Capítulo IV

El cuento del erudito

Cinco días después de la muerte de Radulf Strago, el fraile William Exmewe entró en la tienda de un librero de Paternóster Row; era habitual ver frailes en esa calle, ya que las librerías vendían salterios y libros de horas, así como libros de canon y doctrinales. Ese librero en concreto se dedicaba a las obras de contrapunto, con sus kirieleisón y sus secuencias y, aunque se había desprendido de gran parte de sus reservas durante la semana de la Pasión, esperaba que los Siete Dolores de Nuestra Señora renovasen el interés por las aleluyas. Por añadidura, abril era el mes en que a la gente le gustaba salir de peregrinación. Dadas las circunstancias, tenía un buen negocio y también trabajaba como amanuense, añadiendo nuevos días festivos a los libros sagrados.

El librero no estaba en la tienda cuando William Exmewe franqueó la puerta con la capa negra arremolinándose a sus espaldas. El erudito Emnot Hallyng llegó poco después; se había calado el sombrero bajo la capucha y chocó con el dintel, lo que le llevó a retroceder sobresaltado. Ya estaba presente un intendente; Robert Rafu comprobaba la resistencia de las cadenas que rodeaban y protegían los libros mediante la simple maniobra de tironear con fuerza. A continuación, entró otro ciudadano que, a juzgar por su vestimenta, era un rico terrateniente; Garret Barton poseía tierras al otro lado del río, en Southwark, y era propietario, en ese barrio, de muchas posadas para peregrinos y otros viajeros.

– ¡Bajad, bajad! -exclamó una voz.

Los cuatro hombres se saludaron murmurando «Dios está aquí» y descendieron por la escalera de piedra hasta la cripta del negocio de libros.

Entraron en una estancia de forma octogonal, con un banco de piedra que rodeaba las paredes; al este de la cripta había un elevado asiento de piedra y, en el centro de la cámara, un escritorio de madera. Otros hombres y mujeres se habían congregado allí, y el suave murmullo de las voces cesó cuando William Exmewe se acercó al asiento del este. Su público se acomodó en el banco de piedra de poca altura.

– Richard Marrow, ha sido un buen comienzo -declaró el fraile sin exordio formal.

El carpintero, situado entre los demás, inclinó la cabeza.

– Sólo hicieron falta una vela y un poco de polvo negro.

– Bien dicho, Marrow, bien dicho. ¿Conoce el verso «Descubriremos Jerusalén a la luz de las velas»?

El terrateniente Garret Barton tomó la palabra:

– El oratorio parecía de pasta, estaba hecho para romperse…, como las promesas de los falsos frailes. Sus indulgencias, sus oraciones y sus treintanarios de réquiems son ilusiones demoníacas, inventadas por el padre de las mentiras propiamente dicho.

Robert Rafu se sintió impulsado a hablar:

– Las oraciones no ayudan a los muertos, del mismo modo que el aliento de un hombre no permite que un gran barco surque las aguas.

William Exmewe se explayó sobre el tema:

– Los prelados y los coadjutores orgullosos de su riqueza pasan toda la vida en la noche oscura. Su vista está llena de oscuridad y de humo y, por consiguiente, están pictóricos de lágrimas. ¿Qué es un obispo sin riqueza? Episcopus Nullatensis. El obispo de la nada. ¿Qué hacen ahora, salvo temblar ante la monja loca de Clerkenwell? -Todos rieron. Se habían enterado de que habían llevado a sor Clarice ante el tribunal del consistorio con el pretexto de que había realizado profecías falsas, pero la liberaron inmediatamente por insistencia de los ciudadanos, que se congregaron en las proximidades del tribunal y lanzaron imprecaciones y clamores-. Esos prelados son mudos insensatos en el reino del infierno, perros mudos que no ladran en tiempos de necesidad.

– ¡Rezan a Nuestra Señora de Falsingham! ¡Veneran a Tomás de Canterbury!

– Sus imágenes tal vez no sean buenas ni malas para las almas, aunque podrían calentar el cuerpo aterido de un hombre si les prendieran fuego -acotó Exmewe-. La cera derrochada en sus velas serviría para iluminar a los pobres y a los animales mientras trabajan.


* * *

Se trataba de hombres verdaderos, también conocidos como fieles, «conocedores de antemano» o predestinados. Aunque eran pocos, los tildaban de muchas maneras: en París, eran apostolio innocentes, en Colonia los llamaban hombres de inteligencia y, en Reims, humiliati. Creían que su secta existía desde los tiempos de Jesucristo y que el primer cabecilla había sido su hermano; tenían la certeza de que eran los verdaderos seguidores del Salvador y de que conformaban la iglesia o comunión invisible de los salvados, conocida como congregacio solum salvandorum. Rechazaban el ceremonial y las convicciones del estamento eclesiástico, y los condenaban por considerarlos atributos del dios de este mundo que recibe el nombre de Lucifer. El Papa era una extremidad del maligno, tan corrupto en su pecado como una bestia en su estiércol; los prelados y los obispos también eran materia que merecía arder en el infierno para toda la eternidad. Las iglesias eran los castillos de Caín.

Los llamaban innocentes o «conocedores de antemano» porque, en tanto verdaderos seguidores de Jesucristo, estaban absueltos de todo pecado. Todos y cada uno compartían la gloria del Salvador y sus actos estaban motivados exclusivamente por el espíritu divino. Podían mentir, ser adúlteros o matar sin remordimientos. Si robaban a un pordiosero o provocaban la muerte en la horca no tenían nada que temer; el alma cuya vida corporal arrebataban retornaba a sus orígenes. Los predestinados podían cometer sodomía o yacer con cualquier hombre o mujer; debían satisfacer libremente las apetencias de su naturaleza porque, de lo contrario, perdían la libertad de espíritu. Podían matar justificadamente a todo hijo concebido por sus actos y arrojarlo al agua como a los gusanos, sin necesidad de confesarse; el niño también retornaba a sus orígenes.

Se reunían en lugares pequeños y secretos, ya que estaban considerados como los más peligrosos de todos los herejes. Hacía sólo seis meses el tribunal obispal había divulgado una orden que prohibía «congregaciones, pequeñas reuniones, asambleas, alianzas, confederaciones y conspiraciones» contra la Santa Iglesia.

Sólo ellos conocían sus nombres y, cuando se cruzaban en la calle, no se saludaban. Los predestinados estaban tan convencidos de su santidad que buscaban impacientes el Día del Juicio. Exmewe les había explicado que el gran Anticristo sería un franciscano apóstata; en ese momento contaba veinte años y durante el próximo año aparecería en Jerusalén. El ungido, el segundo Jesucristo del día del juicio, sería «conocedor de antemano», como ellos; era el Hijo del Hombre anunciado en el Apocalipsis. Ya había bebido la sangre de Jesucristo y, en su venida, liberaría a Dios del sufrimiento por la creación del mundo; se lo conocería como Jesucristo imperator et deus.

Meses atrás, Exmewe los había reunido en la cripta del negocio del librero y les había dado una charla sobre las diversas señales:

– Existen numerosas muestras que aparecerán antes de ese día, mediante las cuales sabremos perfectamente que el día está próximo más que lejos. Entre ellas figuran los signos o muestras que Jesucristo proclama en el evangelio cuando dice: «Habrá señales en el sol, la luna y las estrellas». Debéis comprender que Jesucristo no sólo habla de portentos que pueden vislumbrarse en los planetas visibles que aparecen ante nuestros ojos, sino de muestras espirituales, de comprensión más sutil, sobre la venida de la perdición.

A lo largo de las semanas siguientes, Exmewe se refirió a los círculos entrelazados y a las cinco heridas de Londres. Del mismo modo que la sangre del niño asesinado se queja a menos que se cubra, la sangre de Jesucristo sólo se vuelve visible cuando se le quita el paño pintado del mundo.

– Debemos volver a colocarlo en el árbol para que Su imagen abarque la creación. En Su muerte mortal, Jesucristo padeció cinco heridas; debemos infligir cinco golpes mortales a cinco lugares distintos de la iglesia carnal que es la iglesia de este mundo. ¿Por qué cinco? Es la imagen de cuanto existe. Los cinco gozos. Los cinco sentidos. Tenemos el universo triple, el círculo triple de tierra, aire y mar, a los que debemos añadir tiempo y espacio, que son los ángeles de Dios. Por lo tanto, cinco. Me ha sido revelado con palabras que son un canto escogido ante Dios, la luz de nuestra vida, miel para un alma amarga. Cuando los círculos de fuego se pinten sobre Londres, será el signo certero de que la muerte ha traspasado la puerta, de que el juicio no está lejos.

Así fue como los convenció de que cinco iglesias o santos lugares de Londres debían ser visitados por el fuego y la muerte. Sólo de esa forma llegaría el Día de la Perdición.


* * *

El erudito, Emnot Hallyng, había abandonado la cripta y caminaba por Bladder Street hacia su vivienda en Bevis Marks. El toque de queda estaba próximo; los últimos vendedores ambulantes terminaban de llenar sus cofres y cajas, al tiempo que en la luz mortecina los fruteros y los barquilleros ofrecían su mercancía a los que se dirigían corriendo a su casa. Pasó frente a una posada conocida como Wrestlers y oyó las palabras «corona» y «paz»; los que ya estaban bebidos discutían sobre la decisión del rey Ricardo de marchar en barco a Irlanda, pese a las amenazas que representaba la enemistad de Enrique Bolingbroke, que estaba desterrado en Francia. De todos modos, a Emnot no le preocupaban esas cuestiones, ya que observaba los acontecimientos de este mundo con un hastío rayano en el desagrado. ¿Qué significaba el rey para él? Menos que una brizna de paja.

Compró un barquillo por un cuarto de penique y, cuando le hincó el diente a la superficie crujiente, se preguntó cuál era la cantidad de esa noche. Aprendía por su cuenta geometría o arte métrica. Ese día el sol estaba a veintiún grados y seis minutos de Tauro, por lo que era propicio para los tendones y el corazón. Era sabido que el mundo se creó durante el equinoccio vernal y que Dios hizo a la humanidad en el mes de abril, por lo que la estación abundaba en propiedades mágicas. De todas maneras, ¿era una buena noche para los experimentos? En las horas de queda Emnot practicaba alquimia, pero se cercioraba de que las ventanas de su alojamiento estuviesen tapadas con tela negra para que no se vieran las ascuas. Era él quien había preparado la pólvora y se la había dejado a Richard Marrow en el cobertizo verde de extramuros.

Le había dicho: «Este polvo no está mal. Se cogen dos onzas de salitre y media de azufre y se amasan en el mortero con vinagre de vino tinto. ¿Nota el olor del azufre? A continuación, se añade sal amoníaca y salitre mezclado con carboncillos. De ahí el tono negruzco. Se calienta en la cazuela, a fuego bajo, y, una vez bien seco, se muele hasta convertirlo en polvo fino, como éste. ¡Es tan ligero que hasta pasa por el tamiz! No hay mejor carbón para este propósito que el que se obtiene del tilo».

También empleaba el carbón en su búsqueda del oro alquímico. No era avaricioso. Siempre había sido apasionado y curioso, pero no lo movía la codicia. Carecía de la ambición de los bienes terrenales y, al igual que la salamandra legendaria, sólo vivía en el fuego de su imaginación. Había calculado su horóscopo como el momento en el que el sol estaba en Géminis, con Cáncer en cierto declive; era el período de exaltación de Júpiter, con lo cual Emnot confirmó que su vida sería de estudio y aprendizaje. Por lo tanto, el valor del oro lo traía sin cuidado, era la búsqueda en sí misma lo que le satisfacía. En tanto predestinado, creía que estaba singularmente bendito en todas sus actividades y no dudaba de su capacidad de crear oro a partir de sustancias inferiores. Se trataba de una cuestión tanto de meditación como de cálculo, de reunir en un único modelo todas las fuerzas del mundo. El trabajo comienza cuando el sol se debilita, en su ardiente declinación entra en Capricornio y brilla pálidamente. Cuando las esferas se alinearan con sus humores corporales y los elementos de la materia base se calcinasen y revivieran en proporción con las veintiocho casas que pertenecen a la luna, la hora radiante entraría en su alambique.

Emnot amaba los números y los modelos. Había intentado desarrollar la geometría del movimiento de las palomas del patio de debajo de su vivienda; calculó las posibilidades de ver más de una vez al mismo desconocido en determinada calle; contempló el firmamento e intentó adivinar la distancia existente entre cada una de las nueve esferas. Por eso estaba tan convencido de la imagen de William Exmewe sobre los círculos que forman parte de un círculo mayor: confirmaba todo aquello que pensaba y en lo que creía. Emnot Hallyng siempre había sido apasionado y activo. Se lamió los dedos para quitarse los restos de huevo y queso antes de subir la escalera a la carrera.

Alguien le esperaba, agazapado en un rincón.

– ¿Quién vive? ¿Quién eres? ¿Por qué estás en las penumbras?

– Soy yo, Gabriel.

Gabriel Hilton, joyero de profesión, era primo de Emnot. Habían ido juntos a la escuela, a Saint Anthony en Threadneedle Street, después de lo cual Gabriel se había dedicado al negocio de su padre y Emnot ingresado en Oxford. El benefactor de Emnot era el difunto obispo de Ely, que por varios signos había deducido que su protegido era uno de los predestinados y, consecuentemente, lo había educado. La familia lo llamaba «el erudito de Oxenforde», y a menudo lo ridiculizaba cariñosamente por la palidez de su rostro y su cuerpo enjuto; todos comentaban que era incluso más flaco que su caballo. De todos modos, era inteligente y perspicaz. Fue Emnot quien enseñó a Gabriel Hilton las propiedades de las piedras que vendía. Por ejemplo, le explicó que el diamante siempre debe llevarse a la izquierda; su fuerza siempre aumenta hacia el norte, que es el lado izquierdo del mundo. La esmeralda crece si se guarda con pequeños fragmentos de roca y se riega con el rocío de mayo. La amatista proporciona vigor y virilidad. El zafiro mantiene íntegras las extremidades corporales. El ágata protege de las pesadillas, los encantamientos y los hechizos de los espíritus malvados. Si se pone veneno o ponzoña en su presencia, el rubí se humedece y empieza a sudar. También enseñó a Gabriel que dichas piedras pueden perder sus virtudes a causa del pecado y los excesos de quienes las lucen.

– Primo, ¿qué viento te ha conducido hasta aquí? Hace mucho que no te veo. -Emnot cogió del hombro a su pariente-. Vamos, entra. Quítate el sobretodo y siéntate. -En ese momento reparó en la expresión de Gabriel-. ¿Has visto algo malo?

– Sí. Estoy seguro de que algo malo se me acerca.

– Siéntate.

– Emnot, ¿conoces bien la ciencia esquiva? -Movía la mano a gran velocidad, como si agitara dados invisibles-. ¿Entiendes de soñadores y geománticos?

– Gabriel, no soy hechicero, sino erudito. Ten a bien sentarte.

– Fuiste tú quien me contó que en los astros está escrita la muerte de cada uno, escrita con mayor claridad que cualquier cristal.

– Así es. -Emnot titubeó-. ¿Estás enfermo?

– No padezco nada que un matasanos pueda curar. -Gabriel tomó asiento en un pequeño taburete de madera, pero enseguida se puso en pie y caminó hasta la ventana de herradura-. Sufro de desesperación.

– Gabriel, ni se te ocurra decirlo. Pronunciar esas palabras es un pecado mortal.

– El mío es un gran problema. -El joyero miró hacia la calle-. Estoy señalado.

A continuación, desgranó la historia. Descansaba en su alojamiento de Camomile Street, cuando oyó ruidos en la habitación situada encima de la suya. Notó los pasos de varias personas, así como voces que conversaban; sin embargo, las palabras sonaban tan asordinadas y confusas que no entendió lo que se decía. Se trataba de un ruido grave y enrevesado, que le recordó el sonido de la ciudad cuando se percibe desde los campos. Estaba tumbado en el colchón y de pronto estornudó estentóreamente. La conversación del piso de arriba se interrumpió y, durante unos instantes, reinó el más absoluto de los silencios. Luego oyó sonido de pisadas y la puerta de la cámara del piso superior se abrió de par en par. Gabriel oyó que dos personas bajaban la escalera a toda velocidad y comprobó horrorizado que alguien llamaba enérgicamente a su puerta. El ruido persistió hasta que Gabriel no pudo soportarlo; se acercó con sigilo y apoyó la oreja en la puerta. Fue entonces cuando oyó una respiración jadeante, ruidosa e intensa. Quitó lentamente el cerrojo, levantó el pestillo y miró hacia afuera. No había nadie.

A Emnot le resultó imposible mantenerse en silencio:

– ¿De modo que detrás de la puerta estaban los que no tienen sangre ni huesos?

Gabriel habló con sus vecinos, pero esa tarde nadie había visto ni oído nada; la habitación estaba desocupada y los únicos inquilinos eran los gusanos y las arañas. Habría dejado de pensar en la cuestión porque, como explicó a Emnot, «los hombres pueden llegar a morir a causa de la imaginación». Dos días después, caminaba por Camomile Street rumbo a su tienda en Forster Lane cuando le dominó la extrañísima sensación de que le seguían. Cuando se volvió sólo avistó a los comerciantes y la gente habitual de la zona. Creyó oír que alguien gritaba «¡Que te dan! ¡Que te dan!», pero en medio del clamor generalizado llegó a la conclusión de que tal vez se trataba de la llamada del panadero: «¡Pan!». También recordaba que, en ese mismo momento, un caballo se encabritó y arrojó al jinete al achique de agua y basuras del centro de la calle.

A la mañana siguiente, mientras iba a trabajar, al recorrer ese mismo sector de la calle tuvo el convencimiento de que volvían a seguirle; alguien le apoyó la mano en el hombro y, cuando se volvió alarmado, no había nadie. Desde entonces, el mismo temor lo había dominado en esa calle.

– Es más horrible que todos los monstruos del mundo -explicó a Emnot.

– ¿En qué momentos te apremia?

– Ya al amanecer. Y de nuevo un poco antes del toque de queda. A veces también oigo pisadas en la habitación de arriba.

– ¿Puedes proyectar en tu mente lo que podrían ser?

– No, no puedo.

– Dicen que las almas de quienes traicionan a los amigos o a los visitantes van al infierno, mientras que sus cuerpos siguen viviendo.

– Pues no hay cuerpos. Carecen de forma y figura.

– Para mí es maravilloso y extraño. Al parecer son de esta tierra, pero no se los ve sobre ella.

– Y, a pesar de todo, resultan más amenazadores que las bocas crueles.

Emnot se levantó de la silla y, en medio de la luz menguante, se reunió con su primo junto a la ventana.

– Déjame pensar. Si su cólera despierta en ti esos torrentes de temblores es porque ejercen una influencia semejante a la del calor o el frío insoportables. Suele decirse que en el lugar en que durante mucho tiempo ha persistido un gran fuego aún moran ciertos vapores cálidos. ¿Podría ser tu caso?

– ¿Tú crees?

– Tal vez se trate de seres de un tiempo que va más allá de la memoria humana. -Emnot estaba preocupado por otro aspecto del relato de su primo, ya que esos encuentros invisibles eran como la imagen fantasmagórica de los predestinados que se reunían en lugares secretos. La vida de Gabriel, visitada por aparecidos, desató sus temores de ser perseguido y capturado-. Podría existir el recuerdo de cosas pasadas, como la bruma que se compone de nubes que se desintegran.

– Emnot, en ese caso han venido a causarme un mal infinito.

– Claro que esos seres también podrían estar en un camino distinto. ¿Y si estuvieran delante de nosotros?

– ¿Y todavía no hubieran nacido? ¿Por qué motivo se presentarían en Camomile Street?

– Sí, es verdad. Sin duda son una triste muestra del pasado.

Emnot se distrajo por el recuerdo de la visión de los círculos entrelazados de William Exmewe, los círculos que compartían sus respectivas naturalezas hasta el extremo de que no quedaba claro dónde comenzaba uno y terminaba el otro. Pensó en las gotas redondas de la lluvia ligera, la bruma o el rocío, en las gotas que al chocar se unen. Si mirabas los círculos a la profundidad suficiente, todo se curaba.

– Me da igual la senda que pisen, estoy muy enfadado con ellos.

– Gabriel, están muertos.

– ¡Pero Emnot, uno me tocó!

El erudito se acercó a un pequeño armario, sacó una jarra esmaltada y sirvió dos vasos de vino. Sobre la superficie flotaban unas migajas de pan y las retiró con el dedo.

– Cuan grandes son esas oscuridades. Por lo tanto, David dice: Abissus abissum invocat. La profundidad llama a la profundidad.

Gabriel lo miró con compasión.

– Por lo que veo, sigues siendo un hombre de conocimientos. Un erudito amable y muy perfecto.

– Y como erudito te haré una advertencia.

– ¿Que vaya a ver a la monja?

– De ninguna manera consultes a esa bruja. Abandona tu alojamiento y evita Camomile Street.


* * *

Gabriel Hilton siguió el consejo de su primo. Alquiló tres habitaciones en Duck Lane y no volvió a pisar Camomile Street, que se convirtió en lo que llamaba «un lugar eludido» [7].De todos modos, no cumplió a rajatabla con la advertencia de Emnot. Se enteró de que la hermana Clarice visitaría a las presas en la Mint, junto a la Torre de Londres. El día señalado esperó en la poterna y, cuando la monja se acercó, Gabriel extendió las manos con el habitual gesto de súplica y declaró:

– Liberadme. Liberadme, mi querida hermana, de un mundo de aflicciones.

Clarice reparó en su rostro apuesto y en sus ojos oscuros ensombrecidos por las tribulaciones.

– ¿Qué problema tienes?

La hermana Clarice iba con otra monja, sor Bridget, a la que indicó que se apartase.

Gabriel Hilton le habló de los espíritus que se le aparecían. La hermana Clarice se mordió el labio inferior y meneó la cabeza con aparente consternación.

– He oído historias parecidas. En Londres impera una gran perturbación de los espíritus. Saben que se acerca un mal día. -La monja se besó un dedo y rozó la mejilla de Gabriel. El joyero retrocedió sorprendido y la religiosa sonrió-. ¿Tienes miedo de mí o de mi sexo? Por mi vestimenta puedes ver que estoy consagrada a Dios. ¿Por qué me temes?

Gabriel tuvo la sospecha de que la monja se burlaba de él.

– No tengo miedo de vos ni de otra mujer nacida. Sor Clarice le apoyó el dedo en la frente.

– Tu primo disfrutará de gran gozo y consuelo.

– ¿Emnot?

– Lo conducirán hacia la luz. Otros hombres están a sus espaldas y lo apresuran para que avance hacia la gloria.

– Emnot es solitario. Se trata de un erudito perfectamente educado.

– Escucha lo que te digo. Tu primo debe seguir su camino sin temor. Exmewe es su amigo fiel. Dile que no desfallezca ni dude. ¿Se lo dirás?

– Por supuesto. Si así lo deseáis.

– Así lo deseo.

La hermana Clarice lo despidió y franqueó la portezuela de la prisión.

En compañía de muchos ciudadanos más, Gabriel la vio subir a un bloque de piedra del patio, extender los brazos como si fuera Jesucristo crucificado y hablar a los estrechos enrejados que ocultaban a las prisioneras. El viento procedente del río era tan intenso que sólo le llegaron fragmentos de sus palabras:

– Estoy encadenada… Me han puesto los grilletes… Este cuerpo es mi cárcel… Mis ojos son mis barrotes…

A continuación, se refirió al día en el que todas las puertas se abrirían y saltarían los cerrojos.

De la cárcel no escapó el menor ruido, aunque de repente un rostro pálido apareció junto a uno de los enrejados. Una boca se abrió y gritó:

– ¡Falsa bruja del averno! ¡Estás a punto para la hoguera! ¡Cuando la fruta podrida cae al suelo, hasta los perros la desprecian!

La hermana Clarice se volvió y bajó del bloque de piedra. Llamó a sor Bridget y salieron de la cárcel de la Mint. Pasó junto a Gabriel Hilton, pero no lo saludó. El joyero notó que comentaba algo en voz baja con su compañera y que reía de buen grado. Sin duda, Clarice debía de estar bendecida por Dios como para mostrarse tan alegre. Mientras reflexionaba sobre esa cuestión, decidió que no mencionaría el consejo de la monja a su primo. Como su padre le había enseñado, era mejor no mezclar el cielo y la tierra.

Загрузка...