Capítulo XXII

El cuento de la segunda monja

Diez días después de que Enrique Bolingbroke conociera la existencia de los predestinados, sor Bridget permanecía junto a la monja de Clerkenwell en una galería de la abadía de Westminster. A través de un hagioscopio, sor Clarice miraba la ceremonia que se celebraba más abajo, en el presbiterio. Enrique estaba sentado junto al altar mayor, envuelto en paño de oro; el trono era de alabastro, suntuosamente adornado con piedras preciosas, y la alfombra extendida a sus pies estaba bordada con hilo de oro y plata y representaba la historia de Samuel y Saúl.

– He visto la corona -susurró Clarice a Bridget-. Tiene arcos con forma de cruz. Es un trabajo hermoso que cubrirá una cabeza impía. Han asaltado el templo y robado el vaso de la gracia. -Se oyó la voz de Enrique, que recitó en inglés el juramento de la coronación. Clarice volvió a mascullar impetuosamente, pero ya no se dirigió a Bridget-. Venderá las almas de los corderos al lobo que los estrangula. Jamás tendrá parte de los pastos de los corderos, que es la gloria del cielo. No hay óleo santo que lo levante de allí.

Clarice sabía que el óleo de la unción del nuevo monarca procedía de un frasco milagroso que la Virgen María, en una aparición, había entregado a Tomás Becket. El rey Ricardo lo había encontrado hacía dos años, mientras registraba el guardarropa de la Torre en busca de un collar que había lucido el rey Juan. La monja lo sabía porque Ricardo en persona se lo había contado.

Hacía tres días, en compañía de Bridget, Clarice había visitado al monarca depuesto. Habían informado a Ricardo de las profecías que la monja había hecho sobre su destitución y muerte, y éste había manifestado su deseo de verla. Cuando la condujeron a su presencia, la monja se dio cuenta de que Ricardo no estaba en su sano juicio. Llevaba un vestido blanco que le llegaba a los pies, descalzos; se cubría la cabeza con un casquete negro y, cuando la religiosa se acercó, le ofreció unos papeles.

– Señora Clarice, dame alegría y consuelo. Soy el tonto de Dios. -Estaba sentado en un hueco tallado en una de las paredes de piedra de su celda-. Vaticinaste mi final, pero no puedes profetizar mi principio.

– ¿Cuál es vuestra gracia?

– Debes conseguir ocho millas de luz de luna y tejer con ellas una bolsa. Debes coger ocho canciones galesas y colgarlas de la escalera. Debes mezclar el pie izquierdo de una anguila con el chirrido de la rueda de un carro. ¿Es acaso tan imposible como destituir a un monarca, al ungido de Dios?

– Para que el espejo sea brillante, hay que taparlo con azogue.

– Doncella, estás más loca que yo. ¿Me dirás ahora que la beatitud del santificado algún día volverá a brillar? -Se puso de pie e hincó la rodilla ante Bridget-. Monja, ¿cómo me ves?

– Señor, lo que veo es que sois pobre. -La pobreza es el anteojo a través del cual vemos a nuestros amigos. -Se volvió hacia Clarice-. He acabado por amar el llanto. Las lágrimas gotean por mis mejillas. Soy la fuente de todas las aguas. ¿Cuándo coronan a esa sabandija?

– El decimotercer día de este mes, festividad de san Eduardo.

– La festividad del buen rey que construyó la abadía. Las piedras se aplastarán y chocarán entre sí. La tierra se estremecerá…

– Si es el enemigo de Dios…

– La lluvia caerá sobre los altares. Monja, ésta es mi profecía. -Recorrió a toda velocidad su celda de piedra. Había otro hueco en el que podía sentarse, por cuya ventana, delgada como una rendija, se avistaba el Támesis-. Interpreta mi sueño y diré que eres la compañera de Dios. Soñé que el monarca daba un gran festín al que asistían tres reyes y los tres comían de un único plato de gachas. Comían tanto que les reventaban los testículos, y de éstos salían veinticuatro bueyes que tocaban la espada y el broquel, y los dejaban vivos sólo con tres arenques blancos. Esos tres arenques sangraban durante nueve días con sus noches, hasta parecer herraduras usadas. ¿Qué significa este sueño?

Aunque confundida, Clarice mantuvo la compostura.

– Señor, supera mi entendimiento.

– Y el mío. -Ricardo no dejó de deambular de aquí para allá, con los pies sobre la piedra fría-. Dicen que tienes pergaminos y que eres hechicera.

– Lo que dicen no es verdad. Los únicos pergaminos que llevo son oraciones al Señor.

Ricardo la contempló unos instantes y Clarice se mostró recatada; como mandaba el pudor, la monja apartó la mirada.

– Señora mía, ¿te sujetas los pechos con encaje? -En lugar de responder, la monja se santiguó-. No te ruborizas.

Sor Clarice, eres más profunda que un pozo, tanto en espíritu como en cuerpo. -Charlaron un rato más y Ricardo mencionó el frasco sagrado-. Este rey de pacotilla no es más que una imagen pintada. El óleo con el que lo unjan se pondrá rancio. Apestará hasta el cielo. -Suspiró y volvió a sentarse en el hueco de piedra-. Son deliciosas las canciones espirituales que me alivian de mis fatigas en esta desconsolada vida. Canta para mí.

Con voz clara y serena, Clarice se puso a cantar «¡Jesús, misericordia, te suplico misericordia!»

Cuando lo dejaron tarareando para sus adentros en la cámara, Clarice comentó con la segunda monja que «su muerte está configurada ante sus ojos».

Como tantas otras, esa profecía también era correcta. Asimismo, le dijo a Bridget que si un rey no consagrado como Bolingbroke llegaba a gobernar, otros debían ostentar el poder hasta que el ungido regresase al trono. No aclaró quiénes eran los «otros».

– Lo que he hecho lo he llevado a cabo por el bien de la Santa Madre Iglesia. Si los gobernantes son impuros, María debe ser reina. Nosotros tomaremos la delantera y otros nos seguirán.

Cuatro meses después del encuentro en la torre, el desafortunado Ricardo murió de inanición en el castillo de Pontefract.


* * *

Entre el día de ese encuentro en la Torre y el de la coronación en la abadía, por la ciudad circularon informes sobre detenciones y encarcelamientos. William Exmewe fue arrestado por traición y obligado a hacer renuncia solemne del reino. En una ceremonia celebrada en Saint Paul's Cross, vistió la túnica blanca larga, le quitaron los zapatos y le pusieron en la mano un gran crucifijo de madera. Roger de Ware, Bogo el alguacil y Martin el estudiante de leyes estaban entre los asistentes que se burlaron de él. Le ordenaron que caminara descalzo hasta Dover, llevando la cruz por delante.

Entre los dignatarios que ocupaban la tarima, se encontraban sir Geoffrey de Calis y el obispo de Londres; William Exmewe los miró e hizo una señal casi imperceptible al caballero. Fue suficiente. Exmewe había cumplido su destino. Dominus no había sido revelado al mundo ni jamás lo sería.

Leyeron la sentencia:

– William Exmewe, no podrá abandonar la carretera ni pasar más de una noche en el mismo lugar. Su camino es hasta Dover, en cuya orilla permanecerá. Cada día se meterá en el mar, hasta las rodillas, hasta que un barco esté en condiciones de llevárselo de este reino. Se le ordena que, antes de embarcar, declare: «¡Oyez! ¡Oyez! ¡Oyez! Por el horrible sacrilegio que he cometido yo, William Exmewe, abandonaré esta tierra de Inglaterra para no regresar nunca jamás, salvo por autorización de los monarcas de Inglaterra o de sus herederos, por lo que Dios y Sus santos me ayuden».

Y así ocurrió. Sin embargo, al llegar a Francia, Exmewe fue trasladado en secreto a un pequeño castillo de las afueras de Aviñón, en el que permaneció estrechamente vigilado durante el resto de su vida.

Tras su partida, los ciudadanos se maravillaron porque, el mismo día, sir Miles Vavasour salió de peregrinación. También circularon rumores de que habían detectado la existencia de un grupo de herejes y lo habían destruido; los describieron como «hombres nuevos» y no se supo nada más de ellos.


* * *

La hermana Bridget informó a la monja de esos acontecimientos sorprendentes; habían enviado lejos a Brank Mongorray y Clarice pasaba casi todo el tiempo en su cámara de la Casa de María. Bridget dormía al pie de su lecho y rezaba con ella. Confiaba en la monja de Clerkenwell y jamás dudó de que sus intenciones fueran puras. De todos modos, se agitaba en las ocasiones en las que Clarice salía sola del convento. Permanecía fuera cuatro o cinco horas y a su regreso no daba la más mínima explicación. Cuando el obispo de Londres la encerró, Bridget temió por su seguridad, como era lógico, pero Robert Braybroke la liberó tres días después y Clarice no había sufrido daños perceptibles; a decir verdad, parecía que las ordalías la habían vigorizado y contó a la segunda monja que durante el encierro había encontrado mucho consuelo espiritual.

Era tan popular en Londres que cualquier intento de arrestarla o silenciarla se toparía con una reacción inmediata y violenta. La priora Agnes de Mordaunt ya no pretendía refrenarla ni disciplinarla.

– No le quites ojo de encima a tu compañera de cama -había advertido la señora Agnes a Bridget-. Encárgate de que no se desvíe por el camino de la tentación y el pecado. El exceso de alabanzas puede lesionar o fascinar a ciertas personas. Bridget, se lo conoce como adulación. Espero que la hermana Clarice no se deje llevar por la fama veleidosa.

– Señora, me cercioraré de que no ocurra.

– Una hora de frío absorbe siete de calor. Es posible que la rueda gire para ella. Lo que estaba entero podría resquebrajarse.

– Señora, le transmitiré lo que me ha explicado.

Tal vez por esa razón sor Clarice solicitó formalmente autorización a la priora para asistir a la coronación de Enrique; el clero de más alto rango de la abadía había reclamado su presencia, pero la monja accedió a llegar en secreto y permanecer en la galería.

Seguía mirando por el hagioscopio.

– Bridget, ahora la corona está sobre su cabeza. Sostiene el orbe y el cetro. Permanece muy quieto pese a ser un alma condenada. -El canto del coro, que entonó el himno de júbilo Illa iuventus, llegó hasta las monjas-. El arzobispo ha levantado la mano derecha hacia el cielo. Ahora la extiende hacia la imagen de la Virgen, situada en el lado norte del altar. Ahora hinca la rodilla en tierra. Enrique se pone en pie. -La monja rió-. Una mala persona ricamente vestida parece bella a la luz de las velas. Ahora Enrique desfila ante los condes y los demás.

Clarice había susurrado ardientemente a la segunda monja: Lessiez les oler et fair leur devoir de par dieu. Deberían cumplir su deber ante Dios.


* * *

Esa noche, mucho después de que acabasen las ceremonias, Bridget despertó sobresaltada. Clarice tiraba de su brazo.

– Bridget, ven. Acompáñame. Ha llegado el momento.

– ¿El momento de qué?

– Sígueme.

Las monjas abandonaron la cámara y caminaron sin hacer ruido por el claustro. Clarice insistió en mantener el silencio y el sigilo. Un carro de dos ruedas, tirado por un par de caballos, esperaba junio a una de las puertas laterales del convento; en cuanto montaron, el jinete levantó el látigo.

– ¿Adonde vamos? -quiso saber Bridget. La segunda monja percibió el aroma a paja fresca extendida en el suelo del vehículo y, por algún motivo, experimentó una profunda inquietud.

– No muy lejos, aunque a gran distancia.

Viajaron hacia el sur, atravesaron Smithfield, cruzaron Little Britain y bajaron por Saint Martin; de niña, Bridget había recorrido esas calles con Beldame Patience [24], su niñera y acompañante, y su actividad incesante siempre la había tranquilizado. Conocía cada tienda y casuca, cada tenderete y casa de vecindad, pero siempre se sorprendía ante la incesante vida de la ciudad. Después la habían obligado a ingresar en el convento.

– No es necesario que digas nada -explicaba Clarice-. Lo que veas lo guardarás en tu corazón para la plenitud de los tiempos.

Se aproximaban a la vera del río y el carro se detuvo junto a la torre redonda de piedra romana.

Dos criados con antorchas salieron del gran porche a su encuentro, y Clarice abrió la comitiva para entrar en la torre. Bridget reparó en tres hombres de atuendo suntuoso que aguardaban en un pasillo y vio azorada que rendían acatamiento a la monja. La siguieron por la escalera de caracol, de piedra, y descendieron hasta una gran sala abovedada en la que aguardaban otros. Bridget reconoció a Robert Braybroke, el obispo de Londres, que pocas semanas antes había encarcelado a Clarice. ¿Aquél no era el arzobispo? Se cubrían con capas de paño azul a rayas. ¿Por qué se reunían en ese sitio la noche de la coronación?

Sor Clarice permaneció de pie en medio de los hombres y se dirigió a ellos:

– Ya conocéis mi nombre. Ha sucedido lo que deseábamos. Exmewe ha sido expulsado y no hablará. Conspiró con herejes y el viento se lo ha llevado. Los predestinados han sido dispersados y de ellos no se sabrá nada más, pero han dejado una agradable herencia. El nuevo monarca no es un santo. Se trata de un usurpador. Dios está con nosotros y ahora, con nuestra mediación, guiará los destinos de este reino.

– El rey Enrique sostendrá que… -comenzó a decir el obispo.

– Hay muchos hombres que empiezan a hablar con una mujer y no pueden terminar la frase [25]. No. Ahora nosotros somos los santos. Estamos verdaderamente ungidos. Gobernaremos desde detrás del trono. Sed de buen corazón. Dominus asciende [26].


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