Capítulo II

El cuento del fraile

Una semana después de la audiencia de sor Clarice con Robert Braybroke, el obispo de Londres, dos figuras deambulaban por el claustro de San Bartolomé el Grande, la iglesia del priorato de Smithfield, en una mañana tempestuosa. Sostenían una conversación seria y caminaban deprisa de una columna a otra. Una de las figuras vestía la capucha y el hábito negros de los monjes agustinos, y la otra llevaba una prenda suelta de cuero remendado, en la que había atado una lezna y un serrucho como símbolos de su oficio. Una tercera figura los seguía, un hombre más joven que caminaba con la cabeza inclinada. Cualquier observador se habría sorprendido al verlo tras los dos primeros, que al parecer no le hacían caso. El joven respondía al nombre de Hamo Fulberd.

Hamo escuchaba atentamente la conversación.

– Debemos actuar -dijo el fraile.

– ¿Para qué darse tanta prisa con tanto calor? -quiso saber el carpintero-. La monja hace nuestro trabajo.

– Es verdad. Inflama la ciudad. -El fraile guardó silencio unos instantes-. El incienso del fuego es dulce. Marrow, debemos actuar. Ya sabe lo que debe hacer.

El aguacero descargaba con fuerza sobre el claustro, y un relámpago súbito iluminó el cielo oscuro. Hamo miró instintivamente el techo abovedado, cuyas nervaduras y arcos sustentaban el peso de la piedra. El aire húmedo olía a tiempo olvidado, rancio e indignado por su destronamiento. El muchacho tuvo la sensación de que el fraile y el carpintero estaban encerrados y santificados en la piedra, de que sobre sus cabezas se extendían infinitas eras de piedra y que por debajo sólo encontrarían la salida con voces asordinadas y gestos cansinos. Estaban agazapados bajo la piedra, si bien podrían haber estado arrodillados con actitud de adoración [3]. La piedra se elevaba, desafiando la lluvia y el viento, y sellaba la tierra y el cielo con un acto de beatitud. ¿Qué importancia tenían las palabras de las dos figuras? Hamo pensó que no deseaba contemplar la hierba ni las flores: sólo quería ver la piedra. Era su morada. Deseaba convertirse en piedra. Si intentaban burlarse o reírse de él los miraría con expresión pétrea.

– Marrow, ya le he dicho todo lo que se refiere a los cinco círculos de la liberación. -Mientras hablaba, el fraile, William Exmewe, se descubrió la cabeza; su melena pelirroja, ahora tonsurada, había sido espesa y abundante-. Hay cinco caminos y cinco períodos en cada camino.

– Turnagain Lane.

– En la ciudad de Dios. Cinco sentidos. Cinco heridas.

Caminaron un rato en silencio por los laterales del patio; en el centro había un conducto del que manaba el agua del priorato y sobre la cubierta metálica habían colocado una imagen de san Crisóstomo a modo de bendición eterna.

– Hay cinco letras en el nombre de Jesús. Es el nudo infinito.

El carpintero, Richard Marrow, no respondió. Parecía que tenía miedo de hablar o quizá no estaba dispuesto a hacerlo. Daba la impresión de que había calculado cuantas palabras necesitaría en esta vida y estaba empeñado en no superar dicha cantidad. Era alto y poseía la decidida esbeltez de los ascetas. El fraile señaló la luz que, por enésima vez, había llevado sombras y brillos al claustro.

– Como puede ver, ahora Dios nos ha insuflado su aliento. Sigue aquí.

La tormenta cesó tan bruscamente como había comenzado, y Hamo experimentó el deseo abrumador de caminar hasta Smithfield. Se había criado en el priorato. Lo habían abandonado en Cock Lane, a pocas yardas de ese lugar, y supusieron que era el hijo desechado por una de las prostitutas que ejercían su oficio en esa calle estrecha. Lo habían dejado en la verja de San Bartolomé, donde lo encontró el viejo portero que cuidaba de los caballos; a partir de ese día, no conoció más existencia que la de los frailes. Descubrieron que era hábil con las manos, y en el escritorio recibió instrucción como iluminador. Preparaba las tintas y las pinturas y alisaba los pergaminos sobre los que trazaba líneas con la regla y el carboncillo. Aprendió a preparar colores como el negro, el rojo, el blanco y el amarillo. Posteriormente, le enseñaron el arte de dibujar contornos con un pincel de pelo de ardilla y a enlucir las paredes de la iglesia a fin de prepararlas para los murales; las cubría con masilla de cal humedecida para que retuviese mejor los colores. Al principio había trabajado en los dibujos más pequeños de los murales, que los frailes llamaban Biblia pauperum o Biblia del pobre. En el presbiterio, por ejemplo, había dibujado el contorno de Longinus traspasando con la lanza el cuerpo de Jesucristo crucificado. La zurda de Longinus apuntaba hacia su rostro, como muestra de que había recobrado milagrosamente la vista. Con el transcurso de los años, Hamo había aprendido los secretos de su arte. La palma abierta significaba sentido común y el dedo en alto o señalando era muestra de condenación. El dedo curvo simbolizaba el habla, mientras que las manos levantadas representaban discusión o exposición. Las manos y los brazos extendidos se interpretaban como asombro o adoración. Las piernas cruzadas eran señal de afectación, razón por la cual, en los misterios, interpretaban a Herodes en esa posición. El alma siempre se representaba como una figura pequeña y desnuda, en ocasiones con corona o mitra. Hamo pintó esas representaciones con ocre rojo y amarillo, blanco de cal, negro de carbón, verde y azul de ultramar.

Todos lo conocían como Hamo el Simple o Hamo el Callado. Participaba por costumbre en los rituales de la comunidad y no tenía la menor convicción. Consideraba que no tenía nada que ver con la vida cotidiana de los frailes ni con su ferviente fe. Desde la más tierna infancia, había sido un exiliado espontáneo. Si padecía penas o temores no se paraba a pensar en ello. Así era el mundo. Algunos lo habrían compadecido, pero Hamo no se sentía desgraciado. Conocía la soledad. Estaba habituado a la resistencia prolongada. De haber experimentado sentimientos intensos los habría descartado, ya que no tenía con quien compartirlos. A lo largo de los años, se había apegado a William Exmewe. Había empezado a seguir al joven fraile a cierta distancia y se mantenía fuera de su vista, pero Exmewe había reparado en su presencia. Una tarde, mientras salía del refectorio, llamó a Hamo, que lo estaba esperando en una esquina del edificio.

– ¿Qué haces? ¿Sigues al jefe? -Hamo miró en silencio y atentamente al religioso-. ¿Cómo te llamas? -Estaba claro que Exmewe conocía su nombre, pero se había empeñado en hacerlo hablar. Lo cogió de los hombros y lo sacudió con intensidad-. ¿No tienes lengua o no sabes usarla? Por casualidad, ¿eres Hamo Fulberd? -El muchacho asintió-. Fulberd y, por lo que veo, imberbe [4]. -El chico se obstinaba en su silencio-. Eres como la madera. Dios no permita que te hayan tallado a partir de un árbol malvado. -Es posible que en ese momento, Exmewe recordase las circunstancias de la adopción de Hamo y cediera-. De acuerdo, Fulberd, a partir de ahora camina a la vista, por donde yo pueda verte.

Así fue como Hamo permaneció en compañía de Exmewe. Los demás frailes analizaron su temperamento y la combinación exacta de sus humores. Algunos llegaron a la conclusión de que era melancólico y, por consiguiente, lento y reflexivo, mientras que otros consideraron que poseía el patetismo virtuoso y tristón de los flemáticos. Fue imposible deducir la relación entre ambos aunque, de una manera poco clara, Hamo Fulberd encontró un padre.

En cuanto dejó de llover, Exmewe abrió el portillo del priorato y entró en Smithfield; el carpintero y el joven Hamo le seguían. Aunque no era día de mercado, la plaza estaba animada por caballos, carretas y carros de todas las clases imaginables; los cerdos hozaban entre las basuras y, como si estuvieran de luto por Londres, los milanos negros deambulaban entre los huesos desechados. Estaban rodeados por el nombre de Dios («Dios te salve», «La rapidez de Dios», «Que Dios te conceda su gracia»), mascullado en voz baja y por casualidad o gritado a modo de saludo, como el susurro de la benevolencia del mundo divino.

El olor de los animales sacrificados, que procedía del matadero, se mezcló con aromas humanos cuando pasaron frente a la Broken Seld, la Bell on the Hoop, la Saresinshed y la Cardinal's Hat.

– Está lleno de sacerdotes -comentó Exmewe al tiempo que echaba un vistazo al sótano de la Hat-. Transubstancian el vino en nada. -Encima de la puerta de la planta baja de la hostería, colgaba un letrero de bienvenida vividamente pintado en un panel de madera; representaba la imagen de un hombre que se metía en la cama en la que ya dormía alguien más-. Dicen que marzo es el mes de los entierros. Tanto con éstos que van constantemente a Roma en busca de ventajas espirituales y económicas como con los traficantes de beneficios yo sería capaz de llenar un camposanto.

– Son las cuentas del rosario de Satanás. -Richard Marrow conocía la letanía del desdén.

– Son los parientes de Caín. Los hijos de Judas cantan el devocionario del infierno.

En ese preciso momento, estalló una pelea y se oyeron gritos de «¡Estragos!» y «¡Cabezas! ¡Que rueden cabezas!». A los gritos se sumaron los sonidos de los animales que se encontraban en el patio embarrado contiguo a la taberna; estaban atados y contenidos por juramentos y golpes. Hamo no soportaba las protestas de los caballos y las vacas que recibían latigazos y eran azotados y aporreados. Según su mejor entender, quebraban el sentido del orden. Habría preferido desnudarse y caminar hasta el centro de Smithfield como expiación. Se tapó las orejas con las manos y dejó escapar un gemido largo e insistente. Todos los males de este mundo parecieron apoderarse de él.

Exmewe le golpeó la cabeza.

– Puedes estar seguro de que nos fastidiarás.

En modo alguno Exmewe quería llamar la atención sobre sí mismo. Los condujo rápidamente hacia Duck Lane, calle estrecha, aislada y pavimentada con adoquines y conchas de ostras, con una hilera de arcadas abiertas del lado oeste; en la parte inferior de cada arco había un banco, profusamente cubierto de paños y tapices de diversos colores. Richard Marrow contempló con desagrado las texturas y los tonos suntuosos.

– Cuando el fuego se avive, todo esto se convertirá en cenizas azules -comentó a Exmewe.

– Tenga buen corazón. Es el velo.

En sus tiempos de aprendiz, Marrow había quedado poderosamente impresionado al enterarse de que Jesucristo había sido carpintero; era naturalmente piadoso y, tras aprender el abecé en la escuela gratuita de la abadesa local, asimiló las migajas de lengua inglesa a las que pudo acceder. Era un hombre reflexivo, poco dado a hablar, aunque con William Exmewe conversaba sobre cuestiones espirituales. Se habían conocido mientras Marrow reparaba dos mesas laterales del refectorio de San Bartolomé, donde Exmewe había sido cocinero antes de que lo eligiesen subprior, y no tardaron en ponerse de acuerdo sobre la naturaleza del ejemplo de Jesucristo.

Salieron de Duck Lane cerca de Aldersgate, puerta en la que la cuneta se utilizaba como retrete. Iba contra la ley y las costumbres de la ciudad, que imponía severas reglas de limpieza a sus ciudadanos aunque, según las palabras del alcalde, el orfebre Drew Barrantyne, «la naturaleza humana se abre paso en medio de la mugre y la locura». La frase se repitió de calle en calle hasta convertirse en un refrán popular. A la larga, pasó a formar parte de una de las «canciones londinenses», de las que durante varios días o semanas poblaban el aire y luego desaparecían. Entre la cuneta y el muro habían levantado varias tiendas y moradas de madera y colocado planchas como puente para acceder a ellas. Exmewe señaló un pequeño cobertizo pintado de verde Nápoles.

– Lo encontrará allí. Allí es donde estará su fuego. Llévelo al oratorio. Está algo más lejos, en Saint John's Street.

Al final del Aldersgate, delante de la puerta propiamente dicha, un ciego y una ciega esgrimían varitas delgadas de sauce, de color blanco, y cantaban al unísono:

– ¡Ora! ¡Ora! ¡Ora! ¡Pro nobis!

Exmewe observaba con atención a Marrow.

– ¿Por qué no dice nada? -De repente se encolerizó-. ¿Vacila ante este elevado propósito? Escuche, Marrow, nuestra obra será infernalmente ardua. ¿Lo sabe? ¿Lo sabe o no?

Franquearon la puerta en silencio y entraron en la ciudad. Estaban en la calle llamada de Saint Martin, con una hilera de casas de cuatro plantas a cada lado. Más adelante, alguien preparaba un guiso en un caldero colocado sobre un cuenco lleno de carbón y una anciana lo desgrasaba con una cuchara agujereada. Un sacamuelas que llevaba sobre los hombros una guirnalda de dientes pasó junto a ellos y volvió la vista atrás con expresión de deleite, al tiempo que deambulaba entre los puestos desbordados de grandes pilas de ajos, trigo, queso y aves de corral. Las últimas lluvias habían logrado que la calle apestase a verduras viejas y a orina. Exmewe seguía dominado por esa ira misteriosa e inesperada. Tal vez se trataba de la insondable cólera de Dios.

– ¿Oye la cháchara de la humanidad? -preguntó a gritos a Marrow en medio del flujo de la gente y los caballos-. ¡Dios se ha quedado sordo!

Tropezó con una gran carreta que arrastraban por la calle y el mozo chilló:

– ¡Hombre, abra los ojos! ¿Acaso no ve por dónde va?

Vaya si veía. Vio que el sacamuelas caminaba hacia ellos y abordaba a Marrow. El carpintero estaba echando un vistazo a una tienda de instrumentos musicales.

– Señor, ¿me permite verle la cara?

– ¿Para qué? -quiso saber Marrow.

– Por curiosidad. Me encantan los dientes.

Marrow apartó la capucha de cuero y el sacamuelas suspiró.

– Claro que sí. Lo conozco. Lo he visto con los lolardos de Coleman Street. -El sacamuelas miró a su alrededor en busca de testigos y Marrow se apresuró a situarse a la sombra del letrero de la tienda-. ¡Lolardo! -El sacamuelas lo señaló-. ¡Falso lolardo!

En ese momento, alguien se arrojó sobre el sacamuelas y le golpeó salvajemente la cara con el brazo. Hamo Fulberd había acudido al rescate de Marrow.

El sacamuelas retrocedió conmocionado y se desplomó en medio de las cítaras, los violines, las trompetas y los tamboriles que colgaban del techo de la tienda. Se oyó el caótico sonido de distintos instrumentos cuando Hamo pateó la cabeza del postrado. Ante el primer indicio de violencia, la gente cruzó la calle con impaciencia, también dispuesta a apelar a la violencia, si bien Marrow mantuvo la cabeza fría.

– Corre, Hamo -susurró. A continuación acotó de viva voz-: ¡Dios está aquí! -Señaló al sacamuelas-. Este hombre es un lolardo.

En el acto, varios gritaron que había que apalearlo.

William Exmewe se había esfumado y, por su parte, Hamo bajó rápidamente por Bladder Street. Un niño con gorra de cuero y abrigo largo lo miró con atención y subió corriendo por una escalera exterior hasta una cámara del primer piso. A menudo, Exmewe había dicho a Hamo que Londres no era más que un velo, el paño de una procesión que había que desgarrar a fin de ver el luminoso rostro de Jesucristo. En momentos como ése la ciudad parecía bastante real. El niño llamaba a alguien. Hamo giró en la esquina de Paternóster Row y se adentró en la calle de los iluminadores y los fabricantes de pergaminos, cuyo trabajo estaba expuesto a su alrededor. Vislumbró un santo con los brazos en alto, en pleno éxtasis, al tiempo que, en la parte inferior de la página, un simio trepaba entre las enredaderas. También vio una imagen de la Virgen, aunque en los márgenes había ocas, perros y zorros. Había una hoja con una canción titulada Mysteria tremenda.

Exmewe había caminado por Saint Anne Lane y torcido a la derecha en Forster Lane; tras los acontecimientos de la mañana, experimentó el deseo súbito de catar carne. La ira le había aguzado el apetito. Estaba enfadado porque, en parte, se despreciaba a sí mismo. ¿Cuál era la expresión? «No se pueden tener dos cabezas bajo la misma capucha.» Ansiaba tordos, urracas, pies de cerdo, lo que fuese. Sin embargo, debía tener cuidado. Siempre había que ser precavido. Era consciente de su tendencia a la melancolía, por lo que se privaba de la carne frita y de la que estaba demasiado salada. Claro que para los melancólicos la carne hervida es mejor que la asada y, en concreto, evitaba el venado; el ciervo es un animal que vive atemorizado, y el miedo sólo sirve para agudizar el humor melancólico. De haber comido venado, habría huido de Aldersgate incluso antes. En las proximidades, había una casa de comidas en la que artesanos y peones ingerían huesos de cordero hervidos y bebían peniques de cerveza. Habría mucha charla y muchos gases, por lo que el aire estaría sumamente corrompido.

En algunas ocasiones, disfrutaba de una compañía tan próxima y olorosa, del mismo modo que le agradaba oír la confesión de los pecados de los pobres. Se trataba del aroma de la humanidad, al que los habitantes de la ciudad ya se habían acostumbrado. Incluso había quienes acogían de buena gana el olor humano y lo buscaban en lugares malsanos; se los conocía como «olisqueadores» y recorrían retretes o letrinas para darse ese placer. Seguían a los ciudadanos poseedores de un olor determinado o penetrante hasta que se sentían saciados de ese aroma perverso. Exmewe se acercó a la puerta de la posada pero, al igual que el estrépito de un molino, el ruido y la confusión que imperaban en el interior le obligaron a retroceder. Alguien cantaba «Mi amor ha marchado tierra adentro». No podía comer en esa compañía. Se detuvo en un puesto de carne asada, compró una par de pinzones por un penique y arrojó sus huesos pequeños y frágiles al centro de la calle mientras caminaba hacia el oeste, rumbo a Newgate.

Richard Marrow dejó al sacamuelas a merced del pueblo y logró bajar por Saint Martin hacia Old Change. En la zona, en el recinto de San Pablo, había muchos trabajos de construcción, y en la calle resonaban exclamaciones de toda clase. Caballos o mastines tiraban de las carretas de los constructores, y los peones jugaban a la pelota o cantaban mientras bebían en los cortos aunque frecuentes ratos de descanso. Así era Londres.

Cuando se apartó de sus gritos y chillidos y se internó por Maidenhead Lane, Marrow llegó a su barrio. Aquí lo conocían como Richard el Largo o Largo Dicoun. Nadie estaba al tanto de su vinculación con William Exmewe, aunque en general lo consideraban «tocado» o «bendecido» por un espíritu que no era de este mundo. Por ejemplo, no manifestaba el menor respeto hacia los ricos y los de buena cuna ni musitaba «Dios os salve» cuando se cruzaba con ellos; jamás les hacía una reverencia, ni se metía las manos en las mangas o se quitaba la gorra antes de hablar. Preocupados por la reputación del barrio, los vecinos a menudo lo regañaban por ese comportamiento, pero más de una vez el carpintero había respondido que «prefiero comer gusanos de la madera antes que postrarme ante su locura». Cuando le preguntaban por qué vestía ropas andrajosas, narraba el cuento del pavo real que, en plena noche y al no poder verse, se echó a llorar porque pensó que había perdido la belleza. Cuando le preguntaron si sabía que su comportamiento ponía en peligro el orden de la ciudad, replicó también preguntando si la meada de un ave como el reyezuelo perturba el mar. También comentaba que era demasiado largo como para inclinarse. Los habitantes más píos del barrio lo comparaban con una cruz que se alza en la calle y muestra el camino a los hombres.


* * *

Al atardecer, Hamo Fulberd estaba de regreso en San Bartolomé. Su hogar era un pequeño cobertizo de piedra construido en un rincón del patio de la iglesia, junto al muro exterior; dormía sobre una plancha de madera cubierta con paja, con las herramientas de su oficio ordenadas en una mesa de poca altura, debajo de la ventana. Se consolaba con la muda presencia de esos objetos conocidos: los pinceles de pelo, los lápices, los cuencos de cerámica y los frascos de cristal. Allí no había mantas de lana, tapices ni cojines; todo era tan sencillo como el cobertizo, salvo el suelo, que era de tierra y hierba, como el resto del patio en el que se alzaba. Hamo tomó asiento en el taburete y puso manos a la obra con el pergamino que su maestro, el padre Matthew, le había dado como recompensa por su tesón. Dibujaba la imagen de los tres vivos y los tres muertos. Los vivos sostenían rollos de pergamino en los que estaban inscritos sus juramentos. «Por los huesos de Dios que esa cerveza era buena» y «Por los pies de Jesucristo que te ganaré a los dados», se complementaban con «Por el corazón de Dios que iré a la ciudad». Hamo borraba un fragmento de una figura mal dibujada y lo frotaba con una piel de pejepalo cuando Exmewe entró en el cobertizo sin hacer ruido.

– Hamo, éste es un mundo frágil. -Se detuvo junto al muchacho y estudió su trabajo por encima del hombro-. Es un mundo frío.

– Esta es una noche fría.

– Existe la ciudad de los vocingleros y la ciudad de Dios. Aquel hombre pertenecía a los que hablan de más.

– ¿El sacamuelas?

– Ahora su morada es el infierno.

– ¿Está diciendo que está muerto?

Exmewe apoyó las manos en los hombros del muchacho.

– No hay forma más sucinta de decirlo. -Hamo no podía imaginar ni sospechar que Exmewe le mentía. El sacamuelas estaba vivito y coleando e incluso repetía la historia del ataque en la taberna llamada Running Pie-Man-. Han recuperado su cadáver, que ahora yace en el salón de los barberos para mayor gloria de su profesión. Debes permanecer discretamente encerrado hasta que lo sepulten.

Hamo se balanceó en el taburete.

– ¿Por qué? ¿Porque no pertenezco a los buenos?

– ¿A qué buenos te refieres? El mundo está pletórico de ladrones. -Exmewe experimentó una extrañísima sensación de compasión-. No te desanimes. Tu mejor amigo sigue vivo.

– ¿Quién?

– Tú mismo.

Primero Hamo gimió y luego rió.

– De modo que estoy tan solo como el día que nací.

– No estás solo. Formas parte del reino de los benditos.


* * *

Hamo había prestado atención cuando Exmewe explicó la religión secreta a Marrow. Escuchó incrédulo mientras el fraile exponía al carpintero que Jesucristo no había ido voluntariamente al sacrificio de la Cruz, sino que había sido víctima de la «connivencia» o conspiración entre los otros dos miembros de la Trinidad. También había sido testigo de sus debates sobre la naturaleza del destino y la providencia. «De modo que lo que llega, llega por el destino», había dicho Marrow.


* * *

Hamo se acordó de todo eso mientras permaneció en el taburete con el pejepalo en la mano cuando se decidió a interrogar a Exmewe. Preguntó si todo estaba previsto por la providencia. Se trataba de un debate relativamente reciente, instigado por los teólogos de Oxford. En los últimos años, muchas personas habían sido arrastradas a la desesperación por la idea de que estaban condenadas de antemano y de que nada en el mundo podía evitar el sino que las aguardaba. Algunas se flagelaban como preparación para futuros castigos. Para el clero se había convertido en un problema tan grave que el Papa preparó una encíclica contra el pecado de la desesperación. El concepto de la providencia y de la intemporalidad de Dios creaba sentimientos de impotencia y lasitud. Sin embargo, para otros la misma doctrina era motivo de celebración: no se sentían responsables de sus actos y, por consiguiente, podían pecar sin remordimientos. La elección entre cielo e infierno los superaba, estaba totalmente fuera de su dominio y, por lo tanto, podían actuar o abstenerse de actuar, en ambos casos impunemente.

– ¿He destruido al sacamuelas por la providencia o el destino?

– Todo saldrá bien.

– ¿Saldrá bien?

– No camines ni cabalgues fuera de San Bartolomé sin mi autorización expresa.

Tras dar esa orden, Exmewe se marchó y Hamo Fulberd siguió dibujando. De repente apoyó la cabeza en el pergamino, rompió a llorar y apeló a la inefable misericordia divina.

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