Capítulo III

El cuento del mercader

La hora que precede el alba llegó tranquilamente a Saint John's Street. Tras escapar del vigilante nocturno, un cerdo deambuló por Pissing Alley y de una de las múltiples viviendas pequeñas llegaron los lloros de un rorro. El mercero Radulf Strago estaba a punto de levantarse mientras su esposa seguía durmiendo. Había tenido una pesadilla en la que le decía a su madre: «Te daré dos yardas de lino con el que envolver tu cuerpo cuando te ahorquen». Incluso mientras soñaba sabía que su madre había muerto pacíficamente, hacía más o menos tres años, a causa de un atracón de fresas. En su sueño caían enormes copos de nieve, como si de vellones se tratase. Había intentado apartarlos con la chancleta que usaba para matar moscas, pero la lana se convirtió en retales de frisa y de popelina. Había despertado bañado en sudor y, puesto que se trataba de un hombre práctico cuyos pensamientos ya se habían centrado en los asuntos de la jornada, descartó esas visiones por considerarlas fantasías. Los retortijones o agitación estomacal seguían presentes; había confiado en que los cagaría, pero seguían formando un nudo rígido en el interior de su cuerpo.

Se santiguó y abandonó el lecho; gimió, se acercó a una pequeña mesa de madera, se peinó y se lavó la cara y las manos con el agua de la jofaina. Aún estaba desnudo, pero se puso una camisa de hilo antes de arrodillarse en el suelo y rezar el paternóster y el credo. Luego se sentó en el borde de la cama, murmuró una letanía a la Madre de Dios y se puso los calcetines cortos de lana y unas calzas, del mismo material, de rayas azules y amarillo mostaza. Esa mañana primaveral no hacía falta jubón, por lo que vistió una sencilla chaqueta de sarga azul; para no perturbar a su esposa, musitó la invocación Memento, Domine al tiempo que se ponía la túnica verde y la capucha escarlata. Pensó que, dado que había orado fielmente, el Señor le enviaría pingües beneficios. Se calzó los zapatos rojos puntiagudos, confeccionados con el más fino de los cueros, y los abrochó con cuidado antes de bajar por la escalera de madera hasta la cámara del piso inferior. Su aprendiz dormía en un jergón y lo despertó de esta guisa:

– Muy buenos días, Janekin. Ya está aquí la primavera del mundo.

Se podría haber considerado que, a los cincuenta y siete años, Rudolf Strago estaba en plena decadencia, pero hacía cuatro años había contraído matrimonio con una mujer mucho más joven y tenía motivos para considerarse bendito. Es verdad que en las últimas semanas había estado molesto y enfermo; por diversas causas vomitaba cada día y sus deposiciones eran tan líquidas como el agua. En ocasiones temía sufrir de cáncer o de un absceso, si bien restaba importancia a esos síntomas y los consideraba parte de su condición sanguínea. Un cambio en el aspecto de las estrellas modificaría todo. En cualquier caso, su negocio seguía prosperando, ya que estaba situado entre el priorato y la ciudad; Saint John's Street conducía directamente a la entrada del priorato de San Juan de Jerusalén, por lo que muchos visitantes pasaban ante la tienda de Strago.

Los que viajaban a Smithfield también recorrían ese camino en busca de sombreros, cordones, peines e hilos.

La tienda propiamente dicha estaba en la planta baja y daba a la calle. Strago descendió sin esperar a Janekin; abrió los postigos de madera y desplegó el mostrador. También abrió la puerta y aspiró el aire del alba. Los rayos del sol acariciaron las telas pintadas, las bolsas de los niños, los silbatos, las cajas de madera, las cuentas y los pergaminos, artículos solemnes e inmóviles a primera hora de la mañana. Entonces comenzaron a tañer las campanas y la calle pareció darse cuenta de que debía despertar.

En lo alto de la escalera, Janekin tosió, escupió y lanzó un juramento ininteligible, al que Radulf repuso:

– ¡Que Dios te conceda un buen día!

La víspera, Janekin había librado un combate verbal con los jóvenes ciudadanos que apoyaban a Enrique, el duque de Lancaster, en su lucha con el rey Ricardo. Janekin era del partido realista y en la chistera llevaba una insignia de peltre con el ciervo blanco. Juan de Gante, el padre de Enrique, había muerto hacía siete semanas. El rey Ricardo revocó la herencia de Enrique, se quedó el legado lancasteriano para uso propio y condenó a Enrique al destierro eterno. Por esas razones, algunos partidarios del de Lancaster se amotinaron en las calles, volcaron toneles y rompieron letreros.

Janekin los había observado desde la esquina de Ave María Lane y había gritado «¡Torphut! ¡Torphut!» como muestra de desdén. Dos lo habían perseguido, pero Janekin giró sobre sus talones y huyó calle abajo. En la esquina de un pequeño patio había un puesto de pescado y el aprendiz lo volcó para interponerlo en el camino de sus perseguidores. Cuando tropezaron con los arenques y las anguilas, rió a mandíbula batiente y experimentó una estimulante sensación de pánico y entusiasmo antes de refugiarse en el pórtico de Santa Agnes la Lisiada. Una anciana le ofreció un cirio. Janekin lo cogió y caminó respetuosamente por la nave de la iglesia. Se santiguó, encendió la candela, la depositó en el santuario de Santa Agnes y rezó para librarse de sus perseguidores.

Sin duda, santa Agnes debió de mirar Londres y tocar con su bendición a Janekin, que regresó sano y salvo a Saint John's Street.


* * *

Durante los últimos tres años, Janekin había sido aprendiz de Radulf. Antes de entrar al servicio del mercader había jurado en el gremio de merceros y pañeros que no copularía ni fornicaría y que no jugaría a los dados ni a otros juegos de azar; en este aspecto no había sido totalmente fiel a su juramento. También había accedido a «obedecer a los cuidadores y respetar la vestimenta de esta asociación», cláusula que tampoco había acatado; prefería el pelo pegado a la cabeza y las túnicas cortas de los jóvenes elegantes, ya que sus piernas delgadas lucían mejor con las calzas escarlatas. Radulf no era un maestro severo y restaba importancia a esas debilidades por considerar que el mundo era así. Su esposa, Anne Strago, había defendido al aprendiz y preguntado a su marido si un joven podía estar contento con esas ropas tan tristes y serias. También le había preguntado si era correcto que en West Chepe vistiera jubón acuchillado, en cuyo caso los perros le ladrarían.

Anne había asistido a la ceremonia en el salón del gremio. Según la costumbre, preguntaron a su marido si el aprendiz era de buen crecimiento y estatura y si tenía el cuerpo desfigurado; fue entonces cuando Anne miró a Janekin con curiosidad. No estaba para nada desfigurado: era delgado, agraciado y más alto que su esposo. Hacía cuatro años que Anne se había casado con Radulf y se trataba de una unión concebida con fines estrictamente comerciales. Su padre también había sido mercero y poseía una tienda considerable en Old Jewry; Anne era hija única y, a la muerte de su progenitor, había heredado el negocio. Ahora pertenecía a Radulf Strago mientras durase su vida; cuando su alma cambiara de casa, Anne se convertiría, sin lugar a dudas, en una viuda acaudalada. En el ínterin, estaba molesta con sus deberes en lo que se refiere a las partes del mercader (en su contrariedad las llamaba de todas las maneras imaginables: sus huevos, sus cojones, su escroto, sus testículos) y pedía a Dios que tocasen a su fin. Deseaba fervientemente la muerte de su marido.

Janekin era el único aprendiz de Radulf. El gremio le había pedido que diese trabajo, como mínimo, a otro, pero el mercader insistió en que la vida lo había debilitado y en que no tenía fuerzas para formar a dos. Anne Strago apoyó su explicación y añadió que dos muchachos en la misma casa jamás se pondrían de acuerdo. La mujer había dicho: «Existen tres cosas que se sabe perfectamente qué rumbo tomarán. La primera es el pájaro sentado en una rama. La segunda es un barco en la mar. La tercera es el camino de un joven». Gracias a esa clase de comentarios, había adquirido fama de sabia entre sus vecinos.

Por lo tanto, Janekin vivía en una casa en la que prácticamente no había mano dura. A pesar de su juramento, practicaba juegos de azar con otros aprendices del barrio y participaba en un juego violento al que llamaban «romper puertas con la cabeza». También se inmiscuía en los combates habituales entre los grupos de tenderos y mercaderes que competían. Por ejemplo, remendones y zapateros se peleaban por el derecho de reparar el calzado y abaceros y pescaderos se las veían en peleas callejeras. Tras un combate de esas características, Janekin volvió a casa con una brecha en la cabeza. Anne le lavó la herida y la ungió con una pomada preparada con grasa de gorrión.

– Tonto, ¿qué intensa lluvia de flechas te alcanzó?

– La de los carniceros de Chepe. Montaron una gran jarana.

– ¿Y tú no? ¿Qué mujer se enamorará de un desgraciado como tú?

– Señora, dicen que la compasión es mayor en los corazones amables.

– Pues yo no tengo el corazón amable. Mejor dicho, no tengo corazón.

– Entonces, la fortuna es mi enemiga.

– ¿Por qué lo dices?

– Esperaba… esperaba su gracia.

– Desgraciado, ¿has dicho mi gracia… o te referías a mi favor?

– Los que no tienen Dios son codiciosos. Lo quiero todo.

– ¿Quién te enseñó a decir cumplidos?

– El ermitaño de un faro.

Anne rió y no tardaron en llegar a un acuerdo. No podían hacer nada en presencia del pequeño mercero pero, cada vez que pasaba fuera el día o incluso una hora, se enzarzaban en el juego del demonio.

Después de copular por primera vez, Anne Strago suspiró y se quejó de que Radulf no la mantenía en la situación que se merecía.

– Otras mujeres van más arregladas que yo.

– Ya tendrás buena ropa.

– ¿Me la darás tú? Tienes tanto dinero como pelo un fraile.

– Si la voluntad es fuerte, siempre existe un camino.

En ese instante, quedó echada la suerte del mercader Radulf Strago.


* * *

Janekin se había abrochado los zapatos y ese amanecer de primavera bajó la escalera con una caja de marfil en la mano.

– ¿Qué es esto que estaba en la planta de arriba con las gorras de lana? -preguntó.

– Ya ti, ¿qué te parece? Es una caja de artículos de tocador. -Radulf Strago se acercó al aprendiz y abrió la caja-. Aquí tienes lo que necesitas. La tijera, el escarbaorejas y lo demás.

De pronto se oyó una explosión ensordecedora, y Radulf y Janekin volaron por encima del mostrador. Procedía del otro lado de la calle, en la que se alzaba el oratorio de un ermitaño. El eremita había muerto hacía tres meses y las parroquias contiguas se disputaban el nombramiento de su sucesor; de todos modos, el oratorio seguía siendo un conocido lugar de oración por aquellos que habían partido al purgatorio. La explosión hizo que la gente saliera a la calle dando voces. Las paredes del oratorio habían volado por los aires y el techo de paja se había desplomado. Radulf no logró ponerse en pie y permaneció entre los sombreros y los bolsos mientras las briznas de paja flotaban a su alrededor.

Janekin se había incorporado y se sacudía el polvo de la chaqueta de tafetán cuando creyó ver una figura alta que corría hacia la ciudad. Estaba demasiado impresionado como para dar la voz de alarma. Ayudó a Radulf, que luchó por ponerse en pie sin dejar de murmurar:

– ¡Que Jesucristo y Su árbol nos salven!

A su alrededor todos gritaban que se había producido un incendio. Algunos ciudadanos se cubrían con capas, otros se habían puesto deprisa las calzas y las chaquetas y un tercer grupo ya se había vestido para la jornada laboral. Se apiñaron en torno al oratorio humeante y contemplaron los restos de la imagen de madera de la Virgen, dispersos entre las piedras ennegrecidas. El aire olía a azufre, como si el humo del infierno hubiese ascendido hasta el mundo exterior. Radulf caminó a tientas hacia las ruinas y reparó en las huellas de polvo oscuro en el suelo de tierra.

– Han usado fuego griego -declaró sin dirigirse a nadie en concreto.

¿Quién deseaba destruir un lugar de oración, una esquina de Londres en la que eran eternamente recordadas las almas de los que ardían en el fuego del purgatorio? Estaba dedicado tanto a los vivos como a los muertos. El capellán de San Dionisio Mártir, pequeña iglesia situada en una calle lateral próxima, había asegurado que quien rezase toda la noche en el oratorio sería recompensado con diez años de salvación del purgatorio. ¿Quién había sido capaz de violar semejante lugar con pólvora y fuego?

Dos hermanos hospitalarios se acercaron corriendo desde la puerta de Saint John y declararon a gritos que la monja de Clerkenwell lo había vaticinado. El mercader los miró con desdén y, en ese momento, reparó en que habían pintarrajeado algo en la pared contigua al oratorio. Se trataba de un trabajo tosco realizado con pasta de albayalde. Se acercó a mirar y distinguió círculos enlazados entre sí. Le dolía la cabeza y tuvo la sensación de que caía.

Radulf despertó a causa del intenso aroma a vinagre en sus fosas nasales. Se había desvanecido. Abrió los ojos y contempló a su esposa, a la que preguntó:

– ¿Has cerrado la tienda?

– Janekin ha echado el cerrojo y el pestillo. Todo está a salvo.

– ¿Has oído el alboroto? El oratorio ha desaparecido. -Anne asintió-. Hoy es viernes. El viernes es un día difícil, un día desafortunado, un día gitano. Era viernes cuando compré la plata falsa.

– Calla y descansa.

– El trueno del lunes desencadena la muerte de las mujeres. El del viernes anuncia el asesinato de un gran hombre. ¿A quién perderemos después de esto? ¿Tal vez al soberano en persona? Los zorros de la escisión campan entre nosotros. -Su esposa lo había desvestido y estaba tapado por una manta blanca adornada con ovejas, lunas y estrellas doradas-. Tengo que ir al retrete. Ayúdame.

Hacía varias semanas que Radulf había comentado a su esposa que tenía náuseas y nada las había calmado. También había experimentado cierta ligereza en la cabeza y los talones, como si caminara sobre el musgo. Achacó esos síntomas a la sangre recién corrompida y en varias ocasiones le aplicaron ventosas. Las sangrías sólo lo dejaron más cansado. Después empezó a vomitar. Su esposa lo alentó a que probase todos los remedios imaginables, aunque sabía que nada lo salvaría.

Anne había acudido a la botica de Dutch Lane, situada a cierta distancia de su parroquia, y preguntado qué veneno necesitaba para matar ratas. También había explicado que una comadreja se colaba en su patio y se comía las gallinas, por lo que también era necesario acabar con ella. Se había llevado varios granos de arsénico en una bolsa de lino, le habían dado minuciosas instrucciones sobre su empleo y a partir de esa noche los había mezclado con el potaje que Radulf siempre cenaba. No le había dicho nada a Janekin por temor a que revelase su secreto.

– Ayúdame -repitió Radulf e, impaciente, se incorporó en el lecho.

– Ten, coge la capa y pisa los almohadones. Tus pies no deben tocar las baldosas.

El retrete se encontraba en el patio trasero de la tienda, junto a la cocina y las caballerizas. Radulf bajó lentamente la escalera apoyado en el brazo de Anne, ya que todavía estaba muy débil. Se detuvo en el siguiente rellano, bajo un tapiz de lana que representaba a Judit y Holofernes; experimentó retortijones y se sentó en un cofre de madera de gran tamaño.

– El viernes es el día de la Expulsión, el Diluvio, la Traición y la Crucifixión. Llévame al patio.

Anne lo ayudó a bajar el último tramo de escalera y lo vio cruzar lentamente el patio hasta la letrina.

«Mi querido esposo, que el viernes sea el día de tu perdición. Que sea tu expulsión y tu traición», pensó Anne recordando las Sagradas Escrituras. Lo viejo tenía que morir.

Radulf Strago se agachó con gran cuidado encima del agujero del retrete [5]. Su estómago se retorció y experimentó un dolor atroz. Parecía estar en llamas. En el rincón había una tubería de madera que desembocaba en el agujero revestido en piedra, situado bajo el retrete, y durante unos instantes el mercader tuvo la sensación de que se movía como si estuviera vivo. Estaba bañado en sudor.

– El sol no ha empeorado por iluminar el estercolero, de modo que también puede brillar sobre mí -musitó.

De la cisterna de plomo situada al otro lado de la puerta manaba un hilillo de agua y para Radulf el sonido fue como el de la tormenta. «Bendito es el cadáver sobre el que cae la lluvia. Si embadurno el asiento nadie más entrará en el retrete.» Estiró la mano para coger los limpiaculos, los trozos de heno y los cuadrados de tela apilados junto al retrete.


* * *

Anne Strago lo encontró agazapado en el suelo de tierra, con un trozo de algodón en la mano; un chorro aún manaba entre sus nalgas [6]. No quería tocar el cuerpo: esos tiempos ya estaban cumplidos. Corrió hacia la calle sin dejar de gritar:

– ¡Un muerto! ¡Un muerto! -A continuación entró en su casa, abrazó a Janekin y proclamó-: El aprendiz ya no tiene maestro, sino maestra.


* * *

Durante la investigación posterior, el forense declaró que Radulf Strago había sufrido un ataque después del incendio del oratorio y había fallecido ni más ni menos que de muerte natural; su veredicto satisfizo a los cinco alguaciles del distrito, que pagaron una treintena de misas a fin de interceder por el alma de Radulf. ¿Había algo más natural y adecuado que, tras el duelo correspondiente, Anne Strago contrajera matrimonio con Janekin? Explicó a sus vecinos que la pena desmedida sólo hacía daño al alma del difunto, frase que consideraron sabia. En un sentido amplio, coincidieron en que el negocio prosperaría y así fue. Como Anne Strago dijo a Janekin:

– El viernes es un buen día.

No obstante, según una antigua creencia es imposible ocultar un asesinato en Londres, ya que siempre encuentra el momento de ponerse al descubierto.

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