31 Mashiara

Mientras la embarcación se alejaba del embarcadero, Nynaeve tiró la máscara sobre el banco acolchado y se recostó bruscamente, cruzada de brazos y con la coleta firmemente agarrada, la mirada ceñuda prendida en el vacío. O prendida en todo. Su don de Escuchar el Viento seguía anunciándole una terrible tormenta, de esas que arrancaban tejados y derribaban graneros, y ella casi deseó que el río empezara a agitarse con enormes olas en ese mismo instante.

—Si no es un temporal, Nynaeve —parodió— entonces debes ser tú quien vaya. La Señora de las Barcos podría sentirse insultada si no enviamos a la más fuerte de nosotras. Saben que las Aes Sedai dan mucha importancia a eso. ¡Bah! —Eran palabras de Elayne, salvo el «¡bah!». Lo que pasaba era que su amiga creía que aguantar las tonterías de Merilille sería preferible a enfrentarse de nuevo a Nesta. Cuando se tenía un mal principio con alguien, resultaba difícil cambiarlo; o, si no, ahí estaba Mat Cauthon para demostrarlo. Y si hubiese ido peor con Nesta din Reas Dos Lunas, las tendría a todas ellas de recaderas—. ¡Qué mujer tan horrible! —rezongó mientras rebullía en el mullido asiento. Y con Aviendha no había ido mejor cuando le sugirió que la acompañara a visitar a los Marinos; esa gente se había sentido fascinada por la Aiel. Puso un tono de voz penetrante y remilgado, en absoluto parecido al de Aviendha, pero que encajaba bien con su estado de ánimo en ese momento—: Si surge el problema, entonces le haremos frente, Nynaeve al’Meara. Entre tanto, quizás hoy descubra algo vigilando a Jaichim Carridin. —Si no fuese por el hecho de que no había nada que asustara a la Aiel, habría pensado que Aviendha, al manifestar tanto interés en vigilar a Carridin, tenía miedo. Pasarse el día en una calle, con calor y recibiendo empellones de la muchedumbre, no era divertido, y hoy sería peor, con el festival. Por ello Nynaeve había creído que la Aiel vería con agrado la perspectiva de un agradable y fresco paseo en barco.

La embarcación dio un bandazo. Un agradable y fresco paseo por el río, se dijo para sus adentros. La refrescante brisa de la bahía. Una brisa húmeda, no seca. La embarcación cabeceó.

—¡Oh, mierda! —gimió. Consternada, se tapó la boca con la mano y empezó a dar taconazos contra la parte delantera del banco en un arranque de justificada indignación. Si seguía aguantando a esos Marinos mucho tiempo, acabaría soltando por la boca tantas palabrotas como Mat. No quería pensar en él. Un día más contemporizando con ese… monicaco, y se arrancaría la coleta de cuajo. Y no es que hubiese exigido nada poco razonable hasta el momento, pero seguro que acabaría haciéndolo antes o después. ¡Y qué modales!

»No —dijo firmemente—. Quiero que mi estómago se calme, no alborotarlo más.

La embarcación había empezado a mecerse suavemente, y Nynaeve intentó concentrarse en su atuendo. No tenía tanta obsesión con la ropa como Elayne, pero pensar en seda y puntillas resultaba relajante.

Hasta el último detalle se había escogido para impresionar a la Señora de los Barcos, para tratar de recobrar parte del terreno perdido, si es que tal cosa servía de algo. La falda, de seda verde, llevaba cuchilladas amarillas, mientras que las mangas y el corpiño estaban bordados con oro; también era dorado el encaje que remataba el repulgo, las bocamangas y el escote. Tal vez éste debería haber sido más alto para que la tomaran en serio, pero en su guardarropa no había ninguno de ese estilo. Habida cuenta de las costumbres de los Marinos, podía considerarse muy recatado. Nesta tendría que aceptarla como era; Nynaeve al’Meara no cambiaba su modo de ser por nadie.

Las horquillas de ópalos amarillos prendidas en la trenza eran suyas —un regalo de la Panarch de Tarabon, nada menos— pero Tylin le había proporcionado el collar de oro, con esmeraldas y perlas abriéndose en abanico sobre su pecho. Una joya como jamás había soñado poseer; un regalo por llevar a Mat a palacio, en palabras de Tylin, lo que no tenía sentido alguno, pero quizá la reina pensó que necesitaba una excusa para hacerle un regalo tan valioso. Los dos brazaletes de oro y marfil eran de Aviendha, que tenía una pequeña colección de joyas sorprendente para una mujer que rara vez llevaba algo más que una gargantilla de plata. Nynaeve le había pedido que le prestara un bonito brazalete de marfil tallado con rosas y espinas; sin embargo, la Aiel lo había cogido bruscamente, apretándolo contra su pecho, como si fuese su más preciada posesión, y Elayne empezó a consolarla. A Nynaeve no le habría sorprendido ver que las dos rompían a llorar, abrazadas la una a la otra.

Ahí pasaba algo raro, y si no supiera que ambas eran demasiado sensatas para caer en semejante tontería, habría sospechado que la causa era un hombre. Bueno, Aviendha era sensata; Elayne todavía añoraba a Rand, aunque no podía culpársela por…

De repente notó ondas de saidar casi encima de ella, en enormes cantidades, y…

Se encontró braceando en el agua, luchando para salir a flote y coger aire, con la falda enredándose en sus piernas. Su cabeza emergió a la superficie y aspiró profundamente en medio de cojines que flotaban, sin salir de su asombro. Al cabo de un instante reconoció la forma inclinada que había encima como uno de los asientos de la cabina, así como un trozo de la pared de ésta. Se encontraba en una bolsa de aire. No muy grande; podría tocar los lados sin extender del todo los brazos. Pero ¿cómo…? Un golpe sordo anunció el fondo del río; la cabina volcada al revés se sacudió y se ladeó. A Nynaeve le pareció que la bolsa de aire menguaba un poco.

Las preguntas podían aplazarse; lo primordial era salir de allí antes de que utilizara todo el aire. Sabía nadar —lo había hecho bastante a menudo, en las charcas del Bosque de las Aguas—, lo que la alteraba era cuando la corriente o las olas la zarandeaban con sus cabeceos. Se llenó los pulmones de aire, se sumergió y buceó hacia donde debería hallarse la puerta, moviéndose con torpeza a causa de la falda. Quizá fuese conveniente rasgar la tela, pero desde luego no estaba dispuesta a salir a la superficie llevando encima solamente ropa interior y joyas. Y tampoco pensaba dejar atrás éstas. Además, no podía quitarse el vestido sin perder la escarcela del cinturón, y antes prefería ahogarse que perder lo que guardaba en ella.

El agua estaba completamente oscura, sin rastro de luz. Los dedos extendidos de Nynaeve tocaron madera y tanteó la pieza tallada hasta dar con la puerta; siguió el borde y topó con un gozne. Maldiciendo para sus adentros, se desplazó cuidadosamente hacia el lado opuesto. ¡Sí! ¡El picaporte! Lo levantó y empujó hacia fuera. La puerta se abrió cuatro o cinco centímetros y se detuvo.

Con los pulmones a punto de estallar, nadó de vuelta a la bolsa de aire, pero sólo se quedó lo suficiente para inhalar profundamente. En esta ocasión tardó menos en dar con la puerta. Metió los dedos por la rendija para descubrir qué la atascaba, y se le hundieron en fango. Quizá podría escarbar un poco o… Tanteó más arriba. Fango de nuevo. Por momentos más frenética, pasó los dedos desde la parte inferior de la rendija hasta arriba del todo y luego, negándose a creerlo, desde la parte alta hasta abajo. Fango, consistente y pegajoso, de un extremo a otro.

Nadó de nuevo a la bolsa de aire y en esta ocasión se agarró al borde del banco que colgaba sobre su cabeza, sintiendo el alocado latir de su corazón. El aire parecía más… cargado.

—No moriré aquí —masculló—. ¡No pienso morir aquí!

Asestó puñetazos al banco hasta magullarse los nudillos, luchando por hallar la rabia que le permitiría encauzar. No moriría. Allí no. Sola. Nadie sabría dónde había muerto. Ni tumba tendría, y su cuerpo se pudriría en el fondo del río. Su brazo cayó al agua con un chapoteo. Respiraba trabajosamente. Puntitos negros y brillantes bailaron ante sus ojos; parecía como si estuviese asomándose a un tubo. Nada de ira, comprendió, aturdida. Siguió intentando alcanzar el saidar, pero ya sin creerse capaz de lograrlo. Después de todo moriría allí. No había esperanza. No vería más a Lan. Y, perdida la esperanza, la conciencia titilando como una débil vela a punto de apagarse, hizo lo que jamás había hecho en toda su vida: se rindió completamente.

El saidar fluyó en ella, la colmó.

Se dio cuenta sólo a medias de que la madera que había sobre ella se combaba bruscamente hacia fuera y estallaba. Ascendió envuelta en un montón de burbujas por el agujero de la quilla y salió a la oscuridad. Vagamente sabía que debía hacer algo; casi recordaba qué. Ah, sí. Pateó débilmente, intentó mover los brazos para nadar, pero sólo flotaron, fláccidos.

Algo la agarró del vestido, y el pánico se apoderó de ella al imaginar tiburones, barracudas y sólo la Luz sabía qué otras criaturas horrendas habitarían aquellas negras profundidades. Una chispa de conciencia habló del Poder, pero Nynaeve se debatió desesperadamente con puños y pies, los cuales dieron con algo sólido. Por desgracia, también gritó, o intentó hacerlo. Una gran cantidad de agua penetró por su garganta y arrastró el grito, el saidar y casi los últimos vestigios de conciencia.

Algo tiró de su coleta una vez, y otra más, y sintió que la arrastraban hacia donde fuese. Carecía de fuerza para debatirse, y ni siquiera le causaba mucho miedo que la devoraran.

De repente su cabeza emergió en la superficie. Unas manos la asieron por detrás —eran manos, no un tiburón, después de todo— y apretaron con fuerza las costillas de un modo que le resultó muy familiar. Tosió —el agua le salió por la nariz— y volvió a toser, dolorosamente. E inhaló una bocanada de aire. En toda su vida había saboreado algo tan dulce.

Una mano la tomó por la barbilla y de repente sintió que la arrastraban otra vez. Una gran languidez se apoderó de ella; no podía hacer otra cosa que flotar sobre la espalda y respirar y contemplar el cielo. Tan azul. Tan hermoso. El escozor que notó en los ojos no se debía a la salinidad del agua del río.

Entonces la empujaron hacia arriba contra el costado de una embarcación; una mano, plantada groseramente en su trasero, la aupó más, hasta que dos tipos larguiruchos, con pendientes de latón en las orejas, pudieron agarrarla e izarla a bordo. La ayudaron a dar un par de pasos, pero tan pronto como la soltaron para ayudar a quien la había rescatado, sus piernas se doblaron como si fuesen de gelatina.

A gatas, sobre las manos y las rodillas inestables, contempló confusa una espada, las botas y la capa verde que alguien había tirado en la cubierta. Abrió la boca y… vomitó todo el río Eldar, además de la comida del mediodía, así como el desayuno; no le habría sorprendido ver algunos peces, o incluso sus escarpines. Se limpiaba los labios con el dorso de la mano cuando fue consciente de unas voces.

—¿Milord se encuentra bien? Milord ha estado sumergido mucho tiempo.

—No te preocupes por mí, hombre —repuso una voz profunda—. Trae algo para envolver a la dama.

La voz de Lan, la que todas las noches soñaba que oía.

Con los ojos muy abiertos, Nynaeve contuvo a duras penas un gemido lastimero. El terror que había experimentado cuando pensó que iba a morir no era nada comparado con lo que sentía en ese momento. ¡Nada! Tenía que tratarse de una pesadilla. ¡En ese momento, no! ¡No así! ¡No cuando parecía una rata ahogada, arrodillada y con el contenido de su estómago esparcido ante ella!

Sin pensarlo, abrazó el saidar y encauzó. El agua se escurrió de sus ropas, de su cabello, y arrastró toda huella de su pequeño percance por un imbornal. Tras incorporarse torpemente, se apresuró a colocar bien el collar e hizo cuanto pudo por arreglarse el vestido y el cabello, aunque la humedad del agua salada y el rápido secado habían dejado algunas manchas en la seda y muchas arrugas que necesitarían una mano experta con una plancha caliente para quitarlas. Mechones de pelo parecían querer soltarse del cuero cabelludo, y las horquillas de ópalos daban la sensación de adornar la cola encrespada de un gato furioso, en lugar de su coleta.

Daba igual. Ella era la tranquilidad en persona, sosegada como una brisa primaveral, controlada como… Giró sobre sus talones antes de que él pudiese llegar por detrás y sobresaltarla, avergonzándola totalmente.

Sólo comprendió la rapidez con que había actuado cuando vio que Lan daba en ese momento el segundo paso desde la barandilla. Era el hombre más maravilloso que jamás había visto. Con la camisa, los pantalones de montar y los calcetines chorreando agua estaba guapísimo; y el cabello empapado, pegado a su cara angulosa, y… Una contusión purpúrea y abierta que empezaba a hincharse en la cara, como si hubiese recibido un golpe. Se llevó la mano a la boca al recordar que su puño había dado en algo.

—¡Oh, no! ¡Oh, Lan, cuánto lo siento! ¡No era mi intención!

No fue consciente de salvar el trecho que los separaba; de pronto se encontró allí, de puntillas para posar suavemente las yemas de los dedos en la herida. Un diestro tejido con los Cinco Poderes y la curtida mejilla del hombre quedó perfecta. Pero podía haber resultado herido en alguna otra parte. Tejió las ondas para realizar el Ahondamiento; cicatrices nuevas la hicieron encogerse por dentro, y había algo extraño, pero Lan parecía tan saludable como un toro joven. También estaba empapado, por zambullirse para salvarla. Lo secó como había hecho consigo misma; el agua goteó alrededor de sus pies. No podía dejar de tocarlo. Las dos manos se deslizaban por sus angulosas mejillas, por sus maravillosos ojos azules, por su fuerte nariz, por sus firmes labios, por sus orejas. Peinó aquel sedoso cabello negro con los dedos, ajustó el cordón de cuero que lo sujetaba. Su lengua parecía tener vida propia.

—Oh, Lan —musitó—. Estás realmente aquí. —Alguien soltó una risita nerviosa. Ella no; Nynaeve al’Meara no soltaba risitas, pero alguien lo hizo—. No es un sueño. Oh, Luz, estás aquí. ¿Cómo?

—Un sirviente del palacio de Tarasin me dijo que habías venido al río, y un tipo en el muelle me indicó la embarcación a la que habías subido. Si Mandarb no hubiese perdido una herradura, habría llegado ayer.

—No me importa. Ahora estás aquí. Estás aquí. —Ella no soltaba risitas.

—Tal vez sea una Aes Sedai —murmuró uno de los barqueros, en un tono no demasiado bajo—, pero sigo opinando que es un patito que pretende meterse en las fauces de ese lobo.

Nynaeve se puso roja como la grana, apartó con brusquedad las manos, dejando caer los brazos a los costados, y plantó sonoramente los talones en la cubierta. En otro momento le habría dado a ese tipo su merecido. En otro momento, cuando pudiese pensar. Lan no dejaba espacio para nada más en su cabeza. Lo agarró del brazo.

—Podemos hablar más en privado en la cabina.

¿Uno de los remeros había soltado una risilla burlona?

—Mi espada y mi…

—Yo me encargo —lo interrumpió mientras recogía sus cosas de la cubierta con flujos de Aire. Uno de esos patanes había soltado una risilla burlona. Otro flujo de Aire abrió la puerta de la cabina, y Nynaeve metió a empujones a Lan, su espada y el resto de sus cosas y dio un portazo tras ellos.

Luz, dudaba que ni siquiera Cali Coplin, allá en casa, hubiese sido tan descarada, y eso que muchos guardias de mercaderes conocían la marca de nacimiento de Cali tan bien como su cara. Pero no era lo mismo, en absoluto. ¡Ni mucho menos! Aun así, no estaría mal mostrarse un poquito menos… ansiosa. Sus manos volvieron al rostro del hombre —sólo para alisarle un poco más el pelo, nada más— y él cogió sus muñecas con sus enormes manos.

—Myrelle me tiene vinculado ahora —anunció en voz baja—. Te presta mis servicios hasta que encuentres un Guardián para ti.

Nynaeve soltó pausadamente la mano derecha y lo abofeteó con toda la fuerza que fue capaz. La cabeza del hombre apenas se movió, así que liberó la otra mano y le propinó otra bofetada aún más fuerte.

—¿Cómo pudiste? —Por si acaso, subrayó la pregunta con un tercer bofetón—. ¡Sabías que estaba esperando! —Otra bofetada más parecía indicada, sólo para dejar las cosas bien claras—. ¿Cómo pudiste hacer una cosa así? —Otra bofetada—. ¡Así te abrase la Luz, Lan Mandragoran! ¡Así te consumas en la Fosa de la Perdición! ¡Maldito seas!

El hombre —el muy bastardo— no dijo una sola palabra. Claro que tampoco podía; ¿qué podía alegar en su defensa? Se limitó a quedarse allí quieto mientras los golpes le llovían, sin pestañear, con una peculiar expresión en los ojos, lo cual no era de extrañar, después de que le estuviese poniendo las mejillas coloradas a fuerza de tortas. Sin embargo, si los golpes no le causaban efecto a él, a ella, por el contrario, las palmas de las manos empezaron a arderle.

Ceñuda, apretó el puño y lo atizó en el estómago con todas sus fuerzas. Él gruñó. Ligeramente.

—Discutiremos esto tranquila y racionalmente —manifestó, al tiempo que se apartaba del hombre—. Como adultos.

Lan se limitó a asentir con la cabeza, se sentó y acercó las botas hacia sí. Nynaeve se retiró con la mano izquierda los mechones de cabello suelto que le caían sobre la cara, y echó hacia atrás la mano derecha a fin de flexionar los dedos doloridos sin que él la viera. No tenía derecho a ser tan duro, sobre todo cuando ella quería golpearlo. Sería mucho esperar haberle roto una costilla.

—Deberías estarle agradecida, Nynaeve. —Pateó con fuerza el pie para meterse la bota y se inclinó a recoger la otra. ¡Cómo podía hablar con esa calma!—. No te conviene tenerme vinculado a ti.

Un flujo de Aire agarró un puñado del pelo del hombre y le echó la cabeza hacia atrás dolorosamente.

—Si te atreves, si se te pasa siquiera por la cabeza, soltar esa estupidez de que no quieres darme de regalo el vestido de luto de una viuda, Lan Mandragoran, te… te… —No se lo ocurría nada lo bastante fuerte. Darle de patadas ni siquiera se aproximaba. Myrelle. Myrelle y sus Guardianes. ¡Condenado hombre! ¡Arrancarle la piel a tiras tampoco sería suficiente!

Para el resultado que obtenía, habría dado lo mismo si Lan no hubiese estado en aquella postura forzada, doblado hacia adelante y con el cuello estirado. Se limitó a apoyar los antebrazos sobre las rodillas y a observarla con aquella curiosa expresión en los ojos.

—Me planteé la conveniencia de no decírtelo, pero tienes derecho a saberlo —dijo entonces. Con todo, su tono era vacilante, y Lan jamás dudaba—. Cuando Moraine murió, cuando el vínculo de un Guardián con su Aes Sedai se rompe, se producen… ciertos cambios.

A medida que él hablaba, Nynaeve se ciñó a sí misma con los brazos, fuertemente, para contener los temblores. Le dolían las mandíbulas de tanto apretarlas. Interrumpió el flujo que lo sujetaba como si hubiese retirado una mano de golpe, soltó el saidar, pero la única reacción de él fue erguir la espalda, seguir relatando aquel espanto sin dar señal alguna de haber notado la diferencia, y continuar mirándola fijamente. De repente, Nynaeve comprendió la expresión de sus ojos, más fríos que el más crudo invierno. Eran los ojos de un hombre que sabía que estaba muerto y no le importaba en absoluto, un hombre esperando, casi con ansiedad, ese largo sueño. Los suyos ardían, pero siguieron secos.

—De modo que —concluyó con una sonrisa que sólo se reflejó en sus labios, un gesto de aceptación—, cuando todo haya acabado, ella tendrá un año o más de sufrimiento, y yo seguiré estando muerto. Eso te lo habrás ahorrado tú. Es mi último regalo para ti, Mashiara.

Mashiara. Su amor perdido.

—¿Vas a ser mi Guardián hasta que encuentre uno? —El desapasionamiento de su voz la sobresaltó. Ahora no podía romper a llorar. No lo haría. Ahora, más que nunca, tenía que hacer acopio de toda su fortaleza.

—Sí —repuso, cauteloso, mientras se metía la otra bota. Siempre había tenido algo de lobo medio domado, y ahora sus ojos lo hacían parecer mucho menos que medio domado.

—Bien. —Se arregló la falda, resistiendo el impulso de cruzar la cabina hacia él. No podía dejar que Lan advirtiera su miedo—. Porque lo he encontrado. Tú. Esperé y me consumí cuando vivía Moraine. No lo haré con Myrelle. Va a entregarme tu vínculo. —La Verde lo haría, aunque para ello tuviese que arrastrarla de los pelos hasta Tar Valon. Pensándolo bien, quizá la arrastrara en cualquier caso, por cuestión de principios—. Ni una palabra —advirtió cortante, cuando él abrió la boca para decir algo.

Pasó los dedos sobre la escarcela colgada del cinturón, donde guardaba el pesado sello de oro de él, envuelto en un pañuelo de seda. Hizo un esfuerzo para suavizar el tono de voz; estaba enfermo, y las frases duras nunca habían servido para mejorar la salud. No le resultó fácil conseguirlo, sin embargo; deseaba increparlo, echarle un rapapolvo, arrancarse la coleta de raíz cada vez que pensaba en él y en esa mujer juntos. Luchando por mantener la voz calmada, prosiguió.

—En Dos Ríos, Lan, cuando alguien le da a otra persona un anillo, están comprometidos. —Era mentira, y casi esperó que él se incorporara de un salto, indignado, pero sólo parpadeó con recelo. Además, la idea se la había dado un libro que había leído—. Llevamos comprometidos suficiente tiempo, así que nos casaremos hoy.

—Solía rezar para que llegase ese momento —respondió quedamente, y luego sacudió la cabeza—. Sabes por qué es imposible, Nynaeve. Y aunque pudiera serlo, Myrelle…

A pesar de todas sus buenas intenciones de no perder los estribos, de mostrarse dulce, abrazó el saidar y le metió una mordaza de Aire en la boca antes de que pudiese confesar lo que no quería oír. Mientras no lo dijese en voz alta, ella podría fingir que no había pasado nada. ¡Ah, pero cuando agarrara a Myrelle! Los ópalos de las horquillas se clavaron profundamente en la palma de su mano, y la retiró de la trenza como si se hubiese quemado. Ocupó los dedos en peinarle de nuevo el cabello mientras él la miraba indignado, mudo por la mordaza.

—Una pequeña lección para que aprendas la diferencia entre una esposa y otras mujeres —comentó en tono ligero. Fue un gran esfuerzo—. Te agradecería mucho que no mencionases más el nombre de Myrelle en mi presencia. ¿Comprendes?

Él asintió y Nynaeve retiró el flujo de la mordaza, pero tan pronto como Lan desentumeció un poco los músculos de las mandíbulas, argumentó:

—Sin pronunciar nombres, Nynaeve, sabes que ella es consciente de todo lo que siento a través del vínculo. Si fuésemos marido y mujer…

Nynaeve creyó que la cara le ardería de vergüenza. ¡No había pensado en eso! ¡Maldita Myrelle!

—¿Hay algún modo de asegurarse de que sepa que soy yo? —preguntó finalmente, y sus mejillas ardieron por el sofoco. Sobre todo cuando Lan se echó hacia atrás riendo con asombro.

—¡Luz, Nynaeve, eres un lince! ¡Luz! No me había reído desde… —Su regocijo cesó, y la frialdad que había desaparecido momentáneamente de sus ojos reapareció—. Ojalá pudiese ser, Nynaeve, pero…

—Puede y lo será —lo interrumpió. Los hombres siempre acababan teniendo la sartén por el mango si se los dejaba hablar demasiado. Se sentó sobre sus rodillas. Aún no estaban casados, cierto, pero sus piernas eran más blandas que los asientos sin acolchado de la embarcación. Bueno, no más duras que los asientos, en cualquier caso—. Más te vale resignarte, Lan Mandragoran. Mi corazón te pertenece, y has admitido que el tuyo me pertenece a mí. Tú me perteneces, y no te dejaré escapar. Serás mi Guardián y serás mi esposo, y lo serás durante mucho tiempo, porque no pienso dejarte morir. ¿Lo entiendes? Puedo ser tan testaruda como haga falta.

—No me había dado cuenta —comentó él, estrechando los ojos. Su tono sonó terriblemente… seco.

—Mientras lo sepas… —replicó firmemente. Giró la cabeza y atisbó a través de la obra de talla perforada en la madera de la cabina, detrás de él, y luego la volvió al lado contrario para escudriñar por la franja tallada en la parte delantera. Pasaban ante largos embarcaderos que salían desde el muelle de piedra; más allá sólo alcanzó a ver más muelles, y la ciudad resplandeciendo blanquísima bajo el sol de la tarde—. ¿Adónde vamos? —inquirió.

—Les dije que nos llevasen a tierra tan pronto como te hubiese subido a bordo —contestó Lan—. Me pareció que lo mejor era salir del río lo antes posible.

—¿Que tú…? —Cerró la boca de golpe. Él ignoraba hacia dónde se dirigía ni por qué; había actuado del mejor modo posible de acuerdo con lo que sabía. Además, le había salvado la vida—. Aún no puedo regresar a la ciudad, Lan. —Se aclaró la garganta y cambió de tono. Por muy dulce que tuviera que mostrarse con él, tanta melosidad iba a conseguir que vomitara otra vez—. He de visitar un barco de los Marinos, el Viajero del viento. —Eso estaba mucho mejor; suave, pero no demasiado, y firme.

—Nynaeve, iba justo detrás de tu embarcación y vi lo que ocurrió. Te encontrabas cincuenta metros delante y luego, de repente, cincuenta metros detrás, hundiéndote. Tuvo que ser fuego compacto. —No hacía falta que añadiese nada más. Nynaeve lo hizo por él, y con más conocimiento que él.

—Moghedien —exclamó. Oh, sí, podría haber sido otro de los Renegados, o quizás una hermana del Ajah Negro, pero no le cabía duda que tenía razón. Bueno, había derrotado a Moghedien no una, sino dos veces, así que podría hacerlo una tercera si llegaba el caso. Al parecer, su semblante no transmitía la seguridad en sí misma que sentía.

—No temas —dijo Lan mientras le acariciaba la mejilla—. Nunca tengas miedo encontrándome yo cerca. Si has de enfrentarte a Moghedien, me aseguraré de que estés lo bastante furiosa para encauzar. Por lo visto poseo cierto talento en ese sentido.

—Nunca volverás a enfurecerme —empezó, pero calló y lo miró de hito en hito—. No estoy furiosa —dijo lentamente.

—Ahora no, pero cuando haga falta que lo estés…

—No estoy furiosa —exclamó regocijada. Pateó de puro placer, y lo golpeó con los puños en el pecho, riendo sin parar. El saidar la henchía, pero esta vez no sólo de vida y júbilo, sino de sobrecogimiento. Tejió flujos de Aire suaves como plumas y acarició las mejillas del hombre—. No estoy furiosa, Lan —susurró.

—Ha desaparecido el bloqueo. —Esbozó una sonrisa, compartiendo su gozo, pero el gesto no otorgó calidez a sus ojos.

«Yo te cuidaré. Lan Mandragoran —prometió para sus adentros—. No dejaré que te mueras. —Recostada en su pecho, pensó en besarlo, aunque…—. No soy Cali Coplin —se increpó firmemente».

De repente, una idea espantosa acudió a su mente. Y resultaba más terrible porque no se le había ocurrido antes.

—¿Y los remeros? —preguntó en voz baja—. ¿Y mis guardias personales? —Él respondió sacudiendo la cabeza y la joven suspiró. Guardias personales. Luz, eran ellos quienes habían necesitado que los protegiera, no al contrario. Cuatro muertes más de las que responsabilizar a Moghedien. Cuatro entre otras muchas miles, pero ésas eran algo personal en lo que a Nynaeve concernía. En fin, no tenía intención de ajustar cuentas con Moghedien en ese preciso instante.

Se puso de pie y se centró en sus ropas para ver qué podía hacer al respecto.

—Lan, diles a los remeros que den la vuelta, por favor. Y que lo hagan con toda el alma. —Así y todo, no estaría de regreso en palacio antes de anochecer—. Y entérate si alguno de ellos tiene cualquier cosa que se parezca a un peine. —No podía enfrentarse a Nesta con esas pintas.

Lan recogió su capa y su espada y le hizo una reverencia.

—Como ordenes, Aes Sedai.

Nynaeve frunció los labios mientras la puerta se cerraba tras él. Conque se reía de ella, ¿eh? A buen seguro que había alguien en el Viajero del viento que podía celebrar un matrimonio. Y, por lo que había visto de los Marinos, apostaría que Lan Mandragoran se encontraría prometiendo hacer lo que le dijeran que hiciera. A ver quién reía entonces.

La embarcación empezó a dar media vuelta en medio de cabeceos y sacudidas, y el estómago de Nynaeve se zarandeó al mismo tiempo.

—¡Oh, Luz! —gimió mientras se dejaba caer en el banco. ¿Por qué no habría desaparecido eso también, junto con el bloqueo? Asió el saidar, consciente de cada roce del aire en su piel, era todavía peor. Soltar el Poder no solucionó el problema. No iba a marearse de nuevo, ni hablar. Iba a hacer suyo a Lan de una vez por todas. Aquél iba a ser un día maravilloso. Oh, ojalá dejase de sentir esa tormenta acercándose.


El sol colgaba refulgente sobre los tejados para cuando Elayne llamó a la puerta con los nudillos. Los festejadores bailaban y brincaban en la calle a su espalda, llenando el aire de risas, canciones y olor a perfume. Abstraída, deseó haber tenido la oportunidad de sumarse a la celebración. Un vestido como el de Birgitte habría resultado divertido. O incluso uno como el que había visto a lady Riselle, una de las camareras de Tylin, a primera hora de la mañana. Siempre y cuando hubiese podido dejarse puesta la máscara, desde luego. Volvió a llamar, más fuerte.

La doncella de cabello canoso y cara cuadrada abrió y la ira se reflejó de repente en su semblante cuando Elayne se retiró la máscara verde.

—¡Tú! ¿Qué haces otra vez aquí…? —La cólera se transformó en una palidez cadavérica cuando Merilille se quitó su máscara, y Adeleas y las demás hicieron otro tanto. La mujer dio un respingo con cada rostro intemporal descubierto, incluso el de Sareitha. Para entonces, quizá vio lo que esperaba ver.

Emitiendo un chillido, la doncella intentó cerrar la puerta, pero Birgitte pasó veloz ante Elayne y con el hombro volvió a abrirla de un empellón. La sirvienta reculó dando traspiés, y entonces pareció reaccionar, pero ya fuera correr o gritar lo que pensaba hacer, Birgitte se le adelantó y la aferró del brazo por debajo del hombro.

—Tranquila —advirtió la arquera en tono firme—. No queremos nada de jaleo ni de gritos, ¿verdad que no?

Daba la impresión de que sólo sujetaba el brazo de la mujer, casi como si la sostuviese, pero la doncella estaba muy derecha y muy quieta. Con los desorbitados ojos prendidos en la máscara de plumas de su captora, sacudió lentamente la cabeza.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Elayne al tiempo que todas entraban en el vestíbulo, abarrotándolo. La puerta se cerró y apagó el ruido de la calle. Los ojos de la doncella pasaron velozmente de un rostro a otro, como si fuese incapaz de mirarlos más de un momento.

—C-c-cedora.

—Condúcenos hasta Reanne, Cedora.

En esta ocasión, la doncella asintió; parecía a punto de echarse a llorar.

Cedora las guió escaleras arriba, todavía sujeta del brazo por Birgitte. Elayne se planteó decirle que soltara a la mujer, pero no quería correr el riesgo de que un grito de alarma hiciera salir a todo el mundo huyendo. Tal era la razón de que Birgitte hiciese uso de la fuerza física, en lugar de utilizar ella el Poder. Suponía que Cedora estaba más asustada que dolorida y, al fin y al cabo, todo el mundo iba a asustarse esa tarde, al menos un poco.

—A-ahí —balbuceó la doncella, señalando con un gesto una puerta roja. Era la de la habitación donde Nynaeve y ella habían sostenido aquella infortunada reunión. Abrió y entró en la sala.

Reanne se encontraba allí, sentada de espaldas a la chimenea con los Trece Pecados labrados en la repisa; la acompañaban otras doce mujeres a las que Elayne no había visto antes, ocupando todas las sillas colocadas contra las paredes verde claro, sudorosas por el hecho de tener cerradas las ventanas y las cortinas echadas. La mayoría llevaba vestidos ebudarianos, aunque sólo una de ellas tenía la tez olivácea; casi todos los rostros mostraban arrugas, y las cabezas, al menos un atisbo de canas; desde la primera hasta la última podían encauzar en mayor o menor grado. Siete lucían el cinturón rojo. Elayne suspiró a pesar de sí misma. Cuando Nynaeve tenía razón en algo, no dejaba de recordártelo hasta que te entraban ganas de chillar.

Reanne se levantó como impulsada por un resorte, el semblante enrojecido por la misma ira que Cedora había demostrado, y también sus primeras palabras fueron casi idénticas a las de la sirvienta.

—¡Tú! ¿Cómo te atreves a aparecer…?

Del mismo modo, su voz y su cólera se apagaron por idéntica razón cuando Merilille y las demás entraron pisándole los talones. Una mujer rubia, con el cinturón rojo y un escote exagerado, emitió un débil sonido, los ojos se le pusieron en blanco y cayó de la silla, desmadejada. Nadie movió un dedo para ayudarla. Nadie dirigió una mirada a Birgitte cuando ésta escoltó a Cedora hasta un rincón y la dejó allí. Nadie parecía respirar siquiera. Elayne sintió unas ganas inmensas de gritar «¡bu!» sólo para ver qué pasaba.

Reanne se tambaleó, pálida, e hizo un esfuerzo visible para recobrar la compostura, sin éxito. Sólo tardó un instante en recorrer con la mirada los cinco fríos semblantes Aes Sedai alineados ante la puerta y decidir quién debía de estar al mando. Se encaminó con pasos inestables hacia Merilille y cayó de rodillas, gacha la cabeza.

—Perdonadnos, Aes Sedai. —Su tono era reverente, y sólo un poco más firme que sus rodillas un instante antes. De hecho, balbuceó—: Sólo somos unas pocas amigas. No hemos hecho nada, y menos algo que traiga descrédito a las Aes Sedai. Juro que es así, sea lo que fuere lo que esta chica os haya contado. Os habríamos informado sobre ella, pero teníamos miedo. Sólo nos reunimos para hablar. Tiene una amiga, Aes Sedai. ¿La atrapasteis también? Puedo describírosla, Aes Sedai. Haremos todo cuanto queráis. Lo juro, nosotras…

Merilille se aclaró sonoramente la garganta.

—Creo que te llamas Reanne Corly. —Reanne se encogió y contestó que así era, todavía con la vista prendida en el suelo, a los pies de la Gris—. Me temo que debes dirigirte a Elayne Sedai, Reanne.

La cabeza de Reanne se alzó bruscamente, de un modo muy satisfactorio. Miró a Merilille de hito en hito y luego, centímetro a centímetro, volvió los ojos, grandes como platos, hacia Elayne. Se lamió los labios e hizo una profunda inhalación. Se giró sobre las rodillas para situarse de cara a Elayne y volvió a inclinar la cabeza.

—Os pido perdón, Aes Sedai —dijo torpemente—. No lo sabía. No podía… —De nuevo una lenta y pesarosa inhalación—. Sea cual fuere el castigo que decretéis, lo aceptamos humildemente, por supuesto, pero, por favor, os suplico que creáis que…

—Oh, levántate —la interrumpió Elayne, impaciente. Había deseado hacer que esa mujer la reconociese tanto como había hecho con Merilille o cualquiera de las otras, pero ese arrastrarse y humillarse le daba asco—. No pasa nada. Ponte de pie. —Esperó a que Reanne obedeciera y luego se dirigió hacia el sillón de la mujer y tomó asiento. No era necesaria la actitud servil, pero quería que no quedase la menor duda acerca de quién estaba al mando—. ¿Sigues negando tener conocimiento sobre el Cuenco de los Vientos, Reanne?

—Aes Sedai —dijo cándidamente la mujer a la par que extendía las manos—, ninguna de nosotras usaría jamás un ter’angreal, cuanto menos un angreal o un sa’angreal. —Cándidamente, y tan recelosa como un zorro en una ciudad—. Os lo aseguro, no fingimos ser Aes Sedai en absoluto. Sólo somos estas pocas amigas que veis aquí, unidas por el hecho de haber sido admitidas en la Torre Blanca antaño. Eso es todo.

—Sólo estas pocas amigas —repitió secamente Elayne—. Y Garenia, por supuesto. Y Berowin y Derys y Alise.

—Sí —admitió de mala gana Reanne—. Y ellas.

Elayne sacudió lentamente la cabeza antes de hablar.

—Reanne, la Torre Blanca lo sabe todo sobre tus Allegadas. Lo ha sabido siempre.

Una mujer de tez morena, con aspecto de ser teariana a pesar de llevar un chaleco de seda azul y blanco, con el signo del gremio de orfebres, lanzó un grito ahogado y se apretó la boca con las gordezuelas manos. Una saldaenina canosa y delgada que llevaba el cinturón rojo soltó un suspiro y se desmayó, reuniéndose en el suelo con la mujer de pelo rubio; otras dos más parecieron a punto de seguir su ejemplo.

Por su parte, Reanne miró a las hermanas alineadas ante la puerta buscando la confirmación y, al parecer, la vio. El rostro de Merilille era más gélido que sereno, y Sareitha hizo una mueca de asco antes de poder contenerse. Vandene y Careane tenían los labios prietos, e incluso Adeleas parecía incluida, volviendo la cabeza de un lado a otro para estudiar a las mujeres sentadas a lo largo de las paredes como si fuesen insectos desconocidos para ella hasta ese momento. Por supuesto, lo que Reanne veía y lo que era no tenía semejanza alguna. Todas habían aceptado la decisión de Elayne, pero ni todos los «Sí, Elayne…» del mundo podrían hacer que les gustara. Habrían llegado dos horas antes si no hubiesen perdido el tiempo con montones de «Pero, Elayne…» proferidos. A veces dirigir significaba arrear.

Reanne no se desmayó, pero el miedo asomó a su rostro y la mujer alzó las manos en un gesto suplicante.

—¿Os proponéis destruir a las Allegadas? ¿Por qué ahora, después de tanto tiempo? ¿Qué hemos hecho para castigarnos en este momento?

—Nadie va a destruiros —dijo Elayne—. Careane, ya que nadie parece dispuesta a ayudar a esas dos, ¿te importaría ocuparte de ellas? —Hubo brincos de sobresalto y enrojecimiento de mejillas por toda la sala, y antes de que Careane tuviera ocasión de moverse, dos mujeres se agachaban junto a cada una de las desmayadas para incorporarlas y ponerles sales bajo la nariz—. La Sede Amyrlin desea que todas las mujeres capaces de encauzar estén conectadas con la Torre —prosiguió la joven—. La oferta es válida para cualquiera de las Allegadas que desee aceptarla.

Si hubiese tejido flujos de Aire alrededor de cada una de aquellas mujeres, no las habría dejado tan paralizadas como con sus palabras. Si hubiese apretado al máximo dichos flujos, no habría logrado que sus ojos se desorbitaran tanto. Una de las mujeres desmayadas inhaló de repente y tosió mientras apartaba el frasquito de sales que le habían dejado plantado debajo de la nariz demasiado tiempo. Aquello dio rienda suelta a un aluvión de preguntas.

—¿Podemos convertirnos en Aes Sedai, después de todo? —inquirió, excitada, la teariana del chaleco de los orfebres.

—¿Nos dejarán aprender? —quiso saber una mujer de cara redonda, con el cinturón rojo al menos el doble de largo que los de las demás.

—¿Volverán a enseñarnos? —preguntaron un montón de voces dolorosamente ansiosas.

—¿Podemos de verdad…? —corearon varias.

—¿De verdad nos dejarán…? —se oyó por todas partes.

Reanne se giró hacia ellas con ferocidad.

—¡Ivara, Sumeko, todas vosotras, habéis perdido el control! ¡Estáis hablando a unas Aes Sedai! ¡Estáis ante unas Aes Sedai! —Se pasó una mano temblorosa por la cara.

Se produjo un silencio avergonzado, los ojos se agacharon y las mejillas enrojecieron. A pesar de todas las arrugas de esos rostros, de tanto cabello canoso, a Elayne le recordaban un grupo de novicias sorprendidas por la Maestra de las Novicias haciendo una pelea de almohadas después del toque de la Postrera. Vacilante, Reanne se dirigió a ella hablando tras las puntas de los dedos.

—¿De verdad se nos permitirá regresar a la Torre? —balbuceó.

—Sí —asintió Elayne—. Las que puedan aprender a ser Aes Sedai, tendrán la oportunidad, pero habrá un lugar para todas. Para cualquier mujer capaz de encauzar.

Las lágrimas brillaron en los ojos de Reanne. Elayne no estaba segura, pero creyó oír que musitaba: «Podré ser una Verde». Le costó un gran esfuerzo no correr hacia ella y abrazarla.

Ninguna de las otras Aes Sedai dieron señales de ceder a las emociones, y Merilille, ciertamente, era de una pasta mucho más dura.

—Con tu permiso, Elayne, querría hacer una pregunta. Reanne, ¿cuántas de… vosotras aceptaréis?

Sin duda, aquella pausa podría traducirse por: «cuántas espontáneas y mujeres que no lo consiguieron la primera vez». Si Reanne lo notó o lo sospechó, hizo caso omiso o no le importó.

—No puedo creer que alguna de nosotras rechace la oferta —respondió, falta de aliento—. Puede que se tarde cierto tiempo en avisarles a todas. Nos mantenemos dispersas, ¿comprendéis? —Rompió a reír, en un atisbo de nerviosismo que no distaba mucho de las lágrimas—. Para que las Aes Sedai no repararan en nosotras. Actualmente hay mil setecientos ochenta y tres nombres en la lista.

La mayoría de las Aes Sedai aprendían a ocultar una impresión con una exhibición de calma, y sólo Sareitha dejó que sus ojos se abrieran más de lo normal. También articuló palabras silenciosas, pero Elayne la conocía lo suficiente para leerle los labios: «¡Dos mil espontáneas! ¡La Luz nos ayude!». Elayne hizo toda una exhibición de arreglarse los pliegues de la falda hasta tener la seguridad de que su rostro no dejaba traslucir nada. Sí, Luz, ayúdalas. Reanne interpretó mal el silencio.

—¿Esperabais que fuesen más? Todos los años ocurren accidentes, o muertes naturales, como le pasa a cualquiera, y me temo que el número de Allegadas ha menguado en el último milenio. Tal vez hayamos sido demasiado precavidas a la hora de acercarnos a las mujeres cuando se marchaban de la Torre Blanca, pero siempre existió el miedo de que una de ellas pudiese informar si era interrogada, y… y…

—No estamos decepcionadas en absoluto —le aseguró Elayne a la par que hacía gestos tranquilizadores. ¿Decepcionadas? Pero si tenía que hacer un gran esfuerzo por no soltar una risa histérica. ¡Había casi el doble de Allegadas que Aes Sedai! Egwene jamás podría decir que no había hecho su parte en llevar mujeres que pudieran encauzar a la Torre. Pero si las Allegadas rechazaban a las espontáneas… en fin, debía ceñirse al asunto; reclutar a las mujeres del Círculo sólo había sido un hecho accidental—. Reanne, ¿crees que ahora podrías recordar por casualidad dónde está el Cuenco de los Vientos?

—Jamás los hemos tocado, Elayne Sedai. —Reanne se puso roja como la grana—. Ignoro por qué están agrupados. Nunca oí hablar de ese Cuenco de los Vientos, pero hay un almacén como el que describisteis…

En ese momento una mujer encauzó en el piso de abajo. Alguien gritó de puro terror.

Elayne se puso de pie en un santiamén, como todas las demás. De algún rincón en aquel vestido de plumas, Birgitte sacó un cuchillo.

—Ésa debe de ser Derys. Es la única que está aquí —comentó Reanne.

Elayne se adelantó rápidamente y la cogió del brazo cuando ya se encaminaba hacia la puerta.

—Todavía no eres una Verde —murmuró, y fue recompensaba con una sonrisa, que marcó hoyuelos encantadores, sorprendida, complacida y tímida a la vez—. Nosotras nos ocuparemos de esto, Reanne.

Merilille y las demás se desplegaron a ambos lados, listas para seguir a Elayne fuera de la sala, pero Birgitte llegó a la puerta antes que nadie y sonrió mientras ponía la mano en el pomo. Elayne tragó saliva y no dijo nada. Tal era el privilegio del Guardián, según los Gaidin: el primero en entrar y el último en salir. Aun así, se llenó de saidar, presta para aplastar cualquier cosa que amenazase a su Guardián.

La puerta se abrió antes de que Birgitte tuviese tiempo de accionar el tirador.

Mat entró sin prisa, empujando ante sí a la esbelta doncella que Elayne recordaba.

—Imaginé que os encontraría aquí —sonrió con insolencia, sin hacer el menor caso de las miradas fulminantes de Derys, antes de continuar—, al ver un gran montón de Guardianes bebiendo en la taberna que ocupa el último lugar en mis preferencias. Acababa de volver tras seguir a una mujer al Rahad. Al piso alto de una casa en la que no vive nadie, para ser preciso. Después de que se marchara, entré, y el suelo tenía tanto polvo que vi de inmediato a qué cuarto se había dirigido. Hay un condenado cerrojo, grande y oxidado, pero apostaría mil coronas contra una patada en el trasero a que vuestro Cuenco se halla tras esa puerta. —Derys le lanzó una patada y Mat la apartó de un empujón al tiempo que sacaba un cuchillo del cinturón y lo hacía saltar en la mano—. ¿Querría alguna de vosotras, por favor, decirle a esta gata salvaje de qué lado estoy? Últimamente, las mujeres con cuchillos me ponen nervioso.

—Ya estamos enteradas de todo eso, Mat —puntualizó Elayne. Bueno, estaban a punto de enterarse cuando él irrumpió en el cuarto. Y su expresión estupefacta era divertidísima. Percibió algo de Birgitte. La otra mujer la miraba de un modo inexpresivo, pero aquel pequeño nexo emotivo en el fondo de su mente irradiaba desaprobación. Seguramente Aviendha tampoco tendría muy buena opinión del asunto. Abrir la boca fue una de las cosas más difíciles que Elayne había hecho en su vida—. Sin embargo, he de darte las gracias, Mat. Es gracias a ti exclusivamente que hemos encontrado lo que buscábamos. —Su gesto de pasmo casi mereció la agonía de pronunciar esas palabras.

El joven cerró la boca rápidamente, aunque sólo para volver a abrirla a fin de proponer:

—Entonces, alquilemos una embarcación y vayamos a recoger el jodido Cuenco. Con suerte, podremos marcharnos de Ebou Dar esta noche.

—Eso es ridículo, Mat. Y no me digas que estoy rebajándote. No vamos a meternos en el Rahad después de oscurecer, y no nos marcharemos de Ebou Dar hasta que hayamos utilizado el Cuenco.

Mat intentó oponerse, naturalmente, pero Derys aprovechó la oportunidad de que había dejado de estar pendiente de ella para lanzarle otra patada. El joven se refugió detrás de Birgitte, gritando que alguien lo ayudara, mientras la mujer saltaba sobre él.

—¿Es vuestro Guardián, Elayne Sedai? —inquirió, dubitativa, Reanne.

—¡Luz, no! Mi Guardián es Birgitte.

La mujer se quedó boquiabierta. Habiendo respondido a la pregunta, Elayne planteó otra que no habría sido capaz de hacer a otra hermana.

—Reanne, si no es indiscreción, me gustaría saber qué edad tienes.

La mujer vaciló y miró de soslayo a Mat, pero éste seguía maniobrando para interponer a la sonriente Birgitte entre Derys y él.

—Mi próximo día onomástico será mi cuatrocientos doce —contestó, como si fuese lo más normal del mundo.

Merilille se desplomó, desmayada.

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