar que era hermosa, pero no era perfecta. Y si ella tenía que aceptarlo como era en la actualidad, él también tendría que aceptar a la Beth del presente.
– Hace poco corté mis relaciones con el hombre que podría haber sido mi marido.
– ¿Por qué no te casaste?
Era una pregunta razonable. «Porque no eras tú», pensó.
– Porque…
– Tampoco me he casado, Beth -dijo calmadamente, sin esperar su respuesta-. He mantenido relaciones con algunas mujeres, pero ninguna me satisfacía lo suficiente como para casarme. Ninguna podía darme lo que yo quería. Lo que una vez había tenido junto a ti.
– Tú dijiste que el pasado se había ido para siempre -contestó, permitiéndole entrever que cualquiera juego sobre ese tema era de muy mal gusto.
– ¿Ha sido así realmente?
Como no se sintió capaz de responder sobre un punto del que no estaba segura, cambió de tema.
– Conocí a Gerald en la universidad. Era profesor y se interesó por mí. Durante un tiempo estuvimos muy bien.
– ¿Te gustaba la vida académica?
– Sí, pero me pesaba un poco. Tenía que esforzarme para estar a la altura de la gente que conocía. Ellos parecían saber mucho. Pero su conocimiento provenía exclusivamente de los libros. No había ideas propias, nada creativo. Gerald siempre se refería a mi escritura como «los libros infantiles de Beth».
– Probablemente estaba celoso de tu talento.
Ella se encogió de hombros, negando con la cabeza.
– No sé por qué estoy hablando de él. Puede que el tema no te interese.
– Porque te preguntas si yo sentiría respeto por lo que haces o le daría poca importancia.
Ella lo miró fijamente. ¿Era capaz de conocer sus pensamientos mejor que ella misma? De algún modo tenía razón. ¿Cómo se comportaría Jim Neilson respecto a su trabajo?
– Así es.
– Siempre has sido generosa, Beth -prosiguió con una voz tan suave como una caricia-. Empezaste a darme desde el día en que te conocí. Te entregaste a tu familia para mantenerla unida cuando tu padre no podía pagar una asistente. Habrías comprado la granja para devolvérsela. Constantemente estás entregando algo a todos los niños que entretienes con tus narraciones. Todo eso es demasiado valioso como para minimizarlo.
Extraño, pero nunca se había visto de esa manera. Le gustaba que la gente fuera feliz, pero tampoco era tan generosa como Jim pensaba.
– No soy tan generosa -replicó intentando saber si él hablaba con sinceridad.
Jim hizo una mueca.
– Debes estar pensando que yo soy todo lo contrario. Un desconsiderado que sólo recibo y no doy nada a cambio. Realmente tomé todo lo que me diste cuando era niño. Y el fin de semana pasado tomé mucho más de ti, justificándolo con falsas interpretaciones. Cuando tu padre me expuso esta tarde la realidad de tu vida durante estos largos años, reconocí de inmediato a la niña Beth que había significado tanto para mí, y me avergoncé de haber pensado mal de ti. Ahora me doy cuenta de que has sufrido más que yo -dijo con la mirada implorando perdón. Con una sensación de culpa, Beth pensó que ella también había contribuido en gran medida a la falsa impresión de Jim.
La pregunta era ¿cuánto había quedado de Jamie en ese Jim Neilson que tenía enfrente? «Tal vez el orgullo», pensó. Nunca mostró sus heridas, apelando a toda su voluntad para superar su dolor. Nunca hablaba de las palizas que le propinaba el viejo Jorgen, siempre justificando de cualquier manera sus frecuentes contusiones.
– No, yo no he sufrido más que tú, porque siempre he contado con el amor de mi familia. Y para mí eso es más valioso que las posesiones materiales. Fuiste perseverante, supiste cuidar de ti mismo y has conseguido lo que querías -conjeturó-. Haces bien en sentirte orgulloso de tus éxitos y disfrutar de ellos.
– No voy a fingir lo contrario. Me gustan las recompensas que he obtenido por el esfuerzo. Pero… -se inclinó hacia ella, y cubrió la mano que descansaba junto a la copa de vino con la suya, presionándola suavemente. Beth sintió hormiguear su piel-. Permíteme ser generoso, Beth -suplicó con ansia-. Quiero obsequiarle la granja a tu padre. Quiero darte todo lo que desees. Lo que te haría feliz. ¿Te acuerdas cuánto deseábamos ir al circo? Todavía no he ido. ¿Y tú? -terminó riendo.
Ella también se rió, un tanto nerviosa.
– Yo tampoco.
– Sé que estoy diciendo una frivolidad -dijo precipitadamente y luego se puso muy serio-. Sé que hay cosas que nada puede compensar. Como Kevin. Siento su muerte, Beth. Me imagino cuánto has sufrido con esa pérdida, especialmente porque lo criaste como si fuera tuyo.
A ella se le llenaron los ojos de lágrimas.
– Le regalé la bicicleta por Navidad. Lo hice cuando cumplió diez años. Pensé que a esa edad podía montar en ella con toda seguridad.
– No te culpes, fue un accidente.
– Lo sé. Papá culpa a la ciudad. Lo siento, yo…
Retiró la mano para buscar el bolso y sacar un pañuelo. Se sentía sumida en un caos emocional, arrastrada en todas direcciones. Fue un alivio ver que Jim estiraba la mano hacia su copa. La conexión con la figura de Jamie sólo contribuía a aumentar la atracción que sentía hacia él. Irremediablemente, todo su ser temblaba.
Afortunadamente hubo un respiro cuando llegó el segundo plato. Cuando el camarero se alejó, empezaron a comer sin retomar el tema. Poco a poco Beth se relajó y comenzó a disfrutar de la tierna carne del pato.
– Me alegro de no haberte estropeado el apetito -dijo Jim, contrito.
– Habría sido una pena, porque este plato está delicioso.
– Es bueno saber que he hecho algo acertado invitándote a este restaurante.
En esa velada había logrado más de lo que Beth podía haber previsto. Había hecho que ella borrara los prejuicios que tenía en su contra; incluso corría el riesgo de olvidar los aspectos negativos que había utilizado como parapeto para no rendirse a la atracción tan fuerte que existía entre ambos. De alguna manera se habían sincerado mutuamente. De pronto se encontró excusando las acciones negativas de Jim. Al menos, la mayoría de ellas.
– Tu padre me contó que Chris se había alistado en la marina.
Jim se acordaba muy bien del hermano que tenía casi su misma edad, y de las aventuras que habían vivido en la niñez.
– Sí, actualmente está navegando por el Pacífico. Aparte de la mala situación económica que sufríamos, Chris eligió la marina porque podía continuar sus estudios y le pagaban por ello.
– Desde luego. Además tu padre me contó que Kate está viviendo en Londres y Patrick en Canberra, trabajando para la policía federal; que Tess se casó hace poco y que vive en Perth con su marido.
Beth sonrió.
– Fue una boda preciosa. Tess se veía feliz y radiante.
– Tess siempre fue una delicia. Era burbujeante y muy animosa – comentó sonriendo.
– Y todavía lo es -dijo Beth.
Se sentía relajada conversando sobre la familia.
Mientras proseguía la cena, los recuerdos iban y venían por su mente. Jamie enseñándole a Patrick a trepar a un árbol, llevando en hombros a Kate a casa cuando se torció el pie, enseñándole a nadar a Tess. Sus hermanos y hermanas lo habían querido y admirado mucho.
Cuando el camarero retiró el servicio de la mesa, ella se reclinó en su silla intentando evaluar al hombre que tenía enfrente. Jim le devolvió la mirada pensativa, como si también estuviera haciendo lo mismo. Habían compartido la intimidad física, pero esa cena era mucho más íntima, pues se habían remontado hacia los años en que había existido una gran comprensión entre ellos, sin necesidad de palabras.
– ¿Hay algo que te retenga en Melbourne?
Los nervios le enviaron una señal de peligro.
Por lo visto él quería que se marchara a la granja con su padre. Jim Neilson era un maestro del cálculo.
Había estado arrullándola a fin de renovar la amistad, apelando a la antigua unión que existía entre ellos. Otra vez la inseguridad se apoderó de ella.
– No estoy en venta -afirmó rotundamente con una mirada de advertencia.
– No intentaba comprarte, Beth. Ni ayer ni hoy. Estaba comprando una oportunidad.
– Te refieres a una opción, ¿no es así? -dijo recordando que Jim era un experto hombre de negocios.
– No; una opción me permite elegir. Pero la elección te corresponde a ti, Beth.
– Muy bien. Tomaré una decisión cuando esté preparada.
A él no le agradó la respuesta.
– ¿Qué te detiene?
– No quiero que des nada por sentado, Jim Neilson.
Se inclinó hacia ella. Sus ojos evidenciaban una gran necesidad, una turbulencia dentro de su espíritu infinitamente perturbadora para ella.
Beth se puso tensa y volvió a reclinarse en la silla, apartándose de él.
– Te estoy pidiendo otra oportunidad, Beth. Márchate a la granja con tu padre. Déjame mostrarte otra vida. Siempre puedes irte si no te gusta, pero al menos déjame intentarlo. ¿Querrás hacerlo, Beth?
Su mente le gritaba que tuviera precaución, pero la palabra se le escapó de algún rincón oculto del alma.
– Sí -se oyó decir.
Al ver sus ojos brillantes de alegría y su perturbadora sonrisa, sintió que algo se fundía en su interior, que las barreras desaparecían. Y a la vez una mareante sensación de que el tiempo se desdibujaba, mostrándole un futuro en el que todo lo que había sido imposible, se tomaba posible.
Beth pensó que él había ganado la partida porque ella se lo había permitido.
Y ella, ¿no podría ganar también?