Capítulo XIII

El cuento del alguacil

El médico, Thomas Gunter, observó a la Madre de Jesucristo graciosamente presentada por el grupo de los Reyes de Jauja. Un joven galante que tocaba la flauta y cantaba estaba de pie en una nube llamada «primavera». De dicha nube colgaba un verso pintado con letras rojas sobre una tira larga de pergamino:


Junto a estas cifras mostradas en vuestra presencia

con diversos retratos para daros placerencia.


En un escenario alegremente pintado y acarreado por seis mozos, dos ciudadanos interpretaban a la providencia y al rey Ricardo II; se abrazaban y besaban mientras desfilaban por Cornhill. Al escenario le seguía el carro del espectáculo, tirado por dos caballos con vistosas sillas de montar doradas y bridas brillantes. Con mirada encendida y alerta, Gunter observó todo con gran expectación. El carro transportaba un gran modelo del cosmos, en colores, con niños desnudos situados sobre el brillante círculo de cada esfera. Tras ellos iba un joven sobre una plataforma, con los brazos y las piernas atados; vestía traje de cuero blanco, el mismo que se ponían para interpretar a Adán en los autos sacramentales, sobre el cual habían pintado números. A su lado se encontraba un ciudadano vestido de astrólogo, con capucha y larga capa forradas en piel, que canturreaba dirigiéndose al gentío:

– ¿Qué solemne sutileza es ésta? Se trata de la sutileza de los números.

Gunter apenas lo oyó en medio de la vocinglería de los trovadores que deambulaban entre los carros y los escenarios provistos de arpas, violines, gaitas, cítaras, instrumentos de cuerda, trompetas, otras clases de gaitas, tamboriles, zanfonías y caramillos. Era la festividad de la guardia de pleno verano, la vigilia de la Asunción, durante la cual celebraban el poderío y la gloria de la ciudad.

Gunter hizo una mueca de contrariedad cuando los cañones de las murallas y los baluartes lanzaron «salvas de gozo», según la frase del alcalde, mientras los mercaderes desfilaban en procesión ante la Gran Cruz de Cheapside. Los habitantes de los distritos pasaron según su organización secular; por ejemplo, los ciudadanos de Bridge y Walbrook portaban picas rojas, mientras que los de Farringdon y Aldersgate esgrimían picas negras salpicadas de estrellas blancas. Les seguía un grupo de ciudadanos a caballo disfrazados como si asistiesen a una mascarada. Algunos iban como caballeros, con casacas, vestidos rojos y viseras sobre la cara; uno se había adornado como un emperador y tras él, a cierta distancia, avanzaba otro disfrazado de papa italiano y acompañado de veinticuatro cardenales. Al final, avanzaban siete más, embozados con viseras negras, y mostraban actitud poco amistosa, como si estuvieran al servicio de un príncipe extranjero; los espectadores, deseosos de sumergirse en el espíritu de las celebraciones, les abuchearon.

El doctor en medicina caminó hasta la esquina de Friday Street y Cheapside para ver desde cerca la tradicional procesión de los pobres, cada uno de los cuales se cubría la cabeza con un sombrero de paja con una insignia de plomo; se habían reunido para personificar la afirmación del libro de la guardia de pleno verano, según la cual «Nadie salvo los ricos arremetieron, aunque los pobres ayudaron». Gunter los conocía a fondo y también sabía que ocupaban un sitio en la extensa jerarquía de necesidad y servicio; no eran ciudadanos libres, pero tampoco se trataba de holgazanes o desahuciados. No eran los mendigos conocidos como «piojosos», por la expresión proverbial: «No vale un piojo». Estaban en el tercer grado de necesidad y los definían como «hombres sin amo». Cambiaban de empleo según la temporada, por lo que eran leñadores en invierno y zapateros en otoño, y cuando ganaban lo que necesitaban dejaban de trabajar. Esa era su regla implícita. O, como solía decir Gunter, ésa era la ley de Londres. Sus prendas eran de segunda mano, por lo que los colores estaban desteñidos y los dobladillos deshilachados. Ocupaban el escalón más bajo de los comunes, por encima de la fase de necesidad abyecta y miseria, y constituían una parte considerable de la población urbana. Por eso tenían su propia procesión.

Mientras los veía desfilar entonando broncamente un himno a la Virgen, el médico tuvo la sensación fugaz de que lo vigilaban. Se volvió instintivamente, pero cuantos se apiñaban a su alrededor parecían concentrados en el desfile en pleno movimiento. En ese momento, pasaron dos hombres con zancos. Personificaban a los gigantes Gog y Magog, los guardianes de la ciudad; lucían máscaras de león y llevaban alas artificiales. Thomas Gunter decidió bajar por Friday Street, donde en cada puerta había una guirnalda de abedul fresco, hinojo largo, blancas azucenas y telefio o «larga vida», tanto en honor de Londres como de la Virgen. No las tenía todas consigo, como si el humor natural de otra persona ensombreciese el suyo. Apretó el paso y volvió un par de veces la vista atrás a medida que el sonido de la canturía se desvanecía.

– ¡Por amor de Dios! -Gunter se sobresaltó al oír esa voz que parecía proceder de la nada-. ¡Por amor de Dios, dé alimento o dinero a este pobre! -Un mendigo con bolsa y báculo había salido de un hueco en la esquina de Walling Street; era un «punto de paso», al que los ciudadanos llamaban «punto de pis»-. Maese, estoy abatido. He perdido cuanto tenía.

La luz del sol rodeaba al pordiosero. Gunter observó la forma de su nariz prominente y la amplitud de su ancha frente. Podría haber sido un gran erudito, pero el azar o el destino lo habían convertido en alguien que se sienta en medio del polvo y contempla el mundo.

El médico sacó un penique y se limitó a decir:

– Que Dios te reconforte.

– Señor, agradezco su bondad hacia mí. -Evidentemente se trataba de un reconocimiento ritual, muchas veces practicado-. Pido a Dios que algún día pueda devolvérselo.

Gunter estaba acostumbrado a los aromas del cuerpo humano y no le molestó el olor de ese hombre, que evocaba cosas nocturnas. Parecía gozar de buena salud, salvo por las curiosas marcas como anillos que adornaban su frente.

– ¿Tienes costras debajo del pelo? -El mendigo asintió-. Cuando vayas a los campos, recolecta la hierba vulgarmente conocida como hepática. Crece en sitios húmedos. Prepara una pasta con la planta y tu saliva y póntela en la cabeza.

El pordiosero rió.

– Señor mío, es duro el mundo en el que un hombre se deja crecer la hierba en lugar del pelo.

– No tan duro como para no ayudarte. Que Dios te conserve.

La risa del mendigo le recordó una canción que había aprendido de niño. La repitió con voz muy baja mientras doblaba la esquina:


Nos vagabunduli,

laeti, jucunduli,

tara, tarantare teino.


Según el dicho, los mendigos son los trovadores del Señor. La canción siguió resonando en su cabeza mientras caminaba por Watling Street, y una vez más lo asaltó el temor de que lo siguiesen. Giró rápidamente por Lamb Alley hacia Sink Court; oyó pisadas a sus espaldas y aguardó con impaciencia a aquel al que tanto temía. Apareció un hombre de edad mediana, ataviado con un gabán anticuado y gorra de piel. Se trataba de Bogo, el alguacil, al que últimamente había atendido a causa de una inflamación del muslo. Presa de un súbito alivio, Gunter preguntó de viva voz:

– Bogo, ¿qué es esto? Sabes donde vivo. ¿Por qué me persigues por la calle?

– Maese Gunter, lo vi durante el desfile y me resultó imposible no comentarle lo que pienso. Como dice san Pablo, estos días son perversos.

Bogo no era un hombre querido. Se trataba del alguacil del recién creado distrito de Farringdon Without, que incluía Smithfield y esa zona de Clerkenwell que abarca Turnmill Brook y Common Lane, pero su fama se extendía incluso más lejos. Su trabajo consistía en convocar a los ciudadanos a los tribunales eclesiásticos y a la asamblea local, aunque se comentaba que en ocasiones las citaciones se destruían tras el pago de cierta suma. Cargaba con el mote de «bolsa de cascabeles del demonio», y todos le evitaban. Bogo se acercó tanto al médico que éste pudo oler su aliento; tenía el sabor de una enfermedad interior, de un cáncer.

– ¿Se ha enterado de que el soberano huyó de Carmarthen disfrazado de monje?

– Bogo, esa noticia es vieja.

– Lo acompañan unos pocos nobles. Me han dicho que fue un espectáculo bochornoso.

– Ricardo y Enrique han decidido parlamentar. Debemos aguardar el momento. Bogo, ¿por qué me molestas precisamente ahora con este asunto?

– Está relacionado con otro tema. -Miró al galeno a los ojos-. Maese Gunter, alguien ha ensombrecido la ciudad.

– Tu forma de hablar es demasiado imprecisa.

– ¿Se enteró de que hace dos semanas encontraron a un obispo gigante en San Pablo?

– Desde luego.

– También hallaron un anillo, una sortija con una esmeralda. -Gunter permaneció en silencio-. En ese anillo figuraba el peculiar dibujo de los círculos.

– Se trata de un antiguo signo de santidad. ¿Cuál es el problema?

– Es un buen signo, pero ahora está al servicio de una causa malvada. En los últimos días, se ha utilizado para provocar grandes daños.

– ¿Cómo es eso, maese alguacil?

– En la pared del oratorio incendiado en Saint John's Street, apareció un círculo. Lo sé porque lo he visto con mis propios ojos. También trazaron otro círculo en el lugar en que yacía muerto el amanuense, junto a la puerta Si quis? Maese Gunter, le aseguro que se trata de una piedra pómez para lijar Londres.

– Bogo, pareces un niño. Eres capaz de imaginar justo aquello que jamás se ha pensado o forjado.

– Cuando aprehendí a un tal Frowike acusado de herejía, vi en su cámara el libro en el que se auguraba todo esto. Hay cinco en uno y uno en cinco. Las heridas de nuestro Bendito Salvador también eran cinco, como las cuerdas del arpa de David, con las que se toca la música de las esferas.

– Bogo, lo que dices es extraño.

– Sé de cosas extrañas.

El médico estaba convencido de que el alguacil era un hombre astuto y sutil, y que no tenía tendencia a las fantasías o figuraciones vanas. También sospechaba que Bogo recorría diversos caminos y desvíos secretos a fin de estar al tanto de las noticias de la ciudad; conocía a los caminantes nocturnos y a los forasteros.

– ¿Has visto los círculos en otros sitios?

– He visto los signos por todas partes. Se refieren a nuestra muerte. Cantan placebo et dirige.

– ¿Quiénes son los que escriben sus propósitos en las paredes? ¿Acaso herejes como Frowike?

– Maese Gunter, en esta ciudad existen bandas y grupos que permanecen ocultos y que a plena luz del día se hacen pasar por honrados ciudadanos. Utilizan artes extrañas. El mundo es frágil.

– Estoy seguro de que no tanto como para que te resulte imposible ver a su través.

– En ese caso, por la pasión de Jesucristo, recuerde lo que he dicho. ¿Sigue viéndose con Miles Vavasour? -Tres años atrás el médico había curado al magistrado y abogado de una fístula, y en el aniversario de la operación comían juntos en el alojamiento del magistrado, en Scropes Inn-. Hágale saber lo que le he contado. Es un hombre valioso que sabrá qué preguntar y qué decir. Fíjese, ¿ve las teas? -En el callejón resonaron pisadas-. El desfile está a punto de tocar a su fin. Que Dios lo acompañe.


* * *

El alguacil se esfumó. Evitaba instintivamente las aglomeraciones y las antorchas, ya que podían abofetearlo o amenazarlo. A decir verdad, uno de los que en ese momento entraba en Sink Court con los parranderos era un embaucador y defraudador conocido, John Daw, al que pocos meses atrás Bogo había arrestado. El delito de Daw consistió en fingirse mudo y privado de la lengua a fin de pedir limosna. Solía llevar en las manos un gancho y una tenaza de hierro, así como un trozo de cuero que, por su forma, semejaba un pequeño fragmento de lengua; estaba bordeado en plata y llevaba un escrito en el que se leía: «Esta es la lengua de John Daw». Emitía un ruido parecido a un rugido y abría y cerraba la boca sin cesar, de tal modo que su lengua quedaba astutamente oculta. El alguacil sospechó de él y lo siguió hasta una casa de vecindad de Biller Lane, donde lo vio charlar afable y fluidamente con una de las vecinas. Dio parte al ministril y detuvieron a Daw; lo condenaron al escarnio público y después de las ordalías decidió permanecer en la ciudad. Nadie sabía cómo ganaba el dinero que tenía, pero siempre bebía en la misma taberna barata. El alguacil lo había visto a la luz de una de las teas y se había alejado a toda velocidad.

Bogo llegó a Old Change, donde habían encendido varias fogatas. Se las conocía como las hogueras de la amistad, y era costumbre prenderlas la víspera de san Juan, aunque también estaban destinadas a purificar las infecciones del aire durante los largos días de estío. Ante cada puerta habían colocado antorchas, lo que daba un extraño brillo a los ramos de flores y las ramas que rodeaban la entrada. Habían montado en plena calle mesas con comida y bebida; un grupo de bailarines ebrios ya había volcado una. Por eso a Bogo le desagradaba la festividad de la víspera de san Juan; el espíritu de libertinaje que imperaba ponía en peligro su seguridad [16]. Un grupo de mujeres bailaba alrededor de una de las fogatas y entonaba la canción del poni que ejecuta cabriolas; algunas llevaban máscaras, como muestra de su libertad, y otras barbas postizas fabricadas con lana teñida.

En ese momento, repararon en él. Una de las mujeres gritó:

– ¡Ahí va Bogo, el alguacil! -Aunque no estaba en su parroquia, muchos londinenses le conocían de vista-. ¡Ahí está Bogo!

Lo cogieron de las manos y lo incorporaron al baile; lo sujetaron firmemente de cada axila y se dio cuenta de que giraba alrededor del fuego a una velocidad que le pareció cada vez más vertiginosa. Entonces las mujeres se acercaron a las llamas; se balancearon junto al fuego y Bogo se percató de que la piel de sus zapatos y la tela de sus calzas comenzaban a chamuscarse. Gritó asustado y las mujeres retrocedieron, sin dejar de reír, al tiempo que el alguacil forcejeaba y se ponía en pie. Dos lo persiguieron, lo arrojaron al suelo a puntapiés y le atizaron puñetazos. Una de las mujeres imitó instintivamente la práctica habitual de las refriegas callejeras, y le arrancó de un mordisco el lóbulo de una oreja. Bogo aulló y, al percibir su dolor, las mujeres gritaron triunfales. Fue el grito salvaje, seco, prolongado y exultante que a menudo resonaba de un extremo a otro de Londres. Fue el grito de la ciudad propiamente dicha. Lo dejaron tendido en Old Change, mientras la sangre manaba de la herida y caía sobre la tierra y la piedra.

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