Capítulo I

El cuento de la priora

La señora Agnes de Mordaunt estaba sentada ante la ventana de su cámara y contemplaba el jardín de la Casa de María en Clerkenwell. Con anterioridad, su tía había sido priora y Agnes se hizo cargo de la responsabilidad familiar, tanto de los acres como de las almas que habían estado bajo su cuidado. El jardín recibía el nombre de «Forparadis», es decir, «fuera del paraíso», aunque en esa apacible mañana de febrero parecía bendecido por el aire del Edén. Era de forma triangular, para conmemorar la Santísima Trinidad, y a cada lado había un macizo triangular. Los tres senderos que los conectaban fueron construidos con treinta y tres losas, y los tres muros que rodeaban el jardín, cada uno de los cuales medía treinta y tres pies, estaban compuestos por tres capas de piedras: guijarros, pedernal y pizarra. Alrededor del cerezo habían plantado lirios, en recuerdo de la Resurrección, ya que en el lenguaje de las flores eran las palabras que la priora conocía de memoria: «El justo crece como el lirio y prospera a la vista de Dios». La señora Agnes suspiró. ¿Alguien podría proporcionar más desdicha a esa casa? ¿Quién puede dar más calor al fuego, gozo al cielo o dolor al infierno?

Más allá del jardín amurallado, en los campos que se extendían hasta el río, podía ver la fábrica de malta, el palomar, el conocido cobertizo de los carros y, junto a las cuadras, el estercolero. En la orilla occidental del río Fleet, se alzaba el molino y, del otro lado, una casita de paredes encaladas y techo de paja que pertenecía al intendente del convento. El molinero y el intendente libraban una interminable batalla legal por los derechos sobre el río que fluía entre sus tierras. A menudo habían cogido una de las gabarras del Támesis y navegado desde el nacimiento del Fleet hasta Westminster, a fin de defender su causa ante un juez o un abogado, pero no habían resuelto nada; el intendente había dicho a Agnes que el viaje en barca podía costar sólo dos peniques, pero la ley le cuesta todo a un hombre. La priora había intentado interceder y varias personas, incluida la cilleriza, habían insistido en que era como echarle margaritas a los cerdos.

Olió el vapor que escapaba de la cocina situada frente al claustro y percibió el repiqueteo de los platos de latón que llegaban para tomar pan con ternera después de la prima. ¿Discurriría el mundo siempre de la misma manera hasta el día del Juicio Final? Somos cual gotas de lluvia que caen oblicuamente sobre la tierra… El mono de la priora reparó en su melancolía, trepó a sus hombros y se puso a jugar con el anillo de oro que colgaba de un hilo de seda entre sus pechos. La priora le cantó una nueva canción francesa, Jaytout perdu mon temps et mon labour, mientras le hacía malabarismos con una avellana.

Agnes de Mordaunt había ingresado en la Casa de María siendo muy niña, y había conservado el embotado recato de su infancia. También podía mostrarse excitable e irascible y enorgullecerse de su exaltada posición, como lo harían los niños. Algunas monjas jóvenes comentaban en voz baja que, el día de los Inocentes, debería copular con el obispo niño. Su cámara estaba revestida de tela verde y las cortinas eran del terciopelo del mismo tono. Consideraban que el verde era el color de los espíritus amigos del mundo terrenal. La priora había dicho que no era sensato despertar el pozo. El pozo de ese clérigo se encontraba justo al otro lado del muro de piedra del convento, a pocos pies de la enfermería, y lo consideraban un lugar sagrado [1].

A esa hora de la mañana, bebía hipocrás o clarea, el vino dulce que calmaba su estómago sensibilizado por las ordalías que recientemente había soportado. Los rumores sobre los extraños sucesos en el convento habían llegado hasta las casas de comida de East Cheap y los puestos de venta de pescado de Friday Street; aunque no le habían transmitido esos comentarios algo confusos, Agnes era consciente del extraño desasosiego que la rodeaba y se sentía molesta. Hundió el dedo en el vino con miel, antes de ofrecérselo al mono para que lo chupase.

– El índice es el hombrecillo -murmuró con aquella voz pueril que la habría llevado a sentirse incómoda de haber tenido compañía-. Este es el dedo sanguijuela, el que usa el médico. El siguiente recibe el nombre de hombre largo. Es el tocador o rebañador. ¿Lo comprendes? Es con el que te toco la nariz… -Unos golpes decididos en la puerta hicieron que la priora saltara de su asiento junto a la ventana-. ¿Quién es?

– Idónea, señora.

– Idónea, entra, en nombre de Dios.

La segunda priora, una monja anciana cuyo rostro estaba tan descarnado y picado de viruelas como la carne excesivamente salada, apenas aguardó a que la invitara a pasar. Fingió presurosa una reverencia, pero era evidente que le resultaba imposible contener su entusiasmo.

– Ha sufrido un ataque. Habla con una voz que no es la suya.

Como siempre, Agnes miró con actitud compasiva el semblante poco agraciado de Idónea.

– Está luchando con Dios.

No era necesario explicitar a quién se referían. Sor Clarice, la monja loca de Clerkenwell, había sido concebida y parida en los túneles que discurrían por debajo del convento.

– ¿Dónde está?

– En la cámara pintada.


* * *

Ya había reinado la infelicidad en la Casa de María. Ciertas hermanas habían provocado un gran escándalo durante el mandato de Joyeuse de Mordaunt, la tía de Agnes, cuyos achaques evidentes le impidieron sujetar con mano firme a su grey. A doscientas yardas del convento, se alzaba el más que celebrado priorato de San Juan de Jerusalén, casa de los caballeros hospitalarios. Extenso conjunto de edificios de piedra, capillas, huertos, jardines, estanques con peces, viviendas de madera y letrinas, que se extendían por el sur hasta Smithfield y por el oeste hasta el río Fleet; se trataba de una institución antigua, más sagrada si cabe por las reliquias con que varios pontífices le habían obsequiado, entre las cuales figuraban un frasquito con leche de los senos de la Virgen María, un retal de la lona de la vela de la embarcación de san Pedro, una pluma de las alas de Gabriel y fragmentos de los panes y los peces multiplicados. Hacía poco, un hombre mudo y ciego de nacimiento había recuperado esos sentidos con una gota de la leche de la Santísima Madre. El priorato desempeñaba la función de templo y albergue para los viajeros, así como de hospital y de granja agrícola, aunque veinte años antes también se había hecho famoso por el libertinaje de los hombres que vivían entre sus muros. Según lo que había dicho el legado cardenalicio que el Papa envió para investigar la cuestión, el priorato había albergado «diversiones nerviosas y demoníacas», así como «danzas y juegos lascivos».

Hubo consenso en que la culpa era, básicamente, de la proximidad de las monjas jóvenes. Comentaron lo impacientes que estaban por cruzar el terreno comunal de Clerkenwell a fin de confesarse con los sacerdotes destinados al priorato, y no tardó en quedar de manifiesto que la confesión no era su propósito principal. El cillerero del priorato comentó con la cocinera del convento que habían visto a las hermanas bailando y tañendo el laúd; según su explicación, «el diablo bailoteaba sobre sus cabezas». Algunas monjas se colgaron del cuello sartas de cascabeles, lo que llevó a la cocinera a denominarlas «vacas del demonio». Se dijo que, por solidaridad, la responsable de las novicias abandonó su vara de abedul y se sumó al desenfreno. También repararon en que varias hermanas muy jóvenes estuvieron ausentes durante las vísperas y las completas. La señora Joyeuse de Mordaunt padecía de parálisis, y resultó imposible hacerle entender la gravedad de los informes.

El caos fue tal que el prior de San Juan se sintió obligado a solicitar audiencia secreta con el obispo de Londres. Este ordenó el correspondiente castigo, le recordó el texto según el cual «El mal tendrá lo que se merece» y entrevistó personalmente a las monjas del convento de Santa María. Por el informe del procedimiento, se supo que había habido muchas carreras, saltos y vuelos, muchas sorpresas y descubrimientos entre los monjes y las hermanas. También habían sucedido otras atrocidades. Algunas monjas reconocieron que, en el cobertizo de los carros y en el horno, habían tenido encuentros clandestinos con los criados del convento; hasta el templo propiamente dicho se había convertido en punto de citas. Los ciudadanos solían decir que a las hermanas les gustaba tener el jengibre caliente en la boca, y en ese momento el aforismo popular quedó definitivamente consolidado. En consecuencia, despidieron a un cocinero, un portero, un jardinero y un vaquero, a la vez que las monjas descarriadas caían en desgracia y eran enviadas a otros conventos. Según el obispo, mediante su dispersión pretendían que su ardor se convirtiese en frialdad.

El descubrimiento más escandaloso fue el último; sor Eglantine, la enfermera, reveló que entre el priorato y el convento existía una sucesión de pasadizos subterráneos. Su construcción era anterior a la fundación de sendos centros religiosos y, aunque fue imposible deducir su propósito original, en años recientes había sido utilizado como conveniente vía de entrada y de salida por los que no querían ser vistos. En el informe secreto del obispo, enviado a Roma sellado y lacrado, también se revelaba que ciertos niños nacidos de la unión ilícita entre monje y hermana permanecían en dichos túneles hasta que cumplían la edad en la que, sin provocar escándalo, se incorporaban a la vida de las congregaciones religiosas. Clarice, cuyo comportamiento tanto perturbaba el sosiego de Agnes de Mordaunt, era uno de esos niños.


* * *

La venganza divina fue fulminante. El mismo año del nacimiento de Clarice, 1381, el desastrado ejército de Wat Tyler tomó por asalto el priorato de San Juan y lo incendió; el prior en persona fue decapitado en Clerkenwell Green. Mientras el fuego causaba estragos, y como muestra de su debilidad y desvalimiento, las monjas de la Casa de María condujeron a Joyeuse de Mordaunt a la presencia de los rebeldes y dijeron a Tyler: «La Virgen nos protege».

Tyler rió y levantó el sombrero a modo de saludo; ya había mojado las plumas con la sangre del prior. Las hermanas temían una violación en masa, y sólo tuvieron que soportar un puñado de comentarios salaces. El convento se salvó pero, tres meses después, la anciana priora murió de apoplejía. Sus últimas palabras fueron: «La cabeza cayó antes de que se pusiera el sombrero».


* * *

Agnes de Mordaunt se acomodó el velo y el griñón, a fin de asegurarse de que llevaba la frente cubierta, y siguió a la hermana Idónea al exterior de la cámara; con una cinta larga ató el mono a la base del taburete que contenía el orinal, cogió el báculo y descendió por la escalera de piedra hasta el refectorio. Antes de ver a sor Clarice, quería comprobar que las demás estaban tranquilas. Estaban a punto de terminar la carne con pan. Sor Bona, la segunda chantresa, leía en voz alta la Vitis Mystica yexplicaba los cinco sentidos del oído, la vista, el olfato, las sensaciones y la masticación. Cuando Agnes entró, sor Bona interrumpió la lectura y las otras se pusieron en pie.

Las monjas respetaban el voto de silencio y utilizaban el lenguaje de los signos para recibir sal o cerveza; por ejemplo, para pedir sal había que colocar el pulgar derecho sobre el izquierdo. Agnes sospechaba que antes de su entrada había habido un ligero cuchicheo, un murmullo compuesto de sic o non, mientras la hermana Bona proseguía con la lectura lenta y constante del tratado. De haber pillado a alguna monja, la habría obligado a comer en el solano del convento, con las enfermas y las débiles mentales, pero todas mantuvieron el decoro bajo la atenta mirada de la señora Agnes. La priora cruzó el refectorio y reconoció sus muestras de respeto con una ligerísima inclinación de cabeza, aunque no pudo dejar de dirigir una mirada de soslayo a la hermana Beryl, que sonreía de oreja a oreja. Sonreír no era pecado, sobre todo porque las Sagradas Escrituras predican que en el cielo todos seremos felices, pero la expresión de Beryl indignó a Agnes; se trataba de la secreta indignación de una niña que se sentía excluida del juego.

Sor Idónea caminó lentamente tras ella y tropezó con los adoquines cuando franquearon la puerta lateral del refectorio.

– No deberías caminar con el calzado mojado. -A Agnes le costó guardar la compostura y abstenerse de reír-. Las piedras son traicioneras.

Cruzaron el claustro rumbo a la cámara pintada, una pequeña estancia contigua a la sala capitular, que la tesorera utilizaba como despacho.

La hermana Clarice estaba en un rincón, con las manos cruzadas sobre el pecho.

– ¿Dónde están las alegres prendas, las sábanas suaves y el monito que juega con un anillo? -La priora guardó silencio-. Agnes, concebirás con un bendito y darás a luz al quinto evangelista.

Aunque Clarice sólo tenía dieciocho años, su voz ya poseía una autoridad implacable.

Agnes se estremeció.

– Escucha, cocatris, te enviaré a hacer penitencia entre los leprosos de Saint Giles.

– Y yo les enseñaré las palabras de Jesucristo, el hacedor de flores.

– Lo dudo mucho. Eres la narradora del diablo.

– ¿Es el diablo quien me habla del rey? ¿Es el diablo quien vaticina su perdición?

– ¡Ave Genetrix! ¡Madre de las mentiras!


* * *

Todo comenzó por un sueño o visión. Tres meses atrás, Clarice había enfermado de fiebres y, confinada en el lecho, le contó a la enfermera que había visto un demonio con figura de retaco deforme y antiguo que rondaba el dormitorio y tocaba la cama de cada una de las monjas. A continuación, el retaco se había dado la vuelta y le había dicho: «Hermanita, apunta con cuidado cada una de las camas que he señalado, porque no les faltará mi visita». En otro sueño o visión, Clarice se abalanzó sobre el diablo y le asestó una sarta de puñetazos; éste rió, se situó fuera de su alcance y comentó: «Ayer molesté mucho más a tu hermana la chantresa, pero no me pegó.» Al enterarse de esa extraña conversación, la chantresa en persona se indignó y reclamó a Agnes que reprendiese a Clarice en la sala capitular y en presencia de toda la comunidad.

Por eso Agnes invitó a la joven monja a su cámara.

– Ya sabes que existen tres clases de sueño. Está el somnium coeleste o influencia celestial, pero tu viento no sopla de ese cuadrante.

Clarice rió de viva voz.

– Señora, púrgueme con ruibarbo.

– También existe el sueño que mana del somnium natural ytus humores corporales. El tercero procede del somnium animale o abatimiento del espíritu. Clarice, ¿puedes decirme a cuál corresponde el tuyo? -La monja negó con la cabeza-. ¿Sabes que tienes la cabeza llena de lechuzas y simios? -Clarice continuó en silencio- ¿Sueñas con el rey Ricardo?

– Sí. Sueño con los condenados.

Agnes pasó por alto esa respuesta peligrosa.

– A veces el sueño recibe el nombre de encuentro. En ese caso, ¿qué es lo que te visita?

– Soy hermana del día y de la noche. Soy hermana de los bosques. Vienen a verme.

– Balbuceas como los niños.

– Pues en ese caso debería estar en un sitio oscuro, bajo el convento.

La señora Agnes cruzó la cámara y abofeteó a Clarice. El mono se puso a chillar y a parlotear, y repentinamente la priora experimentó una necesidad abrumadora de dormir.

– Pido a Dios que me dé sabiduría suficiente como para alcanzar el juicio verdadero. Retírate.


* * *

Esa misma noche, la hermana Clarice abandonó el lecho y lloró como si un poder invisible la regañara. Aunque se resistió tanto como pudo, pareció empujarla desde el dormitorio hasta el coro de la iglesia. Se tumbó en uno de los sitiales y se puso a hablar en voz baja. Alarmadas, muchas de las monjas se congregaron, entre ellas la enfermera y la segunda priora, que por la mañana repitió las palabras a la señora Agnes: «Despertará al despilfarrador con agua. Antes de que se cumplan cinco años, a través de las inundaciones y del mal tiempo se desatará tal hambruna que la fruta no llegará a madurar. Me lo ha advertido él… Cuando veas el sol torcido y las cabezas de dos monjes, cuando veas que una monja tiene el poder y que se multiplica por ocho, la muerte se acercará y Davy el peón morirá de desesperación». La peste o «muerte» había llegado hacía solo nueve años y la profecía de Clarice fue tan alarmante que dos monjas sufrieron un ataque de llanto. Las demás vieron horrorizadas que Clarice se arremangaba los hábitos, y a la vista de todas se llevaba la mano al sexo y gritaba:

– La primera casa del domingo pertenece al sol y la segunda a Venus.

A continuación, sufrió un vahído y la trasladaron a la enfermería, en la que permaneció durante seis días.

El convento estaba alborotado. La priora se postró ante el altar mayor y oró varias horas en silencio; las hermanas a su cargo se dirigieron a la sala capitular y, con voz baja, analizaron si los pecados de la comunidad habían provocado ese castigo. Susurraron las palabras fantasía, imaginación, fantástico e ilusión… aunque otras sugirieron que sor Clarice había recibido, sin lugar a dudas, inspiración divina, y que sus palabras eran proféticas.

Dos tardes después del episodio en el sitial, la priora consultó al capellán de monjas, un joven benedictino que respondía al nombre de John Duckling. Conocía las artes médicas y, según sus explicaciones, todas las artes habidas y por haber.

– Podríamos cortar una vena de la frente para tratar el frenesí -explicó a la señora Agnes.

– ¿Y las de las sienes?

– Sólo sirven para tratar la migraña. Verá, el primer ventrículo del cerebro se sitúa aquí -se tocó la frente, lisa como la de cualquier monja-. Es la sede de la imaginación, que recibe las cosas que contienen la fantasía. ¿Sabe que el cerebro es blanco como el lienzo del pintor? El color permite que sea manchado por la razón y la comprensión.

– ¿Es verdad que todas las venas nacen en el hígado?

– Por supuesto. -El capellán se mostró momentáneamente desconcertado-. Pero ahí no podemos cortar. Señora, allí hay demasiada carne, demasiada.

La señora Agnes sonrió.

– John, dudo que en su cerebro encontremos mucha materia.

– Desde luego que no. Dé a la pobre hermana un poco de pan tostado y vino antes de iniciar la sangría. A continuación, corte la vena con un instrumento de oro. Esa es la norma. Una vez quitada la sangre, envuélvala en una tela azul y ponga buen cuidado en que sus sábanas sean del mismo color. Cerciórese de que duerme del lado derecho y de que su gorro de dormir tiene un orificio a través del cual puedan escapar los vapores.

En lugar de permanecer con la cabeza inclinada y con las manos ocultas en las mangas, el capellán de monjas deambulaba de un extremo a otro de la cámara de la priora.

Agnes se empeñó en no hacer caso de tamaña descortesía, ya que se trataba de un asunto urgente.

– ¿Y si sus humores se rebelan? -quiso saber la priora.

– La salvia es buena para las convulsiones. De ahí que se diga que nadie tiene por qué morir si en el jardín crece salvia. Déle salvia mezclada con excrementos de gorrión, de niño y de un perro que sólo coma huesos.

– Había pensado en el eléboro para purificarla.

– Nada de eso. El eléboro es una planta amarga e intensa, tan ardiente y ponzoñosa que sólo debe emplearse con cautela. Vaya, he visto hombres que después de ingerir eléboro estaban tan embotados que parecían muertos.

La señora Agnes planteó esas preguntas porque temía que la hermana Clarice se negase a someterse a una sangría y tal vez haría falta sujetarla. Cualquier muestra de violencia provocaría quejas y agitación entre las monjas más jóvenes. Lo cierto es que Clarice no planteó el menor reparo. Se mostró totalmente complaciente, como si le sentara bien la posibilidad de convertirse en objeto de las atenciones médicas. Nadie que estuviese ordenado podía derramar sangre, por lo que pidieron a Hubert Jonkyns, el médico local, que acudiese al convento. Era competente en las artes de la sangría, e hizo sentar a Clarice en un retrete desmontable, a horcajadas, antes de sajarle delicadamente la vena. La monja no habló ni se movió; se limitó a sonreír cuando el médico acercó el frasco a su frente; Jonkyns presionó la vena con delicadeza y Clarice lo miró con ternura al tiempo que soltaba un pedo cuyo olor impregnó la cámara. Cuando terminó su trabajo, el médico le palmeó la cabeza.

– Es posible que con la sangría pierda un poco de memoria -explicó-. Péinese cada mañana con un cepillo de marfil, ya que no hay nada más adecuado para recuperar los recuerdos. Las nueces son nocivas para la memoria. Las cebollas también. Evítelas. No permanezca cerca de la compañía de una persona pelirroja o rubicunda.

– La hermana Idónea está siempre presente -dijo Clarice.

El matasanos no entendió a qué se refería, se volvió hacia el capellán de monjas, que permanecía de pie en un rincón, y musitó:

– La blancura de su cuello es señal de lascivia. ¿Ha olido su pedo?

Pese a las advertencias de Hubert Jonkyns, esa noche Clarice no durmió bien. A la hora de las laudes abandonó el lecho y, a la vista de las que se habían reunido en el sitial, se dedicó a barrer la nave del templo al tiempo que vaticinaba el encantamiento y la ruina del convento. También aseguró que todas las iglesias de Inglaterra serían destruidas y arrasadas.


* * *

Los rumores sobre sus profecías no tardaron en traspasar los muros del convento y llegar a la ciudad en la que, dada la época turbulenta de un soberano débil y desgraciado, sus advertencias no cayeron en saco roto. Algunos la apodaron la monja loca de Clerkenwell y muchos la veneraron en tanto bendita doncella de Clerkenwell. El exorcista del obispado celebró varias entrevistas con ella, pero llegó a la conclusión de que estaba aturdida y era contradictoria. En uno de esos encuentros, Clarice le dijo: «La dulzura de la madre de Jesucristo ha traspasado mi corazón. Vino a mí y me pidió que cantara O Alma Redemptoris mater».

– La señora Agnes afirma que sólo sueñas con los condenados. Al menos es lo que dijiste.

– No puedo dar más explicaciones sobre ese asunto. Aprendo la canción, pero tengo poca gramática.

Luego reclamó con insistencia al Redentor.

En otro encuentro, sor Clarice vaticinó la llegada del fuego y la espada, y a continuación aulló ante la perspectiva de la gloria. El exorcista no consiguió desentrañar sus palabras, y su único consejo consistió en que permaneciese en el convento y que bajo ningún concepto caminara por el exterior.

Tres semanas después de que sor Clarice se pusiera a barrer el templo, de calle en calle se difundió otro acontecimiento extraordinario. Oyeron que la chantresa gritaba estentórea y repetidamente. Fueron corriendo a la sala capitular, donde la chantresa permanecía de pie, y vieron a varias monjas tumbadas en el suelo de piedra, con los brazos extendidos en forma de cruz; estaban rodeadas por un círculo de pequeñas imágenes de la Virgen, talladas en madera y en piedra, entre cada una de las cuales se encontraba una vela encendida. Con voz baja, las hermanas cantaban la antífona Media vita in marte sumus; la chantresa había pensado que entonaban Reuelabunt celi iniquitatem ludi, que se empleaba, sobre todo, como sortilegio. Por eso había gritado. Una monja se incorporó y arrojó una vela a sus sorprendidas y aterrorizadas hermanas; otra mordió tres veces los juncos como señal de maldición. Temieron que todo el convento estuviera poseído y la priora ordenó que las hermanas transgresoras fuesen encerradas en los sótanos.


* * *

La mañana posterior a ese lamentable episodio, la señora Agnes de Mordaunt entró en la cámara pintada en compañía de la hermana Idónea y acusó a Clarice como la madre de las mentiras.

– Aquí has provocado terribles males, como si un cerdo corretease entre nosotros -dictaminó la priora.

Clarice miró con atención los pechos de Agnes.

– El anillo de una monja es como una anilla en el morro de una puerca.

La priora contuvo el impulso de golpearle la cabeza.

– Clarice, te equivocas con las palabras, tropiezas.

– No es cierto. Piso terreno pedregoso.

– Hija, en ese caso reza por tu liberación.

A renglón seguido, Clarice se arrodilló.

– Pido a María, la Santa Madre de Dios, que las cinco heridas de Su único hijo engendrado vuelvan a aparecer. -Agnes la observó con desagrado. Sospechaba que había muchas y sutiles artimañas en el comportamiento de la joven monja, pero no podía demostrarlo-. Surgirán en las cinco heridas de la ciudad cuando sea elevada a la gloria.

– Hablas desde un lugar oscuro.

– En Londres habrá cinco incendios y cinco muertes.

Clarice, que seguía de rodillas, comenzó a cantar:


Cuando llegó al pasillo de Santa María,

donde las monjas solían orar,

las vísperas ya estaban cantadas, el santuario

había desaparecido

y las hermanas la vida habían perdido [2].

Ante la súplica sincera de la señora Agnes, Robert Braybroke, obispo de Londres, mandó llamar a Clarice a su palacio de Aldermanbury. Robert era un clérigo que se había enriquecido gracias a los beneficios eclesiásticos, un hombre robusto y de buen color que tenía fama por sus arrebatos súbitos de ira y violencia. Hizo esperar a la monja en una pequeña cámara de piedra contigua al gran salón y, después de mucho rato, la condujeron a su presencia. El obispo sumergió los dedos en un cuenco con agua de rosas.

– Aquí está la pequeña monja que alumbra grandes palabras. Oh, ma dame, il faut initier le peuple aux mystères de Dieu. ¿Es ésa tu canción? Podéis retiraros.

Los dos canónigos que la habían acompañado abandonaron rápidamente la estancia. Permanecieron en el pasillo, pegados a la puerta, pero no oyeron lo que decían… aunque en determinado momento les llegaron risas.

Cuando terminó la audiencia, Robert Braybroke salió con la monja cogida del cuello.

– La niña que sabe espera -afirmó.

– La niña que sabe conoce a su padre -replicó con sorna la monja.

– Clarice, recuerda que ahora yo soy tu padre.

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